XVII

CASTILLO DE BOUCHOUT
1927

Inventaron la bicicleta, Maximiliano, y el otro día vino el mensajero disfrazado de Príncipe de Zichy con su hábito de magiar, y me regaló una bicicleta de plata esterlina. Mis doncellas entretejieron en los radios de las ruedas unas cintas de papel crepé tricolor y forraron el asiento con púrpura imperial y los manubrios con armiño y le pusieron un parasol de seda blanca con flecos de oro. En mi bicicleta, Max, y con las faldas arremangadas, recorro las galerías del castillo para asustar, con la bocina, a los reyes y reinas prógnatas que me ven desde sus retratos. También en mi bicicleta, me fui el otro día a París con la Señora Del Barrio y la Princesa Metternich. Paulina nos llevó a Montsouris para comer en El Jardín de la Pereza. Yo las invité después a tomar café con leche en el Pre Catalán del Bosque de Boulogne. Desde nuestras bicicletas les arrojamos migas a los patos que nadaban en los estanques, y caramelos a los niños vestidos de terciopelo negro y sombreros con madroños, que jugaban con sus aros amarillos. En Montparnasse nos encontramos a Barbey D’Aurevilly, que quiso regalarme la langosta viva que todas las tardes saca a pasear con un listón azul. Cómo me gustaría, Maximiliano, que en nuestras bicicletas paseáramos por París. Nos tomarías una fotografía en el estudio de Monsieur Nadar que nos pondría, como fondo, una pintura del Castillo de Chapultepec. Les arrojaríamos monedas a los niños encadenados a los vagones de carbón que remolcan por la Isla de San Luis, y a las viejas que venden, en canastas, tierra excavada del Canal de Suez. Le arrojaríamos confeti a los mendigos y los traperos que corren, en la nieve que cubre las calles de París, tras el trineo en forma de dragón del Duque de Morny. Iríamos a les Bouffes Parisiens a ver el Bataclán. Iríamos a Viena, a pasearnos por el Prater. Iríamos a Londres, a pasearnos por Hyde Park y a saludar al Big Ben. Iríamos, en nuestras dos bicicletas, la mía de plata y con las ruedas adornadas con los tres colores de la bandera mexicana, la tuya de oro y con las armas del Imperio, iríamos a México: a la Calzada de Tlalpan, a Cuernavaca, a la Capilla de Tepozotlán. Iríamos, Maximiliano, a escuchar misa a la Catedral Metropolitana seguidos por nuestros generales con sus bicicletas empenachadas.

Inventaron la bicicleta, Maximiliano, y en mi bicicleta me fui de nuevo a París, a visitar la Exposición Universal. Pero esta vez fui sola, para buscarte a ti. Por supuesto que de nuevo me encontré ahí a todo el mundo, y como estoy acostumbrada a estar tan sola, me abrumaron las luces y los ruidos. Cerré entonces los ojos. Como lo hacía, de niña, cuando mi hermano Leopoldo me hablaba de la matanza de los Inocentes de Breughel y me decía que esos inocentes no eran otros que los miles de súbditos flamencos masacrados por el Tribunal de la Sangre del Duque de Alba. Como cuando vino el mensajero a contarme los diez días de Yser en los que más de sesenta mil soldados belgas perdieron la vida a manos del cuarto ejército alemán. Como debí hacerlo, pero no lo hice, cada vez que en el Palacio de Laeken me topaba de nuevo con los grabados de Durero de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Como debí hacerlo, pero no lo hice, cuando las malas lenguas me susurraban que habías tenido un hijo con Concepción Sedano. Cerré bien los ojos, los apreté hasta ver relámpagos de colores. Hasta verte a ti montado en tu caballo Orispelo, entre los relámpagos, y me cubrí las orejas con las manos, las apreté hasta que comencé a oír de nuevo La Paloma de Concha Méndez, hasta que de nuevo escuché tu voz y les dije, les grité a todos que tú estabas allí, en la Exposición Internacional de París, y que estabas vivo. Después volví a abrir los ojos y me destapé los oídos, respiré y sentí que me ahogaba la fragancia de la melaza de la Isla de Guadalupe, el aroma de la verbena de Valencia con la que la Princesa Radziwill se perfumaba las sienes, el olor del vinagre de katchou. Se lo dije entonces a Madame de Beauvais mi antigua institutriz. Se lo dije a Giuseppe Garibaldi que estaba escondido detrás de su busto de alabastro y que tenía puesta una de las camisas rojas que compró en el rastro de Buenos Aires, y sentí que también el ruido me volvía loca. Las voces de las Mádchen de ojos azules que servían salchichas vienesas con sauerkraut. El tintineo de los cuatro sables que tenía colgados de la cintura el Príncipe Tou-Kougavva, hermano del Tycoon del Japón. Los carillones de los relojes de Leroy and Son que daban la hora de dos países al mismo tiempo. El estruendo de la Sala Pleyel donde cien músicos tocaban al mismo tiempo cien pianos. Y le dije a Luis Napoleón Tercero, que en uno de esos pianos tocaba para Franz Liszt el himno de la Reina Hortensia, le dije que estabas vivo, y le grité que mi abuelo Luis Felipe no sólo había conquistado Argelia para Francia, sino también Costa de Marfil y Costa de Oro y Gabón y las Islas Marquesas, y que no se le olvidara, y le dije a mi cuñada María Enriqueta que me contó que estaba muy sola en el Hotel du Midi de Spa, sola y con sus hijas Estefanía y Clementina, sola con sus dos loros Caro y Mucho, su caballo Cocotte y una llama que les escupe en la cara a sus invitados, sola y bailando con el maître d’hótel, y le dije a mi sobrino Alberto el Rey Caballero, a Cavour que me veía desde dos fondos de botella, a Don Martín del Castillo, a la esposa peruana de Barandarián. Hacía tanto calor que el Príncipe Leopoldo de Hohenzolern-Sigmaringen se abanicaba con el telegrama de Ems. Y Venustiano Carranza con el telegrama Zimmermann. Pero el telegrama que yo quería destruir antes de que lo conociera el mundo fue el que recibió esa mañana el Quai d’Orsay, y que fue entregado a Luis Napoleón y Eugenia cuando estaba ya por comenzar la repartición de los premios, las novecientas medallas de oro, las cuatro mil de plata y el número infinito de medallas de cobre: pero se me escapó de las manos transformado en la paloma de Concha Méndez y voló de pabellón en pabellón, del pabellón de Prusia al pabellón de España, se escondió entre los alfanjes de Damasco, voló del pabellón de Noruega al pabellón de Egipto, se metió en las botellas del vino preservado de Monsieur Louis Pasteur, voló al pabellón de los principados del Danubio. El telegrama había llegado de Washington, me gritó el Zar Alejandro Segundo que se limpiaba la sangre de caballo que lo había hermanado con Luis Napoleón esa mañana, cuando un patriota polaco les disparó al regreso de Longchamp, y se escondió en las cornucopias de cuero del Sudán y en él, me gritó el Conde de Gontaut-Biron, el Capitán Groeller del S. S. Elizabeth que estaba anclado en Veracruz, decía, pero yo no quise escucharlo les dije que eran mentiras y que tú estabas allí, vivo, vivo y en la cumbre de la Pirámide de Xochicalco, sentado en un trono de cobre de Río Tinto, en una mano un frasco con orquídeas de la Sierra de Guerrero conservadas en glicerina, en tus rodillas una muñeca mecánica de Théroud que decía Mamá, Mamá Carlota, vivo y con tus botas de canguro de Australia, en la cabeza una corona de nidos de golondrina de la Isla de la Reunión, le dije a mi hermano Leopoldo que había metido el miembro en el cortador centrífugo de betabeles de Champonnois, le dije a tu sobrino el Zar de Bulgaria que sacó la cabeza por una de las bacinicas que empiezan a tocar música cuando uno se sienta en ellas, te voy a comprar, Maximiliano, una bacinica de lata que te toque La Paloma de Concha Méndez cuando te enfermes de amor y quieras verme, una bacinica de acero que te toque la Marcha Radetzky para cuando te dé diarrea en tu tienda de campaña, una bacinica de porcelana y oro ilustrada con rosas y violetas que te toque el Vals del Recuerdo si te da otro ataque de disentería y nostalgia en Cuernavaca, le dije a Francisco de Asís, Paquita, que se había puesto un vestido de puro encaje y que salió volando entre las burbujas de la máquina de fabricar aguas aireadas seguido de todos los perros que tenían los nombres de los amantes de su mujer Isabel Segunda de España, y me siguieron a mí también, ladrando, el General Serrano y Arana, el Marqués de Bedmar y Marfori con los hocicos llenos de burbujas como perros rabiosos, el dentista McKeon y Puig Moltejo y el Coronel Gándara, me siguieron todos los animales de la exposición, las cabras de Egipto, los galgos de Siberia, las vacas de Inglaterra, me monté en una gacela de Túnez, amarré unos hilos a las patas de los pájaros de la China y a las alas de las mariposas Bómbix, le dije al General Victoriano Huerta que estaba borracho como una cuba, le dije a la Condesa Lustow la suegra de Gutiérrez Estrada, le dije a Plon Pión el primo de Napoleón Tercero y a su pobre mujer Chichina, le dije a Nerón el perro favorito de Luis Napoleón, para subir con los pájaros y las mariposas hasta el velarium del Palacio de la Industria tachonado de estrellas, le dije al General Fierro que se hundió, cargado de oro, en los pantanos de la Laguna de Guzmán, pero el telegrama se me escapó, revoloteó entre las banderas ondeantes de todas las naciones, cayó al suelo, lo recogieron, les grité que no lo leyeran, bajé para arrebatárselos, y hacía tanto calor, había tanta gente, Dios mío, me abrí paso entre todos a codazos, el telegrama revoloteó entre los diplomáticos que recibían los premios y los trofeos a las Bellas Artes y a las Artes Liberales, la Maquinaria, el Moblaje y el Vestuario, rozó la casaca color escarlata del embajador británico, manchó el inmaculado uniforme blanco del ministro austríaco que salió corriendo de la exposición para telegrafiar a tu hermano, rozó las coderas azules de los prusianos, las coderas verdes de los oficiales rusos, y cuando vi a Eugenia y vi que sus manos temblaban, cuando supe que aunque el telegrama no llegara a sus manos nada, ni las fuentes ni los jardines interiores del palacio de la exposición, ni las jaulas con guacamayas y quetzales, ni los acuarios con peces tropicales, ni el periódico de caucho que te compré para que lo leas cuando te des un baño de agua de azahar en tu tina de alabastro, nada podía restañar las lágrimas que esa mañana había derramado Eugenia en la carroza dorada que tomaron prestada del Museo de Trianón y en la cual había recorrido desde las Tullerías hasta el Campo de Marte, vestida de blanco y con una diadema de brillantes las anchas avenidas del Barón de Haussman que salió de una cloaca de París bañado de piltrafas sanguinolentas, y me gritó que era cierto y que tú no estabas allí en la exposición, vivo, vivo y en tu trono de cuerno de búfalo, en la mano derecha unas frutas de cera de la Isla de Mauricio, sobre tu cabeza una lluvia de listones de Coventry, en tus labios una estampilla postal con tu cara y tu nombre y el nombre de México, vivo, le grité a la cabeza de mi bisabuelo Felipe Igualdad que flotaba en un vivero de ostras, nada podía restañar esas lágrimas que Eugenia derramó cuando el pueblo de París les repartía vítores y bendiciones mientras la carroza imperial rodaba por esas mismas avenidas que Haussman había ordenado que se construyeran no sólo para embellecer y modernizar París y para que por ellas se pasearan los dandies y las cocottes, Viollet-le-Duc y Garnier y el Duque de Morny con sus guantes amarillos limón o cortesanas como la Paiva que me invitó a conocer la escalinata de puro ónix de su palacio, sino también para que por ellas los cazadores de África a todo galope y con sus sables desenvainados cargaran contra los mendigos y los miserables de la Ciudad Luz, los mutilados y los ciegos de la Corte de los Milagros, le grité a Luis Napoleón, le grité al Mariscal Randón, les grité a los cien guardias con sus túnicas azul cielo, a las cortesanas que con la punta de un diamante escribían mensajes de amor en los espejos y en las corazas de los guardias, le grité a Niní de Castiglione que se murió de vieja y de tristeza encerrada en su departamento de la Plaza Vendôme, le grité al Barón Puck y al General Boum que disparaba su pistola en el aire para refrescarse con el olor de la pólvora, al Emperador Solouque y al Duque de Limonada, a Octave Fueillet y a Honorato Daumier: porque esas lágrimas que el himno El Cisne de Pesaro compuesto por Rossini en homenaje a Luis Napoleón y su valiente pueblo y que el propio Rossini dirigió en la sala de conciertos de la exposición no pudo restañar, esas lágrimas que los paisajes de corcho de Gerona, las alfombras turcas y las joyas de Fontenay y Boucheron, los fusiles chasse-pot y los cuadros de caballos de Rosa Bonheur no pudieron detener, habían corrido ya por las mejillas de Eugenia esa mañana muy temprano, cuando acompañada por una dama de la corte, vestida de negro y con un espeso velo sobre la cara llegó en secreto a la Iglesia de Saint Roche y arrodillada frente al altar se quedó allí más de una hora, a solas con Dios y su conciencia, una conciencia que esas lágrimas no alcanzaron a lavar, porque no las derramó por ti, Maximiliano, sino por la humillación que le hizo a Francia el indio, y a codazos me seguí abriendo paso entre la multitud y el telegrama se me escapaba siempre de las manos, no lo alcanzaba nunca, aterrizó en el bonete de mi prima Victoria de Inglaterra que se quejaba de los palos que le dieron en la cabeza cuando paseaba por Hyde Park, se acurrucó en la axila del brazo paralizado del Kaiser de Prusia que exhortaba a las tropas italianas a masacrar al enemigo como lo habían hecho los hunos de Atila, se metió en el escote de Alicia Keppel que se besaba con Eduardo Séptimo el hijo de Victoria mientras la Reina Alejandra los aplaudía, pero no escuchaba sus propios aplausos ni me escuchó a mí cuando le grité porque estaba cada vez más sorda, le dije a la Bella Otero que bailaba una polonesa con Menelik el Emperador de Etiopía que acababa de derrotar a las tropas italianas en Adua, le dije al Rey de Italia Victor Emmanuel que paseaba seguido de sus seiscientos hijos bastardos, le dije a Elena Vacaresco que me contó que mi sobrino el Príncipe Balduino era Lohengrin resucitado y vuelto a morir, les dije que si no te habían visto era porque ibas a llegar muy pronto por el cielo de París en una nave aérea que tendría el tamaño y la forma de una de esas ballenas que festejaban con chorros de agua el paso de tu barco Fantaisie por el trópico de Cáncer y que la piel de la nave era de cristal y su costillar de tubos de iridio de los que colgarían relojes de arena llenos con el polvo de los siete colores del arco iris, le dije al Archiduque Francisco Fernando que dormía una siesta en el rosedal de su Castillo de Konopitsch, al Conde Mensdorff-Pouilly que se había puesto mi vestido de novia, le dije a mi cuñada Sisi que se quejaba que Sofía no la deja comer sin guantes, le dije al Vizconde de Conway y al Barón de Saillard, le dije al Coronel Van Der Smissen que se había caído en las aguas de Saint Nazaire y le dije a Eloin que lo perseguía con una pistola. Y al Mariscal Bazaine que se paseaba muy orondo del brazo de Weygand mi hijo, y lucía en el pecho el gran cordón de la Orden Militar de Saboya que le dio el Rey del Piamonte, lo jalé de una oreja para que viera cómo el Duque de Malakoff hacía el amor con su primera mujer Soledad Bazaine bajo el piano que le enviaron de Estambul al Mar de Mármara, y le dije que la cola de tu nave sería de cobre incrustado con ojos de venado llenos de agua y que tendría la forma, le dije al Duque de Peñaranda, de una jeringa hipodérmica y en la punta una hélice que imita una orquídea, le conté a mi sobrina la Kronprinzessin Victoria, y del vientre de la nave cuelgan seis pares de escobas que le sirven de patas cuando aterriza en la nieve del Popocatépetl y que durante el vuelo se encargan de barrer los ríos de granizo azul que surcan las alturas y tiene además un número infinito de alas: alas forradas con espejos que reflejan las constelaciones boreales y tu rostro despedazado y fragmentos del Palacio de Schönbrunn y del Castillo de Miramar le dije al Barón de Beust, y trozos de tu retrato de marinero y del cuadro pintado por Manet de tu fusilamiento, y otras alas son como las hojas de helechos gigantes y de ellas se desprende, cuando ondulan como serpientes, una lluvia de rocío que enfría los motores de la nave, les dije, otras alas son como las velas de la Santa María y la Niña, y otras son alas de ángeles de diversos tamaños y edades, y mis damas de compañía se encargan de espulgarles los caballitos del diablo que anidan entre sus plumas, y en el lomo y como una inmensa aleta tiene un ala de caña de bambú llena de nidos de pájaros hambrientos de todos los colores que vuelan desesperados y se azotan contra el costillar de la nave y se devoran unos a otros y su sangre es recogida por un embudo y con esa sangre, y no con la tuya, no con la sangre que bajaba por los escalones de la Pirámide de Xochicalco, les dije, les grité, con esa sangre se mueve la nave del Rey del Mundo, con la sangre de todos los pájaros de México, con la sangre de los zopilotes que nos recibieron en Veracruz y del águila que devora a la serpiente, les dije cuando vi las serpientes de piedra por las que escurrían los hilos de tu sangre, Maximiliano no está muerto, les dije, y me abrí paso entre la multitud que visitaba ese día la Exposición Internacional de París, me tropecé con mi hermano Felipe que acababa de rechazar los tronos de Grecia y de Rumania, me abrí paso a codazos entre los lanceros franceses y los granaderos de grandes shakós de piel de oso, los coraceros, los zuavos de turbantes y pantalones abombados, los cazadores de África con plumas verdes y los rifleros de túnicas amarillas y el telegrama se me volvió a escapar de las manos, se escondió en un barril de aceite de hígado de bacalao, en un tonel de vino de pina de Natal, en un cáliz de cristal de Bohemia, en las alfombras de la mezquita del pabellón del Imperio Otomano, le dije al Conde de Palikao y al Conde Von Moltke, le dije al Conde de Thun y al Duque de Isly que si a alguien iban a sacrificar ese día en la cumbre de la pirámide era a mí, a mí la Emperatriz Carlota a la que iban a abrirle el vientre con un cuchillo de obsidiana para que diera a luz al César del Nuevo Mundo, y que Eugenia podía ahorrarse sus lágrimas de cocodrilo y lo mismo el hipócrita y malvado de su marido, y le dije también a la estatua de sal de Carlos Quinto a la que se le habían comenzado a aguar los ojos de tanto calor que hacía, le dije al caballo de sal en el que estaba montado y que lloraba también unas inmensas lágrimas de agua de mar, pero comencé a cansarme, me abrí paso entre las conservas de carne humana del Doctor Brunetti de Padua que contenían brazos y piernas humanas, corazones y pulmones, hígados que yo hubiera querido fueran los de Salm Salm y Juárez, los de Eugenia y los del Coronel López y subí después en el ascensor inventado por Monsieur Edoux que era un globo aerostático que subía y bajaba por una jaula estrecha y alta cubierta de madreselva, y al fin caí de rodillas a los pies de la Pirámide de Xochicalco y cuando quise mojarme los labios con tu sangre, y me di cuenta, Maximiliano, que esos hilos rojos que bajaban por los escalones de piedra no estaban formados por tu sangre, sino que eran ríos de chinches henchidas con ella, que eran las chinches que te habían devorado en México y en Querétaro y que te dejaban ahora, desangrado y muerto, inmensamente pálido en la cumbre de la pirámide, solo y con el corazón hueco y vacío, comencé a devorarlas vivas y te acuerdas, Maximiliano, te acuerdas de los jumiles, de esos inmundos escarabajos que los indios de Cuernavaca se comían vivos y se les escapaban de la boca y les caminaban por la cara, así cuando salí de la exposición con el telegrama en las manos, el telegrama que decía Maximiliano ha muerto, así se me salían las chinches de la boca y se paseaban por mis mejillas y por el cuello, así se me salían las chinches por la nariz y me paseaban por los bordes de los ojos, creí entonces, tuve la ilusión de que por estar allí todo el mundo en la exposición, y porque corrí del pabellón de Austria al pabellón de las Bahamas, al pabellón de Bélgica y de los Estados Unidos, al pabellón de Holanda, creí o quise creer que el planeta entero te iba a llorar, pero cuando llegué a la calle y me encontré a una florista que vendía junto al Café Tortoni ramos de violetas blancas como las que tanto le gustaban a tu padre el Rey de Roma y le dije con el telegrama en la mano Maximiliano, mi adorado Maximiliano el Rey del Universo ha muerto y me preguntó con ojos asombrados Maximiliano, ¿quién es Maximiliano?, me di cuenta que si yo no le decía al mundo quién eres tú, Maximiliano, el mundo jamás sabrá quién fuiste.

Para hacerlo, Maximiliano, tendré que escaparme de los sueños. Porque vivir, morir así, prisionera, con la boca amordazada, ha sido el precio que tuve que pagar, el castigo, pero no por haber ido a México sino por salirme de México, por haber escapado a la realidad para vivir en un sueño. Porque si hay una diferencia entre tú y yo, Maximiliano y entre todos los demás y yo, María Carlota de Bélgica, es que yo elegí soñar y quedarme en mi sueño. Y por soñar, ah, por soñar, como te decía, he pagado un precio muy alto, que es el de estar siempre viva y muerta al mismo tiempo. ¿Sabes por qué? Porque ni el día ni la noche se inventaron para los sueños. Ni las luces del amanecer pueden contarnos cómo nacen los sueños de sus cenizas, ni la penumbra del ocaso cómo los sueños se consumen en llamas. Porque por los sueños no pasa el tiempo: no se inventaron para ellos ni el sol ni las estrellas, y ni los granos de oro de los relojes de arena pueden contarnos cómo se desmoronan los sueños para hacerse sueños de nuevo, ni las lágrimas lentas de las clepsidras pueden decirnos cómo se ahogan los sueños en su propio llanto, en su propia risa, en su locura y su lucidez, en sus propios sueños, como en las sombras y el resplandor de una noche y un mediodía sin fin y sin principio que danzan y se aman y se confunden para celebrar las bodas eternas de la luz y las tinieblas. A veces, todavía lo logro. El otro día que me escapé, estaba recostada en el lecho del foso de Bouchout. Era invierno y yo contemplaba, a través de la capa de hielo que cubría la superficie, a los patinadores. Algunos pescadores hacían agujeros en el hielo, y por ellos bajaban los hilos de sus cañas de pescar que en lugar de anzuelos tenían rosas azules y cristalizadas para su Emperatriz. Llegó la primavera y se derritió el hielo, y yo contemplaba el fondo de las lanchas, y de las lanchas descendían unas anclas de plata cubiertas de mariposas. Veía los cuerpos de los nadadores, sus piernas lampiñas, sus torsos brillantes, veía el vientre de los patos y de los cisnes que hundían su cuello en el agua para contemplarme. Veía yo a mis lavanderas que lavaban mi vestido de primera comunión a la orilla del foso. Sus venas se desangraban y se transformaban en hilos de coral. Y llegó el otoño y los servidores del Castillo, con hilos, amarraron unos guijarros a las hojas secas de los árboles, para que bajaran hasta el fondo. Y las hojas bajaron, poco a poco, como una lluvia de alas de canarios por las aguas del foso de Bouchout, entre los racimos de uvas atados a los pisapapeles de las Tullerías, y entre una nube de hipocampos que descendían, también, colgados de sus paracaídas diminutos. Pero la ilusión, una vez más, sólo duró un instante. Estaba yo de nuevo en mi cuarto, de Bouchout, sentada y sola, como lo he estado durante sesenta años.

Para hacerlo, Maximiliano, para contarle al mundo quién fuiste, quisiera que fueran de cristal mis venas y mis huesos. Que fuera, mi alma, de pura agua. Que el alma se me escapara, poco a poco, por la boca. Que el mundo, Maximiliano, quisiera beber mi alma. Que tuviera sed, el mundo, de mis palabras. Que mis palabras fueran un río. Que en su camino el río fuera nombrando las cosas al tocarlas. Que llamara piedra a la piedra, arena a la arena, canto al canto de la piedra, espuma a la risa del mar. Que fueran lluvia mis palabras. Lluvia menuda y gentil, y que al caer nombraran lo que de la nube a la tierra, del lomo del arco iris a los cristales ocultos de la sal, lo que de la hoja más alta de la luna a la brizna de yerba, al escarabajo húmedo, fueran tocando.

Dime, Maximiliano: ¿no escuchas llover mi alma? ¿No la escuchas tocar con sus mil dedos de agua a la puerta de tu pecho y darle nombre a tus deseos? ¿No la escuchas tamborilear en tu piel para filtrarse por tus poros? Hecha de palabras, mi alma se desgarra su vestido de agua y vuelta tiras de serpentina de agua se enreda en tus dedos y en el cuello de las garzas y con sus látigos de agua azota tus párpados y azota el regazo de las montañas. Escucha, Maximiliano: ¿nadie te ha dicho que podría, mi alma, lloverte sobre la cara transformada en tus propias lágrimas? ¿Serás capaz de beberla? ¿Te atreverás, dime, a ponerte de cara al cielo para que hasta ella desciendan mis palabras, para que con ellas dé nombre a tus ojos, y pronuncie su brillo? ¿Serás capaz, contéstame, de abrir la boca para que mi alma te entre hasta el alma y la bañe de palabras, te empape el corazón, lo ciña de frescura?

Yo hice, del agua, mi signo. Yo que pude ver al mundo en una sola gota de agua que contenía a todas las aguas del mundo. Yo que si fui al Castillo de Schwetzingen, no fue para beber de los chorros de la Fuente de Nicolás de Pigage. Yo, que si fui a Versalles, no fue para calmar mi sed en la Fuente del Dragón. Yo, que si recorrí como una loca las calles de Roma, no fue, te lo juro, para beber en las fuentes de la Piazza de la Pilotta. Yo, que si descendí al cenote sagrado, no fue para abrevar, echada de bruces, del alma hecha agua de las princesas mayas. De agua hice yo mis sueños y los transformé en los pájaros de la Fuente de Schwetzingen. Cuando vayas a ella, Maximiliano, verás cómo, de los picos de los pájaros, brota en surtidores mi alma. Cuando vayas a Versalles, verás mi alma manar a borbollones y brillar al sol para darle nombre al sol, desperdigarse con el viento para darle nombre al viento. Cuando vayas a Yucatán, Maximiliano, y visites el cenote sagrado, podrás, si quieres, contemplar tu rostro en mi alma de agua remansada y honda, pero eso sí: te advierto que no verás, de mi ternura, sino un espejo de agua, y si lo rompes, sólo escucharás el eco silencioso de tu voz transformada en agua encantada.

Yo haré, de agua y con mis palabras, mis recuerdos: la Princesa Charlotte quiere llevarse su tina a las Tullerías para que la bañe la Reina María Amelia. Yo inventaré un agua enamorada de sí misma: la Princesa Charlotte quiere lavarse el cabello en la cascada de Acteón perseguido por los perros de Diana. Un agua circular que, como una serpiente de vidrio, se alimente con su propia transparencia: la Princesa Charlotte, con la cara cubierta por un velo, quiere ir a tocar el agua del bautisterio de Santa María Maggiore. Un agua que me encierre en un mundo de reflejos: la Princesa Charlotte vive, quieta, en un castillo de agua redonda, rodeada de damas blancas, de damas azules, de damas violetas, de diez Maximilianos vestidos con sus uniformes de marineros de agua dulce. Yo haré ese castillo. Yo, de sólo desearlo, haré que mis amores y mis recuerdos, transformados en manantiales, se levanten como columnas de cristal en equilibrio y labren, con sus arabescos, y en la espuma del aire, su propia arquitectura: sus arcos y claustros, sus ojivas: la Princesa Charlotte quiere escribir sus tareas en el cuaderno que le regaló su tío el Príncipe Joinville, con la tinta invisible que le regalaron los Reyes Magos. La Princesa Charlotte quiere escribir con agua la historia de las guerras contra los moros que le va a contar su hermano el Príncipe Leopoldo. La Princesa Charlotte quiere escribir con agua las tardes en el Castillo de Claremont donde el domingo la espera, con un racimo de grosellas en las manos, y un racimo de besos en la boca, abuelito Luis Felipe. La Princesa Charlotte quiere escribir su vida con agua, la quiere escribir con aire, con nada. La Princesa Charlotte quiere inventar la nada, la nada más clara, la nada más pura, la más diáfana, la más transparente de todas las nadas, para beber de ella.

Pero si quieres aprender a escribir, me decían, tienes que escribir diez veces la palabra mamá. Escribí cien veces la palabra agua. Tienes que escribir, me ordenaban, veinte veces la palabra papá. Escribí mil veces la palabra agua. Mamá y papá eran de agua. También la tinta era de agua, y el agua era de un azul cada vez más claro, a medida que escribía yo sin detenerme, sin mojar de nuevo la pluma en el tintero, y con ella mi pensamiento se volvía también cada vez más claro: pasaba del azul marino al azul celeste, del azul celeste al azul invisible. Escribir así, de un hilo, juntando todas las palabras, era hacer nacer un río que ondulaba en las emes, giraba sobre sí mismo en las oes, zigzagueaba en las zetas. Escribirlo todo, en una sola línea sin pausas y sin espacios, era vivir, al mismo tiempo, lo que escribía. Hay que separar las palabras, me decían: como si fuera posible separar cada instante de mi vida, cada gota de agua de esa infancia que entre las caricias de mi madre y las lilas de Laeken, la Vida de San Luis Rey, el puré de castañas, los dibujos de mi tío Joinville, se navegaba a sí misma, anchurosa y tranquila, como un río sin orillas rumbo a un mar inmenso que con cada ola depositaba sobre la playa un alud de promesas, y que con cada ola en retirada, se llevaba, acurrucados y sin despertarlos, los sueños dibujados en la arena. Como si fuera posible separar cada hilo de agua de esa catarata, de esa cascada luminosa en la que se transformó, de pronto, mi infancia, cuando llegaste tú a Bruselas y mi alma se volcó en el vacío y en tus ojos, se volcó en la locura de un amor sin fondo. Como si fuera posible, hoy, separar esas apretadas gotas de agua endurecida que cubren y hielan mi corazón.

Lo que te quiero decir con esto, Maximiliano, es lo que siempre he querido decirte y no he podido. Yo inventé la tinta invisible que me regalaron los Reyes Magos. Yo, en un frasco que para todos estaba vacío, menos para mí, remojaba con aire, remojaba con nada mi pluma, y escribía en mis cuadernos, que para todos estaban en blanco menos para mí, lo que nadie, sino yo, podía leer. Escribía, en esas páginas blancas, la historia de mi vida. Mi vida, aunque entonces yo tenía sólo ocho, o nueve, o diez años, era tan larga o tan corta, tan hermosa o tan triste, tan aburrida, o divertida como yo quería. Mi vida cambiaba tanto, que cada vez que yo releía esas páginas, mi vida era distinta. Quien me hubiera visto, absorta ante esas páginas en blanco, habría pensado que estaba loca. Pero nadie me vio. Es decir, me veían todos, sí, me hablaban, pero desde esas mismas páginas que yo llené de música y de color. Mi imaginación era el río que recorría esas páginas y nombraba a las cosas: almohada, árboles, estrellas, y bautizaba con sus nombres: Luisa María, Leopoldo, Felipe, a mis seres queridos. Era mi imaginación la que le daba su suavidad a la almohada, a los árboles sus hojas, la luz a las estrellas. La que le daba a mi padre la sombra de su cabello, su sonrisa a mi hermano, a mi madre el azul de sus ojos. Yo vivía dentro de mi imaginación y sólo así podía respirar. Fuera, sentía que me ahogaba. Yo vivía, con ella, la doble vida del agua que nace para ser pura: a veces quieta, agitada a veces, pero siempre transparente. Quieta, mi imaginación podía ser un palacio congelado. El palacio era Laeken. En Laeken vivía una Princesa. La Princesa era la Bella Durmiente. La Bella Durmiente soñaba con el Príncipe, vestido de azul, que vendría a despertarla. Agitada, podía estrellarse con los escollos imaginarios que ella misma inventaba, romperse y volar por los aires, herida, en mil fragmentos, en mil ilusiones despedazadas, pero siempre volvía a ser ella misma, entera, la de siempre, sin que le faltara una sola gota. Porque el agua no se rompe. Porque el agua, de verdad, nunca se lastima.

No sé en qué momento se me olvidó lo que tenía escrito en mis cuadernos. En docenas de ellos. No sé en qué momento perdí la facultad para leer lo que tanto trabajo y tanto amor me costó escribir. Sólo sé que desde hace mucho tiempo para mí, también, como para los demás, sus páginas están en blanco. Me dio tanta rabia descubrirlo, me sentí tan desdichada, que las arranqué una por una. Mi cuarto quedó cubierto de hojas y recordé entonces a José Luis Blasio, a tu fiel Blasio, que en tu despacho del Castillo de Chapultepec extendía en el parquet y los tapetes tus cartas y tus edictos para que se secara la tinta. Pude haberlas retorcido y amarrado para hacer con ellas una cuerda y descolgarme por un balcón de Bouchout: pero no quise que algún día dijeran que huí aferrada a mi propia nada. Pude también coser todas las hojas con mis canas y hacerte con ellas una mortaja: pero no quise que algún día dijeran que yo te había enterrado con mi silencio. Las volví a juntar, de rodillas, una por una, hice una pila y me juré que aunque tuviera que vivir, sufrir y morir otra vida entera, tenía que decir, en esas páginas, lo que siempre he querido decirte. Recordé también a tu hijo, Sedano y Seguizano, que se denunció él mismo porque las cartas que les escribía a los alemanes con tinta invisible estaban en blanco: no se le ocurrió nunca, al bobo, redactar sus mensajes secretos entre los renglones de una carta cualquiera. A mí no me va a pasar lo mismo: he comenzado ya a escribir, con tinta de verdad, con la tinta morada de la amapa rosa que me trajo Blasio de México, la historia trivial de mi locura y mi soledad, las memorias vacías de sesenta años de olvido, el oscuro diario de veintidós mil días que se transformaron en veintidós mil noches. Ésa es la historia que a nadie le interesa. Por más que en ella me haya esforzado por contar lo más hermoso de mi infancia y de nuestro amor. Por más que me haya esmerado en no dejar de contar, también, lo más trágico de nuestra aventura y tu muerte en México. O quizás porque lo he contado demasiadas veces. Pero entre los renglones, Maximiliano, entre esos renglones en los que no sé hablar de otra cosa que no sea de las limas en flor de las Tullerías o de la bala que te quitó la vida en el Cerro de las Campanas, entre esos renglones, y con el agua bendita que me trajo el otro día el mensajero disfrazado de San Miguel Arcángel, voy a escribir sin detenerme jamás aunque parezca, a veces, que el día en que jugué con mis hermanos a estarme quieta en los Jardines de Laeken me quedé así, paralizada, inmóvil para la eternidad, escribiré, sí, sin detenerme, de un hilo, como un río que nunca llega al horizonte, como un torrente que se precipita en el infinito, y al mismo tiempo quieta, inmensamente quieta aunque pareciera que a partir de esa noche en que soñé que mi madre estaba muerta y me desperté y me levanté de un brinco y corrí a su habitación, abrí la puerta, y vi que estaba yo en una inmensa galería corrí hasta el fin y encontré una escalera, la bajé, encontré otra puerta, aunque pareciera, te digo, que desde entonces no hago sino correr por el mundo y abrir puertas, bajar escaleras en busca no de mi madre muerta ni de mi madre viva, sino en busca de mí misma: y serán entonces mis palabras como el agua profunda de un estanque, serán mis palabras un pozo de agua quieta, y cuando llamen lirio al lirio, se sumergirá, el lirio, en el remanso de mis palabras y se volverá dos veces lirio. Y cuando llame ave al ave, nacerá el ave de mis palabras, levantará el vuelo con las alas mojadas y se volverá, en el cielo, mil veces ave. Sólo entonces comenzaré a decirte, al fin, lo que jamás pensé que podría decirte, y que ya te estoy diciendo.

Tendrás entonces, Maximiliano, tendrán todos los que quieran entenderme, que aprender a leer de nuevo. Tendrás que descubrir por ti mismo lo que te quiero decir entre renglones. Tendrás tú, tendrán los mexicanos que entender que cuando hablo de mi rencor por ti y por ellos, puedo estar hablando, en realidad, de mi ternura. Que cuando escribo sobre mi odio, puedo estar escribiendo, en realidad, sobre mi amor por ti, mi amor por México, por lo que fuiste tú, por lo que será mi Imperio. Mi Imperio, Maximiliano, sólo se levantará sobre el olvido: necesitamos olvidar lo que nos hicieron. Necesitan olvidar ellos, los mexicanos, lo que les hicimos. El otro día vino a verme Napoleón Tercero y me ofreció un vaso de jugo de naranja para que escribiera con él mis Memorias. Podría haberme jurado que era el néctar de los mismos frutos de los naranjos de la Alhambra bajo los cuales meditaste en las glorias pasadas de la Casa de Austria. Podría haber sido el jugo dulcísimo de los frutos de los naranjos de Ayotla a cuya sombra, pero no tengo que decírtelo de nuevo, no tengo por qué repetírselo al mundo mil veces, ¿verdad?, a cuya sombra nos despedimos para siempre. Y yo supe que no, que no era con perfume o con ámbar, con licores dorados, con lo que debía yo escribirte lo que te escribiré aún si me hubieran jurado que era el jugo de los frutos de los mismos naranjos que le dieron, a mi diadema de bodas, sus flores de azahar. Vino también, el mensajero, disfrazado de Pío Nono, y me trajo un tazón de chocolate, y me di cuenta que tampoco era con la fragancia oscura, con la espuma ardiente de esa pócima suntuosa que bebí una tarde en Hecelchakán y que volví a beber en Ticul y Hunucmá, en Calkiní y Halachó, con las cuales he escrito lo que ya te escribí. Además, Maximiliano, vieras qué asco me dio cuando me imaginé que el jugo de naranja era mi orina y el chocolate, mi mierda. Vieras qué asco me dio recordar al Doctor Jilek junto a la ventana de mi cuarto, sosteniendo en lo alto, para contemplarlo al trasluz, un frasco de mi orina. ¿Para averiguar qué, Maximiliano? ¿Para saber si además de loca estoy diabética? ¿O para descubrir que es tanta, tanta la dulzura que he acumulado en todos estos años, tanta la dulzura de mi amor por ti y por México y que no tengo a quién dársela porque nadie quiere escucharme, que me ahoga, que siento que me va a hacer estallar el corazón, y se me derrama en la sangre, me brota por los poros, se me sale por la saliva y la orina? Vieras qué ganas me dieron de volver el estómago cuando recordé al Doctor Bohuslavek examinando, en un tazón, una muestra de mi excremento. ¿Para saber qué, Maximiliano? ¿Para hallar en él el pétalo mal digerido de una rosa de los Jardines de Bouchout o un pedazo de tu uniforme de almirante? ¿O para descubrir que estoy llena de lombrices y que son ellas, y no el hijo del Coronel Van Der Smissen las que han inflado mi vientre como si fuera un globo? Vieras también, Maximiliano, cómo me duele que todos esos líquidos inmundos me recuerden que estoy viva, sí, viva pero muy vieja. De niña, y porque siempre fui muy orgullosa y muy limpia, aprendí muy pronto a hacer mis necesidades en la bacinica de porcelana que me regaló abuelita María Amelia. Pero hasta eso, también, lo olvidé. Casi todas las noches me orino en la cama. A veces, también, sueño que me pudro en vida, y me despierto batida en mi propia y hedionda suciedad, y me pongo a llorar.

Ay, Maximiliano, Maximiliano: ¿Te dijeron que me vieron beber, en el cuenco de mis manos de la Fuente de Villa Médicis? ¿Te contaron que una noche salí corriendo descalza de Miramar para beber de la fuente del niño que estrangula a la grulla? ¿Te aseguran que han visto a la Emperatriz Carlota beber de un jarro de barro en la Fuente de Tlaxpana, bañarse vestida en las Cataratas del Niágara, desnuda en la Fuente de Trafalgar? ¿Te dijeron que me han visto hacer abluciones con el agua de la gruta azul de Linderhog y gárgaras con el agua del Río Churubusco? ¿Te contaron, Maximiliano, que me vieron de rodillas frente a la Fuente de Trevi beber de sus aguas con el vaso de murano que me regaló el Papa? Pobre de ti, Maximiliano, si vas a creer todo lo que te dicen. Escucha: no es por entre las piernas, por la vagina, por donde quiero y he querido siempre, embarazarme. De todos modos, nadie, ni tú, podrías hoy penetrarme, porque las arañas viudas que me trajo el mensajero bajaron de mi peluca para hacer su nido en mi pubis y tejieron sobre mi sexo una telaraña tornasolada de hilos de acero. Y porque además no es cierto que con rosas me hice un cinturón de castidad: fue con las espinas de las rosas. Es por la boca, te digo, y no con tu miembro. Y no es, Maximiliano, con tu esperma, sino con agua, con la que quiero empreñarme. Con el agua que siempre he querido beber desde que comencé a morirme de sed. Pero yo, Maximiliano, yo María Carlota de Bélgica, la loca de la casa, la Emperatriz de México y de América, no he de beber jamás de las fuentes de las que beben los mendigos y en donde chapotean los niños y se lavan las llagas los leprosos. Mi sed es de otra estirpe. Soy niña y lo seré siempre, pero no por no haber crecido: mi pureza y mi inocencia tienen la altura de una catedral gótica. Soy y seré una pordiosera pero lo que mendigo son las huellas del alba, lo que busco, en los basureros, es la piel de la luna. Y estoy enferma, también, pero enferma de rosas deshojadas, de arco iris que se me clavan en el pecho, de astros y auroras boreales que se me meten por los ojos para iluminar mi delirio. Y he de beber, sí, pero de las mismas fuentes de las que bebieron Heine y Rilke. De las que bebió Mozart. De ellas he de beber, si Dios me lo permite un día. Si Dios, si la imaginación, me bañan con su gracia, para recuperar mi transparencia.