¿Loca yo? ¿Baronesa de la Nada, Princesa de la Espuma, Reina del Olvido? Mentira. Y si me tienen encerrada, si me acusan de loca, es por eso y nada más: por la mentira. Porque yo soy, Maximiliano, la Emperatriz de la Mentira. Pero de la gran mentira, de la verdadera mentira, de la mentira que se enciende sólo al contacto de las rosas coaguladas: las rosas de la Condesa Von Bülow. De la mentira que se enreda, como una víbora de púas, en el más sagrado pan de los hornos, y que cambia de piel cuando acaricia el mar: el mar es el Adriático, y mía su piel azul donde se retrata, con sus gallardetes al aire, la fragata Novara. Yo soy la Emperatriz de la mentira que se levanta del césped y asciende en el aire para reventar como una burbuja de aire: el césped es el Jardín de Laeken, y la burbuja son todas las ilusiones que me hice de ti y de México. Dime, Maximiliano, dime: ¿has visto a la mentira, a la maldita mentira disfrazarse con una cáscara de sueños, o desnuda, horizontal y mansa, seguir los filos de la piel del tigre y destrenzar su canto? La mentira es Concepción Sedano y tu amor por ella. Mírala, Maximiliano: es una mentira perfumada y lisa, indivisible, como un libro con las páginas en blanco. Es una mentira alada y negra como una mariposa de la noche. Anda, vete a Cuernavaca y con tu red de mariposas, trata, Maximiliano, de apresarla, de clavar a la mentira con un alfiler a tu almohada y cortarle las alas, esas alas que sin sentirlo se llevaron para siempre los mejores años de tu vida. La reconocerás también por sus mejillas ventiladas y sus ovarios endomingados, escondida tras un enjambre de máscaras de vidrio: yo me puse una de esas máscaras, Maximiliano, la noche en que bailé contigo en Laeken, coronada con una diadema de muérdago de flores amarillas y bayas rosadas y translúcidas de las que escurría un líquido viscoso, ¿te acuerdas, Maximiliano? Yo usé una de esas máscaras el día en que, antes de irme contigo a Viena, caí dos veces de rodillas ante el sepulcro de mi madre. Ándale, atrévete a tragarte la mentira, la mentira soberana del mundo rodeada de su séquito de pigmeos que le sacan brillo a lengüetadas, a sus muñones de ébano, la mentira bajo su palanquín de peladuras de naranja sentada en retrete donde se cuecen, juntas, violetas y tarántulas. Las violetas crecen en las Tullerías y en Fontainebleau: las violetas anidan, también, en el corazón podrido del Rey de Roma. Anda, haz tuya la mentira, si te atreves. Es una mentira de carbón y túnicas como un fantasma de verdad. Péscala, si puedes, por sus excrecencias de nieve y con esa nieve lávate la cara, lávate tus mentiras, lávate tu soberbia para que tú también, como yo, vuelvas a ser niño y encuentres a la mentira en el corazón de las manzanas. Las manzanas te las llevó a tu cuarto, en una canasta, tu madre Sofía cuando estabas enfermo de sarampión. La mentira, Maximiliano, cambia de ojos cuando toca a las estrellas: las estrellas las viste tú una noche, desde la cumbre de la Pirámide del Sol. Las estrellas te vieron a ti en el acueducto de Zempoala y te bañaron con su luz de mentiras, te lloraron, las estrellas, cuando dejaste para siempre a Miramar. Pero tampoco, Maximiliano, podrás pescar las estrellas con tu red de mariposas porque con todas ellas se hace una sola gran mentira que está llena de viento negro, que se zarandea como una media luna colgada de la oreja de la luna, pero que no se deja morder la punta de las venas ni acariciar la plata de sus arcos.
El mensajero me dijo que yo me volví vieja de la noche a la mañana. Con los ojos abiertos vi, al nacer, los muslos ensangrentados de mi madre. Con los ojos cerrados, vi a mi muerte que cabalgaba camino a Damasco. Así fue, en un abrir y cerrar de ojos: mi peluca se cayó en un costal de harina y se volvió blanca, y mis arrugas vinieron por la noche y se prendieron a los espejos. Pero yo tengo un espejo secreto que no me cuenta mentiras, y es el espejo en donde me veo de cuerpo entero. El espejo es una puerta de aire invisible: pasé a través de ella y supe que estaba en el corredor de Nueschwenstein que conduce a la recámara del rey loco de Baviera, tu primo Luis. Lo supe porque las estalactitas eran de mentiras, de mentiras los muros que imitaban las paredes de una gruta. Al fondo había una puerta. La abrí. Me encontré en la Torre del Ratón, a la orilla del Rhin: lo supe porque vi el cuerpo del Obispo Hatto devorado por las ratas. Me hice chiquita y entré por el agujero por donde salieron las ratas: me vi de pronto en medio de la sala de fiestas más hermosa del mundo, la Galería Enrique Segundo del Palacio de Compiègne. Me volví entonces pájaro y salí por la ventana y volé por encima del bosque sagrado de Bomarzo y entré por una chimenea del Palacio Orsini y me consumí en las llamas para renacer de mis cenizas. Me remonté entonces a las nubes, bajé, y sobrevolé el Castillo de Chinón y supe que era él porque en sus patios vi los cuerpos de ciento cuarenta templarios asesinados y porque allí estaba prisionera Eleanora de Aquitania, y volé sobre el Bosque de Helenenthal por donde paseaba, sordo al canto de los pájaros, Ludwig Van Beethoven, y volé sobre el Pabellón Real de Brighton donde el príncipe regente se revolcaba en la cama china con su esposa morganática María Fitzherbert, y volé a Bruselas y me vi a mí misma, en Bouchout y en Terveuren, en Laeken, que iba yo por un camino lleno de polvo, con los ojos tatuados, los pies empapados en leche y llorando unas lágrimas de mercurio, redondas, metálicas, huidizas. Caminaba tras las huellas de mi muerte, y contaba las piedras del camino. Contaba yo los granos del granizo, desplumaba yo a los pájaros que desnucó el granizo. Y me dio tanta tristeza verme a mí misma, sola, encerrada durante sesenta años en un cuarto, sin otra cosa que hacer que ensartar lentejuelas en las espinas de las rosas, forrar manzanas con terciopelo rojo, decolorarme los pelos del pubis con agua oxigenada y pintar tus ojos en cascarones de huevo vacíos, me dio tanta tristeza, Maximiliano, acordarme de mi padre y de mi madre, de mis abuelos, de mis hermanos, que me transformé de nuevo en pájaro y con las alas abiertas me dejé caer a plomo sobre la flecha de la Iglesia de Santa Gertrudis de Lovaina.
Tengo un puñal clavado en el pecho. Tengo, en el pecho, clavado, un sueño. El sueño es una mentira. La mentira, con tal de parecerse a todo, se vuelve un río, y es tan anchurosa la mentira que se derrama en los ámbitos más lozanos del viento y en la promesa ociosa del musgo. Tan grande es, que no cabe en su jaula de gritos. El río es el Amazonas, y de sus aguas bebí en la Fuente de los Cuatro Ríos cuando fuimos a Roma. La jaula es de vidrio, y adentro de ella está tu calavera forrada con las plumas de los ruiseñores de Estiria que te llevaste a México. Tan perezosa es la mentira, que duerme en los posos amarillos del ajenjo y sólo despierta en tus labios, cuando hablas de tu Imperio. La mentira manotea en el fondo de los sueños más fastuosos, pero es tan mentirosa la mentira que se escapa de sus propias órbitas y se filtra, como saliva del cielo, por las escamas de las nubes, y es entonces cuando los armadillos se ruedan de risa por las cumbres de Acultzingo y las piraguas se deslizan, de pura tristeza, por las aguas del Río Usumacinta: la risa le da a los armadillos porque te fusilaron el diecinueve de junio. Las piraguas, con su carga de vainilla, quisieran, y no pueden, perfumar el ámbito de la bóveda de los Capuchinos. Escúchame: si quieres saber lo que es la mentira, te lo digo y te lo repito: la reconocerás por sus hélices de piel de salamandra y por el relámpago infatigable de su paladar de cobre, por el asombro esponjoso de sus ojos postizos. A tu paladar se prendió un sabor hediondo, cuando supiste que Juárez no te otorgaría la gracia. Los ojos no son los tuyos. Son los ojos de Santa Úrsula. Si quieres, Maximiliano, conocer la mentira, contémplate en el espejo de mis sueños, y la verás de cuerpo entero. Pero en ese espejo no te verás tú, me verás a mí, que regreso de muy lejos, que paso a través del viento y de los años, de las aguas del espejo, para echarte los brazos al cuello. No te aflijas si me ves vestida de negro, ni te envanezcas pensando que por ti me vestí de luto. Soy una viuda, sí, pero la viuda de un sueño, la viuda de un siglo que se murió de viejo, la viuda de un Imperio que se quedó huérfano. No te asustes, tampoco, si me ves vestida de blanco. Yo soy la Dama Blanca de los Habsburgo. La mujer vestida de blanco que se sentó, en Yuste, a la cabecera de la cama de Carlos Quinto para anunciarle su muerte. La que vio el Archiduque Ladislas antes de caer muerto en una cacería. La misma que vio tu padre el Rey de Roma, en su agonía, sentada al pie de su lecho, y de la que dijo que no sólo su vestimenta, sino su piel, eran más blancas que la blanca cascada de los Jardines de Schönbrunn. Pero a ti, Maximiliano, te me voy a aparecer, pero no para anunciarte tu muerte, sino tu vida: para decirte a ti, para decirle al mundo, que tu muerte fue una mentira, y que si no te han visto últimamente en la Pirámide de Xochicalco o en la terraza de las araucarias del Castillo de Chapultepec, que si no te vieron ayer en la Torre de la Giralda, si el domingo pasado no te saludó en Nápoles el Barón de Rothschild desde el faetón dorado que él mismo conducía, les voy a decir que con tal de que si ellos, a su vez, para consolarme de tu muerte me dicen que en Querétaro te afeitaste la barba y te escapaste disfrazado de capitán del ejército republicano, que en el barco Susquehannah te llevaron a Nueva Orleáns y que allí vives como un gran caballero incógnito y que en las tardes sentado en una mecedora de mimbre pintada de blanco y a la sombra de una palmera de tronco de marfil y hojas de cobre escuchas las bandas de negros que tocan jazz y danzan por las calles, y que no fue a ti al que fusilaron en Querétaro, sino a un pobre diablo con barbas postizas. Si me dicen que te tienen en México encerrado en un calabozo desde hace sesenta años, y que Juárez te visita todos los días vestido con su levita negra y su sombrero de copa y te lee la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos y se suena la nariz con pedazos de la bandera francesa. Si me cuentan que no, que de verdad te escapaste y desapareciste en las hondonadas de Chihuahua sin que te alcanzaran las balas de los soldados de Porfirio Díaz ni las flechas envenenadas de los apaches y que muchos años después te apareciste en Arizona y dijiste que eras Búfalo Bill. O si me cuenta que Juárez con tal de que no volvieras nunca a México te dio un millón de pesos y el permiso para llevarte a Concepción Sedano y a la Princesa Salm Salm y a tus cuatro perros habaneros y te puso en un barco rumbo al Brasil, y que allí has envejecido entre los mangles cubiertos de cangrejos y los cafetos aromáticos, con tus pantuflas de piel de llama y una corona de lianas entrelazadas con brillantes, rodeado de tus esclavos negros, y que la Princesa Salm Salm baila para ti desnuda en el lomo de un caballo mientras Concepción Sedano te espanta los moscos con un abanico de plumas de ñandú: si me lo dicen, Maximiliano, lo voy a creer.
A eso es a lo que le tienen miedo y por eso dicen que estoy loca: porque no me entienden. Porque nadie soporta que a sus oscuras vidas las ilumine una mentira que es tan grande como el sol. Nadie quiere entender, Maximiliano, que cuando hablo de tu vida hablo también de mi vida y de la de ellos. Nadie lo ha querido entender en todos estos años, en que me han tenido encerrada en este cuarto, tejiendo capuchas para los halcones del Hofburgo, calcetines para los perros que acompañan a mi sobrino Alberto a escalar los picos de Ardenas, bozales para las ratas de Schönbrunn. En que me han querido tener sentada siempre, callada, sin decir esta boca es mía y sin hacer nada, aburrida, inmensamente aburrida como cuando era yo una niña y me enseñaron a aburrirme sin parecerlo, como a todo príncipe, como a toda princesa de los destinados a ser, algún día, soberanos. Y me aburría yo en las misas cantadas y largas que a mi madre le gustaba tanto que se oficiaran en la Capilla de Laeken: pero con una sonrisa en los labios como me enseñó que debía hacerlo la Condesa d’Hulst. Y me aburría yo como una ostra con los conciertos de Mademoiselle Sforlanconi que organizaba cada quince días María Enriqueta, pero me aburría con los ojos brillantes, como me insistía mi hermano Felipe que debía hacerlo. Y con una cara de enorme interés, y con la misma sonrisa hipócrita, los mismos ojos resplandecientes, me fastidiaba yo cada año con los consejos de mi prima Victoria, que repetía hasta el cansancio los mismos sermones interminables que le había hecho mi padre Leopoldo, el Caballero de la Tierra Azul, su admirado Duque de Kendal, su mentor de tantos años, para la misma cosa, para que aprendiera a ser princesa, para que lo recordara todo cuando fuera reina. Pero Victoria era ya la Reina de Inglaterra y yo no era Reina de nada ni de nadie cuando de tanta tristeza y de tanto aburrimiento, tras de tocar y cantar toda la tarde canciones de Schumann, o de pintar al óleo la Iglesia de San Jorge de Venecia o el yate Fantaisie en el que fuimos a la Isla de Madeira, a Istria y Dalmacia, a Málaga, le volvía yo a escribir a papá desde Miramar y le contaba que las mismas clemátides que tapizaban los muros de Lacroma crecían ahora alrededor de la Capilla de Miramar que como tú sabes, papá, le decía, con madera de cedro hicimos su altar y su púlpito, su confesionario, sus bancas y sus vigas, con la madera de los cedros rojos del Líbano que mi adorado Max ordenó que trajeran a Miramar, que tanto, estoy segura, te va a encantar, porque Miramar se parece a Windsor, y porque sus torres son como las torrecillas del Palacio de Sintra y porque sus ventanas, ¿cuándo vas a venir a visitarnos, papá?, sus ventanas como los ajimeces de la Alhambra. Y me aburría yo, me moría del fastidio, cuando me ponían a hacer rompecabezas que reproducían las batallas famosas: la Batalla de Jemappes y la captura de Bruselas. La derrota del Duque de Orleáns en la Batalla de Azincourt. La victoria de Guillermo el Conquistador en Hastings. Rompecabezas que reproducían cuadros célebres de la historia de las dinastías europeas: el homenaje de las doce provincias del sur de Italia a Francisco Primero, pintado por De Laurentiis. La coronación en Reims de Carlos Décimo de Francia pintado por Gerard. Mi abuelo Luis Felipe con Victoria y Alberto cuando visitaron Francia, de Winterhalter. La presentación que hicieron los ángeles a Enrique Cuarto de Francia del retrato de María de Médicis, de Rubens. Rompecabezas de todos los cuadros donde el Tiziano y Velázquez reprodujeron las taras de los Habsburgo. Así me quisieran ahora también, Maximiliano, aburrida como una ostra, que me pasara los días haciendo rompecabezas, o construyendo un barco de vela dentro de una botella, y porque así me quisieran, no me perdonan, no me perdonarán nunca que me les haya escapado cuando menos lo imaginaban, para meterme en la botella y subirme al barco y acompañado por todos los reyes y príncipes locos, por María Primera de Portugal, por Saúl el rey melancólico al timón, por Eric de Dinamarca, por el Emperador Suetonio amarrado al mástil mayor, por Don Carlos de Austria encerrado en las sentinas, por Jorge Tercero de Inglaterra, por Carlos Sexto de Francia sentado en el Castillo de Popa en un trono forrado de excremento, por Juana la Loca y el ataúd abierto de Felipe el Hermoso, que en ese barco, te digo, navegue yo para siempre, que en ese barco dentro de esa botella como una botella arrojada al mar, escoltada por delfines y peces espada y por bandadas de gaviotas y alcaravanes blancos, haya yo partido para conquistar el mundo.
Te voy a decir mi secreto, Maximiliano, si me prometes que no se lo cuentas a nadie: una vez, de niña, descubrí en las Tullerías una colección de pisapapeles que reproducían, cada uno, un castillo en miniatura. El Castillo de Ambrás. La Torre de Londres. El Alcázar de Segovia. El Castillo de Amboise. Descubrí, también, que si me sentaba con uno de esos pisapapeles en las manos, y ponía las manos en el regazo y lo miraba fijamente en silencio, el castillo se llenaba de vida, de habitantes muy pequeños, más mucho más pequeños que los que vivían en mi casa de muñecas, y que salían y entraban por sus puertas, comían y bailaban en sus salones, subían por las escaleras, cazaban jabalíes en sus bosques, montaban a caballo por los caminos que llevaban al castillo. Era como tener todo un mundo en mis manos. Encerrado cada castillo en una esfera de cristal, por la esfera transcurría la noche y sus habitantes dormían o se amaban, encendían y apagaban sus ventanas. O pasaba el día, como una ráfaga azul, y yo veía cómo el sol, un sol del tamaño de una lenteja luminosa, viajaba ante mis ojos, de un lado a otro del hemisferio celeste que tenía yo en el regazo, y la noche regresaba, con sus constelaciones y estrellas que eran como un polvo plateado que navegaba, ondulante, a ras del cristal. Nevaba a veces también, o la esfera se nublaba y tenía yo que soplar para desvanecer las nubes o para transformarlas en lluvia. Llovía una tarde en la Torre de Londres, cuando vi pasar, por la puerta de los traidores, a la Reina Ana Bolena. Era una tarde de otoño en Amboise cuando vi cómo echaban a las aguas del Loira los cuerpos de los mil hugonotes decapitados por órdenes de Catalina de Médicis. Caía la nieve en el Alcázar de Segovia cuando Cristóbal Colón se arrodilló frente a Isabel la Católica. Era una mañana de flores amarillas cuando Fernando Segundo me invitó a visitar, en su Castillo de Ambrás, su colección de armaduras gigantes y pájaros disecados. Aprendí muy pronto que bastaba que me sentara yo sola, con las manos vacías, para que de pronto, y sostenida por ellas, se apareciera en mi regazo una esfera de cristal, y dentro de la esfera una ciudad completa, con todas sus iglesias y sus casas, sus chimeneas humeantes, sus postes de alumbrado. Gante y la colina donde adoraban al dios Wodan. Brujas con sus puentes y sus canales verdes. Bruselas con su Plaza de los Mártires y el Palacio de la Nación y sus fuentes y sus calles empedradas, en una mañana húmeda que nubló mi aliento. Por esas calles rodaban los carromatos, caminaban sus habitantes, corrían los perros y pasaba, también, la historia. En el Palacio Municipal de Bruselas vi ondear la bandera con los tres colores de Brabante el día en que nació Bélgica. En las iglesias de Lieja vi a los calvinistas prenderle fuego a las imágenes de los santos. Por las calles de Lovaina vi pasar, en el año de la peste, a los flagelantes desnudos marcados con una cruz roja, que se desgarraban la piel a latigazos.
Y ahora que estoy vieja y sola, y que me paso los días enteros sentada en mi habitación, con la cabeza inclinada y las manos en el regazo con las palmas hacia arriba. Ahora, y todos estos años en que mis carceleros han creído que no sólo mis manos están vacías sino también mi mente, si ellos pudieran nada más que ver con mis ojos, se asombrarían, Maximiliano, de lo pequeñas, de lo insignificantes que son sus vidas, y de lo infinitamente grandes que son los pensamientos con los que le doy forma y sentido a un mundo y lo ilumino con auroras boreales, con relámpagos, con noches blancas. O con arco iris que puedo sostener entre las manos y levantarlos y ofrecértelos de rodillas, para coronarte con ellos. Si nada más alguno de mis carceleros, o tú Maximiliano, si tú solo pudieras escuchar con mis oídos las voces con las que lleno el universo, el canto de sus estrellas, los rumores de sus barrancas, el estruendo de sus mares. Si supieras que en el cuenco de mis manos cabe el más azul y espumoso de todos esos mares, el Adriático, y que si llevo mis manos a la altura de los labios, puedo hacer, con un soplo, que ese azul profundo y puro te lleve, hasta donde te encuentres, la frescura que enjuagará tus ojos para darles brillo y claridad de nuevo, y que esa espuma que dibujaba arabescos blancos en tu uniforme de marinero, bese con su sal tus heridas para restañarlas.
No me perdonarán, porque no entienden cómo es que puedo yo tener un mundo en las manos y, con sólo abrirlas, dejar que se caiga y se haga polvo. Cómo es que puedo, cuando quiero, penetrar en esos mundos y cambiar la historia. ¿Te dijeron alguna vez que a Enrique Tercero de Francia lo asesinó un monje llamado Jacques Clément? Mentira: anoche yo hice el amor con el rey y le clavé un puñal en el pecho: el mío lo bañó su sangre. ¿Te contaron un día que fue Aníbal el que derrotó a Escipión en la Batalla del Tesino? Mentira: todavía tengo, en mis espuelas, nieve de los Alpes y de los Pirineos. ¿Te dijeron que fue Luis Tercero el que mandó matar a Concini? Mentira: yo lo mandé matar y le voy a llevar su cabeza, de regalo, al Papa. Eso es lo que jamás me perdonarán: que pueda yo, de un solo golpe, hacer volar las piezas de todos los rompecabezas que hice y deshice en mi vida, para formarlos de nuevo, a mi gusto, y hacer héroes a los villanos, traidores a los héroes, vencidos a los victoriosos, triunfadores a los que fueron humillados con la derrota. Hace mucho tiempo que mi vida, también, se hizo pedazos, y que todo voló por los aires. Dicen que estoy loca porque ando a gatas por el castillo y me tienen que cargar para llevarme a mi cama y amarrarme: pero sólo yo sé lo que estoy buscando. Dicen que estoy loca porque rompí mi espejo a puñetazos: mira, Maximiliano, las cicatrices que me quedaron en las manos. Porque en las noches me arrastro por los corredores del castillo y hurgo en los rincones en busca de los pedazos del espejo. En uno de ellos te vi, vestido con el uniforme del regimiento de los ulanos y quise devorarlo para llenarme con tu recuerdo: mira las cicatrices que me quedaron en los labios. En otro te vi en el jardín tirolés de Schönbrunn, y en otro más me vi yo misma en el Jardín de las Tullerías, en un día de primavera, y leía yo un libro bajo un árbol de limas en flor, y después estábamos tú y yo en el templo de la Pirámide de Cholula, y después visitamos Los Inválidos y vimos los pabellones mexicanos capturados en el sitio de Puebla y luego caminamos por el centro de la ciudad de México, y la Calle de Plateros estaba alfombrada de flores blancas porque era el día de Corpus Christi, y con todos esos pedazos, Maximiliano, debí cortarme las venas, debí quitarme la vida, pero no lo hice. Mira las cicatrices que no me quedaron en las muñecas. Mira, en cambio, Maximiliano, las cicatrices que sí tengo en el corazón: los lagartos inmundos de Uxmal echados al sol, el pájaro bobo que se posó en la popa de la Novara y que nos acompañó hasta La Martinica, los muchachos belgas heridos a los que condecoré en el Hospital de San Jerónimo, el barco Tabasco en el que me fui a Sisal tripulado por italianos y moros y acompañada por el General Uraga que me contaba la leyenda de Chilam Balam y del Rey de Itzá que regresaría un día de la muerte para echar a los extranjeros al mar: todos esos recuerdos, Maximiliano, también los tengo clavados en el corazón. En una vereda de Bouchout me encontré tus manos y las llevé a mi seno. Navegábamos, como siempre, por el Rhin, y tú me acariciaste los pechos. Debí habérmelos cortado, Maximiliano, debí haberme mutilado mis pechos para que de ellos bebieras como de dos copas, y supieras a qué sabe la leche destinada al hijo de otro hombre. Dicen que estoy loca sólo por eso: porque quiero recoger todos los pedazos de mi vida y con ellos, como con un rompecabezas, hacer un espejo donde pueda ver mi vida entera en un instante. ¿Que no se dan cuenta que se me está acabando el tiempo y que necesitaría vivir ochenta y seis años más de los ochenta y seis que he vivido para poder recordarla segundo a segundo? ¿Que no se dan cuenta, Maximiliano, que ya no me acuerdo de la cara de mi gobernanta Madame de Bovais? Una mañana, en un cajón de una cómoda, alcé unas medias que me puse un día en Milán, y allí me encontré un pedazo de espejo desde el cual me sonreía María Auersperg, a la que tanto quise. Pero no pude encontrar la cara de María Augusta de Bovais. ¿Por qué no quieren, dime, que escuche de nuevo la voz de mi primo el Conde d’Eu y vuelva a jugar con él a la cuerda y la oca y que con él vaya a ver El Enfermo Imaginario? ¿Por qué no quisieran, dime, que él me hable al oído cuando paseo a caballo por la Calzada de la Verónica? ¿Por qué no quieren que me hubiera casado contigo, como me casé, en el templo de la Pirámide de Cholula, que por dentro era un invernadero donde florecían los árboles de las limas y el altar era un altar vivo labrado en el tronco del árbol más ancho del mundo, el de Santa María del Tule, y en sus nichos en vez de santos había quetzales coronados con aureolas y garzas vestidas de Virgen María y un cisne negro crucificado, con el pico y el cuello doblados sobre el pecho, por qué no que de sus ramas cuelguen las alas de un ángel y los gallardetes mexicanos que ondeaban con el soplo de los caimanes? ¿Por qué no quieren que sea un pájaro bobo el que recoja la cola de mi vestido de novia, por qué no nos dejan que la Fuente del Hofburgo que tiene las estatuas del Danubio y Vindovona descansando sobre los hombros de los tritones, por qué no quieren que sea nuestro lecho de bodas? ¿Por qué no quieren que me case con el Príncipe que en España, cuando vio la pelea de un gallo ciego, se acordó de la muerte, en la Batalla de Crécy, de Juan de Bohemia? No encuentro el retrato del Burgomaestre Charles de Brouckère y también se me está olvidando su cara. Quiero que nos case de nuevo por el civil. Quiero que nos case en Ayotla. Quiero llevarme a México al gran maestre de mi corte de Milán, el Conde Andrea Bartholomeo, para que me siga leyendo al Tasso en voz alta en el Lago de Xochimilco: no encuentro su voz. ¿Por qué no quieren, dime, que vuelva a la vida Maximiliano el soñador de Casería, por qué no quieren que sea con el Príncipe que en la Isla de Madeira admiró la cala de Etiopía de botones como trombones de marfil y paladeó el vino oscuro de la dulce uva malvasía, por qué no sea con él con quien me acueste a hacer el amor bajo un baldaquino hecho con la piel de un camello ciego, por qué no quieren, dime, que cuando te corte yo la lengua de una mordida se me transforme la boca en una cresta de gallo, por qué no que la vomite transformada en vino malvasía, transubstanciada en tu sangre derramada en el Cerro de las Campanas? Por pura envidia. Porque de pura envidia se revuelcan en sus tumbas las malditas, como sus corazones se revolcaban también de pura envidia, en sus pechos, cuando creían que estaban vivas. El otro día vino el Arzobispo de Malinas y me quiso confesar, me dijo, hija, arrodíllate y confiesa tus pecados, y yo me reí, me reí a carcajadas en sus narices porque él tampoco entiende que lo que yo tengo que confesar lo confieso todos los días a gritos al mundo entero: que más que masturbarme todas las noches pensando en un hombre, me masturbo pensando en México, en sus bosques, en los figones de La Merced donde paseaban los frailes blancos y los mendigos bailaban al compás de las malagueñas y las valonas tapatías, y me masturbo pensando en los Dragones de la Emperatriz, en la Laguna de Chapala, en tu sombrero jarano con toquilla de oro; que si algo me he robado alguna vez en mi vida, fue la luz del sol de México para iluminar mis palabras, el aroma de sus peras de San Juan para perfumar mi vida que si con alguien te he engañado alguna vez, no fue ni con el Coronel Van Der Smissen ni con el pomo de tu espada, sino contigo mismo, pero contigo muerto, arrodíllate, Charlotte, me decía mi madre, arrodíllate ante Dios Nuestro Señor, arrodíllese la Niña Emperatriz, y eso es lo que todos quisieran: verme arrodillada ante la Virgen de Guadalupe para pedirle que me haga fértil con las aguas del Peñón, y ante el Papa para pedirle que no me envenene José Luis Blasio disfrazado de organillero: lo reconocí por la cara llena de barros, y ante Benito Juárez para pedirle que no te mate, arrodillada para siempre, pidiendo perdón por lo que no hice, de rodillas ante Eugenia y la imagen de San Carlos Borromeo, de hinojos ante Huitzilopochtli y Napoleón Tercero, arrodillada ante los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, con las manos estigmatizadas y los pies perforados, así me quisieran ver, mártir entre los mártires, enterrada viva en la arena como Santa Daría, asesinada por su propio padre como Santa Bárbara, decapitada como Santa Flora, asada viva como Santa Pelagia de Tarso, pero yo no soy ni seré mártir de nadie ni lo seré jamás. Y también el Arzobispo de Malinas se moría de la rabia porque como ellas, mis damas de compañía y ellos, mis doctores y tú mismo, Maximiliano, estaba ciego, estaban ciegos todos y nunca se atrevieron a asomarse al milagro. Por eso nadie me vio, desde una ventana de Fontainebleau, decirle adiós a Napoleón Primero que se iba a la Isla de Elba. Ni en el Castillo de Laxenberg, enjugar las lágrimas de la Princesa Isabella de Croy, que huyó para siempre de tu sobrino Jorge de Baviera a la mitad de su noche de bodas. Ni transformada en águila anunciarle a José Primero, en los patios del Hofburgo, la victoria de los austríacos sobre los franceses en la Guerra de la Sucesión española. No me vieron tampoco, montada en el globo de la luna que corona el ala Amelia del Hofburgo, con tu catalejo de Almirante contemplar la Batalla de Celaya donde perdió la mano el General Obregón. No me vieron abrir la puerta de mi cuarto de Bouchout y entrar al Castillo de Fenelón: supe que era él, porque desde una torre derramaban unos calderos de mermelada hirviendo sobre los soldados enemigos. Y abrí otra puerta y estaba yo en las grutas de Cacahuamilpa: lo supe porque vi el perfil del Dante. Y descendí por una escalera de cristales irisados y abrí otra puerta más y me encontré en el closet chino que tenía en Saint Cloud Monsieur el hermano de Luis Catorce: lo supe porque se estaba besuqueando con un guardia palatino. Y salí por una chimenea y volé por encima del Castillo de Rocamadour, y supe que estaba en él porque vi, en una caja de cristal, el cuerpo apergaminado y lleno de telarañas de San Amadour, y entré al castillo por una ventana, bajé una escalera buscando, siempre, pedazos de mi vida y de mis recuerdos, tus ojos en el cuarto de las miniaturas del Hofburgo, pedazos de tu corazón en el Cuarto de las Rosas, tus manos en el reloj mecánico dorado que reproducía las bodas de María Teresa y Francisco de Lorena, bucles de tus cabellos en el tabernáculo de la capilla donde estaba el milagroso crucifijo de marfil que salvó a Fernando Segundo del sitio de los protestantes, y abrí otra puerta y me di cuenta de que estaba en las Tullerías porque unas mujeres empapaban los pisos y las columnas con petróleo para prenderles fuego, todo estaba en llamas, ardían las cartas y los autógrafos de hombres célebres de la colección de Eugenia, ardían los grabados de Les Halles y la sinfonía de los quesos de Zolá, corrí como loca por la galería de Diana y por el salón de estuco donde almorzaban, carbonizados, los oficiales de la Casa del Emperador, y descendí por la Escalera de la Emperatriz y llegué a Miramar y supe que estaba allí porque vi a mi sobrina Estefanía, porque te vi a ti, Maximiliano, y porque contemplé la corona de espinas con la que el Doctor Jilek coronó tu escudo imperial.
Pero nadie me vio. Nadie me vio, tampoco, bajar como loca la escalera de Miramar y al abrir la puerta encontrarme en los jardines del Palacio de Cortés de Cuernavaca, nadie me vio cortar un ramo de begonias y de dalias, de claveles y margaritas para tejer con ellas un cinturón de castidad porque quiero, Maximiliano, que te cueste trabajo quererme, pero no mucho trabajo, quiero que con esos dedos blancos y largos con los que tocabas el arpa en esas tardes interminables que pasamos en Miramar, que con esos dedos sí me deshojes, no me deshojes con esas manos que me tocaron los pechos, no me desflores, sí me desflores y que me digas, mientras con tus labios, que sí me quieres, mientras con tus dientes, que me quieres mucho porque sabes que a veces, para no olvidarte, para recordarte los sesenta segundos de los sesenta minutos de las veinticuatro horas del día, me quedo de pie y con los ojos abiertos, mientras deshojas las margaritas, o que sólo me quieres poco, porque me derrumbo de sueño después de estar despierta tres días con sus noches, mientras deshojas las begonias, y entonces ya no sólo sueño contigo, sino también con mi abuelo Luis Felipe que en su taller de carpintería le hizo una mecedora minúscula a mi tío el Príncipe de Chartres, o que no me quieres nada, mientras con tus dientes arrancas los últimos pétalos de las últimas dalias, nada me quieres porque a veces te olvido durante años enteros y es como si nunca hubieras existido, como si jamás hubieras contemplado en la Galería del Palacio Pitti a la desgraciada pareja de Inglaterra, como si nunca jamás nos fueran a recibir de nuevo doscientos carruajes en los llanos de Aragón, como si nunca, Maximiliano hubieras sido Rey de México, para penetrarme entonces con tu lengua y preñarme con ella y tus palabras, para hacer de mí, Maximiliano, la madre del Divino Verbo y que reciba yo la visita del arcángel entonces sí de rodillas pero no ante mis verdugos y mis enemigos, no ante ningún dios ni ninguna virgen, sino ante la creación entera, ante mi creación, y no en el oratorio de la Capilla de Miramar ni ante la tumba de mi madre en Laeken, ni ante el sepulcro de mi padre Leopoldo que jamás visité, que Dios me perdone, ni en la Colegiata de Guadalupe, ni en la Capilla de los Capuchinos de Viena ante tu sarcófago: no, yo sola, sola y mi vida, sola y mis recuerdos hechos carne, hechos el agua que bebo, el aire que respiro, la noche de terciopelo negro, la corona imperial de pájaros tibios que revolotean en círculo sobre mi cabeza, transformada yo en una sola memoria viva y palpitante, sin fin y sin principio, y de rodillas, Maximiliano, en el ombligo azul del Paraíso.
Pero ya estoy muy, muy cansada. Cansada hasta de ser eso, un milagro. Quiero acostarme a dormir. Con papá, con mamá, con abuelito y abuelita. Olvidar que viví en el futuro. ¿Sabes otra cosa, Max? Pocas cosas me gustaban tanto, de niña, como dormir con mamá. Me gustaba también imaginarme que estaba yo en una gran sala redonda donde dormíamos todos, cada quien en su cama: mamá y papá Leopich, mis abuelos Luis Felipe y María Amelia, mis tíos Nemours y Joinville, Aumale. Las cabeceras de las camas estaban pegadas al muro, a lo largo de todo el círculo, de modo que todos nos podíamos ver unos a otros. Todos, también, nos metíamos entre las sábanas al mismo tiempo. Era una noche un poco fría, pero en medio teníamos una fogata, y nos cubríamos con gruesos edredones de plumas de pato salvaje. Después de rezar nuestras oraciones nocturnas, mi tío Aumale nos contaba cómo había cazado esos patos, una mañana gris y húmeda, en el Bosque de Enghien. Mi tía la Duquesa de Montpensier, me contaba cómo había desplumado los patos, y que prefería hacer eso, desplumar patos, que estar bordando flores todas las noches, después de cenar, en las Tullerías o en Claremont, mientras criticaban las malas maneras que tenía en la mesa Isabel de España y lo mucho que apestaba. Mi abuela María Amelia nos contaba cómo había rellenado, con las plumas, los edredones, y cómo es que les había jurado a sus padres que si no la dejaban casarse con mi abuelo Luis Felipe se metería de monja capuchina. Mi abuela se había puesto un gorro de dormir con encajes de Alenzón. El gorro de mi abuelo tenía un fleco dorado. Mi tía la Duquesa de Orleáns nos contaba cómo había trenzado los hilos de oro para hacer el fleco. Mi abuelo leía el Morning Chronicle y nos contaba de su exilio en Filadelfia, cuando paseaba por el bosque del brazo del Príncipe de Talleyrand, y nos recordaba que Luis Dieciséis y María Antonieta lo habían llevado a la pila del bautismo, y después de un bostezo hablaba de los días que estuvo preso, junto con sus hermanos, en La Habana, y luego, con una lágrima y los primeros gorgoritos de sus ronquidos, recordaba a su hijo, mi tío el Príncipe Beaujolais, que se murió de borracho a los veintiocho años. Mi tío Joinville, desde su cama, nos decía que él jamás había escrito sus Memorias: las había dibujado. Nos enseñaba entonces los dibujos de cuando jugaba con sus amigos en el Liceo Enrique Cuarto, y de cuando había ido, a los cinco años, a las Tullerías, a visitar a Carlos Décimo, y en una de las escalinatas se había encontrado a unos lacayos que llevaban la comida del rey en unas cajas que parecían sarcófagos de niños. Mi tío tenía sobre las piernas un almohadón, y sobre el almohadón un cuaderno, y en él comenzaba a dibujarnos, a cada quien en su cama: a mamá que se quejaba de dolor de espalda y estaba casi cubierta por su edredón: sólo se le veía su afilada nariz. A mi tía Clementina que no había acabado de tejer el encaje de las sábanas de su cama, y murmuraba que no se iba a dormir hasta terminarlas y le prometía a mamá que al día siguiente le aplicaría unas ventosas. A mi hermano Leopoldo que juraba que él sabía dónde estaban escondidas todas las espuelas de oro que habían quedado desparramadas en la Batalla de Courtrai, tras la victoria de las milicias flamencas sobre los caballeros franceses. Entonces a mí no me importaba que me hablaran de guerra y de muerte, que me contaran cómo las aguas del Mosa se habían enrojecido con la sangre de los inocentes que habían matado Carlos el Temerario y Luis Dieciséis: para mí los muertos no existían, porque todos los seres que yo amaba estaban vivos. Y así estarían siempre, y para eso los quería yo allí todas las noches. O quizás una sola, única noche que no terminara nunca. Cada quien en su cama acojinada y tibia, con sus gorros de dormir y sus mitones, sus camisones, sus medias de lana y sus botellas de agua caliente. Yo estaba allí para protegerlos, yo, que me iba a quedar despierta para estar segura de que todos estaban ya dormidos, y caminaría de puntitas para besar la frente de mi madre y estar segura que estuviera bien tapada. Para persignar a mi padre, para quitarle a mi abuelo los anteojos y a mi tía Clementina el gancho de tejer que se le quedó en las manos al dormirse. Para acariciar la cabeza de mi hermano el gordo Felipe. Para arrullar a mi primito el guapo Gastón. Para ponerle en las manos su sonaja a la duquesita de Chartres y bendecir al pequeño Duque de Guisa, que siempre fue tan cariñoso, y ponerle su chupón en la boca al petulante principito de Conde. Para recoger el lápiz que había rodado al suelo cuando mi tío Joinville cerró los ojos y comenzó a soñar que dibujaba un sueño. Regresaría yo después a mi cama, sofocándome por aguantar la risa que me provocaba toda esa sinfonía de borborigmos y murmullos y silbidos. Le pediría yo entonces a Dios, le pediría que así conservara siempre a los seres que yo amaba: dormidos, quietos, y que si soñaban, soñaran cosas bonitas y tuvieran sueños tranquilos. Se llenaría entonces el ámbito de estrellas, las paredes de la habitación se transformarían en árboles, y allí estaría yo, en el claro circular y blanco de un bosque encantado, dándole gracias al Señor, de cara al cielo y con los ojos abiertos.
Estamos todos aquí. Tú también. Hay, además, otras personas a las que nunca invité, que no sé a qué horas llegaron y se metieron a sus camas y se quedaron dormidas. La sala es mucho más grande de lo que imaginé, y todos duermen en absoluto silencio. No se oye ningún silbido. Nadie se queja en sueños. Todos están inmóviles, bocarriba, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho. Deben haber pasado muchos, muchos años, Maximiliano, porque todos están cubiertos de un polvo gris que se ha endurecido y parecería que todos se convirtieron en piedra. En piedra se transformaron también las flores que te llevó a la Capilla de los Capuchinos la Condesa Von Bülow, el ramo de jazmines que Sisi envió a Linderhof para que lo pusieran en las manos de Ludwig de Baviera. La corona de laurel marchito que mi sobrina Vicky colocó en el pecho de Federico Guillermo de Prusia: la misma que ella le había regalado tras el triunfo de la guerra contra Francia. En piedra, también, se transformaron las dos rosas blancas que Katherine Schratt dejó en el pecho de tu hermano Francisco José. Estamos todos aquí, y yo los cuido, porque yo soy la única, Maximiliano, que no duermo.
Despierta, bocarriba, desnuda, sin sábanas que me cubran, con los ojos abiertos que miran a lo que no sé si es la cúpula de un templo o es el cielo, a mí no me ha cubierto el polvo. Desnuda y con frío, con un frío que me llega a los huesos y que no se me ha quitado en sesenta años, estoy cansada de esperar que vengas tú y me cubras con tus lágrimas de la tristeza que te va a dar verme tan vieja, de pensar que si antes me llevabas diez años de edad, ahora yo te llevo medio siglo. Estoy cansada de esperar que vengas a cubrirme con tus besos, sediento de mi carne, y asombrado de ver que soy de nuevo una niña, la niña del Palacio de Laeken que en las noches abría las ventanas para que el verano hiciera el amor con ella. Una noche me quedé dormida sin quererlo y me desperté hasta ahora, imagínate, con un cosquilleo en toda la piel: había convocado a las moscas, y las moscas habían acudido a mi llamado. Era yo un hervidero de moscas de caparazón azul y violáceo, tornasolado, pero no podía espantarlas porque estaba paralizada. Ni siquiera podía cerrar los párpados a pesar de que las moscas caminaban por los bordes de los ojos y por los orificios de la nariz y se paseaban, las inmundas, por la piel de mis labios y la miel de mi sexo. ¿Te acuerdas, Maximiliano, de los escorpiones y los ciempiés, las lombrices y las polillas que cubrían las esculturas de una mujer en el Palacio de Palagonia camino a Mesina? Así estoy yo cubierta, ahora, de gusanos: antes de irse las moscas llenaron mi piel con sus huevecillos, y de los huevecillos, entre mis piernas y en la boca, en mi vientre, en el ombligo, en mi frente y entre los dedos de los pies, en mis axilas y en las palmas de mis manos, en mis ojos, nacieron los gusanos. Alguna vez soñé que si así, despierta o dormida, daba lo mismo, pero bocarriba y desnuda y con las piernas abiertas estuviera yo tendida de noche en los Jardines Borda y me penetrara una nube de luciérnagas, me iba yo a preñar de luz y en mi vientre, como en la bóveda celeste, las luciérnagas dibujarían las constelaciones. Soñé que si así, bocarriba y desnuda y con las piernas abiertas flotara yo río abajo por las aguas de ese río que era, como dijo el poeta, te acuerdas, Maximiliano, tortuoso como el Sena, límpido y verde como el Somme, misterioso como el Nilo, histórico como el Tíber, majestuoso como el Danubio, el río en cuyas aguas sombreadas por las siete montañas contemplé mi rostro y vi que al fin era un rostro de mujer, de mujer por primera vez acariciada y penetrada, besada, de piel ardida por la saliva de un hombre, por su sudor, por tus besos, Maximiliano, soñé, te decía, que dormida o despierta, daba lo mismo, o muerta, como Ofelia, enredadas en mis dedos las flores de azahar de mi diadema de bodas, y en mis cabellos entreverados los rayos de la luna, soñé que si así me penetrara un salmón incendiado de púrpura para dejar sus huevecillos en mi vientre, me iba yo a preñar de miles de hijos que cuando llegara yo al mar iban a salir de entre mis piernas, como un manantial de cuchillos plateados que iban a ahogar su sed en los torbellinos de la sal. Pero los sueños sólo son eso, sueños. Hoy no estoy vestida con un manto de estrellas, y ni siquiera con el polvo de los llanos de Tlaxcala o la arena blanca de las dunas de Antón Lizardo. No estoy vestida, Maximiliano, con el polen de las rosas de la Isla de Lacroma, ni con la nieve del pecho del Iztaccíhuatl. No me han cubierto, tampoco, las hojas secas y doradas del Bosque de Soignies, ni con sus alas las golondrinas de la Hacienda de la Teja. Son los gusanos los que me cubren y me visten y con su telaraña de hilos de seda los que han tejido mi velo nupcial, los gusanos los que se meten en mi boca y en la nariz, en mis oídos y en los ojos. Los gusanos, que como orugas untadas con babas tibias en su camino a mi vientre devoran la pulpa dulcísima de mi vulva, y se duermen después en sus capullos para soñar, como yo soñé algún día, que tienen alas. Dentro de unos meses o dentro de unos años, o quizás mañana, hoy, Maximiliano, voy a dar a luz a un enjambre de mariposas negras.