Año del sesenta y siete,
presente lo tengo yo:
en la ciudad de Querétaro
nuestro Emperador murió.
Un diecinueve de junio
que el mundo nunca olvidó,
se ejecutó la sentencia
que el presidente ordenó.
Carlota estaba muy lejos
y no vio la ejecución.
Además estaba loca:
no supo lo que pasó.
Año del 67, cómo lo voy a olvidar. Si parece que nada más para eso nací, para llegar a ese año y a ese día del 19 de junio, con un fusil en la mano y una bala en el fusil. Si parece que nada más para eso me hice hereje y después soldado y aprendí a apuntar las armas y apretar el gatillo y volarle a tiros las cabezas a los santos de las iglesias. Me pregunto ahora por qué la revelación no la tuve antes, por qué el Señor no me lo dijo cuando me fui con la chinaca roja a robarle a los sanjoseses sus trapos de brocado y no sólo por obedecer las órdenes del general y para que él se diera el gusto de calentar las ancas de su caballo con gualdrapas sacrosantas y de adornar sus zapatillas de terciopelo con las perlas que yo mismo, con mis propias manos, arranqué de las tres potencias de un Jesús Nazareno, sino también porque me gustaba hacerlo, porque nada me gustaba más que desvestir vírgenes y arrancarle a los sanmiguelarcángeles sus túnicas de seda. Año del sesenta y siete, cómo lo voy a olvidar, cómo voy nunca a olvidar la ciudad de Querétaro con sus casas y sus iglesias blancas que vi por primera vez desde la punta del Cerro del Cimatario cuando llegué con las tropas del General Escobedo para iniciar el sitio. El fusil me quemaba las manos, y sentía como cosquillas en el dedo índice de tantas ganas que tenía de dispararlo para matar como moscas a esos mochos traidores a la patria, como les decía yo, para matar al Usurpador, como lo llamaba yo entonces. Y lo disparé una vez más, la última, en el Cerro de las Campanas.
Muy temprano en la mañana
despertó el Emperador,
y al padre de sus confianzas
sus pecados confesó.
Luego al salir del convento
de todos se despidió,
y dijo qué bien que muero
en un día lleno de sol.
Al Cerro de las Campanas
el cortejo se marchó.
Cuando llegó estaban
listos los hombres del pelotón.
Y si pudiera olvidar. Si me fuera posible olvidar ese año y ese día. Si por algún milagro mi memoria se pusiera en blanco, estoy seguro que mi mala conciencia me haría inventarlo todo de nuevo como se inventa una historia o un cuento, con todos los detalles exactos, y que yo mismo acabaría por creer que fue verdad, que así sucedió. Inventaría yo una mañana limpia y asoleada del mes de junio. Inventaría yo que a la hora en que me estaba levantando, al toque de Diana, el Emperador se confesaba con el Padre Soria. Que a la hora en que yo me iba tras unos magueyes a descargar el cuerpo, el Emperador, vestido con su levita negra, escuchaba misa con Miramón y Mejía en la capilla del Convento de las Teresitas. Que a la hora en que yo estaba desayunando una taza de café con un cigarro, sentado en la cureña de un cañón, el Emperador salía del convento donde había estado preso desde que lo habían juzgado como traidor a la patria y a la Constitución, y miraba al cielo, que no tenía ni una sola nube y que prometía mucho calor, y decía siempre había querido yo, Maximiliano, morir en una mañana así. Y pasaban, por arriba, unos patos verdes que graznaban. Y me convencería de que todo eso fue verdad. Los tres carros negros enviados por la Presidencia de la República que lo esperaban a él, junto con Miramón y Mejía. El cortejo que desfiló por las calles de Querétaro en silencio, a la hora en que me entregaban el arma, escoltado por un batallón de infantería y un escuadrón de caballería. El cortejo que llegaba a las goteras de la ciudad a la hora en que yo terminaba de sacarle brillo al cañón del fusil. La mujer del General Mejía que corrió, llorando, tras los carros negros, con un niño de pecho en los brazos. Inventaría yo que, a eso de las diez para las siete de esa mañana tan limpia y tan azul, el cortejo llegó a las faldas del Cerro de las Campanas y que allí estaban ya esperando los hombres que del Batallón de Nuevo León habían escogido para que los fusilaran. Inventaría que yo era uno de ellos. Inventaría yo, después, muchos años de arrastrar por el mundo un sufrimiento muy hondo.
Al coche negro en que iba
la puerta se le atoró,
y él salió por la ventana
por su propia decisión.
Como Cristo en el Calvario
parecía el Emperador.
Juárez fue el Poncio Pilatos,
y López lo traicionó.
A un lado estaba Mejía
y en el otro Miramón,
como si tuviera al lado
al bueno y al mal ladrón.
No me apunten a la cara,
les suplicó al pelotón
y a cada uno de los hombres
una moneda les dio.
Pero si entonces me dicen: ¿Y usted, señor, por qué inventa tanto? ¿A qué vienen tantas mentiras y patrañas? ¿Quién piensa usted que le va a creer que fue usted uno de los elegidos para formar el pelotón que fusiló nada menos que a Fernando Maximiliano de Habsburgo? La puerta del fiacre no se pudo abrir y Maximiliano tuvo que salir por la ventana. ¿Y a qué vienen esos cuentos de que esa moneda de onza de oro se la dio hace muchos años el mismísimo Emperador Maximiliano para que usted apuntara bien y no le hiriera la cara? Los colocaron de espaldas a un muro de adobes que había servido de trinchera republicana. ¿Y a qué vienen esos infundios? ¿De dónde saca tantas fábulas? Al Padre Soria le entregó Maximiliano su reloj de oro donde guardaba el retrato de Carlota, para que se lo llevara a la Emperatriz, que estaba loca en Miramar. ¿Y a qué horas, de qué día, de qué año vio usted a tres condenados que se arrodillaban frente a tres sacerdotes para que les dieran la absolución? A su cocinero húngaro le entregó su pañuelo. ¿Y quién cree usted que se va a tragar esas mentiras de que usted, que por tantos años fue un hereje y que tanto le gustaba arrancarle a los santos sus halos de alambre para jugar a ensartarlos en los cuellos de las botellas de aguardiente, de pronto en esa mañana del 19 de junio del 67, se encontró rezando? A su hermano el Archiduque Carlos le mandó su rosario. ¿Rezando por qué, después de tantos años de no hacerlo, desde que dice usted que era niño, antes de dejar de ser santo como su madre para comenzar a ser hereje como su padre y hacerse soldado para ir a pelear contra la religión y el clero? A su madre le mandó su escapulario. ¿A qué santos se encomendaba, a cuáles vírgenes, si dice usted que cuando dejó de estar agarrado de las faldas de su madre se fue tras las faldas de los curas, porque nada le gustaba más que alzarles las sotanas para hacerlos marchar a punta de cintarazos al compás de las tropas de la chinaca roja? Y a mí me dio esta moneda de oro, con la moneda hice una medalla, con la medalla un exvoto en forma de corazón. ¿A qué apóstoles le rezaba, a cuáles Cristos, si dice usted que desde que dejó de estar agarrado de las faldas de su madre se fue tras las faldas de las vírgenes, porque nada le gustaba más bien, y no sólo por órdenes del general, que levantarle las enaguas a las santas efigies para enseñar que si eran vírgenes era porque nunca habían tenido por dónde dejar de serlo? Y cuando me dio la moneda me dijo: no me apuntes a la cara. ¿Quién le va a creer todos esos cuentos? Si me dicen así, si me tornan así y asado. Si ponen en duda todo lo que les digo, desde el cielo azul de esa mañana hasta el fusil de percusión americano, desde el fiacre negro en que viajaba el Emperador hasta el exvoto en forma de corazón que después mandé fundir para bañar de oro esta bala que tengo en mi pistola, pues les diré que sí, que está bien, que no los voy a contradecir, que les llevaré la corriente y les diré que es verdad. Es decir, que es verdad que todo fue mentira.
Luego se volvió a la fila
y al General Miramón
por haber sido valiente
le cedió el lugar de honor.
Después descubrió su pecho
partiendo su barba en dos,
y al pueblo allí congregado
un discurso pronunció.
Que lo perdonaran,
dijo como los perdono yo.
Vine por el bien de México
y no por necia ambición.
Vine porque me llamaron
para hacerme Emperador.
Ustedes me coronaron:
yo no soy usurpador.
Sí, todo es mentira: yo, señores, no soy yo, se lo juro. Cuando nací, no nací. Mi madre no fue mi madre, se lo juro por ella. Cuando yo era un santo, no era un santo. A cambio de eso, cuando dejé de serlo, no dejé de serlo. Cuando violaba yo los templos y los altares, no los violaba. Cuando vi que Maximiliano en el Cerro de las Campanas era otro Cristo crucificado, no lo vi. Cuando comprendí que no sólo Él había elegido la hora, el día y el lugar de su sacrificio, sino que también me había elegido a mí para que lo consumara, no lo comprendí. Tuvieron que pasar muchos años. Y cuando estaba yo rezando, frente a Él, pidiéndole como ustedes dicen no sé a quién, si a ese Dios que yo había negado tantas veces o si a esas vírgenes a quienes tanto había yo ultrajado, o quizás a Él mismo, que estaba frente a mí a sólo unos pasos con la frente en alto, haciendo más azul esa mañana con sus ojos azules y partida en dos su larga barba rubia para descubrir el pecho, suplicándoles, sí, a todos los santos y los ángeles del paraíso, de rodillas en mi corazón porque mi deber de soldado era estar de pie y muy firme con el fusil americano en las manos, suplicándole a Él Maximiliano, el nuevo Cristo que llegó a México para redimir nuestros pecados, suplicándole en nombre de todas esas imágenes que partí a machetazos para que sus pies y sus manos sirvieran de leña a las fogatas de los vivaques, rogándole que esa bala de salva que siempre le ponen a uno de los fusiles del pelotón para que cada soldado pueda creer, si así lo desea, que no fue él el que mató al fusilado, pidiéndole que en mi fusil estuviera esa bala de salva para que con ella pudiera yo salvar mi alma, para que no cargara el resto de mis días con la culpa de haber dado muerte al Hijo de Dios, Maximiliano. Entonces, en esos momentos, decía, yo no estaba rezando. Porque yo no era yo.
Dijo el capitán preparen
y el Emperador sonrió:
no se derrame más sangre,
se lo suplico por Dios.
El capitán dijo apunten
y el Emperador pidió:
que yo quiero ser el último
que por la Patria murió.
Así dijo y con voz ronca
Viva México, gritó.
El capitán dijo fuego
y el pelotón disparó.
¿Quién, entonces, estaba rezando? ¿Quién decía Padre Nuestro que estás en los cielos? Mexicanos, exclamó el Emperador. ¿Santificado sea tu nombre? Quiero que todos sepan. ¿Venga a nos tu reino? Que los hombres que tienen el derecho divino a gobernar. ¿Padre Nuestro que estás en México? Nacieron para hacer el bien de los pueblos. ¿Hágase Señor tu voluntad? O para convertirse en mártires. ¿Así en la Tierra como en el Cielo? Y que yo quiero ser el último. ¿La bala, Señor, me darás la bala? Cuya sangre se vierta. ¿Santificado sea tu nombre? Así en la Patria. ¿Me darás, Señor, la bala de salva para salvar mi alma? Como en el Cerro. ¿Me escuchas, Señor? Y quiero que todos sepan. ¿El pan nuestro de cada día? La bala de salva, Señor. ¿Que les doy mi perdón? Dánoslo, Señor. ¿Y que por ello les pido? Y perdona nuestros pecados. ¿Preparen, dijo el capitán? A los mexicanos les pido. ¿En nombre de Dios Padre? Que todos me perdonen. ¿En nombre del Hijo? Así como nosotros perdonamos a nuestros enemigos. ¿Acaso escuché yo al capitán? ¿Acaso escuché la primera campanada de las siete de la mañana? Que si yo vine a México, dijo el Emperador. ¿En nombre del Espíritu Santo? Fue por el bien del país. ¿Acaso escuché yo la segunda campanada, acaso la voz del capitán que decía apunten? Y pongo a Dios por testigo. ¿La tercera? Que no vine, señores. ¿Y no nos dejes caer en tentación? Por ambiciones personales. ¿Mas líbranos, Señor? Mas líbrame, Señor, de darte muerte. ¿Quién estaba rezando así? Dame la bala de salva. ¿Quién dijo entonces Mexicanos Viva México? ¿Quién escuchó la voz del capitán que decía Fuego? Mas líbranos de qué: ¿de todo mal, Amén? ¿Quién escuchó al mismo tiempo la descarga y la séptima campanada de las siete de la mañana que se fueron rebotando de montaña en montaña, del Cerro de las Campanas a la punta del Cimatario, a las faldas del Cerro de la Cañada, a la cumbre del Cerro de San Gregorio? ¿Y quién, sobre todo, se quedó tan tranquilo, como si nada, a pesar de haber sostenido firme su fusil americano, de haber apuntado bien y con calma, de haber disparado al grito de fuego tan tranquilo como cuando comulgaba, en sus tiempos de santo, agarrado de las faldas de su madre, tan en paz consigo mismo como cuando en sus tiempos de hereje lazaba a las vírgenes de los templos para arrastrarlas y colgarlas y hacerles así el milagro de dejarlas flotando en cuerpo y alma entre la tierra y el cielo, colgadas de un árbol? Pues yo, señores, ¿quién otro iba a ser? ¿A quién otro si no a mí, pecador arrepentido de todos sus pecados a quien el Señor privilegió con una gran revelación esa mañana del 19 de junio del año 67 que tan presente tengo yo, cuando le plugo mostrar, a mis ojos y sólo a mis ojos, que Cristo Crucificado y Maximiliano eran dos personas en una? ¿A quién otro le hubiera dado la bala de salva para que salvara su alma? A mí, señores. Al menos, eso creía yo entonces en esos momentos, cuando el Emperador, y junto con él los generales Mejía y Miramón, se desplomaba a tierra en el Cerro de las Campanas.
Cuando sonó la descarga
el Emperador cayó,
pero estando ya en el suelo
una mano le tembló.
Que aún estaba medio vivo
el capitán discernió.
Con la punta de su espada
le señaló el corazón.
Un soldado con su rifle
un tiro le disparó,
y como fue a quemarropa
la levita se incendió.
Sí me tocó la bala de salva, no me tocó la bala de salva: pueden ustedes creer lo que quieran, que al cabo me da lo mismo. Que Maximiliano nunca vino a México y se quedó en su Castillo de Miramar, él haciendo versos y Carlota tocando el arpa. Que Maximiliano sí vino, a bordo de la «Novara». Pueden creer ustedes unas cosas y otras no. Que Maximiliano nunca reinó en México. Que Maximiliano, desde el Castillo de Chapultepec, dictaba decretos y mandaba construir museos. O pueden ustedes creer, si quieren, que la mitad de las cosas que cuento fueron mentira, y la otra mitad fueron verdad. Pero cuáles fueron una cosa y cuáles la otra, eso averígüenlo ustedes. La ciudad de Querétaro nunca fue sitiada. Cuando cayó Querétaro, el Emperador fue arrestado. A Maximiliano nunca se le juzgó. A Maximiliano los jueces lo condenaron a muerte. A Maximiliano nunca lo fusilaron en el Cerro de las Campanas. Cuando Maximiliano llegó al Cerro de las Campanas, los hombres del pelotón estaban esperándolo. Maximiliano llegó solo. Miramón y Mejía acompañaban al Emperador. Maximiliano no me dio nunca una moneda de oro para que no le apuntara a la cara. La moneda me quemó las manos, y cuando con ella me hice una medalla y me la colgué del cuello, me quemó el pecho. El capitán no dijo preparen. Yo preparé mi fusil americano. El capitán no dijo apunten. Yo apunté. El capitán no dijo fuego. Yo disparé. Maximiliano no se derrumbó. Maximiliano cayó a tierra. Maximiliano no era Cristo. Maximiliano era el Hijo del Señor. El capitán no me dio, con un gesto, la orden de avanzar. Yo me adelanté unos pasos. El capitán no me señaló el corazón del Emperador con la punta de su espada. Yo coloqué mi fusil casi tocando el pecho de Maximiliano, que estaba allí, tirado y bañado en sangre y una mano le temblaba y tenía en la cara una como risa de dolor y rabia, y los ojos medio abiertos. El capitán no me dio la orden de disparar. Yo apreté el gatillo. El tiro no salió y a Maximiliano no se le incendió la levita. El tiro sí salió y la levita del Emperador ardió en llamas. El tiro no lo mató porque Maximiliano estaba muerto. El tiro sí lo mató, porque Maximiliano estaba vivo.
Ya luego lo recogieron
para llevarlo al panteón
en una caja de pino
que el presidente compró.
Y como era muy esbelto
y nadie lo calculó
los dos pies se le salían
por la punta del cajón.
Pero antes de amortajarlo
de regreso a su nación
lo conservó el presidente
en una tina de alcohol.
Cuando le abrieron el pecho
partieron el corazón,
y los pedazos sangrando
vendieron al por menor.
Y siendo azules sus ojos
y no habiendo ese color,
los ojos negros de un santo
se los colocó el doctor.
Inventaría yo que luego de que su cocinero húngaro apagó la ropa, y luego de que los médicos certificaron que estaba muerto, lo envolvieron en una sábana que parecía hecha de tela de costal y lo metieron en una caja de madera de pino corriente, que costó unos veinte reales. Y que como el Emperador era muy alto y al carpintero no le habían dado las medidas, los pies del Emperador se salían de la caja. Inventaría yo que la caja se la llevaron a la capilla del Convento de los Capuchinos y después al Doctor Rivadeneira, para que lo embalsamara, y que el Doctor Licea primero le hizo una máscara mortuoria con yeso de París, y luego le cortó la barba y el pelo, para venderlos. Que el Coronel Palacios coronó al Emperador con sus propios intestinos y dijo: ¿Te gustaba tener coronas, verdad?, pues ésta es tu corona. Que otro oficial exclamó ¿A qué tanto argüende? ¿Qué importa un perro más o un perro menos? Que al Emperador lo embalsamaron como embalsamaban a las momias de Egipto. Que la bala del tiro de gracia, aunque lo había matado y se quedó encajada en la espina, no había tocado el corazón, y que los doctores habían partido el corazón en pedacitos para ponerlos en frascos de alcohol y venderlos. Que el Doctor Licea le envió uno de esos trozos al Príncipe de Salm Salm. Que el hígado y los intestinos los pusieron en una cubeta y luego los tiraron a una alcantarilla. Que como en Querétaro no encontraron ojos de vidrio azules, le arrancaron los ojos negros a una Santa Úrsula del hospital y se los pusieron al Emperador. Que luego lo colocaron en un ataúd triple, de madera de palo de rosa, de zinc y de cedro labrado y se lo llevaron para la capital, y que allí se les empezó a descomponer el cuerpo del Emperador porque estaba mal embalsamado y se le oscureció la piel y se le cayó el poco pelo que le había quedado. Que entonces lo desnudaron y lo colgaron de los pies para que se le escurrieran todos los humores turbios, y que ya inyectado de nuevo y acostado en una mesa vestido de negro sobre cojines de terciopelo negro lo visitó el Presidente Juárez que tras un rato de silencio sólo dijo que el Emperador era muy alto. Inventaría yo todo eso, si tuviera bastante imaginación, si me atreviera. Lo inventaría para volverlo mentira, para que no me crean, para que me digan pero cómo se le ocurren tantas exageraciones, de dónde saca tantas truculencias, esas cosas sólo pasan, cuando pasan, en las novelas y los cuentos.
Ahora que ya está en el cielo
a la diestra del Creador,
se curaron sus heridas
y es de nuevo Emperador.
Carlota está en su castillo
loca y llena de rencor.
Unos bandidos mataron
al juez que lo condenó.
López se murió de rabia
y de bilis Napoleón.
Juárez se murió de viejo
junto a la Constitución.
Márquez murió de pobreza
y Bazaine como traidor,
y yo me quedé, señores,
comiéndome mi dolor,
pues ese tiro de gracia
que mató al Emperador,
yo fui, para mi desgracia,
el que se lo disparó.
Y ya con ésta me despido. Allí les dejo, señores, la verdad y la mentira. Allí les dejo también, para que ustedes hagan lo que quieran con ellas, las piltrafas del Emperador, y la corona de espinas que llevó en vida. Allí les dejo el fiacre negro al que se le atoró la puerta. Mi fusil de percusión americano. El reloj con el retrato de Carlota. La tapia de adobes. Las campanadas que dieron las siete de la mañana. El destacamento de caballería y el batallón de infantería que acompañaron al cortejo. Allí les dejo la ciudad de Querétaro con sus casas y sus iglesias blancas. Los ojos de vidrio negro de Santa Úrsula. El Cristo de plata que el Emperador tenía en su celda. El cigarro que me fumé esa mañana. El discurso del Emperador. Las hostias que yo me robaba para que nos sirvieran de fichas para jugar a los naipes. El toque de Diana. El rosario que el Emperador le envió a su hermano el Archiduque Carlos. Les dejo la bala de salva que no me salvó el alma, el paraíso que vislumbré cuando tuve la revelación, el infierno en que he vivido desde entonces, cuando supe que Él me había elegido para consumar el sacrificio, en castigo a mis tantos pecados, a mis herejías y sacrilegios. Les dejo una mañana azul y asoleada. El vaso de vino y la pierna de pollo que desayunó el Emperador esa mañana. Les dejo, loca, a Carlota. A los asesinos del Coronel Platón Sánchez que fue el juez que condenó a Maximiliano. Al perro rabioso que mordió a Miguel López, el traidor. Les dejo el bastón de mariscal de Bazaine. Les dejo a Benito Juárez y a su Constitución. Les dejo la cicatriz de Márquez. Todo se lo dejo, para que ustedes hagan lo que quieran: una historia, un cuento, la crónica de un 19 de junio del 67, una novela, da lo mismo: una canción, un corrido. Se lo dejo para que ustedes escojan a su gusto qué fue cierto y qué no fue, para que lo ordenen como se les dé la gana, para que cuenten, si quieren, que el Emperador tuvo que brincar pero no del coche sino de su caja de cedro labrada. Que Maximiliano le envió a Carlota su reloj pero no con el retrato de la Emperatriz, sino con un pedazo de su corazón. Que a la orden de fuego el pelotón levantó los fusiles y disparó sobre la bandada de patos verdes que cruzaban, graznando, el cielo de esa mañana limpia y asoleada. Todo me da lo mismo, porque me basta y me sobra con saber, yo solo, la verdad. Lo único que no les dejo es la bala que bañé con el oro de exvoto en forma de corazón que hice con la medalla que hice con la moneda que me dio, no me dio, sí me dio Maximiliano esa mañana de junio en el Cerro de las Campanas, para que no le apuntara a la cara.
Ya con ésta me despido,
por las hojas de un limón,
con otro tiro de gracia:
ése lo merezco yo.
Ya con ésta me despido,
por la boca de un cañón:
ai les dejo este corrido
del sufrido Emperador,
y del hondo sufrimiento
del hombre que lo mató.
FIN.