Dinos, Benito:
«¿Quién aventaba frutitas?».
«¿Frutitas verdes, a los feligreses?».
«¿Quién, cuando estaban en misa…».
«… para que creyeran que llovían del cielo…».
«… o que saltaban del infierno?».
«¿Quién?».
«¿Un ángel?».
«¿O las aventaba el diablo?».
«¿O las aventaba Pablo?».
«¡Pablo Benito Juárez, que es el mismísimo diablo!».
«¡El mismísimo diablo, el mismísimo diablo!».
Sintió de nuevo el dolor. Le dolía el pecho como si todo el pecho fuera una llaga palpitante, como si tuviera a flor de piel la carne viva, roja, ardiente, del diablo.
Del mismísimo diablo.
«¿Y quién, quién en la laguna de nombre encantado…?».
«¿Quién? ¿Quién hablaba con los pájaros?».
Porque un ángel, jamás. De nadie, para nadie, él no había sido nunca un ángel. Ni para sus padres Marcelino y Brígida. Ni para Margarita… ah, ¡pero el diablo!
«¿Quién? ¿Benito Pablo?».
Nunca recordó las caras de Marcelino y Brígida que lo habían dejado huérfano tan pequeño. Nunca ni siquiera supo si alguna vez Brígida le había dado el pecho. Pero pensar en la laguna y en el idioma de los pájaros fue como si una brisa fresca y dulce le acariciara el pecho. Sí, sí: él, él, Pablo Benito Juárez, era quien hablaba con los pájaros y las ovejas y las criaturas de Dios, él, el indio que sabía la lengua de las bestias cuando era pastorcito en Guelatao: Yo el indio. Yo Pablo, quiso decir. Yo Benito, quiso gritar, pero se dio cuenta de que no le era posible hablar, que ningún sonido salía de sus labios.
Supo también que no podía cerrar los ojos, y si sabía que estaban abiertos era porque frente a él había una sombra más oscura que todas las otras oscuras sombras que lo rodeaban. Y supo que esa sombra pesaba, que tenía forma y dimensiones, que era un bulto que colgaba de alguna parte como un gigantesco murciélago, un vampiro dormido cabeza abajo, colgado del techo con las uñas de las alas y sabía también lo que esa sombra era.
«¿No es verdad, Benito Pablo?».
Y así como no podía dejar de ver, no podía dejar de escuchar y de sentir. Vio primero una luz que venía de lo alto, blanca, muy pálida y difusa, luz como la del alba que bajaba como un polvo muy fino y muy lento, como tamizado por las ventanas y los rosetones de una cúpula y escuchó un ruido metálico, como de cadenas, quizás, y algo que era… sí, algo como el ruido de una gotera, como si estuviera lloviendo y se colaran las gotas por las vigas del techo, se colaran y cayeran, cayeran e hicieran plip, plop, sobre una bandeja.
O como si alguien hubiera dejado una llave abierta.
Y le llegó un olor a gardenias y a formol, un olor hediondo, casi doloroso.
«¿No es verdad, Benito?».
Pero el diablo… ah, el diablo sí que lo había sido muchas veces para muchas personas, para tantas: diablo de licenciado, diablo de gobernador y, de presidente, diablo. Sonrió entonces o quiso sonreír cuando pensó: y a veces también un pobre diablo como en San Juan de Ulúa, en el calabozo húmedo y caliente como el infierno, cuyas paredes rezumaban agua de mar, agua salada, ardiente, que caía gota a gota sobre su pecho herido, como dardos de sal, ay Margarita, como espinas de sal sobre la carne que tanto, ay…
«Tanto me arde…».
Quiso decir y nada salió de su boca, ni un sonido, ni una sílaba, pero fue como si con sólo invocar ese nombre con el pensamiento, como si ella, Margarita, hubiera soplado en su pecho y en el pecho apareciera la pechera fresca y albeante, albeante y fría de su camisa, Señor Presidente, o como si por su pecho en llamas un hombre encapuchado de blanco le hubiera pasado las hojas de un lirio…
«Porque fuiste, Benito, pastor y niño, estudioso y limpio…».
Sí, sí, que lo fui, quiso decir, quiso gritarle a las sombras, y se acordó de su tío y padrino Salanueva, se acordó de cuando era alumno del Seminario y de cómo se quemó las pestañas cuando estudiaba para presbítero, pero ¡diablo! ¡este muchacho no quiere ser cura, quiere ser abogado!
«¿Abogado, Benito?».
Un destello, una chispa partió de la sombra que colgaba del techo, un mínimo reflejo, un guiño de luz. Y escuchó de nuevo el rechinido de una cadena: la sombra se movía y parecía girar, dar vueltas sobre sí misma. Escuchó también el goteo, el plip plop, mientras la otra luz seguía descendiendo como un polvo muy fino y muy lento, muy lento y muy fino, difuso, casi imperceptible, y comenzaba a iluminar las líneas curvas de lo que debía ser una cúpula. Benito sabía qué cúpula era, y sabía también, desde un principio, que él estaba acostado bocarriba, estirado, con el pecho desnudo, en algo que no podía ser una cama, ni siquiera un catre de campaña, sino que, por lo dura y fría era —tenía que ser— una mesa, una mesa que debió ser muy ancha y muy larga. Quiso levantar el brazo y señalar la sombra que colgaba frente a él, sentarse en la mesa y tocarla, pero estaba como paralizado.
«¿Abogado, Benito?».
«¿Abogado de quién? ¿Del diablo?».
«Sí: ¡abogado de las cohortes del diablo, de masones ateos, de herejes y blasfemos, de rojos y comecuras!».
«¡Ay Benito Pablo Juárez, traidor de traidores!».
«Traicionó a su padrino», dijeron las voces.
«A su padrino Salanueva, que lo quería sacerdote».
¿Traidor yo, a mi padrino Salanueva?, quiso decir el Señor Presidente pero apenas algo como un murmullo salió de sus labios. Un murmullo que pudo haberse transformado en grito cuando pensó, cuando creyó ver que un hombre con la cabeza cubierta con una capucha negra le tocaba el pecho con una antorcha encendida y le quemaba la piel.
Sí, traidor porque ese muchacho piel de Judas, como fuera que en su nativa lengua zapoteca se dijera piel y se dijera Judas, unas veces por soñar despierto y otras por soñar dormido abandonaba a sus ovejas y acabó por abandonar su pueblo, por abandonar sus montañas, por ser traidor a su oficio y a su laguna encantada, a su tío Bernardino que le quería pastorcito:
«¿A dónde se fue Benito? ¿A dónde se habrá metido?».
A donde no lo llamaban: primero a la ciudad de Oaxaca, y después al nido de heresiarcas que era el Instituto. Ah, sí, ese Pablo Benito o Benito Pablo, como se diga, siempre se metía donde no lo llamaban: siempre.
«¿No es verdad, Benito?», dijo una sombra muy cerca de su cara y el aliento de la voz de la sombra le quemó el cuello, le escurrió por el costado como lava ardiente, le quemó las costillas.
«¿No es verdad, Benito, que siempre te metes donde no te importa, donde no te llaman?».
Benito en Oaxaca, de corbata de moño y pechera blanca. Benito maestro de física en el Instituto, de levita negra y de charol los zapatos. Benito en la gubernatura del Estado, de oro los anteojos. Benito en la presidencia de la República, de bastón con puño de plata. Benito venerable hermano de la logia yorkina, la de los vinagres, ¿pero… no lo habían llamado? ¿acaso no lo habían llamado a todas esas partes?
«Te llamó tu pueblo, Benito».
Dijeron unas voces y él sintió que una brisa le acariciaba, le besaba el pecho.
«No es verdad, Benito: no te llamó nadie».
«Te llamaron tus indios de la Sierra de Ixtlán que te saludaban, Benito, en tu lengua zapoteca, ¿te acuerdas? Tzaquilzil, tata…».
«No, no es verdad, Benito: no te llamó nadie».
«Te llamaron los pobres de Loricha por los que fuiste a dar a la cárcel. Te llamaron los campesinos de Chihuahua. Los ciudadanos de San Luis. Los liberales y los republicanos. Los zacapoaxtlas. Te llamó la Patria entera. Te llamó América».
«No, no es verdad, Benito, es mentira», dijeron las otras voces.
Pero no, no era mentira y lo sabían sus indios, lo sabían sus amigos y hasta sus enemigos, la patria lo sabía, América, la historia, ¿no es verdad, Margarita?, dijo o quiso decir, y cuando pronunció o creyó pronunciar Margarita fue como si alguien, como si un hombre ¿o un ángel? con la cabeza cubierta con un capuchón blanco y en la mano la flor que le había dado su nombre a Margarita, la deshojara sobre su pecho, despacio, y los pétalos cubrieran la llaga y la aliviaran, sus pétalos de nieve fresca y fría, Margarita.
Pero por mucho que pensara en ella, por mucho que invocara su nombre, ella no vendría, Margarita había muerto. Se había muerto, la pobre, de tanto tener hijos y de tanto que se le habían muerto los hijos. De tanto seguir al licenciado y al Señor Presidente de aquí para allá para aquí para allá toda la vida. Margarita, sí, se había ido antes que él, y él, Pablo Benito Juárez, estaba condenado a morir solo.
Y eso era, sin duda, lo que le estaba sucediendo: se moría. El Presidente de México se moría sin remedio.
Se moría de angina de pecho.
Pero se moría de otras cosas también: se moría de esas sombras, de esas voces, de lo que decían. De sus calumnias y sus mentiras. De sus verdades. De lo que callaban. A pesar de que todo era un sueño.
Y que todo eso era un sueño, un delirio, una pesadilla, no lo dudaba un instante:
Porque esa capilla ya no existía. Porque la cúpula de la que pendía la cadena de la que habían colgado el cuerpo del Archiduque Fernando Maximiliano se había desplomado hacía, cuando menos, cuatro años, y de la capilla entera del Hospital de San Andrés de la ciudad de México, no quedaban ya ni los escombros.
Pero el caso es que él, Benito Juárez, estaba en esa capilla, acostado en la mesa del Tribunal de la Santa Inquisición donde había descansado el cuerpo del Archiduque tras haber sido embalsamado por segunda vez, y ahora él ocupaba el lugar del Archiduque aunque con una diferencia: él, Pablo Benito Juárez, estaba vivo. Quizás iba a morir pronto, pero aún estaba vivo. Respiraba y con dolor, con gran esfuerzo, como si le hubieran colocado en el pecho una enorme piedra, pero respiraba al fin. Él, Juárez, estaba vivo, y el Archiduque estaba muerto.
Muerto, sí, con los ojos abiertos, con sus ojos negros y de vidrio, abiertos.
Muerto, y desnudo, colgaba de cabeza amarrado de los pies a la cadena que descendía del centro de la cúpula de la capilla, con los brazos atados a los costados.
Aquí y allá, de unos cortes hechos con bisturí en su piel amarilla y apergaminada, escurría, en varias hileras, un líquido espeso de un color indefinido: verde olivo quizás, gris o color ceniza que caía, gota a gota, en una palangana colocada en el piso.
Un rayo de esa luz fina y polvorienta que parecía descender del cielo o de ninguna parte iluminaba ahora el cuerpo del Archiduque.
Atrás, muy al fondo, comenzó a arder un triángulo de fuego de pequeñas llamas azules y en su centro una estrella llameante de cinco puntas.
Benito Juárez hizo otro gran, enorme esfuerzo para convocar de nuevo el beso refrescante de la nieve sobre su pecho, el soplo glacial.
Para eso hacía falta que una voz o unas voces venidas de lejos, de su adolescencia y de su juventud en Oaxaca, dijeran de él lo que otros muchos habían dicho también cuando Pablo Benito Juárez era joven y licenciado, leído y escribido en latín y castellano, pulcro, serio, creyente y enamorado de la hija de los patrones que lo habían acogido indio y descalzo en la gran ciudad capital del estado:
«Allá va Juárez, Juárez el inteligente».
Porque así decían, o:
«Allí viene Benito, Benito el honrado».
Porque así juraban que era. Y entonces el lirio, los lirios, se transformarían en mariposas blancas que posarían sus abiertas alas frescas, blancas, mentoladas, sobre su pecho ardido de hombre inteligente y bueno, su pecho en llagas de patriarca honrado.
Pero tenía que ser ya, ahora. Antes de que lo ahogara la angustia. Antes de que lo sofocara la sangre: la propia y la ajena.
«¡Ay Benito!».
«¡Ay Benito!».
«¿Qué vamos a hacer contigo, Benito, traidor a ti mismo, vendepatrias, asesino? ¿Qué vamos a hacer contigo sino mandarte al diablo?».
«¿Sino mandarte al diablo?».
Alguien había inventado, las malas lenguas, que Benito Juárez cuando visitó la Capilla de San Andrés y vio el cuerpo del Archiduque sobre la mesa, había musitado: «Perdóname».
Pero eso no era cierto. Jamás le hubiera pedido perdón: ni cuando estaba acostado en la mesa, ni ahora que colgaba de la cúpula.
Por la simple razón de que el Archiduque estaba muerto, y los muertos no oyen, ni ven, ni sienten, ni perdonan. Miró a los ojos del Archiduque. Brillaban, sí, pero con el brillo de una materia mineral, sin vida. Los líquidos verdes y grises y densos le escurrían, le bajaban del cuello o del pecho hacia la cara, de las, ingles hacia el vientre y el pecho y convergían en la cara, las mejillas, bajaban a la frente, al cabello. Luego caían, gota a gota, sobre la palangana del suelo.
Recordó entonces la carta que le había escrito al Archiduque y que éste había recibido al llegar a México.
«Es dado al hombre, Señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de sus bienes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen, y de los vicios propios una virtud…».
¿Habrá leído toda la carta el Archiduque? Sí, claro que sí, por supuesto que sí…
«Pero hay una cosa», le decía el presidente, «hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la historia, Ella nos juzgará».
El fallo tremendo de la historia, ¿me escucha Usted, Señor Archiduque de Austria? ¿Me escucha Usted? Ella nos juzgará, quiso decir Juárez en voz bien alta, casi gritar, o pensó que dijo, pensó que gritaba.
Pero se dio cuenta de que no valía la pena.
Si eso que colgaba de los pies frente a él era de verdad el cuerpo desnudo, embalsamado, del Archiduque Fernando Maximiliano, o si no era así y todo era por supuesto un sueño porque ¿qué otra cosa podía ser, sino un sueño o un delirio? y el cuerpo del Archiduque estaba al otro lado del mar, en la bóveda de la Iglesia de los Capuchinos de Viena, ¿no daba de todos modos lo mismo? ¿No era el cuerpo, de todos modos, colgado allí del centro de la cúpula de la Capilla de San Andrés o en el pudridero austríaco de los Habsburgo nada más que un costal de piel reseca y amarilla o negruzca, relleno de huesos sin vida, mirra, aserrín, vísceras en conserva y un par de ojos de pasta?
¿A cuál Archiduque, si ya no existía ningún Archiduque, le iba a importar el tremendo fallo de la historia?
La historia sólo podía importarle a los vivos mientras estuvieran eso: vivos, se dijo el Licenciado Benito Juárez y recordó que cuando de joven se iniciaba en las lecturas de los enciclopedistas y los autores del siglo de las luces, le había llamado la atención una frase de Voltaire: «La historia es una broma», decía el francés, «que los vivos le jugamos a los muertos…».
Parte de la broma, de la fantástica broma era, desde luego, que los muertos no se enteraban: no sólo de lo que se decía de ellos, sino tampoco, claro, de lo que se decía que ellos habían dicho.
¿Qué clase de bromas le jugarían los historiadores del futuro a él, Pablo Benito Juárez?
¿Qué palabras que nunca dijo ni quiso jamás decir le pondrían en una lengua comida ya por los gusanos?
Contempló los ojos de pasta del Archiduque. Los líquidos seguían corriendo por su piel, cada vez más oscuros, cada vez más espesos y hediondos. A veces, como si hubiera viento o un leve temblor de tierra, el cuerpo se mecía, penduleaba apenas, y las gotas caían fuera de la palangana.
Si no fuera por ese dolor tan grande, pensó Pablo Benito Juárez…
Sí, si no fuera por ese dolor tan grande que tenía en el pecho, el Señor Presidente hubiera pensado que no era él quien estaba allí en la capilla del Hospital de San Andrés, sino otro Juárez, otro Pablo Benito Juárez García que un historiador o un dramaturgo del futuro estaban inventando.
Inventaban su juicio. Inventaban el fallo de la historia. Lo colocaban en la mesa del Tribunal de la Santa Inquisición, indefenso, paralizado, incapaz de mover un dedo o de decir una palabra.
Le colgaban enfrente el cadáver embalsamado, podrido y vuelto a embalsamar del Príncipe austríaco por el cual le habían pedido gracia las señoras de San Luis y de Querétaro, los embajadores europeos, las princesas a caballo y de rodillas…
Le ponían enfrente, sí, muerto ya, sin ninguna posibilidad de resucitarlo, de darle frescura a su piel y darle brillo y otro color, más claro, a sus ojos, le ponían enfrente a Abel.
Para poder acusarlo de haber matado a su hermano.
El triángulo de llamas azules, la estrella llameante: todo estaba planeado como en un teatro, como en un teatro donde se escenificaba un rito masónico, un juicio: el juicio de Caín, el juicio del asesino de Abel.
Para acusarlo estaban, lo sabía, esos hombres con capuchas negras que en las manos llevaban palos untados de brea que en cualquier momento se transformarían en antorchas. Pero podían no ser palos, sino colas de toro o vergajos empapados en trementina, cualquier cosa que se volviera llama para quemarle el pecho, para azotarlo y sacarle chispas y llagas.
Para defenderlo estaban esos otros hombres con capuchas blancas y en las manos lirios que podían haber sido también otra cosa, otras flores: margaritas, o plumas blancas y suaves, las plumas de un cisne o de las alas de un ángel: para acariciarle el pecho, para darle un respiro, para curarle las ámpulas.
Pero más daño que el fuego, más, mucho más daño que el fuego, le hacían y le harían las palabras que, en su contra, y para denigrarlo, para condenarlo y denunciarlo y enterrarlo en el oprobio y lo que quizás sería peor, en el olvido, inventarían los encargados de jugarle esa pesada broma que sería contar su historia.
Quiso cerrar los ojos de nuevo. Quizás, pensó, si esto es un sueño lo que debo hacer no es cerrarlos, sino abrirlos.
Se concentró. Le pareció que cerraba los ojos a ese infierno y los abría a una tarde tranquila, en la que estaba acostado en su cama y, por un instante, pero sólo por un instante, vio la cara de su médico de cabecera muy cerca de la suya. Y las manos del médico que tenían… ¿una jarra?, ¿una taza que echaba humo?
Pero la cara del médico se transformó en la máscara negra de un encapuchado, y la jarra o la taza en una tea o una antorcha, y lo que quizás iba a decirle el médico en esos momentos: «Perdone usted, Don Benito», se transformó en la voz de un fantasma:
«Ay, Benito Juárez, ¿qué vamos a hacer contigo?».
Si ellos no sabían qué hacer con Pablo Benito, menos lo sabía él.
Pero una mañana, una mañanita húmeda en la que había ido, solo, a la Laguna de Etla, allí donde había hecho un trampolín para él y sus amigos, recordó que su hermana le había dicho que los ahogados, antes de morirse, volvían a recordar y a vivir su vida entera en un minuto. Él no se revolcaba en el lecho de una laguna, no luchaba con espumas y aguas que llenaran sus pulmones y lo sofocaran, pero de algo no cabía duda alguna: el Señor Presidente se ahogaba. Lo ahogaba el dolor del pecho y el peso que en él sentía, lo ahogaba la angustia y los remordimientos, el recuerdo de Margarita y de sus hijos muertos, hasta el orgullo y la ternura lo ahogaban y sabía que iba a morir pronto de modo que él también podría, quizás, recordar su vida entera en un minuto para ver si así él mismo podía decirles, ¿pero decirles a quién, a quiénes?, ¿a esas voces fantasmas?, ¿a los encapuchados blancos, a los encapuchados negros?, ¿a la historia, a los historiadores?, decirles, sí qué diablos podían hacer con él, Benito…
Si colocarlo en un altar y bendecirlo:
«La patria y sus hijos te bendigan Benito: porque les diste libertad, porque separaste el Poder Temporal del Poder Espiritual y acabaste con el yugo de la Iglesia…».
Y llamarlo héroe:
«Y triunfaste sobre los invasores y el Príncipe extranjero y restauraste la República…».
Y consagrarlo:
«Gracias, Benito, San Benito, San Pablo Benito Juárez».
O bajarlo del nicho y maldecirlo: por atentar contra las creencias más sagradas de su pueblo, por querer hacer de México un país de herejes y protestantes. Y llamarlo traidor: por querer vender México a los Estados Unidos, por doblar las manos ante los yanquis, por refugiarse, siempre que pudo, bajo la bandera de las barras y las estrellas.
Había aprendido ya también, en ese corto lapso, todas las reglas de eso que quizás era un juicio, quizás sólo una farsa, y que una vez más se iban a repetir: a cada una de las acusaciones, y podían ser tantas: Juárez que le entregaba Tehuantepec a los Estados Unidos en el Tratado McLane-Ocampo; Juárez que reconocía los términos humillantes del Tratado Mon-Almonte; Juárez el hombre que se había manchado las manos con la sangre del Archiduque derramada en el Cerro de las Campanas y con la sangre de los porfiristas fusilados en La Ciudadela por Sóstenes Rocha, y Juárez por aquí y Juárez por allá, Juárez el hipócrita que había empleado al arzobispo como ayo de su nieto… Juárez, en fin, mal hijo: mal hijo de la Patria, mal sobrino de su tío, mal ahijado de su padrino: a cada una de esas acusaciones iba a corresponder la mordida inclemente del fuego sobre su pecho:
Los tres o cinco —nunca supo cuántos eran— encapuchados negros estaban listos, con sus antorchas, a un lado del escenario.
Y a cada una de las bendiciones, iba a corresponder la caricia, el beso de la nieve sobre su pecho.
Los encapuchados blancos estaban también a la espera, con sus lirios blancos, al otro lado del templo.
Y en medio y muy al fondo el triángulo de llamitas azules, la estrella de fuego amarillo.
Y en medio y en primer término el cadáver del Archiduque Fernando Maximiliano de Habsburgo desnudo y colgado de los pies, y frente a él, acostado, inmóvil en la mesa, el cuerpo o casi el cuerpo, casi el cadáver, casi la estatua inmortal de piedra, del Presidente de México Pablo Benito Juárez.
Y entonces sucedió algo que jamás hubiera creído que le iba a pasar a él: le dio pereza. Le dio una enorme pereza, como cuando, de niño, se había quedado dormido en la laguna y se desprendió el trozo de carrizal, la chinampa aquella que por poco se lo lleva para siempre… eso es lo que ahora quería: sí, quedarse dormido en esa mesa, en esa cama, en esa tumba, lo que fuera, y que la muerte se lo llevara. Que se lo llevara sin sentir, muy despacio.
Él, el Presidente de México, el Señor Gobernador de Oaxaca, el Magistrado de la Suprema Corte, el Licenciado Juárez siempre tan madrugador y diligente, tan responsable y trabajador, tan puntual, tan exigente consigo mismo, tenía pereza. Sí, así con todas sus letras: pereza. Y qué: que todos lo supieran.
Eso era la verdad y no que no pudiera hablar, ni mover un dedo, ni cerrar o abrir los ojos a voluntad: podía hacer todo eso, pero simplemente, no quería hacerlo, no se le daba la gana: tenía pereza, mucha pereza.
Porque sabía que dijera lo que dijera, hiciera lo que hiciera, serían otros, y no él, los que iban a escoger y los que iban a decidir qué había sido, de toda su vida —y de su muerte también— lo más hermoso, lo más desagradable, lo más digno de recordarse, lo más vergonzoso. Pero no él: él ya no tendría vela en ese entierro.
El recuerdo de una tarde en que Melchor y él habían cargado en andas a Guillermo Prieto en las playas de Manzanillo, envueltos los tres en ráfagas de fosforescencias marinas, se mezcló con el recuerdo de sus caminatas por los muelles de Nueva Orleáns, las velas de un barco y el humo de un habano. Después, con el recuerdo del día en que llegó a casa de los señores Maza en Oaxaca y conoció a la niña Margarita, tan blanca ella. No quiso saber ya más, recordar nada… no hizo —ni haría— ningún intento por defenderse… que la historia… sí, que la historia hiciera con él lo que quisiera…
Uno de los encapuchados negros se acercó y le puso una tea en el pecho:
«La historia te condenará, Benito Juárez», le dijo.
Y Benito Juárez sintió un gran dolor.
Le tocó entonces el turno a un encapuchado blanco que se acercó con un lirio en la mano, y con el lirio le acarició el pecho: «No, Benito: la historia te absolverá», le dijo.
Y Benito Juárez sintió un enorme alivio.
Miró al Archiduque a los ojos. Pero ni eso era el Archiduque, ni ésos eran sus ojos. Se dio cuenta entonces que el tiempo se había trastocado, y que el alivio no había seguido al dolor ni el dolor había seguido al fuego sobre su pecho: el dolor había sido lo primero y lo último, lo único que había sentido durante ese delirio o sueño que estaba condenado a olvidar apenas abriera los ojos, y que lo que había y no sucedido además del dolor —todo y nada—, había durado menos que el segundo, o las fracciones de segundo que pasaron entre el instante en que sintió la primera y única quemadura y el momento en que abrió los ojos, vio al médico que tenía en una mano una especie de jarra humeante, se dio cuenta de que el médico le acababa de echar un chorro de agua hirviendo en el pecho, y lo increpó:
«¿Pero qué hace usted? ¿Que no ve que me está usted quemando?», le dijo.
Y apenas dijo «quemando», supo que se le había olvidado todo el sueño y que las únicas y casi invisibles imágenes que se demoraban aún ante sus ojos en el aire: algo que colgaba del techo como un murciélago, una llama, la cúpula de un templo —y también un olor hediondo que podría venir de dentro de su cuerpo, de sus propias vísceras— se esfumaban, se esfumaron en un instante, y que nada podía hacer para recuperarlas: pero la propia vida era así, así se iba también, toda entera, a la velocidad del vértigo…
«¿… que me está usted quemando?».
El médico le pidió perdón a Don Benito y le explicó que había tenido que acudir a ese remedio violento —derramar agua hirviendo en el pecho— para darle fuerza a un corazón que había casi dejado de latir y que tal vez, si fuera necesario —agregó, y le abanicó el pecho— se tendría que aplicar de nuevo el mismo remedio, con el perdón y por supuesto y sobre todo con el permiso de Don Benito.
Así se hizo, y el corazón de Don Benito latió por unas horas más. Pero sólo por unas horas:
Benito Pablo Juárez García, Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, falleció, de angina de pecho y con el pecho en carne viva, a las once y media de la mañana del día 18 de julio de 1872.