Sí, Maximiliano, fue la mentira, fueron las mentiras, las que nos perdieron. Tengo aquí, Max, en mi recámara de Bouchout, un cofre lleno de mentiras que me trajo el mensajero. Algunas mentiras son tan inocentes, que se parecen a la paloma de Concha Méndez: si levanto la tapa del cofre se escapan y cuando quiero pescarlas por la punta de un ala se vuelven nada, como se me deshizo en las manos, en cenizas, la carta de papá Leopoldo. Hay mentiras saladas y fosforescentes, Maximiliano, como las aguas del mar que llevaron a la Novara hasta las costas de México. Hay mentiras piadosas, como los inditos mexicanos que cada día de San Juan se disfrazaban de hulanos y cada Viernes Santo de Herodes y Pilatos, de Cristo y la Magdalena. Hay, también, mentiras que jamás te perdonaré. ¿O pretendes que me olvide de la noche que pasamos en Puebla, en que te indignaste porque nos tenían preparado un lecho matrimonial, y ordenaste que te pusieran un catre en otra habitación, y te fuiste a ella a pasar la noche bajo un cuadro que ilustraba una cárcel, mientras yo me quedé sola también, bajo la pintura de un hospital? ¿Te acuerdas, Maximiliano? Y eso me lo hizo quien dijo quererme tanto. Otras son mentiras apretadas de mentiras, como esas granadas cardelinas de Teziutlán que eran como racimos de gotas de sangre cristalizadas. Otras, se esconden en las páginas de los libros y se secan, pierden el perfume y los colores con los que un día nos sedujeron, como las hojas de los mirtos y las brionias de las guirnaldas con las que me recibieron en Ragusa, y que guardo aquí, en el cofre, entre las páginas del álbum con once mil firmas que nos dieron los habitantes de Trieste para desearle buena suerte en México a su antiguo Virrey y su antigua Virreina de las provincias lombardovénetas: eso también fue mentira: ¿qué podían, los triestinos, sino desearles el fracaso a quienes representaron a los dominadores austríacos que hicieron que se pudriera quince años en un calabozo el patriota italiano Confalonieri? Pero creímos en ellos, en su amor y su bondad, y por eso nos perdimos.
Otras mentiras son como cintas de colores con las que trenzo mis cabellos, con las que hago moños para las perillas de puertas que se abren a los lugares que menos te imaginas: una da a la Sala del Trono de las grutas de Cacahuamilpa. Otra a la Sala del Gran Trianón donde fue juzgado por traidor a Francia el Mariscal Bazaine. Otra puerta da a las pilastras corintias de Saint Cloud donde se levantaban las esculturas de La Fuerza y La Prudencia: pero todo eso es y fue mentira: la fuerza y la prudencia se hicieron polvo con los cañones de acero del General Moltke, y al miserable de Bazaine, aunque merecía morir así, deshonrado y en el exilio por todo el daño que nos causó en México, se le hizo chivo expiatorio para ocultar la vergüenza de Mac-Mahon el Duque de Magenta, por cuya torpeza Francia, la cuna de mi abuelo, perdió Alsacia. Y ese trono, ah, ese trono de cristales irisados que resplandecía en la oscuridad de la gruta, que destellaba a la luz de las antorchas, estaba tapizado de estalagmitas tan puntiagudas como esas bayonetas con las que al fin y al cabo, Maximiliano, te cortaste las nalgas.
O a veces tomo todas las cintas de colores y las coso por las puntas a mis faldas de china poblana y juego con ellas a volar cometas como lo hacía en el Parque de Windsor con mis primos Aumale y Chartres después de confeccionar mantequilla y crema en Frogmore con la receta de nuestra prima Victoria, o como lo hago, pero eso no se lo digas a nadie, Maximiliano, porque es un secreto, cada vez que voy a México y me pongo a volar papalotes con la Señora Sánchez Navarro en el Valle de Tenancingo.
Anda, Maximiliano, toma un listón por la otra punta y baila conmigo y canta, confiesa todas tus mentiras. Coloca sobre tu pecho el corazón de una golondrina y di que mentiste cuando ya sentenciado a muerte le juraste a Benito Juárez que perderías la vida con placer si tu sacrificio podría contribuir a la paz y la prosperidad de tu nueva patria. Anda, Maximiliano, ponte en la frente la lengua de una calandria y grítale al mundo que mentiste cuando le entregaste tu espada a Escobedo y le dijiste que si te permitía salir de México te comprometerías bajo tu honor a no volver nunca. Anda, humíllate, arrodíllate, anda a gatas, vuelve a ser un niño obediente y yo te llamaré el sol del alcázar, la estrella matutina de Cuernavaca, y te daré caramelos de limón y belladona, te bajaré los pantalones y con un chicote de cintas de colores te pegaré en tus nalgas cortadas para que ya nunca más digas mentiras ni creas las mentiras que te digan los otros. ¿Le dijiste en una carta al Doctor Jilek que en México reinaba una democracia sana, sin fantasías enfermizas al estilo Europa? Toma, toma por mentiroso y lávate los dientes con polvos de oropimente. ¿Le dijiste al Barón De Pont que nunca un mexicano había trabajado con tanto celo por su patria como tú? Toma, toma por medroso y haz buches de peyote y regaliz. ¿Le escribiste al barón y le juraste que si de nuevo estuvieras en Miramar y de nuevo te ofrecieran el trono de México lo aceptarías sin dudar un instante? Toma y toma y tomen todos los demás. Dame tu látigo, Maximiliano, dame tu verga, dame tu espada, que voy a azotar por mentirosos a los habitantes de Chalco que nos recibieron con alfombras florales que decían Eterna Gratitud a Napoleón Tercero, porque ni esas palabras, ni esas amapolas y azucenas eran de verdad. Préstame tu saliva, Max, que voy a escupir en las aguas amarillas del Río Grande, dame un garrote que le voy a dar de palos a los ángeles que construyeron la Catedral de Puebla porque ellos también mintieron y sus alas de piedra no eran de verdad, y le voy a dar de palos por mentirosa a tu madre Sofía que juró que ella jamás se casaría con el Archiduque Francisco Carlos, al que llamó un imbécil porque eso era, un retardado mental, y sin embargo se hizo su esposa y de él concibió a tu hermano y quizás a ti también, si es que no fuiste hijo del Rey de Roma. Ándale, Maximiliano, préstame tus dientes y ponte la máscara de Luis Napoleón, que a ti, Mostachú, con los dientes de muerto del Rey del Universo te voy a arrancar el pellejo y los bigotes engomados, y voy a hacer una cuerda con lonjas de tocino para amarrarla de tus testículos y pasearte bajo el arco de triunfo del Carrusel como al buey gordo del carnaval y así, agarrado de los testículos, te arrastraré por las calles hasta que ya no puedas más y le grites al mundo que mintió el General Forey cuando desembarcó en Veracruz y dijo que no llegaba a hacer la guerra a los hijos de México sino a su gobierno, ¿y esos pobres soldaditos zacapoaxtlas que murieron con los cráneos destrozados por los obuses de Forey junto a los muros del Fuerte de la Misericordia de Puebla: qué otra cosa eran de México sino sus hijos? Y hasta que grites que tú, Mostachú, tú, Arlequín el Grande, también mentiste cuando dijiste que Francia no deseaba imponer en México ningún gobierno que no fuera del agrado de su pueblo, ¿y qué otra cosa eran de México sino su pueblo los soldados del pelotón que fusilaron a Maximiliano en Querétaro? y así, a rastras, te llevaré a la Sala del Consejo de las Tullerías para que allí, de pie en el terciopelo verde que cubre la mesa ovalada en la que firmaste la declaración de guerra al Kaiser Guillermo Primero y a su Primer Ministro Otón Eduardo Leopoldo von Bismarck-Schönhausen, le grites a Francia entera que cuando dijiste que de la prisión de Ham sólo saldrías camino a las Tullerías o camino al cementerio, estabas mintiendo porque de allí te fuiste corriendo a Inglaterra como lo hicieron Víctor Hugo y mi propio abuelo y lo hubiera querido hacer Napoleón Primero, y como lo volviste a hacer después para irte a Chislehurst a morir pero no de piedras en la vejiga sino de piedras en la conciencia.
Ayúdame, Max, ayúdame a levantar la tapa del cofre para que de él se escapen todas las mentiras como de la Caja de Pandora huyeron las desgracias que ensombrecieron al mundo, y para ver si allí, en el fondo, encuentro una verdad. Una sola. Quiero saber si es cierto que fue en el Salón Turco del Palacio de Palermo, que tenía columnas de turquesas y candelabros de ópalo, donde conocí a mi tía abuela la Reina de Cerdeña. Si fue cierto que cuando nos casamos, los sirvientes del Castillo d’Eu nos regalaron, entre todos, un servicio de té de porcelana de Sevres que ilustraba los castillos de la Casa de Orleáns que después se robó Luis Napoleón: cuídate, Maximiliano, y no bebas del té de canela que te dé Eugenia en la taza del Castillo de Compiègne, cuídate y no te mojes los labios con la tisana de manzanilla que te ofrezca Madame Carette en la taza del Castillo de Neully, que te lo advierto Max, las mentiras, porque son eso, mentiras, no lo parecen. Hay mentiras bellas que son como la cara de mi madre o los ojos del Coronel López. Hay mentiras tristes y alegres como la historia de Genoveva de Brabante que me contaba mi hermano Leopoldo. Y hay mentiras como todo eso que vi el otro día: esmaltes de Limousin y mermeladas de pétalos de rosa de Turquía, mieles de Yucatán y camafeos florentinos, cornucopias de cuero de Sudán y tantas cosas de las que apenas si me acuerdo como cucharas de carey de Rumania y frutas de cera de la Isla de Mauricio y la estatua ecuestre, de sal, de Carlos Quinto, cuando visité la Exposición Internacional de París.
Ven Maximiliano, ven, ayúdame a arrancar estas violetas blancas que le enviaste a tu madre desde Córcega, para que las pusiera en el sepulcro de tu padre y que se pegaron al fondo del cofre, ayúdame a espantar las abejas doradas que quieren beberse la miel amarga que rebosa el corazón de El Aguilucho. Hay mentiras como este erizo marino que me trajo el mensajero de las playas de Mocambo y en cuyas espinas quisieran, mis doctores y mis damas de compañía, que estuviera ensartando lentejuelas y chaquiras todo el santo día. Arranca una de las espinas y clávasela en la lengua al Coronel López que mintió cuando dijo que había ido a ver a Escobedo sólo por ganar tiempo para salvarte la vida. Y clávale otra a Eloin por haberte escrito desde Viena que el pueblo austríaco te prefería como Soberano a Francisco José, clávale púas a todos los que dijeron que podrías formar en Miramar un gobierno mexicano en el exilio como lo hizo en Roma mi bisabuelo el Rey de las Dos Sicilias. A Hidalgo por haberle jurado a Eugenia que el pueblo mexicano era de pura raza latina. Al Conde de Beust por haber enviado un telegrama en el que dijo que tu hermano estaba dispuesto a establecer tus derechos de sucesión en Austria Hungría si tú abdicabas al trono de México. Al Barón Magnus porque te juró, en Querétaro, que pondría a tu disposición todo el dinero que necesitaras para sobornar a tus guardias.
Y esto no es todo. Tengo otras cosas que enseñarte: para mí, guardé este alambre de oro con púas de diamantes que le mandé hacer a Monsieur Fabergé: quiero que con él me ates las manos para que nunca más vuelva yo a escribirle a nadie desde México, ni a mi padre Leopoldo, ni a la Condesa d’Hulst ni a mi hermano el Duque de Flandes, ni a mi abuela María Amelia, diciéndoles que soy feliz, que nuestro pueblo mexicano nos adora, que no sé cómo agradecerle al buen Dios todo lo que nos ha dado, que qué bella cosa sería tener una nación donde todos los hombres fueran como Gutiérrez Estrada. Y para ti, Max, tengo otro regalo. ¿Te acuerdas de esa tarde en Miramar en el Salón de las Gaviotas que tenías frente a ti un mapa de México en el que clavabas alfileres de colores? ¿Un alfiler verde para señalar las verdes y espesas selvas de Bonampak, sus guayacanes y sus manglares? ¿Un alfiler de cabeza azul en honor del azul turquesa del Golfo de California y sus delfines saltadores? ¿Un alfiler plateado para celebrar los criaderos de plata de Guanajuato y los artificios labrados que deslumbraron a los conquistadores españoles en el Palacio de Axayácatl? Hoy vino el mensajero disfrazado del Coronel Du Pin y me los trajo y me pidió que te los diera, Max, para que tú mismo te los claves en la lengua, uno por cada una de tus mentiras, de tus mentiras blancas, de tus mentiras color de rosa, de tus mentiras que eran, como tus sueños, doradas: pínchate la lengua por haber dicho en Orizaba que si el pueblo mexicano decidía ser de nuevo una República, tú serías el primero en felicitar al presidente electo; por haber escrito que Austria estaba enferma de un mal interminable, plena de aburrimiento y de tristeza, a sabiendas de que no era así, y de que más que estar allí en el horrible palacio de la ciudad de México, atormentado por los violines desafinados de las bandas de indios descalzos y sus petardos y sus matracas, te hubiera gustado pasear por el Volksgarten del Hofburgo escuchando el estallido, jubiloso y cristalino, en el aire limpio de Viena, de las burbujas de la Polka Champaña de Johann Strauss. Púnzate la lengua, Max, porque a sabiendas de que te encontrabas solo y desamparado, murmuraste, tras una cortina del palacio cuando las tropas francesas se retiraron de México, que al fin estabas libre, y porque ya juzgado y condenado dijiste que nunca habías pensado que se te hiciera responsable de una situación que tú no habías creado, cuando que siempre supiste que eras el principal culpable, porque sin ti no hubiera habido Imperio. Y atraviésate la lengua, Max, traspásatela hasta el gaznate con un alfiler del negro de una de tus mentiras más sucias, porque tras burlarte de Napoleón Tercero, tras asombrarte del cinismo del que hizo gala cuando en l’Orangerie te dijo, hablando de la Guerra de Crimea que quizás hubiera sido mejor repartirse a Turquía en lugar de ayudarla, y que así Austria hubiera podido agrandarse con Albania y Herzegovina, y después de que a mi padre le escribiste en una carta que la estrella de Luis Napoleón tendría que desaparecer, como la de toda la gentuza de su clase, dijiste de él, de Mostachú, que era el soberano más grande de su siglo.
Y al indio, Maximiliano, a tu asesino, a Benito Juárez, que cada vez que abría la boca decía una mentira, por haberle dicho a la Princesa Salm Salm que no te perdonaría la vida así se arrodillaran ante él todos los monarcas de Europa, resérvale la estalactita más dura y más filosa, la más relumbrante de tu trono de filigrana de sal y ópalos y de encaje de aguamarinas transparentes, para clavárselo en el pecho. Porque si eso dijo el indio, fue porque ante él estaba arrodillada una amazona de circo, una arribista, una princesa también de mentiras y no mi prima Victoria la Reina de Inglaterra. Y porque la Princesa Salm Salm era una estúpida: ¿por qué no se le ofreció a Juárez como lo hizo con el Coronel Palacios, que del susto casi brinca por la ventana? ¿Tú crees que Juárez hubiera saltado por el balcón de la oficina presidencial si la Princesa Salm Salm se le hubiera desnudado? Él, ese indio prieto que aparte de la carne de su mujer Margarita con la que se casó nada más que para poder ser todo lo que fue: gobernador y ministro, presidente y héroe, nunca jamás pudo acariciar con sus oscuras manos la piel dulce de una mujer blanca, como no fuera la de una prostituta, ¿tú crees que él se hubiera resistido a acariciar los pechos de la princesa yanqui y a echársele encima apenas Inés Salm Salm le enseñara sus ligas y el principio de los muslos? Y porque Magnus, y con él el Barón Lago y todos los otros ministros europeos que salieron corriendo de Querétaro, no sólo eran unos cobardes, sino también unos estúpidos: no conocían el precio del indio. Mi prima Victoria debió haberle ofrecido el brillante Koh-y-Nor de la corona inglesa con el que tanto presumió en uno de sus viajes a París cuando la hipócrita le rindió homenaje en Los Inválidos a Napoleón Primero el enemigo más grande que jamás tuvo Inglaterra. Pero no, con menos, con menos de eso hubieran deslumbrado al indio: con la diadema de esmeraldas que le presentó la ciudad de París a Eugenia cuando se casó con Luis Napoleón. Con los zafiros de la Duquesa de Orleáns que le regalaron a mi bisabuela María Antonieta. Con el árbol de la rosa de oro que Pío Séptimo le envió a la Emperatriz Carolina Augusta y que Sisi debió haberle llevado a Juárez, que yo le hubiera llevado si me hubieran dicho, Maximiliano, que te iban a matar, pero no me lo dijo nadie y me tuvieron encerrada en Miramar meses enteros: yo habría arrancado la rosa de oro y me habría desnudado y recostado en el diván de la oficina de Juárez donde se arrellanaba el perro faldero de Inés Salm Salm, y me hubiera colocado la rosa entre las piernas y le hubiera dicho a Juárez que si la besaba con sus labios prietos lo dejaría besar entonces el nido de la rosa y su aureola de césped castaño y entonces hubiera sido él, el indio, el que hubiera caído de rodillas. Pero no me dijeron nada, Maximiliano, y todos te abandonaron. A Sisi no le importaba otra cosa que ponerse mascarillas de barro y de polvo de conchanácar para quitarse las arrugas que ya nunca se le quitaron o lavarse el pelo con coñac y yemas de huevo para devolverle el brillo que jamás volvió a tener. Tu hermano Francisco José, que estaba muy ocupado con su amante Katherine Schratt, no se tomó el trabajo de cruzar el Atlántico para ir a pedirle gracia a Juárez. Carlos Manuel Segundo de Italia no te podía perdonar que hubiera sido un barco que tenía tu nombre el que hundiera al Re d’Italia en la Batalla de Lissa. Isabel Segunda de España estaba muy entretenida abriéndole las piernas a Carlos Marfori. Alejandro Nicolayevich estaba más interesado en recoger el premio que ganó en la Exposición de París por sus crías de caballos y en reponerse del susto que le dio el polaco Beresowski cuando disparó contra él en Longchamp, que en tu destino y el de tu Imperio. Y porque nadie, Maximiliano, ningún monarca de Europa, ni mi hermano Leopoldo, ni Luis Primero de Portugal ni el Kaiser Guillermo Primero de Alemania, ninguno, Maximiliano, fue capaz de ir a México a pedirle a Juárez que no te fusilara, a colmarle el orgullo al indio y henchirle la soberbia y ofuscarlo en su pequeñez y su mezquindad para salvarte la vida: todos te abandonaron. Pero si te sirve de consuelo, Maximiliano, te diré que todos están muertos. Tu hermano y el mío y Victoria y Guillermo se murieron de viejos. Víctor Manuel se murió en el Palacio del Quirinal como se lo había predicho una gitana y se le puso la cara negra con la tinta del barbero que tiñó la barba de su cadáver. Isabel de España no sólo se murió de vieja sino de gorda, de puerca, de glotona, de puta, y a Luis de Portugal lo asesinaron en Cascaes y Alejandro, que lo encontraron en la nieve malherido por la bomba de Ryssakov, murió en el Palacio de Invierno de San Petersburgo con las entrañas congeladas. Sólo yo estoy viva.
Y porque lo estoy, y porque te quiero, te voy a perdonar todas tus mentiras si prometes que te vas a portar bien y a decirme la verdad a todo lo que te pregunte. Dime: ¿no me han de ver de nuevo tus ojos? ¿No me han de mirar, Maximiliano, tus ojos claros desde el azul del lago? ¿No te ha de desear mi boca? ¿No te han de abrazar mis brazos, Maximiliano, desde las balaustradas blancas de los balcones de Miramar? Dime, Max: ¿Te acuerdas, cuando te dieron paperas y tu abuela te regaló una fortaleza de cartón con soldaditos de plomo y cañones de fulminantes? ¿No han de disparar tus manos de nuevo el cañón de juguete que derrumbará los muros de la fortaleza roja de San Juan de Ulúa, que caerán desmoronados en las aguas de la rada de Veracruz para el espanto de los tiburones y las mantarrayas? ¿No te han de dar paperas de nuevo, Max, para que tu hermano Francisco José te envíe cartas secretas escritas con su sangre y la punta de su espada? Ay, Maximiliano, Maximiliano el de la cuna de marfil bajo la alondra disecada: sembraste violetas, recogiste cuervos. Sembraste fantasmas, recogiste una racha de balas. Ay Maximiliano, Maximiliano el de la isla solitaria de las jirafas y las paperas y la cabaña alfombrada con pieles de gato salvaje y cortinas de piel de boa y en tu mano una pipa curada con cáscaras de manzana y té de jacinto: sembraste sueños, recogiste un tiro de gracia. Ay, Maximiliano, dime: en el verdor callado de Venecia, ¿no bebió la tristeza máscaras de musgo de tus labios? Bajo las buganvillas de los Jardines Borda, ¿no bebió la alegría mariposas azules de tus ojos? En las playas de Cartagena, ¿no te habló el viento desde sus cenizas? ¿No tuvieron las cenizas un hijo, no tuvo el Alcázar de Toledo un pájaro? ¿Cuándo el pájaro se desangró en tu pecho de marinero? ¿Cuándo su pico se clavó en tu cuello que no me lo dijeron, Maximiliano, que me lo han ocultado tanto tiempo, veintidós mil noches, Maximiliano, en las que te he esperado aquí en mi cama de lava seca que mandé traer del Pedregal del Ajusco, a oscuras porque estoy casi ciega por las cataratas que no me dejan verte como siempre eras, alto y rubio y con el gran collar del Vellocino de Oro al cuello y con tu barba alada que flotaba sobre las aguas cuando te bañabas en el Lago de Chapultepec? ¿Te acuerdas, Max, de esas mañanas tan claras y como recién lavadas con agua de lirios y yo desde la terraza del castillo te saludaba, te decía adiós con una carta de papá Leopoldo en las manos? ¿Y que bajaba yo entonces para leértela en voz alta desde la orilla del lago? Bajaba yo por las escaleras que conducían a la habitación donde estaba mi madre, acostada, y el techo era una bóveda remendada de estrellas y ella, el Ángel de Bélgica, estaba muy pálida y arriba de su cama, y como suspendidos en el aire por hilos invisibles, inmóviles, había tres cisnes negros del Béguinage con las alas abiertas. Bajaba yo, huía con la carta de papá en la mano, y de pronto me di cuenta que ésa no era ni la escalera del castillo, ni la de Laeken; que esos peldaños de piedra por los que se arrastraba una yedra gris y azulosa, vieja y crispada, eran los peldaños de la escalera de caracol de la torre redonda de Chichén-Itzá. Después me encontré en el centro de un laberinto y te llamé a gritos, pero sólo me respondió el eco que repitió tu nombre hasta el infinito, y supe que sólo encontraría la salida si seguía ese hilo rojo, ese hilo de sangre siempre fresca que no fue el que manchó el caballito de madera de mi prima Minette, sino ese otro hilo de sangre caliente que me salió la noche en que cruzamos el Trópico de Cáncer a bordo del yate Fantaisie rumbo a la Isla de Madeira y sobre una cama de tablones barrida por la espuma del mar danzaron los escobilleros y las botellas de vino Sercial, danzaron tus astrolabios y tus compases, danzó el viento y danzó la oscuridad de la noche, y danzamos tú y yo, desnudos, y ese hilo de sangre, Maximiliano, pasa por la Isla de Lacroma con sus banderas mexicanas a media asta y crespones como orquídeas negras, pasa por la carroza imperial que nos regalaron los habitantes de Milán y que se quedó abandonada en El Olvido y en la que han crecido los hongos y la madreselva se ha enredado a sus ruedas, y en su interior anidan faisanes y quetzales de largas colas tornasoladas y por sus ventanas se derraman los helechos, y llega ese hilo, Maximiliano, hasta tu corazón lleno de puntas como el erizo que me trajo el mensajero o como la estrella de sangre cuajada que tengo aquí sobre mi pecho desnudo y ensalivado por tus besos. Ay, Maximiliano, Maximiliano, niño de los mosaicos florentinos del ala leopoldina del Hofburgo, niño del alma perfumada por las miniaturas persas del Cuarto del Millón de Schönbrunn, dime: el polvo de los caminos de Apam, ¿no te hizo comer milagros? Niño Maximiliano, niño que te acostaste en las zarzas de seda del Valle de Anáhuac. Niño de las barbas de estropajo y de los ojos de petróleo esmerilado, Emperador de México, Rey de Xochimilco, Almirante del Lago de Texcoco, dime: ¿no lloraste lágrimas de arco iris en los amaneceres de Uruapan? El Río Blanco de las aguas dulces y enamoradas, ¿no te besó los muslos?, ¿no te salpicó en la cara la sonrisa de Concepción Sedano? Ay, niño Fernando, Señorito Maximiliano, ¿te acuerdas que un día hiciste cortar a la moda inglesa las colas de los caballos de tu regimiento, y que tu hermano te castigó por atreverte a violar el reglamento que desde los tiempos de María Teresa ordenaba que las colas fueran largas y trenzadas? Dime, ¿no volverá Francisco José a encerrarte en tu cuarto, arrestado, para que allí, en la soledad y en tu imaginación los sementales blancos de la Escuela de Equitación Española de Viena de los que sabías sus nombres de memoria, respinguen y hagan cabriolas y caracoleen y galopen a la velocidad de la vida? ¿Ya no le has de echar en cara de nuevo a tu hermano, para su vergüenza, que él, el Emperador de Austria, lloró de miedo la primera vez que lo subieron a un pony?
Y seguí bajando la escalera, siempre con la carta de papá en la mano, y me di cuenta que había pasado de la escalera de la torre redonda a la escalera del Castillo de Chichén-Itzá y que esa escultura de piedra de un hombre recostado que sostenía una vasija en el vientre era el chac-mool, y que ese animal de grandes colmillos con el cuerpo incrustado de trozos de jade era el jaguar rojo, y seguí bajando la escalera y cuando llegué al final ya sabía que ese inmenso círculo de aguas azules no era el Lago de Chapultepec sino el cenote sagrado. Pero no te vi. Sólo vi a Blasio, que sostenía una toalla grande y blanca como un sudario, y que me dijo algo que no escuché, y después desapareció, ya no lo vi más porque me envolvió una nube de vapor y entonces la carta se me deshizo en las manos como si fuera de ceniza, porque era la carta de un muerto, porque mi adorado padre Leopoldo Primero de Bélgica la había escrito unos días antes de morir y no me llegó a México sino varias semanas después, cuando regresé, enloquecida y envenenada mi alma con toloache, de allí, de Chichén-Itzá, del cenote sagrado. Y te grité, te dije a gritos y sollozos que a mi pobre padre lo habían tenido que operar más de diez veces, que los pies se le habían hinchado de una manera monstruosa, que en su último viaje a Inglaterra casi no pudo platicar con Victoria porque se pasó los días en cama en el Palacio de Buckingham revolcándose de los espantosos cólicos que le producían las piedras de la vesícula, infeliz de mi padre que a veces del dolor tenía que dormir parado, sostenido por las axilas por dos colchones clavados a unas mesas, también debí haber ido a Bélgica para cuidarlo, para echar a patadas del cuarto a su amante la Eppinghoven que fue a la única persona a quien le permitió estar a su lado en su lecho de muerte y para sacudirlo y despertarlo de su delirio y estar así segura que cuando decía Charlotte, Charlotte, querida Charlotte en su agonía, me llamaba a mí, a su pequeña Charlotte, a su Bijou, a la Princesa de Laeken y no a su primera mujer Charlotte de Inglaterra, la hija del borracho y depravado Jorge Cuarto, de la que mi madre tomó el nombre, y eso no se lo perdonaré nunca, para ponérmelo a mí, para darme el nombre de una muerta que siguió viva para siempre en el corazón de mi padre.
Fue entonces cuando entendí lo que Blasio me había querido decir: que hacía frío y que me cubriera con tu toalla. Pero no, no, qué va: la nube de vapor me abrasaba y me arrojé al cenote para refrescarme y porque sabía que tú estabas en el fondo. Primero me acosté en el agua de espaldas, quieta, sin parpadear siquiera. Arriba el sol, en el cénit, y el cielo azul circunvalado por los altísimos y oscuros muros del cenote, reflejaban, como un espejo, el astro tembloroso que era mi falda anaranjada que flotaba y giraba a mi alrededor, y el mar de turquesas líquidas en el que comencé a hundirme, casi sin sentirlo, como me hundía en el sueño cuando mi madre me leía unas páginas de Fabiola. Descendí así, muy despacio y con los ojos cerrados, como una novia dormida envuelta en llamas, en un largo viaje, hasta el lecho del cenote. Cuando abrí los ojos, te vi tendido a mi lado y vi que tu cara, de tan pálida, parecía de yeso. Pero tu cabello y tu barba estaban vivos: se habían convertido en lombrices blancas. Y tu lengua también estaba viva: era la cola de un pez morado. Y yo me comí a mordiscos las lombrices, me tragué el pez, porque no quería que nadie, Maximiliano, ni el Doctor Licea ni el Barón Lago, ni el Coronel Platón Sánchez, ni Miguel López se llevaran a sus casas los bucles de tu cabello guardados en relicarios, ni los pedazos de tu lengua en frascos de formol como recuerdo de sus infamias y sus traiciones, de su cobardía y sus deslealtades, y porque no sólo tu corazón estaba vivo: en la jaula de tu costillar palpitaba una medusa roja como la púrpura, sino también tu miembro: entre tus piernas se asomaba un anguila luminosa y escurridiza, ardiente, y tu piel también, Maximiliano, la piel de tus huesos, que era como de musgo azul, suave y tembloroso, por eso me desnudé, para hacer el amor contigo, a pesar de que yo sabía que nos estaban viendo, que desde sus órbitas negras como azabache nos contemplaban las vírgenes mayas arrojadas vivas al cenote para conjurar a los dioses de la lluvia.
Pero otros nos vieron también, Maximiliano, y nos ven todavía con un asombro tan grande que no les cabe en las órbitas vacías de sus ojos, porque si cuando estaban vivos y peleaban por lo que creían era su patria aplaudieron tu muerte por considerarte un usurpador extranjero, una vez muertos no pudieron entender cómo fue que sus propios hermanos mexicanos los habían asesinado. Allí, Maximiliano, en el azul profundo del cenote, en un altar alfombrado con las flores amarillas del cempazúchil y las flores rojas del colorín, estaban las calaveras de los que fueron héroes y víctimas, las dos cosas, de una revolución de la que tú jamás oíste hablar. De una revolución que, como Saturno, devoró a sus propios hijos: allí, nadie me lo contó, en ese altar, yo vi una calavera forrada con piel de serpiente y otra forrada con piel de puma y una más forrada con cartuchos de balas, allí vi yo una calavera cubierta con mosaicos de jade, allí vi las calaveras, blancas y pulidas, y con luz propia como si fueran lámparas, de los mexicanos asesinados en la ciudad de México, en Tlaxcalantongo, en Parral, en la Hacienda de Chinameca. Y ellos me vieron a mí.
Pero yo dije qué importa que todo México vea a Mamá Carlota haciendo el amor con Papá Maximiliano, y claro, comencé a sofocarme, me ahogaba, me faltó el aire y aun así aguanté la respiración para seguir amándote, y sólo cuando empecé a sentir lo que fue al mismo tiempo el placer y la angustia más grande de mi vida ya no pude más, expulsé el aire que me abrasaba los pulmones y el alma se me escapó por la boca. Ay, Su Majestad Doña Carlota, pensamos que se nos moría, ¿se le cerró el gaznate?, ¿se le fue el vómito a los pulmones?, ¿era una pesadilla?, me preguntaron mis damas de compañía y yo les dije que sí, que había tenido una pesadilla: estaba yo tan cansada de que nunca me creyeran, que por esa única vez no les dije la verdad, y que era que acababa yo de regresar, esa noche, de mi viaje a Yucatán.
De todos modos, desde entonces cuando menos lo esperan las malditas, aguanto la respiración hasta que siento que me voy a desmayar, que la cara se me pone morada, y mis damas y mis duquesas y mis doctores se asustan, creen que me está dando un ataque al corazón, que tengo enfisema, que se me atragantó la comida y me ruegan que respire, respire Usted Doña Carlota por el amor de Dios, me suplican, me ordenan, me ponen una pluma en los labios para ver si vuela, que traigan un espantasuegras, dijo el Doctor Jilek, para ver si lo desenrolla, un tanque de oxígeno que se nos asfixia la Emperatriz, dijo el Conde del Valle de Orizaba, una pipa con agua jabonosa para ver si hace pompas de jabón, dijo la Condesa d’Hulst, pronto una bomba para inflar llantas, gritó el Doctor Bilimek y no pude más y me reí, solté la carcajada porque me imaginé que me inflaban hasta que me convertía en un globo y salía por la ventana del castillo y les decía adiós, y me iba yo, por las nubes, rumbo a México pero no, no, si alguna vez voy a regresar a México con el vientre casi a punto de estallar, será no porque esté preñada nada más que de viento ni preñada de un hijo tuyo o del Coronel Rodríguez: será de tempestades y borrascas, de torbellinos, para que cuando los mexicanos me den de palos como siempre lo hicieron y reviente, les lluevan, juntas, Maximiliano, las desgracias y las calamidades, todas las que se merecen por haber sido tan ingratos con nosotros. Y como de costumbre, a la risa siguieron las lágrimas, y con los ojos nublados les pregunté por qué querían que respirara, por qué no quieren que me muera, para qué o para quién sigo viviendo así ciega y loca, vieja y sola, si no ha de venir ya nunca más a verme y a tocarme y a besarme el Rey del Universo, y ellas me dicen, pero Doña Carlota, ¿no ha de venir a almorzar Don Maximiliano? ¿No ha de beber de sus manos, Doña Carlota, el agua clara de los cenotes de Yucatán, el veneno blanco de la serpiente de cascabel? ¿No ha de comer sus huevos rancheros el Emperador? Con el Comodoro Maury, en las terrazas de Miravalle, ¿no ha de compartir Don Maximiliano una jarra de chocolate? No volverá el Archiduque a ser joven, a viajar por el Imperio Habsburgo y las muchachas de Estiria, ¿no le ofrecerán de nuevo un sombrero de fieltro verde? ¿No tendrá el sombrero una corona de edelweiss y una pluma de águila? Díganos, Doña Carlota, ¿no será de nuevo Emperador Don Maximiliano? Y el General Oxholm: ¿no volverá a viajar de Dinamarca a México para condecorarlo con la gran cruz de la Orden del Elefante? ¿No lucirá el Emperador sobre su pecho el elefante dorado sobre un campo de esmalte azur? Y si el elefante tiene sed, ¿no alzará la trompa para beberse el cielo? ¿Y cuando el elefante se ponga azul, de felicidad?, ¿no se pondrán verdes de la envidia la Princesa Salm Salm y el Nuncio Papal?
Pero más, mucho más que las mentiras tuyas y mías y de los otros, más que las mentiras de todos los días, Maximiliano, lo que me mata de angustia es la gran mentira de la vida, la mentira del mundo, la que nunca nos cuentan, la que nadie nos dice porque nos engaña a todos. Cuando por ejemplo les dije a mis doctores que sí, en efecto, había tenido yo una pesadilla y soñado que me ahogaba, se pusieron muy contentos. Y así ha sido siempre, a lo largo de todos estos años. Cada vez que he dado a sus preguntas las repuestas que ellos quieren escuchar. Cuando he dicho que sí, que sueño, que sufro de delirios, que me imagino cosas, o cuando a sus preguntas les doy mi nombre, mi edad, la fecha de tu muerte, me miran con alegría, me sonríen, y después, en los pasillos y en los rincones murmuran: la Emperatriz está lúcida, Dios quiera conservarla así hasta el fin de sus días. Lo que me preocupa, lo que pienso que eso sí de verdad me podría volver loca, es tratar de comprender el espejismo, la alucinación que sufren todos ellos. Y me aburre también, me fatiga seguir su juego y dar a todas las cosas el nombre que ellos quieren que les dé. ¿Quién soy yo, Su Majestad?, me preguntó un día el Doctor Jilek. El Doctor Jilek, le contesté. ¿Y eso de allá, Su Majestad, qué es?, dijo, señalando las montañas. Las montañas, le contesté. ¿Y esto, Su Majestad?, me preguntó, y me enseñó un bordado en punto de cruz que hice hace como veinte años del yate Fantaisie, y le contesté: es un bordado a punto de cruz que hice, hace mucho tiempo, del yate Fantaisie. Y es entonces cuando dicen que estoy lúcida y corren, vuelan a contárselo a Leopoldo y a María Enriqueta y a mi sobrino Alberto. A veces casi me dan lástima, mis pobres doctores, mis infelices damas de compañía. Y digo casi, porque el odio que les tengo me impide compadecerme de su ceguera. O quizás ni a odio llega, y es sólo desprecio, porque no entienden nada. ¿Sabe usted, Doctor Jilek, en donde estamos?, le pregunté un día. Y un domingo en la mañana, lo recuerdo muy bien, en que vino Alberto a visitarme, le pregunté: ¿sabes tú quién soy yo? Estamos en el Castillo de Bouchout, Su Majestad, me contestó Jilek. Tú eres mi tía Charlotte, me contestó Alberto. No, no, les dije, no estamos en Bouchout, estamos en México, y yo no soy tu tía Charlotte: yo soy un milagro. Y es entonces, imagínate, cuando dicen que estoy loca. ¿Pero acaso no me enseñaron ellos, mis hermanos, mis padres, mis maestros, no me obligaron hasta el cansancio a creer en milagros? ¿No me hablaron toda mi infancia de la resurrección de Lázaro y de Nuestro Señor Jesucristo? ¿No me contaba la Condesa de Mérode Westerloo cómo había florecido la vara de nardo de San José? ¿No me prometió Felipe llevarme un día a la Catedral de Colonia para enseñarme una de las copas de las bodas de Caná que contuvieron el vino que Jesucristo hizo nacer del agua en su primer milagro? ¿No me hablaba mi Vicegobernanta Luisa de Montanclos de cómo la propia sangre de Cristo se transformó en vino? ¿No me dijo el Cardenal Deschamps que no se me olvidara que la Virgen Santísima había ascendido de la tierra al cielo en su propia carne inmaculada? ¿No me llevaron a ver, en Santa Gudula, las hostias milagrosas que sangraron durante siglos, tras haber sido laceradas por tres judíos que murieron en la hoguera? ¿Y no me prometió también Felipe enseñarme en el oratorio de San Basilio en Brujas la copa que contenía varias gotas de sangre de Cristo que se licuaban cada Viernes Santo? Y ahora, que tienen frente a ellos un milagro, ahora que por primera vez en su vida contemplan un prodigio, Maximiliano, no lo reconocen, no lo entienden, no lo ven. Por el único que sentí un poco de ternura fue por Alberto, porque cuando tenía cinco años le hice la misma pregunta, dime quién soy yo, y cuando le contesté no, no soy tu tía, soy un milagro supo de qué estaba yo hablando, se le iluminaron los ojos, juró guardar el secreto, pero ahora que ya se cree muy importante porque es rey se le ha olvidado todo y se convirtió en un cretino, ¿sabías, Maximiliano, que después de inundar el Valle de Yser para detener el avance alemán quedó aislado en un pedazo de territorio que no tenía ni veinte millas cuadradas y cuando le dijeron que sería mejor que saliera del país Alberto puso como ejemplo de un gobernante que jamás en circunstancias parecidas abandonó su Patria, a Benito Juárez? Alberto, Alberto mi sobrino dijo eso, para vergüenza mía y de mi estirpe. Alberto Primero de Bélgica. Pero te decía que ahora que todos ellos por primera vez en su vida contemplan un prodigio, no lo entienden, y no es que se hagan los tontos por pura envidia, porque también ellos quisieran vivir como yo, al mismo tiempo, todas las edades de su vida, no: eso está más allá de los límites de su inteligencia. Ayer, por ejemplo, que tuvimos la clase de español en Miramar, dime, ¿cómo explicarle al profesor que delante de él tenía no sólo a una mujer de veintitrés años, sino también a una mujer madura de cuarenta, a una anciana de ochenta y seis? ¿Cómo hacerle entender que bajo esa tez de porcelana, que bajo esa linda cara lavada con agua de Colonia y de milflores de la que tanto se enamoró el Coronel Van Der Smissen y que hubiera envidiado Gabrielle d’Estrées la amante de Enrique de Navarra, había diez, cien máscaras, cada una de ellas menos hermosa, más vieja, menos fresca, más apergaminada, hasta llegar a la que tengo ahora puesta? ¿Y cómo decirle al Príncipe de Ligne que viene mañana a repetirme la misma historia: a decirme que soy muy rica, que seguimos comprando a las tribus congolesas con botellas de ginebra y que Inglaterra y Portugal están de acuerdo en que la bandera de la estrella dorada sobre un cielo azul que inventó Leopoldo ondee a los dos lados del estuario del Río Congo, cómo decirle que no sea tonto, que pierde su tiempo, que habla con un fantasma porque faltan sesenta años para que yo esté allí con él, que debajo de esta máscara de anciana octogenaria se transparenta la cara de cutis como piel de lirio de la Emperatriz de México que está en Chapultepec, estoy aquí en una de mis suarés y platico con Lola Escanden y con Lola de Elguero y Pepita Bazaine y que me espere unos minutos, que no tardo, y que se calle, que ya sé todo lo que tiene que decirme sobre marfiles y caucho, pieles y diamantes y que no quiero oír hablar más de los negros del Congo, que sólo me interesan mis indios mexicanos? ¿Cómo? ¿Cómo explicarle a nuestro maestro de español, que además se murió hace tantos años, cómo decirle que de nada sirve que me hable de conjugaciones y tiempos verbales porque yo no fui la Emperatriz de México, yo no seré Carlota Amelia, yo no sería la Reina de América sino que soy todo el tiempo, un presente eterno sin fin y sin principio, la memoria viva de un siglo congelada en un instante?
Por eso, Maximiliano, si te dicen que a veces, por horas y hasta por días enteros estoy lúcida porque me preguntan la hora y se la digo, porque me preguntan qué día es hoy y les doy la fecha, porque no me pongo a romper espejos ni acuso a nadie de que me quiera envenenar, no les hagas caso, no les creas. Es, nada más, como te decía, porque me fatigo y desciendo entonces no la escalera de caracol de la torre redonda de Chichén-Itzá, no las escaleras de madera de Laeken o las escaleras del Castillo de Chapultepec o las escaleras del Cenote Sagrado: desciendo del castillo en el que vivo, que es mi cabeza, desciendo de un palacio tan grande como el universo, con puertas y ventanas que se abren a toda la historia y todos los paisajes, desciendo y salgo por mi boca y mis oídos, me asomo a mis ojos, afloro a mi piel, sólo para darme cuenta de que estoy encerrada en un mundo que me ahoga, en una realidad mezquina, pigmea, incomprensible, que me enloquece.
Y si te dicen que de nuevo se apoderó de mí la insania porque loca de sed, de sed de amor y luz le vuelvo a aventar el desayuno en la cara al Doctor Jilek y le digo que en la noche voy a salir de Bouchout para beber en las fuentes del jardín, tampoco se lo creas. Yo no estoy loca. Loca, la mujer de Federico Guillermo Segundo, Luisa, que nunca dormía de noche porque su cuarto se llenaba de espectros fosforescentes. Loco Calígula, que nombró cónsul a su caballo Incitatus. Loca Juana la Loca que viajó con el cadáver de su marido Felipe el Hermoso de la Cartuja de Miraflores a la Catedral de Granada, en espera de encontrarse por el camino un santo o un brujo que lo resucitaran. Loco Jorge Tercero de Inglaterra que confundió un árbol con el embajador de Prusia. Loco Luis de Baviera que en su Castillo de Linderhof cenaba solo con los fantasmas invisibles de María Antonieta y Luis Dieciséis sentados en dos sillas vacías. Pero yo no: si digo que he bebido en todas las fuentes del mundo es porque yo me he montado en los tritones de la Donaubrunnen del Hofburgo para beber de las aguas de los tributarios del Danubio en una copa de plata labrada por Benvenuto Cellini. Porque yo he bebido, en el tarro de porcelana en que le servían leche a mi bisabuela María Antonieta, en Rambouillet, el agua fría de la gruta del dragón que el Rey Sol construyó en Versalles para su amante la Marquesa de Montespan. Porque yo voy cuando quiero a México a beber agua en jícaras de madera a la Fuente de la Tlaxpana y a la de Corpus Christi y a la del Salto del Agua. La otra vez me fui a Bruselas a la fuente de las tres ninfas de cuyos pechos desnudos brota el agua, y bebí de cada uno de sus pezones, y después me fui a la fuente del niño que desde hace dos siglos orina agua transparente noche y día, y pegué los labios a su pequeño miembro y supe que ese líquido que me acariciaba la garganta no era el agua del Mosa, ni del Sambre, ni del Escalda, ni de ninguno de los otros ríos de Bélgica: era el néctar dulcísimo que venía de los ríos de leche y miel del Paraíso. Y entonces comencé a temblar, Maximiliano, pero no de frío.