México, a 25 de abril de 1866.
Muy querido Alphonse, hermano mío:
Tu última carta me llegó con un retraso increíble. Varias comisiones con las que fui distinguido me obligaron a viajar a diversas partes de México y, según me enteré después, la carta me estuvo siguiendo las huellas pero nunca me alcanzó hasta que regresé a la capital, donde bien pudo haber esperado todos esos meses. Dejaron de enviarme al frente: la fractura del tobillo no soldó bien, y me han asignado la función de mensajero de lujo. Creo estar destinado a cojear un poco el resto de mi vida, pero eso me permitirá pedir la baja del ejército y dedicarme a la administración de los invernaderos de mi suegro.
Nunca te he contado de él y de María del Carmen, ¿verdad? Bueno, pues a reserva de enviarte pronto una fotografía de mi mujer, déjame decirte que tiene diecinueve años y es una belleza criolla típica o quizás más bien mestiza, de ojos y pelo negros y piel del color que aquí llaman «apiñonado», o sea de color ananás. Pertenece, no lo vas a creer, a una familia liberal por tradición. No ha habido, sin embargo, ninguna tragedia entre montescos y capuletos: mi suegro es un hombre anciano, moderado y por demás estimable —viudo— dedicado al cultivo de orquídeas, que por una parte no quiere a Juárez, y por otra, admira mucho a Francia. Esa tragedia la comparten qué sé yo cuántos liberales: la de haber sido invadidos por las tropas de una nación cuya cultura e ideas consideran como suyas. Como les debe haber pasado a los argentinos durante esas ocupaciones de principios de siglo si es que desde entonces los argentinos eran ya tan anglófilos como dicen que lo son ahora.
Me asombran y hasta me entusiasman la enjundia y la erudición de tus cartas, y a veces casi me convences de que esta intervención en México es injusta. Pero no: mientras más reflexiono, más se fortalece mi opinión —la misma de nuestro Emperador Luis Napoleón— en el sentido de que sólo con un príncipe europeo a la cabeza de una monarquía se podrá salvar a este país no sólo del caos, sino de la nefasta influencia americana que ahora, triunfante el Norte, ha vuelto a tender sus garras. Lo que sucede es que nos ha faltado método, paciencia, y sobre todo, los hombres adecuados. Principiando, ay, con el propio Emperador, Maximiliano, y la gente de la que se rodea.
Entre estos últimos, Eloin y el lacayo Schertzenlechner son, quizás, los que más daño hicieron, pues aparte de odiarse entre sí, nos odiaban a nosotros, los franceses, y mucho influyeron al respecto en la actitud del Emperador. Con decirte que Eloin logró que Maximiliano nunca visitara un cuartel o un hospital de nuestras tropas. Ha habido, sí, un desfile de hombres muy capacitados, como Bonnefond, Corta y otros tantos, que en vano han intentado poner un poco de orden en las finanzas del Imperio Mexicano. Pero ha sido inútil: nadie les ha hecho caso, incluyendo el propio Maximiliano, y además, de todos modos, no hay dinero que alcance para sufragar por una parte la conquista de este vastísimo territorio, y por la otra, los despilfarros de la corte. Y ahora, corrido ya Schertzenlechner a cajas destempladas, ha aparecido en escena otro personaje siniestro: un tal Agustín Fischer, pastor protestante alemán convertido al catolicismo, aventurero, buscador de oro en California, padre de varios hijos bastardos, que ejerce una influencia nefasta en Maximiliano. Le ha prometido que logrará un concordato con el Vaticano, y se dice que fue uno de los que lo convencieron a «adoptar» —yo diría secuestrar— al nieto de Agustín de Iturbide. Si a esto le agregas la animosidad cada vez mayor entre Maximiliano y el Mariscal Bazaine —dedicado desde hace meses a las delicias de una luna de miel interminable—, te darás una idea de la difícil situación del Emperador.
No, no creo que Maximiliano pueda lograr una tregua ni con la Iglesia, ni con los conservadores. Dudo incluso que pueda ponerse en paz consigo mismo, pues a estas horas ya debe haberse dado cuenta que no vino aquí por voluntad de la nación mexicana, que fue una de las condiciones que estipuló. Aparte de los innumerables pueblos pequeños habitados por indios analfabetos, la población de las ciudades grandes está formada por una mayoría de indios también, y de mendigos urbanos, los «léperos», o versión local de los lazzaroni italianos, que no saben cuál es la diferencia entre una República y un Imperio, ni les importa saberlo. Otra parte está formada por una clase que podríamos llamar acomodada, que con tal que no la molesten, recibe hoy con besos y arcos triunfales a los franceses y los Emperadores y mañana a los juaristas. Por último están los ricos, que son casi todos unos infatuados y, aunque en otro sentido, también unos ignorantes. La Condesa de Kollonitz me decía que algunas de las señoras que rodean a Carlota pensaban que Maximiliano era francés y no entendían por qué su idioma era el alemán, y le preguntaban dónde estaba Viena: si en Prusia o en Austria. Y es que para ellas sólo existen tres capitales europeas: Madrid —por ser sus antecesores españoles al menos en teoría—, París, de donde se hacen traer la ropa cinco mil millas por mar y doscientas cincuenta a lomo de burro, y por último Roma, porque es allí donde vive el Papa. Claro que hay excepciones, pero son pocas. Una de ellas es el Señor Escandón, por ejemplo, con quien viajé un largo trayecto desde Veracruz hasta su hacienda. Pero sucede algo por demás irónico: mientras más distinguido y culto es un mexicano, menos mexicano es, y menos también, parece importarle el futuro de su país. Lo que les interesa es vivir como europeos y que sus hijos se eduquen como tales. Así, por ejemplo, la familia Escandón, que regresaba de unas vacaciones en Europa, viajaba con institutriz y valet ingleses, secretario de finanzas español y tutor francés. Por cierto, los señores Escandón me invitaron a pasar dos días en su hacienda que, como muchas de las haciendas mexicanas, son una especie de feudos o pequeñas ciudades a las que nada falta, incluyendo iglesia y capilla, y hasta una banda de música para los domingos. Te doy enseguida unas cifras que no dudo serán de tu interés: a un «peón de raya» —o peón permanente, poco menos que un esclavo— se le dan al año doscientos ochenta y cinco litros de maíz y treinta piastras. A los que se alquilan, un real y medio diario, y a los niños un real por jornada. Saca las cuentas: un real es la octava parte de una piastra, y la piastra o peso de plata vale treinta y cinco céntimos más que nuestros cinco francos. Otra cosa muy impresionante de la hacienda de los Escandón, es que todos los alimentos y bebidas con que me agasajaron durante mi estancia, eran productos de la propia hacienda, incluyendo el café, el ron y el azúcar.
Uno se pregunta, por lo tanto, cuáles eran, cuáles son esos mexicanos que se manifestaron en «gran mayoría», como nos hicieron creer, en favor del Imperio. Y llega a la conclusión que con sólo unas cuantas familias adineradas y ultraconservadoras que sueñan sólo con vivir en Europa —o que viven en ella—, coaligadas con lo que quizás es el clero más corrupto del mundo. Por cierto, durante una de mis estancias en el Puerto de Veracruz tuve la oportunidad de conocer al Nuncio Papal, Monseñor Meglia. Un hombre muy desagradable, inflexible, que trajo a México un mensaje también inflexible de Pío IX, y que desembarcó haciendo gala de todo el esplendor de sus ropajes violetas y verdes, y rodeado de negros —esbeltos nubios de talares vestiduras blancas y largos rifles, de los que prestó el Imperio Otomano: homenaje de la luna creciente a la cruz—. Confieso que tuve cierta compasión del Nuncio, quien según me dijo sufrió de mareos durante el viaje, agravados no sólo por el hedor que, como creo que te conté en mi primera carta, despiden unas enormes cucarachas cuando las aplastas, sino además porque viajaban en el mismo barco unos cubanos que escupían por todas partes a pesar de que había un letrero, en cuatro idiomas, que pedía no hacerlo. Pero el Nuncio parecía encontrar fácilmente consuelo en un vino clarete, ligero pero excelente, del que me regaló unas botellas.
En cuanto a Maximiliano, te decía, es una pena reconocer que no es un hombre destinado a gobernar un país, y sobre todo un país como éste, casi ingobernable. Entendámonos: el Archiduque es un buen hombre. Es asimismo una persona cultivada, amante de las letras y las artes, de la ciencia, pero a tal grado que, ignorando los gravísimos problemas económicos de su administración, ocupa gran parte de su tiempo en proyectos grandiosos o inútiles. Así fue desde el principio: la inauguración del Teatro de la Corte con un crédito de cuatrocientos mil francos; una ceremonia en exceso suntuosa para desvelar un monumento de sesenta mil francos de costo al Cura Morelos —uno de los héroes de la Independencia de México—, y en fin: un proyecto para crear una Academia de Letras y Ciencias tan importante como la de París, otro para una pinacoteca en la que se incluiría los retratos de todos los gobernantes de México —de los que existen algunos excepcionales, es decir, de virreyes, pintados por Miguel Cabrera, un indio zapoteca como Juárez cuyo estilo recuerda al de Luca Giordano—, la institución de cátedras de lenguas clásicas, ciencias naturales y filosofía, y la redacción de innumerables cambios y adiciones al Ceremonial de la Corte: en esto ocupa el tiempo el Emperador de México a quien le dan accesos alternados de pasión por la botánica, la arqueología o la literatura. También por la entomología: cuando se cansa de lo poco que gobierna, se retira a una quinta que tiene en Cuernavaca, a cazar mariposas y lagartijas. Mientras tanto la Emperatriz Carlota se queda al frente del Imperio, lo cual no es una desventaja, porque ella sí sabe gobernar y tomar decisiones. A estas fechas, ya se ha desempeñado dos veces como Regente. Mira: bastaría que tuvieras oportunidad de hojear el «Diario Oficial del Imperio». Las páginas de esta publicación suelen reflejar la pérdida del sentido de la proporción característica del gobierno de Maximiliano. Con frecuencia, las noticias sobre los triunfos de las tropas imperiales son tan breves y escuetas, que pasan desapercibidas. A cambio de ello, te encuentras páginas y páginas dedicadas a los ceremoniales que se deben observar en el cumpleaños del Emperador y el de la Emperatriz, a la descripción de bailes en el Gran Salón del Teatro Imperial —«había cien espejos y la alfombra, blanca estaba salpicada de lentejuelas y escarcha de plata»—, y otras vaciedades como la relación de los proveedores de Su Majestad —Saccone & Speed desde luego—, pero además Eduardo Guilló de La Habana, Perrin y Cía de París o Francisco Toscano de la Calle de Plateros de la ciudad de México —para habanos, armas y géneros y objetos de moda respectivamente—, un reglamento para los bailes de máscaras, la crónica del viaje de Marsella a Córcega del yate «Jerónimo» llevando las estatuas de cuatro de los Bonaparte: José, Luciano, Luis y Jerónimo para el monumento de la familia en Ajaccio, y tratados interminables sobre la cochinilla, el añil, o la velocidad y la rotación acimutal de las nubes. Lo que es el colmo: el «Diario Oficial» acaba de publicar un código naval que establece todas las jerarquías, desde el capitán de navío a grumete, regulaciones, etc. Me permito citar la cláusula sexta de la sección tercera, titulada «De los Viajes de Mar», y que dice así: «En el caso de que las dimensiones del buque en que deba navegar el Emperador no fueren suficientes para colocar todo el séquito, se determinará la colocación de éste a bordo de otros buques, según las órdenes que el Ayudante de Campo General comunique…». Por supuesto que el séquito del Archiduque no sólo no cabría en un buque, mi querido Alphonse, sino que tampoco en toda la marina mexicana, porque ésta no existe: si hay tres embarcaciones es decir mucho. Y para que no creas que estoy prejuiciado en contra del Emperador de México, te lo definiré con las palabras empleadas por Madame de Courcy y M. E. Masseras. Monsieur Masseras está fuera de toda sospecha, por ser el director del diario «L’Ere Nouvelle» que aparece en México en francés, y ha sido siempre un ferviente partidario del Imperio y la intervención. Lo cito de memoria, porque por supuesto esto no lo ha publicado, pero lo ha dicho en diversas ocasiones, en voz no muy baja, en los corredores de palacio: Maximiliano es «ligero hasta la frivolidad, errátil hasta el capricho, incapaz de constancia, irresoluto, obstinado…». Y en cuanto a Madame de Courcy, creo que ella ha puesto el dedo en la llaga: «La tragedia de Maximiliano —dijo— es que es fácil adorarlo, pero imposible temerlo, y en México uno sólo puede inspirar respeto con el miedo…».
Por si esto fuera poco, al exceso de gastos en ceremonias fastuosas, se agregan otros dispendios aún más difíciles de justificar. Se sabe por ejemplo que Maximiliano le ha enviado dinero a Hidalgo para pagar algunas de sus deudas personales, después de que éste le escribió a Eloin diciéndole que las pérdidas de sus haciendas devastadas durante la Guerra de Reforma ascendían a cien mil piastras. Por su parte la hija de Gutiérrez Estrada, Loreto, le escribió a la Emperatriz Carlota pidiéndole indemnizaciones por diversas causas. Todo esto ha sido interpretado como una extorsión, y qué otra cosa puede ser. Sabido es, también, que el gobierno le prometió a la esposa del Mariscal Bazaine cien mil piastras en caso de que tuviera que abandonar un día el Palacio de Buenavista —como si la cesión, o regalo o usufructo o lo que fuera del espléndido palacio, no hubiera causado ya el suficiente escándalo—. Por último, lo que no es del dominio público, pero que ha trascendido, es que los Emperadores celebraron un pacto secreto con la familia Iturbide —al adoptar al pequeño Agustín— que incluyó una compensación de ciento cincuenta mil piastras. ¿Te das cuenta, Alphonse, de lo que son estas cantidades si pensamos en el sueldo de un soldado, treinta piastras al mes, o como te decía en el de un «peón de raya», que es treinta piastras al año?, ¡cuatrocientos cincuenta años el salario de un soldado, cinco mil años el de un peón!
Vuelvo a repetirte, no es que te dé la razón —aunque por momentos siento que eres tú el que me está dictando esta carta— porque no comparto tus utopías «socialistas». Creo en los designios de Dios, y respeto su voluntad de que en el mundo haya ricos y haya pobres. Pero a veces me pregunto si es también Su voluntad que los ricos sean tan ricos, y los pobres tan pobres. ¿Reflejo, también, de este país, que toda la vida ha sido inmensamente rico, inmensamente pobre? No lo sé. Fue sin duda el conocimiento de esta situación, y del trato inhumano que muchos hacendados dan a sus peones, denunciada por el Ingeniero Bournouf, lo que indujo a Carlota a decretar algunas reformas. Gracias a ella, se ha prohibido el castigo corporal y las jornadas excesivas, y reglamentado la educación de los peones y sus hijos. Pero al mismo tiempo estas medidas tan loables —que por otra parte han provocado la ira de los hacendados— se han visto opacadas por algunas de las disposiciones relativas a ese gran programa de inmigración que han planeado el Emperador y los confederados a instancias de ese inefable oceanógrafo, el Comodoro Maury, inventor nada menos que del torpedo eléctrico. Entre otras cosas, se establece que los peones tendrán la obligación de servir a su patrón cinco años como mínimo sin permiso a cambiar de trabajo: y al que huya se le arrestará y devolverá al mismo amo. Luego se asombran Carlota y Maximiliano de que se les acuse de restaurar la esclavitud en México. Y otra cosa que ha causado profunda irritación, aparte de la inmigración de los esclavos —los cien mil negros e indoasiáticos que se proyecta importar y ahora se dice que podrían llegar a seiscientos mil— es la también planeada y en parte comenzada inmigración de los amos: los confederados, que para los mexicanos no dejarán de ser los yankees (aunque sean del Sur) que les robaron la mitad de su país. Imposible que un mexicano no se resienta ante el hecho de que a esos colonos yankees se les exima del servicio militar durante cinco años, lo mismo que de impuestos de importación de maquinaria agrícola, y para el colmo se les den esclavos y tierras… ¡tierras, en este país privilegiado donde crece todo, desde el caucho al henequén, el coco y el tabaco, el algodón y el lino, la caoba y la vainilla, los árboles de materias tintóreas!… en fin, que al pobre de Max todo le sale mal.
La ciudad de México, te diré, me ha decepcionado profundamente. No entiendo por qué razones Humboldt la llamó «la ciudad de los palacios», comenzando porque el que se supone que es el principal, el Palacio Imperial, tiene aspecto de cuartel. Dicen que Maximiliano, que ha ordenado a un arquitecto redecorar las terrazas del Castillo de Chapultepec al estilo toscano, desea que se renueve la fachada del palacio de modo que se parezca a las Tullerías. Pero dudo que encuentre fondos para eso. Abundan, claro, algunos templos muy bellos, de la época colonial, pero en otros la influencia de los hermanos Churriguera ha sido fatal: el rococó fue llevado a la exageración. Hay, también, una que otra construcción impresionante, como el Palacio de Minería, obra de un genial arquitecto español, Tolsá, quien también esculpió una magnífica estatua ecuestre de Carlos IV de España. Por lo demás, las construcciones son monótonas, las calles de la ciudad están llenas de inmundicias —y otras inundadas a perpetuidad— el alumbrado de gas es desconocido: sólo se usa aceite, petróleo y velas de muy mala calidad que despiden vapores nocivos; los perros callejeros abundan tanto como en Constantinopla —o como los gatos en Roma— y los «léperos» forman verdaderas turbas: en el Paseo Nuevo, en el Paseo de la Emperatriz, en el Portal de las Flores, en todas partes hacen gala de sus llagas y muñones, piden limosna, gimen con una especie de falsete, las madres despiojan a sus hijos. Bueno, no se ven en todas partes porque se les excluye de las grandes ceremonias en los templos, lo que hace pensar que, para la Iglesia mexicana, no todos los hijos de Dios son iguales. De nada, pues, le sirve a los léperos ir cargados de rosarios y escapularios. Cosa que, sin embargo, a la Iglesia sí le ha servido: habrás de saber que el Arzobispo Labastida ha organizado más de una ruidosa manifestación echando mano de esos mendigos. Manifestaciones, claro, en contra de la forma en que Maximiliano ha manejado la cuestión de los bienes de la Iglesia y la libertad de cultos. Así, que no es raro ser testigo, en un mismo día, de espectáculos tan distintos como la revista de las tropas francesas hecha por la Emperatriz Carlota, elegantísima, «tocada con perlas y diamantes y un vestido tornasolado color fucsia o lilac, con vueltas de encaje de Inglaterra» —cito el «Diario del Imperio»— a caballo y acompañada por el Mariscal Bazaine y los oficiales de su Estado Mayor, «con albornoces blancos y tocas flotantes», mientras la banda toca una marcha mexicana típica, y unas horas después verse sorprendido por una multitud de léperos, la corte de los milagros en pleno, inacabable procesión, que con sus escapularios, medallas y cacerolas de lata, van por las calles haciendo un ruido infernal.
Lo que sucede es que en eso se ha convertido este Imperio: en una sucesión de espectáculos. Tuve el privilegio de asistir, en el Bosque de Chapultepec, a un banquete que los Emperadores ofrecieron a un grupo de indios kikapús que vinieron desde la Luisiana para ponerse a las órdenes del Imperio y solicitar el derecho a vivir en México. Hubieras visto a Maximiliano departir, bajo los ahuehuetes cargados de heno, con esos indios de monteras erizadas con plumas de colores y trajes de piel de búfalo bordados con perlas, y a Carlota contemporizar con sus mujeres, chiquitas y feas —nada que recordara por supuesto a la «Flor de Té» de Fenimore Cooper—. El gran jefe kikapú, por cierto, tenía colgada al cuello una gran medalla de plata con la efigie de Luis XIV, regalo de este monarca a sus antepasados en la época en que la Luisiana nos pertenecía. Lo más cómico de todo es que unas semanas más tarde, en un baile de disfraces en el Palacio de Buenavista, unos oficiales franceses se vistieron de indios kikapús, y al llegar el gran jefe se postró a los pies de Bazaine y lo declaró Virrey de Sonora. El mariscal se puso furibundo.
Los léperos contribuyen también a hacernos la vida más difícil: maldicen a nuestros soldados, les lanzan anatemas en español y escupen a su paso. Su insolencia ha llegado al límite. Pero también es lógico. Es verdad que Du Pin salió de México a pedido de Maximiliano —¡y de todos modos ya lo tenemos de regreso!—, pero con su salida no se acabaron las atrocidades y abusos de algunos jefes franceses —sí, tenías razón, cuando dijiste, en una de tus cartas, que la crueldad no es monopolio de ninguna nación o raza—. Algunos cuerpos del ejército también han hecho gala de su dureza. Sin ir más lejos, los admirados zuavos, que no sólo para hechos heroicos, sino también para las tropelías, les sobra energía. Una energía casi animal que yo supongo obtienen de esa pasta con la que se alimentan, hecha de café en polvo mezclado con galleta molida. O quizás del alcohol, porque algunos parecen estar siempre un poco ebrios, a pesar de que a nuestras tropas sólo se les da tres raciones de vino por semana y una diaria de aguardiente, con el café del desayuno. Pero no me extrañaría que los zuavos, que por el color de su piel podrían pasar muchos de ellos como mexicanos, hayan aprendido ya de éstos su diabólica habilidad para el contrabando y la falsificación. En una ocasión descubrimos que el aguardiente era introducido en un campamento por unos vendedores de dulces que lo llevaban en unas tripas largas —el intestino delgado de algún animal, supongo—, entretejidas con sus trenzas. Pero qué puede esperarse de un país donde cada mes se descubren y se destruyen dos o tres máquinas para la falsificación de moneda, y donde tal arte era ya practicado desde los tiempos de los aztecas. Es decir, se falsificaba ya aquí la moneda cuando ésta no existía. Me explico: lo que entonces hacía las veces de moneda en muchas transacciones comerciales, era el cacao —que hasta ahora me enteré es originario de México—. Es decir se usaba la semilla de su fruto, que es grande. Pues bien, no lo vas a creer, pero había indios que se las arreglaban para abrir un agujero en la semilla, sacar el contenido con el que por supuesto se hace el chocolate, para luego llenar el hueco con barro y disimular el orificio. Lo que es el colmo, me cuentan que a Maximiliano cuando visitó las pirámides —hubieras visto el espectáculo: el Emperador decidió, para ir a Teotihuacán, atravesar el Lago de Texcoco, que es un lago inmundo, de apenas medio metro de profundidad y aguas oleaginosas y llenas de larvas de mosquitos, en una especie de góndola o lanchón imperial con asientos de terciopelo y con remeros de rojas libreas bordadas de plata—, al propio Maximiliano, decía, lo embaucaron, junto con su acompañante y guía el Señor Chimalpopoca, con unos ídolos «prehispánicos» que desde luego eran falsos y que le costaron un ojo de la cara. A propósito, parece que Maximiliano está muy triste porque Francisco José, si bien accedió a devolver a México algunas joyas prehispánicas, se negó a entregar el penacho de Moctezuma, aduciendo que no estaba en condiciones de soportar un largo viaje y podría llegar deshecho, aunque pronto llegará el escudo del mismo emperador azteca y una carta de Hernán Cortés a Carlos V. A Maximiliano, estas cosas le preocupan más que una derrota de las fuerzas imperiales a manos de los juaristas. Hubieras visto el escándalo que armó cuando salió el Ceremonial con dos erratas en el título: en lugar de decir Reglamento Provisional «para el Servicio y Ceremonial de la Corte», decía «por el Servicio y Ceremonial del Corte». Me dicen que también le aflige sobremanera no sólo el que no exista una verdadera aristocracia en México, sino que, como el poder en este desdichado país se lo han estado disputando los liberales y los conservadores desde hace medio siglo, cualquier título que se le ocurriera crear a Maximiliano hurgando en la historia del México independiente, resultaría intolerable para unos o para otros. Y más todavía si tratara de glorificar, con un marquesado o un ducado, algún hecho bélico reciente. Imposible que nombrara a Miramón Príncipe de Ahualulco o al General Márquez Conde de Tacubaya, ¿no es cierto? A cambio de esto, sus alegrías son también un tanto pueriles: pocas cosas, al parecer le han alegrado tanto a Maximiliano como el reconocimiento de los ingleses y la consecuente llegada a México de Sir Peter Scarlet.
Te decía yo de la capital… hay sí, algunos oasis para los extranjeros. Nosotros los franceses los tenemos en abundancia desde luego. Los alemanes pueden ir a un club, «Das Deutsche Haus» a beber cerveza alsaciana y hablar en la lengua del Vaterland, y por su parte los ingleses se pasan los fines de semana en el «Mexico Cricket Club» cerca de Tacubaya, y al que a su vez la firma Blackmore surte con esa horrible cerveza tibia y amarga que tanto disfrutan los súbditos de Albión. Tacubaya es un lugar precioso, al que llaman «el Saint Cloud» de México, ah, porque has de saber que esta clase de comparaciones se ha puesto muy en boga, y tenemos así que Xochimilco es la Venecia de América, San Ángel el Compiègne azteca, Cuernavaca el Fontainebleau mexicano, la ciudad de León el Manchester del Nuevo Mundo —la bautizó así el propio Maximiliano—, el Castillo de Chapultepec el Schönbrunn de Anáhuac, y etc., etc. Aparte de que al país no se le ha dejado de comparar con Jauja, la Tierra de Cucaña, las Hespérides y el Edén: todo junto. «Si se fija usted bien, México», me decía la otra vez un distinguido geógrafo, «tiene la forma de un cuerno de la abundancia». Me limité a asentir, con un leve arqueo de cejas. No quise decirle al buen hombre, primero, que esa forma la adquirió el territorio mexicano desde que los americanos le robaron la mitad del mismo; segundo, que la boca del cuerno de la abundancia está hacia arriba, es decir, hacia los Estados Unidos, como una premonición, quizás, del futuro destino de las riquezas de este país. En cuanto a la corte mexicana, la podría quizás definir con unas cuantas palabras: es una especie de Malmaison combinado con las Indias Galantes, el trópico acomodado a la vienesa. Además, como algunos oficiales franceses han traído a sus familias, se ha implantado ya la moda de las enormes faldas, los brazos desnudos y los grandes, tentadores escotes. En principio, causó escándalo, pero acabó por imponerse y las jóvenes mexicanas, sobre todo las que tienen senos que lucir, están encantadas de usar cada vez más tela de la cintura para abajo, a medida que usan cada vez menos de la cintura para arriba.
Por último, me permitiré contarte, en breve, la situación militar, que es hoy más confusa que nunca, y que se ha visto agravada por esa eterna rivalidad entre Bazaine y Douay que tan bien saben alimentar Maximiliano y Carlota, y por la pereza y el desorden que caracterizan al mariscal —y que esto, por favor, no trascienda—. La verdad, es que los triunfos de Bazaine han sido más brillantes que durables. Dicen, además, que la toma de Oaxaca, el año pasado, hubiera costado muchas menos vidas y muchísimo menos dinero de haberse iniciado antes la campaña, cosa que no se hizo por desidia del mariscal. Por otra parte, aunque se insiste en la seguridad de la ciudad de México, la verdad es que vivimos siempre en el quienvive: se sabe, por ejemplo, que Nicolás Romero, un famoso bandido juarista ejecutado hace poco, llegó a efectuar varias incursiones a unas cuantas leguas de la capital. Varios combates del Coronel Potin en Michoacán fueron presentados como grandes victorias, sin serlo. A Castagny, quien comenzó por enviar informes muy pesimistas sobre Durango, poco le faltó para caer prisionero en Culiacán de no haber sido por la velocidad de su yegua de pura sangre, que lo llevó sano y salvo hasta los muros de Mazatlán. Y bueno, se sabrá ya en Francia que Bazaine ha ordenado que se inicie la concentración de las tropas, con lo cual muchas plazas han sido abandonadas a los republicanos. A nadie se le oculta que éste es el primer paso para la retirada de nuestro ejército. Nadie, por otra parte, podía esperar otra cosa desde que Lee evacuó Richmond y Courthouse capituló en Appomattox: la presión de los Estados Unidos para que nos vayamos de aquí es cada vez mayor y confieso, no sin el orgullo herido, que en mi opinión Luis Napoleón habrá de ceder. Aquí los monarquistas se hicieron ilusiones cuando Lincoln subió a la presidencia: creían que él acabaría por aceptar a Maximiliano. Pero no hubiera sido así, Lincoln era un acérrimo partidario de la Doctrina Monroe, y por otra parte su mano derecha, Seward, no sólo sobrevivió a las puñaladas de su casi asesino: también sobrevivió al gobierno de Lincoln y allí lo tenemos de nuevo, como secretario de Estado, ahora del Presidente Johnson. Es posible, de todos modos, que para el pueblo mexicano sea un alivio el retiro de las tropas francesas —para Maximiliano también, pero ¿qué va a hacer sin nosotros?, es hora en que aún no ha sido organizado un ejército mexicano—. De todos modos, y como te decía al principio de esta carta, espero lograr mi baja y quedarme a vivir aquí.
En resumidas cuentas, me temo que toda esta empresa se esté yendo a pique. Una extraña costumbre de la que me enteré hace poco, me hizo pensar en Maximiliano. Hay, según me cuentan, algunos indios que bajan a la ciudad con canastos cargados de frutas y que al término del día, cuando las han vendido todas, cargan los canastos con piedras hasta alcanzar el peso equivalente al que tenían las frutas y, no lo vas a creer, se regresan con las piedras al monte. «Para no perder la costumbre», dicen ellos. A Maximiliano, en cierto modo, le pasa lo mismo: ya no tiene nada que ofrecer, y lo único que le queda ahora por cargar es un canasto con piedras. Sí, no cabe duda: si antes de que llegara Maximiliano México era un Imperio sin Emperador, ahora Maximiliano es un Emperador sin Imperio.
Así están las cosas, y yo no creo que ni siquiera Carlota pueda sacar al buey de la barranca, primero, porque ella no gobierna todo el tiempo, sino nada más a veces… y segundo, porque la muerte de su padre Leopoldo, y la más reciente de su abuela María Amelia, la han afectado mucho. Pobre Emperatriz: regresó muy contenta de su viaje a la Península de Yucatán que al parecer tuvo un gran éxito, y se encontró con la noticia de la desaparición de su amado padre y, para colmo, con la del Barón d’Huart. D’Huart fue el enviado de Leopoldo II, recordarás, que traía la noticia oficial del fallecimiento del rey belga, y que fue asaltado y asesinado por unos bandidos en Río Frío.
Y bueno, tendría mucho que decir todavía, pero creo que basta por hoy. Mis saludos más cariñosos para Claude, y dile que María del Carmen espera un niño. Un mexicanito que, con suerte, heredará los ojos azules de la familia. Para ti, mi querido Alphonse, un abrazo y toda mi devoción.
Tu hermano
Jean Pierre
P. S.: Dile a Claude que María del Carmen quiere que, si es una niña, la llamemos Claudia. Por favor, no se te olvide llevarle flores a mamá al Père Lachaise. Ah, una cosa más: lo único que ha aliviado un tanto la situación del Tesoro ha sido la muerte de Morny, pues con ella las reclamaciones de Jecker parecen haber perdido toda la fuerza. Estuvo por aquí un sobrino de Jecker que exigía una serie de pagos, pero no le hicieron ningún caso. Por supuesto, el primero que se opuso a que se pagaran los bonos Jecker, fue Langlais… pero la mala suerte de Maximiliano no termina nunca. Langlais, uno más de esa larga lista —Corta, Bonneford y ahora Maintenant— de los financieros franceses enviados por nuestro Emperador, parecía el único que pudo haber salvado del caos las finanzas imperiales mexicanas y el único consciente de todo el daño que le han hecho a México los banqueros de París y Londres. Pero ya lo ves, Langlais murió también. Corrió aquí el rumor de que lo habían envenenado, pero la autopsia lo desmintió. Y de nuevo, querido hermano, ¡hasta muy pronto!