XXI

CASTILLO DE BOUCHOUT
1927

Y para decirle al mundo quién fuiste te lo tengo, primero, que decir a ti. Lloró como una mujer Abdalá-el-Zaquir cuando perdió Granada. Lloró, por no haber sabido pelear como un hombre, Abd-el-Kader cuando perdió la Batalla de Argel. Lloró Hernán Cortés bajo el Árbol de la Noche Triste cuando pensó que ya nunca conquistaría la gran Tenochtitlán. Pero tú no lloraste, Maximiliano, cuando junto con Querétaro perdiste todo México: fuiste Maximiliano el impávido. Fuiste, también, Maximiliano el digno. Mi abuelo huyó de las Tullerías con gafas negras y las patillas rasuradas: tú no te afeitaste tu barba rubia. Napoleón el Grande huyó de Francia rumbo a la Isla de Elba, vestido primero de postillón y después de oficial austríaco y comisario ruso: tú no te pusiste un uniforme de la chinaca roja. Su sobrino Napoleón el Pequeño huyó del Castillo de Ham disfrazado de albañil: tú no te disfrazaste de arriero. Don Carlos el pretendiente al trono de España, huyó a Inglaterra con el pelo teñido: tú no te teñiste el pelo. Tú, Maximiliano, te quedaste en Querétaro. Tú, Maximiliano, no fuiste otro Pedro de Aragón el Cruel: no hubo, en México, vísperas sicilianas. Fuiste Maximiliano el justo. ¿Pero te acuerdas de García Cano? Tú no fuiste otro Ricardo Tercero, otro Pedro Primero de Rusia: jamás le quitaste, jamás le hubieras quitado la vida a alguien por cuyas venas corriera tu propia sangre, como lo hizo Ricardo de Gloucester con sus sobrinos, como asesinó Pedro Primero a su hijo Alexis. Fuiste Maximiliano el magnánimo. ¿Pero te acuerdas de García Cano, el mexicano a quien acusaron de haber conspirado para quitarte la vida? No, tú no fuiste otro Emperador Fernando Segundo de Austria, bajo cuyo reinado las tropas de Tilly cometieron en Magdeburgo una matanza como no se había visto desde la cruzada contra los albigenses. No fuiste, tampoco, otro Iván el Terrible: no hubo en las calles de México, como en las calles de Novgorod, gente que fuera destazada o asada viva. Fuiste Maximiliano el bondadoso. ¿Pero te acuerdas que a García Cano lo ejecutaron porque le negaste la gracia? ¿Te acuerdas que cuando su mujer se echó a tus pies en el Castillo de Chapultepec no quisiste escucharla y dijiste que nunca más la dejaran entrar? ¿Pensaste en ella, dime, cuando estabas frente al pelotón de fusilamiento en el Cerro de las Campanas, y pensaste en la Princesa Salm Salm que le pidió de rodillas a Juárez que te perdonara la vida? ¿Te acuerdas, Maximiliano, que cuando te encontraste a la mujer de García Cano en el Paseo de la Emperatriz ordenaste que se desviara tu carruaje y ella corrió tras él, pidiéndote a gritos que tuvieras clemencia? ¿Y te acordaste, dime, de la mujer de García Cano cuando escuchaste los alaridos y los sollozos de la mujer de Mejía que corría tras el coche que lo llevaba al Cerro de las Campanas? No, porque por más baños de pureza que quieras darte tienes que saber que fuiste, también, Maximiliano el sordo, Maximiliano el inmisericorde, y así como Napoleón el Grande le negó a Josefina la gracia que le pidió por el Duque de Enghien, y Luis Napoleón a Eugenia la gracia que le pidió por Orsini, y Enghien murió fusilado y Orsini en la guillotina, y así como tu hermano Francisco José le negó la gracia que de rodillas le pidió la mujer del conde rebelde Luis Batthyany y el conde se abrió las venas en la víspera de su ejecución, así también tú no supiste perdonar a quien atentara contra tu vida o contra tu Imperio. Fuiste Maximiliano el inflexible. Maximiliano el rencoroso. Y porque no perdonaste a García Cano, los mexicanos no te perdonarán nunca. Fuiste, también, Maximiliano el ridículo porque cuando se casó el Mariscal Bazaine le enviaste una carta escrita en papel color de rosa, y Maximiliano el incrédulo porque no le hiciste caso a Détroyat cuando te advirtió que todos te iban a abandonar, Maximiliano el imprevisor, Maximiliano el abandonado, y Maximiliano el ciego porque le escribiste a Napoleón diciéndole que en México había sólo tres clases de hombres: los viejos testarudos, los jóvenes ignorantes y los extranjeros mediocres o aventureros sin porvenir en Europa, y no supiste ver que tú reunías, en una sola persona, los defectos de los tres. Fuiste, también, Maximiliano el embustero, porque a mi regreso de Yucatán sollozaste en mis hombros, en San Martín Texmelucan, por la muerte de mi padre Leopoldo, y te enfureciste con el Arzobispo Labastida porque no quería oficiar un servicio fúnebre solemne por el descanso de su alma alegando que había sido luterano, tú, Maximiliano, que tras rendirle pleitesía a mi idolatrado padre y declararme el amor que nunca tuviste por mí, hablaste a nuestras espaldas de lo que llamaste la rapacidad invencible de mi padre y dijiste que era un viejo avaro y que te alegrabas de haberlo obligado al fin a separarse, dijiste, de una pequeña parte de lo que más caro le era en el mundo, sin darte cuenta que era yo, su dulce Marie Charlotte, su pequeña Princesa de los ojos castaños, lo que más adoraba en la tierra, y así se lo dijo a todo el mundo, a mi tía la Condesa de Nemours le dijo en una carta que yo era la flor de su corazón, me lo dijo a mí y me vaticinó que sería una de las princesas más bellas de Europa y que ojalá eso me hiciera feliz, me juró que yo era lo que más quería en su vida y no el ajuar, las joyas, la platería, los cien mil florines de mi dote que le arrebataste a mi padre, los trescientos ocho mil francos que el Conde Zichy depositó en Viena para afianzar nuestro matrimonio y porque mentiste, también, Maximiliano, cuando le dijiste a Francisco José que tendrías que hacer el gigantesco, inconcebible sacrificio de renunciar a todos tus derechos de la Casa de Austria porque habías ya dado tu palabra a un pueblo de nueve millones de almas que había vuelto sus ojos hacia ti, mentiste porque lo que más te interesaba entonces no era ese pueblo que nunca te había llamado y que ni siquiera sabía de tu existencia: lo único que deseabas era que tu Imperio no naciera muerto y no perder una corona antes de que ciñera tus sienes rubias, de la misma manera que en una carta a tu madre la Archiduquesa Sofía le mentiste al decirle desde Milán que si no hubiera sido por tus principios religiosos ya habrías abandonado el gobierno de las provincias lombardovénetas: porque más que Dios y la Iglesia y la religión te importaba entonces seguir aferrado con las uñas a ese andrajo del Imperio Austríaco que nos dio tu hermano como un hueso arrojado a los perros, y por eso ni Dios ni la Iglesia ni tus súbditos de Lombardovéneto te perdonarán jamás, como tampoco nunca perdonarán los italianos y los húngaros al Príncipe que en Nápoles se condolió de los prisioneros de ropas escarlata cargados con pesadas cadenas que reparaban las murallas de la fortaleza, y que en Gibraltar se conmovió con los presos a quienes los ingleses obligaban a cargar unas enormes bolas de hierro y a caminar con ellas y ponerlas en el suelo y levantarlas de nuevo para colocarlas donde estaban, y que cuando el General Haynau sofocó a los rebeldes húngaros del cuarenta y nueve, y cuando los soldados de Austria masacraron a los mártires de Belfiore, no dijo esta boca es mía porque entonces el Príncipe estaba, estabas tú, Maximiliano, más interesado en enviar corsages de flores a las condesas y en hacer cabriolas con un semental Lipizzaner en la Escuela Española de Equitación de Viena, que en el hambre de libertad de los pueblos sojuzgados por los Habsburgo. Pero fuiste también muchas otras cosas, y se lo tengo que decir al mundo. Te lo tengo que decir a ti. En tu celda del Convento de las Teresitas leíste la Historia de Italia de César Cantú y el Romancero de Heine: fuiste Maximiliano el ilustrado. Maximiliano el comprensivo porque le perdonaste al Padre Fischer que tuviera varios hijos naturales desperdigados por el mundo. Y porque planeaste enviar al Príncipe Salm Salm a los Estados Unidos con un millón de dólares para comprar el reconocimiento de los americanos, fuiste, Maximiliano, Maximiliano el iluso. Fuiste Maximiliano el orgulloso porque rechazaste la oferta del Coronel López de esconderte en la casa del Señor Rubio. Maximiliano el hipócrita porque le pediste a Salm Salm que te matara si estabas en peligro de caer preso, y sabías que el príncipe jamás se atrevería a hacerlo. Maximiliano el filósofo que unos años antes escribiste en tu lista de aforismos que quien no tiene miedo a la muerte ha avanzado mucho en el arte de vivir, y Maximiliano el artista, en el arte de vivir, que el dieciséis de junio de mil ochocientos sesenta y siete, exclamaste que morir era más fácil de lo que imaginabas, y que durante el sitio y en lo más granado de los intercambios de fuego y de pie en las trincheras con tu catalejo de marinero y como desde lo alto de un castillo de proa, exploraste todo el horizonte a la redonda, Maximiliano el heroico. Maximiliano el ingenuo que, ya preso, te divertías enviando al Príncipe Salm Salm mensajes escondidos en mendrugos de pan, en tanto recibías del capellán militar Aguirre otros mensajes ocultos en cigarrillos, y de nuevo Maximiliano el mentiroso porque le escribías al prefecto de Miramar para contarle que no tenías a tu lado «sino mexicanos», y te olvidabas de la existencia de Salm Salm y Basch, del mayor de caballería Malburg, de los oficiales Swoboda y Fürstenwärther, del Mayor Pitner y el Capitán Curié, del Mayor Görwitz, del Teniente de Artillería Hans, del Conde Patcha y del General Morett, de Tüdös, de Grill, Schaffer, Günner, Khevenhüller, Hammerstein y Wickenburg. Fuiste también Maximiliano el deportista porque jugabas boliche y billar en el Casino de Querétaro. Maximiliano el afortunado a quien las señoras de Querétaro le llevaron a la prisión tanta ropa blanca como jamás, dijiste, habías tenido en toda tu vida. Maximiliano el desprendido porque llenabas de moneditas de cobre y plata las manos de las mendigas que te acosaban frente al casino de la ciudad, y que no eran otras que las mujeres de tus propios soldados. Maximiliano el romántico porque a tu llegada a Querétaro instalaste una oficina secreta en una cueva escondida al pie del Cerro de las Campanas, de la que salió huyendo una pareja de enamorados, espantada. Maximiliano el paciente porque jugabas también dominó con tus oficiales nada más que para complacerlos, porque el dominó te aburría soberanamente. Maximiliano de nuevo el magnánimo porque rompiste en pedazos una lista con los nombres de los oficiales de tu ejército que planeaban desertar o traicionarte durante el sitio. Maximiliano el agradecido porque condecoraste a Inés Salm Salm con la Orden de San Carlos que sin embargo no pudiste darle, ya que no la tenías en Querétaro pero que, Maximiliano el atento, se la describiste a la princesa caballista: una pequeña cruz de esmalte blanco, adentro verde, que dice Humilitas en el anverso y San Carlos en el reverso y se cuelga con un listón carmesí. Maximiliano, por último, el cultivado, porque al General Castillo le hablabas del fino aguamanil del templo queretano de Santa Rosa, y a Blasio de las gárgolas con cabeza de medusa de La Casa de los Perros, y al General Méndez y con los ojos cerrados, Maximiliano el memorioso, le describiste Querétaro y sus alrededores: al norte San Gregorio y San Pablo, abajo la Cuesta China y la Cañada, atrás el Cimatario, hacia el confín occidental el Cerro de las Campanas. ¿Cómo es posible, dime, Max, que los mexicanos no recuerden todo lo que fuiste, cómo es posible que en México no se hayan dado cuenta de lo noble y generoso que eras? ¿Cuándo antes en ese país de salvajes un gobernante se había preocupado tanto como lo hiciste tú por las artes y las letras y la gloria de sus héroes? ¿Cuándo nadie había amado tanto como yo a esos indios miserables de los que hasta Juárez se olvidó? ¿Cuándo antes esa gente había tenido un Emperador de ojos azules como el cielo que por ellos sufriera hambres y fiebres y disenterías y estuviera dispuesto a verter su sangre, a dar su vida, como lo hiciste, por ellos, por su libertad y su soberanía, por la grandeza de esa su Patria a la que hiciste tuya? ¿Cuándo jamás habían soñado los mexicanos que tendrían una Reina por cuyas venas corría la sangre de San Luis Rey, el monarca católico más íntegro de la historia, jefe de dos cruzadas contra los infieles, y la sangre de los Borbones de Francia y los Borbones de España y los Borbones de Italia, la misma que corrió por las venas de Luis Trece y Enrique Cuarto de Francia, de Felipe Igualdad el fundador de la monarquía basada en la voluntad del pueblo, del Duque de Orleáns el ilustrado que fue asesinado por Juan Sin Miedo, del poeta Carlos de Orleáns que fue prisionero de los ingleses tras la Batalla de Azincourt, cuándo, dime se imaginaron que por las venas de esa Emperatriz de piel blanca como el loto hincada en la tierra para colocar las primeras piedras de sus escuelas corría la misma sangre que corrió por las venas de Isabel Farnese y del Rey Sol, de Eleanora de Aquitania, de María Teresa de Austria y de Blanca de Castilla? ¿Cuándo, dime, supieron los mexicanos que cuando me casé contigo tenía yo una inmensa fortuna de más de dos millones ochocientos mil francos en valores belgas y americanos, ingleses, prusianos, franceses y rusos, y que de Bruselas me llevé a Miramar veintitrés collares y entre ellos uno que valía más de doscientos mil francos, treinta y cuatro brazaletes y entre ellos uno que tenía, rodeado de brillantes, el retrato de mi padre Leopoldo, el sabio Rey de Bélgica del que Napoleón el Grande dijo en la Isla de Santa Elena que era el oficial más apuesto que jamás hubiera pisado las Tullerías, además de cincuenta y un broches y once anillos y trescientas sesenta blusas, setenta y dos gorros de dormir, setenta y siete batas, ochenta y un chales, cuatrocientos ochenta pares de guantes, doscientos quince pañuelos, doscientos ochenta y ocho pares de medias y cien pares de zapatos además de un par de los zapatos que usaba yo cuando tenía cinco años y que dejé en México junto con los rubíes de Birmania y el fistol que nos dio tu hermano y nunca los volví a ver? ¿Y cuándo antes, dime, habían visto esos indios una carroza imperial y dorada recorriendo los caminos bordeados con nopales y magueyes, cuándo a uno de sus presidentes o dictadores lo pintaron Velázquez o Tiziano, cuándo esos bandidos muertos de hambre habían tenido como jefe a un Mariscal de Francia con un bicornio de plumas blancas, cuándo esos desgraciados, dime, habían visto a un húsar cortando cocos con el mismo sable con el que había cortado las cabezas de los turcos, cuándo habían siquiera imaginado lo que era el fausto, el esplendor de un Imperio europeo, cuándo, dime, habían tenido un gran chambelán de la corte, un Kapellmeister, cien dragones de la Emperatriz, cuándo jamás habían visto a un lacayo con librea de terciopelo púrpura comprando chichicuilotes en el mercado de Santa Anita, cuándo se imaginaron, dime, que el Príncipe que en el Lombardovéneto saneó las lagunas de Venecia y desecó los pantanos para combatir la malaria, amplió los paseos de Milán, construyó una nueva plaza entre la Scala y el Palacio Marino, restauró la Biblioteca Ambrosiana, irrigó con las aguas del Ledra las llanuras de Frioul, cuándo, dime, soñaron que ese mismo Príncipe: Maximiliano el sabio, Maximiliano el liberal, Maximiliano el mecenas, Maximiliano el heredero del Sacro Imperio Romano, Maximiliano el descendiente de la dinastía más grande y más importante de la historia, porque si fueron cuatro los monarcas que tuvieron los Borbones de Nápoles y cuatro los Hohenstaufens, cinco los Bonaparte, seis los Tudor, siete los Borbones de Francia, nueve los Hohenzollern, diez los Estuardo y diez los Borbones de España, once los Hannover-Windsor, doce los Saboya, trece los Valois, catorce los Plantagenet, quince los Braganza y quince los Capeto y dieciocho los Romanov, fue la Casa de Austria, la Casa de Habsburgo, tu casa, Maximiliano, la única que le dio al mundo veintiséis monarcas, y de ellos veintidós emperadores y cuatro soberanos de la rama española de los Habsburgo además de cuatro reinas a Europa, cuándo se dieron cuenta, te decía, los mexicanos, que uno de esos emperadores era el mismo que tenían allí, el mismo Emperador de barba dorada acostado en una hamaca bajo la sombra encendida de los flamboyanes en flor que bebía toda la tarde vino de Jerez y vino del Rhin en copas de cristal de Bohemia, Maximiliano el sibarita, y comía en vajillas de Limoges, Maximiliano el elegante, y paseaba, del brazo del Comodoro Maury, bajo los candelabros que mandaste traer de Venecia, y contemplaba los tapices colgados en la sala de música del Castillo de Chapultepec que ilustraban las fábulas de La Fontaine, y meditaba, Maximiliano el pensador, sentado en una silla Luis Quince, junto a los vitrales de Ceres y Pomona, Flora y Diana que ordenaste se hicieran para bañar los corredores del castillo con la luz de las leyendas griegas, cuándo, dime, se dieron cuenta que uno de esos emperadores Habsburgo fue el mismo que por las noches tocaba a las puertas de las panaderías de la ciudad de México, Maximiliano el incógnito, el mismo que cruzó a caballo y con el agua hasta la cintura, el Río Jamapa, Maximiliano el audaz, el mismo que en la cumbre de la Pirámide del Sol se propuso ser el nuevo Justiniano, el nuevo Solón de América, Maximiliano el ambicioso? Ay, Maximiliano: a veces pienso que jamás perdonaré a los mexicanos.

Fuiste, también, Maximiliano el fracasado, porque soñaste con ser otro Maximiliano Primero de Habsburgo, otro José Segundo de Austria. Pero José Segundo abolió la esclavitud y colonizó Galicia, tú intentaste restaurar la esclavitud en México y ni siquiera pudiste agregar el territorio de Belice a tu Imperio, y Maximiliano Primero reconquistó los territorios húngaros que la Casa de Austria había perdido, con la plata de las minas tirolesas. ¿Pero tú qué hiciste, dime, con la plata de México sino llenar los bolsillos y las barrigas del ejército francés, llenar sus fusiles con pólvora, sus cañones con balas para que con ellas mataran a los mexicanos? Fuiste, por eso, un traidor a tu nueva Patria. Y por eso, México jamás te perdonará. Por eso, también, México siempre te despreciará. Fuiste, eres, Maximiliano el despreciado, el olvidado: el Archiduque Carlos y el Príncipe Eugenio de Saboya quedaron eternizados, caballeros en sus caballos de bronce, en la Plaza de los Héroes del Hofburgo: pero tú no estás allí, Maximiliano, porque el Archiduque Carlos venció a las fuerzas de Napoleón en Aspern y Eugenio de Saboya aniquiló en Zenta al ejército turco de Mustafá Segundo pero tú no ganaste la Batalla de México y eso, Maximiliano, jamás te lo perdonarán tus propios compatriotas, los austríacos.

Por todo eso, Maximiliano, ahora sé que la transparencia y la pureza no me bastarán para escribir, de nuevo, tu historia, y que estoy condenada a vivir y morir así, con las entrañas vueltas llamas. Lo supe desde el momento en que comenzó a endurecerse y empañarse el espejo de agua en el que me contemplaba. Lo supe cuando el agua en la que flotaba, entre dos aguas, comenzó a contaminarse con líquidos inmundos, a enrojecerse. Cuando me di cuenta de que tendría que escribir tu historia y la mía, al menos por ahora, al menos por los años o los días, por los minutos que me resten de vida, con ese líquido corrupto que me corre por las venas. Con el mismo con el que manché el lomo del caballito de madera de mi prima Minette, con el mismo que mi madre me juró que era azul e inmaculado, y que yo descubrí que era un líquido negro y bastardo, turbio: con mi sangre. También con la tuya. También con la de otros. El otro día vino el mensajero disfrazado de Benito Juárez y tenía, en las manos, la tapa de un cráneo que rebosaba de sangre. Era la sangre, me dijo, de todos los mexicanos que habían muerto durante la Intervención y el Imperio. Me dijo que si los mexicanos habían tapizado con una alfombra roja el camino que va desde el Palacio Nacional al Altar Mayor de la Catedral el día en que tú y yo fuimos, a pie, a dar gracias al Señor, me dijo el indio que con los cuerpos de todos mis mexicanos muertos por los soldados franceses, por los cazadores de África, por los legionarios y las contraguerrillas de Tamaulipas, con la sangre que derramaron los voluntarios austríacos y belgas, con los brazos y las piernas que perdieron los mexicanos en Puebla y en Tampico, con las orejas que les cortaron los soldados del batallón egipcio, con los que fusilaron y ahorcaron después de que firmaste el Decreto del Dos de Octubre, podríamos cubrir, cien veces, el mismo camino. Y me dijo más el indio: me dijo que aunque a ti tuvieron que embalsamarte dos veces, al fin y al cabo regresaste a tu país, a tu tierra, relleno de perfumes egipcios y bajo las alas de un ángel y que allí donde estás, en Viena, y para que vayan a venerarlos los descendientes de los mexicanos que te llevaron a México, allí están tus huesos, completos, pero dónde, me preguntó Juárez, y te lo pregunto yo a ti, ¿dónde están los huesos de los soldados zacapoaxtlas que quedaron sepultados en el lodo de los llanos de Puebla, dónde los huesos de los guerrilleros que el Coronel Du Pin arrojó a las aguas del Tamesí con una piedra amarrada al cuello, dónde los de aquellos que fueron fusilados en la ciudad de México y arrojados a la fosa común del Cementerio de Campo Florido, dónde los de aquellos cuyos cadáveres fueron devorados por los tiburones de la Bahía de Guaymas? Y entonces, Maximiliano, me quité la ropa. Me desnudé, Maximiliano, delante de Juárez, pero no para entregarme a él, sino para escribir, con mi piel y sobre mi piel y con la sangre de ellos y de México, nuestra historia. Humedecí, en la sangre, el dedo cordial y con él me dibujé una cruz en la frente. Con él me dibujé un círculo en el vientre. Con él, y con la sangre de los mexicanos derramada en la Batalla de Santa Gertrudis, en la Batalla de Pinoteca y en la Batalla de San Lorenzo, en las costas de Tamaulipas, en el sitio de Querétaro, en los desiertos de Sinaloa, en la Calle de los Locos de Puebla, bajo las patas de los caballos, devorados por los perros, de tifo y de gangrena, de sed y con el cráneo destrozado, en los despeñaderos de Hidalgo, en la Batalla de Calleja: con esa sangre, Maximiliano, me tatué todo el cuerpo, y es allí, en mi piel, donde todo quedó escrito y no en las hojas, en las miles de hojas en blanco que arranqué de mis cuadernos, y desperdigué en mis habitaciones, y que apilé después y volví a desperdigar, para de nuevo angustiarme porque no he podido contar tu historia, para alegrarme de nuevo porque, después de todo, me ha sido dada la oportunidad de comenzar, una vez más, desde el principio. Ay, Maximiliano, a veces pienso que con las hojas del cuaderno donde escribiste tus aforismos y las reglas de conducta que debías seguir toda tu vida y con las páginas de la Biblia que te presentaron en Miramar Monseñor Rechich y el Abate Gómez para que sobre ella prestaras juramento como soberano de tu nueva patria y con las páginas de tu libro secreto, con las memorias de tus viajes por Albania y Argelia y Sudamérica, con el Pacto de Familia en el que renunciaste a todos tus derechos sobre el trono de los Habsburgo, con las cartas que le escribió la mujer de Kuhacsevich a la mujer de Radonetz para quejarse que en la corte mexicana la tenía que hacer de todo: de mayordoma mayor y señora de compañía, de lectora y secretaria, de palafrenera, camarera, lechera, moza de cuadra, y con las cartas del Coronel Loizillon y de Bazaine y de la Condesa de Kollonitz, con las que te envió Santa Anna de la Isla de Saint Thomas ofreciéndote su adhesión al Imperio y con las que le enviaste tú a la Baronesa Binzer para hablarle de los encantos de los Jardines Borda, y con los interminables informes que te mandó Fischer desde el Vaticano, con todo eso, Maximiliano, se podría alfombrar, y con los discursos al Senado mexicano que escribías primero en alemán para que los tradujeran al latín, y con los menús de los banquetes de la corte mexicana que enviabas a Europa para que allí se dieran cuenta de lo bien que agasajabas a tus invitados imperiales, y con las cartas de Eloin en las que te decía que todo el mundo en Viena lamentaba que nuestro Max estuviera tan lejos y con las que tú le escribías a Eloin para decirle que todo iba bien en México gracias a la inercia de Bazaine y al abandono de Francia, y con las cartas donde le contabas al Conde Hadik que habías ordenado que se sembraran quinientos noventa fresnos en la ciudad de México y que de tu propia bolsa había salido la suma necesaria para el cuidado de un ejemplar casi único del árbol de manitas que crecía en el jardín interior del Palacio Nacional y que tanto había sido admirado por Humboldt y Bompland, y con las cartas de mi padre Leopoldo en las que nos aconsejaba que no perdiéramos el afecto de los indios, con la Memoria de Pierron en la que te comparaba a Pepe Botella el Rey de España, con las cartas que escribió Leonardo Márquez desde el Palacio Casta-el-Woska de El Cairo, con las cartas de adiós que escribiste en Orizaba al pueblo y tus ministros cuando un día querías irte de México y al día siguiente quedarte, y con los edictos que firmaste para estimular la cría de perlas y la cría de sanguijuelas, con las páginas de los libros de Blanchot y de Niox, de Détroyat y Hans, de Blasio y el Doctor Basch, y con las hojas del Diario Oficial del Imperio donde publicaban las noticias de los triunfos militares de Douay y Castagny y las relaciones de los Lunes de la Emperatriz, y con las quinientas hojas del Ceremonial de la Corte, con todo eso, Maximiliano, y con los mil y un folios de tu juicio y tu sentencia se podría alfombrar el camino de Viena a Querétaro, desde tu cuarto azul con la alondra disecada del Palacio de Schönbrunn, hasta tu celda del Convento de las Teresitas, desde la puerta de las águilas doradas del Hofburgo, hasta los adobes sucios del paredón improvisado en el Cerro de las Campanas un día antes de tu fusilamiento. Pero no alcanzarían, Maximiliano, para cubrir nuestra deshonra y mi desdicha.

Porque al fin y al cabo, dime: ¿de qué te sirvieron todas las riquezas de México? ¿De qué todas sus maderas preciosas si acabaste en una caja de pino que te quedó corta, de qué si con las vigas de cedro del Palacio Nacional no hiciste una horca para Bazaine o un patíbulo para Escobedo, de qué te sirvió, dime, toda la plata de las minas de Sonora si no pudiste comprar con ella a tus carceleros y tus verdugos? Con todos los escorpiones de México se podría alfombrar, Maximiliano, el Palacio de Saint Cloud, pero la piel de todas sus serpientes no alcanzaría para vestir a los traidores, a los que te abandonaron, a Napoleón el Pequeño, a Hidalgo y Esnaurrízar, a Márquez y a López y a tantos otros, Maximiliano, que huyeron como las ratas del barco que se hunde, a tu propia madre que te dijo que te quedaras en México, que no quería que regresaras a Austria jamás. Y con las medallas y las condecoraciones, ay, Max, mi querido, inocente Max, ¿a quién sino a ti pudo habérsele ocurrido arrojar medallas al aire como quien arroja margaritas a los puercos, como arrojaste monedas a la turba de mendigos que exhibían sus heridas y sus muñones en la Calle de los Puentes Rojos de Nápoles y a los muchachos de la Isla de Madeira que nadaban alrededor de tu barco y a los léperos y los pordioseros mexicanos cuando llevaste a bautizar al hijo de tu compadre? Ay, Maximiliano, con todas las medallas y las bandas y cruces que diste en México se podría hoy cubrir tu sepulcro, quedarías enterrado bajo una pirámide de oro y plata y bronce y seda. Pero dime, Max: ¿por qué no condecoraste con el gran collar de la Orden del Crimen al Coronel Platón Sánchez? ¿Por qué no le otorgaste la Orden de la Cobardía al Barón Lago y a todos los otros cónsules europeos que se salieron corriendo de Querétaro? ¿Por qué no nombraste a tu hermano Francisco José gran maestre de la Orden de la Perfidia? ¿Por qué, dime, no condecoraste con la Orden de la Misericordia a Juárez, para ver si te perdonaba la vida? Y tú, Max, querido Max, tú que cuando eras niño con papeles de colores y recortes de oropel y listones y borlas y flecos de cortinas jugabas a las condecoraciones y hacías que tu hermano Luis Carlos te nombrara, en la Sala Napoleón de Schönbrunn, Gran Maestre de las Órdenes de la Corona de Hierro y del Águila Roja, del Vellocino de Oro, y en el cuarto de los espejos donde tocaba Mozart de niño Caballero de la Orden del Baño y de la Orden de Felipe el Magnánimo, y a la sombra de las estatuas de los jardines, de Eurídice y Jasón, de Aníbal, Comandante de la Orden de la Estrella Polar, escúchame: tengo aquí, conmigo, la Orden de San Olaf, con la cruz maltesa en oro y el león noruego que me trajo Haakon Séptimo para que te la lleve a México. Tengo aquí el gran collar de la Orden de Carlos Tercero, con la flor de lis dorada de la Casa de Borbón, que me dio Alfonso Trece para que te la cuelgue del cuello la próxima vez que te vea. Tengo también la Orden de San Huberto de Baviera que me envió tu primo Luis para que te la pongas en tu próximo cumpleaños, y la Orden de la Jarretera que me mandó mi prima Victoria, la Orden de Leopoldo de Bélgica que te quiere dar mi papá Leopich y la Orden de la Cruz del Sur de Brasil que quiere Pedro que te pongas en el aniversario de su Imperio. Tengo también para ti la Orden de la Estrella del Congo que me envió mi hermano Leopoldo, y la Orden de Nichan-el-Anouar con la que te quiere condecorar el Presidente Poincaré el día de tu santo, y la Orden de San Serafín con las tres coronas de Suecia y los tres clavos de la cruz de Cristo que te quiere dar Óscar Segundo, y la Orden de San Gregorio que Pío Décimo me pidió que te llevara a México como regalo de Día de Reyes. Pero no te voy a dar nada. Porque tú, Maximiliano, dime: ¿por qué cuando te abandonó en México el ejército francés y en lugar de dejártelos a ti Bazaine tiró a las aguas del Canal de la Viga los millones de cartuchos que se agregaron a las piedras y yerbas del fondo y a las joyas perdidas del tesoro del Emperador Cuauhtémoc y a los ídolos y las figurillas, a las ofrendas que arrojaban los indios para calmar las iras del dios Tláloc y pedirle que no inundara de nuevo la ciudad azteca, por qué cuando en Orizaba te enteraste que los republicanos habían saqueado tu adorada Quinta Borda de Cuernavaca, y cuando camino a Querétaro tropezó tu caballo Orispelo y un corneta cayó herido a tus pies, por qué cuando ya en la Ciudad Levítica las fuerzas de Escobedo cerraron el cerco de la ratonera y cuando los cazadores de Galeana remataban con sus sables a los soldados imperiales que habían quedado tendidos en el Llano de Carretas, y cuando la victoria del Cimatario se transformó no sólo en una derrota sino en un fracaso total porque todo el mundo sabía que después del Cimatario tu Imperio estaba condenado a desaparecer, por qué, dime, cuando un cañonazo derribó a la Diosa de la Libertad de Querétaro, y cuando con tus generales comías mulas maceradas en vinagre y ofrecías un dólar por cada bala en buenas condiciones y el aire de Querétaro estaba envenenado con el olor a la carne achicharrada de las piras de los muertos a quienes no había tiempo de enterrar y con las tufaradas de la gangrena, y cuando casi cada día te encontrabas colgado de un árbol el cadáver de uno de tus hombres y cuando tuviste que transformar el casino de la ciudad en hospital de los amputados y cuando aún tenías fuerzas de imaginar, Maximiliano el optimista, que Juárez te perdonaría la vida y ya preso en las Teresitas le dictaste a Blasio el horario de cada día de la vida de retiro que tendrías en Lacroma y donde todo estaba previsto desde el desayuno hasta la partida de billar y el oporto, la lectura del Dante y de los diarios, el chocolate y los cigarros, todo menos unos minutos de amor para mí seguramente porque creías que yo viviría lejos, encerrada para siempre en un manicomio, y por qué, dime, cuando aún tenías los ánimos, Maximiliano el humorista, la inocencia de darle un nombre en latín a esas inmundas chinches del Convento de las Teresitas que te succionaban y devoraban cada noche como te devoraron todos en México aprovechándose de tu inocencia y de tu bondad, Maximiliano el inocente, Maximiliano el bondadoso, de tu altruismo, Maximiliano el altruista: porque te devoró Almonte, te devoró el padre Agustín Fischer, te devoraron Gutiérrez Estrada y Napoleón Tercero, te devoraron los moscos, la disentería, el clero, la traición, te devoró tu propia desidia, Maximiliano el desidioso, te devoró la humedad de las tierras calientes, te devoró el fuego de las tierras templadas, y a mí sólo me dejaron tus sombras: las cuencas de tus ojos rellenas de granizo negro, tu piel negra y escamosa y unas cuantas hebras quebradizas de tu cabello rubio, por qué, dime, cuando ya sabías que Márquez jamás volvería a Querétaro para cumplir la promesa de regresar con su caballería y sorprender a Escobedo por la retaguardia, por qué cuando en La Cruz te enteraste que había allí un árbol único en el mundo, un huizache cuyas espinas tenían la forma perfecta de una cruz y prefiguraban tu martirio, por qué cuando nuestro compadre López al que tú escogiste para la Guardia de la Emperatriz porque siempre te gustó rodearte de personas bellas: creías que a un rostro bello correspondía por fuerza un alma bella, por qué cuando nuestro compadre el del cabello rubio y los ojos azules entregó el convento en la madrugada del catorce de mayo de mil ochocientos sesenta y siete, por qué dime, cuando supiste que apenas abandonaste tu habitación de La Cruz los republicanos entraron a saquearla, por qué cuando en el Convento de las Teresitas le hiciste notar al Doctor Basch que uno de tus guardias se divertía con un muñeco vestido con levita azul, pantalones rojos y una corona en la cabeza y cuyo rostro era una especie de máscara movible bajo la cual aparecía una calavera, y que prefiguraba tu muerte y el escarnio que de ella harían los mexicanos, por qué cuando te hicieron pasar una noche en la tumba, como le dijiste a Basch, porque te encerraron en la cripta del Convento de los Capuchinos de Querétaro que te hizo recordar tu viaje a Palermo el día en que un fraile capuchino te guió hasta otra cripta cuya puerta estaba adornada con calaveras y en cuyo interior contemplaste con horror una serie de cuerpos secos y esqueletos a medio pelar, algunos todavía con mechones de pelo en el cráneo que estaban recostados en posturas grotescas en los nichos abiertos que cubrían los muros, hincados, en cuclillas, de pie, calaveras con gorros de dormir ribeteados de holanes que te veían desde sus ojos sin fondo, que te sonreían con sus bocas descarnadas, momias vestidas con camisones de encajes, con levitas, que te extendían la mano y que prefiguraron, los dos: tu viaje a Palermo y esa noche en Querétaro, tu destino final, porque al fin y al cabo cuando llegaras a Viena te iban a guardar, como a todos los otros emperadores y príncipes del Sacro Imperio Romano y de la rama austríaca de la Casa de los Habsburgo, ya muerto y embalsamado por los siglos de los siglos en la cripta de la capilla imperial de los Capuchinos, aunque habrás de saber, mi pobre Max, que hasta en la muerte tus hermanos austríacos te negaron el título de Emperador que te correspondió en la vida, porque en la Kapusinergruft sólo los que fueron emperadores merecen un mausoleo y tú no tienes ninguno, no te elevaron, como a la Emperatriz María Teresa y su esposo Francisco de Lorena un monumento funeral rodeado de las tres virtudes teologales hechas un mar de lágrimas de mármol, y es por eso que no llora junto a tu ataúd la Fe que desde niño tuviste en tu alto destino, ni llora la Caridad que siempre prodigaste a tus servidores y tus súbditos, a tus amigos, ni llora la Esperanza que nunca te abandonó mientras estuviste, con vida, en México, por qué, dime, Maximiliano, cuando supiste que te iban a juzgar y cuando te condenaron a morir fusilado y cuando te enteraste que Juárez te negaba el perdón y lo seguiría negando así lo solicitaran por ti todas las amazonas arrodilladas del mundo y las testas coronadas de todo el universo, por qué en la mañana en que te fusilaron, cuando te vestiste y para que absorbieran tu sangre y no dieras un triste espectáculo te metiste bajo la camisa una docena de pañuelos, en un gesto parecido al de tu admirado Carlos Primero de Inglaterra que en la mañana helada en que le cortaron la cabeza se puso varias camisas para no temblar de frío y que el pueblo pensara que temblaba de miedo, por qué cuando estabas ya frente al pelotón y pediste que no se derramara más sangre en México después de la tuya y la de tus dos generales, por qué, dime, Maximiliano, después de que gritaste Viva México y unos segundos antes de la descarga, y por tonto y por débil, por crédulo, por cándido, por confiado, por arrogante y holgazán, por temerario y por falso, por imbécil, dime, por qué no te condecoraste tú mismo con el gran collar de la Orden Suprema del Gran Pendejo?

Dicen que estoy loca porque rompí todos los espejos de Miramar y de Bouchout: no puedo, no me atrevo a ver el rostro que alguna vez le sonrió a Napoleón el Pequeño, los ojos que algún día se iluminaron con las promesas de Gutiérrez Estrada. Con esos ojos miré a mi madre con adoración, pero con los mismos ojos contemplé y codicié tu cuerpo desnudo: no quiero verlos de nuevo en un espejo, no quiero que ellos vean mi boca. Con esta boca besé los pies de las ancianas el Jueves Santo, y con ella bebí de las pilas bautismales de todos los templos de Venecia y recibí en la tumba de San Pedro la sagrada hostia de manos de Pío Noveno, pero con esta misma boca maldije al Papa y a la Iglesia mil veces. Me he cubierto la cabeza con un gorro negro porque no quiero, nunca más, ver mi cabello en un espejo, no quiero tocarlo. Éste es el mismo cabello que acarició mi padre, pero también el mismo que el Coronel Van Der Smissen cubrió de besos. Me he puesto unas orejeras de terciopelo negro: con estas orejas escuché, de tus labios, tus juramentos de amor, pero con ellas, también, los insultos de los mexicanos. No quiero verlas nunca más en el espejo. No quiero tocarlas. No quiero, siquiera, que escuchen mi propia voz. Me he puesto, también, unos guantes negros: con estas manos bordé unas pantuflas para mi padre Leopoldo, pero nunca puse en ellas, jamás, una sola flor sobre su sepulcro. Con estas manos, también, sostuve los libros de Frayssinous, y con ellas bordé en un cojín el Cordero de Dios, y en otro la Santa Eucaristía y en otro más el Cáliz de la Ultima Cena, pero con estas mismas manos acaricié tu pecho alfombrado de vellos rubios, y acaricié el vello de tu sexo. Me he vendado el cuerpo entero con trapos negros: no soporto la vista de los pechos que ensalivaron tú y Van Der Smissen, no puedo, no quiero ver el vientre que guardó al General Weygand, los muslos que apretaron tu cintura y que se abrieron para recibir el miembro de Van Der Smissen y para parir el fruto de mi lujuria, no quiero ver los pies que tanto me han sangrado en el largo, eterno camino que he recorrido desde que salí de Europa y regresé a ella, y que se abrasaron, Max, con la arena ardiente de todos los desiertos de México y sangraron con las espinas de todos sus cactos y sus espinos. Dicen que estoy loca porque me paso semanas y semanas en mi cuarto sin salir de mi lecho y me tapo el rostro con las sábanas, y porque he ordenado que cubran las ventanas con cortinas de terciopelo negro y he ordenado que me vistan y me bañen a oscuras, que a oscuras me den mis alimentos y a oscuras me dejen hacer mis necesidades: no puedo ver al mundo, ni quiero que el mundo me vea a mí. Cuando nos despedimos para siempre, Max, en el aire perfumado de Ayotla, las muchachas del pueblo me obsequiaron una corona y un cetro hechos con luciérnagas vivas prendidas con alfileres: con esa corona y ese cetro se podría iluminar la sala más grande de las Tullerías, pero no alcanzarían, Maximiliano, para alumbrar mi soledad y mi vergüenza.

Inventaron el teléfono, Maximiliano, y ordené que tendieran una línea secreta de mi recámara al Salón de los Edecanes. Otra de mi recámara al Salón de las Excelencias. Otra más del Salón de los Grandes Chambelanes a la oficina de Napoleón Tercero en Saint Cloud y a la Capilla de la Emperatriz Eugenia en Fontainebleau. Otra más del Palacio Nacional de México al Vaticano. Otra del Castillo de Chapultepec a los Jardines Borda. Otra más de mi carroza a la diligencia de Benito Juárez. Ah, si supieras, Maximiliano, lo divertido que es hablar todo el tiempo por teléfono. A Eugenia la insulto cada mañana y le recuerdo que su bisabuelo era un marchante de vinos escocés. A Napoleón Tercero le recuerdo que lo llaman Arlequín el Grande. Me dicen que estoy loca, Maximiliano, y que parezco una niña, porque tengo un teléfono invisible y con él hablo con los muertos y con los vivos. Tendieron una línea de mi cama a las nubes, para que yo hable con los pájaros y con la lluvia. Tendieron otra de mi mesa de noche al lecho del Adriático para que hable yo con los peces y con los marineros ahogados. Tendí otra del Gartenhaus de Miramar a Neully para pedirle a mi abuelo Luis Felipe que me guarde todos los dedales de eucalipto que se encuentre en los jardines del castillo. A mi papá le hablé a Bruselas para contarle que le voy a regalar un álbum forrado de terciopelo rojo donde yo misma he pegado las fotografías de todos los tipos mexicanos: el aguador y el emulador de sillas, el afilador, el ropavejero, y le dije además que le encargué a Gees el escultor que hiciera un busto de él y otro de mi madre María Luisa que voy a poner a los pies de mi cama para que sea lo primero que vea yo cuando me despierto. A mi abuela María Amelia le hablé a Claremont para decirle que estaba muy equivocada, que no nos mataron a los dos en México, sino sólo a ti, y que yo estoy viva, más viva que ella y todos los demás. Dicen que estoy loca porque recorro con mis damas de compañía el foso de Bouchout en un lanchón y desde allí hablo contigo y te pido que no regreses, que no renuncies a tu Imperio, que ya volvieron los cisnes negros a Brujas y que ya estoy lista para regresar a México y que voy a llevar conmigo la bandera mexicana que he tenido todo este tiempo doblada entre hojas de lavanda. Dicen que estoy loca porque te pido también que te cuides, que te quiero encontrar vivo y por eso te suplico que cuando vayas a Tenerife no comas piedras preciosas y cuando vuelvas a la Scala no tomes té de la China ni comas almejas vivas, Maximiliano, porque te quieren envenenar: con el jugo de un coyol, con aguacates de Tecozautla, con el agua espumosa de los manantiales de Tehuacán. Dicen que estoy loca porque hablo por teléfono con el Papa. Porque le hablé al Presidente Lincoln para pedirle que nos ayudara. Y porque hablo con Benito Juárez y le recuerdo que es un indio, que a los trece años sólo hablaba zapoteca, que tocaba la flauta entre los carrizales de la Laguna Encantada, que lo expulsaron de Oaxaca y después de México, que fue un huérfano, que lo llamaban El Mico disfrazado de Napoleón, que estuvo preso en San Juan de Ulúa, que se puso a torcer tabaco en Nueva Orleáns, que se pasó la vida huyendo y brincando entre la ciudad de México y San Luis Potosí, Zacatecas, La Habana, Acapulco, Chihuahua y Veracruz. Dicen que estoy loca, que parezco una niña porque aunque sé que estás muerto le pido a Juárez que no te mate, y que si te mata que no entregue tu cuerpo al Almirante Tegetthoff, que no permita que regreses derrotado a Europa sin vísceras y sin títulos, se lo pido todos los días a Juárez, se lo suplico, me arrodillo ante él, le beso las manos oscuras y ásperas, le recuerdo que fue maestro de física, que fue gobernador de Oaxaca, que es presidente de la República, que es traductor de Tácito, que estudió álgebra y filosofía, le pido que no te mate, que no te embalsame, le pido en nombre de Dios, del mismo Dios que él invocó cuando triunfó sobre el Imperio, que no entregue tu cuerpo a Viena, le suplico en nombre de La Vida de los Santos donde aprendió la gramática castellana que desde la borda de un barco mexicano lo arroje en las aguas de Veracruz, o que lo sepulte en México, le suplico a nombre de la efigie de Cristo que él acompañaba por las calles de Oaxaca rezando el Vía Crucis, que me deje cavar tu tumba con mis propias manos y mis propios dientes, que me deje morir contigo, que me mate a mí también si quiere y que nos deje a los dos pudrirnos en paz, solos y olvidados para siempre en una fosa común del Cementerio de Querétaro. Pero Juárez se niega a hablar conmigo. Me manda decir con su secretario que está ocupado escribiendo la Constitución, que se fue a San Luis, que tiene que hacer un discurso en la Cámara de Diputados, que está durmiendo la siesta, que Margarita Juárez le está haciendo el nudo de la corbata, que tiene que inventar una frase célebre. Me manda decir que se tiene que poner su uniforme de la milicia cívica para defender el istmo de Tehuantepec que los españoles quieren invadir, que está preparando su campaña de reelección, que tiene que escribir una filípica contra los masones del Rito Escocés, que va a llevar a su nietecita al parque. Me manda decir que no se acuerda de mí, que no sabe quién soy. Me manda decir que está muerto desde hace cincuenta años, que ya no es presidente ni licenciado, que ya no es indio ni es nada, que es un monumento en la alameda de la ciudad de México y una estatua en cada pueblo de la República, el nombre de cien avenidas y el de mil calles en mil aldeas, el nombre de una ciudad, el nombre de una dalia, me manda decir que es un montón de polvo en la Rotonda de los Hombres Ilustres.

De todos modos no se me va a escapar. Él prometió que la historia los juzgaría a los dos y tendrá que entender que si lo fuiste todo: Maximiliano el impávido, Maximiliano el digno, Maximiliano el magnánimo, el bondadoso, el sordo, el inmisericorde, el inflexible, se lo voy a recordar todos los días, se lo pediré por la memoria de su santa madre que piense que si fuiste rencoroso y ridículo, incrédulo, imprevisor, Maximiliano el ciego y el abandonado, el testarudo y el ignorante Maximiliano, le rogaré por la vida de sus hijos, Maximiliano el mediocre y el aventurero, el mentiroso, el ilustrado, el comprensivo, el iluso y el orgulloso de Maximiliano, le diré que si fuiste todo eso: el valiente, el hipócrita Maximiliano, el filósofo y artista, el heroico, el ingenuo, el deportista, le llevaré flores a su tumba, el desprendido, el romántico, el paciente, el agradecido, el atento, el cultivado Maximiliano, rezaré cada noche por su alma con tal de que se lo diga a México, Maximiliano el memorioso, el generoso, el noble, el sabio, el liberal, el mecenas, el sibarita, el elegante, para que no se le olvide y te perdone, para que comprenda que si tuviste todos los vicios y todas las virtudes y fuiste Maximiliano el justo, el ambicioso, el fracasado, el despreciado, el olvidado Maximiliano, le haré un altar y le prenderé una veladora en tu nombre, en nombre de Maximiliano el humorista, Maximiliano el inocente, el optimista, Maximiliano el altruista, el desidioso, el tonto, el débil, el crédulo, el cándido, el confiado, el arrogante, el holgazán, el soñador, el temerario, el falso, el imbécil Maximiliano, para que entienda que como casi todos los seres humanos fuiste de todo un poco muchas veces, pero no una sola cosa siempre, para siempre usurpador e impostor como te quieren los que no te quieren, o, como yo y porque tanto te quiero te quisiera, para siempre víctima y mártir.