Lo que no sabía Maximiliano, cuando iba camino del paraíso y del olvido:
Que el cuerpo de cuatro mil voluntarios austríacos que le había prometido su hermano Francisco José, jamás iba a llegar a México porque, ya formado dicho destacamento, el secretario de Estado americano, Seward, daría instrucciones a su embajador en Viena, Míster Motley, para que solicitara su pasaporte apenas partiera rumbo a México el primer barco con voluntarios a bordo, y declarara que a partir de ese momento los Estados Unidos se considerarían en guerra con Austria. De nada servirían las protestas del representante de Maximiliano en Viena, Barandiarán: Austria daría marcha atrás porque no deseaba una guerra con los americanos. Bastante tenía con la amenaza de Prusia: Bismarck quería decidir por medio de las armas quién debía ejercer el predominio en Alemania y unos meses después provocaría el estallido del conflicto sobre el condominio austroprusiano de Schleswig-Holstein que, tras la Batalla de Sadowa, conocida también como la de Königgrätz, habría de inclinar la balanza del lado de los prusianos durante muchos años por venir. Dos semanas y días más tarde Austria, en guerra también con Italia, obtendría una efímera victoria cerca de la Isla de Lissa, en el Golfo de Venecia: el barco insignia «Re d’Italia», en lo que pasaría a la historia como el primer encuentro de dos escuadras acorazadas, sería hundido por el barco almirante austríaco «Erzherzog Ferdinand Max» y el Emperador de México, feliz, evocaría a sus «queridos marineros dálmatas e istrios», antaño bajo su mando, y diría que tan sólo lamentaba no haber sido él quien llevara a su bautizo de sangre la bandera de la corbeta que tenía su nombre. Pero antes de acabar ese año de 66 —entonces Maximiliano tampoco lo sabía—, Austria iba a perder para siempre a Venecia.
Lo que también ignoraba Maximiliano: que tras el triunfo de los prusianos sobre los austríacos, que se debería quizás en mayor medida al talento del General Von Moltke que a la eficacia de los nuevos fusiles de aguja, el ministro de Guerra francés Randon habría de exclamar: «¡Fuimos nosotros los derrotados en Sadowa!». Y, le placiera o no a Luis Napoleón esa alegoría, el caso es que por una parte el partido de Thiers y con él la oposición crecerían cada vez más en el parlamento francés y por la otra Prusia haría más de un despliegue de arrogancia: cuando el embajador de Napoleón en Berlín, Benedetti, presentara a Bismarck la solicitud de Francia para que, como premio por su consentimiento a la expansión de Prusia se le cedieran entre otros los territorios de Saarbrücken, Saarlouis, el Palatinado Bávaro y Maguncia, Bismarck se limitaría a no contestarle a Benedetti. Esos desplantes, y el acercamiento de Prusia a los rusos en busca de una alianza, acabarían por convencer a Luis Napoleón de la necesidad de retirar a sus tropas de México. E incluso el emperador pensaría en retirar también el contingente francés que estaba en Roma, a pesar del temor que tenía Pío Nono de que entonces la naciente Italia se anexara la Ciudad Eterna —como de todos modos sucedería.
Lo que Max sí sabía pero prefería, en lo posible, olvidar: que la guerra intestina le costaba aún al Imperio Mexicano sesenta millones de francos al año y que sin la ayuda de Francia no habría dinero que alcanzara (poco antes de su muerte, Langlais había recibido de Fould, el ministro de Finanzas de Luis Napoleón, la orden terminante de suspender los pagos al ejército mexicano).
Que la misión de Almonte en París, encargado de negociar un nuevo tratado secreto que sustituyera al de Miramar, había fracasado. Y que también habían fracasado las gestiones que por debajo del agua hacía el Padre Fischer en el Vaticano para obtener un concordato, y aquellas que más o menos por encima del agua hacían los tres representantes oficiales de México ante el Vaticano. Pío Nono había exclamado: «¡Ah, el triunvirato mexicano: uno es un niño, otro es un tonto y el otro un intrigante!».
Por si fuera poco: que Alicia Iturbide no paraba de hacer escándalos en Estados Unidos para que le devolvieran al pequeño Agustín y que de seguir así se saldría con la suya.
También que, si había otro francés aparte de Langlais en cuya buena fe Maximiliano hubiera podido confiar, ése era su buen amigo y fiel Subsecretario de Marina Monsieur Léonce Détroyat y que por ello porque era honesto con el Emperador y no se podía ser honesto con Maximiliano sin traicionar los intereses de Francia, el Mariscal Bazaine solicitó a Luis Napoleón que reincorporaran a Détroyat al servicio activo de la marina francesa.
Y lo que ignoraba pero que muy pronto iba a saber: que Luis Napoleón, en su discurso inaugural de las nuevas sesiones del parlamento francés eliminaría él mismo cualquier posibilidad de cambiar de decisión, al anunciar de manera oficial el retiro de las tropas francesas de México.
Monsieur Détroyat le aconsejaría a Maximiliano que abdicara. Lo mismo su amigo Herzfeld.
Y el propio Maximiliano pensó también renunciar a la empresa más de una vez.
Pero lo que no sabía Max es que su adorada, carissima Carla no compartiría jamás esa opinión, y que una mañana o quizás una mañana y una tarde, todo un día quizás con su noche Carlota Amelia se sentaría a escribir con su puño y letra una larga, prolija «Memoria» dirigida a su imperial esposo, y en la cual le dijo que abdicar era condenarse y extenderse a sí mismo un certificado de incapacidad. Carlota puso el ejemplo de Carlos X de Francia y de su propio hermano Luis Felipe quienes se hundieron, le decía a Max, porque abdicaron. En la «Memoria». Carlota citó también una frase de Luis el Grande: «En las derrotas los reyes no deben entregarse prisioneros». Agregó que si no se abandona un puesto ante el enemigo, ¿por qué entonces abandonar un trono?, y afirmó que, mientras hubiera en México un Emperador, habría un Imperio, aun cuando sólo le pertenecieran seis pies de tierra…
Algo más hizo Carlota: decidió viajar a Europa y visitar, primero a Luis Napoleón y luego a Pío Nono. La Emperatriz de México, la hija de las nobles casas de Sajonia y de Borbón, sabría exponer su caso al emperador de los franceses y al Pontífice, y lograría convencerlos de que era indispensable, no sólo para el bien de México sino de Francia y de la Iglesia Católica, salvar el tambaleante Imperio de su esposo.
Castillo el ministro del Exterior, el Conde de Bombelles, el Señor Velázquez de León, el Conde del Valle, la Señora del Barrio y la fiel camarera Matilde Doblinger, formaban parte de la comitiva de la Emperatriz. Dos días antes de partir, el 7 de julio, Carlota se ciñó por última vez en México la diadema imperial al asistir a un Te Deum cantado en la catedral en ocasión del onomástico de Maximiliano. Después de la ceremonia, la Señora Pacheco pidió permiso para abrazarla, y lo mismo hicieron otras de sus damas, con lágrimas en los ojos.
Como parte del dinero para el viaje, según dice Emile Ollivier, Carlota dispuso de sesenta mil piastras del fondo destinado a proteger a la ciudad de México contra las inundaciones.
El 9 de julio de 1866, muy de mañana, partió la Emperatriz. Llovía, y algunos caminos estaban intransitables. Maximiliano la acompañó hasta Ayotla, una pequeña población situada en el camino a Puebla en una de las estribaciones de la Sierra Nevada, y conocida entonces por la dulzura de sus naranjas. Allí, y quizás a la sombra de los naranjos, Maximiliano besó por última vez a Carlota: nunca más volverían a verse.
Y eso, Maximiliano tampoco lo sabía.
Sobre las causas de la locura de Carlota, abundan las teorías y las leyendas. Algunos autores, como Adrien Marx —«Révélations sur la Vie Intime de Maximilien»—, no saben de lo que hablan: Marx dice que Carlota fue una víctima del «vaudoux», con lo cual, claro, se refiere al culto del vudú, que proliferó en Haití y otras regiones del continente americano de población negra, y que nunca llegó a México. Otros aseguran que a Carlota le dieron en México una yerba que la enloqueció. No es desde luego improbable que alguien haya deseado o intentado envenenar a Carlota o a Maximiliano. Según parece, se pensó en un momento dado que la disentería casi crónica y otros malestares que sufría el Emperador, eran resultado de una bebida emponzoñada con la cual se había querido quitarle la vida. Se habló de la posible venganza del padre, o esposo, de la belle jardinière de la Quinta Borda. Incluso el Coronel Blanchot afirma que Maximiliano dejó de ir a la Villa Imperial de Cuernavaca, el Petit Trianon mexicano, porque no quería correr el riesgo de que lo agasajaran con otro mauvais café: con otro café emponzoñado. Pero las razones por las cuales el Emperador no volvió a frecuentar su quinta pudieron haber sido otras: por ejemplo, el embarazo de Concepción Sedano quien, según todo el mundo murmuraba, estaba encinta de Maximiliano. Después el Emperador dejó de ir porque estaba lejos, en Orizaba, y por último recibió la triste noticia de que las tropas republicanas habían entrado en Cuernavaca y saqueado la Quinta Borda. Había cosas más importantes entonces que reconquistar la Villa Imperial.
En lo que a Carlota se refiere, se dice que el veneno debió serle administrado poco antes de que se embarcara rumbo a Europa, ya que fue en el camino de México a Veracruz donde se presentaron los primeros indicios de locura. Carlota pernoctó en la ciudad de Puebla y de pronto despertó a sus acompañantes a la mitad de la noche, se vistió y exigió que se la llevara a casa del antiguo prefecto de la ciudad, el Señor Esteva. Aunque Esteva no vivía ya en Puebla, de todos modos hubo que abrirle las puertas a la Emperatriz, la cual recorrió en silencio y muy agitada las habitaciones vacías, al llegar al comedor comentó que allí se le había ofrecido alguna vez un banquete, y sin decir más regresó a su alojamiento
La yerba de la que más se ha hablado, en relación con la supuesta intoxicación de la Emperatriz de México, ha sido el toloache, que no es otra cosa que el estramonio —corresponde a la especie Datura stramonium— y es una yerba hedionda, de aplicación medicinal en el tratamiento del asma y que al parecer produce una locura transitoria: sólo si se la ingiere en forma habitual, la insania se perpetúa. Es difícil, por lo tanto culpar al toloache de la locura de Carlota.
El episodio del vapor-correo «Impératrice Eugènie» es considerado como otra prueba de que algo funcionaba mal en la mente de Carlota antes de abandonar las costas mexicanas. Pero hay que tomar en cuenta también el estado de exaltación de Carlota tras un viaje largo e incómodo en el que había ocurrido un incidente que con toda seguridad le trajo recuerdos poco agradables: a causa del mal estado del camino, se rompieron las ruedas de su carruaje. Lo mismo les había pasado en su jornada de Veracruz a Puebla recién llegados a México. La primera vez, ella y Maximiliano habían continuado el recorrido a bordo de una diligencia de la República. La segunda, Carlota estaba decidida a no perder un minuto y siguió a caballo.
Camino a Veracruz, además —y según dicen— la Emperatriz había escuchado cerca de Paso del Macho, y cantada a lo lejos por unos guerrilleros juaristas la letra de una canción atribuida a un distinguido republicano, Vicente Riva Palacio, y que corría de boca en boca por todo México desde que se supo que la Emperatriz se marchaba a Europa:
Adiós Mamá Carlota
(decía la canción).
Adiós mi tierno amor…
Se marchan los franceses…
Se va el Emperador.
Egon Erwin Kisch enumera, en un artículo, una serie de yerbas que pudieron haber sido las responsables de la enajenación de la Emperatriz, pero él mismo elimina algunas, como la mariguana. Otras se quedan en duda. Éste es el caso del ololiuque o yerba de «los ojos desorbitados» que según el Padre Sahagún producía en quienes la ingerían como bebedizo «visiones y cosas espantables».
Lo que al llegar a Veracruz vio Carlota, sin embargo, no fue una visión espantable, sino la bandera francesa que ondeaba, según algunos autores, en el mástil del vapor-correo «Impératrice Eugènie», que era el barco que debía conducirla a Europa. Carlota, indignada, se negó a abordar hasta que no fuera izado en su lugar un pabellón mexicano. Corti pasa por alto este episodio y lo mismo hace la Condesa Reinach Foussemagne. Otros historiadores dicen que Cloué, el comandante de la división naval francesa de Veracruz, accedió al fin y se hizo el cambio de bandera. Castelot deja la cuestión sin aclarar y otros autores —Blanchot entre los antiguos, Gene Smith entre los modernos— dicen que fue la bandera francesa que ondeaba no en el «Impératrice Eugènie» sino en la lancha o barcaza que debía conducirla al vapor, la que Carlota quiso que se arriara y que después no dijo nada ya del otro pabellón francés que también entonces, y durante toda la travesía ondeaba y ondeó en el mástil del «Impératrice Eugènie».
En lo que siguió, coinciden de hecho todos los biógrafos e historiadores: que Carlota se indignó de nuevo, y que una vez más fue necesario calmarla, porque el vapor hizo sonar su sirena, como si estuviera apurando a la Emperatriz y a su comitiva a embarcarse. Una vez a bordo, Carlota se quejó del ruido de los motores y hubo que colocar unos colchones en el piso del camarote y otros, clavados, en las paredes. De todos modos, a partir de ese momento Carlota no se enteró cuál era la bandera que ondeaba en el mástil del «Impératrice Eugènie» ya que permaneció encerrada todo el tiempo —se negó incluso a desembarcar en La Habana, donde el vapor hizo una escala de dos días—, sufriendo de mareo y de terribles jaquecas. Cabe pensar que, si los colchones amortiguaron un tanto el ruido de las máquinas, quizás no lograron que Carlota dejara de escuchar la vulgar letra de «Mamá Carlota»:
Alegre el marinero
con voz pausada canta
y el ancla ya levanta
con extraño rumor.
La nave va en los mares
botando cual pelota:
¡Adiós Mamá Carlota
adiós, mi tierno amor!
Pero loca o no antes de salir de México o durante su largo encierro en el camarote, en el que Carlota sentía morirse no sólo de las jaquecas sino del calor inclemente, también el azar, la mala suerte que persiguió a los Emperadores de México, así como otras situaciones ajenas a su control, contribuyeron sin duda a la irascibilidad mostrada por Carlota en Francia y muy probablemente a precipitar su enajenación. Fue mala suerte, por ejemplo, y no otra cosa, que al llegar a Saint Nazaire —donde el único personaje importante que la esperaba era Almonte— el alcalde fuera un hombre despistado que ignoraba la existencia de Carlota y recurriera al despliegue de una bandera peruana para recibir la inesperada visita de una Emperatriz que venía del otro lado del Atlántico: para un funcionario provinciano era tal vez muy difícil hacer distingos entre uno y otro de los exóticos países americanos.
Mala suerte fue también que en París los delegados y los carruajes imperiales esperaran a Carlota en la Gare D’Orleáns y que ella llegara a la Gare de Montparnasse, aunque esto pudo haberlo interpretado la Emperatriz como un detalle calculado para humillarla.
Pero lo que no era mala suerte, sino insolencia premeditada, fue la negativa de Luis Napoleón a recibirla y que, si no era explícita, se transparentaba en el telegrama que en Nantes le entregó el prefecto del Bajo Loira a Carlota, y en el cual el emperador de los franceses había tenido el descaro de sugerirle a Carlota que viajara antes a Bélgica a saludar a sus hermanos. Otra cosa muy distinta también fue que, en lugar de ofrecerle hospedaje en el Palacio de las Tullerías, la alojaran en un hotel. Y tampoco estas vejaciones se vieron compensadas por el hecho de que al fin y al cabo Luis Napoleón recibiera a Carlota en Saint Cloud con todos los honores de rigor y que el principito imperial, con la condecoración del Águila Azteca colgada del cuello, la esperara al pie de las escalinatas para conducirla, gentilmente, de la mano: si el emperador la recibió, fue porque Carlota le había dicho a Eugenia, con toda claridad que, si Luis Napoleón se negaba a verla, ella entraría a la fuerza en Saint Cloud: Je ferai irruption.
Entre los que piensan que las manifestaciones de amor de Maximiliano hacia Carlota eran hipócritas y superficiales, y que Carlota lo sabía, hay algunos que imaginan que la Emperatriz pudo haber recurrido a una yerba que la curara de su supuesta esterilidad para tener un hijo que afianzara la devoción de su esposo. Esto se contradice con el hecho, del cual casi existe la certeza, de la ausencia de relaciones maritales entre ellos. Pero no deja de ser una posibilidad, y se dice también —quizás es una leyenda más— que Carlota acudió, la cara cubierta por un espeso velo, a la tienda de una herbolaria, quien la reconoció y, como era una partidaria de Juárez, la engañó y le proporcionó una seta llamada teoxihuitl o «carne de los dioses», la cual, y según dice Fernando Ocaranza en su «Historia de la Medicina en México», produce una enajenación mental definitiva sin causar la muerte.
Al parecer, los intoxicados con la «carne de los dioses» son muy agresivos y esto podría explicar, dice Erwin Kish, el comportamiento de Carlota en Saint Cloud. Qué agresiva fue la Emperatriz de México durante sus varias reuniones con Luis Napoleón, Eugenia y sus ministros, es difícil saberlo. Se ha puesto en duda, por ejemplo, que haya llegado al extremo de gritarle a Luis Napoleón que ella, una Princesa por cuyas venas corría la noble sangre de las casas de Borbón y de Sajonia nunca se humillaría ante un aventurero advenedizo como él —un parvenu—. Pero, una vez más, hay que aceptar eso como una posibilidad. En primer lugar, todos los historiadores están de acuerdo en que las conversaciones de Carlota con Luis Napoleón y Eugenia fueron violentas en su mayor parte, incoherentes en ocasiones y sobre todo, humillantes para el emperador y la emperatriz de los franceses. Que Luis Napoleón lloró más de una vez frente a Carlota, y que Eugenia se desvaneció y hubo que darle a oler sales inglesas y descalzarla para frotarle los pies y los tobillos con agua de colonia, no sólo es posible, sino muy probable: Luis Napoleón estaba, sí, muy enfermo, y sobre los hombros de Eugenia comenzaba ya a pesar una gran parte de la responsabilidad del fracaso de la aventura.
A cambio de ello, ciertas frases están bien documentadas, como la famosa Je ferai irruption —entraré a la fuerza—, al igual que otras que la mayor parte de los historiadores ponen en los labios de Carlota. Por ejemplo: «Sire, he venido a salvar una empresa que es la vuestra», parece haber sido una de las primeras cosas que dijo Carlota a Luis Napoleón el primer día que lo vio en Saint Cloud, que fue el 11 de agosto de ese año del 66. Dos días después, tuvo lugar otra famosa escena: Carlota, entre las numerosas cartas que se llevó consigo a Europa —además del larguísimo Memorial que redactaron entre ella y Maximiliano y que contenía lo que Luis Napoleón sólo podía considerar como una serie de impertinencias—, Carlota, decíamos, sacó a relucir nada menos que la carta original que Luis Napoleón le había enviado a Maximiliano a Miramar, en marzo de 1864, cuando el Archiduque anunció que ya no aceptaría el trono de México. En la carta, Napoleón le decía a Maximiliano: «¿Qué pensaría usted realmente de mí si cuando Vuestra Alteza Imperial se encuentre en México yo le dijese de pronto que no podía cumplir las condiciones que ha firmado?». Esto era ya demasiado para Luis Napoleón. Tres días después, el 14, fue convocado bajo sus órdenes un Consejo de Ministros que decidió abandonar la empresa. El Ministro de la Guerra, Mariscal Randon, fue el encargado de comunicárselo a Carlota. El 18 de agosto, el propio Luis Napoleón visitó a la Emperatriz de México en el Grand Hotel. Corti cuenta que, tras una larga conversación, Luis Napoleón le dijo a Carlota que no tenía nada que esperar y que no debía hacerse ilusiones de ninguna clase. Carlota, fuera de sí, le respondió que la empresa concernía a Luis Napoleón más que a nadie, y que él tampoco debía hacerse ilusiones. Al parecer, el emperador se levantó en silencio, hizo una leve inclinación de cabeza y abandonó la suite.
Carlota se dio cuenta de que en París ya no había nada qué hacer. Algunos historiadores han pensado que Carlota enloqueció, simplemente, porque su Imperio, y con él su mundo, comenzaron a desmoronarse a sus pies. Pero cuando salió de Francia y a pesar de la negativa de Luis Napoleón a seguir sosteniendo a Maximiliano, no todo parecía perdido. Luis Napoleón no había aún tomado la decisión de retirar también de México a la Legión Extranjera, e incluso durante los primeros días de su estancia en París, Carlota había tenido razones para alimentar sus esperanzas. Tras la primera visita que Eugenia le hizo en el hotel, acompañada por la Princesa de Essling, la Señora Carette y algunos funcionarios de la corte, entre ellos el Chambelán Conde de Cossé-Brissac, y durante la cual Eugenia procuró, sin mucho éxito, conducir la conversación hacia temas banales —las soirées en Chapultepec, los viajes a Cuernavaca, los jardines flotantes de Xochimilco— Carlota recibió la visita de algunos ministros de Luis Napoleón que parecían entenderla y apoyarla. El Embajador de Austria en París, Richard Metternich, fue el único que le advirtió que nada había ya que esperar de Francia, pero los funcionarios de Luis Napoleón, quizás por temor de provocar en Carlota un acceso de furia, actuaron con hipocresía. Mucho habló Carlota con ellos: de finanzas, de las aduanas, de la Iglesia mexicana, de la organización del ejército mexicano, del retiro de las tropas francesas, del Mariscal Bazaine —a quien al parecer atacó sin misericordia—. Randon, el ministro de la Guerra, parecía convencido de todo lo que Carlota argüía, pero pensaba lo contrario. Fould, el ministro de Finanzas, la escuchaba con una gran atención, e incluso cuando Carlota se refirió a las grandes riquezas de México le brillaron los ojos y dijo que, si él estuviera joven, también hubiera ido a México. Pero Fould estaba decidido a recomendar —y así lo hizo—, que a Carlota se le negara todo, ya que sólo así, pensaba él, se podría lograr la abdicación de Maximiliano. Por último Lhuys, el ministro del Exterior, mostró también un gran interés en todos los argumentos de Carlota, al grado que ésta pensó que estaba de su lado y así se lo escribió a Maximiliano. Pero lo que no sabía la Emperatriz de México era que Lhuys llevaba ya su renuncia en el bolsillo, la misma que sería aceptada a principios de septiembre por Luis Napoleón. Para colmar el vaso, Carlota recibió también, en la suite del Grand Hotel de París, un visitante inesperado y poco grato: Alicia Iturbide. El Conde Corti no hace mención de este episodio, pero quienes sí lo hacen afirman que Carlota puso como condición para devolverle a su hijo que sus familiares reembolsaran al Imperio Mexicano todo el dinero que se les había dado. De todos modos, para esas fechas Maximiliano ya se había resignado a perder al pequeño Iturbide.
Si la primera manifestación de la insania de Carlota hubiera ocurrido no en Saint Cloud, sino en el Vaticano, una vez que Pío Nono le dijera que la Iglesia tampoco podía hacer nada, una vez que la célebre declaración non possumus —no podemos— la proverbial fórmula empleada por los Papas para rechazar las demandas contrarias a la tradición o los intereses de la Iglesia le fuera expresada a Carlota con todas sus letras, habría entonces, quizás, un poco más de razón para pensar que, en efecto, Carlota enloqueció al darse cuenta que Francia, el Vaticano, Europa entera, abandonaban al Imperio Mexicano.
Pero no fue así, ya que el episodio del vaso de naranjada ocurrió al principio de su visita a París. Desde luego, es también imposible saber con certeza si de verdad Carlota exclamó: «¡Sire, me quieren envenenar!» cuando en una de las varias reuniones que tuvo con Luis Napoleón y Eugenia en Saint Cloud, Madame Carette entró con la jarra de naranjada y ofreció un vaso a la Emperatriz de México. Un autor, André Chastelot, dramatiza la escena hasta el punto de poner en boca de Carlota palabras mucho más agresivas: «Assassins! Laissez-moi!… Remportez votre boisson empoisonnée!». «Asesinos, dejadme… llevaos vuestra bebida emponzoñada»: ésta sería una traducción más o menos literal de una frase que implicaría una acusación abierta y directa de Carlota contra el emperador y la emperatriz de los franceses. Pudo haber sido así, o quizás, y como otros historiadores afirman, Carlota se limitó a rechazar la bebida y fue más tarde, durante su viaje de Francia a Italia, en el tren imperial que Luis Napoleón puso a su disposición, cuando dijo que en el Palacio de Saint Cloud habían intentado darle muerte con un vaso de naranjada envenenada. No existen motivos, por otra parte, para pensar que no se lo dijo al Papa y, con un poco de inventiva, se la puede imaginar, como se la imaginó Berta Harding, diciéndole al asombrado e incrédulo Pío Nono: «Santissimo Padre, ho paura! Questo Luigi Napoleone e la sua Eugenia mi hanno avvelenato!». —¡Santísimo Padre, tengo miedo: Luis Napoleón y Eugenia me han envenenado!
Eso sucedió durante la primera audiencia; o sea, el día anterior al episodio de la taza de chocolate. Por otra parte, el historiador Egon de Corti, cuando se refiere a esa segunda y forzada audiencia que el Pontífice le otorgó a Carlota tras de que la Emperatriz irrumpió en el Vaticano temprano en la mañana y vestida de negro de pies a cabeza, no dice que Carlota haya metido la mano en la taza de chocolate del Papa. El Conde sólo cuenta que la Emperatriz rechazó una primera taza que le fue ofrecida y que, cuando le sirvieron una segunda taza, bebió de la primera. En cambio, otros historiadores llegan al extremo de afirmar que fueron tres los dedos —¿el índice, el cordial y el anular?— los que Carlota metió en el chocolate para sorberlos después. Pero quienes así lo cuentan, no dicen si Carlota se quemó o no los dedos con el chocolate. En lo que coinciden muchos autores es en que la Emperatriz de México sí se quemó el brazo al día siguiente, cuando en la cocina del Orfanatorio de San Vicente de Paul lo metió de pronto en una gran olla de puchero hirviente, y que del dolor tan grande la desdichada Carlota se desmayó. Fue entonces, al parecer, cuando aprovecharon para llevarla de regreso a la suite imperial de su hotel, en una camisa de fuerza.
Algunos investigadores modernos niegan que Carlota haya sido envenenada con una yerba que la enloqueció, ya que los síntomas que presentaba —o lo que se sabe de ellos— no corresponden a los producidos por ninguna de las yerbas conocidas. Sobre la causa de su locura, existe otra teoría: Carlota estaba embarazada y, desde luego, no de Maximiliano. Se habló del coronel mexicano Feliciano Rodríguez, como posible padre de la criatura, pero otros acontecimientos posteriores hicieron pensar que, si en efecto estaba encinta, el padre podría ser el comandante de la legión belga, el Coronel Van Der Smissen. El temor al escándalo mayúsculo que Carlota sabía muy bien se iba a producir —si la teoría es correcta— cuando se supiera que en el vientre llevaba a un hijo bastardo, pudo ser suficiente como para precipitar su enajenación. La teoría del embarazo se fortaleció por el hecho de que la Emperatriz llevada de Roma a Trieste por su hermano el Conde de Flandes —quien viajó a Italia con ese objetivo—, pasó varios meses encerrada en el Gartenhaus de Miramar, sin que nadie pudiera verla, a excepción de los médicos y algunas damas de servicio. Incluso hay quienes dicen que Carlota dio a luz a un niño antes de llegar a Miramar, y que la criatura nació durante la noche que pasó en el Vaticano. Sin embargo, es de suponerse que se hubiera notado su embarazo a su llegada a París o Roma, y no hay indicios de que así fuera. Por otra parte, los vestidos que usó en Francia e Italia no parecerían los adecuados como para ocultar una preñez tan avanzada.
Carlota sí, en efecto, pasó una noche en el Vaticano, pero existe también cierta confusión sobre cómo ocurrió el episodio y en qué parte del palacio durmió. Unos historiadores dicen que, tras el desayuno, la Emperatriz fue conducida por el Papa a la biblioteca y allí el Pontífice aprovechó un descuido de Carlota para esfumarse. La Emperatriz, agregan, se negó entonces a abandonar el recinto, y hubo que llevar unas horas más tarde una cama para que allí pasara la noche. Al día siguiente, con el señuelo de la visita al orfanatorio, lograron que saliera de la Santa Sede. Así, y según cuenta Corti en «Maximilian und Charlotte von Mexiko», después del desayuno el Papa pidió al coronel de la gendarmería pontificia, Bossi, que acompañara a la Emperatriz a la biblioteca. Más tarde, Carlota pidió que se la llevara a los Jardines del Vaticano y allí bebió de una fuente, y después accedió a almorzar con el Cardenal Antonelli, pero puso una condición: que la Señora Del Barrio y ella comerían al mismo tiempo y del mismo plato. Llegada la noche, se trató de convencerla para que regresara al hotel, pero la Emperatriz dijo que allí estaría rodeada de asesinos, y se negó a abandonar el Vaticano. Jamás, dice Corti, una mujer había sido recibida en la noche en la Santa Sede, pero fueron tales los gritos desgarradores de Carlota, que el Papa dio su consentimiento para que durmiera en la biblioteca.
Corti publicó «Maximilian und Charlotte von Mexiko» en 1924. Nueve años más tarde, en Leipzig, apareció una edición abreviada y revisada, con el título «Die Tragödie eines Káiser». Este último libro, no por abreviado deja de ser voluminoso y una valiosa fuente de información. Pero al abreviar, fueron suprimidos algunos episodios o escenas que constituyen un material precioso tanto para la historia como para la literatura. Así, por ejemplo, en «Die Tragödie eines Káiser», Corti no incluye la escena del orfanatorio, que en la primera versión de su libro aparece con detalles adicionales: antes de meter el brazo en la olla de puchero hirviendo, dice Corti, la Emperatriz, al ofrecérsele una cuchara para probar el guiso y notar que estaba sucia, gritó «¡Esta cuchara está envenenada!». Fue entonces cuando introdujo el brazo en la olla del puchero, y del dolor se desvaneció. Al llegar al hotel, Carlota, ya consciente, se negó a bajar del coche, y hubo que arrastrarla a la suite. Pero no sólo se suprime este episodio en la versión abreviada del libro de Corti, sino que además, la historia cambia: se dice que al día siguiente de la noche que Carlota pasó en el Vaticano, la Emperatriz se tranquilizó después de dictar varias cartas, y consintió en que se la llevara al hotel. Por otra parte, en «Die Tragödie eines Káiser», no se dice, como en la primera versión, que Carlota se quedó en el Vaticano tras el desayuno con el Papa y que no salió de allí hasta el día siguiente, sino que se cuenta que el Coronel Bossi, hacia las ocho de la noche, la convenció a que regresara al hotel, y que la Emperatriz dejó de nuevo el hotel a las diez de la noche, para ir al Vaticano y allí pedir asilo a gritos. Fue entonces, leemos, cuando Monsignore Pacca, que la había recibido, ordenó que se preparara una de sus habitaciones para que allí durmiera la Emperatriz de México. En otras palabras, la Biblioteca del Vaticano como dormitorio provisional de Carlota desaparece en la versión abreviada, y con ella otros pormenores: los candeleros y los magníficos muebles —incluyendo dos camas, una para Carlota y otra para la Señora del Barrio—, que según Corti, en «Maximilian und Charlotte von Mexiko», ordenó el Papa que fueran llevados a la biblioteca, y a los que se podría agregar —aunque esto no lo dice ni Corti ni ningún otro historiador, pero es de suponerse que el Pontífice no descuidaría un detalle semejante—, dos bacinillas o tazas de noche: una para Carlota y otra para la Señora del Barrio.
Cualquiera que haya sido el criterio aplicado en la segunda versión para abreviar, suprimir o hacer cambios —algunos de éstos, quizás, debidos a dudas posteriores o al hallazgo de nuevos documentos o testimonios—, el caso es que, al parecer, casi todos los biógrafos e historiadores posteriores a Corti leyeron una u otra versión, pero muy pocos las dos. Sin embargo, todo indica que la primera versión ha sido la más frecuentada, de manera que algunas de esas grotescas imágenes: Carlota con el brazo metido hasta el codo en una olla de puchero hirviendo, Carlota arrastrada por las escalinatas del Albergo di Roma, Carlota a la luz de unas velas acostada en una cama y rodeada de los libros y manuscritos de la biblioteca del Vaticano, sobrevivieron a la revisión de la obra de Corti y pasaron, de todos modos, a la historia.
Pero otras cosas aparecen en ambos libros, como las cartas, el vaso y el gato. Las cartas las escribió Carlota en la Santa Sede, tras haber pernoctado en ella. La destinada a Maximiliano, a su «tesoro entrañablemente amado», era de hecho una carta de despedida: Carlota le decía que iba a morir muy pronto, envenenada, que legaba a Maximiliano toda su fortuna y sus joyas, que no deseaba que se le hiciera una autopsia y que quería se le diera sepultura en la Basílica de San Pedro, lo más cerca posible de la tumba del Apóstol.
El vaso que Carlota se llevó del Vaticano, para beber en él de las fuentes de Roma, aparece, decíamos, en las dos versiones y es mencionado en un mensaje que Pío Nono le escribió a la Emperatriz antes de que ésta partiera de Roma y en el cual, además de decirle que rezaba a Dios para que su alma recuperara la tranquilidad, el Pontífice la invitaba a quedarse con el vaso. Por último el gato fue llevado a la suite del hotel por órdenes expresas de Carlota, para que se le dieran a probar todos sus alimentos. La gallina que, dicen otros autores, fue también llevada a la suite para que Carlota pudiera comer los huevos que ella misma viera poner, no es mencionada por Corti en ninguna de las dos versiones de su obra. Pero sí que desde su llegada a Roma, la Emperatriz casi se limitó a comer naranjas y nueces que ella misma compraba a los vendedores callejeros, y cuyas cáscaras examinaba cuidadosamente, para asegurarse de que no les hubieran inyectado alguna sustancia. Después Carlota llegó incluso a negarse a que la peinaran, porque también creía que las púas del peine podían estar envenenadas. Esta obsesión, la de creer que todos los objetos a su alrededor podían contener ponzoña, se exacerbó en el curso de los días y así, cuando su hermano el Conde Flandes llegó por ella a Roma para llevársela a Miramar, Carlota veía por todas partes cucharas y tenedores envenenados. Incluso en la plumilla con la que se disponía a escribir un mensaje, la tinta seca se transformó, para la Emperatriz, en estricnina.
Por supuesto, esta plumilla pudo haber sido inventada por un historiador. Y quizás tampoco nunca existió el gato. Lo importante es que, detalles más, detalles menos, hubiera bastado que Carlota, por ejemplo, bebiera de una sola fuente, para saber que se había vuelto loca. Carlota, nos dicen, utilizó el vaso del Vaticano para beber de las fuentes de Roma: Roma es una ciudad donde abundan las fuentes y, si tal como afirman varios autores la Emperatriz de México acudió cada día a una distinta, cabe suponer que una mañana bebió de la Fuente de los Ríos de Bernini y otra de la Fuente del Moro, y que una tarde acudió a la Fuente de Neptuno y otra a la Fuente de las Tortugas o a la Fuente de la Barcaza: da lo mismo. Da lo mismo porque bastó con que bebiera de una sola de ellas, bastó con que acudiera a la primera fuente, la de Trevi, la mañana en que, camino del Vaticano y acompañada de la Señora Del Barrio ordenó al conductor que se dirigiera a la Plaza de Trevi y allí, y esa vez no de un vaso, sino del cuenco de sus manos y frente al Palacio de los Duques de Polo, frente al majestuoso dios Océano que surge del mar en un carruaje arrastrado por dos caballos marinos y blancos conducidos por Tritón bebió, muerta de sed, la dulce agua clara y fría que brota de las eternas y pulidas, blancas rocas de mármol, bastó verla una sola vez de rodillas y vestida de negro junto a la fuente más hermosa del mundo, para que se supiera que la Emperatriz de México, Carlota Amelia de Bélgica, había enloquecido en Europa.
Maximiliano se enteró de la locura de Carlota unas semanas más tarde. Carlota despertó entre los incunables del Vaticano el 2 de octubre de 1866. Ese mismo día, en México, en el «Diario del Imperio», se publicó una noticia, por demás escueta, en la que se decía que la Emperatriz había cumplido ya su misión en Europa. El 18 del mismo mes, Maximiliano recibió dos telegramas, uno de Roma y otro de Miramar en los cuales se le comunicaba que Carlota estaba enferma y que se había llamado al Doctor Riedel para que acudiera a Trieste. Maximiliano se encontraba con el Doctor Samuel Basch, médico militar de cámara que había llegado a México ese año del 66, y le preguntó si había oído hablar del Doctor Riedel. Basch, sin saber la causa de la curiosidad de Maximiliano, le dijo que Riedel era el director del manicomio de Viena.
Esta revelación, por supuesto, fue una bomba y a partir de ese momento, uno más de los muchos agobios que debía soportar Maximiliano. Tomó entonces el Emperador la decisión de marchar a la ciudad de Orizaba. Su viaje se prestó a toda clase de rumores que, si por una parte se dijo que Carlota iba ya a regresar de Europa y que la razón de la ida de Maximiliano a Orizaba era la de darle encuentro a medio camino entre la ciudad de México y el Puerto de Veracruz, por la otra se supo que Maximiliano había ordenado que se empacaran todos sus objetos y archivos personales para enviarlos al mismo Veracruz y embarcarlos a bordo de la corbeta austríaca «Dándolo», allí fondeada. El Coronel Blanchot, sin embargo, afirma en sus Memorias que desde hacía varios meses antes, Maximiliano había comenzado a enviar a Europa muebles y objetos de arte, entre estos últimos muchos de los que adquirió en México. Blanchot dice que Maximiliano se las arregló, además, para «extraer» de algunos museos de provincia una buena cantidad de pinturas de maestros antiguos que «tomaron el camino de Miramar». Según un informe del coronel, muebles procedentes tanto del Castillo de Chapultepec como de la Quinta Borda —antes de que fuera saqueada— se concentraron en el Palacio Imperial y de allí, empacados en sesenta grandes cajas junto con el resto de los objetos, salieron una mañana escoltados por un destacamento austríaco. Al mismo tiempo, Maximiliano pidió a Herzfeld que le escribiera a Résseguier a los Estados Unidos para que éste fletara un velero que fuera a Veracruz a llevarse a Europa al Emperador y a un séquito de unas quince o veinte personas, en el caso de que el capitán del «Dándolo» se negara a trasladarlo. Así lo hizo Résseguier, y unos cuantos días más tarde un barco llamado «María» estaba listo para hacerse a la vela rumbo a Veracruz. Por último, el Coronel Kodolitsch recibió instrucciones de vender los cañones austríacos que eran de la propiedad privada de Maximiliano.
El viaje de Maximiliano a Orizaba coincidió con la llegada a México de un enviado de Luis Napoleón: el General Castelnau, con el cual se cruzó en la misma población, Ayotla, donde se había despedido de la Emperatriz. Maximiliano se negó a dar audiencia a Castelnau, y siguió camino a Orizaba. Las relaciones entre el Emperador y los franceses empeoraban, así, día con día. A Bazaine, cuando el mariscal marchó a San Luis para acelerar la concentración de las tropas, también le había negado audiencia, bajo el pretexto de estar indispuesto. El hecho de que el mariscal y Maximiliano fueran «compadres». —Max y Carlota habían llevado a la pila bautismal al primogénito de Bazaine y Pepita Peña— no sirvió, al parecer, para mejorar sus relaciones. Los franceses estaban también ofendidos porque Maximiliano siempre se refería al ejército francés como un ejército «auxiliar», y porque en la última celebración de la Independencia de México, el 16 de septiembre del 65, Maximiliano no se había dignado hacer una sola mención de las tropas francesas. El Emperador nunca visitaba los hospitales del ejército francés y, habiéndose presentado al entierro del Barón d’Huart —el amigo de Leopoldo II de Bélgica que había sido asesinado en Río Frío por unos guerrilleros juaristas, que no por unos bandidos—, no asistió, en cambio, al de Langlais.
Las relaciones entre los franceses y las legiones austríaca y belga también se habían deteriorado, al punto que Thun, el comandante austríaco, se negó a obedecer una orden de Bazaine de dirigirse a Tulancingo, y permaneció con sus hombres en Puebla. En Puebla estaban también los muchachos belgas que formaban la Guardia de la Emperatriz. Blanchot comenta que era natural que Maximiliano quisiera tener a sus tropas más fieles en el camino a Veracruz.
La misión de Castelnau, quien tenía la autoridad suficiente como para tomar el mando de todas las tropas por encima de Bazaine si lo considerara necesario, tenía un doble objetivo: el de precipitar el retiro del ejército francés, y el de convencer a Maximiliano a abdicar. Para entonces, era evidente que Luis Napoleón ya no quería saber nada de México, y en una carta dirigida a Maximiliano había sido más que explícito: Francia, le dijo, no podía ya disponer de un solo centavo o un hombre más (ni un écu ni un homme de plus) y como la actitud de Estados Unidos era cada vez más amenazadora, se inició la evacuación sistemática de las plazas. Monterrey fue abandonado una vez más, la cuarta, y también los estados de Sonora y Sinaloa, lo que significó la pérdida de los importantes puertos de Guaymas y Mazatlán. Por su parte el General Douay se vio obligado contra su voluntad a salir de Tampico donde lo primero que hicieron los juaristas, al recuperar la ciudad, fue alzar una horca en la plaza principal y colgar en ella al gobernador imperial.
Cualquiera habría pensado que Castelnau no tendría que convencer a Maximiliano, porque la decisión de irse de México, al embarcar los objetos y archivos y salir de la capital, parecía evidente. Sin embargo, en esto, como en todo lo que hacía, Maximiliano demostró una vez más su debilidad de carácter.
Una proclama que explicaba al pueblo mexicano sus motivos, nunca fue dada a la imprenta. Además, se decía que Francisco José no lo dejaría entrar a Austria o sus dominios. Según Pierron, el nuevo embajador austríaco le había dicho que Francisco José no permitiría que Maximiliano se instalara ni siquiera en Miramar o en la Isla de Lacroma. Esto no sonaba tan ilógico si se tiene en cuenta lo que Eloin le había dicho a Maximiliano en una carta escrita desde Viena en julio de ese mismo año. En ella Eloin no sólo afirmaba que los archiduqueses austríacos tenían la intención de poner sus palacios bajo la protección de la bandera mexicana para salvarlos de los prusianos, sino que además le contaba que en una ocasión en que Francisco José, poco después de la derrota de Sadowa se trasladaba a Schönbrunn, la multitud había guardado a su paso un silencio hosco interrumpido por un solo grito: «¡Viva Maximiliano!».
Al parecer, Max se arrepintió del desaire que le hizo a Bazaine y trató una vez más de congraciarse con los franceses. Pensó en ofrecerle a Francia la concesión para construir un ferrocarril y un canal en el Istmo de Tehuantepec, e incorporó a dos franceses en su gabinete: al General Osmont lo nombró ministro de Guerra, y al Intendente General Friant, ministro de Hacienda. Ambos eran de la absoluta confianza de Maximiliano: «Con ellos —decía el Emperador—, haré en tres semanas lo que Bazaine no ha querido o podido hacer en tres años». Pero Luis Napoleón se dio cuenta de que con esta maniobra Maximiliano quería implicar a Francia de manera más directa en la responsabilidad de las finanzas y las operaciones militares futuras, y Osmont y Friant sólo duraron dos meses en sus cargos, ya que se les dio a escoger: entre renunciar a sus ministerios o renunciar al ejército francés.
Maximiliano se deshizo también de un buen amigo, Herzfeld, que era uno de los que más insistía en la abdicación, y a quien envió a Europa con la misión de anunciar su regreso. Asimismo, se deshizo del jefe de la Secretaría, Pierron, al que dejó en la ciudad de México cuando partió hacia Orizaba. Pronto no hubo ya franceses alrededor de Maximiliano, como lo aconsejaba Carlota en una de sus cartas, pero desde luego el Emperador no se apoyó, entre otras cosas porque no podía, en el «elemento indígena» —otra recomendación de su mujer— y a cambio de ello, y como dice Corti, en nombre de Dios capituló una vez más al echarse en brazos de los ultraconservadores y renunciar así a sus convicciones políticas. Teodosio Lares, el hombre que había presidido la famosa Asamblea de Notables que «eligió» a Maximiliano, fue nombrado jefe de un nuevo gabinete y el Padre Fischer, de regreso ya de Roma sin el prometido concordato en el bolsillo, comenzaba a ejercer una influencia cada vez más grande sobre Max. El «Mazarino apasionado y ridículo», como llama Blanchot a Fischer, llegó al extremo de instalarse en los departamentos de Carlota cuando ésta partió a Europa, para estar así en contacto constante con Maximiliano.
Con Lares, Fischer, el Doctor Basch, el sabio Bilimek y varios borradores de proyectos de abdicación escritos y reescritos en el bolsillo el Emperador salió de la ciudad de México el 31 de octubre de 1866 a las cuatro de la mañana, escoltado por más de trescientos húsares bajo el mando del Coronel Kodolitsch. En su libro «Recuerdos de México», el Doctor Samuel Basch cita a Maximiliano diciendo: «Ya no vacilo. Mi mujer está loca. Estas gentes me están matando a fuego lento. Me voy». Por esos días se dijo haber descubierto una conspiración para asesinar a Maximiliano. El general mexicano Tomás O’Horan se lo comunicó así al Emperador y dijo que ya había colgado al cabecilla y once conjurados. El Doctor Basch opina que todo era un invento de O’Horan. De todos modos, se le entregó a Maximiliano lo que Basch llama un memento mori: el fusil con el cual, según el general mexicano, iba a disparar el asesino. Camino a Orizaba, en la Hacienda de Zoquiapan, Maximiliano estuvo a punto de abdicar, pero consideró que se trataba de un lugar poco importante para un acto tan grave, y además Fischer y sus amigos —a los que Max llamaba «pelucones y mandarines»— lo disuadieron una vez más. Dice Basch que Maximiliano le preguntaba a Fischer: «¿Debo abdicar? ¿O debo irme sin hacerlo?» y que el antiguo buscador de pepitas de oro le propuso que renunciara a favor de Napoleón III, cosa que a Maximiliano le pareció una idea «maquiavélica». Por lo demás y a pesar de que en Orizaba se le organizó al Emperador una entusiasta bienvenida, el viaje, lento, fue incómodo y abundaron los sinsabores. Maximiliano sufría de insomnio, diarrea y fiebres intermitentes; en más de una ocasión se vio obligado a dormir en habitaciones glaciales, y en un lugar llamado Molino del Puente pasó la noche casi en blanco por los ruidos que hacían los caballos, vacas y ovejas de unos establos cercanos. Pero fue en Acultzingo donde ocurrió el incidente más ominoso, porque allí le robaron al Emperador las seis mulas blancas de su carruaje.
Una vez en Orizaba, Maximiliano se tranquilizó un tanto, como le pasaba siempre que estaba en el campo, lejos de la capital, y entre otras cosas se dedicó a herborizar y a cazar, entre las yucas y los cafetos, y en la compañía de Bilimek, mariposas, escarabajos tornasolados y otros insectos, y a elaborar nuevos proyectos como aumentar los fondos destinados a la instrucción pública mediante la creación de una lotería nacional con doce «extracciones» anuales y billetes de cinco y diez pesos. En Orizaba, también, y como ya le había dicho antes al Mariscal Bazaine, decidió anular el decreto negro del 3 de octubre. Contradictorio como siempre, escribió una serie de cartas de despedida a funcionarios y amigos mexicanos, que comenzaban todas con las mismas palabras: «en los momentos de separarme de mi querida Patria…» y que fueron a dar, todas también, a un cajón.
El historiador mexicano Justo Sierra dice que Maximiliano, quien a veces recordaba la leyenda de la noche en que Hernán Cortés, tras una derrota, se sentó bajo un árbol de Tacuba a llorar y se preguntaba —Maximiliano— si a él también le llegaría el momento de buscar otro árbol de la Noche Triste para desahogar sus amarguras y fracasos, era en Orizaba un Príncipe cautivo, sí, pero cautivo de sí mismo. Algo hay de cierto, quizás mucho, en esa afirmación. Pero de cualquier manera tanto al aislamiento como a la indecisión de Maximiliano contribuían todos aquellos que no deseaban su abdicación. Y no sólo el Padre Fischer: el ministro de la Casa Imperial, Arroyo, comenzó a presionar a Maximiliano para que regresara a la ciudad de México. Don Teodosio Lares le hacía ver el peligro que correrían sus partidarios en México si los abandonaba, y se permitió recordarle el juramento que, sobre los Evangelios, había hecho en Miramar. El Doctor Basch nos dice que por su parte el nuevo ministro de Finanzas, Lacunza, le habló a Maximiliano sobre el honor de los Habsburgo. Además, el retiro inminente de los franceses podía considerarse desde dos puntos de vista casi opuestos: por un lado, representaba un riesgo; pero por el otro, un alivio y quizás con ello se obtendría el reconocimiento del Imperio por parte de Estados Unidos, pues como le había escrito Montholon a Maximiliano, la Doctrina Monroe se oponía a la presencia de una fuerza de ocupación en México, pero no tenía por qué oponerse a una monarquía sostenida por un ejército nacional. Lo mismo opinaba Carlota. Aunque desde luego, no era posible confiar ni en los franceses ni en los americanos. ¿No le habían contado que Montholon y su señora habían asistido en Washington a una fiesta que Seward ofreció en honor de Margarita Juárez y a la cual se presentó el propio Presidente Johnson? ¿Y no era un secreto a voces que Seward, durante una gira por el Caribe había llegado a la Isla de Saint Thomas para hablar con Santa Anna? Por fin, ¿a quién apoyaba Estados Unidos? ¿A Juárez o a Santa Anna? El viejo general no se daba por vencido: le había contado todos sus planes y sus ambiciones a un teniente francés de nombre Béarn que también había pasado por Saint Thomas y que le tomó el pelo al general diciéndole que era alemán. En cuanto a la ayuda que podía esperar el Imperio de otros países, de Inglaterra, por ejemplo, había razones para estar optimistas. Es verdad que la muerte del Rey Leopoldo quien por ser tío de la Reina Victoria había siempre tenido influencia en la corte de Saint James, y la muerte también de Palmerston considerado por algunos como una especie de «campeón de los monarcas liberales» podía significar que el apoyo de Inglaterra a Maximiliano disminuyera… pero la verdad era también que el nuevo cónsul británico se portaba muy afable con él. Lo que es más, Sir Peter Campbell, a su paso por Orizaba camino a Veracruz, dijo compartir la opinión del Emperador en el sentido de que no debía abandonar el país hasta que una Asamblea Nacional decidiera por él. Maximiliano no sólo aceptó la idea de obedecer el dictado de una Asamblea Nacional nombrada al efecto, sino que, al parecer, dijo que si la Asamblea se decidía por una República, él sería el primero en felicitar al nuevo presidente.
Por ese entonces, un escándalo más había agravado la posición de Maximiliano en Viena. Eloin, en otra de sus cartas, se refería de nuevo a la popularidad de Maximiliano en su país de origen. En Austria, decía el belga, las simpatías hacia Max se propagaban en tanto el pueblo exigía la abdicación de Francisco José. En Venecia, todo un partido había aclamado a su antiguo Gobernador. La carta, que contenía también penosos detalles sobre los achaques que sufría Napoleón III, fue enviada por Eloin desde Bruselas en un sobre doble, a le Consul du Mexique à New York. Eloin olvidaba que el único cónsul en esa ciudad reconocido oficialmente por los Estados Unidos era el que representaba al gobierno de Juárez, y fue quien recibió la carta. El cónsul la abrió, la leyó y, antes de remitirla al llamado cónsul imperial, la hizo copiar y entregó las copias a la prensa americana.
En esa carta, de cuyo contenido se enteró todo el mundo, Maximiliano podía encontrar razones para volver a Viena, en el supuesto caso que su hermano hubiera permitido su entrada a Austria o sus dominios. ¿No tenía acaso sangre habsburga en las venas? ¿No le había sido otorgado el derecho a figurar como el segundo en la línea de sucesión de la Corona Austrohúngara? Y en última instancia: ¿no le habían dicho que Luis Napoleón le propondría a Francisco José que nombraran a Maximiliano Gobernador de Venecia para así hacerle a Austria menos dolorosa la pérdida de la provincia? Cambiar a México por Venecia salvaguardaría el honor, y por supuesto, ni Eloin ni nadie tenía que decirlo en sus cartas: Max y Carlota, que entonces ya no representarían el yugo austríaco, serían, al fin, respetados y amados por los venecianos.
Sin embargo, y aparte de una carta más todavía de Gutiérrez Estrada en la que también el mexicano hablaba del honor de los Habsburgo y que, dice Corti, estaba «adaptada de un modo diabólico a la mentalidad del Emperador» y por ello le produjo un profundo efecto, existió al parecer una carta más que nunca apareció. Corti dice que Emile Ollivier, en «L’Expédition du Mexique» atribuye la decisión definitiva de Maximiliano a una carta de su madre la Archiduquesa Sofía, pero que Ollivier nunca la vio, y que se apoya sólo en un testimonio del Barón Lago, quien le contó al embajador francés en México, Alphonse Dano, haberse enterado del contenido. Ollivier, en efecto, da por un hecho la existencia de la carta y señala que fue Kératry el único de los historiadores de la época que se dio cuenta de la importancia de la supuesta misiva. Se supone que en ella la archiduquesa decía que en Austria Maximiliano se encontraría en una situación ridícula y humillante —esto en el caso poco probable de que Francisco José lo dejara entrar— y que por lo mismo Maximiliano debía quedarse en México y afrontar todos los peligros. Corti duda que esa carta haya sido escrita jamás, y remite al lector a otra carta de la misma Archiduquesa Sofía escrita unas semanas después, en ocasión de las fiestas de Navidad, y en la cual Sofía dice aprobar enteramente —el subrayado es de Corti— la resolución de Max de quedarse en México, y más adelante expresa su deseo de que permanezca en su país adoptivo, «todo el tiempo posible y que puedas hacerlo con honor», pero, y como señala el mismo Corti, en esa carta, conservada en el Archivo Estatal de Viena, la archiduquesa estaba lejos de decirle a su hijo que no sería bien recibido, y que se pondría en ridículo si regresaba a Austria.
Había, sin embargo, una razón más poderosa para que Maximiliano se quedara en México: la locura de Carlota. Es posible que cuando el Doctor Basch le explicó quién era el Doctor Riedel de Viena, Maximiliano sospechara ya que algo no funcionaba bien en la mente de su mujer. Egon de Corti, entre las numerosas cartas que encontró en el Archivo Estatal de Viena y en posesión del Conde Rudolph Résseguier, publicó varias que Carlota dirigió a Maximiliano —unas escritas en alemán, otras en francés— desde París primero, y luego desde diversas partes del recorrido que efectuó de París a Miramar y luego de Miramar a Roma. Es verdad que algunos fragmentos largos de esas cartas de Carlota no sólo eran lúcidos, sino que era difícil imaginar que una persona que no estuviera en sus cabales escribiera cosas tan bellas, delicadas y amorosas. A esto contribuía, sin duda, el cálido recibimiento que se le había dado en Italia. Por ejemplo, en Villa d’Este, a orillas del Lago Como, «el lago que tú —le dice— amabas tanto», Carlota encontró en su habitación un retrato de Maximiliano con la leyenda Governatore Generale del Regno Lombardo Veneto. En Desenzano, la esperaban las tropas garibaldinas con sus camisas rojas, la bandera mexicana que ondeaba junto a la italiana había sido bordada por las señoras de Bari, y el General Hany presentó sus respetos a la Emperatriz en nombre del héroe del Risorgimento —Garibaldi estaba indispuesto— y le aseguró que el Emperador Maximiliano arrastraría toda Europa en su apoyo —Oh, oui l’Empereur Maximilien entrainerait toute l’Europe avec lui—. Y una de las cosas más notables fue que el Rey de Italia viajó de Rovigo a Padua para saludar en persona a la Emperatriz de México, a pesar de que unas cuantas semanas antes y como hemos mencionado, el barco así llamado: «Re d’Italia». —Rey de Italia— había sido hundido, en Lissa, por la nave que llevaba el nombre —«Erzherzog Ferdinand Max»— del esposo de la mujer a quien ahora el monarca de la renaciente Italia rendía homenaje.
Eran la Batalla de Lissa y el Castillo de Miramar —le escribía Carlota a Max— las dos obras «del Príncipe ausente» que asombraban a todo el mundo. De Miramar le contaba Carlota que el cenador de yedra se había transformado en una maravilla, que los cedros del jardín estaban altísimos, y que en el comedor del castillo habían agregado las armas mexicanas a la corona imperial, aunque el antiguo médico de cámara, Jilek tuvo la idea de rodear de espinas la corona. También le decía que en Miramar había celebrado el día de la Independencia de México —el 16 de septiembre del 66—, y en cuanto a Lissa, Carlota le contaba a su «entrañable adorado Max» que la escuadra victoriosa iba a desfilar frente al castillo en el mismo orden de batalla con Tegetthoff —el almirante triunfador y amigo de Maximiliano— a la cabeza de la flota en el «Ferdinand Max». «Moriture te salutant», decía Carlota, y al final de su carta: «Plus Ultra era el lema de tus antepasados. Carlos V mostró el camino. Tú lo has seguido. No lo lamentes. Dios está contigo».
Todo eso estaba muy bien. Muy bien que en Verona y en Peschiera la vieja y la joven Europa, como contaba Carlota, hubieran rivalizado en prodigarle sus atenciones a la Emperatriz de México, y que en Reggio salieran a recibirla todos los dignatarios de la ciudad en sus uniformes de gala y que en Mantua la saludaran con ciento un cañonazos y que, en fin, Carlota dejara traslucir en sus cartas que la adoraban, adoraban a los dos, en toda Italia. Todo eso, sí, debió ser alentador para Maximiliano. Pero no el descubrir, intercaladas aquí y allá, esas extrañas frases como «La República es una madrastra como el protestantismo»; «tú tienes el Imperio más hermoso del mundo»; «El monarca es el Buen Pastor, el presidente es el mercenario»; «Austria perderá todos sus dominios… México heredará el poderío… Y ninguna de esas naciones, Alemania y Constantinopla, ni Italia ni España serán lo que México llegará a ser si tú sólo trabajas por tu Imperio»: Sólo una persona que no estuviera en sus cabales podía haber escrito esas frases sin sentido, y de esto debió haberse dado cuenta Maximiliano desde las primeras cartas que en el mes de agosto le envió Carlota desde París y en las cuales, además de afirmar que la atmósfera en Europa era repugnante y deprimente, Carlota le decía a Max que Luis Napoleón era el principio del mal en el mundo y el diablo en persona, que contaba a Bismarck y Prim entre sus agentes y que esa Babilonia que era el continente europeo le recordaba a los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Corti nos dice que el Rey Leopoldo poseía una copia del célebre grabado de Durero en el que se ve cómo, después de que el Cordero desprende los primeros cuatro sellos del libro de las revelaciones, los Cuatro Jinetes —el Hambre, la Peste, la Muerte y la Guerra— se lanzan sobre el mundo para acabar con la raza humana y que, al parecer, ese grabado había impresionado de manera profunda a Carlota desde que era una niña.
Darse cuenta de la enajenación de Carlota a través de sus cartas no era difícil y, como decíamos, quizás esa fue la razón por la cual Maximiliano se quedó en México. Pero pudo no haber sido así. Aunque Blasio, enviado por Max, viajó a Miramar, a donde también se había dirigido Eloin, es probable que ninguno de los dos —y nadie más—, le haya escrito o hablado a Maximiliano sobre algunos de los detalles más grotescos de las escenas provocadas por el súbito delirio de persecución de Carlota. De modo que, si el Emperador no se enteró de los episodios del vaso de naranjada, de la taza de chocolate y del puchero hirviendo, si no le contaron lo del gato y la gallina, si nadie le dijo nunca haber visto a Carlota bebiendo de rodillas en la Fuente de Trevi, si ninguno le contó que en Bolzano Carlota dijo haber visto al Coronel Paulino de la Madrid disfrazado de organillero que había viajado a Europa para envenenarla, y que en Villa d’Este señaló a un campesino y dijo que era el General Almonte que quería matarla de un tiro, y que en Roma el Conde del Valle, la Señora Kuhacsévich y el Doctor Bohuslavek tuvieron que esconderse porque Carlota ordenó que los arrestaran acusándolos de querer envenenarla y que, por último, la Emperatriz creía que todos los que la rodeaban querían envenenarla incluyendo a Radonetz el intendente de Miramar y a José Luis Blasio, y que incluso llegó a pensar que su propio esposo, su tesoro, su entrañablemente adorado Max también quería deshacerse de ella: si de nada de esto se enteró Maximiliano, y existen motivos para pensar que quisieron ahorrarle ese dolor, se entiende que no perdiera todas las esperanzas. Y en ese caso puede suponerse que se quedó en México para salvar el honor de los Habsburgo.
El 7 de octubre llegó a Roma el Conde de Flandes. Al día siguiente, Carlota dio órdenes de comprar un corazón de oro, e hizo grabar en él: A Maria Santissima in riconoscenza di esser stata liberata de un pericolo di vita il 28-7-1866. Carlotta Imperatrice del Messico —A María Santísima, en agradecimiento por haberle salvado la vida, el 28-7-1866. Carlota Emperatriz de México—. Después ordenó que se llevara el exvoto a la Iglesia de San Carlos. El 9 de octubre, partió con su hermano rumbo al Castillo de Miramar.