1. El compadre traidor y la
princesa arrodillada

Maximiliano tenía un cuaderno, conocido después como «El libro Secreto de Maximiliano», en el cual había una lista de personajes de su corte, casi todos mexicanos, con breves descripciones sobre sus antecedentes y su carácter proporcionadas por diversos informantes, casi todos extranjeros. Por ejemplo, de Almonte se decía en el libro que era «frío, avaro y vengativo». De Miramón, que era inteligente «pero apasionado por el juego» —y mal perdedor: en Toluca, señalaba el cuaderno, Miramón había atacado a sablazos a quien le ganó una fuerte suma, haciéndole devolver hasta el último centavo—. Del Arzobispo Labastida que, siendo también inteligente y además erudito, era un fanático exaltado. Y así por el estilo. Los informantes eran, entre otros: Jeanningros, Aymard, Castagny, Kodolisch, Eloin… ¡y hasta el propio Coronel Du Pin!

El párrafo dedicado al Coronel López decía:

«López, Miguel: sirvió en las contraguerrillas organizadas en 1847 por los americanos. Después de haber sido protegido por Santa Anna, lo puso fuera de la ley por traidor a su país. Tiene mucho valor, pero se ataca su probidad».

Es difícil explicar cómo, conociendo estos antecedentes, Maximiliano accedió a llevar a la pila del bautismo a un hijo de Miguel López.

Aunque por otra parte, es fácil explicarse la traición del coronel: traidor una vez, traidor siempre.

Pero… ¿de verdad López fue un traidor?

Hay traiciones, en la historia, que siempre han aparecido bastante claras, por así decirlo. Pero de otros sucesos no se sabrá nunca si fueron eso, traiciones, o no lo fueron. Por ejemplo, a nadie, en Querétaro, le quedaba duda de que Márquez había traicionado a Maximiliano porque no regresó a esa ciudad como había prometido. Sin embargo, algunos historiadores dicen que Leonardo Márquez, a quien lo maldito no le quitó nunca lo buen militar, calculó que si Porifirio Díaz tomaba Puebla, el general republicano quedaría en libertad de avanzar sobre la capital y evitar así que Querétaro recibiera auxilios. La decisión de Márquez de atacar a las tropas de Díaz, dicen esos historiadores, fue la correcta. La derrota que en San Lorenzo le infligió el general oaxaqueño al Tigre de Tacubaya le impidió a éste marchar más tarde a Querétaro: no hubo, pues, traición alguna.

¿Y en cuanto a López? Bueno, si López traicionó a Maximiliano, como quieren muchos, tenía entonces razón —entre otras personas— su mujer, es decir la mujer del propio López la cual, según el Barón Magnus cuando el coronel regresó a su casa de Puebla le gritó: «¡Ay, Miguel!, ¿qué le hiciste a nuestro compadre? ¡Si no lo traes aquí a salvo, no te volveré a hablar nunca!». Si fue así, si de verdad Miguel López entregó el Convento de La Cruz y con él a Maximiliano por una suma determinada de dinero en la madrugada del 15 de mayo de 1867, entonces también tenía razón «Bebello», el perro del Emperador, que solía moverle la cola a todos sus generales y oficiales menos a Miguel López: a éste le gruñía y, si era posible, le lanzaba una tarascada al tobillo. Los autores que subrayan la animadversión que tenía el perro contra el jefe de los Dragones de la Emperatriz, nos están diciendo que López era tan infame que olía a traidor y que esto, claro, lo intuía «Bebello», ya que el perro no podía saber que el historial de López en el ejército mexicano no era, ni mucho menos, inmaculado.

Los que sí estaban al tanto del vergonzoso episodio de Tehuacán, solicitaron una audiencia con Maximiliano al enterarse que López era candidato a general de brigada, y le explicaron al Emperador por qué consideraban a su compadre indigno del cargo. Durante esa reunión, pudieron haber sucedido dos cosas: o Maximiliano les dijo a sus generales que estaba al tanto del historial de López y que en efecto, ellos tenían razón, o Maximiliano actuó como si no conociera la traición previa de López y fingió sorprenderse cuando se la «revelaron». Haya sucedido una cosa o la otra, el caso es que el Emperador cambió de opinión y no le concedió la banda verde de general a su compadre y fue por esta razón que López, dicen, carcomido por la ira, el resentimiento y la envidia, lo traicionó.

Según los relatos, entre otros, de Alberto Hans, el Príncipe Salm Salm y el Doctor Basch, a las dos de la madrugada del 15 de mayo, el Coronel López se presentó ante el oficial a cargo de una de las varias plataformas que se elevaban en el Convento de La Cruz guarnecidas de artillería, y ordenó retirar un cañón de su tronera y «oblicuarlo a la izquierda». La noche anterior el mismo López había sustituido al pelotón de la guardia municipal apostado en esa plataforma por una tropa irregular de exploradores al mando de un tal Teniente Yablouski —o Jablonsky— quien, se supone, era su cómplice y no presentaría resistencia a sus órdenes. De inmediato, el pelotón de infantería comandado por López se formó tras la pieza. Hans notó en ese momento que su espada había desaparecido —otros soldados se quejaron de que les habían robado sus mosquetones— y, cuando reconoció por su uniforme de paño gris con galones amarillos y shakós negros a los soldados republicanos del Batallón de Supremos Poderes, se dio cuenta de que La Cruz estaba en manos del enemigo. Agrega el teniente de artillería que le preguntó al oficial de la tropa de Supremos Poderes si era el Coronel López quien los había dejado entrar en el convento, y que la respuesta del oficial fue afirmativa.

Corti nos dice que desde la noche del 13 de mayo, López se había puesto ya en contacto con los juaristas, cuyo campamento —el del General Escobedo— visitó en más de una ocasión para entrar en negociaciones. Corti se refiere también a una declaración que Maximiliano le hizo al Barón Lago, según la cual López había «ofrecido su traición» desde cuatro días antes de la caída de Querétaro por la suma de dos mil onzas de oro, aunque al parecer después sólo recibió siete mil pesos: «incluso calculaba el Emperador que López lo había vendido a él y sus tropas por unos once reales por cabeza». Pero el mismo Corti señalaba que el 14 de mayo, hacia las once de la noche, López sostuvo una conversación secreta con Maximiliano el cual lo condecoró durante la entrevista con la medalla al valor y le pidió —el Doctor Basch dice que esto se lo contó después el propio Maximiliano— que lo matara de un balazo en caso que lo hirieran durante la salida que habrían de intentar y no pudiera, así, impedir que lo apresaran los juaristas. Algunos historiadores opinan que esa condecoración, tan repentina y a una hora tan insólita, fue un premio que Maximiliano le dio a López en recompensa por su sacrificio. Carlos Pereyra, el historiador mexicano, poco antes de narrar la caída de Querétaro y al referirse a Maximiliano y a la insistencia de éste en acusar a Márquez de traición, habla de lo que llama la «espontánea perversidad» del Archiduque, y afirma que Maximiliano quería tener un responsable, un traidor: «sólo por traiciones a su sacrosanta persona explicaba los acontecimientos desgraciados», afirma Pereyra, y a continuación narra los acontecimientos de la noche del 14 al 15 de mayo. Pereyra, sin decirlo, nos dice que Maximiliano decidió que además de Márquez necesitaba otro traidor, y que el elegido fue su compadre Miguel López. El sacrificio que se le pidió a éste, y por el cual se le compensaba, era el de aparecer como eso, como un traidor, ante la historia.

Los que insisten en la traición de López, acuden una y otra vez a los relatos de los sobrevivientes del sitio, quienes refieren cómo, y durante el resto de la noche hasta que amaneció, y en el transcurso del día siguiente, vieron al Coronel López a caballo y con un vistoso uniforme bordado con plata, que guiaba a tropas republicanas y que iba de un lado a otro de la ciudad sin ser molestado. El Teniente Hans agrega otro detalle que contradice a varios de los testigos oculares, como Salm Salm. El príncipe afirma que fue el Coronel Rincón Gallardo el que dijo a sus hombres «son paisanos, déjenlos pasar», al encontrarse a Maximiliano, Pradillo, Del Castillo, Blasio y el propio Salm, que se dirigían al Cerro de las Campanas, y agrega que López se encontraba al lado del oficial republicano. Pero, según Hans, quien no menciona a Rincón Gallardo, fue López el que lo dijo. Salm Salm dice que él, Félix, vestía uniforme, de manera que no se entiende cómo es que los soldados juaristas lo pasaron como civil. Y, aunque algunos autores dan a entender que el paletó de Maximiliano ocultaba su uniforme de general, no se dice cómo iba vestido Del Castillo y si como era de esperarse Del Castillo usaba uniforme —y así lo describe Joan Haslip— tampoco se explicaba cómo Rincón Gallardo podía decir de él que era un paisano. La cosa se vuelve aún más compleja cuando nos enteramos que no todos están de acuerdo en que el paletó ocultaba el uniforme de Maximiliano, y hay autores que describen su indumentaria exterior —aparte del «sombrero blanco de alas anchas con toquilla delgada de oro, pantalón de montar de punto de malla y bota fuerte»— como una levita militar azul de solapas sueltas. Aparte, también, de la espada que, «ceñida al cinto», llevaba bajo los faldones de la levita.

Inexactitudes y contradicciones como éstas abundan en los relatos del sitio, aunque muchas de ellas resultan intrascendentes. Así por ejemplo, el perro de Maximiliano, para algunos llamado «Bebello», cambia de nombre y de sexo y se transforma en «Baby» y en perra en la narración de Salm Salm, quien nos cuenta que «Baby» siguió a su amo al Cerro de las Campanas, para luego extraviarse y ser hallada después en poder de un tal Coronel Cervantes que le había dado el nombre de «Emperatriz» y que se rehusó a venderla al Príncipe Salm Salm, quien quería llevarse al animalito a Viena para ofrecerlo como un presente a la Archiduquesa Sofía. Cabe preguntarse, de todos modos, si «Bebello» y «Baby» eran el mismo perro o dos perros distintos —además de un tercero, «Patschuka», que también aparece en las Memorias del príncipe—: los historiadores nos dejan con la duda.

Ahora que, si estas inexactitudes resultan intrascendentes cuando se trata de un perro, no por ello resultan lo contrario, es decir, trascendentes, cuando se trata del Coronel Miguel López por muchos considerado poco menos que como un perro también. En otras palabras: poco importa que haya sido él, o no, el que dijo «déjenlos pasar, son paisanos», y poco importa también que haya estado libre o preso el 15 de mayo y los días siguientes, porque ni una cosa ni otra lo culpan o lo absuelven de su supuesta traición.

Hans, Basch, Salm Salm y otros testigos de la época, escribieron y publicaron sus memorias y crónicas muy poco tiempo después de los acontecimientos de Querétaro, y para ellos López fue un traidor sin lugar a dudas, como por lo visto lo fue también para su mujer, la cual cumplió su promesa, dejó de hablarle al coronel y luego lo dejó para siempre. Pero veintiún años después, López volvió a protestar su inocencia —lo había hecho ya en julio de 1867, en una declaración a los ciudadanos de México y del mundo— y publicó en el periódico «El Globo» una carta en la cual le pedía al General Escobedo que revelara «la verdad histórica». Y Escobedo accedió a la súplica de López y en un informe dirigido al presidente de la República, el General Porfirio Díaz, fechado el 8 de julio de 1888, declaró que «el coronel imperialista Miguel López», a quien describe como el «Comisionado en Jefe del Archiduque», había sido sólo un intermediario entre él y Maximiliano, quien ya no podía ni quería continuar la defensa de la plaza. «López —dice Escobedo—, aunque indiferente para con la Patria, no traicionó al Archiduque Maximiliano de Austria ni vendió por dinero su puesto de combate». López le comunicó a Escobedo que Maximiliano estaba dispuesto a rendir Querétaro si se le dejaba salir del país, y prometía no volver a pisar el territorio mexicano. Escobedo le contestó que las órdenes que tenía del Supremo Gobierno eran las de no aceptar otro arreglo que no fuera la rendición de la plaza sin condiciones. Algunos autores dicen que probablemente Escobedo le prometió en secreto a López que se le permitiría a Maximiliano escapar. Según esos historiadores, Escobedo podía ser de la opinión que tener al Archiduque como prisionero de guerra le podría causar a Juárez más dolores de cabeza que satisfacciones, y que fue por ello que el Coronel Rincón Gallardo —siguiendo instrucciones de Escobedo—, dejó pasar a Maximiliano a la salida de éste del Convento de La Cruz. Por cierto, Egon de Corti, ante la duda sobre quién dijo la famosa frase: «déjenlos pasar, son paisanos», si López o Rincón Gallardo, opta por ponerla en labios de los dos al mismo tiempo. Sin embargo, Gustave Niox —«Expédition du Mexique. Récit politique et militaire»— hace suponer al lector que la actitud de Rincón Gallardo no se debía a ninguna orden específica, sino a otras razones: el padre del coronel —que era el Marqués de Guadalupe— nos dice Niox, había aceptado un cargo en la corte de Maximiliano. ¿El padre, o las hermanas de Rincón Gallardo?: Harding, en la lista de las «damas de palacio» de Carlota, menciona a dos del mismo nombre: Ana Rosa de Rincón Gallardo y Luisa Quijano de Rincón Gallardo. El «New York Herald», por cierto, se refiere a otro episodio en relación con López y Rincón Gallardo, citado por numerosos historiadores: se cuenta que el supuesto traidor le pidió a Pepe Rincón Gallardo que lo recomendara para «una posición» dentro del ejército liberal, y que Don Pepe le contestó: «si lo recomendara a usted para una posición, Coronel López, sería una posición en un árbol, con una cuerda alrededor del cuello».

Ahora bien, en su informe, el General Escobedo dice que López, en lugar de retirarse al ser rechazada su oferta —la de entregar la plaza a cambio de un salvoconducto para el Archiduque— insistió en que Maximiliano no deseaba prolongar más los horrores de la guerra, y que sus órdenes eran las de concertar a toda costa un acuerdo para la entrega —incondicional en última instancia— de la ciudad y del convento. «López —agrega Escobedo— se retiró a la plaza, llevando la noticia al Archiduque de que a las tres de la mañana se ocuparía La Cruz, hubiera o no resistencia». Más adelante, el general mexicano dice que el Coronel López, ya caída la ciudad de Querétaro, se presentó de nuevo con él y le mostró una carta «cuyo contenido textual —dice Escobedo— es el siguiente: Mi querido coronel López: Os recomendamos guardar profundo sigilo sobre la comisión que para el General Escobedo os encargamos, pues si se divulga quedará mancillado nuestro honor. Vuestro afectísimo. Maximiliano».

López le preguntó a Escobedo si no tenía inconveniente en guardar el secreto. Escobedo le contestó que se reservaría la divulgación del mismo para cuando lo considerara necesario. A continuación, el general narra en su informe una conversación en privado que tuvo poco después con el Archiduque Maximiliano en la celda del Convento de Capuchinas. Durante ella, el propio Maximiliano le pidió a Escobedo —así lo afirma el general— que no hiciera ninguna revelación. Escobedo le dijo entonces que en su opinión, el Archiduque debería más bien hablar con Miguel López, «que era la persona que quedaba moralmente lastimada en estos acontecimientos». Maximiliano contestó que López no hablaría mientras Escobedo no lo hiciera, y que sólo le pedía que guardara el secreto por un plazo cortísimo: «hasta que dejara de existir la Princesa Carlota, cuya vida se apagaría al conocer la ejecución de su esposo».

En esos días, Maximiliano tenía motivos para suponer que Carlota podría morir pronto y de hecho corrieron varias veces rumores del fallecimiento de la Archiduquesa. Como sabemos, Carlota sobrevivió muchos años y con toda probabilidad Escobedo pensó que su revelación no dañaría a Carlota no sólo porque habían transcurrido ya veinte, sino sobre todo porque la Emperatriz no había recobrado la razón desde entonces, ni había indicios de que la recobrara jamás. Diez años más tarde, o sea treinta después de la caída de Querétaro, Gustav Gostkowsky, autor de «Los últimos momentos de la vida de Maximiliano», tuvo la oportunidad de viajar varias horas en compañía del General Escobedo —o al menos así lo dice en su libro— y a la pregunta de si López había sido el Judas que se pretende hacer de él, el viejo general contestó de manera enfática que no, que la situación de los sitiados en Querétaro era desesperada, que el hambre y el tifo los diezmaban, y que Maximiliano se decidió entonces a despachar en secreto a López para ofrecer la rendición de la ciudad. Cualquiera podría suponer que lo que Escobedo le dijo a Gostkowsky confirmaría, en todos sus detalles, lo declarado diez años atrás por el mismo general, y en particular si estamos dispuestos a creer, como nos asegura el autor, que Escobedo tenía «una memoria prodigiosa». Pero no es así, porque en el informe al Presidente Díaz, Escobedo dice que la primera —y única— vez que habló con López fue en la noche del 14 de mayo, y en lo que le cuenta a Gostkowsky, habla de tres visitas hechas por López al campamento republicano. La primera para proponerle la rendición de la plaza condicionada a la salida del Archiduque del territorio mexicano. La segunda, «provisto de un documento que lo acreditaba, sin lugar a dudas, como enviado de Maximiliano», para conocer la respuesta: Escobedo le comunicó entonces que el gobierno no aceptaba ninguna condición. La tercera, para decirle a Escobedo que de todos modos Maximiliano renunciaba a la lucha. O la memoria de Escobedo no era tan prodigiosa como decía Gostkowsky, o la de éste era muy débil o propensa a las fantasías. Sin embargo, todo indica que Corti le dio más crédito a este autor y al Barón Lago —entre otros— que a la declaración oficial del propio Escobedo. Por otra parte, ese documento al que se refiere Escobedo tanto en su informe como en su supuesta conversación con Gostkowsky, o sea la carta dirigida por Maximiliano a López, apareció también veinte años después, en posesión del supuesto traidor. Su autenticidad, como era de esperarse, fue puesta en tela de juicio por muchos y desde un principio, y es así como Emile Ollivier señala que el Doctor Kaska «amigo de Maximiliano», la declaró falsa, habiéndose apoyado en el dictamen de cuatro pintores. Ollivier se refiere al libro de José María Iglesias, «Rectificaciones históricas», en donde el historiador y político mexicano señala que no se puede tomar en serio el dictamen. Por otra parte, Setién y Llata nos recuerda que Iglesias era de la opinión que una falsificación pésima servía de manera admirable a los intereses de Maximiliano, al dar a su cómplice, «en lugar de un verdadero resguardo, un documento irrisorio que fuera fácilmente tachado de falso». En otras palabras, Maximiliano pudo haberse esmerado en que el documento pareciera falso. Ollivier agrega que Iglesias, gracias tanto a su sagacidad como a la lucidez de sus argumentos, «destruyó definitivamente la leyenda de la traición de López».

Pero Ollivier estaba equivocado. De entonces a la fecha, han abundado los ensayos, artículos e incluso libros enteros —por ejemplo A. Monroy, «López no fue traidor», y Alfonso Junco, «La Traición de Querétaro: ¿Maximiliano o López?»— a favor o en contra del coronel mexicano, en los cuales se analizan hasta los detalles más mínimos —y también triviales—, en un intento, o mejor dicho en varios intentos, de probar una u otra teoría. Vemos así que el 14 de mayo de 1867, nos dicen, el sol se puso en la ciudad de México a las seis horas veintisiete minutos de la tarde —la fuente es el Calendario Galván— y por lo tanto, en Querétaro se puso unos instantes más tarde. Pero el crepúsculo vespertino, o en otras palabras: la luz, dura media hora más tras la puesta del sol. Por lo tanto al afirmar el Coronel López, como lo hizo en su manifiesto, que «en la noche del 14 de mayo ese Príncipe desgraciado (Maximiliano)» le había pedido que se pusiera en contacto con Escobedo, López miente. Miente porque el general mexicano informa, por su parte, que fue a las siete de la noche del 14 de mayo cuando le avisó un ayudante que López se hallaba en la tienda de campaña del Coronel Cervantes y que deseaba verlo a nombre de Maximiliano. O sea que, para estar a las siete de la noche en el campamento republicano, López tuvo que salir de La Cruz y de Querétaro con la luz del día y esto no podía hacerlo sin ser notado.

Pero… y si López no mentía, ¿mintió, entonces Escobedo? ¿O sólo se equivocó en la hora? A los nuevos y viejos y futuros argumentos se han sumado estas y otras muchas preguntas que parecen no tener contestación. Por ejemplo: Basch nos cuenta que Maximiliano, ya preso, había dicho varias veces a los oficiales enemigos: «Si pusiesen en mis manos a López y Márquez, dejaría yo ir a López, traidor por maldad, y haría colgar a Márquez, traidor de sangre fría y por cálculo». Esta extraña actitud, ¿era acaso provocada por un remordimiento? También parece ser cierto que López vivió el resto de sus días casi en la pobreza. ¿Qué se hizo, entonces, del dinero de la traición? ¿O será cierto —Ollivier cita los rumores al respecto— que López perdió doscientos mil francos en el juego? ¿Y por qué Maximiliano le pidió a Escobedo que guardara el secreto no cuando le entregó su espada, el 15 de mayo, sino dos semanas después, cuando ya el «secreto» podía haber sido divulgado a los cuatro vientos? ¿Y por qué a los que acusan a López de falsificar —y de manera burda— la carta que supuestamente le dirigió el Archiduque, no se les ocurre pensar que López tuvo veinte años para perfeccionar la imitación de la letra y la firma de Maximiliano? Pero la carta, en sí, ¿no es absurda? ¿Por qué tenía que pedirle Maximiliano a López por escrito lo que ya le había pedido de palabra? Y, al escribir una carta en la que se le pedía guardar un secreto, ¿no se corría un peligro mayor de que se conociera puesto que se comenzaba así por revelar su existencia? Y, absurda o no la carta, auténtica o falsa, ¿por qué Miguel López se esperó veintiún años de vida miserable para sacarla a relucir en lugar de enseñarla apenas muerto Maximiliano en el Cerro de las Campanas? ¿Y por qué también Escobedo esperó tanto tiempo? El día de la caída de Querétaro, Juárez, que desconocía los detalles del affaire López, desbordante de entusiasmo le escribía al General Berriozábal: «¡Viva la Patria! Esta mañana, a las ocho, fue tomado Querétaro a viva fuerza». Se dijo entonces que la traición de López menoscababa el mérito del triunfo republicano, porque la ciudad había sido entregada, y de ninguna manera tomada a viva fuerza. Pero si Maximiliano no tenía escapatoria, ¿por qué se iba a demeritar la victoria de los juaristas? Y en todo caso, tras veintiún años de ser una gloria mexicana viva, ¿se dio cuenta de eso el General Escobedo? ¿Pensó que una revelación así ni le quitaba lo heroico a los que resistieron el sitio más largo de la historia de México, ni le quitaba lo triunfante a la República y sus generales?

Y por último: ¿exculpar a López significaría culpar a Maximiliano? Ollivier, con todo el apoyo que manifestó por la causa de Juárez, opina que al destruir la leyenda de la traición de López no hace falta sustituirla acusando a Maximiliano de traicionar a sus generales, porque el Archiduque lo único que en ese caso deseaba era evitar «un espantoso holocausto inútil». Si suponemos que así fue, desde luego que con su silencio Maximiliano no traicionó a López. Pero, daño sí que le hizo, y mucho. Tanto, que en ese caso debió haber sido Carlota la que le reclamara a su marido: «¡Ay, Maximiliano! ¿qué le hiciste a nuestro compadre?». En lo que a los generales y oficiales se refiere, a la tropa, a los voluntarios, a los muertos y a los heridos: ¿no los traicionaba al impedir una rendición honrosa y provocar una entrega humillante?, ¿no traicionaba su fe, su valor, su lealtad, sus sacrificios? Tal vez tampoco para estas preguntas existen respuestas tan definitivas y concretas como un o un no. El caso es que, si Escobedo dice la verdad y Maximiliano le pidió que no denunciara el secreto sino cuando muriera Carlota, el Archiduque debió abandonar este mundo con una conciencia un poco más tranquila —aunque con el corazón más atormentado— porque el 15 de junio, o sea cuatro días antes de la ejecución, Mejía le comunicó que, según noticias llegadas de Europa, la Emperatriz había fallecido.

Ante la imposibilidad de llegar a una conclusión, podría esperarse que los autores que se ocuparon del melodrama de Querétaro muchos años después: treinta o cincuenta, o hasta un siglo más tarde, informaran al lector sobre todas las dudas y las polémicas. Pero lo curioso es que no siempre sucede así. Corti lo insinúa, pero a pesar de calificar de «magistral» la obra de Emile Ollivier, no está de acuerdo en lo que dice sobre López y, si bien en su bibliografía incluye los libros de Iglesias, no se refiere a ellos en el cuerpo del texto. Lo que es más, en «Die Tragödie eines Kaiser», o sea en la versión abreviada y revisada de «Maximilian und Charlotte von Mexiko», es donde Corti agrega la referencia relativa a «los once reales por cabeza» que sería el precio en el que López habría vendido a Maximiliano y a sus hombres. Parecería, pues, que Corti prefiere no dudar de la traición de López, como también parece ser ésta la posición de los autores que simpatizan con Maximiliano y para quienes, probablemente, es más cómodo y quizás incluso más romántico tener un traidor. Y si el traidor fue mexicano, mejor aún —cómodo lo fue, desde entonces, para el propio Luis Napoleón, quien en su carta de pésame a Francisco José, fechada el 2 de agosto de 1867, se mostraba «inconsolable» por aquél que había luchado, solo, contra «un partido que ha vencido únicamente por la traición», afirmaba el emperador de los franceses.

Y si decimos «si el traidor fue mexicano, mejor aún» es porque casi todos los autores que han decidido que sus lectores se queden con la impresión de Miguel López como un traidor, no son mexicanos, sino europeos. En un extremo está Corti, cuya honestidad le impidió ignorar los alegatos de Iglesias y de Ollivier, pero que no cree en ellos, y así lo subraya. En medio, se ubican autores como Gene Smith, Castelot o Haslip, que no se toman la molestia de entrar en detalles sobre las dudas que existen. Al otro extremo, los autores energúmenos que manifiestan un odio visceral contra todos los mexicanos —lo mismo López que Juárez, Santa Anna que Almonte— e insisten en que fueron ellos, los mexicanos, los que perdieron al Archiduque y no éste el que se perdió a sí mismo, y esos otros autores que, con tal de dramatizar la supuesta traición, cuentan cosas que nunca sucedieron: algunos quizás por haber confundido alguna información, otros simplemente porque se dedicaron a inventar. Así, vemos como el Doctor J. P. Des Vaulx, en su libro «Maximilien —Empereur du Mexique ou Le Martyr de Queretaro», cuenta que en el Cerro de las Campanas Maximiliano exclamó: «Decid a López que le perdono su traición. Decid a México entero que le perdono su crimen». Y a continuación, agrega Des Vaulx, «Su Majestad apretó la mano del Abate Fischer». Ni Maximiliano dijo eso antes de morir, ni Fischer, desde luego, estuvo presente en la ejecución. Quien consoló en sus últimos momentos al Emperador, o mejor dicho a quien tuvo que consolar el Emperador fue, como se sabe, al Padre Soria.

A propósito de Soria, y para cerrar este capítulo sobre el compadre traidor, vale la pena hacer hincapié en una declaración del sacerdote citada por Ollivier, e ignorada por la inmensa mayoría de los autores. «López», dijo Soria, «no hizo sino lo que se le ordenó». Les guste o no a los simpatizantes de Maximiliano, la interpretación más lógica de esas palabras sería: atado por el secreto de confesión, Soria no podía revelar de manera abierta lo que Maximiliano le hubiera podido o querido contar sobre lo sucedido la noche del 14 al 15 de mayo, pero lo que sí estaba en su poder era insinuar, con una declaración semejante, que él conocía la verdad. ¿Y por qué tomarse esa molestia? Quizás porque su conciencia le indicaba que, si no podía ya hacer nada por salvar el alma del compadre muerto, Maximiliano, algo podía hacer, en cambio, por salvar el honor del compadre vivo, Miguel López.

Dudas y contradicciones existen también sobre otros episodios como por ejemplo la escena que se dice tuvo lugar entre la Princesa Salm Salm y el Coronel Palacios en las habitaciones privadas de aquélla. La princesa la omite en la parte dedicada a Querétaro de su libro «Ten Years of my Life». —«Diez años de mi vida»—, pero su olvido es más que comprensible si en efecto, y tal como aseguran, viendo ya todo perdido, a la princesa no se le ocurrió otra forma de convencer al coronel mexicano para que dejara huir a Maximiliano y a su esposo que llamar al militar al hotel donde estaba alojada, cerrar la puerta con llave y comenzar a desabrocharse el corpiño. Parece que Palacios, aterrorizado, amenazó con saltar por la ventana y la princesa no tuvo más remedio que abrir la puerta, por la cual salió corriendo el azorado coronel.

Pero si la princesa no fue quien contó el episodio, y no hubo un solo testigo de la escena, ¿quién fue entonces? ¿Palacios? Un coronel del ejército mexicano, que podemos suponer presumía de muy hombre y muy valiente, ¿le iba a contar a sus compadres y a sus compinches, a sus subordinados, que había estado a punto de brincar por un balcón cuando una bella princesa extranjera, la bellísima yankee de todos conocida le había ofrecido su espléndido cuerpo? Fuentes Mares soluciona el problema acudiendo a varios testigos y a un ofrecimiento múltiple, y nos dice que, la noche en la cual Escobedo ordenó la expulsión de Querétaro de la princesa y de todos los representantes europeos, Agnes Salm Salm «en un rapto propio de su temperamento, principió a desnudarse ante los oficiales que fueron a aprehenderla y se ofreció a quien la ayudara a salvar al Emperador, pero no halló candidato».

Corpiños y balcones aparte, de lo que no hay la menor duda es que la princesa hizo algo más para salvar la vida de Fernando Maximiliano, y que fue arrodillarse ante Benito Juárez para pedirle gracia. Tal episodio tuvo lugar en el Palacio Gubernamental de San Luis Potosí, donde se había establecido el gobierno republicano, y en el prólogo a la edición española de «Las Memorias de la Princesa Salm Salm», Daniel Moreno nos recuerda que ese momento quedó inmortalizado en un cuadro debido al pincel de un conocido artista mexicano y que la escena se completa «con la figura del Licenciado Don Sebastián Lerdo de Tejada, quien en actitud mefistofélica se halla tras el presidente, denegando el perdón».

En las Memorias de la princesa, que antes de llegar a México y Querétaro se inician con los varios recorridos que hizo por la Unión Americana, y donde habla entre otras cosas de la fiebre espiritualista que les dio a los yankees por esa época, de los embalsamadores profesionales que seguían a los ejércitos americanos durante la Guerra de Secesión y de los hospitales flotantes que navegaban, blancos y silenciosos aguas abajo por el Mississippi, aparece ya su perro faldero «Jimmy» el cual, aparte de haber desarrollado en Querétaro una fobia contra el ruido de balas y tambores, se encariñó con el sofá que en su oficina de San Luis Potosí tenía Don Benito Juárez, y allí solía arrellanarse cada vez que la princesa iba a pedirle algo al presidente. Si otro perro viene a cuento —el número cuatro en este capítulo— es porque en las Memorias de Agnes —o Inés, llamémosla Inés— leemos que en una ocasión en que la princesa viajaba en tren de Nashville a Bridgeport, «Jimmy» saltó del tren durante una parada en medio del campo, el tren volvió a caminar, la princesa tiró del cordón de alarma, el tren se detuvo en medio del pánico de pasajeros y tripulación, «Jimmy», que corría como loco tras el cabús volvió a subirse al vagón y treparse al regazo de su ama, su ama lo regañó, llegó el conductor para a su vez regañar a la princesa, pero ésta le gritó, le puso los puntos sobre las íes, lo acusó de inhumano y de inconsecuente y el conductor acabó por pedir perdón, avergonzado: la mujer que era capaz de hacer eso y de seguir a su marido hasta México para salvar a un Imperio, y saltar trincheras al galope y bajo su parasol amarillo, las balas silbando alrededor de su negra y suelta cabellera y de enfrentarse a Leonardo Márquez en México y a Porfirio Díaz en Puebla y que cuando el general oaxaqueño le ordenó que dejara el país le contestó que tendría que cargarla de cadenas o fusilarla pero que jamás se iría sin ver a Escobedo, al que también se enfrentó, al fin, en su tienda de campaña en las afueras de Querétaro, una mujer así desde luego que era capaz también de desnudársele a un coronel o de arrodillársele a un presidente, además de planear, como lo hizo, la escapatoria de Maximiliano y su salida de México hasta el último detalle.

Los detalles, en realidad, no fueron muchos ni muy complejos. A instancias de Inés Salm Salm, Maximiliano accedió a que se llamara a Querétaro al representante de Prusia, el Barón Magnus. De todos modos era de esperarse que, aunque no fuera sino para hacer acto de presencia, se agregaran a Magnus los otros diplomáticos europeos que habían representado a sus respectivos países ante el Imperio. Así fue, y pronto llegaron Lago el austríaco, Hoorickx el belga y Curtopassi el italiano. Poco después los alcanzó Forest, el enviado especial del ministerio de Francia. La princesa quería contar con la complicidad de todos o de algunos de ellos, ya fuera para ejercer una presión concertada sobre el gobierno de Juárez, o para organizar la fuga. Una de las ideas de Inés era que las potencias extranjeras se comprometieran a pagar un rescate por Maximiliano, o bien a garantizar el pago de la deuda mexicana de la guerra si se le perdonaba la vida al Archiduque. La princesa estaba segura de contar con el apoyo de los países del otro lado del Atlántico, puesto que Maximiliano era considerado algo así como «el primo de Europa» en esos momentos. La idea no prosperó porque no había posibilidad alguna de que el gobierno republicano aceptase una proposición de esa naturaleza. La fuga, entonces, era la única solución que le quedaba a Maximiliano, tal como le aseguró a Inés el Coronel Villanueva.

El Barón Magnus consideró que la escapatoria era una locura, y así se lo expresó a la princesa, la cual muy pronto se dio cuenta de que la conducta de los representantes extranjeros en Querétaro sólo ayudaba a precipitar la catástrofe. Como americana, nos dice Inés, y por lo tanto «extraña a las ideas europeas» comprendía mucho mejor a los mexicanos que a los señores ministros. Inés subraya además que éstos, en su calidad de europeos, no creían que el gobierno de Benito Juárez se atrevería a tomar la vida de Maximiliano, porque sería un acto «que se encargarían de vengar todas las potencias europeas». Pero la princesa sabía muy bien que a Juárez y a su gabinete les tenía sin cuidado Europa, y que si el Archiduque era condenado a la pena capital —y así sería—, la sentencia habría de cumplirse. Inés Salm Salm habría confirmado su opinión si hubiera conocido las declaraciones hechas por el representante de Juárez en Washington: «Nadie en Europa nos daría crédito por nuestra magnanimidad», dijo Matías Romero, «porque no se supone que las naciones débiles sean magnánimas…».

El primer intento de fuga fue fijado para la noche del 3 de junio pero el día anterior llegó a Querétaro un telegrama que anunciaba la llegada, precisamente, del Barón Magnus y de los dos defensores de Maximiliano, De la Torre y Riva Palacios. Por esta razón, que a los príncipes Salm Salm no les pareció suficiente, Maximiliano pidió que se suspendiera el plan. Nunca tampoco se sabrá hasta qué punto Maximiliano quiso, en verdad, escapar. Se nos dice que, ya preso en las Teresitas, hablaba con sus allegados en voz alta de las diversas posibilidades de fuga, y que incluso en los últimos días se imaginaba, a veces, a bordo de la corbeta austríaca «Elisabetta» que por esos días estaba anclada en Veracruz, al mando del Capitán Groller. Así, trazaba con Blasio su secretario planes para el futuro. Pensaba viajar primero a Londres y después a Miramar para escribir la historia de su reinado. Proyectaba también viajes a Grecia, Nápoles y Turquía. Pero unos minutos después ponía los pies en la tierra y comenzaba a hablar del embalsamamiento de su cuerpo o de su testamento. Era entonces cuando aceptaba que era otro el que tendría que escribir esa historia: «Es usted el único que tiene posibilidad de regresar a Europa», le dijo un día al Doctor Basch, «así que ocúpese de escribirla y de hacerme justicia. Le propongo que la titule: “Los Cien Días del Imperio Mexicano”».

De todos modos, Inés Salm Salm sí sabía lo que quería y no estaba dispuesta a que nada la derrotara, y mucho menos la ineptitud o el miedo de los ministros europeos: ellos avalarían, también, los pagarés. A la idea de los pagarés se llegó por falta de dinero. Si ya durante el sitio Maximiliano se quejó de la falta de efectivo y había dicho que en adelante «se quedaría con un solo criado y que vendería su caballo y andaría a pie para economizar», ahora que estaba derrotado y preso, por supuesto que no tenía un solo tlaco, y que le sería imposible depositar en el banco del Señor Rubio cien mil pesos, como sugería en un principio Inés. Pero lo que sí podía hacerse era elaborar unas letras de cambio o pagarés firmados por Maximiliano y avalados por los ministros extranjeros. Maximiliano estuvo de acuerdo, pero los ministros no. A fin de cuentas, el Emperador firmó dos pagarés, cada uno por cien mil pesos, que serían liquidados por la casa de Austria sólo si la fuga tenía éxito. En los primeros días de la prisión de Maximiliano, algunos oficiales republicanos habían pedido dinero para dejar escapar al Archiduque, pero ninguno de ellos tenía la capacidad de organizar una huida y fueron ellos mismos los que se esfumaron con la plata en el bolsillo. Pero habían sido cantidades pequeñas: quinientos pesos por aquí, dos mil por allá. Ahora se trataba de sobornar, y bien, a los dos hombres en cuyo poder estaban los medios para permitirle al Archiduque la escapatoria: el Coronel Palacios, quien tenía «el mando supremo de la prisión», y el Coronel Villanueva «a cuyas órdenes estaban todas las guardias de la ciudad». A cada uno le tocarían, pues, cien mil pesos que, para esos pobres diablos —Inés Salm Salm nos dice que Palacios, por ejemplo, era un indio que apenas si sabía leer y escribir— debió ser una inmensa fortuna.

El representante austríaco, el Barón Lago, fue el único que estampó su firma en los pagarés, pero la firma desapareció muy pronto: reunidos los representantes extranjeros, lo convencieron de borrarla, y uno de ellos cogió unas tijeras y la cortó. De todos modos, al Coronel Palacios no lo iban a seducir unos pedazos de papel con garabatos, y no por la ignorancia que le atribuye Inés Salm Salm: dadas las circunstancias, y para emplear las palabras textuales de la propia Inés, «un bolsillo con oro habría hablado un lenguaje más persuasivo» no sólo a un indio semi-analfabeto —si es que Palacios lo era—, sino a cualquier oficial ilustrado que estuviera dispuesto a arriesgar el honor y el pellejo para salvar la vida de un invasor extranjero ya caído en desgracia y abandonado por todos. Palacios le devolvió la libranza a Inés, quien le dio entonces el anillo-sello del Emperador y le rogó que se lo entregara a Max en su celda: ésta era la señal convenida para el caso de que los planes de escapatoria fracasaran. Pero tampoco Palacios estaba dispuesto a hacerle ese servicio a la princesa y, tras probarse el anillo, se lo devolvió. Inés se lo entregó entonces al Doctor Basch para que se lo diera al Emperador. Era el 13 de junio de 1867. Esa noche huyeron de Querétaro el Barón Lago y Monsieur Hoorickx, dejando atrás sus equipajes, y adelantándose así, sin saberlo, a los deseos de Escobedo, quien decidió ordenar la expulsión de Querétaro de todos los representantes extranjeros implicados en la intentona de fuga. Escobedo mandó llamar también a la princesa para comunicarle que en unas horas saldría de Querétaro. Y así fue: con su recamarera Margarita, su falderillo «Jimmy» y su revólver de seis tiros, esa misma noche Inés Salm Salm partió, en una diligencia, rumbo a San Luis Potosí.

El día anterior se había iniciado en el Teatro Iturbide de Querétaro el juicio de Fernando Maximiliano y sus dos generales, Miguel Miramón y Tomás Mejía. El historiador mexicano José Fuentes Mares, quien hacia el final de su libro «Juárez y el Imperio» se vuelve un poco novelista y elabora e imagina situaciones y diálogos, nos pinta una escena entre el Emperador y el francés Forest en el curso de la cual Maximiliano se niega, de manera categórica, a asistir al juicio: «Mañana se me juzgará, ¿no es así?», le dice al enviado francés. «Pues bien, no voy a comparecer ante ese tribunal. ¡Jamás, oiga usted, Forest! Antes arrostraré cualquier riesgo. No me sentaré en el banquillo de los criminales. ¡Jamás, óigalo bien!». Y, aunque Forest se encargó de recordarle a Su Majestad que el banquillo de los acusados había sido un «pedestal» para Luis XVI y María Antonieta, Maximiliano se salió con la suya y se le juzgó en ausencia: el médico en jefe del ejército republicano, el Doctor Rivadeneira, certificó que su salud no le permitiría asistir. Y después de todo, eso no era un invento: Maximiliano estaba muy enfermo.

Aquellos que, a como dé lugar, quieren asesinar a Maximiliano en Querétaro, encuentran en muchos de los detalles pintorescos o de mal gusto que rodearon al juicio pruebas que, según ellos, refuerzan sus argumentos. Les escandaliza, primero, que el juicio se haya efectuado en un teatro. Pero Querétaro era una ciudad pequeña, nunca antes se había realizado en ella un juicio de tan enorme importancia —nunca, incluso, en toda la historia de México— y es probable que el recinto más apropiado, por su amplitud, haya sido el teatro. Que la sala tuviera el nombre del primer emperador de México, y que éste hubiera muerto fusilado por sus compatriotas, fue sólo una ironía más de las tantas que persiguieron a Maximiliano toda su vida. Pero del nombre del teatro los juaristas no tenían la culpa.

Sin embargo, teatro al fin, «la sala» —le escribió Forest a Alphonse Danó— «estaba iluminada como para una representación». Muchos quisieron ver en el juicio sólo eso: la representación de un drama aprendido de memoria, de una farsa sangrienta de la cual lo mismo los defensores que el fiscal, el juez y el público, los miembros del tribunal y el propio acusado, fueron cómplices y actores: todos sabían cuál era el final, trágico o inevitable.

El final, en efecto, estaba previsto, y no porque el drama se desarrollara en México y México fuera un país de salvajes, sino porque en cualquier otro país de Europa y del mundo de esa época y de ésta, hubiera tenido el mismo desenlace: Maximiliano era el usurpador extranjero del poder establecido —y constitucional por añadidura— y había sido el principal instrumento de una invasión extranjera que lo afianzó en un gobierno ilegal. Por supuesto, Europa no estaría dispuesta a considerar como civilizado este desenlace. De hecho, la mayoría de los europeos que participaron en la aventura, no tenía la intención de reconocer nada, en México, o en la actitud de Juárez y su gobierno, que mereciera ese adjetivo. Por ejemplo, el Príncipe Salm Salm, en sus Memorias, se extraña que Escobedo no hubiera cumplido sus «siniestras promesas» en contra de él, Félix, tras de que éste participara en un segundo intento para que Maximiliano huyera y agrega que eso —el no llevar a cabo las amenazas de un castigo— no hubiera ocurrido en cualquier país más civilizado. Esta actitud le daba la razón a Matías Romero.

Lo asombroso es que, a pesar de todo, Maximiliano estuvo a punto de salir vivo de la aventura porque —ya declarado culpable—, aunque tres de los miembros del tribunal votaron por la pena de muerte, otros tres votaron por el destierro perpetuo. Este empate, que se resolvió con el voto del Coronel Platón Sánchez, presidente del tribunal, demuestra que sus miembros no estaban tan prejuiciados como hubiera podido suponerse y que el gobierno de Juárez no necesitaba untarles la mano —como dice el Doctor Des Vaulx que lo hizo— para que condenaran a Maximiliano a la pena capital.

En su «Diario», en la página correspondiente al 13 de junio, el Doctor Basch cita a Maximiliano diciendo: «Dios me perdone, pero se me figura que han elegido a los que tenían mejor uniforme para que al menos la exterioridad apareciese decente». Imposible averiguar, a estas alturas, los antecedentes de todos los miembros del tribunal. Pero de su presidente y del fiscal, sí existe cierta información. Este último, Manuel Aspiros, se había distinguido como abogado y político en su estado natal, Puebla, y después de 1867 y hasta su muerte, ocurrida en Washington cuando era Embajador de México, se desempeñó en varios cargos diplomáticos. Nada indica que no haya estado capacitado como fiscal.

El Coronel Platón Sánchez, descrito por algunos autores como «un hombre en elegante uniforme, con guantes de cabritilla», murió pocos meses después del juicio en un lugar llamado Rancho de Lobos, asesinado por unos soldados del Regimiento de la Emperatriz —los que comandaba Miguel López— que se habían agregado a las filas republicanas. No le quedó tiempo, pues, de hacerse conocer más tras haber conquistado, por el solo hecho de ser el presidente del tribunal, un lugar en la historia de México. Pero existen ciertos antecedentes del Coronel Sánchez que figuran en el «Diario» que el General Francisco P. Troncoso escribió del sitio de Puebla de 1863. En sus páginas, Troncoso, quien no podía entonces sospechar la clase de inmortalidad que le estaba reservada a Platón Sánchez, además de destacar «el valor indomable» del entonces capitán, se refiere a él como un hombre de una generosidad extraordinaria.

Por otra parte, la defensa de Maximiliano corrió a cargo de dos de los abogados de mayor prestigio del México de esa época: el Licenciado Mariano Riva Palacio —padre por cierto del general republicano autor de los versos de «Adiós Mamá Carlota»—, y a quien Maximiliano había ofrecido, en alguna ocasión, la cartera del Interior. El otro fue el Licenciado Rafael Martínez de la Torre quien rehusó cobrar los honorarios por su defensa, por lo cual el Emperador Francisco José le envió a México, de regalo, una vajilla de plata. Ambos encargaron a los licenciados Eulalio Ortega y Jesús María Vázquez que se ocuparan en Querétaro «de los trabajos de la defensa jurídica» y marcharon hacia San Luis Potosí para ver al Presidente Juárez. Sus propósitos eran: uno, pedir más tiempo para preparar la defensa. Dos, solicitar del presidente el indulto de Maximiliano.

Riva Palacio y Martínez de la Torre se quejaron amargamente de los pocos días que les quedaban para preparar la defensa, y perdieron, en busca de más tiempo, un tiempo precioso: ellos querían un mes más, y Juárez sólo concedió tres días de prórroga. El juicio se inició, sin embargo, un mes después de la caída de Querétaro y desde el primer día se supo que Maximiliano sería juzgado. Nadie ignoraba tampoco de qué se le acusaría y cuál sería el fallo casi seguro del tribunal, ya que Maximiliano había firmado su propia sentencia de muerte al emitir el Decreto del 3 de octubre. Por cierto, los defensores, en una larga y conmovedora carta dirigida al Presidente Juárez en vísperas de la iniciación del juicio, atacaron lo que describieron como la terrible y monstruosa Ley del 25 de enero, pero el Licenciado Juárez se encargó de recordarles que la Ley había sido expedida antes de que el Archiduque viajara a México, y que además un enviado del gobierno republicano, Don Jesús Terán, había visitado al Archiduque en su Castillo de Miramar, para advertirle sobre los peligros y riesgos de la empresa.

En lo que al indulto se refiere, los defensores de Maximiliano cometieron un error: lo pidieron antes del fallo y, como contestó el gobierno, no era posible condenar una sentencia antes de que ésta fuera pronunciada. Cuando, pasado el juicio, los abogados insistieron en el perdón presidencial, Juárez respondió que «la ley y la sentencia» eran en esos momentos «inexorables», porque así lo exigía «la salud pública». La misma salud pública, agregó el presidente, «también puede aconsejarnos la economía de sangre, y éste será el mayor placer de mi vida». Cabe aquí recordar que, tras la caída de Querétaro y del Imperio, se ejecutó a muy contadas personas: Maximiliano, Mejía, Miramón, Méndez, O’Horan y Vidaurri entre ellas.

La lectura cuidadosa de la llamada «Causa de Fernando Maximiliano de Habsburgo que se ha titulado Emperador de México y de sus llamados generales Miguel Miramón y Tomás Mejía sus cómplices en delitos contra la Independencia y la Seguridad de la Nación, el Orden y la Paz Pública, el Derecho de Gentes y las Garantías Individuales», y contenida en un libro de más de seiscientas apretadas páginas, puede ayudar a disipar las dudas sobre la capacidad legal y moral del fiscal y de los abogados de Maximiliano. El manuscrito estuvo perdido durante once años. En 1878, un general de nombre Tolentino, advertido que se trataba de introducir a Guadalajara un contrabando de cacao y canela entre los bultos de un equipaje del ejército, ordenó que se efectuara el registro correspondiente y allí, tembloroso y amarillento y —si el contrabando era cierto— perfumado por la canela y el cacao, apareció el manuscrito. «¡A esto no le debe dar ni el aire!», exclamó, alborozado, el General Tolentino. Gracias a este increíble hallazgo, y a que no le dio el aire al manuscrito, se conservó un documento de enorme valor histórico, en el que puede apreciarse todos los esfuerzos no sólo de los defensores por salvar al Archiduque, sino también los del fiscal por dignificar el juicio. También las argucias a las que acudieron el Emperador y sus abogados, como por ejemplo: uno, el desconocimiento de la competencia del tribunal por ser «de carácter político» los cargos que se le hacían a Maximiliano, según alegaban; dos, el énfasis en la abdicación retroactiva que habría tenido efecto al momento de ser vencido y arrestado; tres, la insistencia en las intenciones puras y la buena fe de Maximiliano. El fallo del tribunal fue unánime, y al Emperador y sus dos generales se les halló culpables. Fueron trece los cargos que se le hicieron a Maximiliano —otra vez el número de la mala suerte— y, como se ha señalado, en su caso la pena capital fue decidida por el voto del presidente del tribunal.

El Teatro Iturbide de Querétaro, réplica en dimensiones reducidas del Gran Teatro Nacional de la ciudad de México, y en cuyo techo, y entre nubes y auras de gloria aparecían ilustrados siete dramaturgos mexicanos y dos españoles —uno de estos últimos el amigo de Maximiliano, José Zorrilla— tenía cabida para dos mil espectadores y sí es probable que, como señalaba Foster, la sala haya estado «iluminada como por una representación», ya que no había razones para efectuar un juicio a media luz. Es posible, por otra parte, que se haya vendido boletos al público como dicen algunos autores, pero en todo caso la operación debió realizarla algún vivo por cuenta propia y no por cuenta del gobierno, y también es desde luego posible que alguna gente comiera durante el juicio, aunque ésa no sería una característica exclusiva del público mexicano: en Francia, en la época del terror, había mujeres que tejían y comían mientras a unos cuantos metros de ellas rodaban en el patíbulo las cabezas de los condenados por la revolución. Entrar en detalles: Harding dice que los asistentes al juicio de Maximiliano estaban comiendo chirimoyas y piñones, resulta superfluo: lo mismo daba si eran naranjas o castañas asadas lo que comían las mujeres francesas al pie de la puerta al otro mundo que, según algunos, fue inventada por el Doctor Louis Guillotin, según otros, por el Doctor Antonin Louise.

El 15 de junio, como hemos mencionado, el General Mejía entró en la celda de Maximiliano y dijo tener noticias del fallecimiento de Carlota en Europa. Al parecer, esta era una mentira urdida por Mejía y Miramón, para facilitarle a Maximiliano su tránsito al otro mundo: Basch nos dice que, si bien este fue un golpe terrible para el Emperador, al mismo tiempo le hacía «menos doloroso el abandonar la vida». Estando ya la Emperatriz «entre los ángeles», Maximiliano tenía un vínculo menos en este mundo, y así lo expresó. En sus Memorias, Basch nos cuenta que a las doce del día del 16 de junio se presentó en las Teresitas el «nuevo Fiscal González» quien, de pie en el umbral de la puerta de la celda de Maximiliano, leyó la sentencia. Dice el Doctor Basch que Maximiliano escuchó la lectura «pálido, pero sonriendo» y que después se volvió a su médico y amigo y le dijo: «La hora fijada es a las tres; tiene usted más de tres horas para hacer las cosas sin atarearse». A continuación, le dictó una carta a Blasio, dirigida a Don Carlos Rubio, y en la cual le solicitaba un préstamo para el embalsamamiento y el transporte de su cuerpo. Se dijo misa después en la celda de Miramón, y los tres condenados recibieron el Santo Viático. Poco antes de las tres, Maximiliano se quitó su anillo nupcial y se lo entregó a Basch. «Dígale usted a mi madre», le suplicó el Emperador, «que he cumplido con mi deber de soldado y que muero como cristiano». A Blasio le entregó su fistol y sus mancuernillas y al Príncipe Salm Salm sus cepillos del pelo y otros objetos de uso personal. Pero «dieron las tres», nos dice Basch, «y nadie se presentó para llevarse al Emperador y los generales». Nadie en realidad iba a llevárselos ese día, y el anillo nupcial volvió al dedo de Maximiliano, porque en San Luis Potosí el representante de Prusia, el Barón Magnus, había obtenido de Juárez que la ejecución de la sentencia se suspendiera hasta el día 19 de junio a las siete de la mañana.

Y es aquí donde vuelve a aparecer la Princesa Salm Salm con su recamarera Margarita, y su faldero «Jimmy», para eternizarse, en la historia de México, como la bella extranjera que se postró de hinojos ante el Presidente Benito Juárez para rogarle que le salvara la vida a Maximiliano.

Otros extranjeros, como era de esperarse, intervinieron con el mismo objeto. Garibaldi le envió a Juárez un mensaje, en el que le solicitaba clemencia. Lo mismo hizo Víctor Hugo, aunque se dice que su carta llegó después de la ejecución. De cualquier manera, no es de suponerse que hubiera influido en la decisión de Juárez. Por su parte, lo primero que hizo Inés de Salm Salm, fue exhortar al presidente americano Johnson para que pidiera, al menos, un nueva suspensión de la sentencia. Juárez, sin embargo, estaba arrepentido de haberla pospuesto: los periodistas extranjeros habían dicho que el «indio sanguinario» «sediento de sangre», lo único que deseaba era «prolongar el suplicio del Archiduque». Y el presidente americano tampoco podía hacer más: Wydenbruck, el ministro austríaco en Washington, le había solicitado al Secretario de Estado Seward la intervención de su gobierno, y Johnson le había telegrafiado a Campbell, el nuevo representante americano ante el gobierno de Juárez, para ordenarle que se trasladara de inmediato de Nueva Orleáns —donde se había refugiado— a San Luis Potosí para interceder por la vida del Archiduque. Pero Campbell, como el Barón Lago, se moría del miedo, y prefirió renunciar a su cargo que viajar a México.

En la víspera de la ejecución, a las ocho de la noche, Inés Salm Salm solicitó una audiencia con Benito Juárez, quien la recibió de inmediato. El presidente, nos dice la princesa en sus Memorias, estaba «muy pálido y parecía sufrir intensamente». Inés cayó de rodillas ante Juárez y le pidió que perdonara a Maximiliano. El presidente trató de alzarla, pero la princesa se abrazó a sus piernas y Juárez, nos cuenta Inés, con los ojos húmedos le dijo:

«Me causa verdadero dolor, señora, el verla así de rodillas; mas aunque todos los reyes y todas las reinas estuvieran en vuestro lugar, no podría perdonarle la vida. No soy yo quien se la quita: es el pueblo y la ley que piden su muerte; si yo no hiciese la voluntad del pueblo, entonces éste le quitaría la vida a él, y aun pediría la mía también».

Aunque Juárez, que parecía siempre convencido de lo que decía de sí mismo, expresó una vez «no es mi fuerte la venganza», algunos historiadores europeos no lo creyeron y han querido ver en su inflexibilidad —«jamás un atentado contra el Principio de las Nacionalidades había sido tan pronta ni tan terriblemente castigado», dijo Emile Ollivier— un acto de venganza a nivel tanto individual y consciente, como colectivo y subconsciente: Moctezuma, al fin, se desquitaba de Cortés. El mexicano Fuentes Mares, sin embargo, afirma que se trataba de una vez por todas de resolver esa viejísima querella: la eterna lucha entre liberales y conservadores. Casi medio siglo de guerra civil, dice Fuentes Mares, reclamaba esa sangre. La muerte del Archiduque era, pues, según el mexicano, una necesidad política interna del gobierno de Benito Juárez.

Al salir, Inés encontró en la antesala de la oficina presidencial «a más de doscientas señoras de Querétaro» que iban, también, a implorar clemencia. Poco después, Juárez recibió a la mujer de Miramón que llegó con sus hijos, y la cual se desmayó cuando el presidente le dijo que no había nada que hacer. Así lo entendió por su parte el Barón Magnus, quien se dirigió a Querétaro con el Doctor Szänger el cual, según deseos del ministro prusiano, podría intervenir en el embalsamamiento del cuerpo del Emperador.

Fernando Maximiliano, además de escribir sendos mensajes dirigidos a sus abogados para agradecerles su «enérgica y valiente defensa», le envió también una carta a Benito Juárez. José Fuentes Mares nos dice que, aunque la carta fue escrita el día 18 de junio, Maximiliano le puso 19, para que llevara la fecha del día de su muerte. En ella, el Archiduque afirmaba: «afronto con gusto la pérdida de la vida, si este sacrificio mío puede contribuir a la paz y a la prosperidad de mi nueva Patria», y pedía clemencia por Miramón, por Mejía, por todos los demás: «… os conjuro de la manera más solemne, y con la sinceridad propia del momento en que me hallo, a que mi sangre sea la última que se derrame…».

A las cinco de la tarde del día 18, cuenta el Doctor Basch, llegó a Querétaro la respuesta a la solicitud de Maximiliano: no había gracia para sus generales. A las ocho, el Emperador se metió en la cama y el Doctor Basch se quedó a su lado. El médico del Emperador narra que, hacia las once y media de la noche, se presentaron el Doctor Rivadeneira y el General Escobedo. Basch los dejó solos, y cuando Escobedo se retiró, con un retrato autografiado del Emperador, Maximiliano le dijo a su médico: «Lo que Escobedo quería era despedirse de mí. De mejor gana hubiera yo seguido durmiendo».

Y así fue: Maximiliano volvió a dormirse, pero sólo por unas cuantas horas: despertó a las tres y media de la mañana. Era el 19 de junio. A las cuatro llegó el Padre Soria. A las cinco, nos dice Basch, Maximiliano oyó misa con sus dos generales, y a las seis y cuarto almorzó: carne, café, media botella de vino tinto y pan.

Maximiliano volvió a entregarle a Basch su anillo nupcial y también un escapulario que sacó del bolsillo del chaleco pidiéndole que se lo llevara a su madre. En otras crónicas, sin embargo, se dice que el escapulario que llevó Basch a Viena estaba atravesado por una de las balas disparadas en el Cerro de las Campanas y, si fue así, Maximiliano por supuesto nunca se lo dio a Basch y fue éste, en todo caso, el que lo recogió del cadáver. Sea como fuere, el caso es que el Doctor Basch llevó a Miramar y Austria una serie de objetos que le encomendó el Emperador, y según se afirma entre ellos estaba, con o sin agujeros de bala, el escapulario destinado a su madre, y el anillo. Al Emperador de Austria, Basch le entregó la cruz de caballero de la Orden del Águila, y una medalla de oro con la imagen de la Virgen María. A la Emperatriz Isabel, su cuñada, le tocó un abanico. Sofía, al parecer, recibió también un retrato de Maximiliano bordado por las señoras de Querétaro. Al Archiduque Carlos Luis le tocó el anillo-sello, y a su hermano Luis Víctor una medalla de plata con otra efigie de la Virgen. Victoria la Reina de Inglaterra se quedó con un medallón que contenía un bucle de cabellos de la Emperatriz Carlota. La Reina Carolina Augusta recibió un rosario. El Doctor Zelley, médico en jefe de la Casa Imperial, la «Historia de Italia» de César Cantú. Leopoldo II de Bélgica la Orden de Guadalupe que llevaba Maximiliano al cuello al entrar en Querétaro y su hermano, el Conde de Flandes, el reloj y la cadena. El capitán de navío Radouch, un espejito de mano que usaba el Emperador. La Princesa María Auersperg, antigua dama de honor de Carlota, un abanico de hojas de palma. El Conde Hadik de Futak, quien había sido gran chambelán de Maximiliano en sus tiempos de Archiduque, un par de botones de camisa, y el Marqués Corio unas espuelas de oro. Basch entregó también al gran chambelán el sombrero que usó Maximiliano durante su cautiverio en Querétaro y que fue el que le dio a Tüdös al llegar al Cerro de las Campanas: Maximiliano había pedido que se llevara al Museo de Miramar.

A las seis de la mañana, cuatro mil hombres, a las órdenes del General Jesús Díaz de León, formaron cuadro al pie del cerro, en espera del Archiduque y de sus generales. A las seis y media, se presentó ante Maximiliano el Coronel Palacios con la escolta. Afuera del convento, había tres coches de alquiler, con los números diez, trece y dieciséis. Esta vez, no le tocó el número de la mala suerte a Maximiliano, quien subió al primero en compañía del Padre Soria. En el segundo iba Mejía con el Padre Ochoa, y en el tercero Miramón con el Padre Ladrón de Guevara.

Los hombres encargados de escoltarlos hasta el Cerro de las Campanas pertenecían al Batallón de Supremos Poderes y a los cazadores de Galeana. Según descripciones de la época, abrió la marcha un escuadrón de lanceros. Un batallón de infantería en dos filas de cuatro en fondo marchaba a los flancos de los condenados. Un grupo de franciscanos seguía los carruajes, con cirios encendidos y agua bendita. A la retaguardia iban unos hombres que cargaban tres ataúdes negros y tres cruces, negras también.

Las calles de Querétaro estaban vacías, y todas las ventanas y las puertas, los balcones de la ciudad, permanecieron cerrados.