XIX

CASTILLO DE BOUCHOUT
1927

Pero para que yo le diga al mundo quién fuiste tú, Maximiliano, me tengo que aliviar de lo que me contagiaste.

¿O por qué crees que mi prima Victoria murió llena de tristeza porque nunca le perdonó al Príncipe Alberto que se hubiera ido cuarenta años antes que ella, cuarenta años durante los cuales el fantasma del príncipe alemán disfrazado de escocés y con la orden de la jarretera en la pierna y seguido de todos sus caballos y perros favoritos la acompañó en los Salones de Sandringham, en los Jardines de Osborne, en los corredores del Palacio de Buckingham y en sus habitaciones de Balmoral donde ni John Brown ni Abdul Karim, ni las estatuillas de jade robadas del palacio de verano de Pekín ni la vajilla de oro de Carlos Segundo le hicieron olvidar un solo minuto la muerte de su adorado Alberto porque su fantasma le susurraba al oído que había sido su hijo, mi sobrino Eduardo Séptimo, y no la fiebre tifoidea lo que lo había matado de un disgusto por haberse hecho amante de Nelly Clidfen, y ni el jubileo de oro de Victoria, ni la guirnalda de plumas de colores que en esa ocasión le regaló la Reina de Hawai, ni la presencia de su nuera favorita la Princesa Alejandra que estaba coronada de rosas, ni la presencia, el día en que de rodillas en la Abadía de Westminster le dio gracias a Dios por haberla dejado reinar medio siglo y por haberle dado tantos hijos, de todas las dinastías de Europa: los Borbones y los Habsburgo, los Romanov y los Hohenzollern, los Coburgo y los Saboya, los Wittelsbach, los Hesse, los Braganza y los Bernadotte, le impidieron escuchar al fantasma de Alberto presente allí también en el Te Deum y el himno de los que él había sido autor, y en las palabras que le susurraba a Victoria para recordarle que Eduardo el Príncipe de Gales, el mismo que esa mañana había desfilado bajo el Arco del Almirantazgo vestido con su uniforme rojo de mariscal de campo era un sibarita irresponsable, un mujeriego impenitente, un vicioso que jugaba bacarat en los casinos clandestinos de Londres, un frívolo que bailaba el can-can con la Duquesa de Manchester y un príncipe, en fin, con el que se habían reavivado una vez más el rencor y los malentendidos que existieron siempre, desde el reinado de Jorge Primero de Inglaterra, entre los monarcas y los príncipes herederos de la corrupta dinastía de los Hánnover, y porque mientras Victoria le daba gracias a Dios por haberle regalado la mitad del Canal de Suez y haberla hecho emperatriz de un vasto dominio donde jamás puso un pie, la India el fantasma del Príncipe Alberto le recordaba al oído que uno de sus nietos, el Duque de Clarence, el mismo que vestido de azul había desfilado esa mañana junto a su padre el Príncipe de Gales, era un pervertido que frecuentaba los burdeles de pederastas que tanto le gustaban a Lord Somerset, y un perdido que a los dieciséis años había tenido por amante a un marinero que le contagió las sífilis y quizás hasta un asesino porque de él se dijo a su muerte a los veintiocho años que él, el Duque de Clarence, nieto de la Reina Victoria de Inglaterra había sido el mismo hombre que se dedicaba en las noches a destazar a puñaladas a las prostitutas de Londres y a quien se le conocía como Jack el Destripador? ¿Sabes por qué, Maximiliano, sabes por qué mi prima Victoria murió agobiada no sólo por la ciática y las cataratas y los años, sino también por la tristeza: inmensamente triste por morir en los brazos de un hombre que aborrecía, su nieto el Káiser Guillermo Segundo de Alemania, irremediablemente triste porque al otro lado del canal su adorada hija Vicky, la madre del káiser, agonizaba carcomida por el cáncer y en unos cuantos meses más moriría ella también en el momento justo en que una mariposa entrara por la ventana de su habitación para llevársela al cielo pero sólo en alma porque su cuerpo desnudo y envuelto en la bandera del Reino Unido regresaría a una Inglaterra donde no estaría ya su madre eterna para llorarla? ¿Y sabes por qué algo más doloroso, infinitamente más doloroso que el cáncer prolongó durante años la agonía de Vicky y que fue no sólo el desprecio que siempre sintieron por ella sus súbditos prusianos que la llamaban die Engländerin, sino más que nada la amargura de haber reinado apenas por unos meses, porque quien pudo haber sido otro Federico el Grande de Alemania, su marido, el príncipe más apuesto de toda Europa, sólo se sentó en el trono de los káiseres durante noventa y nueve días en los que no dijo una sola palabra y no por negarse a abrir la boca como tu primo el rey mudo Otto de Baviera, que si lo hizo fue porque estaba tan loco como su hermano Ludwig, sino porque Federico tenía la garganta podrida, según unos por el cáncer, según otros por la sífilis que dieciocho años antes le había contagiado una bailarina española y le habían extirpado ya las cuerdas vocales? ¿Sabes por qué, Maximiliano, cuando en su viaje de bodas Federico y Vicky llegaron al Old Schloss para pasar allí su primera noche también, como nos pasó a nosotros en el Palacio Nacional de México lo encontraron habitado por las chinches y los murciélagos, sabes, dime, por qué se le murieron a Vicky los hijos que más quería y el que estaba destinado a ser el futuro Emperador Guillermo Segundo de Alemania, le nació con el brazo izquierdo atrofiado y la odió siempre, la echó a la muerte de su padre del Friedrichskron el palacio donde vivía con él y ya que no podía arrebatarle a Vicky el recuerdo de Federico le arrebató el nombre al palacio? ¿Sabes por qué ese mismo káiser cuyo brazo sano sostuvo la almohada donde murió mi prima Victoria, y que quiso ser otro Napoleón sin pelear sus batallas, el mismo al que tanto torturaron cuando era niño mi sobrina Vicky y su maestro de equitación con tal de que aprendiera a montar a caballo sin caerse como se cayó, el infeliz, tantas veces, fue un pobre diablo arrogante amigo de pederastas como el Conde von Eulenberg, que quiso ser poeta y militar y arquitecto y pintor y escritor y no fue nada, y que poco antes de que se derrumbara el Segundo Reich y tuviera que huir a Holanda con la cola entre las piernas se dedicó a serruchar madera y a tomar té mientras sus generales decidían la guerra? ¿Sabes por qué, Maximiliano, mi sobrino Guillermo nunca llegó a ser el nuevo César destructor de las Galias a pesar de que así se lo juró a Bismarck frente a un busto del gran emperador romano, sabes por qué nunca se transformó en el nuevo Carlomagno de la historiaba pesar de que se lo juró a sí mismo cuando colocó una ofrenda floral sobre el sepulcro de Saladino?

Por lo mismo, Maximiliano, que tu caballo Orispelo se tropezó en el camino a Querétaro.

¿Sabes por qué, Maximiliano, Victoria murió infinitamente triste porque al mismo tiempo que le daba gracias a Dios por haberle dado como marido a Alberto al mismo tiempo no le perdonaba su muerte temprana, como tampoco podía perdonarle que tres años antes de ese su jubileo de oro se hubiera muerto su hijo Leopoldo el Duque de Albany, el primero de sus descendientes a los que ella misma había transmitido la enfermedad real, la hemofilia? ¿Sabes por qué, Maximiliano, la soberana de lo que llegó a ser el Imperio más grande del mundo fue portadora de una enfermedad que condenó a dieciséis de sus hijos y sus nietos varones a la más precaria y quebradiza de todas las vidas y los hizo tan vulnerables que cualquier anarquista o loco que hubiera querido asesinar al Duque de Albany o a los biznietos de Victoria el Príncipe de Asturias y a su hermano Don Gonzalo no hubiera necesitado acudir como Orsini o Beresowski, como Ravaillac o Princip a una bomba o una daga, una pistola, porque para matarlos le hubiera bastado la espina de una rosa?

Por lo mismo, Maximiliano, que te traicionaron Leonardo Márquez y nuestro compadre López.

¿Y sabes por qué, Maximiliano, Alfonso Trece además de tener esos dos hijos hemofílicos tuvo otro hijo sordomudo, Don Jaime? ¿Sabes por qué de nada le sirvió ser presentado al mundo en una bandeja de oro, de nada ser monarca desde el momento en que salió del vientre de su madre y lanzó su primer chillido? Me ha dicho el mensajero que asesinaron a tres de sus ministros, que las mujeres de Cataluña arrojaron al mar los fusiles de los soldados que envió a Marruecos, y los hombres le prendieron fuego a cuarenta templos de Barcelona. Me dijo, también, que España perdió sus últimas posesiones en América y las islas que en su nombre eternizaban el de Felipe Segundo, y que Alfonso es un rey fantoche porque es el General Primo de Rivera el que hace y deshace en España. ¿Y sabes por qué? ¿Sabes por qué a Alfonso de nada le sirvió casarse con la que fue después de Sisi la reina más hermosa de Europa, mi sobrina Ena, nieta de mi prima Victoria y ahijada de Eugenia, porque nunca fueron felices y eso debió saberlo él, Alfonso, debió imaginarlo cuando desde un balcón de la Calle Mayor de Madrid cayó el día de su boda como una advertencia venida del cielo, como un signo ominoso, un ramo de flores que estalló frente a su carruaje, destripó a los caballos, mató a dieciséis personas, desgarró el uniforme y las condecoraciones de Alfonso y manchó de sangre, sangre humana y sangre de caballo las zapatillas plateadas, el vestido blanco inmaculado de la pobre de Ena? ¿Sabes por qué al puerco y libertino de Alfonso Trece que tantas veces le puso los cuernos a mi sobrina Ena, de nada le sirvió haber sido bautizado con las aguas del Río Jordán? ¿Sabes por qué, Maximiliano, en el reino de España cada noche se pone el sol?

Por lo mismo, Maximiliano, que a ti y a mí nos corrieron del Lombardovéneto.

¿Y sabes por qué, Maximiliano, la nieta favorita de Victoria, Alix, se casó con el Zar Nicolás Segundo no sólo para transformarse en la zarina de todas las Rusias, sino también para volverse loca, para hundirse en la oscuridad y el fanatismo, para rodearse, en sus habitaciones atiborradas de tapices, muebles y alfombras mientras su pueblo era masacrado en los patios del Palacio de Invierno de San Petersburgo y se amotinaba la tripulación del acorazado Potemkin y la flota rusa era vencida en Tsushima por los hijos del Sol Naciente? ¿Sabes por qué, mientras su Imperio se derrumbaba, y con él los sueños de Nicolás de anexarse a la Manchuria, someter al Tíbet y conquistar Corea, a Alejandra se le incendiaba el alma con los oráculos y hechizos de Gregory Yefimovich Rasputín, un monje loco y asesino, ladrón de caballos y ladrón de almas que le juró que mientras él estuviera a su lado no moriría desangrado su hijo pero que no le dijo que dos años después de ser asesinado él mismo por tres nobles rusos, ese hijo hemofílico, y con él sus hermanos y la propia Alejandra y Nicolás Segundo morirían todos juntos, fusilados por los guardias rojos en Ekaterimburgo?

¿Sabes, dime, por qué tu sobrino el Emperador Carlos Primero de Habsburgo y Lorena se exilió en Madeira para dejar de hacer el ridículo: dos veces intentó entrar a Hungría y dos veces lo echaron, se disfrazó de jardinero y se vendó el rostro para que no lo reconocieran, firmó con lápiz la renuncia a un Imperio Austro-Húngaro que ya no existía, a él y a Zita los echaron a patadas, les robaron sus joyas, los sacaron de Europa a bordo de un paquebote inglés por el Danubio, y Carlos murió de consunción y de tristeza mientras Austria le pedía limosna al mundo y los chambelanes del reino tenían que trabajar de bomberos, los barones de pianistas, los coroneles de jardineros y los caballos lipizzaner de la Escuela de Equitación Española de Viena arrastraban por las calles carromatos de carbón? No volví nunca a acostarme contigo, y por eso no me contagiaste los chancros que trajiste del Brasil. Pero me contagiaste algo peor, Maximiliano. ¿Por qué crees tú que a Sisi la asesinó un albañil? ¿Por qué piensas que tu cuñada el Arcángel Negro, una tarde transparente en la que resplandecía de sol la cumbre del Monte Blanco, y en la que caminaba del brazo de la Condesa Sztaray a orillas del Lago Leman después de escuchar en una caja de música la obertura de Tannháuser murió como tenía que morir: con un estilete clavado en el pecho y con el corazón que le rebosaba de amargura porque tuvo una hija bastarda a la que no volvió a ver jamás y porque sabía que no era ella, la Emperatriz de Austria, sino Katherina Schratt, la amante que ella misma echó en brazos de Francisco José para que le amarrara el corazón con salchichas y chorizos en su Quinta Felicitas la que iba a llorar a ese hombre a quien tanto quiso querer y nunca pudo? ¿Por qué crees que Lucheni nunca encontró al Duque de Orleáns, que era al que quería asesinar, pero sí encontró en su camino a la orilla del lago a la Emperatriz de la Soledad, a la Sibila de Corfú que arrastraba de balneario en balneario, de isla en isla, de Madeira a Baden Baden, de Lainz a Ischl, a Malta, a Palermo, al Convento de Paleocastrizza, el recuerdo vivo de tu sobrino, su hijo Rodolfo, muerto en el pabellón de caza de Mayerling por su propia mano? ¿Por qué crees que durante los últimos diez años de su existencia Sisi se vistió de negro y huyó de tu hermano, huyó de Viena la ciudad maldita, huyó de la vida y ni montar a caballo o caminar por los bosques hasta caer de fatiga, ni comer carne cruda y beber sangre de toro, ni entregarse a las manos de masajistas y peluqueros, de profesores de esgrima y cazadores de zorras le hicieron olvidar jamás la cara de su hijo Rodolfo en cuya frente y al calor de los cirios cuando lo estaban velando empezó a escurrirse, derretida, la cera color de rosa en la que le taparon el agujero de la bala que le levantó la tapa de los sesos, como tampoco podía olvidar que la cara que en las mañanas contemplaba en el espejo no era ya la imagen de la emperatriz más bella de Europa, sino el retrato de una vieja donde la muerte labraba cada día surcos nuevos para sembrar en ellos las flores de su carroña y que en vano trató de ocultar a los demás y a sí misma con sus espesos velos negros y la sombra violeta de sus sombrillas?

Cómo te hubiera gustado, sí, Maximiliano, que yo te abriera las piernas una y muchas veces más para satisfacer tus deseos inmundos. No lo hice, y no me envenenaste la sangre, pero bastó que te conociera, bastó que te amara alguna vez, para que envenenaras mi vida. ¿Por qué crees que murió Rodolfo en Mayerling? ¿Tú crees que se murió de amor porque siendo el heredero de una monarquía católica no podía divorciarse de mi sobrina Estefanía? ¿Tú crees que porque no podía casarse con María Vetsera, por eso la mató con su rifle y la cubrió de rosas y lloró su muerte toda la noche y al amanecer se pegó un tiro y cayó abrazado al cadáver de esa putilla de diecisiete años que le había enseñado a fumar hachís para volverlo loco? Y si de verdad Rodolfo estaba loco, y fue eso lo que la Corte de Austria le tuvo que decir al Papa, que se había quitado la vida en un momento de insania, para que la Iglesia permitiera que lo sepultaran en tierra sacra, ¿por qué crees, Maximiliano, que enloqueció?, ¿por el hachís que le traían a la baronesa desde El Cairo? ¿O por la morfina que él mismo se inyectaba todos los días para vivir, en sus habitaciones de muebles y muros tapizados de rojo borgoña lo que él llamaba sus horas blancas? ¿O porque estaba ya loco desde siempre, porque habrás de saber que cuando era niño se robaba los pájaros de los nidos de los Jardines de Laxenberg y les apretaba el cuello con las manos hasta matarlos y hacer estallar sus venas, en venganza por las ausencias de Sisi que lo abandonaba para ir a cantar baladas de Schubert y recitar poemas de Heine en la soledad de las Islas Borromeas a la sombra de las araucarias y los alcanfores en flor? ¿O fue porque estaba enamorado de ella, de su madre Sisi? ¿O fue, como dicen, porque descubrió que la baronesa era una hija natural de Francisco José y prefirió la muerte que perpetuar el incesto? ¿O fue porque había conspirado con tu primo el Archiduque Juan Salvador y su cáfila de amigos revolucionarios para asesinar a Francisco José y acabar con la monarquía para crear una república socialista en Austria y el solo pensamiento de ser cómplice de la muerte de su padre lo enloqueció? Y si fue verdad que Rodolfo no se suicidó sino que lo mataron. Si fue verdad que Bismarck ordenó que lo asesinaran. Si fue cierto que lo mandó matar Clemenceau. O si sus propios amigos le quitaron la vida porque creyeron que iba a denunciar la conspiración a Francisco José. O, si como dicen otros, fue su propio padre el que lo mandó matar, Maximiliano, ¿por qué lo hizo? ¿Porque no podía tolerar que el heredero del trono de la Casa de Austria fuera un loco que llevaba colgado del cuello un relicario de oro lleno de veneno, un maniático que le proponía pactos suicidas a las cantantes y las coristas? ¿Porque no podía entender que el niño sobre cuya cuna había llorado de emoción al ponerle el Vellocino de Oro sobre su pecho de recién nacido que comenzaba apenas a aprender a respirar el aire húmedo de Schönbrunn y el aliento a lavanda de la Emperatriz Elisabeth se hubiera transformado en un anarquista que publicaba con seudónimo artículos antimonárquicos en el Wiener Zeitung y conspiraba para independizar a Hungría del Imperio Habsburgo y proclamarse su soberano? Ah, y que no te vengan a contar, ahora, Maximiliano, que Rodolfo no murió, que huyó con la Vetsera, los dos disfrazados, y que la Casa de Austria, para no tener que sufrir la vergüenza de confesárselo al mundo, alquiló dos cadáveres y los vistió de Rodolfo y María y como tales los enterró, mientras ellos se enterraban vivos en el anonimato y entre los ríos y las montañas de una jungla sudamericana. No, tu sobrino Rodolfo y la Baronesa María Vetsera murieron en Mayerling porque así estaba escrito, y ellos lo sabían, o debieron imaginarlo, y no porque unas cuantas horas después de nacido Rodolfo se hubiera derrumbado y hecho trizas en el piso del Salón de Ceremonias de Schönbrunn un gigantesco candelabro de cristal, y no, tampoco, porque Rodolfo mató una vez, como dicen que lo hizo, a un ciervo blanco en los bosques de Helenenthal. Pero él sí debió saberlo, desde el momento en que le dio a María Vetsera el anillo que decía unidos en el amor hasta la muerte, y cuando le dijo adiós a Mitzi Kaspar la cantante que no quiso largarse con él al otro mundo y que lo denunció a la policía secreta de Viena, y cuando se despidió por carta de Sisi y de sus amigos, del Archiduque Juan Salvador, de Michel de Braganza, y cuando acarició por la vez última a Probus su cuervo amaestrado y se subió en su coche y le dijo a Bratfisch que lo condujera a Mayerling, y cuando camino a Mayerling en esa noche oscura y sin estrellas en que caía la nieve mientras Bratfisch silbaba y tarareaba canciones tirolesas, él Rodolfo, debió saber que los dos tenían que morir allí como murieron: en el pabellón de caza cubierto de nieve por fuera, por dentro cubiertos sus muros con las cabezas de ojos de vidrio de todos los ciervos y las gacelas, los jabalíes y las gamuzas, los alces que Rodolfo había cazado en su vida, y cubierto de rosas el lecho de sus bodas de sangre: la sangre de ella y la sangre de Rodolfo que salpicó el rostro de porcelana de su novia muerta, y salpicó sus chinelas acojinadas con las plumas del cuello de un cisne, cubiertas las rosas de lágrimas, salpicados sus pétalos con los sesos del heredero del trono de Austria que se embarraron en la capa de piel de foca de María, con los encajes de las sábanas, en los muebles de palisandro, y al cadáver de María Vetsera lo escondieron primero en un cesto de la ropa sucia y cuando llegaron después sus tíos Stokau y Baltazzi para bajarla por las escaleras de pie, sostenida por las axilas, para que los sirvientes de Mayerling creyeran que estaba viva, tuvieron que amarrarle un palo a la espalda y el cuello al palo porque la bala que le descerrajó Rodolfo le rompió la espina y la cabeza le quedó como si fuera de trapo, y tuvieron, también, Maximiliano, que volver a encajarle en la órbita un ojo que se le saltó y le quedó colgando del nervio óptico. El ojo que Rodolfo colocó en una rosa sobre la mejilla de su idolatrada María Vetsera que estaba esperando a un hijo al que enterraron vivo en su doble sepulcro, de noche y en secreto, en el Cementerio de Heilingenkreutz.

Así murieron, y así tenían que morir. ¿Y sabes por qué, Maximiliano? Por lo mismo que a tu cocinero Tüdös una bala le tiró los dientes camino a Querétaro.

¿Y sabes por qué a tu hermano no le fue ahorrado ningún dolor en la vida, como dijo él mismo cuando se enteró de la muerte de Sisi, sabes por qué Francisco José murió tan solo, sin tener siquiera a su lado a Katherina Schratt porque tu sobrino el Príncipe de Montenuovo le cerró la puerta secreta que conducía a su habitación y ella no pudo consolar en su lecho de muerte a un hombre al que abrumaban los remordimientos por haber cometido tantos pecados, por haber violado a una tejedora de canastas que era casi una niña en los jardines de su Quinta de Hietzeg y de la cual tuvo también una hija bastarda, y por haber repudiado a su hijo único heredero del trono de la Casa de Habsburgo, y porque Austria, humillada por Luis Napoleón en Solferino y por Bismarck en Könniggrätz y humillada también por México en tu persona y tu martirio, humillada por la pérdida de la Lombardía y Venecia, y perdido su poder en el mundo alemán se había convertido en un satélite de Prusia y el Imperio al que Napoleón Primero había dado ya un primer golpe mortal al crear la Confederación del Rhin, el vasto reinado que llegó a proteger con las alas de su águila bicéfala a tantas naciones del mundo, el Imperio fundado por los descendientes de Guntram el Rico y Maximiliano Primero, de los Landgraves de Alsacia y los condes de Zurich, de César, de Eneas y los troyanos, de Cham, de Osiris y Noé, se le estaba desmoronando bajo los pies, se le desangraba en Bosnia y en Serbia, en las campiñas de Rava Russkaya y en las aguas del Drina y del Kolubara, por culpa de una guerra que la propia Austria había comenzado cuando el heredero al trono del Archiduque Francisco Fernando y su mujer Sofía Chotek cayeron bajo las balas de Gavrilo Princip en las calles de Sarajevo? ¿Sabes por qué?

Por lo mismo, Maximiliano, que a ti te comieron las chinches en Querétaro.

Tu hermano debió saberlo desde el momento en que el Congreso de Berlín le ofreció a Austria un regalo emponzoñado: el protectorado de Bosnia-Herzegovina. Debió imaginarlo cuando la Reina Draga de Serbia fue asesinada junto con su marido y sus hermanos, o cuando unos años más tarde decidió que Austria se apoderara de las dos regiones por la fuerza. Y ellos, el Archiduque Francisco Fernando y la Archiduquesa Sofía Chotek, Princesa de Hohenberg, ese déspota cultivador de rosas exóticas que odiaba a demócratas, socialistas, magiares y judíos por igual, y esa plebeya advenediza a los que tanto detestaba Francisco José que impidió que sus amigos y sus parientes más cercanos asistieran a sus funerales y ordenó que sobre el ataúd de ella para humillarla más en la muerte de lo que había humillado en vida se colocaran el abanico negro y los guantes blancos símbolo de las damas de compañía, ellos, quizás, también lo sabían. Debió saberlo la Chotek cuando dispuso que la visita a Bosnia Herzegovina incluyera la ciudad de Sarajevo. No fue una coincidencia. No lo fue tampoco que unos días antes, en la frontera de Serbia con Austria tres jóvenes patriotas serbios que no llegaban a los veinte años de edad se reunieran en una habitación donde todo era negro: negros los muros, negras las máscaras que ocultaban los rostros de los jefes de la organización y negra la túnica que cubría la mesa donde había dos velas encendidas y un crucifijo y una calavera ante los cuales Princip, Grabez y Cabrinovic juraron ser fieles a La Mano Negra y asesinar al heredero de los tronos de Austria y Hungría y que, provistos de bombas y granadas, pistolas y píldoras de cianuro con las que ellos mismos se quitarían la vida para no caer vivos en manos de la policía austríaca, cruzaron la frontera para encaminarse a la capital de Bosnia Herzegovina, donde además de ellos Popovic y otros asesinos en potencia pululaban por las calles el día en que el archiduque y la archiduquesa se dirigieron en su automóvil al museo de la ciudad. Y de nada les sirvió que la granada de Cabrinovic rebotara en la capota del automóvil imperial para estallar a varios metros de distancia. De nada les sirvió salir indemnes de ese primer atentado ni que Grabez se quedara paralizado de terror, ni que Popovic huyera y escondiera su bomba, como de nada le sirvió a Cabrinovic tragarse la píldora de un cianuro que no surtió efecto, ni arrojarse a las aguas del río, porque de allí lo sacó, vivo y coleando, la policía. Y Sofía Chotek debió saberlo cuando a última hora cambiaron la ruta sin avisarle al General Potiorek que le gritó al chófer que siguiera por el muelle de Appel y el automóvil echó marcha atrás y se detuvo justo donde estaba Gavrilo Princip que creía haber perdido ya una única oportunidad, parado allí frente a las tiendas Schiller, en la acera donde reproducirían en concreto las huellas de sus pies para que el mundo nunca olvidara que desde allí había disparado el patriota Gavrilo Princip la pistola que les quitó la vida a Francisco Fernando y Sofía Chotek que si murieron así, y allí, el veintiocho de junio de mil novecientos catorce, y un mes y cuatro días después toda Europa estaba en guerra, fue porque así, y allí, tenían que morir, él con una bala en la garganta y ella con una bala en el vientre, como tenían que morir medio millón de hombres a las orillas del Marne y un millón en Verdún y cuatrocientos mil en el fango de Passchendaele.

Tú sabes de qué te estoy hablando, Maximiliano, tú sabes que aquellas veces en que yo te alcanzaba en Cuernavaca, no era el cansancio el que me retenía en mi habitación, lo que te impedía entrar a ella para sorprenderme dormida, porque yo no descansaba, estaba despierta y con los ojos muy abiertos, aunque sabía que no ibas a llegar, que no iban a ser tus manos las que se empaparan con el sudor que me afloraba en toda la piel en esas noches llenas de estrellas y olor a flor del corazón que eran las noches de Cuernavaca. Lo sabes, como supiste siempre que yo no comencé a volverme loca cuando en el viaje de regreso a Europa recorrí hablando en voz alta conmigo misma las salas desiertas del Palacio Municipal de Puebla, ni cuando hice que arriaran la bandera francesa del paquebote que en Veracruz me condujo al Impératrice Eugénie para que izaran el pabellón mexicano, ni cuando ordené que clavaran colchones en todas las paredes del camarote porque sentía que la cabeza me iba a estallar con el ruido infernal de las máquinas, ni cuando me negué a desembarcar en La Habana, no, yo no comencé a enloquecer cuando estaba sola en mi habitación y el sudor brotaba de mis poros en gotas diminutas que en esas noches claras y tibias de Cuernavaca repetían, con su brillo, y sobre la piel de mis senos y de mis muslos y de mi vientre, el camino de las constelaciones que tú, si así lo hubiera querido yo, Maximiliano, podrías haber apagado con tu cuerpo.

Si no te permití hacerlo no fue porque de verdad creyera que una negra brasileña te había contagiado sus chancros. Me daba casi lo mismo. De todos modos, no habrías podido contagiarme ninguna enfermedad venérea porque ya había decidido, para castigarte tus abandonos y tus infidelidades, nunca más entregarme a ti. Me juré a mí misma, que así como pasé tantas noches en Miramar y Madeira y Cuernavaca y Chapultepec y Puebla, en que te imaginaba, te veía, así fuera con los ojos abiertos o cerrados veía cómo te quitabas tu uniforme de los dragones de Neumark para acostarte con una corista vienesa, cómo te despojabas de tu traje de charro de lana azul para hacer el amor con la primera de mis damas de compañía que se te ofreciera, cómo te quitabas tu traje de lino blanco para revolearte con Concepción Sedano en el pasto de los Jardines Borda, así también me juré que aunque tuvieran que pasar muchos años y por más que yo te hubiera querido, y querido vivo y junto a mí y por más que el aliento de mi propia vida era la tuya, me juré que llegaría la noche, por muy lejana que estuviera, en que yo vería cómo te ibas quitando la piel para quedarte en los huesos, y cómo después te ibas quitando los huesos hasta quedarte en el polvo para acostarte, Maximiliano, con tu propia muerte.

Entonces, pobre de mí, pobre de ti, no sabía que te ibas a morir tan pronto. Entonces no me di cuenta que de algo mucho más grave estabas enfermo y que ya me habías contagiado. ¿Sabes por qué, Maximiliano, nos recibieron los zopilotes en México? ¿Sabes por qué se rompió la rueda de nuestro carruaje camino a Córdoba? ¿Sabes por qué te traicionó el Coronel Miguel López? Por lo mismo, Maximiliano, que Hartmann, el hijo de tu antecesor Rodolfo Primero de Habsburgo, murió ahogado en el Rhin. ¿Sabes por qué, Maximiliano, te traicionó Napoleón Tercero? ¿Por qué se acabó el carbón de la Novara cuando íbamos camino a La Martinica? ¿Sabes por qué tu féretro te quedaba corto? Por lo mismo, Maximiliano, que el otro hijo de Rodolfo, Alberto Primero, fue asesinado a puñaladas por su sobrino Juan el Parricida. ¿Sabes, dime, sabes por qué todos te abandonaron, por qué hasta los esclavos nubios que nos mandó el Virrey de Egipto desertaron de tu ejército, por qué los soldados de la Legión Extranjera se pasaban, cuando podían, a los Estados Unidos, sabes por qué te robaron la batería de cocina del Castillo de Chapultepec cuando te fuiste a Orizaba, sabes por qué, Maximiliano, necesitaste un tiro de gracia? Por lo mismo que los hijos de Alberto Primero se dedicaron a exterminar a los descendientes de Juan el Parricida. Por lo mismo, también, que el General Prim murió de las balas que un asesino le disparó en las calles de Madrid y nuestro compadre López de la mordida de un perro rabioso, y Napoleón Primero olvidado por Francia en la Isla de Santa Elena.

Por lo mismo, también, que Lulú el príncipe imperial nunca llegó a ser Napoleón Cuarto. ¿Por qué crees que el trébol de cuatro hojas que le envió Eugenia a Saarbrücken donde recibió su bautizo de fuego cuando una bala cayó a los pies de su caballo Kaled no le sirvió para cambiar su mala suerte, para que algún día no muy lejano, y como lo soñaba su padre, consolidara en Francia la dinastía Bonaparte, como ocho siglos antes lo hicieron los Capeto? Y si te dicen que el cuerpo que llevó a Inglaterra su fiel sirviente Ulhman no era el de él, el de Lulú, porque estaba irreconocible de tan destrozado, si te dicen que al verdadero príncipe imperial lo transformaron en otro hombre de la máscara de hierro, diles que no es cierto: que Lulú tenía que morir así, como murió, traicionado por el Teniente Carey, abandonado por sus compañeros a la rabia de los zulúes, atravesado por diecisiete lanzas, el mismo día en que una violeta cayó del libro de oraciones de la Infanta Pilar de España para deshojarse en su regazo, y por lo mismo también que ella muriera unas semanas después, de tristeza, quizás porque quería tanto a Lulú o de rabia, tal vez, porque ya no llegaría a ser nunca emperatriz de los franceses.

¿Y sabes por qué, Maximiliano? Por lo mismo que a ti te fusilaron en Querétaro.

Mi hermano Leopoldo me lo contó un día. Me contó de la joven que hace mil años fue violada en el Bosque del Havichsburg, el Castillo de los Halcones, y que murió después al dar a luz a un niño muerto y que allí mismo están enterrados, juntos, y que fue así, me dijo, que nació la leyenda. Que por eso, también, Juana de Castilla se volvió loca y se enamoró de un fantasma y Don Juan de Austria se volvió loco y le arrancaba a mordidas las cabezas a las tortugas, y que por eso su padre Felipe Segundo lo encerró en un calabozo hasta que se murió de hambre, y que por eso ni todo el oro de América ni el imperio más grande del mundo, pudieron hacer feliz a Felipe Segundo, el rey que murió en vida, y a quien le gustaba colocar su corona en una calavera, me contaba Leopoldo, para verse en el espejo de su muerte. Y allí están todos, unos en el pudridero de El Escorial, otros en la cripta de los Capuchinos de Viena, los monarcas más desdichados de la historia. Entonces, claro, aunque yo lo escuchaba muy asombrada, el mismo Leopoldo no tomaba muy en serio lo que contaba. No sabía que él y yo y una de sus hijas, nos íbamos a casar con tres Habsburgo. Él con María Enriqueta, tu prima, hija del Palatinado de Hungría, yo contigo, y Estefanía con tu sobrino Rodolfo. Y estaban muy lejanos los días en que mi hermano iba a llorar, como un niño, la muerte de su hijo el Duque de Brabante y a repudiar y encerrar en un manicomio a su otra hija, Luisa. Muy lejos el día en que él mismo iba a morirse en el invernadero al que hizo llevar su recámara para embriagarse con el olor de los trópicos y olvidar así la podredumbre de su alma que le rezumaba por todos los poros. Para ver si esa fragancia densa y dulce le hacía olvidar las atrocidades que mis compatriotas belgas cometieron en el Congo a nombre de la civilización y del caucho. Y eso no me lo contó Leopoldo, ni nadie. Yo lo vi, lo supe desde siempre. Vi las poblaciones enteras reducidas a cenizas por orden de mi hermano Leopoldo. Los niños encadenados como rehenes. Vi cómo a los negros que no trabajaban con la premura que deseaban sus capataces, les cortaban una mano. Y así como una tarde en que mi abuelo Luis Felipe me hablaba de las aventuras de tío Aumale en Argelia vi los camellos de Abd-el-Kader cargados con bolsas llenas de las cabezas de sus enemigos, para escarmiento de los infieles, un día, también, en que el Príncipe de Ligne volvió hablarme una vez más de todo el dinero que tengo, cerré los ojos y vi a los capataces de mi hermano que iban por el Congo de pueblo en pueblo con unas canastas llenas de manos cortadas, para convencer a los perezosos.

Tuvo, sí, que morir así mi hermano Leopoldo, hecho una piltrafa humana. Tuvo que arruinarse su hija Luisa, después de escaparse del manicomio de Purkersdorf, en brazos de su Conde de Matacic. Tuvo que morir el Duque de Brabante. Tuvo que morir Eugenia llena de tristeza porque la ciudad de París le pidió prestada la cuna del principito imperial y nunca se la devolvió. Tuvo que morir en La Habana, a los noventa y tres años y en la pobreza, el General Leonardo Márquez. Tuvo que morir en París, olvidado de todos, José Manuel Hidalgo y Esnaurrízar. Y tuvo que morir un millón de hombres en la revolución mexicana, tuvieron que cruzar los rusos el Danubio, tuvieron que masacrar los turcos a los búlgaros. Tuvo que morir mi sobrina María de las Mercedes, la primera mujer de Alfonso Doce, envenenada por la Infanta Isabel. Tuvo que morir del fuego de una enfermedad secreta y con el rostro desfigurado tu sobrino el Archiduque Otto que tanto humilló a tu hermano porque saltaba a caballo los ataúdes de los muertos que iban camino al cementerio, y se paseaba desnudo por el Prater. Tuvo que morir tu otro sobrino, el Archiduque Juan Salvador, despojado de todos sus títulos y de su ciudadanía austríaca, y tragado por el mar o por Buenos Aires porque nunca más volvió a saberse de él. Tuvieron que irse muriendo todos, tuve que irme quedando cada vez más y más sola, para darme cuenta de lo que quería decir Leopoldo cuando me hablaba de los halcones que habitaban el Havichsburg y todos los palacios y los castillos de los Habsburgo a los que limpiaban de ratas: Laxenberg, Schönbrunn, el Hofburgo, Ischl, Gödöllö. Sólo entonces comencé a entender, comencé a recordar que mi hermano Leopoldo me había contado que según la leyenda, cuando los halcones abandonaran las propiedades de los Habsburgo, cuando el último de los halcones levantara el vuelo del último de los castillos, se llevaría en sus alas la maldición de los Habsburgo. Entendí también que ese día iba yo a recuperar mi inocencia y mi pureza de alma. Iba yo, de nuevo, a ser niña.

No, no fue una enfermedad venérea la que me contagiaste. No fue la sífilis la que le impidió a Maximiliano Primero llegar a ser Papa, como quería. No fue la epilepsia la que hizo fracasar en todo lo que se propuso a José Segundo de Austria. No, todos ellos, y tú, todos tus parientes imbéciles y locos y tiranos y degenerados, estaban enfermos de lo que sí me contagiaste aquella noche que bailamos juntos por primera vez, y cuando a bordo del Reine Hortense me enseñaste los instrumentos de navegación y tomaste mi mano entre las tuyas, ¿te acuerdas?, y yo te miré a los ojos y en ellos, en ese doble cielo, me vi más bella que nunca porque estaba enamorada y era tu amor lo que me daba esa hermosura, y porque sabía que tú también te habías metido en mis ojos todo entero y para siempre: lo que me contagiaste, Max, lo que le contagiaste a todos, fue tu mala suerte. Tu malísima, pésima, perra mala suerte.

¿O por qué crees, Maximiliano, que tu antecesor Rodolfo Segundo estaba loco y se encerró en el Hadreshin de Praga rodeado de enanos y monstruos y astrónomos de nariz de plata? ¿O por qué que tu padre fue un pobre débil mental y su hermano, tu tío el Emperador Ferdinand un imbécil, un idiota al que lo único que le gustaba era caminar rodeado por sus monos o pararse ante una ventana del palacio y contar los fiacres que pasaban durante todo el día camino a Schönbrunn, o cazar moscas vivas para alimentar con ellas a sus ranas? ¿Y si Francisco no fue tu padre, si lo fue el Rey de Roma, sabes por qué El Aguilucho reinó sólo por diez días y jamás desfiló por el colosal arco del triunfo que su padre ordenó construir, y que quedó inacabado para siempre, sin una gran estrella, sin un águila gigantesca, sin el elefante de La Bastilla, sin la estatua del emperador de pie en el globo terrestre que lo coronaran para eternizar la gloria de su dinastía y la de Francia? ¿Por qué crees, dime Maximiliano, que el Rey de Roma murió de nostalgia y tuberculosis a los veinticinco años sin haber jamás correspondido al amor de la bella Condesa Camerata que en un corredor de Schönbrunn le besó la mano disfrazada de hombre, dejando viuda de amor y casada con la soledad a tu madre Sofía, sin haber heredado de su padre no ya un Imperio, sino ni siquiera su casa de Ajaccio y la renta de cincuenta mil liras que le dejó en su testamento, sino sólo su recuerdo y el sable curvo que Napoleón llevó a las pirámides? ¿Por qué crees que a El Aguilucho le quitaron sus juguetes, le escondieron la Legión de Honor, le negaron el Vellocino de Oro y fueron el amarillo y el negro, los colores de los enemigos de su padre, y no los de la bandera que triunfó en Austerlitz y en Wagram los colores de su sudario? ¿Por qué dime, crees tú que los comuneros fusilaron a Jecker el banquero y se suicidó el Coronel Van Der Smissen, y el Príncipe Salm Salm y el General Douay sólo te sobrevivieron para morir en la guerra más desastrosa a la que Napoleón y Eugenia arrastraron a Francia? ¿Por qué crees que Luis Napoleón se transformó en el cobarde de Sedán y los muros de París se cubrieron con carteles en los que lo pintaban a los pies de Bismarck lamiéndole las botas? ¿Por qué crees que Bazaine se convirtió en traidor a Francia por haberse rendido en Metz con los ciento setenta mil hombres del ejército del Rhin? ¿Por qué crees tú, Maximiliano, que bajo ese mismo arco triunfal a cuya sombra nunca caminó tu padre desfiló el ejército prusiano para vergüenza de Ollivier que dijo que aceptaba la responsabilidad de la guerra con un corazón alegre, para vergüenza de Favre que juró que los franceses no cederían ni una pulgada de terreno ni una sola piedra de sus fortalezas, para ignominia de Francia entera, y después París decidió infligirse a sí misma como castigo por su estupidez y su soberbia una derrota más humillante aún y más cruel que la que le hizo sufrir el Canciller de Hierro? ¿Por qué crees que el pueblo de París destruyó la columna Vendôme y la estatua con hábito romano del gran emperador se hizo polvo? ¿Por qué crees que el monumento a Estrasburgo de la Plaza de la Concordia acabó cubierto por un manto negro y la plebe arrancó las placas que le daban nombre a la Avenida de la Emperatriz y a la Avenida de la Reina Hortensia y a la Calle del Duque de Morny, y echó abajo a pedradas las águilas de las Tullerías y al propio palacio le prendió fuego y con el fuego se hicieron cenizas las crinolinas de encaje de Eugenia, sus parasoles de seda con plumas avestruz y todas las joyas que no pudo llevarse consigo al exilio, por qué crees, Maximiliano, que bajo las balas de los versalleses asesinos de Thiers y Mac-Mahon murieron miles de mendigos y mujeres y niños, miles de comuneros cuyos cuerpos fueron arrojados al Sena y a las cloacas y cañerías del Barón Haussmann para ser pasto de las ratas?

Por lo mismo, Maximiliano, que tu sangre fue vertida en Querétaro, y lo que es más, por lo mismo que nada quedó de ella. ¿Te acuerdas, Maximiliano, que en el discurso que pronunciaste ante el pelotón de fusilamiento pediste que fuera la tuya la última sangre que se derramara en México? Bastante, sí bastante sangre mexicana se había derramado ya por nuestra culpa, pero mucha sangre más habría de derramarse en México. La derramó Sóstenes Rocha en La Ciudadela. La derramó Pancho Villa en Celaya y Trinidad. La derramó Porfirio Díaz cuando ordenó que mataran en caliente a los hombres de los cañoneros Independencia y Libertad. Pero de todos esos mexicanos muertos sus huesos volvieron al polvo del que habían salido y su sangre tiñó la tierra que alimentó su carne, para fecundar una historia bárbara de traiciones y mentiras, una historia bella de triunfos y heroísmos, una historia triste de humillaciones y fracasos pero al fin y al cabo su historia, la de un pueblo que jamás fue el tuyo ni el mío por más que lo quisiste y que lo quise yo. Por más que me quedé condenada a caminar todas las noches de mi vida por la Plaza de Mixcalco, descalza y con el cabello suelto, con un camisón de loca y como una loca a gritos llamando a mis hijos, mis hijos mexicanos que allí caían bajo las balas de los pelotones del Imperio cada madrugada de cada día y cada mes y año de todos los que estuvimos en México: pero eso me pasa nada más que por haberte sobrevivido tantos años y cargar en mi conciencia con esas muertes. Ay, Maximiliano, ¿te acuerdas que en tus memorias cuando eras aún un joven Príncipe con los ojos y el corazón abiertos al mundo, en las páginas que le dedicaste a La Alhambra, a sus fuentes encantadas y sus rosas de Damasco, al Tocador de la Lindaraja y a la galería de verjas de hierro donde salía a respirar el aire fresco Zoraya, la más hermosa de las sultanas, que tuvo como carcelera a Juana la Loca, te acuerdas que en ellas hablas de la sangre del gran guerrero Wallenstein que manchó para siempre el piso del Palacio Municipal de Egra donde fue asesinado y lo escribiste así el día en que en los azulejos del fondo de la Fuente de los Leones en La Alhambra contemplaste las manchas de la sangre de los Abencerrajes que fueron allí decapitados por órdenes del Rey Abu-Abdallah, y que toda el agua de Granada no había podido lavar en cuatro siglos? Ay, Maximiliano, si pudieras venir a Querétaro verías que de esa tu sangre, la que tú querrías que fuera la última que se derramara en tu nueva patria, no quedó huella, nada quedó en el polvo o en las piedras, nada fecundó tu sangre, a la sombra eterna de Benito Juárez, en la ladera del Cerro de las Campanas: se la llevó el viento, la barrió la historia, la olvidó México.