1. En la ratonera

Durante 1866, una serie de agitaciones, revoluciones y guerras, mantuvieron muy ocupados a los países europeos. El periódico «La Patrie» de París aseguraba que la insurrección en Palermo, las rebeliones de Candía, los trastornos habidos en el Imperio Otomano, la inquietud que prevalecía en Grecia y los triunfos obtenidos por los juaristas en México eran, todos, acontecimientos que formaban parte de una vasta conspiración internacional fraguada ante la inminencia de una guerra con Alemania y una conflagración general en Europa. Francia, ante la amenaza prusiana y la presión americana tenía, pues, bastante de qué preocuparse, y Maximiliano ya no podía esperar nada de Luis Napoleón: Carlota, desde Europa, ya lo había dicho con tres palabras: todo es inútil. Menos, por supuesto, estarían dispuestas a interesarse de nuevo en México y en su Emperador las otras dos naciones que originalmente habían tomado parte en la conferencia y la invasión tripartitas: Inglaterra y España. En el curso del 66, los ingleses habían tenido que enfrentarse, por una parte, a la rebelión de la población negra de Jamaica, y por la otra, a un fenómeno mucho más cercano a su territorio y su conciencia: terminada la Guerra de Secesión en Estados Unidos, todos los fenianos que habían participado en ella habían regresado a Irlanda para luchar, en la clandestinidad y acudiendo con frecuencia al terrorismo, por la independencia de su patria del Reino Unido. Y España, que durante más de cuarenta años se había negado a reconocer la independencia del Perú, estaba en guerra con la nación sudamericana: en 1864 el Almirante Pinzón había ocupado las Islas Chincha, o Islas del Guano, y en el curso del 66 la armada española bombardeó el Puerto de Callao y, por estar aliado Chile con Perú en contra de España, el puerto chileno de Valparaíso.

En lo que se refiere a los triunfos juaristas de los que hablaba «La Patrie», los hubo, en efecto y muy frecuentes durante 1866, un año que se había iniciado con malos augurios para el precario Imperio Mexicano: el 5 de enero, cerca de mil soldados americanos negros a las órdenes del Coronel Reed y el General Crawford invadieron y saquearon sin misericordia el puerto fronterizo de Bagdad, en Tamaulipas, y entonces bajo el control de las fuerzas imperialistas. Poco después, trescientos hombres de la Legión Extranjera sufrieron en la Hacienda de Santa Isabel, cerca de la ciudad de Parras, una derrota escandalosa que recordó el desastre de Camarón. Cuando días más tarde el General Douay quiso castigar a los vencedores, éstos se esfumaron en el desierto de Mapimí.

Otra débâcle sufrida por las tropas francomexicanas, fue la de Santa Gertrudis, en marzo, y que fue el preludio de la caída de Matamoros en manos de los juaristas. En sus Memorias, el Coronel Blanchot recuerda la célebre frase de un Rey de Francia quien, cuando se le dijo que el populacho de París no tenía pan que comer, exclamó: «¡Pues si no tienen pan, que coman pastel!», y, un poco en serio y otro poco en broma, Blanchot se pregunta por qué el General Olvera no la tuvo en cuenta y, en vista de que sus hombres no tenían agua que beber, pues que bebieran vino. La columna, cuyos soldados en efecto llevaban cuarenta y ocho horas sin tomar agua, fue destruida por la fuerza del general juarista Mariano Escobedo. El convoy al cual escoltaba la columna transportaba nada menos que cuarenta mil botellas de vino de Burdeos. Si el General Olvera hubiera tenido un poco de imaginación… Una botella de Château Margaux por cabeza, dice Blanchot, hubiera asegurado el triunfo.

Pero con vino o sin vino la victoria fue de los juaristas y a Santa Gertrudis y Santa Isabel se agregaron en el transcurso de los meses otras victorias republicanas que, sumadas a la desocupación de las plazas al retirarse los franceses, hacían más apremiante una decisión de Maximiliano: o abdicar y embarcarse rumbo a Europa, o reafirmarse en el trono y regresar cuanto antes a la ciudad capital del Imperio. Se rumoreaba que Porfirio Díaz se acercaba a Orizaba. Y, si había motivos para dudar de ello, sí era cierto, en cambio, que las fuerzas del general mexicano habían destruido en la Carbonera una columna de la legión austríaca comandada por Karl Krickl, el oficial que en una carta dirigida a Viena a su hermano Julio había comentado que Maximiliano se encontraba en Orizaba «rodeado sólo de aventureros y charlatanes». Algo semejante le había pasado al comandante de la legión belga, Van Der Smissen, quien no hacía mucho le había propuesto a Maximiliano que organizara una división y se pusiera al frente de ella y sugerido también entre otras cosas la creación de una brigada austrobelga que él, Van Der Smissen, comandaría, y otra al mando del Coronel Miguel López —otro de los «compadres» de Maximiliano—. Se le daría al General Mejía el cargo de jefe de Estado Mayor. No había transcurrido un mes, cuando Van Der Smissen fue derrotado en Ixmiquilpan engañado, según él —y así lo dice en sus «Souvenirs du Mexique»—sobre el número de liberales a los que tenía que enfrentarse. Indica Corti que los soldados mexicanos de la legión austríaca desertaron a la vista del enemigo. Lo mismo le volvió a suceder a Van Der Smissen a fines del mismo año, y también lo narra en sus Memorias, cuando al salir de Tulancingo el sexto de caballería se pasó al galope al enemigo. Pero no sólo los mexicanos abandonaban las filas imperiales. También franceses, belgas, austríacos y los nubios del batallón egipcio desertaban, pero sobre todo los hombres de la Legión Extranjera, y el propio Blanchot cuenta que una ocasión, estando cerca de la frontera, ochenta y nueve legionarios se pasaron de pronto, todos juntos, al lado americano.

Desertaban, lo mismo, antiguos partidarios, y se sabía que algunas familias distinguidas preparaban ya sus bártulos para marchar, al amparo de la columna francesa, rumbo a Veracruz y Europa. También abandonaban al Emperador los viejos amigos, como fue el caso de Hidalgo y Esnaurrízar. Maximiliano lo había llamado a México para darle un puesto como Consejero de Estado tras sustituirlo, como embajador en París, por el General Juan Nepomuceno Almonte. Hidalgo llegó a México, sí, pero lleno de pánico y lleno de pánico aprovechó la primera oportunidad para largarse a escondidas de regreso a Europa.

Es verdad que si unos se iban, otros llegaban a México para agregarse a la causa del Imperio, como los generales Miramón y Márquez. Su inesperado retorno enfureció al ministro de Guerra, General Tavera, ya que ambos habían abandonado sin autorización sus respectivas comisiones. Tavera, sin embargo, no se atrevió a arrestarlos —y de hecho nunca lo hizo— sin consultar antes al Emperador. Pero Maximiliano estaba casi secuestrado por el Padre Agustín Fischer en la Hacienda de Xalapilla, cerca de Orizaba. El Coronel Blanchot, quien se desempeñó temporalmente como viceministro de Guerra, dice en el tercer tomo de sus Memorias, que el Congreso que debía decidir entre la abdicación o la permanencia de Maximiliano se inauguró en Orizaba el 26 de noviembre con la presencia de sólo dieciocho personajes, de los cuales cuatro eran ministros del gabinete imperial. Las ausencias se debieron a que muchos de los otros funcionarios no estaban dispuestos a afrontar los peligros de un viaje de sesenta leguas a través de regiones que eran visitadas cada vez con mayor frecuencia por los guerrilleros juaristas. Según Blanchot, el voto de los cuatro ministros formó parte de una mayoría de diez votos en favor de la continuación del Imperio. Otros autores, entre ellos Corti, no hablan de un «congreso» sino de un Consejo de Ministros que debió incluir a Bazaine, pero el mariscal se excusó. Dice Corti que once ministros se declararon a favor de la abdicación, «otra parte era contraria, y el resto deseaba que se aplazara toda decisión hasta que fueran asegurados los intereses de los partidarios del Imperio». Por su parte Scarlet, el ministro británico, informó a Londres que el Consejo había emitido diecinueve votos a favor de la prolongación del Imperio, con dos votos en contra. Sea como fuere, el caso es que en la mañana del 28 de noviembre Maximiliano parecía decidido a irse y redactó varias cartas de despedida dirigidas a los embajadores europeos en México. Pero en la tarde del mismo 28 de noviembre cambió de opinión y anunció que no iba a abdicar.

Ese mismo día llegaba a Veracruz el vapor de paletas «Susquehanna», procedente de Nueva York y La Habana. Viajaban a bordo el célebre General William Sherman, y el nuevo ministro americano acreditado ante el gobierno de Juárez, Míster Lewis Campbell. Se reveló más tarde que el General Sherman sustituía al General Ulyses Grant, quien se había negado a acompañar a Campbell a México, pero lo que nunca se supo a ciencia cierta fue qué hacía el flamante embajador en Veracruz, cuando que Juárez estaba en Chihuahua a dos mil kilómetros de distancia. Según parece, los dos yankees tenían la intención de desembarcar apenas Maximiliano diera a conocer su abdicación. Como éste no fue el caso, el «Susquehanna» partió camino de Nueva Orleáns y los emisarios que envió Maximiliano al puerto al enterarse de la presencia de los americanos, no pudieron entrar en contacto con ellos.

Maximiliano, en una carta al Presidente del Consejo de Ministros Teodosio Lares, se manifestó profundamente conmovido por las manifestaciones de «lealtad y amor» por parte de los miembros de su gabinete y se declaró dispuesto «a todos los sacrificios». Puso, como condiciones para quedarse en México y entre otras cosas, que se promulgaran leyes de reclutamiento, se cortaran todos los vínculos con los franceses, se continuara buscando un acuerdo con los Estados Unidos, se anulara el Decreto del 3 de Octubre y por último que los Consejos de Guerra se destinaran sólo a los crímenes comunes. El 10 de diciembre fue la fecha elegida para dar a conocer a la nación mexicana la decisión de Maximiliano de no dejar las riendas de su Imperio.

Maximiliano salió de Orizaba el 12 de diciembre de 1866, día de la Virgen de Guadalupe, patrona de México y de América. La noche anterior, sus ministros habían celebrado la partida con champaña en abundancia y el Padre Fischer había tenido tanta que no pudo acompañar al Emperador en la primera jornada. La comitiva pasó Ojo de Agua, y se detuvo en la residencia campestre del Arzobispo de Puebla, la Hacienda de Xonaca donde, según cuenta Montgomery Hyde en su libro «Mexican Empire», Maximiliano continuó con sus expediciones botánicas y entomológicas. Por su parte el Doctor Basch nos dice que el Emperador se entretenía también en dibujar de memoria el Castillo de Miramar y la Abadía de Lacroma, y que después del almuerzo practicaba con pistolas el tiro al blanco, pero que Bilimek se retiraba entonces porque no soportaba el ruido. Fue en la Hacienda de Xonaca donde al fin el Emperador accedió a darle audiencia al General Castelnau, quien llegó acompañado del ministro francés en México, Alphonse Danó.

El General Castelnau no le ocultó a Luis Napoleón la opinión que tenía de Maximiliano. En su libro, Hyde cita el número de agosto de 1927 de la «Revue de Paris» en el que aparecen fragmentos de una carta del general al emperador francés. Lo que se necesitaba en México, decía Castelnau, «es un hombre con sentido común y energía». Y Maximiliano, agregaba, no tenía ninguna de las dos cosas. Para Castelnau, Maximiliano era si acaso «un diletante» y a sus defectos «había agregado esa malicia muy mexicana que le permitía ocultar sus designios». A esas alturas, ya era conocido de todos el telegrama que el emperador francés, lleno de cólera, le había enviado a su ayuda de campo al conocer la decisión de Maximiliano de quedarse en México, y en el cual Luis Napoleón le ordenaba a Castelnau que procediera a la repatriación inmediata de todos los franceses que desearan regresar a su país. Consecuencia de ese telegrama fue también la disolución de los cuerpos de voluntarios austríaco y belga.

La misión de Danó y Castelnau era la de lograr a toda costa que Maximiliano abdicara, y para ello le pintaron la situación con los colores más sombríos. Pero por una parte Maximiliano estaba rodeado de personas que trataban de convencerlo de lo contrario y cuyos argumentos, al fin y al cabo, fueron los decisivos. Y por la otra, era ya entonces evidente que la actitud de Bazaine era muy ambigua: cuando Danó y Castelnau le dijeron a Maximiliano que la única salida era la abdicación, y que así opinaba el propio emperador de los franceses, Maximiliano les tendió un telegrama que había sobre su mesa. Estaba fechado en la víspera, y en él el mariscal apremiaba a Maximiliano a conservar la corona y prometía hacer los esfuerzos necesarios para sostener al Imperio. Nada parecía contradecir más las últimas instrucciones de Luis Napoleón.

En opinión de Blanchot, ese telegrama o despacho había sido falsificado por el Padre Fischer. Pero de todos modos, la conducta de Bazaine despertaba muchas suspicacias. Algunos historiadores piensan que el mariscal deseaba quedarse en México porque Pepita Peña así lo prefería. También se ha dicho que Bazaine aspiró en algún momento a transformarse en el Bernadotte de México y a fundar en ese país, ido el Archiduque, una dinastía tan brillante y perdurable como la de Carlos XIV de Suecia. Emile Ollivier cuenta que Maximiliano, tras gozar de la sorpresa de Danó y Castelnau, les dijo que conocía muy bien el doble juego del mariscal, y que no ignoraba que el mismo día en que había hecho toda clase de promesas a Miramón y Márquez, Aquiles Bazaine había invitado a almorzar a Porfirio Díaz. El General Díaz contaría más tarde que Bazaine, por medio de un intermediario, le había ofrecido en venta seis mil fusiles y cuatro millones de cápsulas así como cañones y pólvora, en el entendido de que la venta se realizaría si Díaz se transformaba en el líder político y militar de México. Sin embargo, Ollivier señala que ningún jefe militar podría haber hecho tal clase de ofrecimiento sin la aprobación previa de su ministro, so pena de ser llevado ante un tribunal de guerra.

De todos modos, Danó y Castelnau no necesitaba que nadie alimentara su encono contra Bazaine. A esas alturas todos los jefes franceses se atacaban unos a otros en forma abierta o solapada, y Bazaine era el blanco principal de las críticas y en particular de las maniobras del General Douay, quien en la correspondencia que dirigía a su mujer en París ponía al mariscal por los suelos. Douay sabía muy bien que esas cartas irían a parar a manos de Luis Napoleón, ya que su mujer era la hija del General Lebretón, comandante militar del Palacio de las Tullerías. Por su parte Bazaine —nos dice Corti— se las agenció para obtener un borrador de un informe de Castelnau al emperador francés, e indignado por las acusaciones que en el informe se hacían contra él, escribió a París y pidió que se le pusiera a disponibilidad. El nuevo ministro de Guerra de Luis Napoleón, el Mariscal Niel, trató de tranquilizarlo.

De regreso en la ciudad de México, Maximiliano no se alojó en un principio en el Palacio Imperial o en el Castillo de Chapultepec. Es de suponerse que ambos estaban semivacíos y no sólo porque el Emperador hubiera enviado camino a Veracruz numerosos de sus objetos personales: durante su ausencia cualquier cosa pudo haber ocurrido y no sólo un saqueo, sino toda clase de ventas o remates imaginables. Castelot cuenta que al abandonar el Castillo de Chapultepec, por ejemplo, Maximiliano y su comitiva dejaron las rejas abiertas y que el Emperador se olvidó de pagarle el sueldo al cocinero del castillo, quien por consiguiente se vio obligado a vender la batería de cocina y las provisiones de la bodega. Maximiliano se instaló en la Hacienda de la Teja, a sólo unos kilómetros de la capital, a donde acudieron a despedirse de él sus antiguos ministros liberales: Ramírez, Robles y Escudero. Miramón y Márquez se habían ya reunido con el Emperador en la hacienda y lo mismo el General Mejía. En opinión de estos oficiales la situación era difícil, sí, pero no desesperada. Los partidarios de los tres militares se agregaron a ellos, el Coronel Khevenhüller se encargó de formar un regimiento de húsares mexicanos, el Teniente Coronel Barón Hammerstein un regimiento de infantería y el Conde Wickenburg organizó la gendarmería. En esos días, el Señor Murphy presentó un proyecto de organización del ejército según el cual los tres cuerpos contarían con mil novecientos trece oficiales, veintinueve mil seiscientos sesenta y tres hombres, seis mil seiscientos noventa y un caballos y diez baterías y media. Tal como lo indica Corti, ese informe tenía como objeto hacerle pensar a Maximiliano que una fuerza militar considerable estaría muy pronto a su disposición y que, si según el propio Murphy los disidentes se calculaban en unos treinta y cuatro mil, existiría entonces un relativo equilibrio de fuerzas. Pero esto no era, ni sería nunca verdad.

Maximiliano recibió en esos días una comunicación de Viena en la que se le decía que la Emperatriz Carlota se había restablecido del todo, tanto física como mentalmente. Eso tampoco era cierto, y otro telegrama se encargó, casi de inmediato, de desmentir al primero. De cualquier modo la suerte estaba ya echada, y nada parecía que pudiese disuadir a Maximiliano, quien decidió llevar a cabo otra votación. En esa oportunidad sí asistió el Mariscal Bazaine a la junta convocada, si bien al parecer se arrepintió después, y la calificó como una comedia, ya que la decisión de Maximiliano estaba tomada: se quedaría en México.

Que Maximiliano estaba decidido a ello lo demuestra primero que, convencido de la imposibilidad de convocar a una Asamblea Nacional, estuviese de acuerdo en que una «junta» compuesta por los miembros de su gabinete y algunos prominentes conservadores mexicanos decidiese el destino del Imperio. Segundo, que hubiera aceptado sin chistar el resultado de la votación, a pesar de que la mayoría a favor del Imperio fue de sólo un voto. Parece haber cierta confusión respecto a las cifras, ya que Hanna y Hanna, en su libro «Napoleón III y México», se refieren a treinta y cinco participantes de los cuales, dicen los historiadores norteamericanos, veinticuatro votaron a favor del Imperio, seis en contra y cinco se abstuvieron —y los que se abstuvieron, afirman Hanna y Hanna, eran miembros del clero que adujeron que la política no era de su incumbencia… Pero otros historiadores, que proporcionan cifras distintas, señalan que a Fischer se le dio derecho a voto, y que fue el suyo, positivo, el que determinó el resultado. Si así fue, puede afirmarse que el destino del Imperio Mexicano, y el de Fernando Maximiliano de Habsburgo, fueron decididos, ese día, por el antiguo pastor protestante alemán.

Sea como fuere, el caso es que Maximiliano aceptó la decisión de la junta, y se quedó en México.

Los franceses, en cambio, se fueron:

«Ya los franceses marchan

para San Juan de Ulúa,

a recoger jujurifirifiró

y a beber vino Jerez

pitos y tamboforoforés,

vasos de cristal oroporé…

decía la canción que les inventaron, y que junto con «Adiós Mamá Carlota» se agregó al folklore mexicano de la intervención francesa.

Pero antes de irse, habría de ocurrir un rompimiento total entre Maximiliano y Bazaine a raíz de la aparición, en el periódico «La Patria», de un artículo que insultaba a los franceses —o al menos ellos así lo consideraban—. Bazaine ordenó la clausura del periódico y la detención del autor del artículo. En esos mismos días, Márquez ordenó el arresto de un mexicano, Pedro Garay, quien según Corti estaba al servicio de Bazaine. El comandante francés Maussion pidió que se liberara a Garay, y al no hacerse así, ordenó la detención del General Ugarte, jefe de la policía mexicana. Esto fue considerado por Maximiliano como una intromisión inaceptable. Por último, Bazaine recibió una carta de Teodosio Lares, en la cual y entre otras cosas se le reclamaba que las tropas imperiales mexicanas no habían contado con ningún apoyo de las tropas francesas durante el ataque contra la población de Texcoco. El mariscal respondió diciendo que, en vista del tono de la carta, se negaba a tener contacto alguno con el gobierno de Lares. Así se lo comunicó también a Maximiliano en otra carta que le fue devuelta el mismo día acompañada por un mensaje firmado por Fischer. En él se le decía que Su Majestad, a menos que Bazaine retirase lo dicho, también deseaba en el futuro tener relaciones directas con él.

Ése fue el fin. Maximiliano nunca volvió a ver a Bazaine, ya que le negó la audiencia solicitada por el mariscal para despedirse. El 5 de febrero de 1867 Maximiliano, desde una ventana del Palacio Imperial y tras una cortina entreabierta, contempló la salida del ejército francés. La columna pasó por la Alameda a las nueve de la mañana, siguió por las calles de San Francisco y Plateros, llegó a la Plaza Mayor y desfiló frente a Palacio.

Una escolta de spahis o turcos a caballo precedía al Mariscal Bazaine. Seguían: el General Castelnau; el Estado Mayor; una escolta y un escuadrón de los cazadores de Francia; los cazadores de Vincennes; el General Castagny; el 70 y el 950 de línea; la artillería; un batallón del 30 de zuavos; las bestias de carga y una escuadra del 30 de zuavos que cerraba la marcha. La columna enfiló rumbo a la Garita de San Antonio.

Dicen que Maximiliano murmuró entonces:

«Ahora, al fin, estoy libre».

Una frase que recordó aquella otra exclamada por Eugenia cuando las fuerzas españolas y británicas se retiraron de Veracruz: «¡Gracias a Dios, nos hemos quedado sin aliados!».

Antes de salir de México, los franceses destruyeron todas las armas y municiones que no podían llevarse consigo. Léonce Détroyat cita una publicación, «Nord», que se preguntaba escandalizada cómo había sido posible que a la hora de la evacuación Bazaine hubiera ordenado que se echaran al agua catorce millones de cartuchos en vez de dejárselos a Maximiliano. Sin embargo Bazaine, a pesar de todos los malentendidos que hubo entre él y Maximiliano, a últimas fechas había comenzado a sentir cierta lástima por el Archiduque. Así, desde Acultzingo telegrafió al ministro francés Danó, pidiéndole que le comunicara al Emperador que aún podía ayudarlo a salir de México y partir rumbo a Europa. Max, desde luego, no se interesó en la oferta. Después, en Orizaba, el mariscal prolongó su estadía con la esperanza vana de que el Emperador cambiara de opinión.

En su retirada de México, y por un acuerdo tácito, las columnas francesas no fueron hostilizadas por las tropas juaristas, las cuales las seguían a distancia y ocupaban plaza por plaza a medida que los franceses las dejaban atrás.

El Mariscal Bazaine fue el último francés que abandonó el territorio mexicano.

Era el 12 de marzo de 1867. El Coronel Blanchot cuenta una anécdota muy significativa: habiendo ya levantado anclas el «Souverain» que era el barco en el que viajaba el mariscal, se vio que llegaba el paquebote «France» procedente de Saint Nazaire con el correo. Todo el mundo pensó que Bazaine daría órdenes para que se detuviera el paquebote y, en una lancha, enviara al barco insignia la correspondencia destinada a jefes y oficiales: podía haber en ella importantes despachos de las Tullerías, mensajes del Quai D’Orsay, cartas de amigos y esposas… Pero Bazaine no mostró ningún interés. Quizás en esos momentos resonaban, en su cabeza, las palabras que en el Consejo de Ministros le había gritado el Señor Araujo y Escandón, y que habían sido las mismas que a un Papa le pareció que merecía el Duque de Guisa: «Idos, nada importa. Habéis hecho muy poco por vuestro soberano, menos aún por la Iglesia, y nada, absolutamente nada por vuestra honra». El paquebote siguió de frente hasta quedar oculto tras la mole de San Juan de Ulúa, y el «Souverain» y los otros barcos desaparecieron en el horizonte, rumbo a Tolón, vía el Canal de La Florida y Gibraltar.

Bazaine fue recibido en Francia sin los honores debidos a un mariscal: hacía falta un chivo expiatorio del fracaso en México. Cinco años antes, De La Gravière había afirmado que con seis mil hombres era ya el amo de México. Cuarenta mil no fueron suficientes, y ya en los últimos tiempos Eugenia sabía que sólo con trescientos mil, quizás, habrían conquistado ese enorme territorio: Luis Felipe, el abuelo de Carlota, había necesitado cien mil para someter a Argelia, un país diez o quince veces más pequeño que México.

Durante unos días, Maximiliano tuvo motivos para estar optimista, gracias a un triunfo espectacular de Miramón. Benito Juárez, a medida que se retiraban las tropas francesas, se acercaba al centro del país. A su paso por Durango, el entusiasmo manifestado, al recibirlo, por una población que tanto había admirado a Maximiliano, le hizo exclamar: «Virrey que te vas, Virrey que te vienes»: algo así como «Muerto el rey, viva el rey». Juárez conoció ese día un poco más a su pueblo, que era como todos los pueblos del mundo. De Durango bajó a Zacatecas y allí y como cuenta el historiador mexicano Valadez, el presidente se sintió un poco hombre de guerra, al decidirse a inspeccionar las líneas de defensa de la ciudad. Miramón atacó de sorpresa, y Juárez montó a caballo y salió al galope. Dicen que Miramón pensó que Juárez huía en su carruaje al que hizo perseguir de balde y de esa manera se le escapó de las manos. Juárez se refugió en Jerez, pero todo su equipaje se quedó en poder de Miramón, salvo, gracias a Dios, su hermoso y caro bastón valuado en dos mil pesos. Los imperialistas recordaron la ocasión en que también habían hecho correr a caballo al Presidente Juárez —noviembre del 65, cuando Bazaine atacó Chihuahua— y en broma afirmaban que lo que no había aprendido el indio zapoteca en medio siglo de vida: ser un buen jinete, lo iba a aprender en unos días si tan seguido tenía que salir de estampida con los maximilianistas pisándole las puntas de la levita. El Emperador, feliz, le escribió a Miramón diciéndole que si Juárez y sus ministros llegaban a caer en su poder, los hiciera juzgar de inmediato, pero que no ejecutara la sentencia sin su aprobación. Estas instrucciones fueron a dar a manos de los juaristas, y unos cuantos días después el general republicano Mariano Escobedo, cuyas fuerzas habían flanqueado a Miramón en su marcha a Zacatecas, atacó a este último en la Hacienda de San Jacinto y lo derrotó. Miramón perdió la caja imperial y veintidós cañones, y mil quinientos de sus hombres cayeron prisioneros. De éstos, cerca de cien europeos, en su mayoría franceses, fueron pasados por las armas: Benito Juárez opinaba que, ya retirado el ejército de Luis Napoleón, cualquier francés que quedaba en México y fuera sorprendido con las armas en las manos en las filas del usurpador, debía ser considerado como un filibustero. También el hermano de Miramón cayó preso y fue ejecutado: se supo que se le llevó en una silla hasta el paredón ya que tenía los pies casi destrozados, y que se le había fusilado a la luz de unas velas.

Fue por estas fechas cuando Maximiliano debió recibir la carta de su padre citada por Corti y que existe en el Archivo Estatal de Viena, y en la cual, además de aprobar la decisión de Maximiliano de quedarse en México, la Archiduquesa le contaba cómo habían celebrado la Navidad en famille el 26 de diciembre tras los festejos oficiales de la víspera, cómo sus nietos Gisela y Rodolfo habían estado encantados jugando con sus primitos, cómo el Emperador Francisco José había mecido en un trineo al gordito Otto y cómo, en fin, el domingo siguiente, cuando estaban todos reunidos a la hora del desayuno, había sonado el reloj de Olmütz de Max, y entonces a la Archiduquesa Sofía se le llenaron de lágrimas los ojos: «los ojos se me llenaron de lágrimas —le decía— y me pareció como si tú, desde tan lejos, nos enviases tus saludos…». También le contaba Mamá Sofía a Max que Gustavo Sachsen-Weimar, en un almuerzo, dijo haber apostado una gran suma de dinero a que en el mes de mayo el Emperador aún se iba a encontrar en México.

En mayo de 1867 Maximiliano, en efecto, se encontraba aún en México, pero no en la capital, sino en la ciudad de Querétaro, sitiado por treinta mil soldados republicanos.

Muchos historiadores opinan que Maximiliano se metió, solo, en una ratonera porque eso, y no otra cosa, era la ciudad de Querétaro. Pero otros opinan que la decisión de salir de la ciudad de México para ir al encuentro de las fuerzas republicanas no carecía de lógica. Los generales juaristas Escobedo, Corona y Riva Palacio, con un total entonces calculado en veintisiete mil hombres, se aproximaban a la capital desde diversas zonas de la República, y Querétaro, en el punto de intersección de varios caminos del norte y el poniente, ofrecía una excelente situación. Además, Teodosio Lares era partidario de ahorrarle a toda costa a la capital lo que llamaba «las calamidades y los horrores» de un sitio y un asalto.

Hasta los valles de Querétaro y San Juan del Río llegaban también las estribaciones de la Sierra Gorda, donde el general imperialista Tomás Mejía contaba —según decían—, con gran número de partidarios, y lo mismo el General Olvera que podía arrastrar, se calculaba, a dos o tres mil «indios montañeses»: dos razones más para ir a Querétaro. El historiador mexicano Justo Sierra dice que, militarmente, no había falta de juicio en el plan de Lares ya que los imperialistas, a los ocho días de haber llegado a Querétaro, podían haber derrotado a las fuerzas del General Corona, pero que la total inactividad, producto de la indecisión, perdió a los hombres de Maximiliano: cuando las tropas de Escobedo se agregaron a las de Corona, el triunfo ya no era posible. Es decir, esto no lo dice Justo Sierra, sino Carlos Pereyra, el historiador mexicano que le escribió a Sierra los dos últimos capítulos —titulados «Querétaro» y «Richmond»— de su libro sobre Juárez. A Sierra, muy ocupado como ministro de Instrucción Pública cuando salió el libro, se le olvidó darle el crédito necesario a Pereyra. Juárez, por su parte, tuvo un presentimiento y se dio cuenta de que, encerrado el Archiduque en Querétaro, bastaría sólo el transcurso del tiempo para derrotarlo, y así se lo dijo, en una carta, a su yerno Santacilia. Vale la pena, sin embargo, señalar que algunos autores no le echan la culpa de todo a la indecisión del Emperador, sino también al pueblo de Querétaro: al parecer, cuando el ejército imperial quiso tomar la iniciativa e ir al encuentro de los republicanos, los queretanos le pidieron a Maximiliano que no dejara la plaza sin protección, y el Emperador accedió.

«¡Qué hermoso y lleno de majestad era aquel noble descendiente de los Césares y los germanos!», dice, o más bien exclama Alberto Hans en su libro «Querétaro: Memorias de un Oficial del Emperador Maximiliano». Y posiblemente, Hans tenía razón y Maximiliano, quien se hizo cargo del comando supremo del ejército y se vistió de general mexicano, debió haberse visto, con su larga barba rubia partida en dos, su gran sombrero de fieltro blanco, al cuello el gran cordón del Águila Mexicana, y caballero en su fogoso caballo Orispelo, como otro conquistador del Vellocino de Oro. O como el Quijote del Nuevo Mundo. Y de paso, y para hacer de su secretario Blasio un Sancho Panza, camino a Querétaro le pidió que se bajara del caballo: «Los secretarios son hombres de pluma y no de espada», le dijo, y le ordenó que montara en una mula tranquila ya que así, además, mientras fueran al pasitrote, podría dictarle unas notas, cosa que hizo en efecto y Blasio tuvo que tomarlas echando mano —probablemente— de su lápiz-tinta.

Maximiliano salió de la ciudad de México a las cinco de la madrugada del 13 de febrero de 1867, con mil quinientos hombres y cincuenta mil pesos. No se sabe cómo es que el Emperador, siendo como decían —y decía el mismo— supersticioso, escogió un día 13 para salir de México. Pero también Carlota había iniciado en día 13 su viaje a Europa. El secretario del Gabinete, Agustín Fischer, y el sabio Bilimek, no acompañaron al Emperador en su viaje a Querétaro. Pero iban con él entre otros y además de Blasio, su Secretario de Ordenes Pradillo, su valet austríaco Antonio Grill y su cocinero húngaro Josef Tüdös. Lo acompañaban también los generales mexicanos Vidaurri y Del Castillo y el Príncipe Félix Salm Salm, que pertenecía a una de las grandes familias principescas de Alemania. Un Salm Salm, por cierto, había sido candidato al trono de Bélgica poco antes de que lo fuera Leopoldo. Salm Salm, endeudado hasta la coronilla en su país nativo, era un aventurero que había participado en la Guerra de Holstein —por su actuación el Rey de Prusia lo premió con una «espada de honor»— y después en la Guerra de Secesión americana habiendo llegado a ser Gobernador Civil y Militar de Georgia del Norte. Al parecer, en un principio no le simpatizó a Maximiliano, pero con el tiempo se ganó toda la confianza del Emperador. A Salm Salm, militar de carrera, Querétaro le pareció el peor lugar del mundo para ser defendido, ya que casi todas las casas, señaló, podían ser alcanzadas por balas de fusil desde las colinas que rodeaban lo que entonces era una población de treinta mil habitantes a la que llamaban la «Ciudad Levítica» por la abundancia de templos y conventos, algunos de estos últimos verdaderas fortalezas.

«Majestät sind nicht allein». —«Su Majestad no está sola»—, dice Harding que le dijo Salm Salm a Maximiliano. Y sí, en efecto, Maximiliano no estaba totalmente abandonado. Con él, también marchaban los generales Márquez, Miramón, Mejía y Méndez. Fue esta coincidencia de apellidos que comenzaban todos con la misma letra, la que hizo nacer la leyenda de la fatalidad que representó para el Emperador la letra «eme», ya que a la «eme» de estos cuatro generales, se agregó la de su propio nombre, Maximiliano, más las «emes» de Miramar y de México, y en última instancia la «eme» de muerte. Pero también, por supuesto, la «eme» del nombre de pila del compadre que lo iba a traicionar en Querétaro: el Coronel Miguel López; el rubio, ojiazul, esbelto y distinguido jefe del regimiento de la Emperatriz, que cabalgaba a su lado elegantísimo con su chaqueta roja de húsar ribeteada de alamares negros y la cruz de oficial de la Legión de Honor.

En el camino a Querétaro, tropezó Orispelo, el caballo del Emperador. Por si fuera poco este mal augurio, en Lechería la columna fue atacada por una banda de liberales, y un corneta cayó herido a los pies de Maximiliano. Después, en Calpulalpan, se encontraron a un soldado imperialista que colgaba de un árbol, de cabeza, con el cuerpo destazado a machetazos. Aunque había allí tal cantidad de mariposas esa mañana, que eran mariposas blancas y amarillas, amarillas y negras, anaranjadas, y no moscas verdes las que revoloteaban alrededor del cadáver y casi lo ocultaban a la vista. Allí también en Calpulalpan, Tüdös el cocinero húngaro fue alcanzado por una bala que le pegó en la boca y le hizo escupir varios dientes.

Pero Querétaro era una ciudad tan hermosa… Tan importante su acueducto de cantera roja y altísimos arcos construidos hacía ciento treinta años y que derramaba en la ciudad la bendición constante de un caudal de agua clara y fresca venida desde La Cañada. Tan ancho y bucólico y fértil era el valle que rodeaba la ciudad. Tan señoriales sus templos y sus conventos entre los que abundaban maravillosos ejemplos del arte virreinal y rococó y churrigueresco, como la Iglesia de Santa Rosa y Santa Clara: Santa Rosa de Viterbo con su torre y angulados botareles, sus máscaras y ondulaciones de inspiración casi oriental; Santa Clara con su majestuoso pórtico y la monumental filigrana dorada de su púlpito. Y tan claras y luminosas eran las soleadas calles de Querétaro, tan azules sus cielos, tan deslumbrantes las fachadas y los interiores de algunas de sus casas más célebres como la residencia de la Marquesa del Villar con sus sombreados patios de arcos lobulados, o la Casa de Ecala con su asombrosa labor de herrería, y tan elegante la fuente de Neptuno construida por Tres Guerras el genial arquitecto guanajuatense, autor también del templo y convento de Teresitas… que Querétaro por todo eso y otras innumerables bellezas valía no sólo una misa sino una batalla o mil, un sitio heroico y en todo caso un triunfo o una derrota definitivos. Querétaro, el lugar de la Peña Grande —porque eso quería decir su nombre que venía de Queréndaro, que venía de Querenda: en tarasco «el sitio de la gran piedra»— era una ciudad para conquistar la gloria: vivo o muerto.

Así lo entendió o así lo decidió el Emperador de México, a quien una gran parte de la población de Querétaro recibió en la llamada Cuesta China. Pero durante los primeros días Maximiliano no se alojó en la ciudad, sino que acampó en una colina de las goteras, llamada el Cerro de las Campanas porque, según decían, había allí unas piedras o peñas que cuando las golpeaban, tañían: esto es, sonaban como campanas. Allí, en ese cerro, en cuya cima existían las ruinas de una fortificación virreinal, y desde la cual se contemplaba todo el valle, los inmensos llanos moteados por pequeñas pero espesas arboledas y los caminos de San Luis, de Celaya y México, Maximiliano pasó varias noches a veces en una tienda, otras a la intemperie envuelto en sarapes y mantas escocesas. Pero cuando el cerco comenzó a estrecharse, Maximiliano cambió su cuartel al Convento de La Cruz. La fecha elegida fue otro día 13: el 13 de marzo de 1867. Dos días antes, las tropas republicanas habían destruido parte del acueducto para impedir que el agua llegara a Querétaro. Pero la ciudad contaba con aguajes y jagüeyes que podrían proveer agua para los habitantes, el ejército y la caballería, quizás por unas semanas. Había también un río que atravesaba parte de la ciudad, aunque pronto la carroña de los cuerpos emponzoñaría sus aguas.

Castelot, quien se refiere al Convento de La Cruz como «un conjunto un poco heteróclito de patios, claustros, pasajes abovedados, capillas y rincones conectados por escaleras e innumerables corredores», dice que el convento se llamó así porque los indios, al rendir las armas a los conquistadores, vieron cómo una cruz se dibujaba en el cielo. El convento, por lo visto, era un lugar de rendición, porque había servido de último baluarte en Querétaro a las tropas españolas que capitularon el 28 de junio de 1821 —el año en que se consumó la independencia de México— ante las tropas insurgentes.

El mismo día, 13 de marzo, en que Maximiliano se alojó en La Cruz, la artillería republicana abrió fuego contra el convento. El Emperador, en una pequeña celda amueblada con un catre de campaña, una mesa de patas de hierro con un aguamanil de plata y sus útiles para el aseo personal, un sillón y en la pared dos cuadros: uno que ilustraba a Fernando VII y otro la ciudad de Santiago de Compostela, asumía ya en pleno sus responsabilidades como Comandante Supremo del Ejército Imperial Mexicano. Tenía bajo sus órdenes, concentrados en Querétaro, a nueve mil hombres —veinte mil menos de los calculados por Murphy— y contaba con cuarenta bocas de fuego. Leonardo Márquez estaba a la cabeza de su Estado Mayor. Miramón comandaba la infantería. Mejía la caballería. El General Méndez, la reserva. Reyes era el general de ingenieros y Salm Salm estaba a cargo del batallón de zapadores.

Aunque algunos autores pasan un poco por encima del sitio de Querétaro —parecería que tuvieran prisa por llegar al trágico, grotesco desenlace—, los historiadores tienen a su alcance un material abundante en todo caso si desean extenderse, y pueden basarse en un gran número de diarios y memorias, crónicas, partes y cronologías elaboradas por quienes vivieron el sitio y lo sobrevivieron y entre ellos —por parte de los republicanos— los generales Sostenes Rocha y Mariano Escobedo, Juan de Dios Arias y otros, y —por parte de los imperialistas— el Oficial Alberto Hans, el Príncipe Salm Salm, el Doctor Samuel Basch y el Secretario José Luis Blasio también entre otros. A esto se agregan los artículos del representante en Querétaro del «New York Herald», quien también se dio cuenta de que el Archiduque estaba perdido y que la guerra continuaría, dijo, hasta que el «águila austríaca» perdiera todas sus plumas de modo que no le quedara ninguna «para firmar su testamento». Como no cabría aquí una descripción detallada de lo sucedido desde que se inició el sitio el 10 de marzo de 1867 hasta que terminó, sesenta y un días más tarde, en la madrugada del 15 de mayo, vale la pena señalar los principales acontecimientos, así como algunas conclusiones y comentarios, con una anotación al margen: durante la mayor parte del tiempo que duró el sitio de Querétaro, a Maximiliano se le acentuaron sus achaques, y en particular la disentería y las fiebres terciarias. Por su parte, el General Mejía sufrió varios ataques agudos de reumatismo que lo postraron en la cama en más de una ocasión.

Un triunfo de Maximiliano en Querétaro no hubiera significado, necesariamente, el triunfo del Imperio. Pero la verdad es, o parece haber sido, que sus tropas desperdiciaron nuevas oportunidades para atacar con ventaja al enemigo. La inacción fue causada por una serie de contraórdenes resultado a su vez de la rivalidad y las inquinas que existían entre los generales más allegados a Maximiliano. Así, el 17 de marzo, cuando Miramón se aprestaba a salir con sus hombres con el propósito de tomar los cerros de San Pablo y San Gregorio, Márquez ordenó que se suspendiera el plan. Miramón se puso furioso, y tras arrojar su sombrero al suelo, con los ojos llenos de lágrimas «y pálido de la ira» —o al menos así lo describe un testigo ocular— le pidió a Vidaurri que le dijera a Maximiliano que de allí en adelante se limitaría a obedecer órdenes y que nunca más asistiría a ningún consejo de guerra.

Era evidente que Márquez tenía envidia de los triunfos de Miramón, pero las razones que dio eran que no se podía dejar sin guarnición adecuada al Convento de La Cruz. Unos días antes, el 14, el enemigo había atacado La Cruz y obligado al propio Márquez a desalojar la iglesia, el cementerio y el jardín del convento. Salm Salm, que tampoco podía ver a Márquez, culpa en su diario de ese fracaso a lo que llama «su estúpida o traicionera negligencia» —la de Márquez—. Ese mismo día, el 14 de marzo, Salm Salm se cubrió de gloria al apoderarse él solo de un cañón rayado colocado frente al Puente de San Sebastián, y que les había estado causando a los sitiados serios perjuicios.

El 20 de marzo, Miramón encontró la oportunidad de desquitarse de Márquez al oponerse, nada más que por contrariar al jefe de Estado Mayor, al plan de una «salida en masa» de los imperialistas. La ciudad estaba copada ya por tres lados.

Márquez, sin embargo, desaparecería muy pronto de la escena: con el flamante título de lugarteniente del Imperio en su faltriquera, saldría de Querétaro la noche del 22 al 23 de marzo acompañado por mil doscientos soldados de caballería, con la misión de regresar en unos veinte días con refuerzos y atacar a Escobedo por la retaguardia. La salida fue un éxito, pero Márquez nunca regresó. El general republicano Porfirio Díaz, que había derrotado a los imperialistas en Tehuitzingo, Tlaxiaco, Lo de Soto, Huajuapan, Nochixtlán, Miahuatlán, La Carbonera y Oaxaca, agregaría muy poco otro nombre: el de la ciudad de Puebla, a su larga lista de triunfos.

Porfirio Díaz tomó Puebla el 2 de abril. Márquez, quien por medio de una leva forzada que al parecer incluyó a numerosos convictos había aumentado sus efectivos a seis mil hombres, se dirigió entonces a Puebla, y Díaz lo derrotó en San Lorenzo. Algunos autores —como Gene Smith— afirman que las tropas de Márquez, en su retirada, tuvieron que derramar a mitad del camino el contenido de un vagón cargado de oro para que los republicanos se entretuvieran recogiéndolo y no les dieran alcance. Márquez se replegó a la ciudad de México y ya no salió de ella hasta la caída del Imperio, cuando la abandonó a escondidas disfrazado de arriero.

El Tigre de Tacubaya había salido apenas a tiempo de Querétaro: al día siguiente de su partida, el General Vicente Riva Palacio llegaba a la Cuesta China con cuatro mil hombres, y con estas fuerzas el cerco quedó completo. Era el 23 de marzo. El 24, ocurrió la Batalla de Casa Blanca en la que se distinguió de manera particular el coronel imperialista Ramírez de Arellano —premiado ese mismo día con el generalato— al rechazar a las tropas del General Corona. Ese día, en el que el campo quedó sembrado con los cadáveres de dos mil republicanos, Maximiliano estuvo a punto de perder la vida al estallar cerca de él una granada.

El día 26, un fontanero de Querétaro logró hacer una horadación en el dique de un caño, y parte de la ciudad volvió a tener agua corriente. Pero otras cosas, además del agua, habían ya comenzado a escasear, como el plomo y el zinc para las balas de cañón, por lo que el General Severo del Castillo, quien sustituyó a Márquez como jefe de Estado Mayor, ordenó que se quitaran todas las láminas metálicas del techo del Teatro Iturbide. Castelot dice que este hecho proporcionó en un principio hasta ochocientos kilos diarios de plomo. Más adelante, se fundieron las tinas de baño e incluso los caracteres de imprenta.

Fue necesario, también, implantar préstamos forzosos e impuestos de guerra, y se cometieron numerosos abusos. El propio Castelot cuenta el caso del cónsul español en Querétaro, a quien además de quitarle ocho mil fanegas de maíz le decomisaron las vigas de su casa para apuntalar los parapetos de las nuevas fortificaciones ordenadas por el Emperador. Castelot agrega que Maximiliano estableció también un impuesto por puertas y ventanas: una piastra por semana, y una piastra cada vez que se abrían. Y el General del Castillo emitió un bando en el que decía que aquellos que no denunciaran existencias ocultas de maíz y otros granos, serían ejecutados dentro de las veinticuatro horas siguientes.

El día 30 de marzo, Maximiliano organizó una fiesta en La Cruz y para sorpresa en esa ocasión fue él, el Jefe Supremo del Ejército, quien recibió una condecoración de sus tropas.

Al día siguiente, el General Miramón trató, en vano, de retomar la colina de San Gregorio. Otras intentonas suyas tendrían el mismo resultado, como la del 11 de abril, cuando no pudo recuperar la Garita México. Hacia esas fechas, era un secreto a voces la enemistad entre Méndez y Miramón, por un lado, y por el otro la envidia que sentía el Coronel Miguel López del Príncipe Salm Salm, al cual Maximiliano nombró su edecán y quien llevaba en su cuenta más de seis cañones tomados al enemigo.

El 22 de abril, Maximiliano se enteró de la derrota de Márquez, pero se la ocultó al pueblo y al ejército. Severo del Castillo comenzó a emitir partes fraguados con noticias falsas, y se anunciaban triunfos nunca habidos, con salvas y dianas, a pesar de que casi nunca parecían llegar correos de Querétaro a México o de México a Querétaro, ya que con frecuencia los mensajeros imperiales amanecían en las goteras de la ciudad colgados de pértigas o estacas con un letrero que decía «Correo del Emperador». Márquez mientras tanto empleaba la misma táctica en la ciudad de México para tranquilizar a la población. En otras palabras, en Querétaro decían que todo iba de maravilla en la capital, y en la capital, que todo iba de maravilla en Querétaro. La verdad era que, en las dos partes, la capital y Querétaro, el Imperio se desmoronaba sin remedio.

El mismo 22 de abril, un parlamentario de los republicanos entró a Querétaro —Corti no dice quién era, Castelot afirma que se trataba del Coronel Rincón Gallardo—, y ofreció que si se rendía la ciudad «se dejaría salir al Emperador con los honores de la guerra». Castelot dice que el parlamentario agregó que la condición principal era que el Archiduque se embarcara en Veracruz. Maximiliano rehusó la oferta.

Por esos días, un carruaje amarillo tirado por cuatro mulas fue visto en la Cuesta China, rumbo al campamento de Escobedo. Corrió el rumor, en Querétaro, de que había llegado Juárez. Se sabría después que no era el presidente sino una mujer: la Princesa de Salm Salm.

Ya para entonces Maximiliano se exponía en las trincheras en medio del fuego nutrido, en busca de «una bala piadosa» que pusiera fin a su vida, y con ella fin al sitio. Hasta ese momento, no sólo había rechazado la oferta del parlamentario, sino también varias sugerencias de los propios imperialistas para que intentara una salida acompañado por una escolta: su honor, afirmaba, le impedía alejarse de sus leales. Pero, y tal como lo cuenta E. Masseras en «Un Essai d’Empire au Mexique» al fin se dejó convencer, y pidió a sus generales que redactaran un documento que lo exculpara ante el juicio de la historia. La fecha elegida fue el 27 de abril, día en el cual el Emperador intentaría, a las 5 de la madrugada, salir de Querétaro con su equipaje y una escolta al amparo de un ataque que, contra el Cerro del Cimatario, emprendería Miguel Miramón.

La Batalla del Cimatario fue otro de los hechos de guerra del sitio de Querétaro que pasaron a la historia, y que para Maximiliano y sus tropas representó un triunfo y un fracaso, ambas cosas.

Un triunfo porque la arremetida brillante de Miramón puso en fuga a diez mil solados republicanos «poseídos por el pánico», y los imperialistas pudieron apoderarse de veintiún piezas de artillería y miles de fusiles, además de víveres y vacas, mulas y cabras por docenas, equipajes y más de seiscientos prisioneros.

Un fracaso porque los imperialistas —y en esto también concuerdan varios historiadores— perdieron algunas horas preciosas en congratularse y festejar la victoria, y como consecuencia los republicanos tuvieron tiempo de reorganizarse y volver a ocupar el Cimatario. Alberto Hans cuenta en sus Memorias de Querétaro su decepción al comprobar que una buena parte del ejército imperialista estaba compuesto por «la chinaca verde», un término peyorativo que se empleaba para designar a las tropas inexpertas e indisciplinadas, en comparación con la «chinaca roja», que era el nombre que se daba a todo el ejército republicano, medido con un solo rasero. Pero el mismo Hans tuvo oportunidad de comprobar que no todos los liberales eran «chinaca roja», y que los cazadores de Galeana, que fueron los que a final de cuentas rechazaron la segunda ofensiva de Miramón, formaban un cuerpo que sabía combatir en serio. Y a esto agregaban dos cosas: sus fusiles americanos de a dieciséis y un odio —dice Hans— «que era mayor que el nuestro». Y en efecto, cuando el clarín tocó a degüello con la contraseña de Galeana, fueron los imperialistas quienes pusieron pies en polvorosa.

Después del Cimatario, ya nadie, en Querétaro, creyó en el triunfo del Imperio. La puntilla fue, quizás, el llamado combate de Calleja, del 10 de mayo. Los republicanos ocuparon la hacienda del mismo nombre, y los imperialistas recibieron órdenes de desalojarlos. Al frente de un destacamento, se le asignó esa tarea al Coronel Joaquín Rodríguez, uno de los oficiales favoritos de Maximiliano —rubio y de ojos azules, como López— quien esa mañana le dijo al Emperador: «Hoy, Su Majestad me hará general… si no es así, es que estaré muerto». Una bala en el corazón dejó tendido al Coronel Rodríguez, quien nunca llegó a general, en los llanos de Querétaro.

El 5 de mayo, los republicanos festejaron con música, salvas y juegos pirotécnicos el aniversario de la Batalla de Puebla.

Dentro de Querétaro, humeaban las fogatas donde se incineraba a los cuerpos, muchos de los cuales tenían que ser pescados con ganchos de las aguas del río ya en estado avanzado de descomposición.

El General Ramírez de Arellano, quien se había encargado de instalar una fábrica de salitre y otra de pólvora —para lo que hubo que confiscar todo el azufre y toda la salpiedra de cuanta farmacia había en Querétaro—, cuenta en su libro «Últimas horas del Imperio», cómo las fuerzas de Maximiliano en Querétaro se habían reducido casi a la mitad: primero, porque Márquez se había llevado consigo a más de mil hombres, y después por toda la gente que había muerto en el campo de batalla, los que habían caído prisioneros del enemigo, y el gran número de deserciones, que aumentaba día con día.

Pero también el calor, las precarias condiciones higiénicas y la falta de alimentos, mataban cada vez más pronto a los heridos de los hospitales improvisados. La gangrena proliferaba, y el tifo hacía estragos. Heridas y muñones se agusanaban.

Como sucedía en todos esos sitios prolongados, se acabó la paja de los colchones porque hubo que dársela a los caballos y a las mulas, y luego los caballos y las mulas se comenzaron a comer las cortezas de los árboles, antes de que los soldados decidieran, por fin, comerse a los caballos y las mulas.

El Príncipe Salm Salm se preguntaba, en sus Memorias, qué había sucedido con todos esos ladreríos de perros que hacían tan ruidosas las noches mexicanas.

No se necesitaba desde luego tener mucha imaginación para suponer una de dos: o los perros estaban muy entretenidos comiéndose a los muertos, o los vivos estaban muy ocupados comiéndose a los perros.

En la noche del 13 al 14 de mayo, Maximiliano tuvo su último consejo de guerra. Se había decidido que el Emperador intentaría otra salida, acompañado de una escolta, en la madrugada del 14. Castelot nos dice que, sin embargo, en el fondo de su corazón Maximiliano rechazaba la idea de huir. Quizás por eso fue pospuesta por veinticuatro horas, la salida, aunque también Mejía solicitó la postergación.

En la noche del 14 al 15 de mayo de 1867, tuvo lugar la traición de López. El coronel se presentó con bandera blanca en el campamento del General Escobedo y negoció los términos para la entrega del Convento de La Cruz y de la persona imperial de su compadre. Después guió a un destacamento republicano hasta las puertas mismas del convento, guardadas por su cómplice, el Teniente Coronel Jablonsky.

Maximiliano no había podido conciliar el sueño sino hasta la una y media de la mañana. Pero muy poco después lo despertó un violento cólico. El Doctor Basch acudió en su ayuda, lo acompañó durante más de una hora, y se retiró de nuevo a su habitación. El Emperador dormía.

A las cuatro y media de la mañana, el Coronel López entró al cuarto que ocupaba en La Cruz el Príncipe Salm Salm y lo despertó a gritos: «Pronto, salvad la vida del Emperador, el enemigo está en La Cruz».

El coronel salió del cuarto de Salm Salm. Mientras tanto Blasio despertó a su vez, alertado por Jablonsky, y corrió al cuarto de Maximiliano para avisarle. Llegó también a la habitación el Príncipe Salm Salm, y urgió al Emperador a abandonar La Cruz.

Maximiliano se vistió con ropas de civil y en compañía de cuatro de sus allegados salió del convento. Unos soldados juaristas le cerraron el camino, pero el jefe liberal que los comandaba, el Coronel Rincón Gallardo, dijo: «Déjenlos pasar… son paisanos».

El Emperador se dirigió a pie hacia el Cerro de las Campanas, y de allí, al darse cuenta que no había escapatoria posible, envió un emisario a Escobedo para comunicarle su rendición.

El general Echegaray acudió al cerro, desmontó, se acercó a Maximiliano y le dijo: «Su Majestad es mi prisionero».

Al parecer para entonces y según dice Blasio, Maximiliano estaba ya montado en Anteburro, y un palafrenero conducía a Orispelo, pero un guerrillero le arrebató la brida y lo dejó suelto.

Cuenta el Conde Egon de Corti que Maximiliano le manifestó a Echegaray que él ya no era Emperador, y que su carta de abdicación estaba en manos del Consejo de Estado. Se le condujo entonces ante el General Escobedo, al cual entregó su espada.

El general mexicano se la dio a su vez a uno de sus oficiales y le dijo:

«Esta espada pertenece a la Nación».