XXIII

CASTILLO DE BOUCHOUT
1927

Porque yo soy una memoria viva y temblorosa, una memoria incendiada, vuelta llamas, que se alimenta y se abrasa a sí misma y se consume y vuelve a nacer y abrir las alas. Porque yo tengo alas de águila: me las robé de una bandera mexicana. Yo tengo alas de ángel: me crecieron anoche mientras soñaba contigo, mientras te imaginaba. Porque yo no soy nada si no invento mis recuerdos. Porque tú no serás nadie, Maximiliano, si no te inventan mis sueños.

Por eso, Maximiliano, el día en que yo me muera te vas a morir conmigo. Yo soy tu amor vestido de marinero. Yo soy tu espanto disfrazado de espejos, tu pecho tatuado de códices, tu miembro envuelto en hojas de plátano. Yo soy tu lengua amarrada a la lengua de Concepción Sedano. Tus barbas enredadas a los espinos en flor bordados en mi almohada, tus labios que besan el polvo del Cerro de las Campanas. Yo soy, Maximiliano, tu carne embarrada en las canteras de la Cuesta China, tu saliva que fluye por el Acueducto de Los Remedios, tus uñas encajadas en la pulpa de una sandía. Yo soy tus huesos que tocan una marimba. Tus ojos azules incrustados en la cara del indio. Yo soy tu ombligo, Maximiliano, colgado de la luna de Querétaro.

¿Te dije algún día, Maximiliano, que tú inventaste México y el mundo para mí? Eso también fue mentira: yo te inventé a ti para que tú los inventaras. Nadie, por ello, puede venir ahora a decirme, a mí, imagínate, a quien te acurrucó en el vientre de tu madre, a quien por leche te hizo beber los cristales del alba, a quien te dio su aliento y de la mano te llevó por los corredores oscuros de Schönbrunn para que escucharas la agonía del Duque de Reichstadt y el vuelo de los halcones, y con el índice y desde las playas de Bahía te señaló los martines pescadores que se clavaban como flechas en los hervideros de la espuma, a mí, imagínate, que dibujé en las azucenas el contorno de tus manos y te di un corazón de alcancía para que en él atesoraras mi ternura, a mí que hice a la noche tenderse sobre tu cuerpo, al cieno trepar por tus axilas, a tus intestinos transformarse en un río de moscas doradas, ¿me van a decir ahora que por ti las campanas de Dolores se ponen sus faldas de agua sonora y las balas sus colas de lumbre, que por ti y en la lluvia de Orizaba canta la dalia el corrido del diecinueve de junio y con su espolón de plata señalan las espuelas de Amozoc el camino al patíbulo? ¿Que no se dan cuenta, Maximiliano, Emperador de México y Rey del Universo que yo inventé las campanas y la lumbre, las balas y las espuelas, la lluvia que para besar tu frente bajaba del cielo de México deslizándose por hilos de agua tibia? ¿Que no se dan cuenta que yo inventé el camaleón que se tragó el arco iris de Zempoala? A mí Maximiliano, que conocí los escupitajos de jade que se congelaron en tu garganta y los coágulos almendrados de tu hígado, a mí, dime, ¿me van a venir ahora a contar mis sueños? ¿Que no saben que te retrataste en el agua y te copiaste en el paisaje? ¿No te han visto vivo en el fondo del Lago de Xochimilco? ¿No te contemplaron muerto a la sombra de un tamarindo? Ay, Maximiliano, la sed tiene colores que desconoce el viento, el hambre tiene un brillo que no se imagina el fuego: de viento y fuego, de polvo y nada, hago tus dientes, y con tus dientes un racimo y con tus venas una red de hilos azules para pescarte vivo y llevarte a vender al mercado. Por ti, por inventarte, por palpitar en tus suburbios de ámbar, me jugué la vida en una pelea de gallos, me jugaré la muerte en un volado. Yo soy Carlota, Emperatriz de México y de América y hoy, Maximiliano, me voy a regresar a México contigo. Aunque sea para arrepentirme de nuevo, aunque me digan que estoy loca: loca Isabel la Católica, que no se cambió de camisa hasta que cayó Granada. ¿Pero loca yo porque bebo tequila en la fuente de la botella de piedra de El Arenal? Al contrario, que me traigan una barrica de tequila. ¿Loca yo porque sé que te buscas en la cicatriz de la espuma y te escondes en el temblor de la tinta? ¿Loca porque me gusta ir a la Plaza de los Evangelistas de la ciudad de México para pedirles que con esa tinta escriban mi vida? No, loca Juana la Loca que se cagaba en la cama. Loco Cristian de Dinamarca que echaba espuma por la boca y que le pedía a su amigo Holck que lo azotara. ¿Pero loca yo, loca porque sé que tu pecho abriga un sol entero y que ese sol es el de México?

¿O loca yo y puta, sobre todo puta porque el hijo que llevo en las entrañas no lo engendró el Emperador de México? No, Maximiliano: puta tu cuñada Sisi que tuvo una hija de un cazador de zorras. Puta tu madre que tuvo un hijo del Rey de Roma, y puta la madre del Rey de Roma que con su general tuerto lo llenó, en Parma, de hermanos bastardos, como me llenó a mí de hermanos naturales la puta de la Von Eppinghoven con mi padre Leopoldo. Y puta la madre del Zar Pablo Primero que lo concibió con el Conde Saltykov. Puta Inés Esteves la madre del fundador de la dinastía ducal de los Braganza Alfonso de Portugal porque lo concibió con Juan Primero sin estar casada con él, y puta también la abuela de Alfonso, Theresa Lourengo, que tuvo como hijo natural a Pedro Primero. Puta la amante de Jacobo Primero de Inglaterra, Arabella Churchill, madre de su bastardo el Duque de Berwick. Puta la madre de Napoleón Tercero que le dio como medio hermano al Duque de Morny, hijo ilegítimo del Conde de Flahault, que era hijo de la puta que lo concibió, como hijo natural, con el Príncipe de Talleyrand. Y putas, Maximiliano, las dos reinas de España: puta María Luisa que tuvo, con Godoy, al hermano de Fernando Séptimo, puta Isabel Segunda que si pudo darles como rey a sus súbditos a Alfonso Doce, fue porque le abrió las piernas y la matriz a un dentista norteamericano y todos, hasta la mojigata de mi prima Victoria, se hicieron de la vista gorda. Pero puta yo, no, Maximiliano, porque nunca te fui infiel. Porque si el hijo que voy a tener no lo engendraste tú, tampoco, escúchame bien, tampoco lo engendró el Coronel Van Der Smissen, ni Léonce Détroyat, ni el Coronel Feliciano Rodríguez. El hijo que voy a tener no será jefe de Estado Mayor del Mariscal Foch, ni venderá truchas y rodaballos en el East End de Londres, porque no será hijo de nadie sino de todos: a mí todos me embarazaron, sin que yo me enterara, cuando estaba soñando con los ojos abiertos. Me embarazó el Mariscal Aquiles Bazaine con su bastón de mariscal. Me embarazó Napoleón con el pomo de su espada. Me embarazó el General Tomás Mejía con un acto largo y lleno de espinas. Me embarazó un ángel con unas alas de plumas de quetzal que tenía, entre las piernas, una serpiente forrada con plumas de colibrí. Y quedé preñada de viento y de vacíos, de quimeras y de ausencias. Voy a tener un hijo, Maximiliano, del peyote, un hijo del cacomixtle, un hijo del tepezcuintle, un hijo de la mariguana, un hijo de la chingada.

Y si te dicen que yo ya no soy mexicana porque hace muchos años que no vivo en México. Si te dicen que el México con el que sueño dejó de existir hace mucho tiempo, diles, Maximiliano, que eso no es cierto, porque México es el México que yo invento. Yo le di su frescura a las aguas del Lago de Chapala. Yo inventé la plata de Sonora. Yo le di su transparencia a los cielos azules del Valle de Anáhuac. Y si te dicen, Maximiliano, si te dicen que México ya no es el mismo, diles que no es cierto, porque yo soy la misma de siempre, y México y yo somos la misma cosa. Sesenta años he pasado ante un espejo, sin moverme, mientras el mundo giraba a mi alrededor como aquella noche, te acuerdas, cuando me estrechaste por la vez primera en tus brazos en el Palacio de Laeken. Sesenta años, Maximiliano, y el tiempo no me ha tocado: te juro que no me ha salido una sola cana, que no tengo una sola arruga, que no se me ha caído un solo diente, que nunca me duermo, como la Emperatriz Popea, con una máscara de harina y pasta de huevo, ni me pinto el cabello con infusión de hojas de zarzamora y que para tener el cutis fresco no lo baño con una loción de cerebro de jabalí y sangre de lobo como lo hacía Sisi, te lo juro, Maximiliano, porque cada día estoy más bella. Te juro que para que mis dientes estén siempre blancos no los froto como me dijo la Duquesa de Kent con polvo de cuernos de ciervo y cenizas de romero y no tengo verrugas que quitarme con la baba de los caracoles de tierra ni vello que depilarme con el jugo lechoso de las flores de Nochebuena de las que me envió un macetón el año pasado Joel Poinsett, te juro, Maximiliano, que mi aliento está todavía fresco y no lo perfumo con hojas de betel y yerbabuena, porque cada día estoy más joven. Ve y díselo a México. Ve y diles que estoy más bella de lo que nunca estuve en todos los daguerrotipos de Le-Graive y en los retratos que me hizo Portaels en Bruselas y Winterhalter en las Tullerías. Ve y diles que no se crean que me van a tener que decir cuáles son los colores del uniforme de mis guardas palatinos, porque estoy ciega. Que no se imaginen que tendrán que gritarme al oído el himno imperial mexicano porque estoy sorda y ya olvidé la letra. Diles que no se atrevan a llevarme en silla de ruedas a la Catedral de San Hipólito pensando que estoy tullida. ¿Te acuerdas, Maximiliano, de la Carlota que conociste cuando fuimos a la ópera en Bruselas? ¿Se acuerdan ellos, los mexicanos, de la Carlota que conocieron cuando la Novara entró a la rada de Veracruz escoltada por zopilotes? ¿Se acuerdan, dime, del Ángel Tutelar de Yucatán que se contempló en las aguas del cenote sagrado? Diles, como yo te digo a ti, Maximiliano, que no me van a reconocer porque soy la mujer más bella de la vertiente del Golfo, la más bella de la Sierra Madre Oriental, de las dunas de Antón Lizardo, de las Islas Revillagigedo, de los llanos de Tlaxcala, la más bella, Maximiliano, de todas las mexicanas. Ve y diles todo eso, y diles también que voy a regresar a México para que México se vea en mi espejo.

Y que me toquen el jarabe tapatío para que vean cómo lo bailo sobre la tumba de Napoleón Tercero. Que me traigan una guitarra, que me traigan un sombrero y unas cananas, que hoy me voy a echar balas en la Feria de San Juan. Que en mi bicicleta con esquís voy a patinar en el Lago de Chapala. Que en mi bicicleta con alas voy a volar sobre Sonora para que me saluden desde abajo mis indios tarahumaras. Que me voy a bañar en el Salto de Necaxa. Que hoy me voy al jaripeo con el Barón Neigre y Carmen Sylva de calzonera y chaqueta de cuero con bordados de plata de Arizona. Que me traigan a los mariachis, que vengan Juárez y sus ministros a darme una serenata y me toquen las mañanitas para que vean cómo las canto. Que hoy me voy de parranda a México con la Princesa Bibesco y Eugenia de Montijo a quemar judas, a comer calaveras de azúcar, a romper piñatas, a cantar las letanías y pedirle posada a México, a tocar matracas de marfil y hueso, a bailar a Chalma, a besarle las manos a la Virgen de los Remedios, a besarle los pies al Señor del Veneno. Que me traigan mi huipil. Que me traigan mi rebozo de bolita y mis faldas de china poblana forradas con chaquira y lentejuela. Que me traigan mis huaraches. Que me traigan un sarape de Saltillo, porque hoy me voy a vestir de mexicana para asombrar al mundo. Me voy a poner una falda de colas de mapache. Una máscara de diablo michoacano. Una blusa de piel de iguana. Un sombrero de plumas de guacamaya. Y un collar, Maximiliano, de lenguas de cenzontle, el pájaro de las cuatrocientas voces, porque yo soy todas las voces, todas las lenguas. Porque yo invento cada día la historia. Porque yo viajo por el mundo con las alas de manta de Cambrai que me hizo Santos Dumont, con las alas de alabastro que inventó para mí Leonardo, con las alas de papel de China que me trajo Marco Polo: nadie ni nada me puede encerrar, Maximiliano. Todos creen que me tuvieron cuatro meses presa en Miramar, diez años encerrada en Terveuren, cincuenta en Bouchout. Todos creen que me han tenido encerrada siempre en mí misma porque no saben que cosí todos los edictos y cartas y papeles en blanco que dejaste regados en tu despacho del Castillo de Chapultepec para hacerme con ellos un paracaídas y brincar por la ventana. Porque no saben que si yo no me corté el pelo como lo hizo María Teresa cuando murió su esposo Francisco de Lorena o como se lo cortó Cósima cuando murió Wagner y lo puso en su ataúd para que se lo llevara al infierno, fue, Maximiliano, para dejarlo crecer durante sesenta años y con él hacerme una trenza para descolgarme por el balcón. Porque no saben que cuando viene el mensajero disfrazado del mago Houdini me transforma en la Princesa de Liliput y me escondo en el día en mi casa de muñecas, y en las noches me monto en el lomo de un murciélago que viene por mí desde Brujas para llevarme a Dunquerque y en Dunquerque me monto en el lomo de un pez volador para viajar a México.

Diles, también, que soy mexicana porque sé muy bien dónde dejé mi corazón. Diles que en cambio tú no sabes dónde dejaste el tuyo, diles que el corazón de tu primo Ludwig de Baviera está guardado en la capilla votiva de Alt-Otting y que los corazones de los emperadores y príncipes de la Casa Habsburgo están en las urnas de la Capilla de Loreto del Hofburgo, pero que tú no sabes, Maximiliano, dónde quedó tu corazón. ¿Dime, qué hizo el indio con los pedazos después de que el Doctor Licea le cortó en cuadros? ¿Los puso en frascos de formol para regalárselos a sus biznietos? ¿Se los vendió a un coleccionista tejano? ¿Se los dio de comer a un águila? ¿O los usó como carnada para irse a pescar tiburones en la Bahía de Chetumal? Tú, Maximiliano, no sabes dónde quedó tu corazón, pero escúchame bien y diles, a todos aquellos que te digan que yo no soy mexicana porque nací en Bruselas, porque he vivido muchos más años fuera de México de los que allí viví, muriendo, y porque soy una Princesa de la Casa de Orleáns y de Sajonia Coburgo, diles que sí lo soy, porque yo dejé mi corazón en Puebla de los Ángeles, donde para celebrar mi cumpleaños me vestí de blanco. Que lo dejé camino de Toluca donde para salir a tu encuentro me monté a caballo. Que lo dejé en Cuajimalpa, lo dejé en El Peñón, lo dejé en la recámara del Palacio Nacional donde me devoraron las chinches. Y lo dejé, Maximiliano, en Ayotla, el día en que me despedí de ti, para no verte nunca más, a la sombra perfumada de los naranjos en flor.

Y si te dicen que mi corazón le quedó chico a México, como corto te quedó a ti tu ataúd de pino, grandes los Jardines Borda, pequeño tu caballo Orispelo. Si te dicen que estoy loca de los pies a la cabeza, que no sólo mis manos están locas porque las hundo hasta los codos en los pantanos y las fuentes, loca mi nariz que te huele en la flor de la canela, loca mi boca que te nombra en los alacranes blancos que te sorbieron los sesos, que te jura en las páginas de los libros, que te maldice en las cuentas del rosario, diles que no, que sé muy bien lo que me digo. Y diles que a mí nada me queda grande ni chico porque el vestido que me puse hoy lo hice yo misma, a la medida. ¿Que viene la Zarina María Feodorovna para regalarme, con tal que no me regrese a México, el collar de brillantes de tres vueltas que usó cuando bendijo las aguas del Neva? ¿Que viene la Princesa Metternich para sobornarme con el brillante Sancy que se puso Carlos el Temerario en el sombrero el día en que dejó la vida traspasado por las alabardas suizas en la tierra borgoñesa y que Paula se llevó a Londres envuelto en un periódico? ¿Qué viene el Duque de Malborough para ofrecerme la cabeza de Sirio el perro? ¿Que tu madre Sofía pone a mis pies las esmeraldas Wittelsbach con tal de que no me vaya a México y me quede aquí encerrada en Bouchout haciendo calceta, bordando paisajes en punto de cruz, pudriéndome en vida? Dile a la zarina, Maximiliano, que puede arrojar sus brillantes a los cerdos de las pocilgas del Palacio de Invierno de San Petersburgo: dile que hoy me puse de collar al Río Usumacinta. Dile a Paula Metternich que vaya al lago congelado donde encontraron a Carlos el Temerario, para devolverle el brillante Sancy: que hoy me puse a la ciudad de Guadalajara por sombrero. Y dile al Duque de Malborough que le regale a Mambrú el rubí de Sirio la próxima vez que Mabrú se vaya a Malplaquet, y a tu madre que puede quedarse con sus esmeraldas Wittelsbach y con el cofre de plata que Napoleón Primero le regaló a Josefina, con la lanza sagrada con la cual Longinos perforó el costado de Nuestro Señor, con los trineos dorados de María Teresa y la corona imperial de Carlomagno, dile que se puede quedar con todas las joyas y reliquias de la Casa de Austria, que puede quedarse con todos sus castillos y sus palacios. Dile, Maximiliano, que yo tengo a México, y de paso recuérdale que ella está muerta y que yo estoy viva, que ya ni siquiera podrá llorar su traición, arrepentirse y llamarte a Austria, arrepentirse de haber dicho que prefería ver muerto a uno de sus hijos que someterse a la masa de estudiantes de Viena, arrepentirse y volver a vivir, enfrentarse a ellos, bañarlos, desde los balcones del Hofburgo, con chocolate caliente y champaña helada como hizo Lola Montez con los estudiantes de Munich, en lugar de correr para irse a esconder a Laxenberg. Dile que se quede con Laxenberg. Que se quede con Hofburgo y con su Schönbrunn. Dile a tu madre, Maximiliano, que por casa yo tengo a las selvas y los desiertos de México, a sus montañas por palacios. Y si Josefina encuentra el ópalo que llamaban el Incendio de Troya, si lo encuentra y me lo quiere regalar, y si Inglaterra quiere devolverme el zafiro que Jorge Cuarto le heredó a su hija Charlotte la primera esposa de mi padre y que a la muerte de ella le pidieron a Bélgica que lo regresara a la Corona Inglesa, y si la Zarina Alix me ofrece la sarta de perlas Fabergé que le dio su marido Nicolás y que era tan larga que le llegaba a las rodillas, y si viene la Reina María de Inglaterra para darme las perlas hannoverianas o Fernando Primero de Rumania para regalarme la corona de hierro fundida con los restos de uno de los cañones capturados en la Batalla de Plevna o mi sobrina María de las Mercedes Reina de España para sobornarme con su corona de cinco mil brillantes o Paulina Bonaparte para ofrecerme todos sus collares de corales, Eleonora de Provenza sus pavorreales de plata y zafiros, Eduardo Séptimo de Inglaterra el brillante Cullinan que le dieron cuando le otorgó la autonomía al Transvaal y su mujer la Reina Alejandra el collar de perlas que se rompió en la apertura del Parlamento, diles que no, Maximiliano, que pueden los caballos destrozar las perlas que rodaron entre sus patas frente a la Abadía de Westminster, que puede Alix irse a la Plaza Roja de Moscú a saltar la cuerda con su sarta de perlas, que puede mi bisabuela María Antonieta quedarse con su collar de brillantes para ponérselo el día en que le corten la cabeza en la Plaza de la Concordia y la Princesa Lamballe con su collar de cuentas de marfil para usarlo cuando ensarten la suya en una pica, y a Catalina de Rusia que el brillante que se le cayó en la sopa de un mendigo el día del lavado de pies, dile que se lo trague ella misma con la sopa. Y a mi prima Victoria la Reina de Inglaterra y Emperatriz de la India, dile, Maximiliano, que el brillante Koh-y-Noor de la Corona Inglesa, dile que se lo meta por el culo. Diles Maximiliano, que yo tengo a México a mis pies.

Diles que lo tengo en las manos, porque cada día lo invento, Maximiliano, y los invento también a todos. Les doy y les quito la vida. Los visto y los desvisto. Los entierro y los desentierro. Les quito el alma y les presto mi aliento. Les quito su risa y les doy mis lágrimas. Vivo y muero por ellos. Yo soy Napoleón Tercero vestido de Madame Pompadour. Yo soy Benito Juárez disfrazado de toreador. Yo soy Juana la Loca que piensa que es Carlota Corday, y un día de estos, Maximiliano, cuando te estés dando un baño de chocolate en tu tina de piedra múcar de Veracruz, te voy a asesinar, te voy a encajar un puñal en el corazón cuando te estés dando un baño de tequila en tu tina de coral, te voy a quitar la vida, Maximiliano, cuando te estés dando, en tu tina de turquesa, un baño de leche de serpiente cascabel. Y después voy a meter la cabeza en la tina porque estoy muerta de sed y quiero, con esa sangre y esa agua de Jamaica, con el vino de Hungría y el jugo de las flores de azahar, con el agua de yerbabuena y el veneno, el pulque y el tequila, el zumo de cochinilla, con tu linfa, con la champaña y el borgoña, el aguamiel y tu saliva embriagarme con tu amor de nuevo, emborracharme de ti, beberte hasta que tu amor y mi amor sean un solo amor, y yo sea tú. Y seré de nuevo el niño de Schönbrunn que soñaba con ser Robinson Crusoe. Seré de nuevo el marinero que se deslumbró con las esclavas desnudas de Esmirna. Y viajaré al Brasil para conocer la tanagra violácea. Viajaré a Florencia para mecer mi corazón en las orillas del Arno. Viajaré de nuevo a México para fundar en los límites de las dos Américas, y así como la antigua Bizancio se levantó en los confines de Europa y Asia, una nueva Constantinopla. ¿Y sabes qué, Maximiliano? Me voy a ir con Blasio a Cuernavaca y en la noche voy a ver a Concepción Sedano para cubrirla de caricias y de pétalos de flamboyán, y con Miramón y Mejía, con Márquez y con Salm Salm me iré de nuevo a Querétaro a jugar whist y comer albóndigas de perro y cuando me lleven al Cerro de las Campanas para matarme, no viajaré en una calesa negra sino en un columpio de seda blanca colgado de los cuellos de dos caballos negros y no serán soldados los que me fusilen sino tus propios generales disfrazados de Judas los que disparen sus cerbatanas con serpentinas envenenadas, o llegaré en una gran pila bautismal de conchanácar llevada en andas por los cuatro Papas a los que he enterrado desde que salí de México y serán niños mexicanos vestidos de ángeles los que me matarán con las flechas disparadas con sus arpas, y esta vez no serás tú el que tendrá que partirse en dos la barba rubia que te llovía sobre el pecho para que te apunten al corazón, seré yo la que me abriré la blusa y me bajaré el sostén para enseñarles a los mexicanos los pechos de los que van a seguir mamando, seré yo la que me levantaré las faldas para enseñarles a los mexicanos mi barba negra y rizada y el lugar por donde los parí a todos y los voy a seguir pariendo.

Yo soy Mamá Carlota. Ellos, los mexicanos, decidieron que a la tía de Europa, tía de Alberto el Rey de Bélgica, tía de Federico Tercero de Prusia y de su mujer Victoria, de Luis Cuarto el Gran Duque de Hesse y de su mujer Alicia y tía abuela de Guillermo Segundo de Alemania y de Constantino Primero de Grecia y de Haakon Séptimo de Noruega, ellos, los mexicanos, decidieron que a la tía abuela de Jorge Quinto de Inglaterra y de Nicolás Segundo el Zar de todas las Rusias y de Alfonso Trece de España, la iban a llamar Mamá Carlota. Ellos, los mexicanos, me hicieron su madre, y yo los hice mis hijos. Yo soy Mamá Carlota, madre de todos los indios y todos los mestizos, madre de todos los blancos y los cambujos, los negros y los saltapatrases. Yo soy Mamá Carlota, madre de Cuauhtémoc y La Malinche, de Manuel Hidalgo y Benito Juárez, de Sor Juana y de Emiliano Zapata. Porque soy tan mexicana, ya te lo dije, Maximiliano, como todos ellos. Yo no soy francesa, ni belga, ni italiana: soy mexicana porque me cambiaron la sangre en México. Porque allí la tiñeron con palo de Campeche. Porque en México la perfumaron con vainilla. Y soy la madre de todos ellos porque yo, Maximiliano, soy su historia y estoy loca. Y cómo no voy a estarlo si no fue con una jícara de agua de toloache con la que me quisieron enloquecer, no fue con el agua del cenote sagrado, ni con el ololiuque que me dieron en la Calzada de la Viga la tarde en que fui disfrazada al mercado con la Señora Sánchez Navarro para comprar una yerba que me hiciera fértil, no, fue con México, y lo lograron. Fueron sus cielos, sus orquídeas, sus colores, los que me enloquecieron. Fue la luz de sus valles la que me cegó. La frescura de su aire la que me intoxicó. Fueron sus frutas: fueron las guanábanas que me regalaba el Coronel Feliciano Rodríguez y las piñas, los duraznos de Ixmiquilpan los que envenenaron mi alma con su dulzura. Dile, dile a tu madre, Maximiliano, que hoy me voy a Irapuato a comer fresas con la Condesa de Kollonitz, aunque me envenene con ellas. A Napoleón y Eugenia, diles que me voy a San Luis a comer tunas con la Marquesa Calderón de la Barca, aunque me espine la lengua y las manos. Y a tu hermano Francisco José dile que me voy a Acapulco a comer mangos con el Barón de Humboldt aunque me muera de empacho.

Diles, además, que me voy a casar de nuevo contigo, y a quienes no quieran que me case para que me lleves a México, diles que yo soy quien te llevo, y que no te voy a dar de dote los cien mil florines que dicen que te entregó mi padre, que no te voy a dar, como Catalina de Braganza a Carlos Segundo de Inglaterra, Tánger y Bombay, o como Luis el Grande de Hungría le dio a una de sus hijas, como dote, el Reino de Polonia y Maximiliano Primero a Margarita le dio casi toda Borgoña y Felipe Segundo a su hija Isabel la Católica los Países Bajos: yo te voy a dar algo mucho más grande. Te voy a dar México. Te voy a dar América. Te voy a regalar el Pico de Orizaba para que desde su cumbre veas llegar a Hernán Cortés. Te voy a regalar la Florida para que vayas a ella con Ponce de León a buscar la fuente de la eterna juventud y bebas de sus aguas para que te quedes para siempre en tus treinta y cinco años. Te voy a regalar el Amazonas para que lo navegues con Orellana y el tirano Aguirre. Te voy a dar la Patagonia, Maximiliano, para que veas pasar a Hernando Magallanes. Te voy a regalar el Archipiélago de los Galápagos para que te vayas a estudiar a las tortugas con Carlos Darwin. Te voy a regalar la Isla de San Salvador para que desde sus playas veas llegar a Cristóbal Colón. Te voy a regalar la Serranía de Chihuahua para que la recorras a caballo al lado de Ambrose Bierce y del General Pancho Villa.

Pronto, pronto, que se me va la vida y se me acaban las palabras. Vistan a mis lacayos con sus libreas de gran gala. Llamen al gran mariscal de la corte. Convoquen a todos los Fugger y a todos los Rothschild para que traigan a Miramar todo el dinero que me escondió mi hermano Felipe. Convoquen al Arzobispo y al Nuncio. Ordenen a todas mis damas de honor que se presenten ahora mismo en el castillo. Enciendan las calderas de la Novara. Llamen al gran maestro de ceremonias. Convoquen a los guardias palatinos. Que presenten armas los cazadores y los zuavos. Llamen al batallón egipcio y al cuerpo de voluntarios austríacos. Preparen el carruaje descubierto y las seis mulas color Isabelle con patas de cebra. Que se presenten los Dragones de la Emperatriz y los guardianes rurales. Preparen mi manto de terciopelo púrpura. Convoquen a los generales edecanes y a los generales de división y a los oficiales de ordenanza. Empaquen todos los muebles de Miramar. Las cortinas de brocado con el lema Equidad en la Justicia. Las cómodas María Teresa. Las sillas del comedor Enrique Segundo. El escritorio de María Antonieta. Las piedras de granito del Tirol de la fachada. Empaquen los laureles del jardín, las magnolias, el kiosko morisco. Pronto, que me regreso a México, aunque se me vaya la vida, aunque llegue muerta porque me lo ha dicho el mensajero, me ha prometido que regresaré a México viva o muerta.

Diles a los mexicanos que me preparen mi trono. Diles que me vayan cavando un hoyo. Diles que pulan la vajilla de plata. Diles que caven una fosa en las faldas del Popocatépetl, en el Bolsón de Mapimí, en el Lago del Xinantécatl. Diles que barran la Calzada de Santa Anita. Que junten las joyas de la Corona para amarrármelas al cuello y arrojarme al cenote sagrado. Diles que voy a regresar, viva o muerta. Viva, he de regresar coronada con una diadema de abejas y alondras. Muerta regresaré envuelta, como una momia de Guanajuato, con los jirones sanguinolentos de tu mortaja. Viva, volveré descalza para que me besen los pies mis indios mexicanos. Muerta, en un sarcófago descubierto para que me besen la frente y tañan las campanas a duelo y se vistan de crespones negros mis duques y mis marquesas. Viva, volveré caminando de rodillas y rezando el rosario y con un cacto rasgándome el pecho con sus espinas, para que me perdone la Virgen guadalupana. Muerta, cruzaré el océano en un barco de velas negras escoltado por pájaros blancos y en una barcaza negra remontaré el Río Panuco y el Río Tamesí escoltada por mariposas azules y en una góndola negra me quedaré quieta como tú, inmóvil, en medio de las chinampas de Xochimilco, rodeada para siempre por todas las flores del mundo. Viva volveré a México en el ferrocarril que sube las cumbres de Acultzingo y cruza el Puente de Metlac y los llanos de Texcoco y desde las ventanas del vagón imperial saludaré a mi pueblo y le arrojaré besos y Maximilianos de oro. Y volveré en una carroza de marfil con ángeles del Tiziano en las puertas y una letanía de rosas enredada en las ruedas, que recorrerá de punta a punta el Paseo de la Emperatriz bajo la sombra de los fresnos, para que mi pueblo arroje a mi paso confeti y bendiciones. Y volveré en un globo de seda impulsado por los vientos alisios que bajará del cielo hasta el corazón del Valle de México, en medio de mi pueblo, para que el aire se inunde de palomas y toquen a rebato las campanas. Pero si se me va la vida, Maximiliano, si llego muerta a México, llegará en una caja de cristal, hecha cenizas, para ensombrecer con ellas las nieves del Iztaccíhuatl, para envenenar con ellas las aguas claras de los Jardines Borda. Y llegaré en una caja de pino para que me entierren en México. Para que México me devuelva, de mi Imperio perdido, por lo menos tres metros de tierra.

Yo soy María Carlota de Bélgica, Emperatriz de México y de América. Yo soy María Carlota Amelia, descendiente de San Luis Rey de Francia y de la gran Emperatriz María Teresa de Austria. Yo soy María Carlota Amelia Victoria, biznieta de Felipe Igualdad y prima de la Emperatriz de la India, hija del Rey de Bélgica y mujer de Fernando Maximiliano de Habsburgo Emperador de México y Rey del Universo. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina, Regente de Anáhuac, Gran Duquesa del Valle de México, Baronesa de Cacahuamilpa. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, Virreina del Caribe y de las Islas Malvinas, Gobernadora del Darién y de Paramaribo, Marquesa de Río Grande, Landgravesa del Paraguay, Zarina de Tejas y de la Alta California, Podestá de Uxmal, Condesa de Valparaíso: hoy vino el mensajero y con él y con Cecil Rhodes me fui a fundar un reino en África, con él y con Lawrence de Arabia me fui a pelear al Sahara contra los turcos, con él y con Julio Verne me fui a darle la vuelta al mundo en ochenta días. Me dijo el mensajero, Maximiliano, que fundaron la Liga de las Naciones, que se robaron a la Mona Lisa del Louvre, que se inauguró la Represa de Asuán, que se llevaron de Alejandría a Londres el Obelisco de Cleopatra, que al corrupto Zar de Bulgaria, Alejandro de Battemberg, lo secuestró el ejército ruso y lo obligó a abdicar, que se murieron de sífilis Dumas hijo, Baudelaire y Jules Goncourt, que murió el Conde Chambord sin dejar heredero al trono que nunca tuvo, y murió el ilustre tonto, el Zar Alejandro Tercero de Rusia, cuando se descarriló en Crimea el tren imperial, y que se murieron José Martí y Alexander Scriabin, Ferdinand de Lesseps y Gustave Eiffel, Gustave Klimt y Sara Bernhardt. Me dijo que renació el Ku-Klux-Klan y que en Atlanta inventaron la Cocacola y que tembló en la ciudad de México el día en que entró Madero, y que un terremoto destruyó San Francisco y un incendio redujo a cenizas Chicago y que los hombres de Plutarco Elías Calles derrotaron, en Colima, a los soldados de Cristo Rey. Me dijo también que Franz Wedekind escribió para mí Despertar de Primavera, y Rubén Darío los Cantos de Vida y Esperanza, me dijo, me juró que Rodin me dedicó El Beso y Joyce el monólogo de Molly Bloom y Offenbach La Gran Duquesa de Gérolstein y que para mí, pensando en mi sed y en mi locura, en el fuego que consume mi boca y mi vientre, para mí escribió, Ottorino Respighi, Las Fuentes de Roma.

Yo soy María Carlota de Bélgica, Emperatriz de México y de América. Hoy vino el mensajero y me trajo un ramo de flores de cempoalxóchitl. Me trajo, como nahual, al perro que acompañó a Quetzalcóatl en su viaje por el Mictlán. Me trajo una vajilla de barro negro de Oaxaca, la capa de plumas rojas de Bélgica, el penacho y el escudo del Emperador Moctezuma. Me trajo una cocina de azulejos de Puebla, me trajo el calendario azteca y me trajo una calavera tapizada con ágatas negras de los Montes Apalaches y me dijo que era la calavera de la Princesa Pocahontas, y me trajo una calavera tapizada con moscas azules y me dijo que era la calavera de Juana la Loca, y me trajo una calavera cubierta con tus besos y me dijo que era la calavera de María Carlota de Bélgica. Hoy vino el mensajero, Maximiliano, y me dijo que inventaron el celofán, y yo voy a envolver con celofán todos los rosales de Miramar para que se conserven vivos hasta tu llegada, que inventaron el celuloide y tú y yo vamos a jugar ping pong con una pelota de celuloide en la cubierta del Mauritania, que inventaron la máquina de lavar y tú y yo vamos a lavar con ella tu corbata de charro y mis rebozos, los uniformes de las pupilas de la Escuela Carlota y las sábanas del Castillo de Chapultepec, que inventaron el gas neón y yo mandé colocar en la torre más alta del Castillo de Bouchout un letrero luminoso que dice Viva México para que desde Ostende lo vean, con sus periscopios, los submarinos de Ludendorff.

Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, Princesa de la Nada y del Vacío, Soberana de la Espuma y de los Sueños, Reina de la Quimera y del Olvido, Emperatriz de la Mentira: hoy vino el mensajero a traerme noticias del Imperio, y me dijo que Carlos Lindbergh está cruzando el Atlántico en un pájaro de acero para llevarme de regreso a México.

Londres —5 Longton Grove—, 1976.

París —Maison du Mexique—, 1986.