2. El Manatí de la Florida

«¡Pero esa mujer está loca de atar…! ¡El Manatí de la Florida! ¡El Reno de Laponia!…».

«No, Mamá, no: la lotería se canta más despacio… Pues si por eso fue que la sacaron del convento en camisa de fuerza».

«¡Qué horror, qué vergüenza! ¡El Manatí de la Florida! ¡En camisa de fuerza…! ¡y bebiendo del agua sucia de las fuentes!».

«Tú lo tienes, Luis».

Luis Napoleón tomó un lunar plateado y lo puso sobre el manatí de aletas como manitas de niño.

«¡El Reno de Laponia! ¿Pero cómo pudieron ustedes aguantarla?».

Eugenia colocó un pequeño brillante sobre el reno de Laponia y suspiró:

«¿Y qué podíamos hacer, Mamá? No entraba en razón. Desde que llegó a Saint Nazaire le dijimos que Luis estaba enfermo, que acababa de regresar de Vichy…».

«¿Y le hicieron bien, Sire, los baños termales? ¡El Gorila de Guinea! ¡Uy, qué animal tan feo!».

Luis Napoleón cogió un ópalo tornasolado y respondió:

«Nada, Señora Condesa: no me hicieron nada…».

Y colocó el ópalo en el gorila de Guinea.

«Ay no sabes, Mamá, lo mal que estaba Luis. El Doctor Guillón le dijo que tenía la próstata inflamada, y el día anterior a la llegada de Carlota tuvieron que aplicarle sanguijuelas, imagínate nada más, Mamá».

«Uy, qué horror, ¡La Cobra del Punjab!… ¿y todo eso se lo contaron a Carlota?».

«Por supuesto que no, Mamá. Pero le insistimos en que no viniera».

«Y no nos hizo caso. Le sugerimos que fuera primero a Bélgica y ya ve usted, Mamá La Condesa: tomó el primer tren para París…».

«Uy qué grosería. ¡La Llama del Perú!».

«¡Ay, si yo tuve tanta paciencia, Mamá, tanta paciencia!».

«Es que tú eres un ángel, hija. ¡La Llama del Perú! ¡Ay, si viviera todavía tu hermana Paca!».

A Luis Napoleón le encantaban los juegos de salón. Jugaba a veces con el principito imperial al Giocco dell’Oca que Felipe II había puesto de moda en España. Jugaba también, con Eugenia, a las damas chinas o al parkasé.

«¿Se da usted cuenta, Mamá La Condesa, lo que fue tener aquí a esa mujer…».

«No fue aquí, Luis, fue en Saint Cloud…».

«Para el caso es lo mismo, mujer. Decía: tener aquí a esa demente gritándonos delante de nuestros ministros…».

«¡Uy qué horror! ¡El Búfalo de Malasia!».

«Atreviéndose a decir que venía a hablar de un asunto que era tan nuestro como suyo?».

«¡Pero qué cosa! ¡El Cocodrilo del Nilo!».

Eugenia puso una cuenta de azabache en el cocodrilo y dijo:

«Nos reclamó que no la hubiéramos hospedado en las Tullerías. Se quejó de que nadie le avisó de su llegada al Alcalde de Saint Nazaire. De que el alcalde hubiera sacado una bandera del Perú…».

«Qué barbaridad. ¡El Bisonte del Canadá! ¿y por qué del Perú?».

«Porque todo salió mal, Mamá: ¡cuando llegó a París se bajó en una estación, y nuestros delegados la estaban esperando en otra!».

«Qué fatalidad… ¡Pobre mujer!».

A veces, también, jugaban los tres: él, Eugenia y Lulú, a Le Jeu des Bons Enfants, al juego de los jardines-laberintos, o al juego de la Excursión en la China Excéntrica y, siempre que era posible, hacían trampa para que Lulú ganara: se ponía tan contento. Sobre el parkasé Luis Napoleón les había contado a su mujer y a su hijo que al Emperador Akbar Iellaladin, el más grande de todos los monarcas del Indostán, le gustaba tanto el parkasé, que ordenó embaldosar un patio con el diseño del tablero y él y sus visires y cortesanos jugaban desde los balcones usando, en lugar de fichas, a dieciséis odaliscas del harén, vestidas cuatro de amarillo, cuatro de verde, cuatro de rojo, cuatro de azul. Lulú no lo podía creer.

«Pobre mujer, no, Mamá: nos acusó de asesinos, ¿te das cuenta? ¡Dijo que queríamos envenenarla!».

«Ay, sí, con el vaso de naranjada, ¿verdad? ¡El Camello!».

«Sí, con el vaso de naranjada…».

«¡El Camello del Turquestán! Cuando me lo contaron en España yo no lo podía creer… Usted lo tiene, Sire…».

«Ay, este Luis siempre tan distraído: que tú tienes el camello del Turquestán… dime, Luis, ¿te duele algo?».

«No, no, no… estaba pensando…».

«Pero es natural, Sire, muy natural: ¿quién no se distrae con tantos problemas?».

Luis Napoleón escogió un lunar verde nacarado para el camello del Turquestán.

«Dígamelo usted a mí, Mamá La Condesa. Usted sabe lo que los prusianos han movilizado cerca de un millón de soldados…».

«¡Uy qué peligroso! ¡El Tigre de Bengala!».

«Y como le dije a Carlota: no quiero tener una guerra con Estados Unidos. Ya no aguanto al embajador americano».

Una vez, solo una, había jugado el juego inventado por Míster John Wallis de la «Historia y la Cronología Universales». Lulú se había divertido cantidad, pero a Luis Napoleón no le gustó porque se trataba de la historia considerada desde el punto de vista inglés: comenzando por Adán y Eva, sí, pero terminando con la Reina Victoria y el Príncipe Alberto en el centro del tablero y coronados de ángeles y laureles.

«Seguro, hija, que estaba fingiendo. ¡El Tucán de Pernambuco!».

«¿Fingiendo, Mamá?».

«Fingiendo».

«¿Y también fingía estar loca cuando metió los dedos en el chocolate de Su Santidad?».

«Ay qué cómico… ¡El Mono…!».

«¿Y cuando metió el brazo en el puchero hirviendo en el convento?».

«Uy qué espantoso… ¡El Mono Araña de Guatemala!».

«¿Y cuando se quedó a dormir en la biblioteca del Vaticano?».

«¡Uy qué sacrilegio!».

«Fingiendo no, Mamá: Carlota está demente».

«Uy, sí, sí: loca de atar».

No, él iba a ordenar que se hiciera un juego que comenzara, sí, con Adán y Eva que eran propiedad universal, pero que terminara con él, Luis Napoleón y Eugenia, y el principito imperial coronados de gloria.

Y debería incluir todas las fechas importantes de la historia de Francia y en particular las de su dinastía: el 18 de Brumario, Austerlitz…

«¡El Mapache del Darién!».

Wagram, Marengo.

«¡El Oso Hormiguero…».

Magenta y Solferino.

«… de Las Rocallosas!».

Sebastopol, la Toma de Puebla y de Oaxaca, Kabylia: ésa sí que era una gran idea, que hubiera aprobado Napoleón I, quien entre otras cosas, y para educar al Rey de Roma, había mandado hacer una vajilla con el código napoleónico.

«¿Y por qué no la hospedaron en las Tullerías?».

«Ay, Mamá, porque estábamos en Saint Cloud… por cierto, llegó acompañada de dos de sus damas mexicanas, la Señora del Barrio y la otra no me acuerdo cómo se llamaba. Decirte que eran muy peculiares, es poco: las dos bajitas y de color muy oscuro. Próspero Merimée dijo de ellas… ¿qué fue lo que dijo, Luis?».

«Que parecían macacos…».

«Ay, sí: macacos con crinolinas… Pero te voy a decir, Mamá: a Carlota se le hicieron todos los honores imperiales… Cuando llegó a Saint Cloud, la esperaba Lulú con el Águila Mexicana al cuello…».

«¡Ay, sí, cómo me hubiera gustado verlo! ¡El Hipopótamo del Níger!: ¡Uy qué animal tan gordo!».

«Pero no tuvo la menor compasión: Luis apenas si podía andar ese día, por la cistitis…».

«¿Por la qué…?».

«Por la cistitis…».

«Dificultad para orinar, Señora Condesa, y mucho ardor… yo creo que tengo piedras en los riñones…».

«¡Ay, pobre del emperador! ¿Y qué más me dijeron que tenía?».

«La próstata inflamada, Mamá…».

«Y por si fuera poco, la gota, que no me deja en paz, Mamá La Condesa».

«¡Ay, dicen que la gota es de lo más doloroso que hay!».

«¡Y me llamó también el Mefistófeles de Europa!».

«¿Quién, Carlota?».

«¡Pues quién otra podría ser, Mamá: dijo de Luis que era el principio del mal en Europa!».

«¡Ay, no lo puedo creer!».

«¡Y de la corte dijo que era el infierno!».

«¡Ay, no me lo diga usted, Sire!».

«¡Se lo digo, Mamá La Condesa!».

«Y nos habló del Apocalipsis».

«De los cuatro jinetes, Mamá, y de la Bestia Encarnada».

«¡Uy, qué horror!».

«Y de pronto, Mamá La Condesa, comenzó a hablar de Argelia».

«¿Y qué tiene que ver Argelia con México?».

«Eso mismo dije yo, pero no: ella nos quiso echar en cara que fue su abuelo Luis Felipe el conquistador de Argelia para la gloria de Francia…».

«¡Cuando que le dejaron a Luis todo el peso del sometimiento de Kabylia!».

«¡Y habló de su tío Aumale como el gran héroe de la guerra!».

«Y como yo le dije, Mamá La Condesa: y qué de Lamoriciére Cavaignac, Mac-Mahon… y sobre todo de Bugeaud y de Saint-Arnaud…».

«Hasta de Bazaine, Luis…».

«Claro. Si fue a Bazaine, y no a Aumale a quien se entregó Abd-el-Kader. Después reactuaron la rendición, para que Aumale se llevara la gloria…».

«¿Te cansaste de cantar la lotería Mamá?».

«Nononó, de ninguna manera: ¡La Jirafa de El Cabo, el Ocelote…!».

«Más despacio, Mamá…».

«Sí, sí, es verdad, perdón: es que estoy nerviosa… ¡La Jirafa de El Cabo!…».

La jirafa de El Cabo, el rinoceronte de Uganda, el cangrejo gigante del Japón: Lulú estaba feliz también con esa lotería educativa que había sido idea de Eugenia, y que por fin decidieron mandar hacer antes del juego de la historia de Francia. Unos cuantos días después, el principito podía ya identificar a todos los animales, y tenía locos a sus profesores porque quería saberlo todo de todos: en qué parte del globo terrestre estaba la región de donde provenía cada uno, y qué comían, y si mordían o picaban, y si ponían huevos, y si cantaban o mugían, y que cómo eran sus plumas y sus garras, o su piel y su pico, y qué tan grandes sus cuernos o sus colmillos.

«¡El Ocelote del Paraguay!».

«¿Cómo iba yo a tener ánimos de hablar de México? ¿No cree usted, Mamá La Condesa?».

«Y sobre todo, Mamá, que en esos días decían que Prusia había hecho varios pactos secretos contra Francia, con Württemberg, Badén y Baviera…».

«Prusia quiere la guerra, Señora Condesa… La está buscando».

«Y la va a encontrar, Mamá».

«Dios mío, no, por favor».

«Me temo que es una obsesión de Bismarck…».

«¡Ay, ese hombre sí que es el diablo!».

«Sí, Señora Condesa: el diablo con cañones Krupp».

«¡Ay, pobre hombre!».

«¿Pobre, Bismarck?».

«¡No, no, no: Maximiliano. Pobre hombre con esa mujer!».

«Bueno, sí, pobre: pero la verdad es que se ha puesto tan grosero y exigente…».

«El Quetzal de Yucatán».

«Es tuyo, Eugenia…».

«¡Ah, cómo me gustaría tener un abanico de plumas de quetzal!», dijo Eugenia y puso una turmalina en la cola del quetzal de Yucatán.

«Lamento, lamento ahora mucho haber aceptado la participación de oficiales prusianos como observadores en la campaña de México…», dijo el emperador.

«Oh, sí», corroboró Eugenia, «¡eso fue un error!».

«Y dígame: ¿todo eso lo dijo Carlota delante del Señor Fould y del Mariscal Randon?».

«Eso y peor, Mamá: delante de ellos sacó la carta que Luis le envió a Maximiliano a Miramar…».

«No, no, no, Eugenia: eso fue cuando estábamos solos con ella…».

«Como tú dices, Luis, da casi lo mismo. Te decía, Mamá, de la carta en que Luis le preguntaba a Maximiliano qué pensaría si el emperador de los franceses faltara a su palabra…».

«Pero Su Majestad nunca faltó a su palabra…».

«Por supuesto que no, Mamá, fueron las fuerzas de las circunstancias…».

«El Orni… El Ornitorrinco, ¡Uy, qué nombre tan difícil! ¡El Ornitorrinco de Tasmania!».

«Y nos quiso leer muchas otras cartas: imagínate, traía toda una maleta llena de cartas, de Luis y mías, de Gutiérrez Estrada, de Hidalgo, de Francisco José… ¡de todo el mundo! ¡Pero lo más terrible fue que nos acusara de faltar a nuestra palabra de honor!».

«¡Qué horror!».

«Y sí, Luis», dijo Eugenia y esta vez ella escogió un lunar rojo metálico y con forma de media luna, para el ornitorrinco de Tasmania.

«¿Sí qué?».

«Sí lo dijo delante de Randon…».

«Que no, mujer, que no, eso fue la última vez que fue a Saint Cloud».

«Pero entonces, Sire, ¿la vieron varias veces?».

«¡Ay, sí, Mamá, varias, sin que la invitáramos, sin avisarnos, irrumpió en nuestras habitaciones sin anunciarse, nos gritó, tenía la cara roja y lloraba, fue horrible, Mamá, horrible, nunca lo podré olvidar…!».

«¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!».

Y como a Eugenia le encantaba coleccionar cajitas, y en las cajitas guardar piedras preciosas y semipreciosas y otras cucherías, la «Lotería Instructiva de los Animales Exóticos» tuvo un gran éxito. Una era una cajita de rapé, de conchanácar, que había pertenecido a Josefina. Eugenia guardaba allí pedacitos de coral: el coral le encantaba a la primera esposa de Napoleón el Grande. En otra cajita, alemana, que en la tapa tenía un camafeo que ilustraba a Leda y el Cisne, Eugenia guardaba cuentas de marfil y turmalinas. Tanto éxito, que muchas veces jugaban sin el principito, como aquella tarde en que Lulú había ido a su clase de equitación y la madre de Eugenia, la Condesa de Montijo, estaba de visita en París y cantaba la lotería.

«¡El Tapir de Sumatra!… ¿Y cómo es que se atrevió a verlos sin anunciarse?».

De una cajita de oro que tenía un esmalte con el retrato de Madame de Maintenon, Eugenia tomó una espinela y la puso en el tapir de Sumatra.

«¡Pero si hasta con el Papa lo hizo, Mamá!».

«¿Cómo, también?».

«Sí, el día en que metió la mano en el chocolate, irrumpió en el Vaticano, Mamá, le gritó a los guardias suizos, armó todo un escándalo y claro, el Papa no tuvo más remedio que recibirla».

«¡Ay, pobre de Su Santidad!» «¡El Orangután de Borneo!», cantó Mamá La Condesa. Luis Napoleón sonrió.

«¿De qué te ríes, Luis?».

«Nada, nada: de pronto me imaginé a un orangután vestido de Papa…».

«Ay, el emperador siempre tan ocurrente… ¿Pero no le explicaron que ya no podían ayudarla?».

«¡Ay, Mamá, hasta el cansancio! Primero fui yo a verla al Grand Hotel… por cierto: ¿sabías que cuando estuvo en Roma tenía en la suite imperial del Albergo di Roma unas gallinas?».

«¿Cómo? ¿Unas gallinas vivas?».

«Sí, vivas: porque sólo comía los huevos que ella misma veía poner, además de las castañas asadas que compraba en la calle…».

«¡Pero no lo puedo creer! ¡El León de la Arabia Pétrea!…».

«Ah, cómo me gustan esos nombres», dijo una vez más Luis Napoleón: «Arabia Pétrea, la Arabia Feliz…», abrió un huevo de Fabergé de filigrana de oro, y cogió una amatista para el león de la Arabia Pétrea.

Cualquier piedra podía salir de las cajitas que coleccionaba Eugenia: brillantes color rosa-canela como los célebres diamantes de las joyas reales de Rusia, rubíes de Birmania, crisoberilos, topacios cambiantes y, de una vinagrette, que era una de esas cajitas donde las damas cargaban una esponja empapada en perfume para llevarla a la nariz al paso de ciertas calles, unas chispitas de brillantes que —le habían jurado a Eugenia—, provenían del gran brillante conocido como el Nizam de Hyderabad, del Rey de Golkonda, que había sido partido en pedazos durante el Motín de la India.

«Como te digo, yo fui a verla al Grand Hotel, y también Drouyn de Lhuys, Fould y Randon… ellos le llevaron cifras, le enseñaron presupuestos. También en Saint Cloud tratamos sobre las finanzas de Francia y del Imperio Mexicano: no quería escuchar razón alguna. Antes de lo del vaso de naranjada, además, parecía tan lúcida, que deslumbró al tonto de Fould hablándole de las riquezas de México… Pero sigue cantando la lotería, Mamá…».

«Si, sí, es que no lo puedo creer… ¡La Cacatúa de Malaya!».

«Y el pobre Luis tan enfermo…».

«Ay, sí, Señora Condesa… tú tienes la cacatúa, Eugenia… Hubiera visto usted qué escenas: me interrumpía, me hablaba de la grandeza de Francia y de que cómo era posible que un país tan poderoso los abandonara. Nos acusó de avaros. Nos decía que Maximiliano estaba dispuesto a abandonar a los liberales mexicanos y a afrancesar, así dijo, su gobierno. Le dije que yo no podía tomar ninguna decisión hasta que no se reuniera el Consejo Ministerial, y después que el Consejo se reunió y de acuerdo con él, le dije a Carlota de una vez por todas, que Francia ya no podía dar a México ni un hombre, ni un centavo…».

«Lógico, muy lógico, Su Majestad…».

«Me irritó tanto, que tuve además que decirle que las finanzas del Imperio Mexicano eran un desastre… Imagínese, Mamá La Condesa… Le diré sólo algunas cifras, en números redondos, entre las tantas que el Señor Fould le presentó a Carlota: las aduanas de los puertos mexicanos rinden, las del Golfo, unos cuarenta y tres millones de francos al año. Las del Pacífico, quince. O sea un total de cincuenta y ocho millones. Pero de allí hay que deducir quién sabe cuantas cosas: los derechos municipales, la subvención para el ferrocarril, los intereses de la deuda inglesa y la española, total, que quedan unos treinta y cuatro millones… y sostener un ejército de veinte mil hombres en México, nos cuesta sesenta y cuatro. O sea, que tenemos un déficit anual de casi treinta millones de francos… y además, eso de decir que las aduanas rinden tanto y tanto es relativo, porque los puertos de Matamoros y Tabasco han caído en manos de los juaristas… Y todavía Carlota se atrevió a recordarme que yo había dicho que la Legión Extranjera se quedaría en México ocho años después del retiro de las otras tropas francesas. Quizás Langlais hubiera podido poner un poco de orden en ese caos… pero ya ve usted: el pobre se nos murió en México…».

«Ay, sí, pobre Señor Langlais…».

«¿Y entonces sabes qué dijo, Mamá? ¡Que a Langlais lo habían envenenado! ¡Y que a Palmerston también! ¡Y a su padre Leopoldo, y al Príncipe Alberto!».

«Ay, pero no es posible… ay pero es inconcebible… ¡El Pingüino de Las Malvinas!».

Luis Napoleón se quedó viendo, absorto, el pingüino de Las Malvinas. Para el pingüino, una perla negra.

«Inconcebible, sí, Mamá, pero así fue. ¿Sabes? A veces tengo pesadillas: sueño con Carlota. La veo otra vez con ese traje negro, esa mantilla negra que estrujaba y mordía todo él tiempo, muy pálida y con ese enorme sombrero blanco que parecía como un pájaro sobre su cabeza como una gaviota, no sé… es espantoso. Sueño que es ella la que nos quiere envenenar… y es que así fue, Mamá, ¿no te das cuenta? Ella fue la que envenenó todo, la que echó todo a perder. Ella y su terrible ambición…».

Luis Napoleón seguía con la vista fija en el pingüino de Las Malvinas. Eugenia se llevó un pañuelo a los ojos. Mamá La Condesa de Montijo siguió cantando la lotería, en voz muy baja.

«La Vicuña de Bolivia…».

«La Onza de Baluchistán…».

«La Ballena de Groenlandia…».

«Lo que más me dolió, Mamá, es que Lulú estaba tan contento… le dio tanta emoción ponerse al cuello el Águila Mexicana, y cuando ella llegó hubieras visto con qué desenvoltura bajó las escalinatas de Saint Cloud para recibir a Carlota. Y le besó la mano y le ofreció el brazo… ella no lo merecía… la gente la aclamó en las calles de París… Pero ella estaba sorda, ciega. ¡Loca, Mamá, loca: ésa es la palabra!».

«Si ustedes quieren… si le place a Su Majestad, podríamos caminar un poco por el jardín, para que se olviden…».

«Hay cosas, Señora Condesa, de las que no hay que olvidarse, por duras que sean…».

«Y además, Mamá, ya te dije: mi pobre Luis camina con mucha dificultad, por las piedras…».

«Pero no caminaríamos por las piedras…».

«Ay, Mamá, Mamá, por las piedras que dice Luis que tiene en la vejiga…».

«En los riñones…».

«¡Ay, perdón! ¿Pero que en serio Su Majestad tiene piedras?».

«La verdad de las cosas, Mamá, es que los médicos no han encontrado nada…».

«Ah, nadie me cree, pero ya lo verán. Yo estoy seguro de que tengo tantas piedras, que podría llenar con ellas una cajita como ésta», dijo Luis Napoleón, señaló una cajita china de laca negra con incrustaciones de jade, y agregó: «Cuando salgan todas, podremos jugar a la lotería con ellas…».

«Ay Luis, por Dios, eres tan… tan… no sé qué decirte: tan inconsiderado… Pero vamos a seguir jugando…».

«La Alpaca de… ah, a tu papá, Eugenia, le encantaban los trajes de alpaca… ¡La Alpaca de Arequipa!… Dime, Eugenia, ¿cómo fue lo del vaso de naranjada, que nunca he acabado de entender?».

«Ay, Mamá, pues que era un día muy caluroso, y entonces Madame Carette tuvo la buena idea de traernos unos vasos de naranjada helada, y cuando los vio Carlota dijo que no, que no iba a tomar naranjada porque estaba envenenada, imagínate…».

«¡Pero qué cosa!… ¡El Rinoceronte de Uganda!».

«Y siguió así: le dio por acusar a todos de que la querían envenenar… a sus propias acompañantes como la Señora del Barrio, el Doctor Bohuslavek, el Conde del Valle de Orizaba… me cuentan que hasta la comunión ha rechazado porque dice que las hostias están envenenadas…».

«¡Ay, se va a condenar! Desdichada Carlota: tendrías que perdonarla, hija, ¡su mente está extraviada!».

«¿Yo? ¿Perdonarla, Mamá? Jamás, si dijo cosas tan terribles… ¡Hasta de ti las dijo! ¿Cómo la voy a perdonar?».

«¿De mí? ¿De mí? ¡No lo puedo creer! ¡La Piraña del Orinoco!».

«¡Sí, Mamá, de ti!».

«¿Qué dijo? ¿Qué dijo?».

«Ay, Mamá, no sé para qué te lo mencioné… no, no puedo contarte, es una calumnia tan horrible…».

«¡Sí, sí, cuéntame!».

«No, Mamá, no puedo, no delante de Luis…».

«Pero si lo dijo delante del emperador…».

«Ay Mamá: ¿sabes qué dijo?, ¿sabes qué se atrevió a decir?».

«¿Qué? ¿Qué?».

«¡Qué tú habías tenido amores con Hidalgo, imagínate!».

«¿Yo? ¿Yo con Hidalgo? ¿Con ese mequetrefe? ¿Con ese pobre diablo? ¡Jamás, jamás! ¿Te acuerdas, Eugenia, que se ponía en cuatro patas y nosotros lo montábamos? ¡Sólo para eso era bueno! ¡Dios mío, de lo que son capaces las malas lenguas! ¡La Tortuga de Las Galápagos!».

«Sí, sí me acuerdo, Mamá. Paca también se montaba en él…».

«Ay, Paca, Paca, por qué te fuiste… ¡El Avestruz del Sahara!… tú lo tienes hija…».

De una cajita de filigrana de plata Eugenia cogió un pequeño zafiro oriental y lo colocó en el avestruz del Sahara.

«¿Y lo que dijo de mi madre? ¿Lo que dijo de mi madre la Reina Hortensia que en paz descanse?».

«¡Qué horror! ¿Hasta de la señora madre de Su Majestad se atrevió a hablar?».

«Sí, sí, Mamá La Condesa. Cuéntale Eugenia».

«Ay, no, me da mucha vergüenza…».

«Cuéntale, cuéntale a tu mamá, Eugenia…».

«Pues verás, Mamá… ay, es que no puedo».

«Sí, sí puedes, Eugenia».

«Pues verás… ay, qué trabajo me cuesta, Dios Mío: llamó bastardo a Luis…».

«¡Ahhhh…!».

«Dijo que los Bonaparte eran todos unos advenedizos, que no sabía cómo ella, una princesa que llevaba en las venas sangre de los Borbones y los Orleáns, había podido humillarse ante un Bonaparte…».

«¡Ohhhh!».

«Y luego dijo que Leopoldo, su padre… pero lo que dijo es una infamia que no puedo repetir…».

«¿Qué dijo? ¿Qué dijo? A veces es bueno desahogarse contándole a los demás, hija… Y yo soy la persona más discreta del mundo, como bien lo sabe Su Majestad el emperador…».

«Sigue cantando las cartas, Mamá…».

«Como tú quieras… ¡El Panda del Himalaya! ¡Ay, que animal tan gracioso!».

«Dijo que su padre Leopoldo había tenido amores con mi madre la Reina Hortensia…».

«Ah, ¡cómo es posible!».

«Sí, Mamá: eso dijo la loca, que cuando Leopoldo llegó a Francia con el ejército ruso, como teniente de los coraceros de María Feodorovna, la Reina Hortensia lo había seducido…».

«¡No puede ser!».

«Insinuando que Leopoldo podría ser mi padre, imagínese. Pero si yo tenía ya cinco años cuando Leopoldo llegó con los rusos, y cuando estuvo antes en París, yo todavía no había nacido. Y en esa época lo único que hizo fue importunar a mi tío Napoleón para que agrandara el Ducado de Coburgo…».

«¡Qué horror! ¡Y luego se pasó con los enemigos del emperador!».

«Sigue, Mamá, sigue, por favor…».

«Sí, sí: El Aye… El Aye ¿qué?».

«El Aye Aye de Madagascar, Mamá…».

«Es… como un mono, ¿no es cierto?».

«Tú lo tienes, Luis… Y claro, hubo un momento en que yo me desvanecí, Mamá…».

«Ay, claro, claro, era lo menos que te podía pasar, pobre hija mía… ¡La Gacela de Persia!… Ah, eso es lo que me gustaría ser si reencarno en un animal: una gacela, son tan hermosas, tan ágiles… ¿y a ti, Eugenia?».

«¿A mí? Nunca he pensado en eso…».

«Pues a mí, Mamá La Condesa», dijo Luis Napoleón, «me gustaría ser una foca… pero una foca de zoológico…».

«¡Uy, qué graciosa es Su Majestad!».

«Ay, por Dios, Luis: no hablas en serio…».

«Muy en serio: no conozco animal más feliz que las focas de zoológico. Nadan y comen todo el día, aplauden, ladran…».

«Su Majestad nunca pierde el buen humor… ¿Y no hay una foca en la lotería?».

«Sí, yo la tengo, Mamá La Condesa: la foca de Nueva Escocia».

«Ay, pues ojalá que salga pronto… ¡La Cebra de Abisinia!».

«De todos modos la cebra es mía», dijo Luis Napoleón, cogió un lunar plateado con la forma de una lágrima y lo colocó en la cebra de Abisinia.

«¿Y Su Majestad sabe qué fue lo que pudo provocar la locura de esa mujer?».

«Bueno, unos dicen, Mamá, que en México le dieron toloache…».

«¿Le dieron qué…?».

«Toloache, una yerba que enloquece…».

«Uy qué barbaridad, ¡qué gente tan diabólica!».

«Otros dicen, Mamá, que Carlota se volvió loca porque iba a tener un hijo…».

«Pero nadie se vuelve loco por eso…».

«Un hijo bastardo, Mamá…».

«¡No me digas!, ¿un hijo bastardo? ¿De quién?».

«Pues o de un mexicano que dicen es muy apuesto, el Coronel Feliciano Rodríguez, o del Coronel Van Der Smissen, el comandante de los voluntarios belgas…».

«¿De verdad? ¿Cómo pudo ser? Pero tampoco eso es para enloquecer a nadie… ella podría decir que es un hijo de Maximiliano…».

«No, Mamá, no podría…».

«¿Cómo es eso? ¿Maximiliano es impotente? ¿O infecundo? ¿No necesitará una operación, como Luis XVI?».

«No se sabe, Mamá, pero el caso es que Carlota y Maximiliano no tienen relaciones maritales: eso es un secreto a voces… ¿Te imaginas el terror de Carlota ante el escándalo si sale con un hijo natural?, ¿la vergüenza para los Coburgo y los Habsburgo?, ¿te imaginas?».

«Ah, ¿así que no se acuestan juntos?… ¿pero qué? ¿No se querían tanto?».

«Bueno, unos dicen que sí, que se quieren, pero que Maximiliano es impotente…».

«Y otras personas dicen, Mamá La Condesa, que lo que pasa es que Maximiliano contrajo una enfermedad secreta en su viaje al Brasil…».

«¡Uf, qué asco…! ¡La Anaconda de Itaparica!… ay, qué coincidencia, ¿verdad?».

«La anaconda la tengo yo, y sólo me faltan tres para ganar, Luis; y a ti cinco…», dijo Eugenia, y muy contenta tomó de una cajita de carey una perla rosada de Las Bermudas, la colocó en la gigantesca anaconda de Itaparica, y continuó:

«También hay quien dice que Carlota, por su educación tan católica, le tiene aversión a las relaciones físicas…».

«Pero entonces no tendría amantes: se contradice».

«Así es, Mamá, y por último otros dicen que lo que sucede es que Maximiliano, que es muy limpio… tú sabes: se baña todos los días en el Lago de Chapultepec…».

«¿Todos los días? ¡Qué exageración! Debe estar enfermo de la piel…».

«Que Maximiliano, te decía, repudió a Carlota porque Carlota es muy sucia…».

«Ah, tenía que ser: mente sucia en cuerpo sucio… El Tepez… no: El Tepeizcunte del Tas… ¡oh, yo no puedo pronunciar esto!».

«El Tepeizcuinte de Tlaxcala, Mamá…».

«Para un animal mexicano, una piedra mexicana», dijo Luis Napoleón, y colocó un ónix de Puebla en el Tepeizcuinte de Tlaxcala. «Me quedan sólo cuatro».

«¿Pero cómo es que te sabes todos estos nombres tan difíciles, hija?».

«Porque la hemos jugado varias veces… Lulú se los sabe de memoria…».

«Ah, mañana le voy a pedir que me los recite… Y dime: ¿se le notaba el embarazo cuando vino a Saint Cloud?».

«No, Mamá, no. Pero tú sabes: la han tenido encerrada varios meses en Miramar, sin dejar que nadie la vea…».

«¡Ah, entonces seguro que va a tener un hijo… la hipócrita ramera, con perdón de la expresión: y ella es la que me acusa a mí y a la señora madre del emperador de relaciones ilícitas! ¡Por Dios, qué mundo este!».

«Como tú comprenderás, Mamá, cuando a uno le dicen esas cosas, uno pierde el control: ¡yo también le dije varias verdades!».

«¿Ah sí? ¿Ah sí? ¿Cómo qué? ¿Cómo qué? ¡La Foca de Nueva Escocia! ¡Ah, lo felicito, Su Majestad!… ¡ya nada más le quedan tres…!».

«¡Oh, estamos empatados! Pues te contaba, Mamá: cuando dijo que los Bonaparte eran unos advenedizos y que nosotros descendíamos de un traficante de vinos…».

«Pero si mi padre era de la nobleza escocesa: ¡eso todo el mundo lo sabe!…».

«Claro que sí, Mamá… pero yo le dije que qué se creía ella; que los Orleáns también eran unos advenedizos y que su padre Leopoldo se había pasado toda su juventud mendigando tronos, y que no había sido otra cosa que el casamentero de Europa, y un viejo avaro…».

«Qué barbaridad, ¿todo eso le dijiste?» ¡La Pantera Negra de Java!».

«Ay, tú la tienes, Luis, ¡me vas a ganar!».

Luis Napoleón buscó otro lunar: uno grande y redondo, color de rosa y salpicado con polvo de oro, para la pantera negra de Java.

«Todo eso y más, Mamá: le dije que su padre venía a París a buscar prostitutas, que se pintaba las cejas y se ponía colorete para verse más joven… qué digo más joven: menos viejo… ay, no sé cómo me atreví… y ella siguió con sus calumnias, acusó a Luis de serme infiel…».

«Pero cómo es posible, ¡Dios Santo! ¡El Canguro de Nueva Guinea!… ¡es tuyo, Eugenia!».

«Me quedan dos, Luis, ¡me quedan dos!».

«Pero de ti no dijo nada…».

«No sé atrevió… pero de todos modos me ofendió tanto, Mamá… me dijo que yo me dedicaba a vestirme porque nunca he encontrado placer en desvestirme…».

«Ay, ay, me voy a desmayar…».

«Por favor, Mamá La Condesa… Cálmese usted. Eso ya pasó».

«Sí, sí, Su Majestad, sí… ya me calmo, ya me calmo…».

«Y todavía dijo más, Mamá, ¿sabes qué?…».

«¿Cómo, más todavía? ¡El Cóndor de Los Andes! ¡Es suyo, Sire!».

«Oh, oh, otra vez empatados… ¡ay qué emoción! Sí, nos dijo, imagínate, que Maximiliano era el verdadero Napoleón III, porque era hijo del Rey de Roma, y que por eso Luis había tenido tanta prisa en deshacerse de él. Pero que Maximiliano regresaría un día a reclamar el trono de Francia para el Imperio Mexicano…».

«Oh, oh, qué ridículo: pero esa mujer perdió todo sentido de la proporción… Y además después de denigrar a los Bonaparte ¿dice ahora que Maximiliano tiene sangre Bonaparte? Eso no tiene pies ni cabeza…».

«Así es, Mamá La Condesa, así es…».

«A ver, Mamá, déjame soplarle a las cartas para que me den buena suerte…».

«Aunque yo no dudo que Sofía haya engañado a su marido, que era un imbécil, como ahora engaña Isabel a Francisco José… hay tanta corrupción en Viena…».

«Sí, Mamá, pero por favor: no podemos tomar en serio un chisme así…».

«Supongo que no… ¡El Ñandú de Patagonia!… ¡Usted lo tiene, Su Majestad!».

«Ay, Luis tú vas a ganar… sigue, sigue, Mamá…».

«El Armadillo de Chiapas… qué animal tan…».

«¡Yo lo tengo! ¡Yo lo tengo: otra vez empatados, ay qué emoción!… A ver, Mamá, voltéalas muy despacito, muy despacito…».

«El Oso Blanco…».

«¡… de Alaska! ¡De Alaska! ¡De Alaska! Yo gané, yo gané», dijo Eugenia, se levantó y le echó los brazos al cuello al emperador. «¡Ay, mi pobre Luis… siempre le gano. Pero toma, toma un beso como premio!».

Le dio un beso tronado en la mejilla, regresó a su lugar, abrió una cajita de cristal de Murano y sacó de ella una esmeralda.

«Para el oso blanco de Alaska, mi piedra favorita», dijo, «y les propongo que cambiemos de tema y nos olvidemos de Carlota, ¿por qué no le cuentas a Mamá, Luis, de la Exposición Universal?», agregó Eugenia y comenzó a guardar piedras, lunares, gemas y perlas, cada una, cada uno, en su cajita de siempre.

«¡Ay, sí, sí, cuénteme Su Majestad!».

La esmeralda de vuelta a la cajita de Murano. Las ágatas color sangre aquí.

«Ah, me podría pasar días enteros hablando de la Exposición Internacional, Mamá La Condesa», dijo el emperador y se retorció los bigotes «lo que le puedo decir, es que nadie, ni los ingleses, han hecho jamás una exposición tan importante…».

Los botones de Mandarín de coral allá, los brillantes de la Du Barry aquí.

«… y que el mundo se asombrará de las maravillas de la industria, la ciencia y las artes de Francia…».

Los piropos en la cajita de plata, los lapislázulis en la bombonerita esmaltada.

«Y también de las colonias francesas, Luis…».

Las turquesas de Kishapur allí.

«Bueno, sí, de las colonias traeremos materias primas, Mamá La Condesa. De Martinica nos va a llegar un millón de galones de ron…».

«¡Uy, qué borrachera!».

«Y vamos a traer arroz de la Cochinchina, índigo de Madagascar, sándalo de la Nueva Caledonia, azúcar de Senegal, qué sé yo…».

«Y la carroza del Pachá de Egipto…».

«Pero algo que va a gustar a todo el mundo son las dos maquetas que mandé hacer, Mamá La Condesa, ¿no es verdad, Eugenia?, una del túnel del Monte Cenis, y otra del Canal de Suez».

«¡Uy, qué maravilla!».

Y el zafiro que nos regaló el Rey de Siam acá.