Veinticuatro años antes de la muerte de la Emperatriz Carlota en el Castillo de Bouchout, los hermanos Orville y Wilbur Wright habían inaugurado la Era de la Aviación.
Y en el año en que muere —1927— Charles Lindbergh cruza el Atlántico en el «Spirit of St Louis».
Ese mismo año, Al Jolson actúa como protagonista en la primera película hablada de la historia.
La película se titula «The Jazz Singer»: había ya nacido el jazz y con él el fox-trot y el charlestón. En Europa triunfaba el tango, y Gardel se hacía famoso cantando «El día que me quieras»…
Mientras tanto, mientras se bailaba el tango en París y James Joyce publicaba el «Ulises» y se inventaba la margarina, y nacían el surrealismo y el cubismo y los Testigos de Jehová y Gustav Mahler escribía su Sinfonía Número Nueve y Chaplin filmaba «La Fiebre de Oro» y Walt Disney dibujaba al Ratón Mickey y se asesinaba a los obreros en las calles de Chicago y se condecoraba con la Legión de Honor a Alfredo Dreyfus y el Capitán Boycott se rebelaba contra los acuerdos de la Liga Agraria Irlandesa y nacía el Estado Libre de Irlanda y Detroit se transformaba en la capital automotriz del mundo y se inventaban los Premios Nobel y el linotipo y las aspirinas, y mientras en los Estados Unidos un hombre llamado Adams creaba un imperio industrial a base de la goma del árbol del chicle que había visto mascar a Santa Anna cuando el general mexicano estaba exiliado en Staten Island y se descubría en el Cielo la estrella Auriga y en la Tierra se inventaba el Esperanto… mientras todo esto sucedía y Carlota, loca y viva, se moría sin morirse nunca, todos los otros personajes de la tragedia, los principales y los secundarios, y con ellos todos los amigos que tuvo Carlota alguna vez, todos sus conocidos y todos sus enemigos, habían muerto. Todos.
Napoleón III murió unos pocos meses después que Juárez, en enero de 1873, en el lugar que eligió para su exilio: en Camden Place, Chislehurst, en el sur de Inglaterra. Sobrevivió así, por unos cuantos años, a las dos humillaciones más grandes que sufrió en su vida: el fracaso en México, y la guerra francoprusiana. Con esta guerra, que acabó con el Segundo Imperio Francés y culminó con la proclamación del Imperio Alemán en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles, Francia perdió Alsacia y Lorena y, con estas dos provincias, el millón de ciudadanos que habitaban en ellas y una enorme fuente de riqueza en minas, viñas e industrias textiles.
Algunos historiadores opinan que la aventura mexicana influyó de manera decisiva en la derrota de Francia a manos de los alemanes. Por otra parte, otros piensan que la Segunda Comuna fue una consecuencia directa de la guerra francoprusiana. Sufriendo aún las consecuencias de un largo sitio —en el que al parecer no todos los parisinos pasaron hambre pues cuentan que algunos animales del zoológico fueron sacrificados para las mesas de los ricos, y que en los restaurantes de lujo se podía comer costillas de canguro y filete de elefante—, París se hundió en la guerra civil más cruenta del siglo XIX: la revolución que, iniciada con un carnaval de sangre el 22 de enero de 1871 frente al Hotel de Ville, culminaría unos meses después, el domingo 28 de mayo, al ser sepultados en la fosa pública del Cementerio Pére Lachaise ciento cuarenta y siete comuneros fusilados junto al muro que pasó a la historia de la infamia con el nombre de Muro de los Federados.
Entre quince y cuarenta mil personas —nunca se sabrá con exactitud— perdieron la vida durante la Segunda Comuna francesa. La cuarta parte de las víctimas, se calcula, fueron mujeres. Pero hubo también muchos niños: las fuerzas versallesas y triunfadoras de Mac-Mahon y del ilustrado Adolphe Thiers, no respetaban ni edades ni sexos cuando cargaban contra las barricadas a tiros o a bayoneta calada. Los cadáveres fueron arrojados al Sena, o a las cloacas construidas por el Barón Haussmann.
París ardió días enteros y, con París, ardió el Palacio de las Tullerías: alas enteras quedaron reducidas a escombros. Tras el incendio, parte de las ruinas fue comprada por el Duque Pozzo di Borgo, corso de origen, que las utilizó en la construcción de un castillo con vista al Golfo de Ajaccio, allí donde nació el primer Napoleón.
Poco tiempo después se pondría de moda en el mundo de la alta costura un nuevo color: cenizas de París.
Muerto Napoleón III, su único hijo, el Príncipe Imperial Luis Napoleón, quedó así a la cabeza de la dinastía Bonaparte, pero aquellos que deseaban restaurarla en su persona pronto verían destruidas sus esperanzas. «Loulou will catch a Zulú!». —«Lulú atrapará a un zulú»—, decían los periódicos ingleses cuando Lulú, cadete del Colegio Militar de Woolwich, decidió participar como voluntario en 1879, con el ejército británico, en la guerra contra los zulúes en África del Sur.
La noche del 10 de junio del mismo año —nos cuenta Robert Goffin en «Charlotte l’Impératrice Fantôme»— un huracán estremeció el Jardín de Camden Place, y un grueso árbol se vino a tierra. Ese mismo día Lulú en el curso de una misión de reconocimiento comandada por un tal Capitán Carey, había caído en una emboscada. Según se dijo entonces, Carey y con él todos los soldados del grupo que tuvieron tiempo de montar en sus caballos y huir así lo hicieron, y abandonaron al príncipe imperial, cuyo cuerpo fue encontrado junto a un río cuyo nombre no podía venir más a propósito: «Blood River», Río Sangre, atravesado por diecisiete de las tradicionales lanzas de madera de azagaya empleadas por los zulúes, y con la cara devorada por los chacales. Carey fue declarado inocente y el parlamento británico rechazó la idea, propuesta por la Reina Victoria, de levantarle una estatua en la Abadía de Westminster. Victoria debió conformarse con una escultura del príncipe en la Capilla de San Jorge del Castillo de Windsor.
Eugenia Ignacia Agustina de Guzmán, Palafox y Portocarrero, Condesa de Teba y ex emperatriz de los franceses, sobrevivió la muerte de su hijo —«tengo el valor de decirte que vivo porque el dolor no mata», le escribió a su madre— y vivió muchos años más. Amiga íntima de Victoria, Eugenia nunca dejó Inglaterra sino por breves períodos, para viajar a París o a su residencia veraniega en Cabo Martin, que tenía el nombre de Córcega en griego: Quinta Cyrnos. Viajó también a Ceilán, y viajó a Zululandia para contemplar el lugar donde había caído su hijo. Pero sufrió una gran decepción por culpa de Victoria: Eugenia se encontró allí un cuadrángulo embaldosado, y en medio de él una cruz, que habían sido construidos a toda prisa por órdenes de la Reina de Inglaterra para que Eugenia los encontrara a su llegada, en lugar del hoyo o la zanja, las piedras, las yerbas y el polvo que la sangre del príncipe había bañado y que ella hubiera querido, a su vez, bañar con sus lágrimas. Eugenia viajó, por último, a España. No quería morir sin ver una vez más el cielo de su tierra, Castilla. Y fue bajo este cielo que murió, en Madrid, en el Palacio de Liria, a los noventa y cinco años de edad, y más de cuarenta años después de la muerte de Lulú. Era el 10 de julio de 1920. Su cuerpo fue llevado a Inglaterra, para que descansara, en Farnborough, junto a los restos de su esposo y de su hijo.
Pero Carlota la sobrevivió. Carlota sobrevivió al General Prim y al Mariscal Bazaine que morirían también, los dos, en Madrid.
Prim murió a causa de las heridas de bala —ocho en total— que en la Calle de Alcalá le propinaron los trabucos de unos hombres jamás identificados —¿asesinos, como se dijo, enviados por el Duque de Montpensier, el tío de Carlota que no llegó a ser Rey de España?
Francisco Aquiles Bazaine cayó en desgracia y fue declarado traidor a Francia tras haber capitulado en Metz, dos meses después de la Batalla de Sedán, y al fin de un sitio que había durado cincuenta y cuatro días, al frente de los ciento setenta y tres mil hombres del ejército del Rhin. Los prusianos se apoderaron, al rendirse el mariscal, de mil cuatrocientas piezas de artillería y cincuenta y tres banderas francesas. Cuando Bazaine estaba detenido en Kassel lo alcanzó su mujer, Pepita Peña, en vísperas de dar a luz. Cuentan que un pariente de Pepita llevó un costal con tierra de Lorena, que fue desperdigada abajo y alrededor de la cama de la parturienta para poder decir que el hijo de Bazaine había nacido en tierra francesa. Juzgado, en Trianón, por un tribunal de guerra presidido por otro tío de Carlota, d’Aumale, Bazaine fue condenado a muerte. La sentencia fue conmutada por veinte años de cárcel en la Isla de Santa Margarita, de la cual escaparía más tarde, ayudado por Pepita, quien lo esperó al pie del muro de la prisión, con una cuerda y una lancha. Bazaine murió en 1888.
Carlota sobrevivió también a todos los mexicanos que la apoyaron o la combatieron durante su efímero Imperio: Santa Anna, Márquez, Hidalgo, López, Díaz:
Antonio López de Santa Anna murió, casi en la pobreza, en la ciudad de México en junio de 1876.
Leonardo Márquez falleció en La Habana en 1913.
Manuel Hidalgo y Esnaurrízar murió en París en 1896.
Miguel López sobrevivió veinticuatro años a su compadre imperial y murió, en 1891, a causa de la mordida de un perro rabioso.
El General Porfirio Díaz, Presidente de México durante treinta y cinco años y derrocado por la Revolución Mexicana, murió en París en 1915.
Y Carlota seguía viva, primero en Miramar, y luego en Laeken y en Terveuren y por último en Bouchout, viva y loca, mientras el mundo le daba vuelta a otro siglo, y con el nuevo siglo nacían las hormonas y el ultramicroscopio, la geometría tetradimensional y la célula fotoeléctrica, y Amundsen llegaba al corazón del Polo Sur y se hundía el «Titanic» y en Chicago se levantaba el primer rascacielos…
Porque Carlota sobrevive no sólo a Maximiliano, Juárez, Napoleón, Eugenia y todos los demás, sino también a toda una época, a todo un concepto de la historia y del destino del hombre y de la idea que el hombre tenía de sí mismo y del Universo: en 1927, hacía ya sesenta años que Carlos Marx había publicado el primer tomo de «El Capital», treinta y dos de la aparición de los «Estudios sobre la Histeria» de Sigmund Freud que sentaron las bases del psicoanálisis y doce de la enunciación de la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein. Carlota, así, muere sola en un mundo que nada o muy poco tenía que ver con aquel otro mundo de cuya lucidez e insania había escapado hacía tanto tiempo. Establecida ya la estructura del átomo, descubierto el mecanismo de su desintegración en 1927, Carlota muere en la Era Atómica.
El año en que muere Carlota, 1927, no hubo nadie que llorara, de entre todos aquellos servidores, cortesanos o amigos que la acompañaron a México y en México porque todos estaban muertos: el Conde de Bombelles y la Señora Del Barrio, Tüdös el cocinero y Blasio el secretario, el Conde de Orizaba, el Doctor Basch y la Condesa de Kollonitz, el Padre Agustín Fischer y la Señora de Sánchez Navarro. Muertas estaban también, incluso, algunas de las damas de compañía que le fueron asignadas, como Madame Moreau, que murió en 1893, o Mademoiselle Marie Bartels, muerta en 1909, o Mademoiselle de la Fontaine y Mademoiselle Anna Mockel, fallecidas ambas en 1922.
El propio principito Agustín de Iturbide, a quien Maximiliano solía montar en su barriga cuando se mecía en su hamaca de Cuernavaca, había muerto hecho un viejo y metido a monje en Estados Unidos.
El Coronel Van Der Smissen se había suicidado.
Juan Nepomuceno Almonte había muerto en París.
En la misma París, los comuneros habían fusilado al banquero Jecker.
La lista, en fin, sería muy larga: el Coronel Du Pin, Monseñor Meglia, el Arzobispo Labastida y Dávalos, Richard y Paulina Metternich, Emile Ollivier, Saligny, Eloin y Chertzenlechner, Radonetz, el Conde Jadik y el Marqués de Radepont, la cantante Concha Méndez, la Princesa Salm Salm, la Reina Victoria, Lorencez y De La Gravière, el Mariscal Forey: todos estaban muertos en 1927.
El Príncipe Salm Salm no conoció las lámparas ultravioleta, porque una bala francesa acabó con su vida en la guerra francoprusiana. Juan María Mastai Ferretti, por otro nombre Pío Noveno, creador del dogma de la infalibilidad pontificia, no se subió nunca a un Rolls Royce, porque murió en 1878 y le siguieron tres Papas que murieron también antes que Carlota: León XIII, Pío X y Benedicto XV. Por otra parte, Garibaldi no voló jamás en un helicóptero, porque murió en 1882. Víctor Hugo nunca compuso un poema con una máquina de escribir, porque falleció en 1885. El General Mariano Escobedo jamás se afeitó con una Guillette, porque murió en 1902, dos años antes de que las inventaran. Pero las lámparas ultravioleta y con ellas la aspiradora mecánica; el automóvil y con él la producción en serie; el helicóptero y con él el telégrafo inalámbrico; la máquina de escribir y los rayos equis, la bicicleta, el gramófono y el teléfono, el carro pullman y las sulfonamidas; las Olimpíadas de la era moderna y las vitaminas, los concursos de belleza y los campeonatos de tenis de Wimbledon, el Puente de Brooklyn y la televisión: todo esto había sido inventado, descubierto, construido en 1927, el año en que muere Carlota.
En el año en que muere Carlota, 1927, habían nacido ya todos los líderes mundiales que decidirían la historia del siglo XX —o que serían arrastrados por ella—: desde Churchill hasta Stalin, desde John Kennedy hasta Fidel Castro. Hitler ya no era un empleado en el Museo Kunsthistorisches de Viena y había ya escrito y publicado «Mi Lucha». Mahatma Gandhi había iniciado sus campañas de desobediencia civil, y el Generalísimo Chiang Kai-Shek se preparaba para tomar Shangai y Nanking. En 1927 habían nacido ya Kemal Atatürk, Patricio Lumumba, Ernesto Che Guevara, Francisco Franco, Charles de Gaulle, Ben Gurión. Y uno de esos líderes, cuatro años antes, había hecho de Italia el primer país fascista de la historia: se apellidaba Mussolini, y su padre le había puesto Benito de nombre, porque era un admirador de Benito Juárez.
Otros grandes personajes del siglo habían nacido y muerto en el entretanto. Fue el caso, por ejemplo, de Rosa Luxemburgo. También el de Lenin, que nació tres años después de que Carlota se volviera loca, y falleció tres antes de la muerte de la Emperatriz. Lo mismo sucedió, en México, con Francisco Madero, Emiliano Zapata y Pancho Villa, los tres venidos al mundo después de 1866, los tres asesinados antes de 1927, víctimas de una revolución que se comió a sus propios hijos, y que regó los campos y las ciudades de México con la sangre de un millón de muertos.
En 1927, a veintitrés años de distancia de la inauguración del Ferrocarril Transiberiano, treinta del descubrimiento del bacilo del paludismo y cincuenta y ocho de la publicación de «Veinte mil leguas de viaje submarino», habían muerto también los dos hermanos de Carlota: el Conde de Flandes y Leopoldo II de Bélgica, pero su casa reinante, la de los Coburgo, fue una de las dinastías europeas que sobrevivieron a la Emperatriz de México. Leopoldo II, un monarca al que sus sirvientes bañaban todos los días a las seis de la mañana con cubetazos de agua de mar helada, amaba los invernaderos y le gustaba vivir rodeado de palmeras y helechos, orquídeas y rododendros. Pero también amaba el poder y además de hacer lo posible por transformar a Bruselas en un París en miniatura, decidió darle a Bélgica una colonia en ultramar. Pensó en China, pensó en el Japón y declaró que la colonización europea era la única forma de «civilizar y moralizar esas perezosas y corruptas naciones de Oriente». Pensó también en la América Latina e hizo algunos intentos por establecer asentamientos belgas en Guatemala. Al fin, se decidió por África. Quería llevar, dijo, al oscuro continente, las bendiciones y los beneficios de la civilización. Leopoldo reunió en su corte a toda clase de exploradores, geógrafos e inversionistas, creó la Asociación Internacional de África al amparo de una bandera que lucía una estrella de oro en un campo azul cielo, y a partir de la desembocadura del Río Congo en el África Occidental, y siguiendo el curso del río, conquistó un territorio de dos millones trescientos cincuenta mil kilómetros cuadrados. Leopoldo se autonombró Soberano del Estado Independiente del Congo, y para financiar el desarrollo de la nueva colonia hizo toda clase de acrobacias, desde empeñar condecoraciones y libreas, hasta echar mano de la herencia de su hermana Carlota. Pero algo más hizo Leopoldo. Cuando en 1866 su enviado personal a México, el Barón d’Huart, sucumbió a manos de unos guerrilleros mexicanos, Leopoldo dijo en una carta a su hermano Felipe —citada por Mia Kerckvoorde en su libro «Carlota, la pasión y la fatalidad»—, que la tragedia de Río Frío lo había llenado de horror, y que sólo en el corazón de África, en la tierra de los caníbales, se podría encontrar paralelo a tales escenas. El hombre que escribió esas palabras, y que al parecer no se detuvo a pensar un momento que en cualquier país civilizado de Europa un asalto de un ejército de resistencia contra un ejército de ocupación —el ejército belga lo era también— hubiese sido considerado como una acción normal de guerra, el mismo hombre, y con tal de consolidar la conquista del Congo y acelerar la producción de la materia prima más importante que producía la región, el caucho, cometió en ese mismo corazón del continente negro una serie de atrocidades inenarrables contra los nativos. En el Congo los belgas reducían a cenizas poblaciones enteras, azotaban y mataban a hombres y mujeres de todas las edades, encadenaban a los niños en calidad de rehenes y, a los trabajadores que no respondían con la premura que exigían sus amos blancos, les cortaban una mano. Todas las manos cortadas eran puestas en canastos, y los canastos llevados de pueblo en pueblo para convencer a los perezosos. Leopoldo II tuvo varias amantes y a medida que envejecía su lujuria se volvió insaciable. Se cuenta que viajaba a Londres y visitaba en secreto un burdel de niñas impúberes. Una de sus últimas queridas —cuando era ya un septuagenario— fue una prostituta francesa de dieciséis años —la «Reine du Congo» la llamaban con la que llevaba a cabo toda clase de «perversiones sexuales» en una habitación tapizada de espejos.
Pero la enorme fortuna que amasó con la explotación del Congo, no le dio la felicidad a Leopoldo II, quien jamás se consoló por la pérdida del príncipe heredero, el Duque Brabante, quien murió siendo un niño aún, de pulmonía, unos cuantos días después de haber caído en un estanque. Ésta fue una de las veces que la llamada «maldición de los Habsburgo» alcanzó a los Coburgo de Bélgica.
La maldición arruinó, también, la vida de la hija mayor de Leopoldo, Luisa, la cual fue confinada por órdenes del rey a un manicomio. Loca la tía —Carlota—, loca la sobrina —Luisa— afirmaban, y durante un tiempo todo el mundo habló de las dos dementes de la Casa Real de Bélgica. Pero al parecer, Luisa nunca estuvo loca: su padre la encerró en Purkersdorf después de que ella decidiera abandonar a su marido, otro príncipe de la familia de Sajonia Coburgo, para huir a La Riviera con un tal Conde de Mattacic. Luisa escapó del asilo y volvió a París para arruinarse en los brazos de su conde.
La segunda hija de Leopoldo, y por lo tanto sobrina también de Carlota, la Princesa Estefanía y llamada la «Rosa de Brabante», se casó con el hijo de Francisco José y sobrino de Fernando Maximiliano el Príncipe Rodolfo, una de las víctimas clásicas y más célebres de la maldición de los Habsburgo: el 31 de enero de 1889, Rodolfo, único hijo varón de Francisco José y la Emperatriz Elisabeth, fue hallado muerto de un tiro en el Pabellón de Caza de Mayerling, cercano a la población del mismo nombre, en la baja Austria. Rodolfo tenía veintinueve años. A su lado, muerta también de un tiro y cubierta de rosas, estaba su amante, la Baronesa María Vetsera, de diecisiete años de edad. Nunca quizás se sabrá tampoco con exactitud qué sucedió esa noche en Mayerling. Sin embargo, todo indica que Rodolfo y María Vetsera hicieron un pacto de amor suicida.
La cuñada de Maximiliano, la Emperatriz Elisabeth, la bella Sisi, sobrevivió nueve años a su hijo Rodolfo: el 10 de septiembre de 1898, un albañil llamado Lucheni le clavó un estilete en el pecho. Elisabeth murió unos minutos después. Cuando Francisco José recibió el telegrama de Ginebra en el cual se le comunicaba la muerte, dicen que murmuró: «Ningún dolor me ha sido ahorrado en esta vida». El ataúd de Elisabeth fue colocado en la Bóveda de los Capuchinos en Viena, entre los catafalcos de su hijo Rodolfo y de su cuñado Maximiliano el Emperador de México.
Otra muy distinta, sin embargo, fue la reacción de Francisco José ante la muerte del Archiduque José y su mujer Sofía Chotek, asesinados ambos en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, por Gavrilo Princip. «Un poder más alto», dijo «ha restaurado el orden que yo mismo no pude mantener». La verdad, es que Francisco José debió alegrarse, porque no podía tolerar la idea de que su sucesor en el trono de Austria-Hungría fuera ese coleccionista de antigüedades y cultivador de rosas exóticas, el Archiduque Francisco Fernando, famoso por haber heredado el despotismo y la crueldad de su abuelo el Rey Bomba de Nápoles. Pero sin duda, el crimen de Sarajevo fue el punto culminante de la maldición de los Habsburgo, al haber sido el polvorín que hizo estallar un conflicto bélico cuya magnitud fue tal que mereció llamarse Primera Guerra Mundial.
Francisco José de Austria no vio el fin de esa guerra: murió en 1916, a los ochenta y seis años de edad. El suyo, fue el reinado más largo de la historia: sesenta y ocho años —Victoria de Inglaterra reinó sesenta y cuatro, y Luis XIV de Francia, aunque monarca a lo largo de setenta y dos años, sólo ejerció el poder durante cincuenta y cuatro, tras la muerte del Cardenal Mazarino. Como toda, o como casi toda sacra majestad católica, el hermano de Maximiliano aplicó una moralidad ambigua durante su reinado, y tuvo varias amantes. La más conocida de todas fue la actriz Katherina Schratt. Fue también un seductor: cuando tenía sesenta años, se encontró, un día en que caminaba sólo por un jardín cercano a una quinta que tenía en Hietzig, a una muchachita, hija de un tejedor de canastas. Francisco José la violó y de ese encuentro nació Hélène Nahowski, futura esposa del compositor Alban Berg. La Emperatriz Elisabeth, según se tiene entendido, tuvo también una hija natural a la que dio a luz en el Castillo de Sassetôt, en Normandía: Catalina, la cual sería conocida más tarde como la Condesa Zanardi Landi. Catalina se fue a vivir a los Estados Unidos, escribió un libro titulado «El Secreto de una Emperatriz», y tuvo una hija que se hizo famosa como actriz de Hollywood. Es probable que Catalina haya sido hija de un aristócrata inglés, Bay Middleton, con el cual iba de cacería, cada año, la Emperatriz Elisabeth.
Con la guerra, la dinastía Habsburgo también llegaría a su fin. El sucesor al trono de Austria-Hungría, el popular Carlos I, se vio obligado a abandonar el país tras la firma del armisticio, y murió en Madeira, de consunción, en 1922. Fue entonces, dicen, que los halcones que habían seguido a los Habsburgo desde el cantón suizo de Aargu a sus residencias imperiales de Viena, abandonaron para siempre el Hofburgo y el Palacio de Schönbrunn y, con ellos, también la maldición levantó el vuelo.
En otras palabras, cinco años antes de la muerte de Carlota en Bouchout, llegaba a su fin esa dinastía que en el curso de los siglos había abarcado desde Portugal hasta la Transilvania y desde Holanda hasta Sicilia y la América Hispana, y en cuyo seno «se habían combinado el concepto medieval del Imperio con el humanismo nacional alemán», como señala el historiador Adam Wandruzka, «la política y los conceptos religiosos de la contrarreforma y el barroco, la filosofía del iluminismo italiano y las teorías de los fisiócratas franceses, el romanticismo y el clasicismo alemán y el nacionalismo étnico de Europa Oriental». La dinastía que, según el historiador A. J. P. Taylor, representaba no un Imperio multinacional, sino supranacional. Taylor dice que la Monarquía Habsburgo constituyó un intento de encontrar «una tercera solución» en Europa Central, que impidiera su caída bajo el dominio ruso o alemán, y que, al convertirse en satélites de los alemanes, los Habsburgo traicionaron su misión y firmaron, ellos mismos, su sentencia de muerte.
Vale la pena señalar que cuando una «maldición» pesa sobre una familia rica y poderosa, los creyentes tienden a pensar en una especie de justicia divina: en un equilibrio entre la generosidad de Dios y su capacidad para permitir el sufrimiento. Es verdad, sí, que el poder atrae al terrorista y al loco, y la riqueza vuelve asesinos a quienes desean heredarla. Pero en el mundo hay, ha habido, millones de seres humanos cuya tragedia es ignorada porque es inabarcable y a ella se suma la maldición que respeta al rico y al poderoso: la miseria. Por lo mismo, la llamada «maldición de los Habsburgo» no puede ser tomada en serio sino en todo caso como materia prima de un melodrama.
Junto con los Bonaparte y los Habsburgo, otras tres dinastías europeas llegaron a su fin antes de la muerte de Carlota: los Hohenzollern, los Braganza y los Romanov.
El último monarca de los Hohenzollern abdicó en 1918 tras los tumultos de Berlín y se exilió en Holanda. Pero ya desde entonces la autoridad de Guillermo II, el último Rey de Prusia y Emperador de Alemania, había sido anulada por Hindenburg y Ludendorff.
En 1908, Carlos I de Portugal y su hijo mayor el Príncipe Luis Felipe, fueron asesinados en Lisboa. El reinado de su otro hijo, Manuel II, fue breve y turbulento, y el movimiento revolucionario influido por carbonarios y masones triunfó al fin y la República fue proclamada en 1910. En Brasil, los Braganza habían dejado de reinar desde 1889.
Por último, el 15 de marzo de 1917 abdicó como Zar de todas las Rusias Nicolás II. Tras la muerte de Rasputín, se precipitó la revolución, y Nicolás, su mujer y sus hijos, fueron asesinados todos el 16 de julio del mismo año en Ekaterimburgo. Ése fue el fin de los Romanov.
Carlota, pues, sobrevivió a la Revolución de Octubre y a la Revolución Mexicana, pero también a muchas otras revoluciones y guerras y guerritas y a la implacable rebatiña, por parte de Europa y Estados Unidos, de todo lo que en el mundo quedaba aún de repartible, según su imperial saber y entender. Mientras ella vivía, loca, en Bouchout, las guerras maoríes casi exterminaron a la población aborigen de Nueva Zelandia, y la Guerra del Paraguay llegó a su fin con la muerte del dictador paraguayo que le había pedido permiso a Napoleón III para convertirse en rey de ese país sudamericano: Francisco Solano López. Mientras Carlota envejecía, sola y loca, encerrada en su castillo, los italianos eran derrotados en Etiopía por el Sultán Menelek y Lawrence de Arabia levantaba a las tribus del desierto para triunfar sobre los turcos; estalló y acabó la Guerra del Pacífico entre Chile, Perú y Bolivia; Italia se anexó a Trípoli y la Cirenaica y Francia se apoderó de Madagascar y firmó un tratado secreto con España para repartirse a Marruecos; Gran Bretaña se apoderó de la región de las minas de diamantes de Kimberley en Sudáfrica; Estados Unidos se adueñó de Guam, las Filipinas, Puerto Rico y Hawai, y el ejército angloindio invadió Afganistán. Mientras Carlota vivía, y los armenios eran masacrados en Constantinopla, las Nuevas Hébridas se transformaban en un condominio anglofrancés; Uganda, Nigeria y Egipto se convertían en protectorados británicos, y los japoneses destrozaban a la escuadra rusa en el Estrecho de Corea. Y, mientras Gabón se agregaba al Congo Francés y Francia organizaba bajo el nombre de Unión de Indochina a Annan, Tonkín y la Cochinchina y añadía Costa de Marfil a sus colonias y Dahomey y Laos a sus protectorados, y mientras Gran Bretaña se apoderaba de las Islas Tonga, sometía a los ashanti de Costa de Oro, iniciaba el control de las propiedades petroleras del Golfo Pérsico, asumía un mandato sobre el territorio de Palestina en el Oriente Medio y, como resultado de la Guerra de los Bóers se anexaba el Transvaal y el Estado Libre de Orange, y mientras Grecia y Turquía combatían por el dominio de Creta y seis naciones europeas enviaban a la China una expedición para castigar los ataques que contra algunos cristianos occidentales habían cometido en Pequín los Boxers, o cofrades de la «Sociedad de los Puños Armoniosos», Carlota estaba viva.
Desde luego, de todas las guerras que sobrevivió Carlota, la más importante de ellas fue la Primera Guerra Mundial. Encerrada en Bouchout, la guerra pasó a su lado, y a su lado pasaron los soldados del ejército alemán para los cuales se había colocado en el exterior del castillo un letrero que decía: «Este castillo, que pertenece a la Corona de Bélgica, es la residencia de Su Majestad la Emperatriz de México, cuñada de nuestro querido aliado el Emperador de Austria-Hungría. Los soldados alemanes deben abstenerse de cantar y turbar esta morada». Mucho sufrió el país de Carlota durante esa primera violación de su «neutralidad perpetua»: en Bélgica, los alemanes instalaron un reino del terror y cometieron un sinnúmero de atrocidades y entre ellas la destrucción, por medio del fuego, de poblaciones enteras, y la ejecución en masa de ciudadanos, incluidos en ocasiones sacerdotes, mujeres y niños. Pero el sobrino de Carlota, Alberto I, jamás abandonó el territorio belga: ordenó la inundación del Valle del Río Yser para detener el avance de los alemanes, y quedó confinado a una zona de apenas veinte millas cuadradas a la orilla del mar. Cuando le aconsejaban que saliera de Bélgica, ponía como ejemplo de gobernante que jamás había abandonado a su país al ser éste invadido por un ejército extranjero a Benito Juárez.
Y al fin, un día, murió también Carlota Amelia de Bélgica. Su muerte fue precedida, según algunos autores como Robert Goffin, por dos signos ominosos: unos días antes, un árbol gigantesco se desplomó, muerto, en el Jardín de Bouchout —un presagio idéntico al de Camden Place—, y, la víspera, la estatua de Marguerite de Bouchout cayó de manera inexplicable al suelo, y la cabeza se separó y rodó por las losas. Al día siguiente, miércoles 19 de enero de 1927, falleció Carlota, a las siete de la mañana. En la Cámara Imperial de Bouchout se instaló la capilla ardiente. El cuerpo de Carlota, cubierto por un alud de rosas y ciclamores, descansaba en un lecho de roble coronado por un alto baldaquino color azul cielo. Carlota fue sepultada en un día de nieve y ventiscas. Atrás del ataúd marchaban, según el relato de Praviel, el Rey Alberto I, con los príncipes Leopoldo y Carlos, el gran mariscal de la corte el Conde de Mérode, el Barón de Goffinet gran maestro de la Casa de la Emperatriz, y el burgomaestre del país. En la iglesia aguardaban al cortejo fúnebre, entre otras, la Duquesa de Vendôme, la Princesa Genoveva de Orleáns y la Condesa de Chaponay. También Monseñor Van Roey, Arzobispo de Malinas. Muy pocos sobrevivientes debió haber entonces de aquellos muchachos belgas que habían combatido en México como voluntarios, pero el gobierno se las arregló para localizar a seis de ellos, todos por supuesto ancianos octogenarios, que llevaron en sus hombros el féretro de la Emperatriz de México hasta la Capilla de Laeken, donde iba a descansar cerca del de su madre la Reina Luisa María.
Muerto el perro, dice el dicho, se acabó la rabia. Muerta la Emperatriz de México, se acabó su locura y la nieve que cayó sobre su sarcófago y su sepulcro —había nevado también sesenta años antes sobre la caja de Maximiliano cuando sus restos llegaron a Viena— cubrió así la última página de un grotesco melodrama personal de sombría grandeza.
Pero la última página sobre el Imperio y los Emperadores de México, la que idealmente contendría ese «Juicio de la Historia» —con mayúsculas— del que hablaba Benito Juárez, jamás sería escrita y no sólo porque la locura de la historia no acabó con Carlota: también porque a falta de una verdadera, imposible, y en última instancia indeseable «Historia Universal», existen muchas historias no sólo particulares sino cambiantes, según las perspectivas de tiempo y espacio desde las que son «escritas».
Como los biógrafos no nos dicen si Carlota dejó algún día, en algún momento, de soñar con México y su Imperio, podemos suponer que la obsesión no la abandonó nunca, y que el sueño se extinguió sólo al apagarse la vida de la Emperatriz. Visto así, a la distancia, quizás ese Imperio estaba condenado a no ser sino eso: un sueño. Carlos Pereyra dice que el Imperio Mexicano «nació muerto», y que el primer soberano de su siglo, como llama a Luis Napoleón el historiador mexicano, «puso un feto en las manos disipadoras del Archiduque». Por su parte, Octavio Paz, afirma que la idea de fundar un Imperio latino con un príncipe europeo a la cabeza «que pusiera un dique a la expansión de la República yanqui, era una solución no del todo descabellada en 1820 pero anacrónica en 1860: la solución monárquica había dejado de ser viable porque la monarquía se identificaba con la situación anterior a la Independencia».
Es posible que así haya sido, y que Benito Juárez no le haya abierto «la puerta a los slogans al cerrársela a Europa», como afirma La Malinche —la amante india de Hernán Cortés— en una obrita de teatro de otro poeta mexicano, Salvador Novo: es posible sí —y lo más probable— que nada hubiera detenido la expansión del poderío yanqui en el resto del continente americano y que de todos modos se quedara sin cumplir el propósito si no falso, sí al menos secundario, aducido por Napoleón III para justificar la intervención: el de detener lo que llamaba «la siniestra influencia anglosajona y protestante» en la América Latina. Si a la influencia y al dominio americanos no escapó la propia Europa, ¿por qué habría de detenerlos en México la prolongación del Imperio de Maximiliano?
Aunque el terreno de esta clase de suposiciones es siempre resbaladizo, no es difícil imaginar que el Archiduque, de haberse quedado en el trono, no hubiera podido soportar las presiones económicas de los americanos —si no existía entonces la palabra «geopolítica» sí el fenómeno al que hoy bautiza— ni controlar la corrupción interna que, ésa sí, le abrió las puertas del país al imperialismo yanqui. Bien lo sabía el embajador americano en París, John Bigelow, cuando le dijo a Seward: «Mi teoría es que vamos a conquistar a México, pero no con la espada». Es fácil pensar que un heredero del trono de Maximiliano, un Iturbide quizás, hubiera sido derrocado, como lo fue Díaz, por una revolución, y que nada habría detenido el avance de Estados Unidos.
Otra posibilidad fue que, y tal como lo señala Justo Sierra, la intervención francesa, al unificar a los mexicanos y exacerbar el nacionalismo, haya salvado al país de la anarquía y el caos… pero sólo por unos años. Tampoco es difícil imaginarse que Maximiliano, que deseaba ser uno de los más ilustrados y menos déspotas de todos los déspotas ilustrados, se hubiera transformado en un tirano para otros pueblos —Guatemala, por ejemplo—, como le sucedió a su antecesor José II, que fue quien al fin y al cabo consolidó el dominio austríaco sobre la Lombardía o, también obligado por circunstancias políticas y administrativas, seguido el destino de Federico el Grande de Prusia quien, como indica John G. Galiardo —«Enlightened Despotism»—, acabó por transformarse en el monarca más absolutista de todos los estados europeos de su época.
Por otra parte, es también de suponerse que a Juárez no le hubiera importado abrirle la puerta a los slogans. Tampoco al protestantismo, del que se manifestó partidario sin ambages: «Los indios», dijo en una ocasión, «necesitan de una religión que los obligue a leer y a no gastar en cirios para los santos». Era una época curiosa en la cual muchos de los liberales mexicanos eran americanistas, es decir proyanquis, y muchos de los conservadores antiamericanistas. Pero Estados Unidos no era todavía un Imperio —aunque la bestia había ya enseñado garras y colmillos— y su guerra de independencia y su Constitución, la leyenda y el sacrificio de Lincoln y el triunfo de los abolicionistas, obnubilaban otras consideraciones y hacían olvidar ultrajes pasados. Estos sentimientos pro americanistas, fueron compartidos fuera de México por personajes como Federico Engels —el industrial que financiaba los estudios de Marx en Londres—, quien manifestó su satisfacción por la derrota de México a manos de los Estados Unidos en 1847, y declaró que en aras de su propio desarrollo era justo que México cayera bajo la tutela americana. Por su parte Marx, que elogió lo que llamaba los sentimientos de independencia y de valor individual de los yanquis, compartía con Engels el menosprecio de los mexicanos. Todos los vicios del español, decía Marx: grandilocuencia, fanfarronería y quijotismo, los tiene el pueblo mexicano, pero sin la solidez del pueblo español. Aunque eso sí —agregaba el autor de «El Capital»— los españoles no han dado un genio igual a Santa Anna. Ésta no sería la única vez que quien luchaba por la igualdad de todos los trabajadores de la Tierra, expresaba su desprecio por un pueblo o una raza: por ejemplo, para Marx los pueblos eslavos no eran sino hordas que se habían quedado a la zaga, y cuya única esperanza era la de someterse a un pueblo culto, como los alemanes.
De cualquier manera, los ultrajes cometidos por Estados Unidos, habrían de seguir ocurriendo: uno de los principales actores del drama del Imperio Mexicano, José Manuel Hidalgo y Esnaurrízar, decía en sus «Apuntes para escribir la historia de los proyectos de monarquía en México» que no era la Doctrina Monroe la que deberían tener presente los Estados Unidos, sino los consejos del «ilustre y prudente». Jorge Washington, quien advertía que las naciones no deben aprovecharse del infortunio de otros pueblos. Hidalgo comentaba: «Ah, si yo pudiera escribir al margen: México, Cuba, Nicaragua, Panamá…».
Hidalgo, por supuesto, aludía a vejaciones del pasado cometidas por Estados Unidos contra esas naciones, pero al mismo tiempo sus palabras eran proféticas: entre 1868, fecha en la que publica sus «apuntes», y 1927, el año en que muere Carlota, Estados Unidos había intervenido de una manera u otra en los cuatro países y, casi en todos los casos, su intervención fue siniestra. En 1914, y tras el arresto de unos marinos yanquis en Tampico, las tropas norteamericanas invadieron Veracruz, donde permanecieron varios meses. Poco antes de terminar el siglo XIX, en 1898, los Estados Unidos habían declarado la guerra a España para «ayudar» a la independencia de Cuba, y el precio que cobraron por su triunfo fue: uno, el dominio económico y político de la Isla de Cuba, que se transformó de hecho en un protectorado americano en 1901; dos, la adquisición de las ya mencionadas posesiones españolas de Puerto Rico, Guam y las Filipinas. El pretexto, fue el hundimiento, mediante una explosión, del barco de guerra americano «Maine» en la Bahía de La Habana, atribuido a España. Con el tiempo se llegó a la conclusión de que los españoles no habían tenido que ver con el incidente del «Maine» y que es muy probable que los propios americanos, en busca de un casus belli, lo hayan volado. En 1925, los norteamericanos invadieron Nicaragua e iniciaron una ocupación de ocho años —enfrentados a la oposición guerrillera comandada por el General Augusto César Sandino— en un intento de ampliar su control militar de la región y en vistas a la construcción de una posible y segunda vía interoceánica. Unos años antes, habían intervenido en Colombia para provocar la rebelión y escisión de la provincia de Panamá y poder así llevar adelante el proyecto en el cual había fracasado de manera tan rotunda el primo de Eugenia de Montijo, Ferdinand de Lesseps: la construcción del Canal de Panamá… La predicción de Tocqueville, en el sentido de que los Estados Unidos y Rusia se repartirían algún día al mundo, siguió, así, cumpliéndose de manera implacable en vida de Carlota. Y lo más probable, como antes señalábamos, es que si Carlota no hubiera sobrevivido tantos años loca en Bouchout, sino en sus cabales y en Chapultepec, las cosas no hubieran sido muy diferentes.
En lo que respecta a la actuación individual, a la responsabilidad política y ética de Maximiliano y Carlota, la imposibilidad de una historia universal, que a su vez impide la existencia de un juicio también universal, no ha evitado, desde luego —porque de eso están hechas las historias particulares—, la proliferación de juicios personales. Pero, como también sucede, esos juicios no sólo han sido emitidos por historiadores, sino también por aquellos novelistas y dramaturgos que han cedido a la fascinación de la historia.
El escritor mexicano Rodolfo Usigli, enamorado de la tragedia de Maximiliano y Carlota, decía en el prólogo de «Corona de sombra», un drama histórico que él califica de «antihistórico», que si la historia fuera exacta, como la poesía, le hubiera avergonzado haberla eludido. Varias décadas más tarde, el escritor argentino Jorge Luis Borges manifestó que le interesaba «más que lo históricamente exacto, lo simbólicamente verdadero». Y veinte años después de escrita «Corona de sombra», el ensayista húngaro Gyorgy Lukacs afirmaba en su libro «La novela histórica» que es un «prejuicio moderno el suponer que la autenticidad histórica de un hecho garantiza su eficacia poética». Si uno entiende lo que quiso decir Usigli, comparte la preferencia de Borges y está de acuerdo en lo afirmado por Lukacs, uno podrá siempre —talento mediante— hacer a un lado la historia y, a partir de un hecho o de unos personajes históricos, construir un mundo novelístico o dramático autosuficiente. La alegoría, el absurdo, la farsa, son posibilidades de realización de ese mundo: todo está permitido en la literatura que no pretende ceñirse a la historia. ¿Pero qué sucede cuando un autor no puede escapar a la historia? ¿Cuando no puede olvidar, a voluntad, lo aprendido? O mejor: ¿cuando no quiere ignorar una serie de hechos apabullantes en su cantidad, abrumadores en el peso que tuvieron para determinar la vida, la muerte, el destino de los personajes de la tragedia, de su tragedia? O en otras palabras: ¿qué sucede —qué hacer— cuando no se quiere eludir la historia y sin embargo al mismo tiempo se desea alcanzar la poesía? Quizás la solución sea no plantearse una alternativa, como Borges, y no eludir la historia, como Usigli, sino tratar de conciliar todo lo verdadero que pueda tener la historia con lo exacto que pueda tener la invención. En otras palabras, en vez de hacer a un lado la historia, colocarla al lado de la invención, de la alegoría, e incluso al lado también de la fantasía desbocada… Sin temor de que esa autenticidad histórica, o lo que a nuestro criterio sea tal autenticidad, no garantice ninguna eficacia poética, como nos advierte Lukacs: al fin y al cabo, al otro lado marcharía, a la par con la historia, la recreación poética que, como le advertimos nosotros al lector —le advierto yo—, no garantizaría, a su vez, autenticidad alguna que no fuera la simbólica.
En mi opinión, Rodolfo Usigli no pudo eludir la historia: en su drama se transparenta una investigación larga y concienzuda, el enorme acopio de datos que le fueron necesarios para elaborar «Corona de sombra» y que, por supuesto, le sirven a la obra de esqueleto y de aliento al mismo tiempo. Es de suponerse que fue el descubrir su ignorancia inicial, y con ella la ignorancia de los demás, al conocer de manera paulatina y casi dolorosa, incrédula, asombrada, las innumerables mentiras, intrigas, traiciones, malentendidos, falsedades, ilusiones infantiles, mitos y cuanto haya contribuido a las coordenadas de la doble tragedia —la tragedia de México y la tragedia de Maximiliano y Carlota—, lo que causó su cólera. Lo que provocó su indignación —según nos dice en el prólogo a «Corona de sombra»— ante la pobreza de obras de la imaginación dedicadas a ese gran episodio de la historia de su país, aparte de lo que llama «los intentos formalmente históricos».
Usigli escribe «Corona de sombra» en 1943. Antes que eso, no existen sino media docena de poemas sobre Maximiliano y Carlota, de unos cuantos europeos —Carducci, algún poeta inglés, otro alemán— y de otros tantos mexicanos. Entre las obras de teatro había una, magnífica, del austríaco Franz Werfel: «Juárez y Maximiliano», que recrea de manera magistral algunos aspectos de la tragedia —Maximiliano, dice el General Díaz en el drama de Werfel, era «un mártir de nacimiento»—. Las demás eran obritas de muy modestas pretensiones. Novelas, apenas un puñado, y casi todas ellas pésimas y de una cursilería que no llega a lo sublime. Entre ellas, «El Cerro de las Campanas» del mexicano Juan A. Mateos o las narraciones de Praviel y la Princesa Bribiesco. También las novelas de otro mexicano, Victoriano Salado Álvarez. Nada más, o muy poco. Y después, «Corona de sombra», que escribió Usigli porque en su opinión «la sangre de Maximiliano y la locura de Carlota merecen algo más de México», nos dice en el prólogo.
Y parecería que así es, que esa muerte y esa locura, por magníficas, merecen algo más de México y de quienes hacen y escriben su historia y su literatura: merecen, más que nada, ser consideradas como los atenuantes de mayor peso en el juicio particular que cada autor se atreva y se vea obligado a hacer de los personajes de la tragedia.
A favor de Carlota, qué duda cabe, está su locura: sesenta años parecerían un castigo, un purgatorio más que suficiente para hacerle pagar sus ambiciones y su soberbia. También, pobre Carlota, su espantoso fracaso. Y a favor de Maximiliano está su muerte, están las gotas de sangre que se mezclaron con la tierra del Cerro de las Campanas y están sus últimas palabras, su ¡Viva México!: al enfrentarse a su fin como lo hizo, lo transformó en una muerte noble y oportuna, en una muerte valiente y, en resumidas cuentas, en una muerte muy mexicana.
Pero «es la historia, en fin, la que nos dice», anota también el dramaturgo mexicano en su prólogo, «que sólo México tiene derecho a matar a sus muertos y que sus muertos son siempre mexicanos». Y así es: el problema no es que en México hayamos matado a Maximiliano, que en México, tal vez, hayamos vuelto loca a Carlota: el problema es que a ninguno de los dos los enterramos en México. Es decir, ni Maximiliano —«el último Príncipe heroico de Europa» y «suicida magnífico de su siglo» como lo llama Usigli— ni Carlota —la Ofelia que esperaba al Shakespeare que cantara su locura y su tragedia, como decía Pierre de la Gorge—, ninguno de los dos, ni él ni ella, quedaron integrados a esta tierra fertilizada al parejo con los restos de todos nuestros héroes y todos nuestros traidores. Con la advertencia, casi innecesaria, que no todos son héroes o traidores todo el tiempo ni cien por ciento: así, por ejemplo, mucho habría que decir del patriotismo de Miramón y Mejía, quienes al parecer estaban convencidos —o lo estuvieron en algún momento— de que lo mejor para su patria no era una república, sino una monarquía. Su pecado, tal vez, fue —como dijo Octavio Paz— que la solución era anacrónica. Porque, por lo demás, varios caudillos y héroes latinoamericanos habían pensado en imperios o monarquías para sus países. No sólo el Cura Hidalgo y sus seguidores que, como hemos dicho, deseaban al deseado Fernando VII: también muchos bolivianos y bolivarianos proponían un imperio en América del Sur, al propio Simón Bolívar se le otorgó el título de Emperador del Perú, y en 1815 Belgrano y Rivadavia ofrecieron la corona del Río de la Plata a un príncipe de la Casa de Borbón, con tal de que la provincia contara con un gobierno independiente del de España.
Pero volvamos a Maximiliano. Testigo lúcido de su tiempo, el Subsecretario de Marina de Maximiliano, Léonce Détroyat, en su libro «L’Intervention Française au Mexique», dice que Maximiliano no comprendió que más le hubiera valido quedarse como el primero de los extranjeros pero que, al cambiar de papel, se transformó en «el último de los mexicanos». El último, sí, quizás, pero mexicano: Maximiliano y Carlota se mexicanizaron: uno, hasta la muerte, como dice Usigli, la otra —digo yo— hasta la locura. Y como tales tendríamos que aceptarlos: ya que no mexicanos de nacimiento, mexicanos de muerte. De muerte y de locura.
Y quizás nos conviene hacerlo así, para que no nos sigan espantando: las almas de los insepultos reclaman siempre su abandono. Como lo reclama y nos espanta, todavía, la sombra de Hernán Cortés. Darles el lugar que les correspondería en nuestro panteón, por otra parte, no implicaría la necesidad de justificar nada: ni las ambiciones desmesuradas ni todo lo que de imperialistas y arrogantes tuvieron las aventuras de nuestro primero y nuestros últimos conquistadores europeos, de la misma manera que lo traidor a nuestros traidores, y lo dictador a nuestros dictadores, no les quita lo mexicano. Con la diferencia, a favor también de Fernando Maximiliano, y como también lo señala Usigli, que el Emperador fue o quiso ser un demócrata, un liberal, un monarca magnánimo. A su manera, sí, pero en la única manera en que podía serlo —el lector puede remitirse al análisis jurídico que hace Martínez Báez del Imperio, y en el cual se habla de la trascendencia de la legislación implantada o propuesta por Maximiliano.
Ahora bien, el querer ser mexicano de un Príncipe que, como Maximiliano, ocupaba el segundo lugar en la línea de sucesión del Imperio Austríaco y por lo tanto estaba de hecho destinado a ser el gobernante de uno, y en el mejor de los casos de todos los pueblos bajo el dominio imperial, y de una Princesa que, como Carlota, estaba a su vez destinada a ser la consorte del Príncipe o el Soberano de un pueblo extranjero, no implicaba necesariamente una actitud hipócrita aunque ésta tampoco puede descartarse: no hay que olvidar que el derecho divino a gobernar a los pueblos, imbuido de una manera indeleble en la mente de muchos de los príncipes europeos, y las necesidades políticas que imponían las alianzas matrimoniales entre los miembros de la realeza de los diversos países europeos, hacían que muchos de esos príncipes crecieran con el convencimiento de que ellos tenían la capacidad de gobernar y el deber de amar a pueblos extranjeros que, con suerte, los aceptarían y, con más suerte aún, los amarían también, como sucedió, si no en muchos, en algunos casos. Por otra parte, y como lo señala Edward Crankshaw, había menos arrogancia en la actitud —cuando era sincera— de quienes se creían señalados por Dios para gobernar, que la que hay y ha habido en la de cualquier aspirante de las llamadas democracias a un cargo público para el cual no lo llama Dios, sino la ambición y la creencia —nacida de la sola vanidad— de que puede hacer las cosas mejor que los otros.
Así, pues, con un poco de voluntad podemos aceptar la posibilidad de que Maximiliano y Carlota hayan sido honestos hasta cierto punto en su deseo de volverse mexicanos y lo suficientemente ilusos —quizás más Maximiliano que ella— como para creer que lo habían logrado.
Y si no lo lograron entonces, quizás lo logren algún día. Quizás, si los ayudamos un poco. Si a esas dos cosas: la ejecución de Maximiliano y la locura de Carlota —para él, el fin de su vida, para ella, una muerte sin fin—, les damos lo que, según Usigli, merecerían más de la imaginación de México y los mexicanos.
Ah, si pudiéramos inventar para Carlota una locura inacabable y magnífica, un delirio expresado en todos los tiempos verbales del pasado y del futuro y de los tiempos improbables o imposibles para darle, para crear por ella y para ella el Imperio que fue, el Imperio que será, el Imperio que pudo haber sido, el Imperio que es. Si pudiéramos hacer de la imaginación la loca de la casa, la loca del castillo, la loca de Bouchout y dejarla que, loca desatada, loca y con alas recorra el mundo y la historia, la verdad y la ternura, la eternidad y el sueño, el odio y la mentira, el amor y la agonía, libre, sí, libre y omnipotente aunque al mismo tiempo presa, mariposa aturdida y ciega, condenada, girando siempre alrededor de una realidad inasible que la deslumbra y que la abrasa y se le escapa, pobre imaginación, pobre Carlota, todos los minutos de todos los días.
Si pudiéramos, también inventar para Maximiliano una muerte más poética y más imperial. Si tuviéramos un poco de compasión hacia el Emperador y no lo dejáramos morir así, tan abandonado, en un cerro polvoriento y lleno de nopales, en un cerro gris y yermo, lleno de piedras. Si lo matáramos, en cambio, en la plaza más hermosa y más grande de México… si nos pusiéramos por un momento en su lugar, y nos metiéramos en sus zapatos y en su cuerpo y su cabeza, y a sabiendas de que somos un Príncipe y un Soberano, y que nunca nos ha faltado ni el humor ni la valentía, ni el ingenio ni la elegancia y que hemos amado siempre el orden y el boato, la pompa y la circunstancia, el espectáculo, si pudiéramos escribir, de puño y letra de Maximiliano y para asombro y advertencia, recuerdo y ejemplo de cuanto monarca futuro pierda la vida a manos de su propios súbditos —o de quienes él cree que son sus súbditos— y dé su sangre por ellos, el Ceremonial para el fusilamento de un Emperador…