Yo soy un hombre de letras, señores, y por lo tanto casi pacífico. Y digo casi pacífico, porque tengo en mi haber un muerto. De pesarme en la conciencia no me pesa, porque lo maté en la guerra. Pero que su muerte la pagué, ya lo creo, y la pagué con creces, la pagué con esas mismas letras de las que les hablo, que al mismo tiempo son más de las que ustedes creen y muy pocas. O mejor dicho eran, porque por un lado tenía yo más de tres mil letras diferentes, y por el otro sólo veintiocho pero todas se desacompletaron cuando ocurrió el sucedido. Yo las llevaba en un cofre que a su vez llevaba en una mula con la que recorrí el territorio de Sonora a Yucatán y de Yucatán a Sonora, para poner mis letras al servicio de la República. Yo nunca me he encargado de transportar de un lugar a otro un mensaje escondido en un trozo de cecina, y mucho menos un mensaje metido en el casquillo de una bala a su vez metido donde ustedes podrán deducir por suposición. Pero yo escribí muchos de esos mensajes con mi propio puño y letra. Yo nunca he pronunciado un discurso o una filípica, ni firmado un edicto o un decreto: pero los he escrito. Para eso me pinto solo, o me pinto y me escribo, las dos cosas, porque mi amor a las letras me ha llevado también a hacer letreros de todos los tamaños y colores. Los primeros libros que leí en mi vida, y que todavía sigo leyendo, fueron «El Quijote» y «Las Mil y Una Noches». Pero antes de que yo aprendiera a leer, cuando apenas tenía seis años de edad, mi padre, que trabajaba en una imprenta, sacó de su ropero un estuche que tenía un alfabeto de plata refulgente, y con unas pinzas cogió letra por letra y las colocó en fila sobre la mesa, de la A a la Zeta. Mi padre, que nunca bebía sino en las grandes ocasiones, se sirvió una copa de bacanora refino y me dijo que aunque él lo que se llama pobre de pauperidad nunca había sido —y me recordó que teníamos dos vacas, tres puercos y diez gallinas— no podría dejarme mucho si de casas o tierras aledañas estábamos hablando, pero que me iba a dejar el patrimonio más rico del mundo, que eran esas letras que valían no tanto porque eran de plata —y de la mejor que daban las minas de las montañas de Arizona— sino, como dijo mi padre, por su valor intrínseco. Con esas veintiocho letras se fundan y se destruyen imperios y famas, me dijo, con ellas se escriben cartas de amor perfumadas con pachulí y se redactan, con sangre ajena, condenas de muerte. Con ellas yo no sé si Homero escribió «La Odisea» y Esopo sus «Fábulas», porque los dos eran ciegos, pero alguien, de todos modos, las escribió. Con estas letras se hacen los periódicos y las leyes, con ellas se hicieron la Revolución Francesa y nuestra Constitución y con ellas yo, tu padre, escribí con el seudónimo El Hijo del Águila, mis ditirambos contra Hyppolyte du Pasquier de Dommartin, uno de los primeros cacos franceses de los tantos que, por Sonora y por su plata, le vendieron el alma al diablo. Con las letras se da vida a las causas y a los hombres, con ellas se les da muerte. Con ellas, acomodándolas unas veces en una forma y otras veces en otra, en grupos de dos, de cinco o de veinte y luego poniéndolas en hilera, tú podrás ayudar, hijo, a escribir la Historia de nuestra Patria, así con mayúsculas, y escribirás tu propia historia para bien o para mal, para tu honor o tu vergüenza. Mi padre me dio entonces las primeras nueve letras del alfabeto y me dijo: Para ganarte las otras tendrás primero que aprender que la letra con sangre entra. Y así fue: cuando se me cayó mi primer diente lácteo, dicho sea de leche, y lo puse bajo la almohada, al día siguiente no me encontré allí una moneda, sino una I de plata. Cuando se me cayó el segundo me encontré la Jota, y así sucesiva y posteriormente hasta que sin quererlo me tragué el último diente y como resultado tuve que buscar la Zeta no debajo de la almohada sino junto a unos magueyes y, como dijo mi padre, en la hez y la haz de la tierra. Mi padre, que Dios lo tenga en su Santa Gloria, feneció hace mucho tiempo: yo mismo le escribí un epitafio insigne que lo labraron según mis instrucciones con letras góticas en una lápida de mármol serpentino. Pero el viejo alcanzó a vivir lo suficiente como para enseñarme a leer y escribir y fomentarme el inmarcesible amor a las letras, al grado que él mismo con sus propias manos paró las tipografías de mis primeros panegíricos sobre la Patria y mis diatribas contra el yankee William Walker y el francés Raousset Boulbon —porque de mi padre heredé también la inquina nacional contra los filibusteros— y los imprimió y los dos los repartimos en el mercado de la ciudad, que era Guaymas, porque ya para entonces nos habíamos ido a vivir a las orillas del Mar Pacífico, en la bahía más hermosa del mundo: cómo no será de hermosa Guaymas, cuánto no prometerá, que nomás de verla a lo lejos Walker se eligió Presidente de Sonora y Raousset se creyó sultán. A esa Guaymas me regresé, como a la querencia, tras años y felices días de vivir en la capital a donde fui para inculcarme una mejor educación, y de viajar in extenso, como dije, por toda la República, y pelear en el ínterin contra los invasores de Napoleón III con los que llegó el austríaco. Pero de pelear como decía mi padre: no con el filo de la espada sino con el fulgor de la pluma. Qué iba yo a saber entonces que por mi culpa un hombre iba a besar, para siempre jamás, las mismas arenas doradas y espársiles que regó con su sangre pirata Raousset Boulbon. Qué iba yo a pensar, imagínense ustedes, yo, que al igual que el Presidente Juárez nunca he tenido una pistola o un fusil entre las manos, ni siquiera un arma blanca con que ponerme a pelar naranjas. Lo primero que fui fue ser poeta y componerle líricas y églogas a los bosques de Guerrero, a las serranías de Durango y a las selvas de Quintana Roo. En la capital, aprendí a ser lo que llaman evangelista, que son los que se colocan en los portales de las plazas con sus escritorios azules para escribir las cartas de los que no saben escribir. Y allí, de las diez de la mañana a las ocho de la noche escribí miles de cartas de declaraciones y confirmaciones de amor, de rencor y de despecho, cartas de desahucio y de pésame, cartas a licenciados y senadores, a curas de parroquia y presidentes municipales. Y me fue muy bien no sólo porque yo me las sé ingeniar sino porque mi padre, además del amor a las letras y del alfabeto de plata, me heredó una lista de esas fórmulas de cortesía y civilidad como Muy Señores y Estimados Míos o Su Seguro y Más que Atento Servidor, y una lista más con una retahíla de palabras poéticas que les sugería yo a los novios y a los amantes y a los hijos pródigos para que sus pretendidas, sus esposas o sus señoras madres se enteraran de lo gélido que estaba su corazón o de lo nubífero que al parecer se estaba poniendo el tiempo. Eso sin hablar del rosicler de los crepúsculos, que costaba varios reales más. Después de ser poeta, y cuando leí en la «Revista Científica» las entregas de «El Fistol del Diablo» de Don Manuel Payno, lo que más quise en el mundo fue hacer una novela, y allí traigo una en el cofre donde cargo mis tipografías, mis pinceles y mis letreros impresos, pero yo creo que se va a quedar a medias por Sécula Seculórum porque a cada rato me dejan de gustar unas cosas que ya escribí y me empiezan a gustar otras que no sé cuándo escribiré, y por si fuera poco, con el sucedido de la Bahía de Guaymas, más de la mitad de mi novela se me desapareció. De todos modos, el escribir novelas, o mejor dicho el no escribirlas, me llevó, no tanto por casualidad, sino por causalidad, como diría mi padre, a ser periodista: porque en mis panfletos y artículos lo que quiero decir lo digo pronto, y quedó dicho. Aunque eso de ser periodista es muy relativo: me he cansado de mandar mis escritos a los periódicos y no me los publican, y yo pienso que pura envidia, porque lo que es una ortografía impoluta y una gramática prístina nunca me han faltado, gracias a Dios. O gracias a mi padre. Mientras tanto, como simple mortal he tenido que hacer de todo para irla pasando, y como también se ve que tengo facilidad para el dibujo, lo combiné con mi vocación por las letras y me puse a hacer anuncios y letreros. Si pasan ustedes por Cocóspera, que es un pueblecito de mi mismo estado de Sonora, ojalá vean una pulquería que se llama La Consolidada: yo pinté su nombre, y yo fui el que escogió sus letras, que son gordas y rojas y fileteadas de plata como tiene que ser y como su nombre lo indica todo lo que se consolida. Pero aparte de Sonora casi no hay un estado de los diecinueve que abarca la nación, señores, donde no haya una cantina, una tlapalería, una tienda de ultramarinos cuyo letrero no haya pintado yo con letras Pica o San Serrife rojas o amarillas, o Clarendon y renacentistas azules y negras, que son los nombres de las distintas tipografías que he ido coleccionando en el transcurso de mi vida y que traigo en mi cofre al servicio de la República. Quiero que quede bien claro que no me gusta comercializarme, y que pintar letreros no es lo que más prefiero hacer, pero como les dije, sirven para que me gane el pan y a veces, como diría mi padre, literalmente, que no es lo mismo que literariamente: cuando pasé por segunda vez por la capital y viví en la Calle de Tacuba, pinté el letrero de la panadería «La Isla de San Luis», para el que no pude escoger las letras porque el dueño era un franchute empecinado que ya las tenía escogidas, pero me pagaron con pan dulce durante tres semanas con la ventaja adicional de que yo podía elegir lo que quisiera: semitas, alamares o chilindrinas, lo que fuera. Pero eso pasó, claro, antes de la guerra. Que si un panadero francés me hubiera pedido lo mismo después que sus coterráneos hollaran mi suelo patrio, yo no le hubiera pintado un letrero, sino un violín, y con el violín le habría chorreado con mis colores todos sus bizcochos, así se hubiera armado otra Guerra de los Pasteles que, se lo juro, la segunda sí que la ganamos. Mientras tanto, durante esas tres semanas que pasé a pan y agua, por así decirlo y por hacer gala a la metáfora, le escribí varias cartas al Presidente Don Benito Juárez, Excelentísimo Señor, le dije, felicitándolo por las Leyes de Reforma, y mandé un artículo al «Monitor Republicano» que nunca apareció, lo que me hizo reflexionar que quizás a mis escritos no los publican porque son muy épicos o tal vez —y eso lo digo por lo bonito que suenan cuando los leo en voz alta y porque me parece que son más bien para ser recitados que para ser leídos—, tal vez, decía, no los publican porque son demasiado acústicos. Como es de suponerse, y porque no nada más de pan vive el hombre, a mí me gusta que me liquiden no tanto con especie como con plata contante y sonante y sólo una vez, que yo recuerde, me pagaron en especie y con plata al mismo tiempo y fue cuando pinté un letrero que decía Inglis espoquen para una platería de la ciudad de Taxco por la que años más tarde pasaría el Emperador Maximiliano en su carruaje de seis mulas blancas y auriga de librea púrpura. Y si no hubiera sido por los principios morales que me instauró mi padre, en otra ocasión me hubieran pagado con la mejor de todas las especies, mejorando lo presente: con una hembra. Pero cuando la vieja esa pintarrajeada y con peluca de rulos rojos que conocí en una fonda de Tampico me preguntó si le podía yo pintar un letrero que dijera: Se Alquilan Muñecas Finas, no me digné ni farfullarle una respuesta: cogí un lápiz y en el menú, con letras muy grandes, escribí No Señor, aunque era una señora, si es que de todos modos se le podía dar ese título. También soy el responsable de varios menús. El más bonito de todos lo hice en la misma ciudad de Tampico para el Café Reverdy, y le puse como adorno unos colgajitos de piñas y mangos que le gustaron mucho al administrador. En otra ocasión hice el letrero para una tabaquería y me pagaron con cigarrillos. Desde entonces cogí el vicio, ni modo de desperdiciarlos. Otra vez hice el letrero de una lavandería y me dijeron que sólo me podían pagar lavándome la ropa durante un mes y pico, pero como entonces era una época de vacas flacas y yo no tenía otra ropa que la que traía puesta, tuve que pintar el letrero de una tienda de pantalones y camisas y pedirles que me pagaran en especie para tener qué lavar. Y cómo se me va a olvidar nunca lo que me divertí cuando en un pueblecito de tierra caliente me pidieron que pintara el letrero de un almacén de hielo que traían a lomo de mula desde el Pico de Orizaba, y cuando terminé y me pagaron con dos bloques del tamaño de unos baúles, la gente me dijo Y ahora qué vas a hacer, una fiesta para consumir el hielo, y yo por toda respuesta agarré mi mula, la cargué con los bloques y me fui con ella a un manantial llamado del Ojo Caliente del que brotaban aguas de azufre hirviendo y allí eché los bloques para entibiarlo y fui el primer mortal, señores, que se bañó jamás de los jamases en sus ardientes aguas bulliciosas. Fue allí, en el estado de Veracruz, donde volví a poner mi talento al servicio de la República. Y digo que volví, porque como les dije, desde muy niño estaba yo muy en contra de todos los invasores, así fueran los comanches y los apaches del Valle de Gila que cada de vez en cuando querían llevarse a Sonora entre las patas de sus caballos, como todos los piratas yankees y franceses que llegaban por barco a Guaymas, y que nunca escarmentaban en cabeza ajena: ni porque corrimos a patadas a Walker de Ensenada, ni porque madrugamos a Charles Pindray con un balazo en la frente, ni porque fusilamos a Raousset Boulbon en la Bahía de Guaymas, ni por eso dejaron de venir Salar y De La Gravière y Castagny y Bazaine y tantos otros piratas. Pues bien: yo con los antecedentes tenía para saber quién era yo y de qué lado estaba, pero además en mis recorridos y eso nadie me lo contó, lo vi con mis propios ojos, que si fue cierto que el General Escobedo dijo en una proclama —y fue cierto porque yo ayudé a parar la tipografía— que le prometía a sus soldados el pillaje de todos los pueblos que no se sometieran en una fecha determinada al gobierno de la República, también era verdad y yo lo vi, que por donde pasaban las contraguerrillas francesas no quedaba un crucifijo o una copa de plata en las iglesias, y lo que es peor, no quedaban casi vírgenes, y con ello no me refiero, señores, a las que están quietecitas en los nichos de los templos. Y si es cierto también que los nuestros les aplicaban el suplicio de la cuerda a los franceses antes de ejecutarlos —lo cual por otra parte no me consta—, también fue cierto que los franceses colgaban de los árboles a los emisarios juaristas, yo los vi, balanceándose como racimos de plátanos del árbol más grande de la plaza principal de Medellín. Y aunque no fuera del todo cierto, pues para eso se inventó la fantasía y hay que ponerla, digo yo, al servicio de la causa, esa misma fantasía que yo traigo adentro desde que leí «El Ingenioso Hidalgo» y «Las Mil y Una Noches», y por culpa de los cuales dichos libros yo he sido siempre algo así como mitad Quijote y mitad Harún Al-Rashid, como creo que fue también un poco Maximiliano, si se me permite la libertad de expresión, y por eso nunca me cayó del todo mal el desafortunado Emperador, pero yo me dije Juárez es el indio prieto que aquí nació, el otro es el austríaco rubio que se vino a meter sin que nadie lo llamara, uno es el Presidente, el otro es el Usurpador, y sin vacilar un segundo o pestañear una duda decidí, como ya les he dicho, poner no sólo mi pluma, sino también mis pinceles, mis tipografías, una imprenta portátil y sobre todo mi talento, al servicio de la República, a pesar de que Don Benito nunca me contestó ninguna de las tres cartas que en total le mandé, y a pesar de que también la fantasía tuvo la culpa de que cuando veía yo a un soldado egipcio con su uniforme blanco y su fez roja, a un húsar con sus galones dorados, a un francés con sus pantalones carmesí y a los legionarios y los abisinios y los jenízaros y hasta a los cazadores africanos a quienes llamaban los carniceros azules, casi me daban ganas de estar de su lado, si no en México, sí cuando menos en otras guerras, en lugares muy lejos de aquí que tuvieran nombres muy raros, y donde hubiera oasis y camellos, odaliscas y alhambras. Pero les decía que fue en tierras calientes, en el Puerto de Veracruz, donde volví a trabajar para la República. Primero pinté un letrero que decía Se Prohíbe Matar Zopilotes, pero que no quise que me lo pagaran porque como habrán de saber ustedes, los zopilotes no sólo se comen la carroña sino también todos los desperdicios y la basura que desparraman los habitantes y que alborota el viento Norte. Ésa fue mi contribución a la limpieza de la ciudad, y hasta diría a la higiene de la circunfusa. Mi contribución a la guerra contra los invasores la hice esa misma noche en que me levanté a escondidas y con mala letra y faltas de ortografía, como si fuera yo otra persona, en el mismo letrero y abajo de donde decía Se Prohíbe Matar Zopilotes, escribí Pero se Permite Matar Franceses. Y no menosprecien ustedes estos detalles, porque de minúsculos granos de arena, como decía mi padre, está formado el lecho inmenso del mar ecuóreo. Que si también me pagan el añadido y el letrero con especie, es decir con zopilotes vivos y con franceses muertos, pues aquéllos se hubieran comido a aquestos, y asunto concluido. Otras de mis contribuciones a la causa no fueron tan modestas, y todas, unas más y otras menos, tuvieron que ver con las letras. Una de las veces que el Presidente Juárez cambió la capital del gobierno, yo ayudé a distribuir la proclama donde decía algo así como La toma de Madrid no le dio a Napoleón I el triunfo en toda España, la toma de Moscú no le dio la conquista de Rusia. En otra ocasión me pasé pintando tres días letreros equivocados que iban a señalar la dirección de pueblos y lugares para donde no estaban, porque según una idea que tuve queríamos que se perdiera un destacamento belga y de ser posible que se estuviera dando vueltas, pero no contamos con que traían sus mapas fluviales y logísticos. Otra vez tuve un gran proyecto, que fue poner en un cerro pelado de un pueblo un enorme letrero hecho con piedras pintadas de blanco que dijera Viva Juárez, y que se pudiera leer a tres leguas a la redonda, o cuando menos a la semirredonda porque el letrero no le iba a dar sino media vuelta a la loma. Cinco días estuvimos yo y los ayudantes que me destinó el alcalde llevando piedras en una carreta porque en el cerro ni piedras había, y pintándolas con agua de cal, y cuando ya teníamos escrito el Viva y ya íbamos a poner la Jota de Juárez, le comunicaron al alcalde que venían en camino las tropas francesas y nos dijo que pusiéramos, en lugar de la Jota, la Eme de Maximiliano, a lo que yo me negué rotundamente, como sus mercedes habrán de suponer, y me largué del pueblo no sin antes robarme de la imprenta oficial todas las letras A que tenían, así que durante varias semanas, mientras no les llegaron nuevas remesas de Aes, no pudieron decir nada de Maximiliano, porque de haber querido imprimir su nombre, hubiera quedado más parecido a un año de gracia escrito con números romanos, que a un apelativo. Con las Aes aumentó mucho el peso de mi cofre, pero me fui contento de mi contribución a la causa, y me prometí que se las iba a regalar, cuando pasara por ellas, a las ciudades o a los municipios que más las necesitaran, como Jalapa, Tlapan o Cosamaloapan. Hasta que al fin cansado ya de tanta andanza regresé a Sonora en los días en que la escuadra francesa del Pacífico salía de Mazatlán al mando del General Castagny para dirigirse a Guaymas, a donde llegué al mismo tiempo casi que los franceses: yo por tierra, viniendo de Tepic y ellos por mar vía el estrecho que se abre entre la Punta Baja y la Isla de Pájaros, y lo primero que hice fue encaminarme al cuartel de mi General Patoni que era el que defendía la plaza al frente de mil hombres, para poner mi imprenta y mi talento al servicio de la República, y aunque fui dispuesto a decirle al general que yo podía imprimirle sus peroratas y sus discursos, él no pudo recibirme por estar muy ocupado en cuestiones beligerantes, cosa que yo colegí era lo correcto y por ello y sin sentirme por aludido me puse, ipso facto, a trabajar por la causa. Por una parte ya para entonces me había iniciado también no tanto por la necesidad de dinero como por amor a las letras en el negocio de los carteles impresos y tenía infinidad de ellos, desde los que se usan nada más de vez en cuando como Se Renta Cuarto Amueblado, hasta los que se cuelgan siempre como Hoy No se Fía Mañana Sí, o los que se usan, por así decirlo, sólo una vez en la vida, como Cerrado Por Defunción, y me propuse imprimir otros de utilidad en las batallas. Y como por la otra parte yo me conocía al dedillo la Bahía de Guaymas con todas sus islas: la de Pájaros, la de la Pitahaya y la de San Vicente, la de la Ardilla y las Islas Mellizas, lo mismo que Almagre Grande y Almagre Chico, así como las montañas rocosas y áridas que la protegen contra todos los vientos, me puse a exponerles algunas proposiciones idóneas a la geografía del lugar, pero no todas las pudimos llevar a la práctica. Por ejemplo, lo que yo quería era crear un correo de palomas mensajeras que volaran de Almagre Grande a Almagre Chico, llevando en sus patas mensajes impresos con mi linotipia que invitaran a los soldados enemigos a pasarse a las filas republicanas, y que cuando una de esas palomas sobrevolara uno de los barcos franceses que estaban anclados entre las islas, la matáramos nosotros mismos de un tiro, para que la paloma cayera como plomada sobre la cubierta del barco, con su mensaje rebelde. Pero lo que sí pude hacer gracias a que conozco una marea nocturna que va de la punta de Playa de Dolores a Punta Lastre, una corriente de la que yo cuando niño me dejaba llevar haciéndome el muertito y que pasaba por donde ahora estaban los barcos enemigos, fue enviarles los mensajes en unas botellas que me vendieron en una vinatería de Guaymas y que les habían sobrado porque un barril de Elíxir de Amor se había desperdiciado casi entero al ser traspasado por las balas. Allí, dentro de esas botellas que eran azules y largas, y que todas las noches lanzaba yo al mar, metía mis mensajes y ponía también un puñado de luciérnagas para que tuvieran su propia luz, además de la luz de la libertad. Y una vez nos ocurrió que a un correo que enviamos a nuestro destacamento del estero de Cochore, las aguas lo arrojaron muerto al día siguiente en la playa de Punta Tortuga, y al cuello, amarrado, tenía un letrero de tinta indeleble que decía: «Aquí Está Su Cabrón Correo». No habían pasado dos días cuando nosotros fusilamos a un espía de los franceses, y por instrucciones expresas mías lo llevamos esa misma noche a la Playa de Dolores para que desde allí, con letreros al cuello que dijeran «Y Aquí Está su Cabrón Espía», las aguas se lo llevaran al enemigo sin necesidad de que se hiciera el muertito porque lo estaba ya, y sin el diminutivo. Pero como resultó que lo echábamos y se hundía, y lo sacábamos y lo volvíamos a echar al agua y se volvía a hundir, yo tuve la idea salvadora de amarrarle unas botellas a los dedos de las manos y otras a los dedos de los pies y de poner en cada una de las botellas no sólo un mensaje impreso, sino también su correspondiente y respectivo puñado de luciérnagas para iluminarlas, y así lo hicimos, y el muerto se fue flotando rumbo a los barcos franceses, abierto de pies y piernas como una inmensa estrella marina de picos llenos de luz azul. En fin, que para no hacerles la historia muy larga, les diré lo que ustedes ya saben: que aunque la República le ganó la guerra al Imperio, la Batalla de Guaymas, por desgracia, la perdimos, y mi General Patoni y sus hombres tuvieron que batirse en retirada, y por más que intentaron hacerse fuertes en las últimas casas, la artillería naval de Castagny se los impidió. Así que de pronto me vi yo también retrepado en la montaña rocosa y pelada que se llama Tetas de Cabra, escondido en una cueva con el cofre de mis tipografías. Una mañana estaba yo pensando muy quitado de la pena que de haber sido publicista del Imperio le hubiera dicho al austríaco que se cambiara el nombre y se llamara no Maximiliano, sino Meximiliano, cuando de repente escuché unos ruidos. Caminé de puntitas hacia el borde de la ladera, y allí, al fondo, a unos diez metros justos abajo de mí en línea recta, se arrastraba un marino francés pero mexicano, si me explico, con un fusil, y sospeché que le iba a apuntar a un capitán de los nuestros que estaba más o menos cerca viendo el mar con su largavista. Me hubiera gustado leerle a ese imperialista un discurso impronto para que se pasara de nuestro lado, me hubiera gustado leerle un poema lírico sobre la Patria, para que dejara de ser traidor. O cuando menos lo que hubiera querido hacer era haberle gritado al capitán para que se cuidara, pero me di cuenta que apenas abriera yo la boca el cabrestro ese, perdonando el eufemismo, me hubiera descerrajado un tiro, y yo me dije en una revolución, y como decía mi padre, vale tanto o más un hombre de letras que un militar. Y gracias a que me acordé en esos momentos de mi padre, y de lo que me dijo una vez que con las letras se da vida a las causas y a los hombres, y que con ellas se les da muerte, que tuve la inspiración que ya ustedes se habrán imaginado. Fui a la cueva, cargué el cofre que tenía las tipografías, me acerqué de puntitas al borde de la ladera y le aventé el cofre al marino, que le cayó en la cabeza apenas a tiempo, porque todavía alcanzó a salir el tiro de su fusil, pero desviado. Y ésa fue la muerte que les decía que tengo en mi haber y que pagué tan cara porque el cofre se abrió y la mitad de las hojas de mi novela salieron volando y con ellas mis tipografías, incluyendo el alfabeto de plata que me dio mi padre y que se desperdigaron sin remedio por la montaña y por la playa, aparte de las muchas que se rompieron. Varias semanas después, cuando ya había caído Guaymas entera, y de mi General Patoni y los hombres que le quedaban ya no se veía ni el polvo, yo —que al fin y al cabo civil, me quedé en el puerto—, seguía encontrando letras entre las piedras y los breñales, los espinos, y más abajo entre la arena y las conchas de la playa y hubo muchas, claro, que ya nunca encontré y entre ellas, que tanto me dolieron y aún no me resigno, cuatro de las letras del alfabeto de plata de Arizona: la Ge, la Hache y la Zeta. La Eme no es que en realidad no la hubiera encontrado: ya la tenía bien ubicada, ya la había visto brillar en la arena, allí muy cerca de las rocas que salpicó la sangre de Raousset Boulbon, el conde y pirata francés, novelista y romancero que soñó con ser Sultán de Sonora, ya había visto yo, decía, brillar las patitas fúlgidas de la Eme de México y de Maximiliano, cuando no sé de dónde ni cómo se apareció de repente un malhadado pájaro negro, un zanate de esos que sacan de sus nidos a los cangrejos jalándolos con el pico por las tenazas, y que se lleva, el maldito, a la Eme de plata. Lo seguí con la vista y hubiera jurado que la dejó caer en medio del mar. Pero antes de eso, antes de esa larga y como diría mi padre infructuosa búsqueda, y de la consiguiente pena, yo quise ver cómo era la cara del muerto, así que le quité el cofre de encima y le di la vuelta al cuerpo. Allí, entre esa profusión de sangre y de letras de todos los tamaños y formas, de Aes que se le metieron en las orejas, de Enes y Equis que se le enquistaron en los sesos, de Oes y Dobleúes, vi sus ojos que habían quedado abiertos y que tenían una expresión entre incrédula y beatífica, entre impertérrita y estupefacta, como si se hubiera dado cuenta que lo había sorprendido una de las muertes más inverosímiles y más extravagantes, y hasta diría yo más peripatéticas de entre todas las que suelen suceder. Porque ustedes, señores, estarán de acuerdo conmigo en que no todos los días se puede matar a alguien con el peso de las letras, y, como diría mi padre, no tanto literariamente como literalmente.