«Humillarse, sí, lavando los pies de doce ancianos y doce ancianas, es bueno para un Emperador y para una Emperatriz, pero otra cosa es humillar al pueblo como lo nacían el Príncipe Starhemberg y sus cortesanos que se disfrazaban de mendigos y llevaban a su palacio docenas de campesinos para ridiculizarlos. Los vestían con los trajes de la corte, les ponían pelucas blanqueadas con polvos de haba y los hacían usar espadas con las que se tropezaban a cada paso. Y a uno de los príncipes Esterházy en una ceremonia pública le dio por arrancarse las perlas de los bordados de su casaca para arrojarlas a la multitud. En fin, que habría que perdonarles, creo yo, Blasio, esas extravagancias en recuerdo a los servicios que prestaron a la Corona Austríaca. Por ejemplo Starhemberg se distinguió por su brillante actuación militar contra los turcos, ¿lo sabías? Pero de todos modos yo digo: la dignidad ante todo. Por eso no me ofendí cuando en Huatusco el alcalde rechazó los mil pesos que quería yo regalarle al pueblo diciéndome que allí no había pobres. No, no me ofendí porque me gusta que el pueblo tenga dignidad».
Así le decía yo a Blasio cuando íbamos camino a Cuernavaca en el coche de seis mulas blancas como la nieve con jaeces azules que me construyó el Coronel Feliciano Rodríguez con una mesa y cajoncillos para el material de escribir, yo con una cobija escocesa en las piernas que Blasio casi nunca quería compartir porque es mucho menos friolento que yo, y él, mi buen Blasio, pendiente siempre de mis labios y con su lápiz-tinta en la mano.
«Apunta, apunta Blasio», le decía yo: «vamos a pedirle a Saccone and Speed que nos envíe cinco o seis gruesas de lápices ingleses que son los mejores del mundo (aunque como le dije una vez a Lord Codrington, no hay que olvidar que el grafito fue descubierto en Baviera) para que con ellos escribas cuando vamos camino a Cuernavaca y dejes de pintarrajearte de morado los labios, Blasio».
Así le decía pero él siempre aferrado a su lápiz-tinta que chupaba y chupaba para apuntar todo lo que yo le dictaba:
«Apunta, Blasio», le decía, «que nos envíen también cuantos garrafones o sifones puedan de agua de Vichy o de Plombières-les-Bains porque a la Emperatriz Carlota no le sientan bien las aguas de Tehuacán, apunta, Blasio».
Y Blasio apuntaba: en una hoja el pedido para Saccone. En otra, la carta para la Baronesa Binzer donde le contaba yo que me había opuesto a que quitaran de mi ventana de Cuernavaca los nidos que los colibríes habían hecho bajo el alféizar. En otra:
«Ah, en otra hoja, Blasio, quiero que apuntes todas las palabras que rimen con Cuernavaca».
«¿Como resaca, Su Majestad, como alharaca, como matraca?», me preguntaba Blasio y yo me reía de muy buena gana y le decía:
«No, Blasio, no, no seas tonto: yo que estuve en Sevilla conozco el dicho Quien no ha visto Sevilla no ha visto Maravilla; y yo que estuve en Lisboa sé que se dice Quien no ha visto Lisboa no ha visto cosa Boa, y yo que he estado en Madeira inventé el dicho Quien no ha visto Madeira otra cosa no Quiera, y ahora se me ocurre inventar un dicho que diga Quien no ha visto Cuernavaca… pero ¿cómo vamos a rimarla con palabras tan feas como matraca?», le decía yo riendo, a Blasio, y él apuntaba:
«¿Hamaca, Su Majestad?».
Y yo le decía:
«¿Hamaca, hamaca?, ¡vamos!», y me alegraba pensando que esa misma noche estaría yo al fin estirado en mi hamaca blanca de Cuernavaca y podría olvidarme por unas horas de todas mis preocupaciones. Entre ellas:
«Escribir al Emperador Napoleón, apunta, Blasio, para decirle que el Barón Saillard miente cuando se queja de que lo tratamos mal en México. ¿Cómo es que tuvo Saillard el mal gusto de interrumpir mi descanso en Cuernavaca para entregarme la carta en la que Luis Napoleón me anunció el retiro de las tropas francesas, Blasio, cómo es que tuvo esa falta de tacto? Apunta: a Doménech, que se atrevió a decir que en México no ha llegado la hora de un José II, y que lo que hace falta aquí es un Cromwell, un Richelieu o un Comité de Seguridad o Salud Pública, como se diga, rebatirlo, con firmeza, en el “Diario del Imperio”. Apunta, Blasio: en una carta a mi amigo el Conde Hadik, decirle así: lucho con dificultades, con obstáculos, pero la lucha es mi elemento, y contarle que se me sigue cayendo el pelo y que tengo ya casi una calva hadikiana, ¿eh?, ¿qué te parece?», le decía yo a Blasio camino a Cuernavaca cuando ya a nuestros pies se extendía todo el valle de México, al fondo los volcanes nevados.
«Y apunta también: en una carta a Degollado decirle que me parece imposible que el monarca más sabio del siglo y la nación más poderosa del mundo, porque todavía Francia lo es, Blasio, cedan ante los yankees de un modo tan poco digno, sí, así con todas sus letras: de un modo tan poco digno, y apunta también: en una carta al Mariscal Bazaine… no, escrita no en francés sino en español como siempre, Blasio, decirle que cómo es posible, que qué pensarán de nosotros cuando se sepa que todo un estado, Michoacán, situado a sólo cincuenta leguas de la capital, no ha podido ser sometido y apunta, Blasio, en otra carta para Luis Napoleón: (por lo pronto ésta es la idea, después pensaremos bien cada palabra) decirle que no crea que Francia podrá controlar por tiempo indefinido todas las aduanas mexicanas para llevarse la mitad de los ingresos como es su propósito y que además, sí, porque tendríamos también que decírselo, ¿no es cierto, Blasio?, que las aduanas de Tampico, Mazatlán y Matamoros no nos rinden ningún beneficio pues la comunicación con esos puertos está interrumpida por los juaristas. Y mientras tanto, ¿qué hace Bazaine? Dime: ¿Tú crees que su inercia tiene que ver con el hecho de que Pepita su mujer tiene muchos parientes que son juaristas?».
Y Blasio chupaba la punta de su lápiz y escribía con tinta morada:
«Pedirle al administrador del castillo de Miramar que nos envíe el busto de mármol de la Reina Luisa de Orleáns que está…».
Y a las quince o veinte palabras se acababa la tinta del lápiz y Blasio tenía que chupar de nuevo la punta para continuar:
«… que está en Il Salotto dei Principi, Salotto con dos tes, Blasio, no tienes remedio», le decía yo a Blasio y él sonreía, enseñaba sus dientes morados y acaba la frase:
«… para darle una sorpresa a la Emperatriz Carlota».
Porque así le dije a Blasio que apuntara cuando íbamos camino a Cuernavaca, y ya habíamos dejado muy atrás el Convento de Churubusco y atrás la encantada ciudad de Tlalpan y el bello Xochimilco eterna eclosión de flores de todos los matices y fragancias, y el camino ondulado ascendía como una víbora, rodeado de enormes pinos hasta ese alto llano tan monótono y triste y helado que se llama Las Raíces, y entonces sí que Blasio aceptó mi ofrecimiento de compartir la manta escocesa.
Lo que no le dije a Blasio: que mi cara, carissima Carla necesitaba ánimos. Que era una tristeza que después de su viaje a Yucatán donde le había ido tan bien, se encontrara con la noticia de la muerte de su adorado padre el Rey Leopoldo de quien hacía apenas unas semanas antes había recibido yo una carta en la que me escribió:
«“En América hace falta el éxito, todo lo demás es pura poesía”… ¿pero qué es la vida sin poesía?», dije de pronto en voz alta.
«¿Qué es, Blasio?», le pregunté y le dije:
«Apunta, Blasio, apunta que tengo que escribirle una carta a Friedrich Rückert para agradecerle el poema que me hizo cuando le concedí una Orden y que comienza diciendo ¿sabías?
Der edle Max von Mexiko
“el noble Max de México” y termina:
Und der gesetzt hat Deinen Thron
Lässt fest ihn stehn und nicht im Sturme wanken.
“y el que ha fundado tu trono que lo mantenga firme para que no vacile en la tempestad”, apunta Blasio, y a aquel que fundó mi trono, Luis Napoleón, recuérdame que le recuerde que prometió dejar en México todos los hombres de la Legión Extranjera por unos años más cuando se retire el resto de las tropas francesas. No se te olvide, Blasio».
Lo que tampoco le dije a Blasio: que fue una tragedia y una vergüenza que al Barón d’Huart, amigo íntimo de Leopoldo II lo asesinaran unos bandidos en Río Frío cuando venía a anunciar la ascensión al trono del hermano de la Emperatriz Carlota, y a propósito de Leopoldo II, Blasio, le dije:
«Apunta que tengo que reclamarle que se negara a recibir a Eloin cuando estaba en Claremont; y a propósito de Eloin, apunta, Blasio, pedirle que me explique cómo es que en París ya no se quiere saber nada del planeado banco mexicano, y preguntarle si él piensa que su misión ha fracasado y a propósito de misión, apunta Blasio, que le escriba yo al Conde Rességuier para decirle que me cuente qué es lo que hace Santa Anna en Nueva York y para qué se compró allí una casa y que si es verdad que planea una conjuración y sobre todo para que me explique cómo es que dice (me refiero a Rességuier) que se ha reducido la oposición a mi trono en los Estados Unidos siendo que el Padre Fischer cuando pasó por allí me escribió diciéndome que apenas se podría evitar una guerra entre México y la Unión y a propósito, Blasio, apunta», le decía yo a Blasio y Blasio chupaba el lápiz-tinta, se manchaba más todavía los labios de morado y apuntaba con una letra clara y bella:
«Agradecerle a Fischer no sólo todas sus gestiones confidenciales en el Vaticano para conseguir el concordato entre mi gobierno y la Santa Sede, sino sobre todo sus largas y amenísimas cartas donde me cuenta tantos chismes tan divertidos…».
Lo que tampoco le dije a Blasio: algunos de esos chismes, como por ejemplo que el Cardenal Alfieri, me contaba Fischer en sus cartas, vendería cuerpo y alma a quien le asegurara la tiara pontificia, y que el Cardenal Antonelli, quién lo iba a pensar, tenía una amante, pero que no era necesario que nadie lo pensara porque todo el mundo lo sabía. ¿Y qué era ese peccadillo del cardenal comparado con el serrallo, más de quince mujeres, que según el Coronel Du Barail tiene a su servicio un cura de Cholula? Lo que sí le dije cuando íbamos camino a Cuernavaca y habíamos ya dejado atrás el Valle de Anáhuac:
«Claro que le agradezco sus cartas a Fischer, porque si Francisco I de Francia dijo tras la derrota de Pavía “todo se ha perdido menos el honor”, yo digo, apunta Blasio: “todo se ha perdido menos el humor”. Pero no, no lo tomes en serio, Blasio, es sólo una broma: el honor jamás lo perderemos, jamás, jamás. Tacha esa frase, Blasio, táchala: no es digna de un Habsburgo, no es digna de quien dijo “con bayonetas no se extrae la plata de la tierra”, ¿te gusta esa frase?, ¿sí?, ¿y esta otra?: “el miedo y la ambición son los motores de la rueda del mundo”… pero no las apuntes, Blasio, no hace falta: me las sé todas de memoria, las escribí hace cuatro o cinco años, imagínate qué ironía, ahora muchas de ellas han adquirido aún más sentido aquí en México: “Las naciones viejas —escribí entonces— padecen la enfermedad de los recuerdos”, y “fuerza y poder, al cabo de cierto tiempo se convierten en derecho”: todas son frases mías, como los veintisiete preceptos de conducta que llevo siempre conmigo, ¿te los he leído, verdad, Blasio?, pero también me los sé de memoria».
Así le decía yo a Blasio camino a Cuernavaca cuando ya habíamos dejado atrás ese llano árido y frío que se llama El Guarda con unas cuantas casuchas miserables que hacen todavía más desolador el paisaje y llegamos al Monte de Huichilaque oloroso a los acotes que levantan sus picos verdes entre las nubes que esa vez estaban tan bajas que no veíamos a tres metros y temía yo, le dije a Blasio, que nos asaltaran unos bandidos como el Barón d’Huart que en paz descanse, y le recité una vez más mis preceptos de conducta:
«No mentir nunca, no quejarse nunca porque es un signo de debilidad; take it coolly; oír a todos, confiar en pocos; no blasfemar ni decir obscenidades; dos horas de ejercicio diario; no bromear nunca con los subordinados aunque este precepto», le dije a Blasio, «no lo tomes muy al pie de la letra porque tú, mi buen, mi paciente Blasio, eres algo más que mi subordinado: eres mi amigo mexicano…».
Y mi amigo mexicano sonrió con sus labios y sus dientes morados y lo que no le dije entonces era que parecía un cadáver sonriente, me lo dije nada más a mí mismo cuando atravesábamos Huichilaque, pueblo de cazadores y ladrones, atrás todos los llanos sombríos alfombrados de pedruscos negros, a lo lejos cenicientos peñascos escarpados, atrás La Cruz del Marqués y adelante, ¡ah!, adelante y muy pronto, el paisaje iba a transformarse en una gloria terrenal apenas mi coche de seis mulas blancas enjaezadas de azul y provisto con mesa y cajoncillos para el material de escribir, qué gran idea del Coronel Rodríguez, me dije a mí mismo y me limité a reír para mis adentros de la lúgubre facha del pobre Blasio, apenas, sí, mi coche comenzara a bajar hacia el Valle de Cuernavaca.
«O sea, Blasio», le dije, «que contigo me permito bromas como, ¿te acuerdas?, la tarde ésa en Cuernavaca en que te dije que el que perdiera el juego de billar tenía que gatear bajo la mesa, ¡y resulta que pierdo yo! Pero por fortuna estaba allí tu hermano El Capuchino en el que pude, a tiempo, delegar el castigo. Y me perdonarás, Blasio, la vez que le dije a Venisch que te pidiera que te retiraras de la mesa porque éramos trece y eso, como tú sabes, es de mala suerte», le decía yo a Blasio, «aunque por supuesto en el fondo yo no soy supersticioso, es nada más que casi por tradición que le huyo al número trece, y recuérdame, recuérdame, apunta Blasio, que en la próxima carta a Gutiérrez Estrada tengo que decirle que por culpa del clero, en México sí que la gente pobre es supersticiosa, recuérdame, apunta, que le diga a Estrada que aquí los sacerdotes le venden a la gente del pueblo estampas religiosas con las que dizque las almas salen del purgatorio», le decía yo a Blasio y que apuntara que le iba yo a decir también a Estrada que no porque a la Emperatriz Carlota y a mí no nos gustara rezar las novenas y el rosario o rechazáramos las disciplinas nocturnas, no por eso, le diré, somos menos católicos y por cierto, Señor Gutiérrez Estrada: sabrá usted que el Emperador de México tiene el proyecto de comprar una pequeña iglesia en Roma, sí, sí, en Roma, para consagrarla a la Virgen de Guadalupe, ni más ni menos.
Y ya en plena bajada hacia el valle, atrás la neblina de los llanos altos y adelante todos los colores del paraíso, leía yo en los apuntes de Blasio: «hamaca, petaca», y le decía:
«Sí, claro, todas riman con Cuernavaca pero ninguna sirve, dime, Blasio: ¿por qué las ciudades de México que más me gustan no tienen rimas bonitas? ¿Con qué vamos a rimar Morelia? ¿Con Ofelia? ¿Con Cordelia? ¿Con qué Guanajuato? ¿Con gato, con garabato? ¿Y con qué Cuernavaca? ¿Con una vaca flaca?», le decía yo a Blasio y los dos reíamos, reíamos de buena, buenísima gana.
Lo que también le dije:
«Apunta, Blasio, apunta todo lo que a mi regreso, en cartas o de palabra, tengo que reclamar, que aclarar, que exigir. A Bazaine, que cómo es posible que no le envíe refuerzos al General Mejía que está acosado en Matamoros por el General Escobedo. Que qué me dice de que según me afirman hay todavía más de dieciséis mil guerrilleros esparcidos en todo el país. A Bazaine, también, que ya no es posible tolerar más el hecho de que ningún policía o soldado mexicano pueda arrestar a un soldado francés. A Luis Napoleón, que no le perdono que haya autorizado el regreso a México del Coronel Du Pin. A mi amiga la Baronesa Binzer, que los elogios que me hizo el Príncipe Grillparzer cuando le concedí el Águila Azteca, son un acicate para el porvenir. A mi amigo y maestro el historiador César Cantú, que sigo como siempre leyéndolo con deleite y gran interés. A mi hermano el Archiduque Luis Víctor que una de las cosas que me hacen más feliz es verme rodeado de gente buena como tú, Blasio, no seas modesto, o como Schaffer el Gobernador de Chapultepec que se casó con una linda mexicanita de dieciséis años, recuérdame que le cuente a mi hermano todo de todos ustedes, de Günner el león de la capital, o del viejo Kuhács gordo como una bola en su fogoso corcel, qué espectáculo, Blasio, y claro de Úrsula, no faltaba más, de la gran Úrsula, la antigua mandriera! Y a Eloin para decirle que la dirección personal del ejército estará ya muy pronto a mi cargo, y a mi hermano el Emperador Francisco José para demostrarle que un marino como yo también puede organizar un ejército en tierra. También a mi hermano, para decirle cómo es posible que su embajador en Washington, Wydenbruck, no se haya retirado de la reunión en la que el viceministro de Marina yankee, ¿su nombre es Bancroft, no es verdad?, me llamó “el aventurero austríaco”. A Barandiarán nuestro representante en Viena, que nada podemos esperar de un gobierno tan poco leal como el de Austria. A Barandiarán también para que hable con Herzfeld y le diga que si bien debe tomar muy en serio su misión secreta en lo que se refiere al Pacto de Familia, se cuide mucho de las intrigas. Al propio Herzfeld, apunta, Blasio».
Y Blasio chupaba la punta del lápiz-tinta y apuntaba:
«A Herzfeld que haga una campaña de prensa en Viena para desmentir: uno, que el Emperador de México se ha vuelto masón, ¡masón yo, Blasio, qué ridiculez!, y dos: desmentir que estaría dispuesto a aceptar que México se transforme de nuevo en República, con tal que yo sea presidente, ¡presidente yo, Blasio, qué desperdicio!».
Lo que en parte le dije y en parte no le dije a Blasio cuando descendíamos hacia el Valle de Cuernavaca inundado de mariposas blancas y amarillas: que un Emperador tiene que saber, y saber hacer, muchas cosas más que un presidente. Que a un Príncipe de una dinastía europea como la Casa de Austria además de geografía, historia, matemáticas, filosofía, botánica y tantas otras cosas más se le enseñan muchos idiomas y que por eso yo además de mi idioma materno el alemán, hablo el francés y el inglés, el italiano para dirigirme al Papa y un poco de húngaro y otro tanto de polaco, y ahora por supuesto el español, Blasio, imagínate nada más que todos los billetes de nuestro papel moneda tienen escrita su denominación en diez lenguas distintas: las que se hablan a lo largo y lo ancho del Imperio. Y todavía me falta para aprender, Blasio, para el día en que nuestro reino se extienda del Río Grande a la Tierra del Fuego, todavía me falta por aprender náhuatl y maya, quechua, guaraní… ah, me acuerdo bien de los nombres de todos mis maestros, Blasio: Esterházy me enseñaba húngaro, el Conde Von Schneider matemáticas, el Barón de Binzer ciencias políticas, de todos me acuerdo, le dije y también que un presidente no necesita saber esgrima y conocer términos como correr la mano, zambullida o floretazo y que un presidente no necesita saber (y además ningún presidente sabe nada) de la Escuela de Equitación Española de Viena que tú me tienes que prometer, Blasio, cuando te envíe con una misión especial a Europa, que dos cosas no vas a dejar de hacer cuando llegues a la ciudad donde nació tu Emperador: una, escuchar el Coro de los Niños Cantores y dos, asistir a la Escuela de Equitación y como tarea te vas a aprender los nombres de todos los pasos y movimientos de los caballos y de la música con la que mejor se llevan: ah para un Pluto Capriola, nada mejor que el Minué de Boccherini, para un Siglavy Flora un vals de Strauss, y que también, claro, un presidente no lo necesita pero un Emperador sí: saber bailar valses, galopas, mazurcas de todo, y cazar: yo, le dije a Blasio, he cazado venados y conejos en Compiègne, becafigos en Argelia, jabalíes en Gödöllö, osos en Albania, tigrillos en el Mato Grosso. ¿Y sabes por qué? ¿Sabes por qué un Emperador, un Príncipe, tiene que aprender de todo eso y un presidente no? Porque además de vigilar el orden, la paz, la justicia y la democracia al igual que un presidente, un Príncipe tiene que velar por la belleza y la tradición, por la elegancia. ¡Sí, por la elegancia, Blasio!, así le decía yo a Blasio cuando íbamos camino a Cuernavaca, y como el descenso al valle, en zigzag, es rápido, y de pronto comenzó a cambiar el clima, prescindí de la cobija escocesa, la hice a un lado y me quité la bufanda, porque soy friolento, sí, pero no tanto, a la izquierda contemplábamos la chata masa de granito del Cerro de La Herradura, y allá al fondo las casas y las iglesias de Cuernavaca asomaban entre los árboles frutales, y decidimos hacer un alto en el camino para tomar un refrigerio. Mientras tanto, le dije a Blasio:
«Apunta, Blasio, apunta: volviendo a lo de Herzfeld, decirle que organice bien la campaña de prensa. ¿Sabías tú, Blasio que ya en 1858 ó 59 no recuerdo bien, ese periodista alemán Julius Reuter logró que en Inglaterra se conociera un discurso entero de Luis Napoleón apenas una hora después de pronunciado? Ah, cuando a México lleguen los cables interoceánicos y el discurso de su Emperador sea conocido al otro lado del mar en una hora también, la vieja y podrida Europa nos habrá de respetar más… Así que, apunta, Blasio, en otra hoja, y por favor te vas a lavar la boca y las manos antes de comer, apunta: crear un Gabinete Mexicano de Prensa para Europa, sí, un gabinete. ¿Y sabes qué, Blasio? Vamos a trabajar con dos resortes: el dinero y las condecoraciones», le dije, y le pedí que me alcanzara el maletín que siempre llevo conmigo a los viajes, y así lo hizo mi buen Blasio.
Camino a Cuernavaca.
Camino al calor y las mariposas que revoloteaban ya alrededor nuestro.
Camino a los flamboyanes anaranjados y hacia la sombra de las bungavillas de los Jardines Borda.
Camino al descanso y al olvido.
«Sí, el olvido… por eso decidí llamar así la villa que tanto le gusta a la Emperatriz», le dije a Blasio: «“El Olvido”… Primero quise darle el nombre de la famosa quinta de descanso de Federico el Grande en Potsdam: Sans-Souci… Pero desde que Christophe el rey negro de Haití construyó un palacio al que llamó igual, Blasio, ese nombre perdió su encanto…», le dije y abrí el maletín donde llevaba yo algunas veces Órdenes de Guadalupe y del Águila Azteca, pero sobre todo una buena dotación de relojes de oro con tapas esmaltadas de azul y en ellas el monograma y la corona imperiales dibujados con chispas de brillantes para repartirlos a oficiales, alcaldes, jueces provinciales y otros funcionarios menores, y le dije a Blasio:
«Si tuviéramos una fábrica de títulos nobiliarios, Blasio, nos haríamos ricos… Y si me dijeran: ésa sería una nobleza falsa, yo respondería: total, los duques, condes y marqueses creados por Bonaparte, casi todos ellos son tan plebeyos como el burgués más humilde…».
Y esto sí que no debí decírselo a Blasio, porque un Príncipe necesita también de la discreción y saber a quién le puede decir una cosa y a quién no. Así que me quedé callado y de memoria repasé mis veintisiete preceptos: «A cada paso pensar en las consecuencias». «A todo le llega su tiempo». «Teniendo la razón usar la energía férrea», etc. etc., y dije me falta uno, el veintiocho: «Con los subordinados discreción, discreción ante todo». Y decidí incorporarlo a la lista, pero no le dije a Blasio que lo apuntara.
A Blasio, por ejemplo, que por listo y buen muchacho que sea no deja de ser tan sólo un secretario, le puedo decir como en efecto le dije:
«Un Soberano, además, Blasio, debe conocer al dedillo la vida de los grandes monarcas y emperadores que ha habido, para seguir su ejemplo. La vida, a propósito, de Federico el Grande. La de Carlos III de España. Las de todos aquellos ilustres Braganza que han reinado como Pedro V que fue muy amado de su pueblo, o Juan V el magnánimo, patrón de las artes, y por supuesto su antecesor Juan IV, que fue un gran músico, gran compositor como el Príncipe Alberto y que decretó que los monarcas no usarían la corona, sino que ésta debería descansar a su lado, en un cojín… Y entre los Habsburgo no sólo María Teresa sino, claro, también su hijo José II…».
Lo que a Blasio no le puedo decir y no le dije: que si yo tuviera que usar la corona de Cuernavaca, también la dejaría a un lado para no sudar como azogado y para que no se me cayera aún más el pelo…
Porque ésta es la clase de bromas que no se deben hacer con un subordinado. O: que la verdad, la triste verdad, es que a mi ilustre antecesor José II de nada le sirvió el éclaircissement, o Aufklärung del que hablaban los filósofos franceses, porque murió sin ser amado por su pueblo, y fracasó en todo… y como era inteligente y lo sabía, él mismo redactó su propio epitafio: «Aquí yace un príncipe cuyas intenciones fueron honestas pero que tuvo la desgracia de ver malogrados todos sus proyectos…».
Porque, como dice el dicho mexicano que tanto me gusta: «la ropa sucia se lava en casa».
Blasio también tenía la ropa sucia. Siempre que íbamos a Cuernavaca y por culpa del lápiz-tinta, como no sólo se pintaba de morado la boca sino también los dedos, con los dedos se manchaba la camisa, la casaca los pantalones, el pañuelo… los que por fortuna estaban impecables, eran los manteles. Venisch se hizo esperar un rato porque sus mulas andaban más despacio que mis mulas blancas y al fin llegó y comenzamos a colocar en los manteles las maravillas que traía: queso fresco, pavo trufado, croquetas de papa, jamón ahumado, mangos y tunas, dulce de acitrón, y cuando me ofrecieron pan les dije no, gracias, prefiero tortillas, y a Blasio le comenté, recuerdo, que también un Emperador debe aprender a comer de todo lo que comen sus súbditos:
«Fíjate que yo fui aquel que en Bahía de Todos los Santos cuando comí chile de tanto que me dolió la boca juré que nunca más comería yo platillos picantes, y ya lo ves, Blasio, ahora yo como más chile que tú y que muchos mexicanos y aprendí a comer el mole así como en Argelia aprendí a disfrutar el platillo nacional de los beduinos, el alcuzcuz, que se debe comer con las manos como sabrás, y aunque no me tocaron las suntuosas fiestas que hacía Aumale cuando era Virrey de Argelia, disfruté mucho mi viaje: nada, en esos calores tórridos, Blasio, como refugiarse en las oscuras y frescas tiendas hechas con crin de camello y beber la dulce agua que los beduinos transportan en botas de piel de chivo y que Yusuf me servía en copas de plata, aunque lo malo es que siempre me pareció ver, nadando en el agua, algunos pelos del difunto chivo…».
Y compartimos nuestro almuerzo con la escolta, al igual que los vinos, y le dije a Blasio mientras yo mismo llenaba su copa:
«Es increíble la cantidad de cosas de las que un Emperador tiene que ocuparse. ¿Sabías que un día, Blasio, me encontré en la lista de vinos de un banquete en Chapultepec un vino que se llama “Montebello”? Tuvimos que reimprimir los menús a toda velocidad porque, imagínate: ¿Cómo le voy a ofrecer a mis invitados un vino que tiene el nombre de dos batallas en las que los franceses derrotaron a los austríacos, ¿cómo, Blasio?».
Lo que no le dije, porque para qué: que en la primera Batalla de Montebello catorce mil franceses hicieron correr a dieciocho mil austríacos hasta Alessandria. Eso fue una vergüenza. Pero lo que sí le dije:
«Te prometo, Blasio, que te voy a dejar comer en paz y que no te voy a dictar nada en absoluto hasta que pasen los postres, pero esto es importante, apunta, Blasio, apunta en el pedido para Saccone pero por favor, mientras comemos no te metas el lápiz en la boca, mójalo en agua. A ver por favor, un vaso de agua para el joven Blasio…».
Y Blasio muy obediente humedeció la punta del lápiz en un vaso de agua y escribió:
«Doce frascos del tandoori curry que le prometí al Comodoro Maury. Sales inglesas para la Emperatriz. ¡Ah, también para la Emperatriz, pastillas de heliotropo. Y paprika, Blasio, paprika para la cocina y el goulasch de mi fiel Tüdös!…».
Para esto el agua del vaso se había pintado color lila, y recuerdo que cogí el vaso y lo levanté en alto y dije:
«Crème d’amour, Blasio, éste es el color exacto de la Crème d’amour: que nos envíen varias cajas. Y también de vino Malvasía de Madeira, El Vinho das Senhoras!».
Y estuve a punto de decir: El Vinho das Senhoras par excellence pero no lo hice porque si bien a un Emperador le sienta bien entreverar en su conversación algunas expresiones en otros idiomas, me propuse no hacerlo tan seguido, aunque, ironías de la vida, mientras más me esmero en hablar español, más se empeñan los funcionarios de mi corte en decir frases en francés, tan pis me dije burlándome de mí mismo, o en italiano, pero como le digo a Carla: paciencia, Carla querida, paciencia, da tempo al tempo.
Y como le había yo prometido a Blasio no dictarle nada mientras comíamos, le seguí contando de mis viajes a Argelia entre bocado y bocado y sorbo y sorbo pero lo que no le dije fue que allí descubrí una secreta afinidad con mi ilustre antecesor Rodolfo II, al darme cuenta que me deleitaba verme rodeado por enanos negros, jorobados y otra clase de monstruos, si bien cuando me decida a publicar mis Memorias todo el mundo se va a enterar. Pero lo que sí le dije:
«Don Julián Hourcade ya está proyectando la primera fábrica de hielo. Don Luis Mayer ha propuesto hacer instalaciones de gas inflamable. Hemos establecido el sistema métrico decimal. En la Sierra de Huauchinango estamos efectuando exploraciones arqueológicas… ah, recuérdame, Blasio, que revise con Monsieur Médehin el plan de la maqueta del Templo de Xochicalco que enviaremos a la exposición de París… Me dicen que el Virrey de Egipto enviará una reproducción a escala del Gran Templo de Edfu: nuestra maqueta de Xochicalco tiene que ser más grande, ¿no crees? Y te decía: Don Genaro Vergara inventó un motor de viento. Creamos el Ministerio de Instrucción Pública y Cultos y establecimos la educación primaria obligatoria y gratuita. Mientras tanto consolidamos más aún el Imperio con la adhesión de Baja California. Vamos a construir una refinería de petróleo… ¿Y qué quiere decir todo esto? Que tu Emperador, Blasio, se tiene que ocupar de muchas cosas serias y no sólo, y como dicen las malas lenguas, de la poesía y las mariposas…».
Pero lo que no le dije a Blasio cuando ya estábamos en las goteras de la ciudad y me puse mi sombrero Panamá blanco con cordón de oro: que esas mismas malas lenguas me achacan como queridas a Lola Hermosillo, a Emilia Blanco, a una tal Señora Armida, a otra que llaman la India Bonita, qué se yo, pero que nadie, nadie sabría jamás si yo tenía o tengo una querida o no, Blasio, si pudiera hablar te diría: «yo, tu Emperador, soy también, a veces, un hombre débil. Desde que en el mercado de esclavos de Esmirna descubrí la perturbadora belleza del cuerpo de la mujer… ah, Blasio, desde entonces… Mira: yo adoro a la Emperatriz pero me gusta imaginar que llego a Cuernavaca, Blasio, a Cuaunáhuac a la ciudad donde se construyó un palacio el Marqués del Valle de Oaxaca Hernán Cortés, y que allí, como al conquistador lo esperaba La Malinche a mí, que soy el Rey de Tula, me espera Xóchitl la reina de las flores con una jícara de aguamiel destilada de sus labios… y destilada entre sus muslos… En esto soy débil, sí, pero no en la política. Mi flaqueza no es de aquella a la que se refería Turgot cuando le dijo a Luis XVI que la debilidad política de Carlos I de Inglaterra fue la responsable de que a ese pobre monarca sus súbditos le cortaran la cabeza… ¡ah, no!».
Y como nos faltaba muy poco para entrar en la ciudad y de seguro me estarían esperando allí mis muchachos del «Club del Gallo» que como le contaba yo al Conde Hadik en una carta son un grupo de voluntarios que forman mi Guardia de Honor en Cuernavaca y su uniforme es pantalones negros, blusa azul, sombrero de fieltro gris con una pluma blanca y en el pecho un gallo dorado, y querrían escoltarme hasta mi Quinta de la Borda, y allí tendría yo que ofrecerles un vino, y cuando se fueran y me acostara en mi hamaca blanca ya no tendría deseos de dictarle nada a Blasio por horas, días enteros quizás, me apresuré a decirle:
«Apunta, Blasio, apunta aprisa: que al Emperador Napoleón le diga que voy a enviarle varios volúmenes de leyes, de todas las que he promulgado en México. Que a Bazaine le reclame de viva voz que cómo es posible que Tamaulipas esté inundada de bandas de juaristas, y por escrito que le diga que pienso nombrarlo duque o conde de algo. ¿Conde de Oaxaca, Blasio? No: mejor Duque de Puebla. Que a mi hermano Luis Víctor le cuente yo que el Emperador Moctezuma comía todos los días pescado fresco traído desde Veracruz por medio de estafetas, y que voy a reimplantar ese sistema. Que al Padre Fischer le escriba para que diga en el Vaticano, a propósito de Richelieu y del Edicto de Nantes que cuando lo restableció tenía una enmienda que despojaba a los protestantes de todo derecho político o militar, que yo no puedo hacer lo mismo en México. ¡Y menos si vamos a colonizar México con confederados! A Pierron, recuérdame que le pida que deje de comparar mi situación con la de José Bonaparte: que no tengo un hermano Napoleón que me aconseje ejecutar a mis súbditos y emplear como medios disuasivos la pólvora, la horca y las galeras. Al mismo Pierron decirle que recuerde las palabras de Juliano el Apóstata, el que dijo que un príncipe es una ley viva que debe templar con su bondad el excesivo rigor de las leyes muertas. Al Alcalde de Cuernavaca, que coloquemos una placa conmemorativa en la pila donde fue bautizado el primer senador tlaxcalteca que abrazó el cristianismo. A Saccone and Speed, Blasio, que nos mande unos cuantos frascos de azafrán, ya que ves que a Tüdös le gusta colorear con azafrán la sopa de almejas… A Almonte, que me envíe informes de su misión en las Tullerías. A quienes se oponen al regreso de Miramón y de Márquez a México, que les recuerde yo que Miramón participó en la heroica defensa del Colegio Militar de Chapultepec contra los yankees, y que a Márquez, por la valentía mostrada en numerosas acciones militares algunas de ellas contra invasores extranjeros, se le concedió la Cruz de Tejas, la Cruz de Fierro del Valle de México, la Cruz de la Angostura, la Cruz de Ahualulco. Y a Don Benito Juárez, Blasio, que te acuerdas me dijo en una carta cuando llegué a México: “la Historia nos juzgará”, decirle sí, así es, Señor Juárez, pero si ahora mismo hacemos las paces y usted acepta ser mi primer ministro, la Historia nos juzgará a los dos de forma mucho más benévola, apunta, Blasio», y Blasio chupaba, apuntaba, chupaba, escribía, chupaba el pobre su lápiz-tinta y apuntaba otras rimas posibles para «Cuernavaca», qué digo posibles, imposibles como «petaca, alpaca, carraca».
«Basta ya», le dije, «No hay una que sirva, Blasio, e incluso hay otras peores como una que se me ocurre ahorita mismo, Blasio, pero que no te la voy a decir, Dios me libre, aunque te la puedes imaginar si te digo, Blasio —y me llevé la mano a la nariz y me la tapé— si te digo que… It stinks! ¡Apesta!».
Y Blasio lloraba de la risa. Yo sé que no es correcto permitirle a un subordinado que se ría de esa manera delante de su Emperador, que es una falta de respeto, pero esa vez lo dejé, pobre Blasio: había trabajado tanto camino a Cuernavaca y las lágrimas de risa le escurrían junto con las gotas de sudor y al llegar a los labios —a esas horas ya no sólo tenía los labios manchados, también los dientes y el paladar, la lengua— arrastraban la tinta y le escurrían por la barbilla como hilillos de sangre morada.
«Nunca más —le dije— te voy a dejar que escribas con lápiz-tinta. Y ahora, por último, apunta, Blasio: escribirle a Benito Juárez diciéndole que se le ha otorgado una pensión a la viuda del General Zaragoza. Y a la Baronesa Binzer para decirle que aquellos que afirman que los científicos e intelectuales mexicanos están contra el Imperio, mienten: de nuestro lado están Río de la Loza, Roa Barcena, García Icazbalceta y muchos otros. A mi hermano Francisco José para agradecerle que haya autorizado la formación del cuerpo de voluntarios austríacos… vendrán miles de ellos, vas a ver: no abandonarán al hermano de su Emperador, lo sé muy bien, y por último apunta, Blasio, y con esto damos fin a esta jornada dictatorial, apunta una gran idea que he venido rumiando —rumiando es la palabra más indicada—, durante varias semanas, para celebrar comme il faut, como se debe, el próximo 15 de septiembre, y que no podía ser, no podrá ser más mexicana, apunta, Blasio, que se trata de un banquete en el Palacio Imperial y todo el menú, fíjate bien, todo el menú va a estar compuesto, desde los hors d’oeuvre hasta el postre y los digestivos, de platillos y bebidas que tendrán… ¿a qué no adivinas qué, Blasio?, pues nada menos que los tres colores: verde, blanco y rojo de la bandera mexicana, apunta Blasio, que me sé todo el menú de memoria: primero una copa de frutas: en cama de uvas verdes, trozos de pera blanca, y en el centro unas fresas; seguirá una mousse de aguacate con trozos de queso blanco y pimiento rojo; luego una sopa de espinacas, en el centro un poco de crema y encima betabel picado del más rojo que encontremos; de guisados tendremos, sobre una cama de mole verde, un cono truncado de arroz blanco coronado con rábanos enteros y, sobre una cama de espárragos verdes, pescado blanco de Pátzcuaro, del más blanco que encontremos, y encima unos granos de granada roja; como ensaladas, apunta, Blasio una de nopales con cebolla de la más blanca y jitomate del más rojo, y otra de lechuga con nabos y col roja, apunta, no se te pase ningún detalle, y después como postre melón verde relleno de crema y sobre la crema unas cerezas, y gelatina de manzana verde con coco rallado y trozos de ciruela roja, y por supuesto como helado qué otra cosa podría ser sino una cassata, Blasio, de pistache, guanábana y grosella, para todo el mundo una rebanada de sandía que tiene los tres colores en un orden nada menos que providencial: verde, blanco y rojo, y beberemos limonada, horchata y agua de flores de Jamaica y de digestivos crema de menta verde, eau-de-vie de pera y licor de zarzamora y, ¿sabes qué, Blasio?, los manteles serán verdes y blancas las servilletas, y en el centro de la mesa pondremos una gran charola llena de hielo picado, su orilla toda festoneada de rosas rojas, y en el centro de la charola, a que no adivinas, Blasio, ¡una enorme águila imperial mexicana… de puro caviar!».
Todo esto le decía yo a Blasio, le pedía yo que apuntara cuando íbamos a Cuernavaca, camino del paraíso y del olvido.
Flor de todas las flores era ella, señor juez. Flor de todas las mieles. Miel de tronadora sus palabras. De jarabe de rosa oscura su boca. Yo, señor, soy humilde. Vengo de lejos, de una montaña muy empinada donde si usted mira para arriba, verá a los tucanes que beben agua en los cálices de las orquídeas retrepadas en las copas de los árboles más altos. Yo, antes que nada, quiero que conste de hoy en adelante lo mucho que quería yo a Concepción, y lo mucho, también, que puedo quererla todavía. Y cómo no va a ser así, cómo no iba a ser, señor juez, si como le digo Concepción era flor de todas las flores. Flor en sus pisadas, jazmín cuando dormía, violeta cimarrona de hojas viscosas en las que se pegaban, como mosquitos, todos esos galanes que querían hacerla suya, cuando que era mía. Mía y de mi voluntad, de mis brazos, niña de mis ojos, amapolita morada. Cómo no iba yo a querer a Concepción, que cuando la conocí era casi una niña, y digo casi porque la mujer que fue después ya la tenía a flor de piel. ¿Usted sabe, señor, de esas florecitas rosadas y púrpuras que se llaman cunde-amor y que se desparraman por el paisaje por aquí y por allá y se columpian, como distraídas, de las rocas vivas? pues así cundió mi amor por ella, así desde sus pies de lirio hasta su pelo lavado con jabón de palosanto. Sus pies eran pequeños. Su cabello, negro y brilloso. Y entre su pelo y sus pies, y aparte de sus ojos y su boca, Concepción tenía otras cosas, que ni yo estoy para contarlas ni usted, con todas mis consideraciones, señor juez, está para escucharlas. Yo, señor, no soy muy instruido. Yo no sólo no sé de muchas cosas que hay en el mundo, sino que además no sé nada de muchísimas cosas más que ni siquiera sé que hay. Pero lo que se dice un ignorante, tampoco lo he sido. Pregúnteme usted de flores. Pregúnteme usted cuáles son las flores que le dan su sombra al cacao, y le diré que son las del cacahuananche, que son chiquitas y rosadas, y que figuran maripositas. Y si a usted le interesa averiguar con qué se quitan las manchas de la cara, yo le diría que para eso no hay nada mejor que una pomada que se hace amasando los bulbos de la flor que se llama lirio céfiro. Si por último alguien que quiera sembrar floripondios en su jardín me pregunta, Sedano, oye tú Sedano, ven acá y dime si sabes cuándo florecen las trompetas blancas del floripondio, yo le diré que todo el año, como mi Concepción, que una vez que floreció quedó florecida para siempre. Con esto quiero decirle que conozco mi oficio y a mucha honra. Soy jardinero, señor, de nacimiento. Nací en una casa pobre, pero llena de flores, y mi abuelo, que en otros tiempos fue jardinero de una casa grande de San Cristóbal Ecatepec, me enseñó los nombres de todas las flores y me enseñó a hablar con ellas, a no tocar la mimosa ni con la punta de los dedos para no abochornarla nomás porque sí, y a perdonarle sus malos olores a la aristoloquia por si acaso, un día, tuviéramos que pedirle prestadas algunas de sus hojas para curarnos de la mordedura de una víbora. Después aprendí otras muchas cosas de las flores y de las plantas, y por no sé qué vericuetos del destino, vine a parar al Valle de Cuernavaca. Empecé a trabajar de ayudante de jardinero en una casa grande, y luego en otra más grande, y luego sin darme cuenta fui ya jefe de jardineros de una casa más grande todavía que llaman la Quinta Borda y a donde llegaba a vivir muchas veces al año el Señor que llaman Don Maximiliano y que dicen, o eso me dijeron a mí, que es el Rey de México. Para entonces ya vivíamos juntos yo y Concepción Sedano, que comenzó a apellidarse así desde que nos habíamos casado. Yo, con mis propias manos, le tejí su diadema de capullos de naranjo y le cosí a su velo de novia más de cien margaritas del campo y también con mis propias manos y con lirios y alcatraces y azucenas iluminé el templo, y esa noche, señor juez, dicho sea con toda modestia, esa noche con algo más que mis manos desfloré a Concepción Sedano. Yo, de un viaje que me hicieron hacer después y que le contaré en segundas, me enteré de un chupamirto que le sorbe la miel a la flor roja del xoconostle, y que si no se encaja en sus espinas que son muy largas, es porque se sostiene moviendo sus alas invisibles, quieto en el aire, mientras la chupa. Yo, que no tengo alas, señor juez me quedé prendido para siempre a Concepción, con una espina clavada en el pecho. Y ahora dígame usted qué se puede hacer si se tiene trabajo y religión y la comida no falta, ni una hamaca para las tardes del domingo, qué se puede hacer sino ser feliz casi a la fuerza. Y si lo fuimos, si fuimos felices algún día, comenzamos a dejar de serlo, primero muy poco a poco cuando el Señor Don Maximiliano llegó a la Residencia Borda, y después muy repentinamente, el día en que yo me di cuenta que Don Maximiliano miraba a Concepción, y Concepción miraba a Don Maximiliano con una clase de mirada que yo nunca había visto, con una clase de mirada que parecían haber inventado entre los dos. Yo no quiero hacer ningún desacato a la autoridad, señor juez. Yo, como le dije, soy humilde, pero también como le dije tantas veces a Concepción, ay Concepción, mira que esto y mira que lo otro. Mírate en el espejo para que te asombres de lo bonita que eres, pero mírate la piel también, que está más asombrada todavía. ¿Usted conoce, señor juez, esos alacranes de varitas de vainilla que se hacen en Corpus Christi? Pues así de oscura y perfumada y estupefaciente era la piel de Concepción. Otra cosa era el color de su alma, que, como nunca le dije pero debí decírselo, pudo haber sido blanca cuando era inmaculada. Cuando era mi Concepción inmaculada de día y de noche. Con esto quiero decir, refiriéndome a lo primero, que así como esas flores pequeñitas que se llaman linda-tarde o guayabillo son más bien para crecer en campo abierto, y cualquiera las puede ver bajando por las faldas de las montañas en el otoño, como si de pronto a la nieve le comenzara a salir sangre, así también, digo yo, la rosa que llaman Reina Isabel es para los salones, y la prueba es que más de una vez me ordenaron hacer un ramo de esas rosas para ponerlo en las habitaciones de Don Maximiliano cuando la Reina Carlota iba a llegar a la Borda. Y para qué decir lo que es más que sabido: que si lo encumbrado no le quita a la rosa las espinas, a las flores del guayabillo, señor juez, lo silvestre no les prohíbe lo bonito. Volviendo a lo segundo, Concepción, quién la viera, se levantaba todas las mañanas para hacerme mi chocolate aderezado con hojas de la flor del corazón, como yo le había enseñado, y cuando me iba a trabajar al jardín grande, ella se quedaba muy hacendosa todo el día nomás dedicada a su casa, a despolvorear el piso con una escoba de ramas de yerbas de olor, a lavar y planchar mis camisas y mis calzones de manta blanca, que al administrador le gustaba siempre que estuvieran albeantes, aunque usted sabe, uno se mancha a veces con la tierra mojada, o con el verde del pasto, o con el jugo de la rastrera escarlata. Y cuando yo regresaba ya me tenía listas mis quesadillas de flores de calabaza, mis frijoles y mis tortillas, quién la viera. Quien la viera así. Quien la vio así, bien la quiso, como yo, más que nadie en el mundo. Pero por las noches, ay, Concepción, mi Concepción, si yo hubiera sabido cuál era el alacrán que te había picado, hubiera encontrado yo la flor del mirasol que te habría curado. Señor: cuando revientan las flores del cojón de oro, viera usted cómo los árboles parece que se cubrieran de globos de algodón. Y bien me decía mi abuelo que las magnolias, antes que comiencen a dar flores, necesitan estar creciendo por diez y hasta por veinte años como las mujeres. Y así como los geranios respiran mejor el aire un poco frío, así también las hortensias se vuelven azules o rosas según el sabor de la tierra. Y por último el lirio nació, señor juez, de las lágrimas que derramó nuestra madre Eva cuando salió del Paraíso. Yo sé todo eso. Yo sé de cosas para matar gusanos y malasyerbas, y de abonos y estiércoles para darle más responsabilidad a la tierra. Pero de otras cosas no sé, y nunca supe, nunca entendí por qué Concepción se volvió de pronto como esas gatas que se largan desde que Dios anochece y que no regresan sino hasta la madrugada, ensalivadas y temblorosas, para acertar sólo a derramar en el suelo el plato de leche que las estaba esperando. Lo que sí, es que me acuerdo cuándo más o menos comenzó todo, y fue una tarde en la que estaba yo en el jardín grande con Concepción, plantando unos bulbos que ella tenía en el regazo de su enagua, que la alzaba un poco con las manos para que no se rodaran los bulbos, y pasó por allí el Señor Don Maximiliano acompañado por un señor que también era foráneo, y que andaba siempre con un paraguas amarillo cortando plantas sin pedirle permiso a nadie, y agarrando escarabajos y largartijas por la cola para meterlos en unos frascos que le colgaban, con hilos, del cuello y los hombros. Y el señor ése le iba diciendo a Don Maximiliano los nombres de las flores. Pero no le decía ésta se llama jaral amarillo y aquélla clavel jaspeado, menos todavía aquélla cacomite y acocotli ésta, porque ese señor imagino que si no sabía español, menos sabía masticar el indio. No, le iba dando a Don Maximiliano los nombres de las flores en científico, en latín, señor juez, como los cantados de las iglesias. Luego llegaron ante una flor que el señor no se acordó cómo se llamaba, y Don Maximiliano me preguntó a mí. Yo, que ya me había quitado el sombrero, le dije éstas son las copas de oro, Señor, y el agua de sus cálices que hay que sacar antes de que se abran las flores se usa en gotas para los ojos hinchados, y también por la forma de capuchón que tienen las llaman gorros de Napoleón, Señor, y por la otra forma que también tienen se llaman tetonas. Y Don Maximiliano se rio mucho, pero no el otro señor porque él como que me agarró un poco de tirria, porque no se sabía de cada flor sino el nombre en latín, uno solo y nada más, y yo en cambio me sé muy bien los tres, o los cuatro, y a veces los diez nombres que tienen todas las flores según se siembren en Cuernavaca o crezcan en Tomatlán o se deshojen, ya marchitas, en las aguas del Tamesí. Y cuando nadie se sabe el nombre de una flor ni hay forma de averiguarlo yo tomo un poco de agua en mis manos y la bautizo, dejo que escurra el agua entre mis dedos y le digo: flor, porque eres blanca y pequeña y creces desparramada entre otras flores azules, y te abres cuando amanece, yo te bautizo, flor, con el nombre de espumita del alba. Y Don Maximiliano que se hacía como que no había visto a Concepción me siguió preguntando los nombres de muchas otras flores, que yo le fui dando hasta que de repente se volteó a verla, y Concepción que hasta entonces había tenido los ojos bajos, también como si no hubiera visto a Don Maximiliano, los alzó para verlo. Don Maximiliano le preguntó entonces: y tú, tú cómo te llamas, y antes de que ella contestara, yo me puse de pie y le dije: Concepción. Concepción Sedano, Señor, es mi mujer, y hasta estuve tentado de ponerme el sombrero como para decirle que de esa flor que era Concepción, flor de todas las flores, yo era el señor. Le hice una seña a ella para que se levantara y Concepción, por no derramar en la tierra los bulbos, se puso de pie con la falda alzada, medio enseñando las piernas un poco más arriba de las rodillas y sin dejar de ver a Don Maximiliano y yo me dije, aunque la verdad me lo dije muchos días después, cuando caí en la cuenta, que no importaba que nunca antes se hubieran conocido, porque desde ese momento fue como si se hubieran conocido desde siempre. Yo, lo que se llama verlos, nunca los vi. Nunca le seguí los pasos a Concepción cuando se levantaba en las noches y salía del cuarto sin hacer ruido. Bueno, eso es lo que ella creía, señor, porque yo tengo un oído muy hecho a los silencios. Yo, de ver a Concepción y Don Maximiliano, que Dios me perdone, nunca los vi, como le dije. Es decir, nunca con los ojos abiertos, señor juez, porque los veía con los ojos cerrados y todavía ahora, si usted me permite cerrarlos un momentito, los puedo ver. Don Maximiliano tenía en su cuarto una cama grande, de esas con mosquiteros de tules y barrotes dorados. Don Maximiliano tenía también, en el corredor, bajo un macetón con helechos que colgaba del techo y cerca de una jaula con pájaros, una hamaca muy ancha, de seda blanca. Yo los vi allí muchas veces, nomás cerrando los ojos, nomás tratando de imaginar lo que todo el mundo decía, pero que todo el mundo callaba. Hay una tapia en la Quinta Borda, señor, cerca de las habitaciones de Don Maximiliano, que tiene una puerta disimulada por una enredadera de campanillas. Y si yo nunca vi con mis propios ojos que Concepción entrara o saliera por esa puerta, lo que sí puedo decirle es que Concepción, cuando regresaba en las madrugadas, tenía hojitas lilas y blancas todavía enredadas en el pelo. Yo conozco como a la palma de mi mano todos los Jardines Borda, sus veredas, sus escondrijos, sus fuentes y sus estatuas. Conozco también el estanque que yo llamaba de las buganvilias, porque a veces amanecía casi cubierto con sus hojas. Yo, aunque también alguna vez le quité a Concepción algunas hojas mojadas de buganvilia que se le habían pegado en la espalda, nunca vi a los dos meterse al estanque desnudos, Dios me libre, y desnudos allí abrazarse entre las hojas y los lirios y los pescaditos rojos y dorados. Y cuando digo los dos, no quiero decir Concepción y Don Maximiliano, señor juez, sino Concepción y el otro, el otro hombre, señor juez, quien haya sido, el Don que usted quiera. Pero por si acaso, nada más que por si acaso haya sido Don Maximiliano, le aseguro que yo no diré como el Santo Job: Dios me la dio, Dios me la quitó, bendito sea el nombre del Señor. Porque la verdad es que, si Dios me dio a la Concepción, fue un hombre, y no Dios, el que me la quitó. Y pienso yo: si un Rey tiene un jardín y una casa tan grandes como esos, y además otros palacios y castillos y jardines más grandes todavía, por qué no le deja a uno, que no tiene nada, lo único que tiene. Porque si he hablado de mi casa, señor juez, de nuestra casa mía y de Concepción, eso sólo era un decir, como cuando hablo de mi jardín, que era el que rodeaba a nuestra casa, porque las dos cosas eran prestadas, nada más mientras trabajara yo en al Quinta Borda, como se ha comprobado ahora que no tengo nada. Aunque eso sí le diré, si me permite usted la discreción, me gustaba pensar, aunque no eran míos, que si la casa de Don Maximiliano era muy chica para un jardín tan grande, mi casa, en cambio, era muy grande para un jardín tan chico. Al día siguiente, señor, a la otra mañana de imaginármelos en el estanque de las buganvilias, me llevé un montón de florecitas de yerba anís que también llaman flores de tierradentro, y que se usan para perfumar el baño de los niños, y las derramé en el agua. Esa madrugada, cuando regresó Concepción, un gran olor de anís, señor juez, el más grande olor de anís que yo haya conocido me sofocó el alma. Yo, con toda la rabia y el dolor que tenía, nunca le hice nada a Concepción, nunca la toqué como no fuera como el varón toca a la mujer. Yo nomás lloré un poquito, me levanté, me fui al estanque y les eché unos polvos de semillas de patol a los pescados, pero sin intención de que se murieran sino nada más que para atontarlos un poco, para que se durmieran un rato, a ver si se olvidaban de lo que habían visto. Hasta que un día me llamó el administrador y me dijo Sedano, prepara tus cosas, porque te vas a ir a trabajar a otra parte, el Señor Don Maximiliano quiere que aprendas a conocer otras plantas nuevas. Yo no sé por qué, pero cuando el administrador me dijo eso, yo estaba seguro de dos cosas. La primerísima, que Concepción no iba a ir conmigo y que se quedaría en la Borda, y ni siquiera porque así se lo ordenaran, sino por su propia voluntad. La segunda, que a lo mejor al Señor Don Maximiliano ni le interesaba siquiera que yo me fuera, y que esto lo hacía el administrador por purita lambisconería, y que después le iban a decir a lo mejor que yo me había largado, dejando abandonada a mi mujer. Yo le dije al administrador que quería ver a Don Maximiliano y me contestó que no estaba en la Quinta Borda, que estaba en México, reinando. Le dije que yo podía ir a México para verlo y me contestó que no, que Don Maximiliano estaba siempre muy ocupado. Yo le pedí entonces… pero no, no fue así, señor juez, ya no le pedí nada, porque a las gentes no me gusta pedirles muchas cosas, sino sólo a Dios. Y a Dios le pedí, como le pido ahora, que velara por mi Concepción y que mientras estaba yo de viaje la curara del alacrán que la había picado, para que cuando yo volviera a la Borda me la encontrara como era antes. Me llevaron muy lejos, señor juez, en una diligencia y luego en otra y en otra más, y luego en burro por la sierra, hasta llegar a una hacienda donde había un señor que tenía unos invernaderos y allí me pusieron a trabajar y aprendí muchas otras cosas, señor, que puedo aprovechar ahora que me regresé a mi tierra, y me pagaron bien y hasta llegué a ahorrar unos centavos. Pero me cansé de estar allí, tan lejos, esperando a que nunca me alcanzara Concepción, así que una noche, sin avisarle a mi patrón y no por ingratitud sino por miedo a que no me dejaran ir, me salí de la hacienda sin que nadie me viera y tomé el rumbo del Valle de Cuernavaca. Para que no me avistara nadie por los caminos me volví por otros rodeos que yo conozco aunque sea la primera vez que ando por ellos, y que son los senderos empedrados no con piedras sino con nomeolvides, los caminos esos de siemprevivas que son como puentes amarillos entre las lluvias y el invierno, las veredas que entran en los túneles azules que inventa el manto de la Virgen cuando se tiende a secar de un árbol a otro, los caminos, señor, donde para quien lo sepa apreciar y sepa lo que las flores dicen, cada rosa es una rosa de los vientos. Y así caminé, muchos días y muchas noches, y en el día me señalaban el camino las banderas rosas de la clavellina, y por la noche me alumbraban las flores nocturnas de la pitahaya. Así pasé sierras y praderas, barrancos, llevando siempre a Concepción clavada en la frente, y así como me encontré gente mala de la que me tuve que esconder, también me topé con gente buena como en todas partes, que me invitaban un mezcal, señor juez, y un plato de frijoles calientes que comíamos mientras mirábamos, callados, el incendio de los bosques. De todos modos, comida nunca me faltó, porque yo sé muy bien cuándo están maduras las corolas de la flor de templo y nadie tiene que decirme cuándo los racimos rojos de la madre cacao están invitando a que se los coman ya. Tampoco pasé penurias por agua, porque lo mismo estoy familiarizado con las orquídeas de bulbos llenos de agua, que me acuerdo de cómo hay que chupar los estambres de la flor del peinecillo para sorber el néctar que le guardan a los viajeros. Y por el camino fui bautizando varias flores nuevas que me encontré. A una florecita que se da en muchos colores y que crece como nubes en las faldas de los cerros, la llamé nube del arco iris. A otra flor blanca que sólo crece alrededor de los árboles y que tiene unas manchas rojas y como escurridas, la llamé sangre de San Sebastián. Y a una orquídea de hojas largas y acuchilladas y muy negras, con venas púrpuras, la llamé lenguas de Satanás. Éstas son las lenguas, señor, las malas lenguas, las que me hicieron tanto daño, primero cuando yo todavía vivía en la Quinta Borda, y después cuando regresé a Cuernavaca y me contaron lo otro, lo que le voy a contar a usted, pero antes déjeme decirle una cosa. Yo soy un hombre, señor juez, me gustan las mujeres y sé cómo subirme a ellas, sin que esto sea una falta de respeto al tribunal. Me gustan, de las mujeres, las dos rosas que tienen a la altura de sus pechos, y me gusta lo que tienen más abajo, y que como se sabe es una flor secreta de la que siempre está prendida una mariposa negra con las alas abiertas. Con esto quiero decirle que a la Concepción no le escaseaba mis amores como hombre. ¿Conoce usted, su señoría, esa enredadera de flores naranjas que llaman llamarada y que se trepa por los muros de Tasco y Cuernavaca? Pues así yo también, lleno de llamitas, señor juez, me colgaba de su cuerpo y por allí trepaba yo agarrado con los dientes de su boca, con mis manos agarrado de sus pechos, para dejar en ella mis mieles de varón, para perfumarle el vientre con un hijo. Pero si Concepción tuvo un hijo, como me dijeron, no fue mío. Si a la Concepción una vez vinieron por ella y se la llevaron a la Borda cuando estaba, según me dijeron, con la barriga como timba ya casi para dar a luz, yo no podría decir exactamente, ni Dios lo permita, que ese hijo era del Señor Don Maximiliano, pero sí puedo jurar, ante la Virgen y nada más que haciendo cuenta de todos los meses que estuve fuera, sí puedo jurar, como le decía, que no era mío. Ay Concepción, me dije y me repetí mil veces, como si ella pudiera oírme, ay Concepción que en tu nombre llevas tu pecado, pensar que un día eras, que un día fuiste mi Concepción inmaculada. Yo no quise creerles que Concepción ya no estaba en la Quinta Borda, y me fui derechito a buscarla, y llamé a la puerta y cuando alguien a quien nunca había yo visto me preguntó quién era, le dije soy Sedano, soy el Señor Sedano. Porque sabrá usted, señor juez, que si yo no soy señor todo el tiempo, como su señoría o como el Señor Don Maximiliano, lo soy cuando menos a ratos, como cuando era jefe de jardineros de casas grandes, y tenía a Pompilio, o a Guadalupe, o a Pantaleón para que me ayudaran, y ellos me llamaban Señor Sedano. Pero ninguno trabajaba ya allí, según me dijeron, o es que no quisieron llamarlos para que me reconocieran, y entonces fue cuando yo empecé a gritar Concepción, Concepción hasta que se me enronqueció la voz, y fue cuando llegó la policía, señor juez, y me trajo aquí.
Señor juez: yo soy un hombre de bien. Como le dije a comienzos, cuando le hablé de los tucanes que beben en las flores, yo vengo de una tierra que está muy lejos, pero donde también hay pajaritos como el dedo meñique que son de color esmeralda y que si usted los pone en el platito de una balanza y en el otro dos gramos de cualquier cosa, el pajarito le gana en livianeza a los dos gramos, así sean de cabellos de ángel. Yo, su señoría, le prometo regresar a mi tierra y no volver nunca a aparecerme en el Valle de Cuernavaca. Yo le prometo llevarme conmigo a Concepción y si ella quiere, hasta estoy dispuesto a cargar con su hijo. Yo no le prometo, ni a usted ni a nadie, que lo voy a ver como a mi hijo propio pero sí que lo voy a cuidar, a enseñarle las cosas que yo sé, y que nunca le faltará el pan. Aunque con el tiempo, uno qué sabe: tampoco Concepción era de mi propia sangre y ya ve usted cómo la llegué a querer. Pero para eso, para hacer todo eso y prometérselo y lo que es más importante, señor juez, para cumplírselo, necesito que me devuelvan a mi Concepción. Y si me la devuelven, ay, señor juez, si la convencen a que vuelva conmigo de una vez por todas, yo le prometo por lo más sagrado, le prometo por ella que me voy a olvidar de todo y a volver a ser feliz como en aquellos tiempos en que era ella mi Concepción inmaculada de día y de noche: girasol por las mañanas, alta y espigada y con la cara al cielo; flamboyán por las tardes cuando el sol poniente le pintaba la piel de anaranjado; huele-de-noche en las noches sembradas de estrellas y de luna en flor. Cuando yo le decía: ay Concepción, Concepción, con las flores de mayo más altas tejeré dos guirnaldas: una para la Virgen y otra para tu cama. Ay Concepción, Concepción, con cielitos de los campos y con clarines violetas y con pensamientos de tres colores voy a hacer una alfombra para alfombrar tu casa. Ay Concepción, Concepción, cuando comience a caer de las jacarandas su lluvia morada, te invito, desnuda, a recordar que me amas, y te prometo un vestido de petalitos mojados con tu sudor y el mío.