3. Los ojos negros de Santa Úrsula

Los ojos negros de Santa Úrsula, o en otras palabras los ojos de pasta o vidrio que fueron arrancados a una imagen de tamaño natural de una Santa Úrsula del Hospital de Querétaro para colocarlos en las órbitas vacías del cadáver recién embalsamado de Fernando Maximiliano, forman parte de ese cúmulo de anécdotas y sucedidos, grotescos algunos, increíbles otros y muchos de ellos truculentos, que le otorgaron una magnitud aún más melodramática a la tragedia de Querétaro.

Sobre la veracidad de algunos de estos sucedidos no parece haber duda: era normal, cuando se embalsamaba un cadáver, sustituir sus ojos por unos ojos artificiales del mismo color. Era muy posible, por otra parte, que en una ciudad pequeña como Querétaro, no hubiera ya no digamos ojos azules —lo que era mucho esperar— sino ni siquiera ojos, pues, de pasta o vidrio para sustituir los ojos del Archiduque, así que la idea de arrancarlos de una imagen suena también plausible. Las fotografías del cadáver ya preparado de Maximiliano, lo muestran con los ojos abiertos, enormes y negros: los ojos de Santa Úrsula.

Parece estar también fuera de duda que al carpintero que hizo las tres cajas que fueron transportadas al Cerro de las Campanas —cajas de madera de pino, que costaron veinte reales cada una— no se le advirtió que Maximiliano medía un metro ochenta y cinco centímetros de estatura y que por lo mismo los pies del Emperador asomaban, en efecto, por un extremo de la caja. Según algunos autores, la caja estaba pintada de negro con una cruz en la tapa, Montgomery Hyde, quien vio la caja en el Museo de Querétaro muchos años después —su libro aparece en 1946—, afirmaba que aún tenía rastros de sangre.

Si los ojos artificiales del cadáver no fueron azules, azul fue, cuando menos, de un azul claro y límpido como la mirada del Emperador, la mañana en la que salió del Convento de las Teresitas rumbo al patíbulo. Con lo cual se le cumplió un deseo, pues manifestó que siempre había querido morir en un día tan hermoso como ése. Fue verdad también que en alguno de los malos versos que escribió cuando era un joven almirante enamorado de los sargazos y los astrolabios, de las luciérnagas gigantes de Bahía y de las adelfas que florecían en las costas del espumoso Golfo de Lepanto —tal como lo describe en sus Memorias— había expresado otro deseo que también se le cumplió: el de morir en una colina asoleada.

Por otra parte, es un poco más difícil de creer, como cuentan varios historiadores, que al llegar al lugar de la ejecución Maximiliano hubiera tenido que brincar por la ventana del coche para bajarse, ya que en caso de haberse atascado la puerta, pudo salir por la otra. Sin embargo, el Padre Soria, en sus Memorias, nos dice que, llegados al cerro, Maximiliano trató de abrir «la portañuela» y que como no le fue posible hacerlo pronto, se salió del coche sin abrirla, «lo que me admiró porque era muy largo e iba subiendo tan aprisa por el cerro que no lo podía alcanzar». Según unos historiadores, esa mañana Maximiliano tenía puesto un sombrero de fieltro blanco. Pero Soria afirma que el sombrero, que Maximiliano arrojó al asiento del coche antes de bajar diciendo: «¡Ah, esto ya no sirve!», era «de color morado oscuro, de felpa y copa baja». También es verdad que Soria —a quien se describe como un indio otomí, bajito, moreno y tímido, de carácter dulce— estuvo a punto de desvanecerse en el lugar de la ejecución y que el propio Maximiliano sacó de un bolsillo de su levita un frasquito de plata con sales inglesas y lo dio a oler al sacerdote, el cual, en sus Memorias, describe como «álkali» el contenido de dicho frasco, y agrega que el Emperador se lo entregó después, junto con el crucifijo y el rosario destinado a la Archiduquesa Sofía. El Padre Soria, que estuvo enfermo del estómago varios días tras la ejecución, dice que más adelante un alemán quiso comprarle en quinientos pesos el crucifijo, pero que se negó a venderlo.

Sí fue cierto también que el Emperador le cedió el lugar de honor, o sea el centro, al General Miramón, y que le dio a cada soldado del pelotón una onza de oro, equivalente en ese entonces a unos veinticuatro francos, y que pidió que no le dispararan al rostro. Cada una de esas monedas era un «Maximiliano» de oro, con el busto del Emperador. Después, para consolar al General Mejía, le aseguró que aquel que no era recompensado en la Tierra, recibía siempre su justo premio en el Cielo. Mejía, al parecer, era el más pálido de los tres, y se atribuye su angustia a que tenía un hijo recién nacido. Pero un poco antes, Mejía dio muestras de que no había perdido el sentido del humor: cuando Maximiliano, en el convento, escuchó una trompeta y le preguntó si ésa sería la señal de partida hacia el patíbulo, «El Negrito» contestó: «No lo sé, Su Majestad: ésta es la primera vez que me ejecutan». La mujer de Mejía, con el pequeño en los brazos, siguió al coche desde Querétaro hasta el cerro. Otro que iba tras la comitiva, fue el cocinero húngaro Tüdös, quien según Harding lloraba y gritaba en su nativa lengua magiar: «Boldog Istenem!». —¡Buen Dios!— y a quien Maximiliano al arribar al cerro y recordar que cuando estaba preso Tüdös le repetía: «Jamás se atreverán a atentar contra la vida de Su Majestad», dijo: «¿Ahora sí crees que me van a fusilar, Tüdös?». Fue también el fiel cocinero el que se arrojó sobre el cuerpo del Emperador para sofocar las llamas ya que, en efecto, el chaleco de Maximiliano —o la levita en todo caso— se incendió con el tiro de gracia. De no haber sido por Tüdös, el cuerpo del Emperador se hubiera convertido en una pira.

En esa época, como en muchas otras, no era raro el afán de comparar un martirio con el Calvario. Si el que pudo ser el padre de Maximiliano, el Duque de Reichstadt, que murió en su cama, fue descrito por Catule Mendés como «el pequeño Jesús de las Tullerías que se transformó en el Cristo de Schönbrunn», es fácil comprender lo que provocó en la imaginación popular el fusilamiento de un Príncipe europeo ante cuyo retrato los indios mexicanos solían persignarse. A esto contribuyó el General Mejía, quien a la hora de la ejecución dijo a Maximiliano que no deseaba estar a su izquierda, porque a la izquierda del Salvador había estado, en el Gólgota, el mal ladrón. El Emperador sonrió, llamó «tontino» al General Mejía, y le dijo que él se colocaría a la izquierda del General Miramón siendo, como era, el más pecador de los tres. La propia Carlota, en uno de sus raros momentos de lucidez, y ya enterada de la muerte de Maximiliano, le escribía en enero de 1868 a la Condesa d’Hulst: «En verdad, me es difícil imaginar un fin más noble y más cristiano. Podría compararlo al sacrificio ofrecido en el Calvario». Y bueno: cristiana fue, sí, la muerte de Maximiliano en Querétaro, y noble sin duda no sólo por su increíble entereza y su maravilloso estado de ánimo que no flaqueó en ningún momento, sino también por sus últimas palabras que, aunque ingenuas e incluso chabacanas, contribuyeron a dignificar sus últimos momentos. En efecto, el Emperador hizo un breve discurso segundos antes de la descarga, y la mayor parte de los cronistas e historiadores coinciden al menos en la parte final del mismo: «Voy a morir por una causa justa: la causa de la Independencia y la Libertad de México. Ojalá que mi sangre ponga término a las desdichas de mi nueva Patria. ¡Viva México!». Mejía, dicen, murmuró unas palabras y Miramón pidió que no se le considerara como traidor. Sin embargo, algo más que «¡Viva México!» dijo Maximiliano antes de morir, ya que los testigos oculares del drama del cerro afirman que después de la descarga, y cuando yacía en el suelo, el Emperador dijo en español: «¡Hombre, hombre!», en tanto que con una mano, crispada, arrancaba él mismo un botón de su levita. Desde luego, ésa no fue la misma levita con la cual se vistió al cadáver ya embalsamado, y que se describe como una casaca azul con botones dorados. El atuendo del cuerpo se completó con unos pantalones negros, botas militares, corbata negra y guantes de cabritilla negros también.

Fue verdad también que Maximiliano rehusó la venda para los ojos y que antes de la descarga se apartó la barba con las manos, hacia los lados, para señalarse el corazón, aunque este gesto, como lo indica el novelista Juan A. Mateos, tuvo quizás también el objeto de evitar que la barba se incendiara. En sus «Recuerdos de México», el Doctor Samuel Basen indica que el General Díaz de León había ya dado órdenes de que no se apuntara a la cabeza del Emperador, sino sólo al pecho, y que los soldados hicieron fuego a una distancia muy corta, de tal manera, dice Basch, que en la autopsia no se halló ninguna de las seis balas que atravesaron el cuerpo. «Las tres heridas del pecho», continúa Basch a quien citamos literalmente, traducción original de Peredo, 1870, «eran mortales por esencia: la primera bala atravesó el corazón de derecha a izquierda; la segunda, al atravesar el ventrículo, hirió los vasos gruesos; la tercera, por fin, atravesó el pulmón derecho. La naturaleza de estas tres heridas induce, pues, a creer que la lucha del Emperador con la muerte fue brevísima, y que aquellos movimientos de la mano, que una cruel fantasía interpretó como orden de repetir los tiros, no fueron sino movimientos meramente convulsivos…». Los médicos mexicanos, sin embargo, dijeron haber hallado una bala incrustada en la espina dorsal de Maximiliano y Félix Salm Salm, en sus Memorias, opina que quizás era aquella que le dispararon al corazón cuando estaba ya en el suelo. Por otra parte, es necesario recordar que Basch no asistió a la ejecución, y que no podía afirmar con certeza si Maximiliano había requerido o no un tiro de gracia. Bertha Harding dice que una bala había rozado y lastimado una ceja y la sien del Emperador, pero de ello no quedó constancia en la máscara mortuoria que, con yeso de París, hizo el Doctor Licea.

Pocos, en realidad, fueron los testigos presenciales de la tragedia del Cerro de las Campanas, ya que se impidió que el pueblo asistiera a la ejecución. El famoso cuadro de Manet que ilustra el fusilamiento, es sólo una alegoría: no hubo, tras los condenados, una barda por encima de la cual asomaran las cabezas de la gente, ni Maximiliano tenía el sombrero puesto, ni estaba en el centro, ni los soldados eran tan bien plantados y tan uniformes en su estatura como quiso imaginarlos el pintor francés o como lo hubiera deseado el propio Maximiliano: los ocho hombres, incluido el oficial que dio las órdenes, eran de todos los colores, fachas y tamaños. Aparte del cuadro de Manet, en el Salón de 1868 de París abundaron las pinturas más absurdas sobre el fusilamiento de Maximiliano ya que los artistas dieron rienda suelta a su imaginación. Toda esta iconografía se agregó a aquellos cuadros y telas mejor documentados sobre la Intervención y el Imperio, a cargo de artistas como Jean Adolphe Beaucé, Félix Philippoteaux, Charles Dominique Lahalle y otros muchos, que a su vez se añadieron a los documentos gráficos sobre la Guerra de los Pasteles del 38 y la toma de San Juan de Ulúa, así como al material fotográfico. También en esta época, todos aquellos europeos o americanos que habían pasado por México —si no todos, una gran parte— publicaron sus Memorias. No sólo los ya mencionados como Basch, Hans y el matrimonio Salm Salm y Van Der Smissen, sino como Frederick Hall, un abogado americano que llegó a Querétaro ya caído Maximiliano, Sara York Stevenson, una americana que vivió en la capital durante el Imperio, y la Condesa de Kollonitz que viajó con Carlota a México. A esto se agregó la obra de Du Barail, Gaulot, Blanchot, Niox, Détroyat y muchos otros: la bibliografía de la aventura de Maximiliano y Carlota en México y de la intervención francesa, es infinita. Por su parte, el Emperador Francisco José ordenó que se concluyera lo más pronto posible la edición de las Memorias —y con ellas de los aforismos— de su hermano, que pronto fueron traducidas a otros idiomas y publicadas. Las Memorias de Maximiliano, sin embargo, fueron interrumpidas y nunca continuadas antes de su viaje a México. Su lectura revela un espíritu refinado y culto, con un agudo sentido de observación. Pero también los arraigados prejuicios raciales del Archiduque, y en especial el desprecio profundo que sentía por los negros.

Algo más se encuentra uno en estas Memorias, y es la mezcla de repulsión y fascinación que Maximiliano experimentaba ante las operaciones relacionadas con el embalsamiento de cadáveres. Así, en Santa Úrsula, Tenerife —Santa Úrsula tenía que ser—, cuando le enseñaron las momias de cuatro reyes guanches envueltas en pieles de cabra, Maximiliano recuerda, con un escalofrío, las horribles figuras de los Frati secchi de Parma, y se refiere a la sustancia empleada para embalsamarlos: una combinación de agua salada y sangre de dragón. Cuenta luego cómo embalsamaban a los muertos en Las Canarias: los lavaban varias veces con yerbas aromáticas, los abrían con cuchillos hechos con una especie de obsidiana y, tras sacar las vísceras, los rellenaban con yerbas y serrín y los dejaban secar al sol. Esta morbosidad se transformó en un gesto más de valor —o extravagancia—, en Maximiliano, cuando —según nos dicen— él mismo decidió dictar los procedimientos que se debían seguir para embalsamar su cuerpo, y trató sobre los detalles con el General Escobedo. En esto, alguien señaló que Maximiliano actuó en forma parecida a su ilustre antecesora, la Emperatriz María Teresa, quien en sus últimas horas se deleitó planeando la construcción de un hermoso sepulcro rococó. Aunque vale la pena recordar que otro de los antecesores de Maximiliano, el famoso Emperador Carlos V de Alemania y I de España, ya retirado en el Monasterio de los Jerónimos de Yuste, solía contemplar el ataúd destinado a contener, tarde o temprano, sus restos mortales.

Bertha Harding dice que, no habiendo encontrado nafta en Querétaro, los médicos decidieron inyectarle al cadáver cloruro de zinc, aunque uno de los doctores europeos que se encontraba en la ciudad dijo que, debido a las perforaciones hechas por las balas en las regiones torácica y abdominal, no fue posible embalsamar el cuerpo de Maximiliano por medio de inyecciones. En su lugar se empleó el método egipcio, indica Masseras, quien no da más detalles del proceso, aunque podemos suponer que el propio Emperador lo conocía y lo hubiera aprobado. Durante el proceso de embalsamiento abundaron, al parecer, los episodios grotescos y truculentos. Maximiliano, por lo pronto, fue trasquilado en unos minutos, y los mechones y bucles de pelo dorado fueron vendidos como souvenirs. El responsable fue el doctor mexicano Licea, quien personalmente le metió tijera al Archiduque, aunque sin duda después de hacer la máscara mortuoria, que aparece con la barba completa tal como se la puede ver en el Maximilian von México Museum, de Hardegg. Licea, según nos dicen, cuando tomó el escalpelo e hizo el primer corte en la piel de Maximiliano, exclamó: «Qué placer lavarse las manos con la sangre de un Emperador». Algunos autores afirman que por su parte el Coronel Palacios señaló el cadáver y dijo: «He aquí la obra de Francia». Más tarde, se le colocó al Archiduque una barba postiza. Vale la pena recordar que esta clase de vandalismo —en lo que al pelo y la barba de Maximiliano se refiere— tenía numerosos antecedentes en la historia. E. M. Oddie, en la biografía del Duque de Reichstadt, dice que unos cuantos minutos después de su muerte, el pobre Rey de Roma estaba totalmente pelado y los mechones de sus también rubios cabellos, repartidos en sendos relicarios. Más siniestro, al parecer, fue el destino del corazón de Maximiliano —el corazón que, según sus deseos, expresados cuando pensaba que Carlota estaba muerta, debía ser enterrado en el mismo sepulcro de la Emperatriz de México— y que se supone que, tras haber sido abandonado todo un día en una banca de la capilla, según Hyde, fue cortado en pedazos y éstos colocados en frasquitos con alcohol o formol para ser vendidos también. El Príncipe Salm Salm, por ejemplo, afirma que el Doctor Licea le envió uno de estos pedazos, en un frasco, y una de las balas que habían atravesado el cuerpo de Maximiliano. Su mujer Inés, por su parte, nos dice en su «Diario» que el mismo Doctor Licea, un hombre de «aspecto repugnante» se presentó a verla poco después de la ejecución para ofrecerle en venta «los vestidos del Emperador y otras reliquias», y que, como obsequio, le dio «una parte de las barbas de Su Majestad y la faja de seda colorada empapada en su sangre». Licea quería treinta mil pesos por los souvenirs y la princesa le preguntó si estaba también en su poder la máscara mortuoria del Archiduque, a lo cual Licea le contestó que sí, pero que sobre ella tenía ya una oferta de quince mil pesos. La princesa acudió días después a la casa del Doctor Licea acompañada de un testigo, el Coronel Gagern, y el médico le mostró la máscara. Inés Salm Salm consultó al Almirante Tegetthoff, quien le dijo que habría que adquirir esos objetos y quemarlos, porque «no serían un regalo muy propio para la madre afligida» —esto es, la madre de Maximiliano.

Inés Salm Salm nos cuenta que, a continuación, visitó a Juárez y denunció a Licea. Juárez se indignó y más adelante Licea fue llevado a los tribunales y sentenciado a dos años de cárcel.

Nunca se supo qué pasó con los ojos azules, los ojos verdaderos de Maximiliano, pero en lo que se refiere al destino de sus vísceras y entre ellas los intestinos y el estómago con el vino, el pollo —o la carne— y el pan a medio digerir, según Montgomery Hyde fueron a parar a la cloaca mezclados con tanino y hiel.

La mala suerte de todos siguió persiguiendo a Maximiliano más allá de su muerte: por alguna razón, el embalsamamiento no sirvió y, cuando el cuerpo fue trasladado de Querétaro a la capital para ser depositado en la capilla del Hospital de San Andrés, se presentaron signos de descomposición, entre los cuales los más obvios eran el mal olor y el oscurecimiento de la piel. El gobierno de la República ordenó que se hiciera un segundo embalsamiento. Fue necesario, entonces, drenar los líquidos y bálsamos que contenía el cuerpo, para lo cual se le desnudó, se le bañó con una solución de arsénico, se le hicieron nuevas incisiones en las arterias y venas indicadas, se le ataron los brazos al costado y se le colgó de los pies de la cadena de una lámpara que descendía del centro mismo de la cúpula de la Capilla de San Andrés. Siete días estuvo así, colgado de cabeza, como una aparición, el cuerpo ennegrecido y nauseabundo del Príncipe al que alguien llamó «lindo juguete de las cortes europeas». Siete días con sus siete noches, bañado por la luz de las antorchas o por los rayos del sol que se descolgaban por las ventanas de la capilla para cubrirlo con una gloria luminosa y polvorienta. Abajo del cuerpo se colocó una vasija para recoger allí los líquidos que escurrían del cuerpo. Pero al parecer, y por las manchas observadas en las losas del piso por algunos visitantes, el recipiente era más pequeño de lo requerido. El nuevo féretro, una caja de madera de granadillo con una cruz grabada en bajorrelieve en la tapa, y forrada en su interior con madera de cedro, sustituyó al primer ataúd en el que se transportó a Maximiliano de Querétaro a la ciudad de México, y que consistía en una caja de madera forrada de zinc por dentro y con terciopelo negro por fuera, con dos tapas: la interior formada de tres cristales unidos entre sí y —según las palabras de Basch— «llevando el del medio una M dorada». Las monjas carmelitas proporcionaron un cojín para la cabeza del Emperador, de terciopelo negro con cenefas y campanillas doradas, y un grupo de damas piadosas un manto, también de terciopelo negro, con encajes de hilo de oro.

Otros informes, sin embargo, hacen pensar que después de todo, el cuerpo de Maximiliano sí llegó a Viena, si no con sus vísceras intactas, al menos completas. En 1885, el gobierno mexicano imprimió un pequeño libro titulado «Juárez y César Cantú», en el cual se refutaron algunas de «las acusaciones preferidas» del historiador italiano contra Benito Juárez. En este libro aparece un informe, fechado el 11 de noviembre de 1867 y dirigido a los secretarios de Relaciones Exteriores y del Interior de México, por los doctores Rafael Montano, Ignacio Alvarado y Agustín Andrade, encargados del segundo embalsamamiento del Archiduque. En dicho informe, los médicos dicen haber colocado el cuerpo en una mesa de disecciones Gaudl llevada a la Capilla de San Andrés y efectuado allí las operaciones necesarias para lograr una preservación adecuada. Agregan que las vísceras fueron encontradas en dos cajas de plomo, y que de allí fueron sacadas y puestas en un líquido destinado también a conservarlas mientras se continuaba el embalsamiento. El informe no indica en qué estado se encontraban las vísceras al llegar a la ciudad de México, pero sí que los médicos decidieron después reintegrarlas a sus cavidades naturales «rellenadas con hilas bañadas con el polvo recomendado por Souberain», y a continuación, y por un orificio que hicieron en el cráneo del Archiduque, introdujeron los pedazos, de diversos tamaños, en los cuales había sido cortado el cerebro, así como el cerebelo, la protuberancia y una sección de la médula oblonga. De la misma manera, los médicos colocaron en el abdomen y en el tórax el corazón, los pulmones, el esófago, la aorta torácica, el hígado, el estómago, los intestinos, el bazo y los riñones. Enseguida, se vendó el cuerpo con lienzo fino, barnizado y con una capa de gutapercha, y se procedió a vestirlo con la ropa —dice el informe— «proporcionada por Mr. Davidson», a excepción de dos prendas interiores que hubo necesidad de comprar, ya que no figuraban en el vestuario que estaba en posesión del tal Mister Davidson. Los médicos dicen haber quemado en el Cementerio de Santa Paula todos los objetos empleados en el rembalsamamiento, junto con los ataúdes, vendas y ropas procedentes de Querétaro, y señalan que todas estas operaciones se efectuaron en presencia del inspector de la policía —al que se entregó oficialmente el cadáver en su nuevo féretro— y de otros funcionarios del gobierno. Por cierto, el Doctor Basch se refiere en sus «Recuerdos de México» a otra parte de la ropa de Maximiliano —quizás la que usaba en Querétaro— que dice haber entregado al secretario de la legión austríaca, el Señor Schmidt, quien la llevó a Europa.

Se sabe que los instrumentos empleados habían sido trasladados a la capilla tras haber pedido a las Hermanas de San Andrés que la desocuparan y sacaran de ella al Santísimo, los vasos sagrados, las aras, los manteles y demás paramentos y objetos del culto. Es de pensarse, por lo tanto, que también fue llevada allí la mesa de disecciones Gaudl a la que se refieren los doctores. Pero al parecer el cuerpo del Archiduque fue colocado después en una larga mesa construida hacia fines del siglo XVI o principios del XVII y alrededor de la cual, en otras épocas, solía reunirse el Tribunal Mexicano de la Santa Inquisición para dictar sus fallos. Esta mesa fue adquirida más tarde por la Gran Logia del Estado de México.

Finalizado el segundo proceso de conservación del cuerpo y, según se tiene entendido antes de vestirlo de nuevo, el presidente visitó la Capilla de San Andrés. Benito Juárez se presentó a la medianoche, acompañado por su Ministro Sebastián Lerdo de Tejada. El cadáver, desnudo, estaba rodeado de hachones encendidos. Como en las fotografías que el gobierno mexicano permitió que se tomaran del cadáver del Archiduque se le muestra con los ojos abiertos, es de suponerse que también esa noche los tenía. Es decir, tenía abiertos no sus ojos, sino los ojos negros de Santa Úrsula. Las versiones sobre la visita de Juárez a la capilla y lo que allí dijo, varían poco. El dramaturgo mexicano Rodolfo Usigli, en el prólogo a su melodrama histórico «Corona de Sombra», señala el hecho de que las observaciones del presidente fueron «de carácter fisionómico y antropométrico». Esto es —dice Usigli—, la repetición de la visita de Enrique III al cadáver del Duque de Guisa, y la misma actitud: «“Es más alto muerto que vivo” —a la vez que la repetición de la frase: “El cadáver de un enemigo es siempre un espectáculo agradable”». Por lo demás, agrega el dramaturgo, «es evidente que esta falta de originalidad, que estas ligas de Juárez con el lugar común de la historia constituyen su fuerza, así como la originalidad misma de Maximiliano determina su perdición». Éstas son, desde luego, afirmaciones discutibles, pero se basan en lo que, según todas las fuentes, fue verdad, y es que el Presidente Juárez comentó lo alto que era —o en todo caso que había sido en vida— Maximiliano. Otros autores dicen que Don Benito agregó: «No tenía talento, pues aunque la frente parece espaciosa, es por la calvicie». El presidente y su ministro tomaron asiento en un banco y conversaron en voz baja durante unos treinta minutos. Al día siguiente, el cadáver fue vestido de nuevo y se autorizó a algunas personas a visitar los despojos mortales del Archiduque.

La capilla del Hospital de San Andrés ya no existe. El 19 de junio de 1868, primer aniversario de la muerte de Maximiliano, se efectuó en ella un servicio religioso en memoria del Archiduque, y el sermón corrió por cuenta del Padre Mario Cavalieri. El jesuita italiano no sólo hizo grandes elogios de Maximiliano, sino que además atacó de manera violenta a Juárez y su gobierno. Como resultado de esto, el presidente ordenó al gobernador de la ciudad de México, Juan José Baz, que demoliera la capilla. Baz, después de hablar con varios arquitectos que no se comprometieron a derribar el templo con la rapidez que deseaba el gobernador, aplicó un método de su invención. En la noche del 28 de junio llegó a la capilla seguido de un grupo de albañiles que llevaban unas vigas de madera empapadas en trementina. Los albañiles comenzaron por insertar vigas en los cuatro puntos cardinales de la base circular que sostenía la cúpula, y después ocho y dieciséis, y así hasta que toda la cúpula descansaba, de hecho, en las vigas. Entonces se les prendió fuego y, cuando se hicieron cenizas, el domo se desplomó completo. Cuando salió el sol, en el lugar de la capilla había sólo un montón de escombros. Poco después Juárez ordenó que se abriera allí una calle. Sólo en el Cerro de las Campanas se permitió, años más tarde, la construcción de un pequeño oratorio en memoria de Maximiliano, Miramón y Mejía. Dentro del oratorio —una capilla de estilo neorromano—, hay tres cruces. La de Maximiliano, hecha con madera de la fragata «Novara», fue enviada a México por el Emperador Francisco José. En la cumbre de la colina se yergue una gigantesca estatua de Benito Juárez.

El 19 de junio fue también el último día en el que apareció en la capital el «Diario del Imperio», el cual había estado publicando de manera sistemática noticias falsas. Todavía el sábado 15 de junio, el periódico afirmaba: «Próxima llegada de S. M. el Emperador, al frente de su invicto heroico ejército». El miércoles 19, y bajo el encabezado «Operaciones Militares en la Capital», decía el diario: «Ningún acontecimiento de importancia ha ocurrido hasta ahora que son las nueve de la mañana». En páginas interiores aparecía un largo artículo sobre lo sana y agradable que es como alimento la carne de caballo. Y, al pie de la última columna de la última página, un anuncio que decía: «Carro Fúnebre. Existe uno bastante decente en el Hospicio de los Pobres. Las personas que lo necesiten para conducir los cadáveres, pueden ocurrir al expresado establecimiento. También allí se encuentran velas de cera y todo lo necesario para el efecto». La ciudad de México cayó dos días después, y Márquez huyó. Algunos dicen que pasó unos días oculto en una tumba y que después salió de la ciudad disfrazado de carbonero, para ir a dar a La Habana. La entrada triunfal de Juárez en la capital tuvo lugar el 15 de julio.

Mucho criticó la prensa europea de aquel entonces —y han criticado hasta la fecha los historiadores— las negativas y dilaciones de Juárez para entregar el cadáver de Maximiliano. Pero una parte de la culpa la tuvieron el gobierno austríaco y su representante el Almirante Tegetthoff, quien en los primeros días de septiembre del 67 se encontraba ya en la ciudad de México. El almirante manifestó que su misión no era oficial y que se limitaba a cumplir un encargo privado de la señora madre del Archiduque, y de su hermano Su Majestad el Emperador de Austria. Tegetthoff agregó que no traía consigo ningún documento o carta, ya que había recibido el encargo verbalmente. Benito Juárez, ante la ausencia de una petición formal por escrito, ya fuera del gobierno de Austria o de la familia de Maximiliano, se negó a entregar el cadáver. Con anterioridad, tanto el Barón Magnus como el Doctor Basch habían solicitado también el cuerpo, con los mismos resultados. Tegetthoff no tuvo más remedio que cablegrafiar a Viena para pedir que se enviara a México la solicitud. A principios de noviembre se recibió al fin la comunicación respectiva, firmada por el canciller austríaco Barón Von Beust. El gobierno mexicano entregó entonces los restos del Archiduque, con los cuales partió rumbo a Veracruz el almirante el 9 del mismo mes, acompañado entre otros por Basch y Tüdös, y bajo la custodia de trescientos dragones. La fragata «Novara» esperaba a Maximiliano, y en el camarote que reproducía su despacho de Miramar se instaló la capilla ardiente. Cuando la «Novara» salió de aguas mexicanas, se dispararon ciento un cañonazos. Era el 28 de noviembre de 1867. La «Novara» llegó a Trieste en la tercera semana de enero del 68, ancló en las azules aguas del Adriático, y el cuerpo fue transportado a tierra en un lanchón que, según lo describe José Luis Blasio, estaba cubierto por terciopelo negro y en el centro había un catafalco donde descansaba el ataúd a la sombra de un ángel con las alas abiertas que llevaba una corona de laurel. El féretro iba cubierto con la bandera de guerra austríaca. Ese mismo día, un tren especial transportó los restos mortales a Viena. Nevaba en la ciudad capital del Imperio Austríaco. La Archiduquesa Sofía esperó los restos a las puertas del Hofburgo. Cuando llegaron, contempló el rostro embalsamado de su hijo entre la nieve y el cristal de la tapa, y se arrojó después sobre el ataúd, a llorar. Era el 18 de enero. Los restos de Maximiliano permanecieron durante un día en la capilla del palacio, iluminados por doscientas velas colocadas en candelabros de plata. Cientos de vieneses acudieron a la capilla para rendirle un último homenaje. Con la sola excepción de Blasio, ninguno de los mexicanos que se encontraban en Europa y que tanto le debían a Maximiliano, estuvo presente en los funerales. Fue el caso de Almonte, Hidalgo, Francisco Arrangóiz, José Fernández Ramírez y Velázquez de León entre otros. Gutiérrez Estrada, el viejo hacendado yucateco, muerto en marzo de 1867, se salvó de contemplar el derrumbe del Imperio Mexicano y con él, el de su sueño más caro. El cuerpo de Maximiliano fue trasladado luego a la Capilla de los Capuchinos. De acuerdo a la tradición, el fraile que guardaba la entrada a la cripta preguntaría el nombre del difunto. Se le respondería agregando, al nombre, todos los títulos: el de Emperador de México, y aquellos de los que alguna vez lo había despojado el Pacto de Familia: Archiduque de Austria, Conde de Habsburgo, Príncipe de Lorena. El capuchino repetiría su pregunta, y la respuesta sería la misma. Una vez más, la tercera, el guarda de la cripta pediría el nombre del difunto, y la respuesta, entonces, se limitaría a proporcionar los nombres de pila: «Fernando Maximiliano José, Siervo del Señor», sin mencionar los títulos: sólo así se abrirían las puertas de la cripta y de la gloria. El féretro de Maximiliano fue colocado junto a los restos mortales del Duque de Reichstadt, el Rey de Roma. Tras los funerales, una comisión se encargó de la identificación oficial del cuerpo, y en el documento correspondiente certificó haber encontrado «un cadáver embalsamado y en buen estado de conservación, que los infrascritos han reconocido ser el de S. M. el difunto Emperador de México Fernando Maximiliano». Volvió a cerrarse el féretro y la llave fue entregada por el intendente del palacio al secretario para que fuera depositada en el Tesoro de la Corona. Sobre la tapa del ataúd quedó un ramo de siemprevivas secas atadas a una hoja de palma, que le había sido entregado a Maximiliano por los nativos del pueblo de Xocotitlán, junto a un mensaje escrito en lengua náhuatl: «Nomahuistililoni tlahtocatziné, nican tiquimopielia moicnomasehualconetzihuan, ca san ye ohualahque o mitzmotlahpalhuilitzinoto. Ihuan ka tiquimomachtis ca huel senca techyolpaquimo…». («Honorable Emperador nuestro, he aquí a tus humildes hijos, estos indios que han venido a saludarte…»). La noticia de la ejecución en el Cerro de las Campanas llegó en efecto a París el día del reparto de premios a los participantes de la Exposición Internacional de 1867, contenida en un inmenso palacio elíptico levantado en el Campo de Marte, sobre una superficie que se extendía desde la Escuela Militar hasta la orilla del Sena, y donde cuarenta y dos mil doscientos treinta y siete expositores procedentes de todos los rincones de la Tierra, exhibían en pabellones, tiendas, kioskos y puestos, todas las maravillas, materias primas, mercancías, productos y artilugios hasta entonces descubiertos o inventados. La mala nueva le fue comunicada a Luis Napoleón y Eugenia en la mañana, pero el emperador decidió no hacerla pública hasta después de la ceremonia. «Los principios de la moral y la justicia son los únicos —había dicho Luis Napoleón al inaugurar la exposición— que pueden consolidar los tronos, elevar a los pueblos y ennoblecer a la humanidad. Francia —agregó el emperador— estaba orgullosa de mostrarse a los ojos del mundo tal como era: grande, próspera y libre, laboriosa y tranquila, y llena siempre de generosas ideas». Dieciséis años atrás, al transformarse en emperador, Luis Napoleón había dicho: «L’Empire, c’est la paix» —el Imperio, es la paz—. Pero desde Magenta y Solferino, una serie interminable de guerras y guerritas, intervenciones y expediciones punitivas que culminó con los desastres de Metz y Sedán, demostraría que el reinado de Luis Napoleón tenía que ver más con la espada que con la paz: «L’Empire, c’est l’épée» —el Imperio, es la espada—, había afirmado una publicación alemana. Sin embargo, Francia ya no era la misma, dijo Napoleón III en su discurso, no era «esa Francia antaño tan inquieta, que había logrado arrojar la agitación más allá de sus fronteras». El emperador, desde luego, no mencionó los nombres de los países a los que Francia había exportado esa turbulencia en nombre de la civilización, como Indochina, Argelia o México, y que en la Exposición Internacional de París estaban representados entre otras cosas y respectivamente por cajas de sándalo de Battambang, ónix de Ain-Sefra y una reproducción a escala del templo de Xochicalco en cuya cúspide, tal como indicaba la guía de la exposición, los antiguos mexicanos sacrificaban al sol víctimas propiciatorias sacándoles el corazón humeante con un cuchillo de obsidiana.

La ceremonia se llevó a cabo tal y como estaba planeada: la familia imperial llegó al Campo de Marte en una carroza dorada del Museo de Trianón, Luis Napoleón vestido de civil y Eugenia de blanco con una tiara de brillantes, y el Príncipe Lulú se encargó de repartir los premios principales. Se notó, sin embargo, la ausencia del Conde y la Condesa de Flandes y el retiro súbito, aunque discreto, a la mitad de la ceremonia, del Embajador de Austria en París, el Príncipe Richard Metternich.

Prevista la ejecución de Maximiliano hacía tiempo, lo que más preocupaba ahora a Luis Napoleón era la reacción en Viena. Pero al telegrama de condolencia que envió a la corte austríaca, el Emperador Francisco José contestó con frases amables. Esto fue un gran alivio para Napoleón y Eugenia, y puso en evidencia una realidad política: ni Francia ni Austria querían, en esos momentos, que nada perturbara sus relaciones. Se planeó entonces que los emperadores franceses viajaran a Viena para dar el pésame a la familia de Maximiliano. La Archiduquesa Sofía, sin embargo, dijo que no estaba en condiciones de verlos, y Eugenia, que temía ser objeto de manifestaciones hostiles en Viena, propuso que se efectuara una reunión en Salzburgo, Francisco José aceptó. Era un día de claro sol, el 18 de agosto de 1867, nos dice Corti en la última página de su libro. Eugenia apareció en la toilette más sencilla, «esforzándose como cuenta Von Beust», nos dice Corti, «en “borrarse” ante la deslumbradora belleza de la Emperatriz Elisabeth». Napoleón, por su parte, se mostró alegre y saludable, o al menos temporalmente. «En los primeros momentos», nos dice el Conde Corti, «se habló de Maximiliano y del dolor producido por su muerte. Pero pronto los asuntos políticos relegaron a un segundó plano el doloroso recuerdo». Hablaron entonces de Alemania, de Creta, y desde luego de la eterna crisis de Oriente, «el avispero balcánico». Unos días más tarde, Georges Clemenceau dirigía a una amiga suya en Nueva York una carta que se haría célebre por el juicio implacable, rabioso, que en ella hacía de Maximiliano y Carlota el político francés: «Aquellos a los que él quería matar, lo han matado, me alegro infinito», decía «El Tigre», «Su mujer está loca: nada más justo… fue la ambición de esa mujer la que empujó a ese imbécil…».

A Carlota no se le comunicó la muerte de Maximiliano hasta enero del 68, durante uno de sus poco frecuentes momentos de lucidez. Pero antes la trasladaron a Bruselas y mientras tanto se prohibió que los empleados de Miramar se pusieran de luto. A principios de julio del 68 la reina belga María Enriqueta, acompañada de la Condesa Marie d’Yve de Bavay, del Coronel Goffinet, del Barón Prisse y del Doctor Bulkens, director del Manicomio de Gheel, partió rumbo a Trieste. La reina se encontró a una Carlota desconocida, asombrosamente delgada y pálida y con una mirada casi sin expresión. La partida camino a Bruselas se fijó para el 29 de julio y dicen que la mañana de ese día Carlota, en la terraza del castillo, contempló por última vez las azules aguas del Adriático y murmuró, refiriéndose a su esposo: «Lo esperaré sesenta años…».

Carlota fue alojada primero en Laeken y poco después fue trasladada al Castillo o Quinta de Terveuren. Carlota preguntaba con frecuencia si Maximiliano había llegado ya a Europa, y durante varios meses se le dijo que el Almanaque Gotha no había aparecido. María Enriqueta logró después que se editaran unos cuantos ejemplares del célebre catálogo de la nobleza europea, de los cuales se suprimió la referencia a la muerte de Maximiliano en Querétaro. Pero al fin la familia real belga decidió que no podía ocultársele ya más lo sucedido a la Emperatriz, y comisionó al antiguo encargado de negocios en México, Frederic Hoorickx, para que hablara con Carlota. Cuando Hoorickx terminó su relación, Carlota se levantó, salió del Château de Terveuren y corrió al jardín dando gritos desgarradores.

Es muy probable que nunca se sepa si Carlota dio o no a luz a un hijo durante su estancia en el Gartenhaus de Miramar, pero no podrá descartarse por completo que así haya ocurrido y que ese niño, cuyo padre sería el Coronel Van Der Smissen, se llamara Maxime Weygand. De hecho los historiadores modernos consideran esta posibilidad en serio cuando hablan del célebre general francés nacido en Bruselas, de padres desconocidos, educado como un príncipe y graduado en el prestigioso Colegio Militar de Saint Cyr y quien, entre otras cosas, fue jefe de Estado Mayor del Mariscal Foch durante la Primera Guerra Mundial y en 1920 reorganizó el ejército polaco y combatió al lado de Pildsudski contra los bolcheviques.

Que Weygand se llamara así porque, como algunos afirmaban, había nacido «camino de Gante: Way-Gand», es, sin duda otra de las variadas fantasías que existen sobre su origen, y en todo caso, una de las más inocentes. Pero… ¿por qué se le dio como nombre de pila uno tan parecido a Maximiliano: Maxime, si su padre no era el Archiduque? Entre lo poco que se conoce fue que el doctor y partero belga Louis Laussédat declaró que el 21 de enero de 1867 había nacido en Bruselas, en el número cincuenta y nueve del Boulevard de Waterloo, un niño de padres desconocidos. Castelot señala un vínculo entre Laussédat y la familia real belga, ya que, nos dice, fue un sobrino de ese médico, el también Doctor Henri Laussédat, quien se responsabilizó del cuidado de Leopoldo II durante sus últimos años.

Castelot agrega que Weygand fue criado por un tal David de León Cohén, quien más tarde «lo hizo reconocer por su propio contador», un francés de nombre François Joseph Weygand, y que fue ese «reconocimiento» lo que le permitió a Weygand ingresar al Colegio Militar de Saint Cyr. El hijo de Weygand cuenta por su parte que su padre recibió, al morir Carlota, varias comunicaciones que decían: «Tu madre ha muerto». Pero Weygand no respondió a ninguna, y no asistió tampoco a los funerales de la Emperatriz. Castelot agrega que el Barón Auguste Goffinet, gran maestre de la Emperatriz Carlota y administrador de la fortuna privada de Leopoldo II, adquirió en 1904 la casa donde se supone nació Weygand, y que se transformó más adelante en la «Taverne Waterloo». Por último en «Maximilien et Charlotte du Mexique», André Castelot cita a Albert Duchesne quien cuenta que la hija de uno de los médicos de Carlota aseguraba que siempre que el General Weygand iba a Bruselas, visitaba el Castillo de Bouchout y cenaba a veces con el propio Barón Goffinet. Algunos descendientes del que fuera subsecretario de la marina de Maximiliano, Léonce Détroyat, que era uno de los funcionarios favoritos de Carlota, dijeron que éste había sido el padre del hijo de la Emperatriz, pero la verdad es que el parecido entre Van Der Smissen y Weygand es «alucinante» como ha sido, con razón calificado: puestas, una al lado de la otra y tal como aparecen en el libro de Castelot una fotografía del comandante belga a los cincuenta y tantos años —Musée de la Dynastie, Bruxelles— y una de Weygand cuando alcanzó más o menos la misma edad —Roger Viollet—, no puede quedar la menor duda de que, si bien no se sabrá nunca si Weygand fue o no hijo de Carlota, se puede en cambio tener la certeza de que sí lo fue de Van Der Smissen: parecen, las fotografías, las de dos hermanos gemelos. Esta extraordinaria semejanza descarta asimismo la posibilidad de que Weygand haya sido un bastardo de Leopoldo II —como también se dijo— quien por otra parte nunca trató de ocultar a ninguno de sus varios hijos naturales.

Al puro folklore, en cambio, al folklore cockney de los mercados ingleses, pertenecen las pretensiones de un vendedor de pescado de Londres, llamado William Brightwell, quien en 1922 declaró a la prensa británica que era hijo de Carlota, que su nombre verdadero era «Rudolph Franz Maximilian Hapsburg», y que había venido al mundo la noche que la Emperatriz de México había pasado en el Vaticano. Durante varios años, el Señor Brightwell insistió en sus alegatos. Entre otras cosas, dice Richard O’Connor en «The Cactus Throne», reclamaba una parte de ciertas reliquias y joyas de Carlota y Maximiliano que se supone se perdieron en el naufragio de un barco en el que eran transportadas por partidarios de Porfirio Díaz que huían de México en 1911. Harding, sobre este episodio, dice que el barco crucero «Mérida» se fue a pique en el Cabo Hatteras —en las costas de Carolina del Norte— tras haber sido embestido por el vapor «Admiral Farragut» de la United Fruit Company, y que con él se hundieron unas valiosas joyas que en el siglo XVI se había robado de un templo birmano un aventurero Habsburgo, el Conde Herrmann, y con ellas se perdieron unas preciosas esmeraldas que pertenecían al Templo de Quetzalcóatl. Sobre el paradero de estas joyas birmanas existe otra versión, en el libro «Jewels of Romance and Renown», en el cual la autora, Mary Abbot, dice que Carlota llevó a México unos rubíes que pasaron a poder de la familia del revolucionario mexicano Francisco Madero, y que fueron enviadas más tarde a Europa, pero que el barco que las llevaba naufragó en la Bahía de Chesapeake.

En lo que se refiere al hijo que, según dicen, Maximiliano tuvo de Concepción Sedano, varios autores afirman que fue llevado a París también, donde creció. Cierto o no, el caso es que un hombre que dijo llamarse Julio Sedano y Leguizano, que se daba aires de gran señor y que usaba la barba larga y al estilo de Maximiliano —aunque en su caso la barba era negra: no tenían ningún parecido físico con el Emperador— se hizo notar en los círculos parisinos por insistir en que era hijo de Fernando Maximiliano de Habsburgo y de su amante de Cuernavaca, Concepción. Si nunca se supo a ciencia cierta de dónde venía Sedano, sí, en cambio, se conoce muy bien cómo acabó. Durante la Primera Guerra Mundial, fue contratado por los alemanes cuando se encontraba en Barcelona, sin un centavo, para espiar en su favor. H. Montgomery Hyde nos dice que, de regreso a París, la tarea de Sedano consistía en enviar información militar escrita con tinta invisible en cartas con destino a un intermediario en Suiza, pero que en lugar de consignar la información entre los renglones de una carta falsa, lo hacía en hojas en blanco, lo cual despertó desde luego las sospechas de la censura francesa. Sedano, nos cuenta Hyde en «Mexican Empire», fue descubierto por la policía en los momentos en que echaba unas cartas a un buzón del Boulevard des Italiens, y arrestado. En la mañana del 10 de octubre de 1917, fue llevado de su celda, en la prisión de La Santé en París, al paredón, en Vincennes. Se tiene entendido que el oficial que comandaba el pelotón, le dijo: «Sedano y Leguizano, hijo del Emperador de México, vas a ser fusilado como traidor».

El 3 de marzo de 1879, a las cinco de la mañana, se inició el incendio que iba a reducir a cenizas el château construido por el Príncipe de Orange a comienzos del siglo XIX, en el camino a Lovaina y a la orilla del Bosque de Soignies, que el hermano de Carlota había comprado para ella al Conde de Beaufort. Se piensa que fue la propia Carlota la que pegó fuego a Terveuren, pero, como otras tantas cosas, nunca se sabrá si fue o no así. Se dice también que la Emperatriz, desde el parque de la quinta, contempló las llamas y elogió su belleza.

La familia real belga decidió entonces trasladar a Carlota al Castillo de Bouchout, situado a varios kilómetros de Laeken, y que es una verdadera fortaleza, edificada durante el siglo XII, erizada de almenas y barbacanas y rodeada por un foso habitado por cisnes y donde, en ese entonces, había una barcaza. Con el paso de los años, los períodos de lucidez de la Emperatriz fueron cada vez más escasos y breves. Dicen que en ocasiones le daba por romper espejos y vajillas, fotografías y óleos, pero que nunca tocó ninguno de los objetos o ropas que habían pertenecido a Maximiliano, ni las telas y daguerrotipos en los que aparecía, ni sus cartas y papeles.

Para Carlota, Maximiliano estaba vivo mientras estaba loca, muerto cuando por unos minutos o unas horas la abandonaba la insania. Maximiliano, así, pasaba, de ser Señor de la Tierra y Rey del Universo, como lo llamaba la Emperatriz, a ser sólo el buen pastor que había dado la vida por sus ovejas. Eran los momentos en que la servidumbre de Carlota la escuchaba hablar a solas y decir: «No hagáis caso, señor, si una desvaría: una es una tonta, y una loca… la loca nunca muere, señor, y estáis en la casa de la loca…». O tocaba el piano o el arpa, y se le oía murmurar: «Una tuvo alguna vez un esposo, señor, un esposo que era Emperador, o Rey. ¡Ah, sí, fue un gran matrimonio, señor! Y después vino la locura…». Luis Napoleón aparecía con frecuencia en sus delirios, siempre como un miserable y un canalla, y nunca la abandonó por completo la obsesión de que la querían envenenar. Jamás dejó, tampoco, de exigir el tratamiento debido a una Emperatriz, y cuentan que cuando la Archiduquesa Zita, futura Emperatriz de Austria, la visitó en Bouchout, se le dijo que tendría que hacer, en la antecámara y frente a la puerta cerrada de la habitación de Carlota, las tres reverencias de rigor… la Emperatriz de México, le adviertieron, estaría espiando por el ojo de la cerradura para que se cumpliera el protocolo. Carlota, nos dicen, llegó a ser una de las mujeres más ricas del mundo. Gene Smith cuenta a propósito que cuando el Príncipe de Ligne era el encargado de administrar la fortuna de la Emperatriz, y la visitaba en Bouchout para rendirle cuentas, Carlota invariablemente lo recibía en un salón donde había veinte sillas o más, todas alineadas, y que la Emperatriz saludaba cada silla como si en ella estuviera sentado un visitante. El Príncipe de Ligne, por otra parte, siempre tuvo la impresión de que Carlota entendía todo lo que él le comunicaba sobre el estado de sus finanzas.

Cuentan también algunos biógrafos de la Emperatriz que ésta se las arregló para conseguir un maniquí de tamaño natural, al que vistió con las ropas de Maximiliano y con el cual hablaba durante horas enteras. Y dicen que cada primero de mes, Carlota bajaba al foso de Bouchout y se subía a la barcaza. Algunos autores afirman que, cada vez que la loca repetía esa extraña ceremonia, decía en voz alta «Hoy nos vamos para México».

Varios psiquiatras modernos han ofrecido diversas explicaciones sobre la clase de locura que afectó a Carlota. Uno de ellos, interrogado por Suzanne Desternes y citado por Castelot, fue el Doctor Pierre Loo. En su opinión, Carlota presentaba ya, desde su niñez, los síntomas de su enfermedad: hipersensibilidad en relación con ciertos acontecimientos externos, accesos de desaliento y períodos de depresión, seguidos de «fases optimistas y satisfacción de sí misma». En otras palabras, una especie de ciclotimia entendida como una psicosis maniacodepresiva en la que se alternan la euforia y la melancolía. Cuando la realidad se vuelve inaceptable, agrega el Doctor Loo, sobreviene una compensación artificial caracterizada por períodos de jovialidad, «combinados con temas místicos, delirios de persecución y a veces fantasías eróticas…». ¿Paranoia? ¿Esquizofrenia? ¿O las dos cosas?

«¡Miserere mei, Deus! ¡Yo también voy a morir, ten piedad de mí, Señor!», gritaba, a veces, la loca de Bouchout.

Pero el Señor no se apiadó de Carlota sino hasta sesenta años después de que Maximiliano comenzara a ver el mundo con los ojos negros de Santa Úrsula.