1. «Es como la gelatina…»

«De modo, Señor Secretario, que el Mariscal Bazaine le lleva casi treinta y cinco años de edad a su Pepita Peña…». «Así es, Señor Presidente». «Pues podría ser su abuelo… Pero dígame… Bazaine… ¿no estaba casado?». «Sí, Don Benito, pero su esposa, que se quedó en Francia, se suicidó. Al parecer era amante de un actor de la Comedia Francesa, y la mujer del actor encontró unas cartas comprometedoras y se las envió al mariscal después de decirle a ella que se las iba a mandar a su esposo. Pero según tengo entendido, Don Benito, un oficial de Bazaine las destruyó antes de que llegaran a manos del mariscal. Dicen que Pepita Peña es muy inteligente y bonita: hay hombres con suerte, Señor Presidente…». «A eso, Señor Secretario, yo no le llamo suerte. Suerte la que había tenido yo toda la vida, hasta hace muy poco tiempo, pero eso se acabó: cada vez estoy más solo…». «Entiendo que la muerte de su hijo lo ha afectado mucho, Don Benito, y lo mismo la ausencia de Doña Margarita. Pero en su lucha contra el Imperio el Señor Presidente no está solo: tiene a su lado a toda la nación». «Le decía yo a Pedro Santacilia: Santa ay, Santa… no sé cómo puedo soportar el dolor que me agobia. Dos hijos muertos en un año… a veces pienso que no me queda energía para sobrellevar tanta tragedia… y me preocupa mucho la salud de Margarita… con el frío que debe estar haciendo en Nueva York…». «Entiendo, Don Benito, entiendo…». «Le pedí a Santacilia que me envíe fotografías de los chiquitos. Me da miedo olvidarme de sus caras… ¿Y dice usted, Señor Secretario, que toda la Nación está conmigo? Por desgracia no es así. Ya lo ve usted: en el momento en que González Ortega debía acudir en mi ayuda, me acusa de dar un golpe de Estado y se proclama presidente desde Nueva Orleáns… que si los yankees no lo aprenden a bordo del “Saint Mary” y lo encierran en Brownsville, a estas horas ya tendríamos aquí a un enemigo más… Imagínese usted: tener el descaro de proclamarse desde territorio extranjero… Es verdad, sí, que yo llegué hasta la frontera, hasta Paso del Norte, pero no he abandonado nunca el territorio nacional desde que llegó el invasor: usted lo sabe, todo el mundo lo sabe… Lo sabía el Archiduque y sin embargo hizo correr el rumor de que yo me había pasado a Ciudad Franklin, para emitir el Decreto del 3 de Octubre que le sirvió para asesinar a los generales Arteaga y Salazar. El pretexto fue el fusilamiento de unos cuantos enemigos en Tacámbaro… Pero la verdad, fue un acto de venganza: primero, porque eran compatriotas de Carlota de la legión belga…». «Dicen que todos esos belgas, Don Benito, son unos muchachos imberbes, muy mal adiestrados…». «No todos son belgas en ese cuerpo de voluntarios. ¿No me había dicho usted mismo que hay también muchos que no lo son? ¿No me había contado usted que por sus tropelías los propios franceses dicen que el lema de la legión belga es…?, ¿cómo me dijo usted?, ¿el robo y la violación?». «Sí, Señor Presidente: le vol et le viol». «Y segundo, o quizás en primer lugar, lo que le debe haber dolido mucho a Carlota es que en Tacámbaro fuera muerto el Capitán Chazal, hijo del ministro de Guerra belga… eso fue. En fin, de todos modos, son dos generales menos, fieles a la República, con los que tampoco contamos ya en esta guerra. Es decir, en estas dos guerras…». «¿Dos guerras, Don Benito?». «Sí, Señor Secretario: una es la de México contra Francia. La otra, la de la República contra el Imperio… Y ya ve usted: Zaragoza, muerto, Comonfort, muerto también y sus restos profanados por el cura de Chamacuero que los mandó exhumar porque dijo que no tenía derecho a descansar en tierra sagrada…». «Eso fue un escándalo, Don Benito. El clero ha perdido el sentido de las proporciones, ¿supo usted que al antiguo Ministro de Bélgica, el Barón de Graux, se le negaron los auxilios espirituales en su lecho de muerte porque había adquirido bienes de la Iglesia nacionalizados?». «Manuel Doblado, muerto también en Nueva York… bueno, a ése lo mató su médico. Quiroga, traidor. Cortina lo mismo. Uraga y Vidaurri, también del lado del Imperio… aunque de Doblado y Vidaurri no supe, en un momento dado, si eran mis protectores o mis carceleros…». «Pero tiene usted a Don Sebastián Lerdo, Don Benito, y el apoyo de los gobernadores Trías y Pesqueira. Tiene usted al General Escobedo. Ah, y claro: al General Porfirio Díaz…». «¿Díaz? Ah, sí, Díaz es un buen muchacho. Pero está muy lejos… y además perdió Oaxaca. Lo que le admiro es su habilidad para escaparse de la cárcel…». «Volviendo a lo de los generales Arteaga y Salazar, Don Benito, tengo entendido que su ejecución se llevó a cabo sin conocimiento de Maximiliano y se dice que, de haberlo sabido, el Archiduque les hubiera otorgado el perdón…». «¿El perdón? ¿Cuál fue su crimen? ¿Es un crimen defender a la Patria contra las fuerzas invasoras?». «No, no, por supuesto que no, Don Benito. Pero estaba en sus manos otorgar la gracia…». «¿Y la ha otorgado muchas veces, desde entonces?». «Según mis informes, decidió que no le comunicaran las sentencias de las cortes marciales…». «Entonces, de hecho, abandonó así su derecho a otorgar gracia…». «Así es, Señor Presidente». «Se lavó las manos…». «Como se las lava siempre que puede, Don Benito, huyendo a Cuernavaca…». «A cazar mariposas, me contaba usted». «Así es, Señor Presidente: a cazar mariposas en los Jardines Borda, mientras Carlota se queda al frente del gobierno». «Extraño personaje, el Archiduque». «Sí, en efecto Don Benito… ¿pero sabe usted una cosa? Creo que ya no podemos llamarlo Archiduque». «¿Y por qué no? Eso es lo que es, un Archiduque, ¿no es cierto?». «No, Señor Presidente: Fernando Maximiliano ya no es nada. En el momento en que renunció a sus derechos de la Casa de Austria, no sólo renunció a todas las dotes, tierras hereditarias, dominios en fideicomiso, señorías y vasallajes actuales y hasta futuros, sino también a todos sus títulos como el de Príncipe de Lorena, Archiduque de Austria, Conde de Habsburgo, Coronel del Primer Regimiento de los Húsares de María Teresa, etc., etc., así como a sus derechos a todas las coronas, reales y ducales, de Bohemia, Transilvania, Croacia, qué sé yo, Don Benito». «Cuando yo estudiaba historia en Oaxaca, Señor Secretario, me asombró el número infinito de títulos que tenía Carlos V. Traté, una vez de aprendérmelos de memoria: Rey de Castilla, de León, de ambas Sicilias, de Jerusalén, de Granada, de Navarra, de Toledo… ¿qué más seguía? Cerdeña, Gibraltar… Conde de Barcelona y de Flandes, Duque de Atenas y Neopatria… era una letanía que no terminaba nunca. Me pregunto si el propio Carlos V se los sabía todos», dijo Don Benito y agregó: «Pero entonces, Señor Secretario, si no podemos llamarlo Archiduque, ¿cómo vamos a llamarlo?… ¿nomás el austríaco, así, a secas?». «Me parece muy bien, Don Benito: lo llamaremos el austríaco… aunque…». «Aunque, ¿qué?…». «Aunque él ya no se considera tampoco austríaco, sino mexicano…». «Ah, sí, ya me conozco esa historia. El austríaco no sólo “adoptó” la nacionalidad mexicana, sino que se siente mexicano, está convencido de que es mexicano…». «Es de una hipocresía inconcebible, Don Benito». «Sí y no, Señor Secretario… El austríaco pertenecerá siempre, de alma, a la raza germánica, como le había yo dicho en alguna ocasión, pero el derecho divino que según los Habsburgo les otorga el privilegio de gobernar a otros pueblos les permite colocarse —también hablamos de eso si mal no recuerdo— por encima de las nacionalidades, y pasar de una a otra como quien cambia de traje…». «Como quien se quita el uniforme de almirante de la flota austríaca para vestirse de charro…». «Así es, Señor Secretario. Pero lo más grave es que hay pueblos que aceptan esos absurdos o se resignan a ellos, y la historia está llena de ejemplos. Sin ir más lejos… ¿qué tiene Napoleón III de francés? ¿Y su tío? No sólo Bonaparte era un corso, sino que nació en Córcega apenas un año después de que Choiseul la adquiriera… que si los franceses se tardan un poco más en comprársela a Génova, Bonaparte ni siquiera hubiera sido “súbdito” francés de nacimiento… Y cuando él mismo, cuando el primer cónsul le expresó a Inglaterra su deseo de paz entre los dos países, el gobernador inglés manifestó que la mejor garantía para la paz sería la restauración, en Francia, del monarca legítimo… ¿Sabe usted lo que contestó entonces Tayllerand?». «No, Don Benito…». «Tayllerand se rio a carcajadas, porque el Rey de Inglaterra que ponía esa condición era un alemán, que ocupaba el trono de los Estuardo, y que ni siquiera sabía hablar inglés… Al mismo tiempo, meten cizaña entre los pueblos bajo su dominio, y así ve usted que mientras los patriotas alemanes luchan contra la autonomía checa, a los croatas y los eslovacos les interesa más independizarse de los magiares que de sus gobernantes germánicos, que son los verdaderos amos de todos ellos…». «Así es, Don Benito…». «Cuando me contaron que el Archiduque… es decir, que el austríaco se había puesto un traje de charro para dar el grito en Dolores… por cierto: me dijeron que se habían robado los badajos de todas las campanas antes de que él llegara, ¿fue así?». «No lo sé, Don Benito, pero no creo que se hayan atrevido a robar el badajo de la campana del Cura Hidalgo…». «En fin, que le decía yo: cuando lo supe, me vi en el espejo. Y allí estaba yo, el Presidente de México, con levita negra, sombrero negro, camisa blanca, corbata de moño negra… ah, no sabe usted cómo extraño a Margarita que siempre me hacía el nudo de la corbata: a mí siempre me sale chueco… debí traerme de las corbatas que tienen el nudo ya hecho… Me quedan menos aguadas. Pues sí, le contaba: me imaginé vestido de charro y llegué a la conclusión de que me vería muy ridículo, por la simple razón de que no soy charro, ni hacendado, sino un funcionario civil. Más absurdo es que lo haga un austríaco, un Príncipe europeo, ¿no es cierto?». «Así es, Don Benito». «Desde que tuve el carácter de gobernador abolí la costumbre de llevar sombrero de forma especial en las ceremonias públicas y adopté, como usted sabe, el traje común de los ciudadanos y viví en mi casa sin guardia de soldados de ninguna clase…». «Lo sé, Don Benito, lo sé». «¿Y sabe usted por qué? Porque tengo la convicción de que la responsabilidad del gobernante emana de la ley, de su proceder recto, y no de trajes ni de aparatos militares propios sólo para los reyes de teatro…». «Pero ellos necesitan de eso, Señor Presidente». «¿Ellos? ¿Maximiliano y Carlota?». «Sí, Don Benito, necesitan del boato y del fausto, de la pompa, porque son eso, reyes de teatro…». «En efecto, Señor Secretario…». «La carroza dorada que se trajeron de Milán, las vajillas de plata con el monograma imperial, las órdenes y condecoraciones… todo eso forman parte del escenario que necesitan, Señor Presidente… ya lo ve usted: Maximiliano le envió a Luis Napoleón el gran collar del Águila Azteca, Carlota le pidió a su padre que le enviara a Bazaine, tras la campaña de Oaxaca, la gran cruz del Rey Leopoldo»… «Así que entonces Bazaine, además de estrenar un mariscalato y una muchachita, estrenó también una Orden…». «Y el Palacio de Buenavista como regalo de bodas…». «El palacio, sí. Dígame usted, Señor Secretario: ¿cómo es posible que un usurpador extranjero disponga de un bien inmueble que pertenece al patrimonio de la nación para regalárselo a otro extranjero?». «No lo sé, Don Benito: el atrevimiento de esa gente no tiene límites… pero creo que el casamiento de Bazaine ha convenido a la causa republicana…». «¿Cómo así?». «Porque dicen que el mariscal está tan embobado con la tal Pepita Peña, que no quiere estar más que a su lado, y por lo tanto está descuidando la campaña militar. Bien dice el dicho, si me perdona usted, Don Benito, que más jala un par de tetas que cien carretas…». «El día… es decir, la noche en que el austríaco dio el grito de independencia en Dolores, yo estaba a la orilla del Río Nazas, sentado en la yerba, y había luna llena. Eso fue unas horas después de que nosotros diéramos el grito en la Noria de Pedriceña. Quería estar solo, y había también mucho silencio. Recordé cuando era un pastor, en Guelatao, y me quedé dormido en la orilla de la Laguna Encantada. Usted conoce la anécdota: durante la noche se desprendió el pedazo de la orilla donde yo estaba, y al amanecer me encontré flotando a la mitad de la laguna. Cuando llegué a la casa me dieron una paliza. Pues he pensado, he pensado a veces, Señor Secretario, no se vaya usted a reír de mí —lo pensé, al menos esa noche— que me está pasando algo parecido. Que desde que salí de la ciudad de México estoy flotando a la deriva, y que de pronto me voy a despertar en una realidad muy distinta, solo, a la mitad de un inmenso vacío. Este ir siempre de un lado a otro me ha servido para conocer más mi Patria y su grandeza. Sus bellezas naturales… Las llanuras de Zacatecas, el Bolsón de Mapimí, los ríos Concho y Florido rodeados de plantíos de algodón, el desierto ondulado de Samalayuca camino a Paso del Norte… A veces me veo yo mismo, en una llanura polvorienta, siempre en mi calesa negra, y seguido por los once carromatos jalados por bueyes donde llevábamos el Archivo de la Nación que ahora se quedó atrás, en una cueva… el Archivo de la Nación, en una cueva: hágame usted favor… Pero lo que quería yo decirle es que a veces me pregunto si de verdad conozco todo esto… Es decir… no sé si me explico. Mire usted… Esa noche, junto al Nazas, allá a lo lejos las montañas majestuosas bañadas por la luz de la luna, oí de pronto el canto de unos pájaros. Cuando yo era niño, Señor Secretario, no hablaba castellano, pero conocía el idioma de los pájaros. O eso creía yo. Y esa noche, a la orilla del Nazas, mientras el austríaco vestido de charro daba el grito en Dolores, y la gente lo aplaudía y lo vitoreaba, descubrí que ese idioma se me había olvidado… y que tal vez tampoco entiendo ya lo que mi país, lo que esta tierra, este suelo y mis compatriotas me están diciendo. ¿Que de verdad México, el pueblo, quiere eso? ¿El boato? ¿Reyes de pacotilla?». «Don Benito, eso fue hace más de un año, cuando Maximiliano y Carlota eran una novedad… en este ultimo 15 de septiembre según tengo entendido, se oyeron en la ciudad de México tantas mueras a Maximiliano, como vivas a México. Y no necesito recordarle el artículo del corresponsal aquél del diario norteamericano en el que denunció a las autoridades francesas por obligar a todos los comerciantes de la ciudad de México a cerrar sus tiendas el día de la llegada de Maximiliano y Carlota, y de cómo el municipio amenazó con represalias a todo aquel que no iluminara y adornara su casa…». «Sí, sí, pero el caso es que estoy cada vez más solo. O quizás deba decir: estamos cada vez más solos. Era Melchor, ¿no es cierto? Melchor Ocampo el que decía: “yo me doblo pero no me quiebro”. Pues a veces pienso que yo sí, un día, me voy a quebrar. Y Melchor también está ya muerto. ¿De qué me sirve, por ejemplo, que el Congreso de Colombia me haya nombrado “Benemérito de las Américas” y que mi retrato cuelgue en la Biblioteca Nacional en Bogotá, si nunca llegaron los quince mil hombres que el General Mosquera nos iba a mandar desde Colombia? Nunca, tampoco vinieron los cinco mil hombres que me prometió la Alianza continental propuesta por Perú. La Alianza y el Tratado Corpancho se vinieron abajo, como bajo los pies de Bolívar se desmoronó el sueño americano… Y Corpancho también está muerto…». «Pero la Guerra de Secesión ha terminado, y los Estados Unidos están de nuestra parte. Ah, y si Lincoln no hubiera muerto, Don Benito…». «Lincoln no merecía tan triste fin: la bala de un asesino. Pero Lincoln ofreció una ayuda contra la intervención que no cumplió. Como le he dicho a Romero: no podemos depender sólo de los yankees para nuestro triunfo. Y menos considerando que hasta ahora todo ha sido nada más que puros brindis y discursos… simpatías estériles. Romero incluso considera a Seward, ¿sabía usted?, como un enemigo de México. Quizás exagera, pero ya lo ve: no se ha cansado de protestar ante Seward por el paso de tropas francesas a través de Panamá. Para el caso que nos hacen. Urge que ellos mismos pongan en práctica la Doctrina Monroe y sí, es cierto que el Presidente Johnson se ha declarado en favor de ella, pero no porque los Estados Unidos estén con nosotros, sino porque están contra los franceses que están en México. No los quieren aquí. Y dije: están contra los franceses, no contra Francia. ¿O usted cree que a Francia le hubiera pasado lo que a nosotros con las armas que compramos en Estados Unidos, y que la aduana de Nueva York no autorizó que salieran? Teníamos ya ordenados como usted recordará, cerca de treinta y cinco mil fusiles, dieciocho millones de cápsulas, quinientas arrobas de pólvora, qué sé yo cuántas pistolas y sables, y después de que el secretario de Marina da su aprobación, la niega el secretario de Guerra… No, Señor Secretario… a Francia o a otro país europeo como Inglaterra, no le hubieran puesto esa clase de trabas. Y el mejor ejemplo usted lo conoce, Señor Secretario: el “Rhine”… el “Rhine” que salió de San Francisco cargado de un contrabando de armas para Acapulco con destino a las tropas francesas… Claro que me siento honrado y agradecido por el trato deferente que el gobierno americano le ha dado a mi esposa y mis hijos, lo mismo que a Romero, que ahora, para acabarla de fastidiar, nos ha salido con ese malaventurado arreglo que hizo con Schofield… ¡Por Dios! ¿Cómo se le ocurre sacar un clavo con otro clavo? Ah, Romero, Romero: que si Seward no interviene y manda a Schofield a Europa, no tengo que decirle que ya estaríamos invadidos también por los yankees… Por cierto, recuérdeme que le pida a Romero que me siga enviando los diarios de Nueva York… Y sí, le decía, una cosa son las atenciones que tiene la Casa Blanca con mi mujer, y otra muy distinta que se nieguen a entregarnos las armas que ya pagamos, o que tengamos un embajador americano, sí, pero que no se atreve a abandonar el territorio de su país. ¿Qué clase de embajador es ése? Y aquí estoy yo, en Paso del Norte, sin cuerpo diplomático, sin Congreso, sin ejército, y mi silla presidencial es ésta… una silla de capulín con asiento de bejuco…». «El Señor Presidente dijo que la presidencia, el poder ejecutivo de la nación, estarían donde él estuviera… viajarían con él…». «Sí, así dije, pero siento a veces, como le confesé, que me voy a quebrar de repente… Por favor, se lo suplico, Señor Secretario: que esto quede entre nosotros. Tengo que superar estos momentos de debilidad. No quiero que nadie se entere. Debo ser fuerte, porque también de la fuerza emana la respetabilidad y la eficacia de un gobierno. Y sí, lo voy a ser, aunque me quede solo…». «Yo diría, Don Benito, que quien está solo, o al menos se está quedando cada vez más solo, es el austríaco…». «No parecería. Toda la sediciente aristrocracia lo apoya… un ejército de treinta mil hombres…». «Pero mire usted, Don Benito: él mismo está alejando a quienes podrían serle muy útiles. Ya ve usted que a Miramón lo envió a estudiar artillería a Berlín, y que a Leonardo Márquez lo comisionó a los lugares santos con el pretexto de estudiar el Templo Sepulcral de Jerusalén, del que el austríaco quiere construir una réplica en México…». «Ahí sí que hizo bien: Márquez es un hombre peligroso… Aunque Miramón no le va a la zaga… pero mire usted que enviar como embajador a los Santos Lugares a un hombre que asesinó a mansalva a los médicos y los enfermeros inermes en Tacubaya…». «Y que a varias mujeres liberales las colgó de los pechos a los árboles, Señor Presidente…». «Y me decían que Márquez también le llevó la Orden del Águila Azteca al Sultán de Turquía, ¿qué tiene que hacer México condecorando al sultán de un país que ni nos viene ni nos va?, dígame usted…». «Nada, Don Benito… pero el caso es que también a Almonte, usted lo sabe, Maximiliano lo ha despojado de todo poder político al nombrarlo gran mariscal de la corte». «Debe estar furioso, Juan Pamuceno…». «Ya lo creo, Don Benito. Y así ha sido de ingrato el austríaco con los hombres que más lo ayudaron a venir a México. Él mismo los ha alejado, del país o del poder. También despreció la ayuda que le ofreció Santa Anna… aunque dicen que Santa Anna tiene intenciones de ponerse al servicio de la República…». «¿Santa Anna? Jamás aceptaría yo su apoyo. Más se podría confiar en la palabra del austríaco que en las promesas de Santa Anna… Además, seguro que me odia. Cuando yo era sirviente en la casa de mis suegros, los señores Maza, Santa Anna llegó un día a cenar, y yo atendí la mesa. Nunca perdonará que ese indiecito descalzo que le sirvió la comida se haya transformado en Presidente de México… en su presidente… qué tiempos aquellos, Señor Secretario. Usted sabía, ¿no? Estuve a punto de ser cura, de no haber sido porque se habían ido casi todos los obispos de la República y para recibir las órdenes sagradas había que ir a La Habana o Nueva Orleáns. Y fue así como mi padrino Salanueva me permitió que siguiera la carrera del foro. Y también casi me convierto en un comerciante… Mi padrino me dejaba a veces ir a la laguna de Montoya y allí hice un trampolín con pasto, tablas y barriles, y cobraba yo cuatro centavos por salto, y con las ganancias me compraba dulces. Pero eso fue hasta que lo construí por segunda vez con la ayuda de un amigo. La primera se desbarató cuando lo probé y casi me mato… pero como le digo, siempre he tenido suerte… Y a propósito de que usted mencionó a Miramón… Terán acaba de escribirme diciendo que Miramón ha manifestado su deseo de ofrecer sus servicios contra el Imperio… ¿no le parece increíble?». «Sí, Don Benito… y en lo que se refiere, si me permite continuar con el tema, a la sediciente aristocracia, pues eso es, Don Benito: gente que se dice aristócrata, y es la que está feliz con el boato, con el lujo, con el “Ceremonial de la Corte” que es un libraco de este porte, Don Benito, y con los saraos que cada lunes ofrece la Emperatriz, perdón, Carlota, imitando a Eugenia de Montijo. Pero se critica mucho los gastos excesivos del gobierno del austríaco. Los banquetes con diez o doce platillos y más de veinte vinos a escoger. Dicen que mandó traer de Europa un tapiz carmesí muy fino para cubrir el Salón de Embajadores del Palacio Nacional, y que se ha gastado una fortuna en candiles y cubiertos y en los uniformes de la Guardia Palatina… Mandó también reembaldosar los patios del palacio, y ha hecho muchas modificaciones en el Castillo de Chapultepec… y claro, como en Viena y las Tullerías hay bailes de disfraces, también los hay ahora en Chapultepec. Por cierto, acaba de publicarse un reglamento para los bailes de disfraces en el periódico oficial, en lo que ahora llaman el “Diario del Imperio”… Es muy curioso: está prohibido disfrazarse de sacerdote, de monja, de obispo o de cardenal…». «Más que curioso, diría yo, es redundante, porque prohíbe disfrazarse con disfraces… que eso y no otra cosa son las sotanas y los hábitos: disfraces de teatro. Me viene ahora a la memoria lo que afirmaba un amigo mío sobre los jesuitas, que son quizás los más peligrosos de todos: bajo el manto negro de Ignacio de Loyola, decía, se esconde la espada de Iñigo López. ¿Sabe usted, Señor Secretario? Una de las cosas que más me irrita es tanta hipocresía… Carlos III expulsó a los jesuitas, y muchos lo consideraron en Europa como un gran monarca, quizás como el mejor rey Borbón. Yo expulso a unos cuantos obispos y me llaman anticristo. La separación de la Iglesia y el Estado ocurre en Francia a fines de 1700… Yo hago lo mismo en México, y dicen que soy un demonio rojo, un hereje que trata de fundar un Estado ateo… como si un Estado pudiera ser ateo. Eso no tiene sentido. Sólo los individuos pueden ser ateos o deístas. El Estado es laico, ¿no es cierto?». «Así es, Señor Presidente». «Y dígame: el gobierno del abuelo de Carlota, Luis Felipe, que era constitucionalmente católico, ¿no lo dirigieron por muchos años Guizot, que era un calvinista, y Thiers, un volteriano?». «Así es, Don Benito». «Usted supo, ¿no?, que en Londres se le dio una gran recepción a Garibaldi y que Lord Shaftesbury o como se pronuncie, lo comparó al Mesías. Y sin ir más lejos en Bélgica, el país de Carlota, circulan con profusión las obras de Proudhon… Ah, vientos de libertad corren en Europa, Señor Secretario, pero aquí en México esa misma Europa quiere revivir la Edad Media, el oscurantismo… Yo no iría tan lejos como Zarco y Mata y otros que afirman que existe una conformidad fundamental entre la Constitución Mexicana y el Evangelio: son cosas que no pueden y no deben compararse. Pero la verdad es que mi gobierno no ha perseguido ni los dogmas ni las creencias, ¿no es cierto? Y si un guerrillero como Rojas rapa a los curas y los incorpora en sus filas, no es mi culpa… está fuera de mi control. Si usted se fija bien, todas nuestras guerras civiles han sido provocadas por los reaccionarios, desde el Plan de Jalisco hasta el Plan de Tacubaya. ¿Hablé antes de dos guerras? No, no son dos, sino tres, las luchas que estamos librando. Porque no sólo en México, sino en muchos otros países, incluidos los de Europa, las luchas intestinas no han sido otra cosa que campañas entre güelfos y gibelinos, entre la potestad civil y la eclesiástica, entre el Emperador y el Papa…». «Usted lo ha dicho, Don Benito: entre el Emperador y el Papa. Maximiliano está en serias dificultades con la Iglesia por lo que ya sabemos: no hizo concesiones al Nuncio, la cuestión de los bienes de mano muerta se ha quedado pendiente y decretó la libertad de cultos… y ésta es otra de las razones por las cuales el austríaco se está quedando solo en un intento vano de crear una monarquía liberal…». «Vamos, vamos, Señor Secretario: liberal entre comillas, como habíamos dicho. Aparte de que ha habido algunos monarcas populares que favorecen los ideales democráticos. Pero en fin, si por gobernante liberal usted entiende a quien intenta establecer una relación digamos más orgánica, más completa entre el gobierno y la comunidad, entonces sí, quizás el austríaco es un tanto “liberal”. Pero esa relación no la va a establecer encarnando a otro Harún Al-Rashid u otro Luis XI y presentándose, ¿porque usted lo sabía, no es cierto?». «Todo el mundo lo sabe, Don Benito». «Y presentándose de improviso a medianoche o en la madrugada en las cárceles y las comisarías, para ver cómo funciona la justicia en lo que llama su país… ¿supo usted lo de la panadería?». «Sí, cuando una madrugada comenzó a golpear las puertas de una panadería diciendo “soy el Emperador Maximiliano, déjenme entrar” y no lo creyeron, y hasta amenazaron con llamar a la policía para llevárselo…». «Eso se llama hacer el ridículo, ¿no es verdad, Señor Secretario?». «Así es, Don Benito». «De todos modos, pienso que el austríaco actúa así instigado por Luis Napoleón. Yo no creo que Maximiliano sea un Príncipe iluminado ni nada que se le parezca, y menos sufriendo la influencia nefasta de Gutiérrez Estrada…». «Pero Gutiérrez Estrada ya cayó de su gracia…». «¿Cómo así?». «Cuando lo del escándalo del Abate Alleau…». «¿Ése que decían que era un agente secreto del Vaticano?». «Ese mismo, Don Benito. Recordará usted que se le encontró un pasquín que decía que la obsesión de Carlota por gobernar se debe a la profunda frustración que siente por no tener descendencia, y que ello se debe a que el austríaco, en su viaje al Brasil, contrajo una enfermedad venérea que lo esterilizó…». «Sí, sí, conozco la historia… ¿Pero qué tiene que ver eso con Gutiérrez Estrada?». «Ah, pues porque dicen que al Abate Alleau se le encontró también una carta de Gutiérrez Estrada, en la que incitaba al clero contra el Imperio. El austríaco debió resentir mucho esa traición». «Sí, claro, naturalmente. Pero le insisto, Señor Secretario: el austríaco actúa así por presiones de Luis Napoleón, a quien tanto le ha interesado siempre darse ínfulas de liberal. Aquí, en Paso del Norte, he estado leyendo el primer tomo de su “Vida de César” que me acaba de llegar. Parecería haberla escrito como una apología de su propia vida. Pero dudo que él mismo pueda disculparse ante su conciencia o siquiera entenderse. Yo no comprendo cómo pueden coexistir, en una misma cabeza, el Principio de las Nacionalidades junto al de la Santa Alianza, y al mismo tiempo el plebiscito y las bayonetas. Y presume de ser el primer jefe de Estado europeo cuyo mandato está basado en el voto universal. Meras argucias como las de su tío Napoleón que creó una especie de despotismo científico basado en el referéndum. Usted lo sabe: tres veces obtuvo el poder del pueblo, primero como primer cónsul, luego como cónsul vitalicio, y finalmente como emperador. Pero él sí que tenía, mucho más que su sobrino, la estatura, digamos… no, no es eso. Pero fue casi un César, y así se portaba. No en balde, entre otras cosas, así como César dividió las Galias, él dividió el Tirol, y… pero en todo caso acabó por fracasar. Ni siquiera llegó a ser, como decían, el nuevo Carlomagno que uniera a las razones latinas y teutónicas bajo un mismo cetro. En cuanto a su sobrino, no sólo es un Napoleón pequeño, sino un César más pequeño todavía. En México se encontró a su Rubicón: no lo cruzará…». «Y encontrará a su Bruto, Don Benito». «Ah, yo no seré ése, Señor Secretario… brutos ya ha encontrado muchos, como Maximiliano, y también los que lo sostienen en el poder… aunque no, no deben ser tan brutos porque todos ellos se han enriquecido…». «Así es, Don Benito». «Bien, le decía: Luis Napoleón no se encontrará a su Bruto, sino a su Bismarck… fíjese bien lo que le digo, Señor Secretario: a su Bismarck. Y no es un puñal el que acabará con su vida, sino un fusil de aguja prusiano o un cañón Krupp los que acabarán con su Imperio…». «Ese Bismarck, Don Benito, es terrible, ¿sabía usted que dice que un hombre no debe morir sin haber fumado cien mil cigarros y bebido cinco mil botellas de champaña?». «Algo más grave ha dicho, Señor Secretario, usted recordará, apenas nombrado primer ministro: los grandes problemas actuales no serán resueltos, afirmó, por medio de discursos o las decisiones de las mayorías, sino a sangre y hierro. Y no descansará hasta humillar a Francia a sangre y hierro. ¿Cinco mil botellas de champaña? Qué barbaridad. A mí no me gusta la champaña. Me parece un poco salada. El tabaco sí, como usted sabe, lo disfruto, pero con moderación. Y a veces, cuando fumo, recuerdo mi exilio en Nueva Orleáns, cuando trabajaba en la fábrica de habanos y tenía que pasarme las horas enrollando tabaco. Durante un tiempo me dejaron hacer el trabajo en la casa, pero después ya no. Me obligaron a ir a la fábrica y me sentaban en una mesa donde había muchos negros que se pasaban las horas cantando salmos en inglés. Debo confesar que los negros tienen un olor, y sobre todo en verano, un olor un poco ácido, no muy agradable que digamos. Ah, Nueva Orleáns… Le contaré una anécdota de mi exilio en Nueva Orleáns, Señor Secretario». «Sí, Don Benito». «Ahí tiene usted que un día que paseaba con Ocampo, me quedé quieto, a la orilla del mar —bueno eso creía yo, que era el mar— y con la vista perdida en la lejanía. Y Ocampo me dijo qué te pasa, Benito, que estás tan pensativo. Y yo le dije me gusta pararme a la orilla del mar y ver el horizonte porque sé que allá lejos, pero no muy lejos, está México, mi Patria. Y entonces Ocampo me dijo, vamos, Benito tienes que aprender un poco más de geografía. En primer lugar éste no es el mar sino el Lago Pontchartrain, y en segundo tú estás mirando hacia el norte. Un día vamos al Delta del Mississippi, hasta la mera punta, y allí sí, si te paras de cara al suroeste, puedes imaginar que tu mirada viaja, en línea recta, hasta las costas mexicanas. Y yo le dije: vamos, Melchor, tienes que aprender un poco más de geografía, y él me preguntó ¿por qué? y yo le dije: mi mirada nunca llegaría a México, por mucho que viajara, porque la mirada viaja en línea recta y el mundo es redondo, ¿no lo sabías? Y Melchor se rio de muy buena gana». «Excelente broma le jugó usted a Don Melchor, Señor Presidente…». «Sí, sí, sí… Bismarck es un hombre al que hay que temer. Y no sólo porque ya probó la fuerza de su brazo en Dinamarca, sino también por lo que comentábamos una vez de Hegel, ¿recuerda usted? Hegel transformó el Estado en Dios, y como resultado la lógica de la tiranía se adorna ahora con el hermoso hábito del sacrificio. Bismarck bien podría encarnar, en una Alemania unificada, al hijo de ese Dios que para ellos es el Estado… Pero cambiando de tema, Señor Secretario: me dicen que está aquí en México José Zorrilla, el autor de Don Juan Tenorio, y que es muy amigo del austríaco… ¿es verdad eso?». «Así es, Don Benito». «¿Y qué hace aquí Zorrilla?». «Pues supongo que lo que hace, Don Benito, es componer todo el tiempo elegías y odas para Maximiliano y Carlota… Y planear un nuevo Teatro Nacional, porque al austríaco le interesan mucho todas esas cosas. Dicen que piensa hacer una pinacoteca con los retratos de todos los gobernantes que ha tenido México, tanto virreyes como presidentes». «¿Incluyéndome a mí?». «Ah, eso no lo sabría decir, Don Benito… y que se preocupa mucho por embellecer la ciudad. La Plaza de Armas, usted sabe, está llena ahora de árboles y macizos de flores y vereditas. Y me cuentan que en las fuentes hay plantas artificiales flotantes…». «¿Plantas artificiales en el agua? ¿Y cómo es que no se deshacen?». «Ah no sé, Don Benito, estarán hechas de hule…». «Sí, deben ser de hule o de algo así… plantas artificiales flotantes… ¿y en todo eso pierde su tiempo el austríaco?». «En ésas y muchas otras trivialidades, pero lo que más ha irritado a los partidarios del austríaco no es tanto eso —al fin y al cabo muchos son como él en ese sentido—, sino sus coqueteos con los republicanos. Primero llamó a Ramírez a su gabinete, y ahora, ha escandalizado a los conservadores porque en algunas ocasiones, cuando se viste de charro, se ha puesto una corbata roja, o sea del color republicano como lo hizo, creo, en Michoacán». «Si no fuera tan trágico todo esto, Señor Secretario, sería divertido…». «Así es, Señor Presidente. Y por si fuera poco, el austríaco es indiscreto en sus comentarios. Se sabe, por ejemplo, que un día dijo “yo soy liberal, pero eso no es nada en comparación con la Emperatriz, que es roja…”». «¿Roja, Carlota? ¿Qué tiene Carlota de Roja?». «Bueno, en comparación, Don Benito… a una mujer que dijo que le había dado ganas de arrojar al Nuncio por la ventana —y ésa fue otra de las frases que ha trascendido: la conoce ya todo México—, a una mujer así, decía, no se le podría acusar de ultramontana…». «Arrojar al Nuncio por la ventana… qué buena idea, ¿y qué esperaban Carlota y Maximiliano de Monseñor Meglia? ¿Qué esperan de un Papa que en el Syllabus condenó todas las ideas filosóficas y políticas modernas? Hubo una época, sí, en que uno pudo haberse hecho ilusiones sobre Pío Nono, que al principio parecía un papa liberal. Pero después dio la machincuepa. También los italianos resultaron engañados cuando todo indicaba que Pío Nono bendecía la unidad de Italia: no pensaron que un pontífice jamás daría su apoyo a una guerra contra Austria, el país católico más importante de Europa». «Pues imagínese usted, Don Benito, la sorpresa de la Iglesia cuando el austríaco decretó que ninguna bula papal tendría efecto en el territorio mexicano sin su aprobación… Dicen que Monseñor Meglia se fue de México sin despedirse del Emperador… es decir del austríaco». «¿Y tiene usted alguna idea de por qué de aquí se fue a Guatemala?». «No, Señor Presidente, pero sí sé que fue a llorar sus penas y desahogar su rabia en los hombros de Carrabus, el cónsul francés». «Quien también debe estar inconsolable, Señor Secretario, porque con la muerte del Presidente Carrera que estaba siempre dispuesto a convertirse en cualquier momento en Virrey de Guatemala con el espaldarazo de Francia, se desbarata el sueño de Luis Napoleón de fundar un Imperio desde México hasta el Cabo de Hornos…». «Un sueño que también “adoptó”. Maximiliano, como usted sabe, Don Benito». «Sí, sí. Vea usted qué soberbia: lo que Bolívar no pudo lograr, un austríaco se atreve a soñarlo…». «Así es, Señor Presidente…». «Pero esa actitud no hace sino reflejar la eterna arrogancia de los europeos. La idea de que la raza de Jafet está destinada a gobernar al mundo, a “repartirse las islas de las naciones”, como dice, si mal no recuerdo, en el Génesis. Ellos se han arrogado siempre el derecho de dibujar y redibujar el mapa político de los continentes… incluyendo al suyo propio. El derecho a dividirse al mundo: ahí tiene usted al Tratado de Tordesillas, el de Utrecht, tantos otros. ¿Usted se ha puesto a pensar alguna vez, Señor Secretario, por qué al Cercano Oriente se le llamó así, cercano, y al Lejano Oriente, lejano?». «Pues porque están cerca y lejos, Don Benito…». «¿Cerca de qué y lejos de dónde? Pues de París, de Madrid, Londres y Viena. Pero no están ni cerca ni lejos de ellos mismos. ¿Me explico? La historia ha sido medida con una sola vara: la vara de hierro con la que el hombre europeo ha subyugado a las naciones…». «Es verdad, Don Benito, pero también es cierto que ha habido hombres de letras europeos, muy distinguidos, que se han declarado contra el colonialismo, Adam Smith, por ejemplo…». «Ah, no me salga usted con Adam Smith, Señor Secretario. A Adam Smith lo que le preocupaba era que el monopolio ejercido por la metrópoli falseaba la ley de competencia. Y a Bentham, que las colonias se hubieran transformado en una carga inútil y peligrosa, y que provocaran tantos conflictos entre los países europeos… En cuanto a Lamartine… Mire usted: si Lamartine ha pedido que se hagan reformas humanitarias en las posesiones francesas, es porque sabe muy bien que con esas reformas se consolida el sistema colonial…». «No había pensado en eso, Señor Presidente». «Pues hágalo, Señor Secretario, piense en ello. Y además, tendríamos que distinguir entre dos conceptos: colonizar, o sea fundar colonias, como hicieron los peregrinos del “Mayflower” y conquistar para subyugar y despojar. Yo no estoy en contra de fomentar la inmigración, por ejemplo. Siempre he creído que una inmigración de gente de diversos credos religiosos puede obrar en favor de la libertad de cultos. Pero tendría que hacerse en forma moderada, y como ahora lo quiere hacer el austríaco…». «¿Se refiere usted… a los confederados de Ciudad Carlota?». «No sólo a ellos, sino a los cien mil negros e indoasiáticos que Maximiliano y ese tal Maury quieren traer a México. Que además, eso no es colonización, sino un intento de restaurar la esclavitud en México. Y yo, yo Señor Secretario, que he estado en La Habana y en Nueva Orleáns sé lo que es la esclavitud… a mí no me cuentan… ¿Y a una mujer en cuyo honor se bautiza la ciudad que será el símbolo de esa restauración de la esclavitud la llama usted “roja”?». «Por favor, Don Benito, yo no la llamé roja. Fue el propio Maximiliano quien la llamó así. Además, no es mi intención defender a nadie, y menos al austríaco y su mujer. Lo único que quiero es convencerlo a usted de que es Maximiliano el que cada día se está quedando más solo. Usted sabe que fue el informe del Ingeniero Bournof…». «Ah, sí, Bournof su ministro de Finanzas, ese que dijo haber visto a los peones cargados de cadenas, y a familias que se mueren de hambre y a hombres azotados y ensangrentados… Sí, sí, tal vez es verdad en algunas ocasiones… Pero de todos modos es al gobierno legal de la República al que corresponde impartir justicia, y no a un usurpador…». «Claro, Don Benito, pero el caso es que, según dice, fue ese informe el que hizo que Carlota convenciera al austríaco para decretar las reformas rurales de protección a los peones, y esas reformas las que han alienado a los hacendados. Así que haga usted cuentas nomás Don Benito: La Iglesia está en contra de Maximiliano. Los hacendados también. Los conservadores ultramontanos lo abandonan, y no ha podido ganarse a los republicanos, porque como su nombre lo indica, lo que nosotros queremos no es una monarquía sino una república. Con las tropas francesas, contará sólo por muy poco tiempo, y de hecho nunca ha contado con ellas: el emperador al que sirve Bazaine y al que siempre ha servido no es él, sino Luis Napoleón. Y la gente con la que se rodeó en un principio, el belga ése Eloin que le impuso el Rey Leopoldo, y el austríaco Schertzenlechner, no hicieron sino fomentar la discordia todo el tiempo entre Maximiliano y los franceses. El austríaco, Señor Presidente, está solo…». «Sí, tal vez tiene usted razón, Señor Secretario… Dígame, el asunto ese de la adopción del nieto de Iturbide: eso confirmaría que el austríaco es impotente, ¿no es cierto? puesto que han perdido toda esperanza de tener descendencia…». «No necesariamente, Don Benito… Primero, porque se ha rumoreado mucho que el austríaco ha tenido relaciones amorosas con varias mujeres aquí en México, y entre ellas la hija o la esposa, no sé, del jardinero en jefe de la Quinta Borda en Cuernavaca. Segundo, porque de todos modos el austríaco y su mujer no tienen relaciones maritales…». «¿Y cómo se puede saber eso?». «Bueno, usted sabe, Señor Presidente, que los reyes, los emperadores, en fin todos ellos, en el día están rodeados siempre de mucha gente, y en las noches duermen en habitaciones separadas, vigiladas por guardias. Y es un hecho que, al menos desde que llegaron a México, el austríaco no ha efectuado una sola visita conyugal a Carlota… ni viceversa». «Ah, ya veo, entiendo, sí… claro. Pero dígame una cosa, Señor Secretario: ¿ha perdido usted alguna vez a un hijo?». «No, Don Benito, por suerte…». «Es quizás uno de los dolores más grandes que pueden tenerse en la vida. Pero al menos yo he tenido varios hijos, a quienes heredarles no un trono sino algo más importante y sagrado: mis principios y el amor a la Patria. Y también lo que me enseñó Plutarco: el respeto y la admiración a la vida. Unos han muerto, sí, pero otros no sólo viven sino que habrán de sobrevivirme…». «Por supuesto, Don Benito…». «No sabe usted cómo tengo ganas de ver a mi nietecita María… Me encantan las niñas… Cuando murió mi hijita, yo mismo la llevé a enterrar. La ley que prohibía la inhumación en los templos exceptuaba a los gobernadores y sus familiares, pero yo no quise hacer uso de ese privilegio. Yo mismo, solo, llevé su caja: una cajita así de pequeña, y blanca, al Cementerio de San Miguel…». «Sí, Don Benito…». «Pero en fin, qué sé yo. Debo sobreponerme a todas las desgracias, Señor Secretario, y de alguna manera actuar con constancia y abnegación… como lo hubiera hecho un Vicente Guerrero. ¿No cree usted? Después de todo, tengo un deber muy sagrado que cumplir hacia mis conciudadanos…». «Así es, Señor Presidente». «Todo va bien… tout va bien: en esa frase se encierra todo el “Cándido” de Voltaire, y durante mucho tiempo me ha acompañado para darme ánimos. La verdad es que no todo va bien, pero quizás usted tiene razón en muchas cosas. Sí, la fuerza con la que contamos es de toda confianza, y tenemos mejores elementos de guerra. ¿Y cómo olvidarme del apoyo a nuestra causa de Mazzini, ese gran patriota italiano?… aunque tampoco llegó nunca la legión europea que iba a organizar para que viniera a México a combatir al invasor…». «Es verdad, Don Benito, pero tuvo usted también la felicitación de esa asociación de demócratas belgas…». «Que tanto debe haberle dolido también a Carlota, ¿no le parece? Y bueno, en Allende, en Hidalgo del Parral, en Santa Rosalía, en Chihuahua, he recibido tanto entusiasmo del pueblo y tantas adhesiones…». «Eso es lo que yo quería decirle, Señor Presidente y también que, si unas plazas se pierden, otras se ganan. Tenemos de nuevo a Saltillo y Monterrey». «Claro, claro, si yo mismo le escribí a Santacilia diciéndole, me acuerdo, que los imperialistas ya son como Don Simplicio: no bien acaban de apagar una vela, cuando se les enciende otra… Sí, sí, tendría que estar más optimista, ¿no es cierto? Después de todo tenían razón los que decían, ¿recuerda usted?, que el enemigo es como la gelatina: se mueve, pero no avanza. Dígame, Señor Secretario: ¿le gustaría que le contara otra anécdota de mi exilio en Nueva Orleáns?». «Cómo no, Don Benito…».