Unas tijeras, y dos espejos —uno de mesa, ovalado, y otro de mano, redondo y con mango de carey: ése era el mejor regalo que, por ahora, podían haberle dado. El General Mejía opinaba que si no tenían permiso de usar tenedores, menos les darían de usar tijeras. ¿Pero qué se habían creído? ¿Que se iban a suicidar con tenedores? ¿O que con tenedores atacarían a sus guardias y se abrirían paso hasta la Sierra Gorda?
Bueno, lo importante era que los tenedores habían vuelto, que no habían dicho nada de las tijeras y que con el peine y el cepillo que le había llevado el Doctor Basch quedaba así completo el equipo para arreglarse la barba.
Esto, sin duda, se debía a su talento personal —el de él, Maximiliano— para convencer a los que lo rodeaban a hacer cualquier cosa. Por ejemplo, la Princesa Salm Salm aseguraba que sólo el Emperador había sido capaz de amansar a ese feroz Coronel Palacios, bizco y analfabeto de cuya voluntad, ahora, dependía el futuro del Imperio. Por lo demás, muchísimas personas se portaban de maravilla con él. El Señor Rubio enviaba todos los días suculentos platillos cocinados en su hacienda para la mesa del Emperador. Las señoras de Querétaro lo habían surtido de ropa blanca, que tanto necesitaba, y obsequiado dulces hechos en casa —peras cristalizadas, higos en almíbar— y naranjas. Naranjas, le dijeron, que eran hijas de las de Montemorelos, que son las naranjas más dulces del mundo, y entonces él les había respondido con una sonrisa:
«Ay, señoras mías: si yo les contara. Si yo les contara mis penas y mis alegrías, les diría que las naranjas más dulces que he comido en mi vida, y que quizás vuelva a comer algún día, son las de Ayotla, de donde son también las naranjas más amargas del mundo»,
No les aclaró el misterio de la contradicción. Pero con toda seguridad muchas de esas amables señoras queretanas sabían que había sido Ayotla donde vio por última vez a su pobre mujer, a su pobre cara, carissima Carla, ahora enajenada y sola, tan lejos, al otro lado del mar…
Se contempló en el espejo, colocado junto al aguamanil, aunque no era ya el mismo aguamanil de plata que tenía en el cuarto del Convento de La Cruz: se lo habían robado junto con sus prismáticos y otros objetos y documentos. No habían respetado nada. Incluso habían desgarrado el colchón. ¿Se imaginarían que el Emperador guardaba sus ahorros en un colchón? ¡Por Dios!
Éste era un aguamanil modesto, de porcelana blanca y corriente, con unas florecitas pintadas a mano. Otro regalo más de las señoras de Querétaro.
Se vio en el espejo y con las manos se cubrió su larga barba rubia. ¿Cómo se vería sin barba?
«¿Yo, Señores míos, sin barba?», les había dicho a sus generales una noche, cercana al fin del sitio: «¿yo afeitarme la barba y el bigote y salir de Querétaro a escondidas, disfrazado como un delincuente? ¡Por Dios, Señores!».
Separó las manos de la barba, cogió el cepillo y comenzó a deslizado, con lentitud, por las largas y finas hebras de oro…
«¿Yo, afeitarme mi rubia y larga barba, para salir de noche y a hurtadillas de La Cruz disfrazado de qué, Señores? ¿De escribano? ¿De sacerdote? ¿De hacendado arruinado? ¿O vestido de carpintero, con un delantal azul y una peluca negra y al hombro un tablón como lo hizo Napoleón Tercero cuando se escapó del Castillo de Ham? ¡Por Dios, Señores!».
Con el peine trazó la raya y separó la barba en dos mitades. Cogió de nuevo el cepillo.
«¡Por Dios, General Miramón! ¡Por Dios y por su hermano Don Joaquín que fue fusilado a la luz de unas velas mientras una banda militar tocaba una polka: para que su sacrificio no haya sido en vano!».
Dejó el cepillo en la mesa y ahora, con las dos manos, se alisó la barba. Estiró una mitad hacia la derecha, la otra hacia la izquierda…
«Por Dios», les había dicho. «Por Dios, por su hermano Joaquín Miramón y por todos aquellos que han muerto por la causa como el Coronel Rodríguez, ¡tan valiente! ¿O ya olvidaron ustedes su heroísmo?», les había preguntado.
«¿Ya olvidaron ustedes cómo se lanzó al ataque gritando en su buen francés —impecable francés diría yo— En avant, mes chasseurs!, adelante mis cazadores, y cómo cayó fulminado por una bala republicana que le reventó el corazón?».
Se alisó después el bigote: estaba un poco largo, y la prueba era que se le mojaba más de la cuenta con el chocolate y la sopa. ¡Ah, la sopas que se esmeraba en prepararle, todavía, el pobre Tüdös!
«Por el Coronel Rodríguez, Señores, a cuyo cuerpo no hubiéramos podido darle cristiana sepultura en la Iglesia de la Congregación si no lo arrastra el intrépido Capitán Domet, con riesgo de su propia vida… ¡Por el Capitán Domet, Señores!»…
Y por Tüdös también, por supuesto. Por todos los vivos y fieles, que seguían a su lado. Por los que nunca lo habían abandonado. Por los que no lo habían traicionado, como lo traicionaron Leonardo Márquez y el Coronel López.
En la mesa estaba una jarra con agua azucarada. El Doctor Basch le había recetado varios vasos diarios para que no se deshidratara con la diarrea. Quitó la servilleta que protegía el agua de las moscas, se sirvió un vaso y lo levantó frente al espejo como si brindara consigo mismo, como si dijera: «salud»…
«Y por Blasio, por Méndez. Por Del Castillo…».
Y bebió del agua azucarada como si bebiera vino. Se acordó de los brindis que había hecho en otra ocasión, una noche también muy cercana al fin del sitio, cuando ya todo el mundo comía perros y ratas, pero habían encontrado de pronto una bodega con vinos finos en la casa de un comerciante de Querétaro…
«Por usted, Félix…».
Le había dicho a Salm Salm.
«Y por usted también, Miguel».
Le había dicho a Miramón, llamándolo por su nombre de pila por la primera y última vez. Pero Miramón rechazaba el honor hasta que no se brindara, primero, por el Emperador. Maximiliano sin embargo no aceptó y al fin brindó primero por el general mexicano, aunque la insistencia de éste le recordó (y ahora recordaba haber recordado) aquel día glorioso de marzo en que la Plaza de La Cruz estaba toda engalanada, y habían reunido allí a varios generales y soldados a los que el Emperador iba a otorgar medallas en premio a su valor, cuando de pronto de las filas se destacó Miramón y condecoró a Maximiliano con la misma insignia de bronce, «Al Mérito», porque, dijo, Maximiliano la merecía más que ningún otro de los presentes… Y ese mismo día le dieron un pliego con un escrito que comenzaba diciendo: «Ningún monarca ha jamás descendido de la altura de su trono en circunstancias similares para soportar con sus soldados, como lo hemos visto aquí, los peligros más grandes y las privaciones y necesidades… etc., etc».
Y eso era cierto. Se colocó un paño blanco alrededor del cuello. Él nunca había huido de los riesgos de la batalla. Se peinó hacia abajo el lado izquierdo del bigote. Incluso había hecho bromas —como de tantas otras cosas—, del peligro mismo. Y recortó el bigote unos milímetros.
«Pongo de testigo», les había dicho, «o mejor, pongo de testigos a todos ustedes: la bala entró por la ventana…».
La bala entró por la ventana del campanario de La Cruz…
«Una bala de doce libras, y chocó con la pared de enfrente…».
Una bala en efecto de doce libras que, fue verdad, chocó con la pared de enfrente, donde hizo un hoyo, levantó una nube de polvo…
«¡Y todos quedamos bañados de tierra de pies a cabeza!».
Incluyendo el General Miramón que parecía un molinero…
«¡… recién salido de su molino!».
El Emperador ni siquiera había pestañeado, y todos había reído después de que él dio el ejemplo. Ninguna guerra era cómica, pero en todas sucedían cosas notables. Peinó hacia abajo el lado derecho del bigote. Por ejemplo, los republicanos les habían enviado un buey en los puros huesos con un letrero que decía: «para que coman un poco». Acercó las tijeras, y recortó el bigote. Y ellos les habían enviado a cambio un caballo también en los puros huesos con un letrero que decía: «para que traten de alcanzarnos cuando rompamos el sitio».
Un lado había quedado ligeramente más corto… el izquierdo. Acercó, pues, las tijeras al lado derecho del bigote… ¿y quién podría negar lo humorístico de algunas escaramuzas? Cuando los republicanos conquistaron el Cementerio de La Cruz, muchos de ellos perdieron sus rifles gracias a la pericia del Capitán Echegaray: apenas asomaba el cañón del rifle por uno de los agujeros del muro, el capitán lo arrebataba de un tirón. Y cortó el bigote. Echegaray juntó, así, más de veinte rifles.
Ahora sí estaban los dos lados parejos. En cuando a esa bala de doce libras que hizo un hoyo en la pared y cayó luego al suelo sin explotar, Maximiliano ordenó que se inscribieran en ella los nombres de todos los presentes para enviarla a Miramar…
«Sí, Señores, al Museo de Guerra de Miramar, donde estarán algún día todos los trofeos, y entre ellos y por supuesto el cañón del Puente de San Sebastián…».
Se fijó que no había tapado la jarra del agua azucarada y que si seguía recortándose el bigote y barba iban a caer algunos pelos en ella. La tapó. Se quitó el paño y lo puso, sin doblar, sobre la mesa.
Y se miró a los ojos en el espejo: ¿y las balas, las balas con las que me ejecuten, a qué museo irán a parar? ¿Pediré, en mi testamento, que las envíen también a Miramar?, ¿o a Viena?, ¿a dónde, Carla?, ¿a dónde, Dios mío?
Y por una fracción de segundo, al decir —o pensar—: «Dios mío», dirigió la mirada al crucifijo de plata colgado en la pared.
Luego tomó el espejo de mano para observar, de perfil, cómo habían quedado los bigotes, sus rubios y largos bigotes. Primero el lado derecho.
Bien. Luego el izquierdo. No está mal. Para hacerlo yo mismo, no está tan mal. Puso el espejo en la mesa.
Y volvió a sonreír: la frente se le despejó de nuevo y los ojos le volvieron a brillar.
«¡Hombre! ¡Hombre! ¡Si las cosas van a salir mejor de lo que piensas, hombre!», murmuró, y se acordó con simpatía, casi con ternura, de aquel maestro español que en el Salón de las Gaviotas de Miramar le enseñó cómo usar la palabra hombre como una exclamación de alegría, de asombro, de enfado, casi de lo que fuera:
«¡Hombre, claro que van a salir bien! ¡Hombre, Herr Profesor: los mexicanos no se van a atrever a fusilar a su Emperador!, ¿no es cierto? Sería un crimen, ¡hombre!».
Así le diría si volviera a encontrárselo. Si el profesor se apareciera allí, de milagro, en Querétaro…
Se sentó en la cama y pensó en Agnes Salm Salm. Esa noche, si todo salía bien, el Coronel Palacios le entregaría a él, Max, el anillo del sello imperial, el anillo que el Emperador le había dado a la princesa. Y si así sucedía, eso querría decir… querría decir que Palacios y Villanueva habían aceptado los pagarés de cien mil pesos que la Casa de Austria se encargaría de liquidar si la escapatoria resultaba un éxito…
Puso los codos en las rodillas y apoyó la frente en las manos. Cerró los ojos. ¿Y para eso se había negado tantas veces a escapar? ¿Para eso, muy indignado, les había dicho a sus generales mientras caminaba a grandes zancadas por el Jardín de La Cruz, una tarde dorada y sofocante:
«¿Yo, Señores? ¿Yo salir a escondidas de Querétaro? ¿Yo escaparme como un delincuente común, como un convicto? ¿Yo, salir del país, huir, embarcarme en Tampico, o en Tuxpan, qué sé yo, en una corbeta americana que los yankees me presten de pura lástima, y dejar el país, como lo hizo Iturbide, como tantas veces lo han hecho Juárez y Santa Anna? ¡Por Dios, Señores! ¡Por Dios y por México!».
Abrió los ojos y recordó la bella cara de Agnes Salm Salm. Pero una cosa —le había dicho la Princesa Salm Salm que no sólo era muy bella sino muy convincente—, una cosa, Su Majestad, es huir de la justicia, y otra muy distinta es huir de la injusticia: Su Majestad tiene el deber de vivir, de sobrevivir, para su pueblo, para México.
Él había sonreído. Se acarició la barba, ahora que estaba en su celda de las Teresitas, como lo había hecho cuando iba con la princesa en el espléndido coche del Señor Rubio rumbo a la Hacienda de Hércules y el viento jugaba con ella, con su larga y dorada barba y la despeinaba. Como un eco, escuchó sus propias palabras: «Y una cosa, mi Señora Princesa, sería afeitarme las barbas para salir disfrazado, y otra cosa es salir con toda la barba, ¿no es verdad? Con la barba en alto, ¿no es cierto?».
Y no sólo había disfrutado el juego de palabras, sino que además se hizo ese propósito: si Agnes Salm Salm, o el Barón Lago, o Miramón, o Basch, o Félix Salm Salm, si cualquiera de ellos —o todos juntos, era lo más probable— le convencían que escapar de las Teresitas y de Querétaro era algo que tenía que hacer por el bien de los mexicanos y de su patria adoptiva, lo haría, sí, haría ese sacrificio, pero:
«Jamás me afeitaré mi hermosa barba», le dijo al príncipe, quien le aseguró que no sería necesario afeitarla, sino únicamente ocultarla, esconderla un poco. Y para ello le había mandado a su celda un poco de cera y unos hilos… qué ridículo…
«Sí, qué ridículo», dijo, se levantó, y se vio de nuevo frente al espejo, de barba entera. «Jamás la esconderé tampoco: yo, el Emperador de México, Fernando Maximiliano, no tengo nada que esconder, mi querida Señora», le dijo a la Princesa Salm Salm al bajar del coche, le ofreció el brazo y caminó con ella por el bello jardín de la hacienda, donde los esperaba el General Escobedo junto a un estanque.
Y caminó también por la celda de las Teresitas, tras ofrecerle el brazo a una Princesa Salm Salm invisible, como si la celda tuviera cien metros de lado, como si fuera una enorme plaza o un llano…
Pero como apenas medía unos cuantos pies de largo por otros cuantos de ancho, se encontró con la pared, tropezó con la mesa, se encontró con otro muro, tropezó con el camastro y se encontró, de nuevo, frente al espejo.
Se contempló. Se guiñó un ojo, se encogió de hombros y dijo:
«¡Hombre!».
«¡Hombre, qué le vamos a hacer!».
Si algo le había dolido mucho, si algo había resentido, era que se le hubiera confinado a un espacio tan reducido y que no se le dejara salir a pasear por Querétaro…
«Algunas de las ciudades que he conocido», escribió en sus Memorias cuando era joven, cuando era libre, «me han hecho pensar en un color en especial. Roma, por ejemplo, es violeta y azul»… «¿Y Venecia, Max?», le había preguntado Carla. «¿Venecia? Venecia me recordó el mármol rojo oscuro… Cartagena es amarilla… Granada, verde… Constantinopla tiene el color del oro reluciente…».
«¿Y Querétaro, Su Majestad?», le preguntó Blasio una mañana en que caminaban los dos por la plaza principal.
«¿Querétaro?», dijo Maximiliano, saludó a unas señoras queretanas que pasaron, agradecidas y admiradas a su lado, y agregó: «Querétaro, mi querido Blasio, me ha hecho pensar en el color blanco, pero no en ese blanco cisne que tiene Cádiz, sino en el blanco cegador de la nieve cuando la hiere el sol. Y no es nada más por la abundancia de casas y de iglesias blancas: el color de una ciudad no tiene que ver tanto con sus construcciones, como con su espíritu…».
Pero no sólo él conocía Querétaro, sino que la ciudad, toda entera, conocía a su Emperador. Por la plaza solía pasear, sí, con Blasio, y llevaba un habano puro a los labios y le pedía fuego a un sorprendido paseante, y le dictaba a Blasio algunas modificaciones para el «Ceremonial de la Corte», le deseaba las buenas tardes a los oficiales que se encaminaban al Hotel del Águila Roja a jugar al monte, o les sonreía a los que en compañía de una dama y sin chaperón entraban al Teatro Iturbide para ver un vaudeville picaresco, o se detenía y acariciaba a su lebrel «Bebello», aquel perro fiel que le regalaron en Querétaro y que se salvó de milagro de transformarse en cabrito asado, o del brazo del General Severo del Castillo visitaba el hospital improvisado en el Casino, hablaba con los heridos…
«¡Por Dios!», había exclamado, «¡Por Dios y por el pobre Capitán Lubic que no sólo perdió una pierna, sino también la vida, en Querétaro!».
Y al igual que Lubic el Coronel Loaiza, a quien se le amputaron los dos pies y murió también, en Querétaro:
«¡Por Dios, Señores, y por el Coronel Loaiza, y por el Coronel Farquet que murió de una herida en la rodilla, Señores, y le heredó sus dos hijitos al General Miramón porque era viudo: por los hijos del coronel, Señores!».
Y casi tenía que gritarle al oído al General Del Castillo: «Recuérdeme, general, pedirle a las señoras de Querétaro más sábanas para hacer vendas…».
«¿Para hacer qué, Su Majestad? ¿Más tiendas?», preguntó el viejo y sordo general.
«Tiendas no, mi querido general: vendas, ¡ven-das!».
Vendas para los heridos imperialistas. Pero vendas también para los heridos republicanos, porque así como ya prisionero Maximiliano mandó comprar sarapes para los guardias juaristas que dormían a la puerta de su celda, echados en el suelo como perros, así también esa generosidad se había manifestado durante el sitio con los heridos republicanos que habían recogido del campo de batalla: con todos hablaba y para todos tenía palabras de afecto, a pesar de esos olores tan fuertes que en medio de ese calor abrumador se desprendían de las salas y los pabellones como gases deletéreos, aunque mucho les había agradecido a sus hombres que cuando quemaban a los muertos propios y ajenos, elegían siempre una hora en la que el viento impidiera que el humo, y con él ese olor espantoso de carne carbonizada, tomara la dirección del Convento de La Cruz. Y también muchas veces, se le había visto en el frente y en los parapetos acompañado con frecuencia por el Coronel López, y les preguntaba a los soldados si estaban bien comidos y contentos… Tanto, tanto había paseado por Querétaro, que hubo que prohibirle a los habitantes y a la tropa que a su paso gritaran: «¡Viva el Emperador!», porque al grito seguía casi siempre y de inmediato una lluvia de balas que enviaba el enemigo, guiado por las voces.
Ésa sería, sí: una bala perdida, la única que podría quitarle la vida, y no esa gente del pueblo que se acercaba a hablarle, los mendigos para quienes siempre había tenido algunas monedas, las monjas que le llevaban pan amasado con la harina de las hostias, los músicos que una noche, en los portales de la plaza, y para acallar a los republicanos que a lo lejos cantaban «Adiós Mamá Carlota» tocaron en su marimba «La Paloma» en honor de su querida Emperatriz ausente…
Se puso de pie y se vio en el espejo.
«Ninguno», pensó, «ninguno de ellos levantará la mano contra su Emperador, nadie sacará de pronto una daga oculta en un ramo de claveles o en una canastilla de fresas para hundírmela en el pecho…».
Se llevó una mano al cuello.
«Mi hermano Francisco José tuvo mucha suerte que un botón de su uniforme desviara el cuchillo de Livenyi…».
Y de nuevo se acarició la barba. Sonrió:
«A mí me salvaría la barba… ¡la tengo tan larga!».
Cogió el espejo de mano y se vio de perfil. Tan larga tenía la barba Maximiliano, que el encargado, en México, de dibujar su perfil para que figurara en las monedas, se quejó de que era «muy poco numismática». Con lo que quería decir que la barba no cabía toda o que, si se la hacía caber, había entonces necesidad de reducir demasiado la cabeza del Emperador que quedaba, así, muy pequeña.
Se volteó y contempló el otro perfil. Bien: las dos mitades estaban del mismo largo. Si existía una diferencia, no se notaba a simple vista.
Pensó que algo se había movido en uno de los muros de la celda… una sombra diminuta… ¿sería una araña?, ¿una cucaracha? Sintió un escalofrío y se acordó de las chinches. «He descubierto aquí en Querétaro, mi querido Bilimek —le escribió Maximiliano al sabio entomólogo— una chinche junto a la cual las chinches del Palacio Imperial de la ciudad de México se quedan pálidas… Una chinche, mi querido amigo, de terribles mandíbulas, y dotada de un formidable aparato perforante y respirante… En cuanto tenga oportunidad, le enviaré unos ejemplares disecados. Por lo pronto, quiero comunicarle que ya la he bautizado. Se llama: Cimex domesticus Queretari, y es un animalito que disfruta muy en particular la sangre azul. Se lo puedo asegurar a usted, porque lo he experimentado en carne propia…».
«Cimex domesticus Queretari… ¿qué le parece a usted, General Mejía?», le preguntó al «negrito».
En Querétaro, Maximiliano no sólo le puso nombre a una chinche, sino apodos a sus generales, aunque ninguno lo sabía: era un secreto entre el Emperador y Salm Salm. A Mejía, pues, le tocó llamarse «el negrito», y «el negrito» respondió:
«¿Cimex qué, Su Majestad, con su perdón?».
«Cimex es la especie, como la Cimex lectularius que es la chinche común, mi querido general, de la familia de los cimícidos, ¿correcto, Doctor Basch? Domesticus pues porque habita en las casas, con los seres humanos… bueno, y en los conventos, desde luego. Por último Queretari, claro, porque es originaria de Querétaro…».
«Ah, Su Majestad es muy ingenioso», dijo el General Mejía, pero Maximiliano se dio cuenta de que el militar mexicano no entendía su humor. En fin, el negrito estaba bien para lo que estaba: era un buen soldado, un buen creyente, un buen monárquico. Y él sería quien habría de guiarlo de Querétaro hacia la Sierra Gorda, y de allí a la costa. Pasaremos el invierno en Nápoles o en Brasil, general, le decía Maximiliano a Mejía para distraerlo de su reumatismo y de sus preocupaciones, y le describía cómo era la vida en Miramar y Lacroma, pero era igual: el general no parecía interesarse por los seis mil volúmenes de la Biblioteca de Miramar o por el azul del Adriático. «Soy un hombre sencillo —le decía a Max—, si Usted me lleva a Miramar, me pondré a pescar»…
Tuvo de nuevo la impresión de que algo se había movido en una pared, pero esa parte de la celda estaba oscura: imposible distinguir una alimaña, si de eso se trataba. Llegó a la conclusión de que chinches no podían ser: porque las chinches no caminan por las paredes —según tenía entendido— porque son animales nocturnos y porque había logrado que lavaran el catre y el tambor con agua hirviendo: las chinches no debían ya existir en esa parte del convento. Al menos no en su celda.
Se le ocurrió entonces una idea muy sencilla: con el espejo en la mano caminó hacia el rayo del sol que entraba por la ventana, y usó el cardillo para iluminar el tramo del muro donde creyó percibir el movimiento de esa minúscula sombra: no había nada.
Iluminó también los otros muros, los rincones, el piso: nada. Después, de pie y aún bajo el rayo del sol, puso el espejito a la altura de su pecho y vio, desde arriba, cómo se veía su barba desde abajo. Así, la barba lucía más dorada y espesa que nunca: era como una portentosa nube de oro. Suspiró hondo, y con el suspiro se movió su pecho, y con su pecho se movió el espejo y el reflejo del sol se disparó en sus ojos y lo cegó por unos instantes.
Unos instantes en los que tuvo un presentimiento espantoso: había sonado ya la descarga del pelotón de fusilamiento y él había caído, pero estaba vivo aún y con los ojos abiertos y de cara al cielo, y el sol derramaba en sus ojos todo su filo y todo su esplendor, y se preguntó entonces qué estaría haciendo su madre Sofía en el Palacio de Schönbrunn.
Caminó hacia la mesa y dejó en ella el espejo. Se sentó en la cama. Se quitó las botas y se recostó. Había órdenes de que no lo molestaran por unas horas. Con suerte, podría dormir una siesta.
Vio de nuevo la cara de la Princesa Salm Salm. Increíble mujer: Había logrado que todo el mundo la recibiera: Porfirio Díaz, el General Escobedo, el propio Presidente Juárez. A todos veía, con todos hablaba. A cualquier parte era capaz de ir: a San Luis, a la capital, a Querétaro, de nuevo a San Luis, a Tacubaya, a Puebla, y en cualquier parte y en los momentos más inesperados podía aparecerse en su coche amarillo pálido, a su lado sentada su inseparable sirvienta Margarita, en su regazo «Jimmy» su perro faldero, y en el seno, en el estuche tibio formado por sus dos redondos y blancos pechos, su también inseparable revólver de seis tiros. «Ah, mi querida princesa —le había dicho el Emperador una tarde en que paseaban por el patio de las Teresitas—: si algún día salgo libre de aquí, la nombraré mi ministro de Negocios Extranjeros… es decir, mi ministra». Y todo era capaz de hacer, y haría, en su lucha por salvarle la vida a su marido y al Emperador.
Por supuesto, la princesa no nada más viajaba en aquel viejo simón amarillo: no en balde había sido caballista de circo —la llamaban «la centauro hembra»— y cuando era necesario montaba en una fogosa bestia y se acercaba al galope a los puestos militares, o saltando las trincheras, con un pañuelo blanco atado a la punta de su látigo.
Con las mujeres, su experiencia se lo decía, era más fácil gobernar. Por supuesto, con mujeres cultas y de fina sensibilidad, como Carlota, como su madre Sofía, como Agnes Salm Salm. Porque con las mujeres se podía hablar lo mismo de estrategia militar que de cocina. A veces, ni siquiera de los diseños de los uniformes podía hablar con sus generales: no parecían interesados. Hay quien señala, le decía al General Méndez, que las blusas rojas de los soldados del Batallón del Emperador se parecen demasiado a las que usa la chinaca roja juarista, pero usted tendría que tomar en cuenta, general, que también las tropas de Garibaldi usan blusas encarnadas y que el uniforme de caballería regular de Abd-el-Kader era rojo de la cabeza a los pies… ¿y cuál chinaca roja, a fin de cuentas?, le preguntaba al mismo General Méndez una tarde en que desde la azotea del convento, con los binoculares, veían cómo los soldados del enemigo paseaban desnudos al pie del cerro pero sin dejar sus fusiles, mientras se secaban, tendidos en unas grandes piedras, sus uniformes blancos: sí, blancos de pies a cabeza, y no rojos. Y no sólo blancos sino impecables, albeantes incluso por lo seguido que los lavaban, cosa que no sólo sorprendió al Emperador sino que, además, le dolió: una de las cosas que más extrañaba era su chapuzón matinal en el Lago de Chapultepec. En Querétaro no había agua casi ni para beber, y en cambio a los republicanos les sobraba: roto el acueducto, varias pequeñas cascadas límpidas caían desde lo alto de sus arcos. Ordenó que en esas circunstancias no se disparara a los soldados juaristas porque no le parecía bien que se matara a un hombre despojado de aquello que, más que un arma, le otorgaba la condición de enemigo y que era el uniforme. Y le otorgaba dignidad también, ¿no es verdad, General Méndez? Pero el General Méndez no parecía entender la diferencia entre un enemigo vestido y un enemigo desnudo.
Supo entonces que iba a dormir, que le sería posible, al fin, conciliar el sueño, así fuera por unos minutos. La noche anterior los guardias del convento —no era la primera vez— se habían desgañitado gritando a intervalos regulares: «¡Centinela alerta! ¡Centinela alerta!» y claro, el Emperador no había podido pegar los ojos. Para colmo, le había dado un nuevo ataque de disentería y unos dolores que las píldoras de opio del doctorcito Basch no alcanzaron a paliar…
«Doctorcito», así le decían a Basch en Querétaro.
Supo también que había dormido profundamente porque antes de abrir los ojos, pero ya despierto, se dio cuenta de que se le escurría la saliva sobre la almohada. Era saliva, sin duda, porque estaba fría. La sangre no es fría: es tibia, y ese hilo que le escurría de la boca no estaba tibio, pero se transformó en sangre porque se hundió en el sueño por unos segundos más, y tuvo la sensación de hundirse en la muerte. Blasio, dime: ¿me hirieron en la cara?, le preguntaba a su secretario mexicano. Blasio volteó y de su boca escurría un hilo espeso de sangre morada. ¿Me oyes Blasio? Pero Blasio no escuchaba. Maximiliano sintió entonces que un escalofrío le recorría toda la piel, desde los pies a la frente, como un río de hormigas rojas… ¿pero eran hormigas? ¿o eran chinches?
Se levantó de un salto, revolvió las sábanas del catre. Cimex domesticus… casi se vomita del asco, Cimex domesticus Queretari… del asco de imaginarse las hileras de chinches pálidas, las hileras de chinches rojas que reventaban de sangre… pero por fortuna no había una sola. Ni una sola.
Se sentó en la cama y con el dorso de la mano se limpió los restos de saliva que tenía en la barba. Se levantó y se vio en el espejo «de barba entera», Señora Princesa, «con la barba en alto», mi querida Agnes Salm Salm. Pero de nuevo, claro —cuento de nunca acabar— la barba se le había despeinado durante el sueño.
Cogió el cepillo. Se dio cuenta de que era de noche ya, y que alguien —Grill, con toda seguridad— había entrado para encender las luces del candelero que le habían regalado, también, las señoras de Querétaro… Ah, las señoras de Querétaro que tan valientes se habían portado durante el sitio, que tan afables lo saludaban cuando salía del Casino tras jugar una partida de boliche con sus coroneles, y que tanto habían sufrido…
«Por las señoras de Querétaro», dijo, y se cepilló a todo lo largo el lado izquierdo de su larga barba.
El Príncipe Salm Salm, que jugaba al whist con el Mayor Malburg, había estado de acuerdo: «Por las señoras de Querétaro».
«¡Por las señoras, señores, y por los cazadores húngaros que murieron en el Cimatario!», exclamó Maximiliano y se cepilló a todo lo largo el lado derecho de su larga barba.
A Tüdös le había conmovido esa referencia suya a sus compatriotas húngaros muertos en Querétaro. Y naturalmente:
«¡Por mi fiel Tüdös, a quien una bala le hizo escupir tres dientes en Calpulalpan!».
Y Miramón había estado de acuerdo, no sólo porque a él, unas semanas después y ya caído Querétaro le iban a dar un balazo muy parecido en la boca:
«Y por el General Miramón, Señores, herido en el heroico sitio de Querétaro…».
… sino por la perseverancia de Tüdös, por su inventiva, por su genio para cocinar ragoût de caballo, paté de perro, salchichas de gato…
Y ya alisada la barba, se colocó el paño alrededor del cuello, tomó las tijeras…
«Y por los voluntarios argelinos que murieron en San Pablo, Señores, y por los soldados del Batallón de Celaya que dieron la vida por su Emperador en el Llano de Carretas, y por los hombres de la tercera de ingenieros diezmados en el Cementerio de La Cruz, y por las soldaderas muertas al pie de los arcos del acueducto, y por los hombres del Batallón Iturbide que perecieron en el combate de Casa Blanca, Señores, y por el Coronel Santa Cruz que en la mañana del 15 de mayo murió, el pobre, acribillado a balazos…».
«Y por supuesto…».
Por supuesto que recordó entonces al General Méndez. Ramón Méndez, el culpable de la muerte de los generales republicanos Arteaga y Salazar. En Querétaro, Maximiliano le había puesto el apodo de «el chaparrito intrépido» —o algo por el estilo—. Y recordaba, como si lo tuviera frente a él, su semblante moreno y lustroso, sus bigotes largos y ásperos, sus ojos luminosos y su cabello lacio y negro como el azabache. Méndez le decía siempre que, si salía de Querétaro, se fuera con él a la Sierra de Zitácuaro, que conocía como a la palma de su mano… Al caer La Cruz, Méndez se había escondido en una casa de Querétaro. Cuando lo encontraron, lo llevaron a la Alameda y allí se le fusiló, por la espalda, por traidor a la patria.
«Y por supuesto, por el General Méndez, Señores, que murió fusilado por la espalda…».
Aunque decían que Méndez, al grito de ¡fuego! alcanzó a voltearse y presentar el pecho a las balas…
El Emperador se sacudió la barba, la limpió con el paño, sacudió el paño para que los pelos cayeran en el suelo, cogió el cepillo y murmuró: «Sea como fuere, por la espalda o por enfrente, no fue un traidor. Repito, Señores: por el General Méndez».
Luego comenzó a cepillarse la barba despacio, y pensó: el barbero suizo que se trajo Salm Salm a Querétaro no lo hubiera hecho mejor.
Sí, por todos ellos, por todos los muertos, él tenía que conservar su hermosa barba y, en caso de escapar de las Teresitas y de Querétaro, hacerlo no sólo sin afeitarse, sino incluso sin ocultar esa larga barba rubia que, decía el General Miramón, era posible identificar a dos leguas de distancia, a la luz del sol… ¿y a la luz de la luna?, le preguntó Maximiliano, quien jamás había perdido el humor ni durante el sitio ni durante su prisión, y prueba de ello era lo mucho que había festejado las palabras de Mejía, del fiel negrito, cuando le suplicó que no se expusiera tanto al peligro. «¿Se imagina Usted? Si Su Majestad, Dios no lo permita, se nos muere, todos nos pelearíamos entre nosotros mismos por la presidencia». Y Maximiliano se imaginó una batalla campal en la que todos peleaban contra todos: Mejía contra Miramón, contra López contra Méndez contra Santa Anna contra Vidaurri contra Del Castillo contra Teodosio Lares contra Márquez… No-no-no: ni pensarlo… definitivamente, no se podía dejar sólo a México.
Y, si por los muertos era preciso conservar la dignidad y perder el honor, por otra parte era preciso también, por los vivos:
«Por todos los mexicanos, Señor… los mexicanos de hoy y los del futuro, Señor…».
… no perder la vida. Y muy pronto, esa misma noche, en unas horas o en unos minutos, se sabría ya si el plan de la Princesa Salm Salm se pondría o no en ejecución.
En realidad, Maximiliano lo sabría en unos segundos.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de sus sueños. El guardián anunciaba que el Doctor Samuel Basch deseaba ver al Archiduque de Austria.
El doctor no tenía un buen semblante. Se veía triste. Trató de sonreír, hizo una venia y sacó de uno de los bolsillos de su levita el anillo-sello de Maximiliano. La Princesa Salm Salm le había pedido que le entregara el anillo y le dijera a Su Majestad que había sido necesario suspender los planes, que el Coronel Palacios no había aceptado los pagarés, y que era muy posible que a esas horas Escobedo estuviera enterado de la conspiración. Sí, no sólo era posible sino probable: la guardia de los cazadores de Galeana había sido relevada esa misma tarde. Todos los guardias eran nuevos, y además, su número había sido doblado…
«¿Doblado?», dijo Maximiliano, tomó el anillo y se lo puso en el dedo. «Ah, mi querido Doctor Basch: tienen miedo de que se les escape la presa… tiemblan, porque el león se agita en su jaula…».
«Así es, Su Majestad…», contestó el doctor.
Maximiliano caminó hacia el espejo y se contempló en él. A la luz de las velas, como a la luz del sol o de la luna o a la luz de las estrellas o de la imaginación, su barba era y sería siempre inconfundiblemente larga y dorada… Muchos años después, un poeta describiría así a Maximiliano:
… Rubio, ojiazul, de frente
lisa —página en blanco que no enturbia un dolor—.
Luenga y en dos partida la barba, fluvialmente
desborda sobre el pecho su dorado esplendor…
Recordó entonces una caminata que había hecho con el General Del Castillo, una tarde soleada y polvorienta, hacia principios de mayo. Maximiliano le había preguntado cómo había muerto el Padre de la Independencia de México, el Cura Miguel Hidalgo. Fusilado, fusilado por los españoles, le contestó el general, pero además —agregó— costó mucho trabajo matarlo por la mala puntería de los soldados. El cura estaba en un banco —Del Castillo no sabía por qué se le fusiló sentado—, y con la primera descarga sólo le rompieron un brazo; con la segunda un hombro y los intestinos se le salieron; una tercera descarga sólo abanicó el aire, y la venda del cura se deslizó y los soldados se turbaron mucho al ver sus ojos llenos de lágrimas y se dice también que con el impacto de una descarga más el cura cayó del banco en un charco de su propia sangre, pero que aún estaba vivo, y que sólo cuando se le dieron varios tiros a quemarropa fue posible al fin acabar con la vida del prócer. Después, Su Majestad, figúrese Usted, le cortaron la cabeza, que fue llevada a la alhóndiga de Granaditas en Guanajuato con las cabezas de tres de sus capitanes. Allí pusieron una cabeza en cada esquina, colgadas en jaulas de hierro, para escarmiento de los insurgentes…
Maximiliano sabía que Juárez no haría tal cosa, que su cabeza no acabaría en una jaula de hierro, ni tampoco las cabezas de Márquez, de Miramón o de Mejía…
¿Pero cómo garantizar la puntería del pelotón? Tendría que exigirlo… escribirle a Escobedo…
«¿Cómo dice, Su Majestad?», preguntó el General Del Castillo.
«Dije que escribirle a Escobedo o al propio Juárez si fuera necesario, para que todos los soldados sean excelentes tiradores, para que me maten de una sola descarga».
Seguía frente al espejo. Basch, en un rincón, contemplaba al Emperador en silencio.
«Y para que no me destrocen la cara, les pediré que apunten al corazón. Yo mismo se lo señalaré…».
Se apartó la espesa, larga, fluvial barba en dos alas doradas, y se señaló el corazón:
«Aquí, Señores».