¿Para que no sepa yo que a Teodoro Roosevelt el creador de la política del garrote le dieron el premio Nobel de la Paz? ¿Para que no vaya a Ypres a ver cómo se arrastran por sus calles, ciegos, y cómo mueren de asfixia y con la piel cubierta de úlceras ardientes los miles de soldados belgas envenenados por los alemanes con gas mostaza? ¿Para que yo no me entere que el príncipe heredero al trono del Brasil murió en el exilio? ¿Para eso quisieran, dime, Maximiliano, que me pasara yo la vida contando los granos de un reloj de arena y las turquesas líquidas de una hidra, los copos de nieve, los días que faltan para mi muerte? ¿Para que no sepa nunca que Alfonso Doce de España murió sin conocer a su hijo? ¿Para que no me entere que murieron el Conde de París y el Conde de Chambord sin que jamás pudieran reinar en Francia, como reinó mi abuelo Luis Felipe? ¿Para eso quisieran que cuente yo las hojas de los árboles que se caen en el otoño y las ensarte en un hilo de seda, o que me pase la vida contando las teclas del piano? ¿Para que no me entere que durante la segunda comuna la chusma de París que se descubría todas las tardes cuando el principito imperial paseaba en su coche a la Daumont por los Jardines de las Tullerías escoltado por los cipayos argelinos que en su uniforme de capas aladas llevaban los tres colores de la bandera francesa, esa misma chusma no volvió jamás a recordarlo tras su muerte en Zululandia? ¿Que no saben que el otro día vino el mensajero y era el mago Houdini, y me dijo que inventaron el helicóptero, se transformó en una rosa de los vientos, me transformó a mí en una aviatriz, transformó el castillo en un helicóptero de aspas de plata y en el helicóptero y con mi sobrino Luis Felipe de Orleáns me fui de viaje al polo norte, y con mi tío el Príncipe Joinville a la América del Sur? ¿Que no saben que un día, de niña, mi tío Joinville, que murió muy viejo y tan sordo el pobre como mi hermano Felipe, me mostró en ese mismo Palacio de las Tullerías que la plebe de París redujo a cenizas un modelo de la Créole y lo puso a navegar en una fuente del jardín mientras me contaba que había sido en ese barco en el que recibió su bautizo de fuego cuando por órdenes de mi abuelo se fue a Veracruz a hacerle la guerra a los mexicanos? A quien vio cómo cruzaba el mar la fragata real, hinchadas sus velas por el viento de mi abanico. A quien vio cómo los marineros franceses me decían adiós con sus gorras, y a mi tío desembarcar en las playas de Antón Lizardo en una lancha impulsada por remos forrados de piel, y que fui yo y nadie más, Maximiliano, quien vio los diminutos cañones de la Créole disparar sus balas y a una de esas balas volarle una pierna al General Santa Anna, ¿le van a pedir que se pase la vida limpiando lentejas, contando cada lenteja, desescamando pescados, contando cada escama, o me van a obligar, dime, a estar todo el día bordando ramos de hortensias en las fundas de las almohadas y alhelíes en las servilletas? ¿O es que quieren que me ponga a hacer pompas de jabón a todas horas y que con tu red de mariposas me ponga a cazar las pompas por los corredores y los jardines de Bouchout? A mí, a quien nadie vino a contarle cómo Gaetano Brasci asesinó en las calles de Monza a Humberto Primero de Saboya, porque yo lo sabía desde antes que él naciera, y a quien nadie vino a decirle, imagínate qué escándalo, Maximiliano, que el Príncipe Pierre Bonaparte asesinó a tiros a Victor Noir, porque de eso me había enterado yo desde hace siglos, desde muchos años antes que el propio Pierre Bonaparte asesinara primero a un agente del Papa y se fuera después a pelear al lado de Simón Bolívar, dime, ¿pretenden encerrarme en una pompa de jabón, tenerme prisionera en una campana de cristal vestida de virgen cuando que yo, Maximiliano, aprendí desde niña cuando me acercaba a la ventana en los días lluviosos, aprendí, te digo, a ver el mundo en una sola gota de agua? A mí, a quien nadie vino a contarle que mi madre iba a morir cuando tuviera yo apenas diez años de edad, porque antes de que ella se enfermara la contemplé en su agonía, escuché sus últimas palabras, recibí en mi cara su último aliento, y me vi yo misma a las puertas de la muerte, contemplé mi propia agonía, asistí a mis propios funerales: me cruzaron las manos y en los dedos me enredaron un rosario, tenía yo puesto un gorro de encaje blanco y con las cintas me sostuvieron las mandíbulas. No recuerdo quién me cerró los ojos, pero sí que encima de mi cama había un baldaquino azul cielo y que alguien dejó un ramo de flores a mis pies. La nieve blanqueaba los penachos negros de los caballos de la carroza fúnebre porque nevaba, Maximiliano, como cuando tú llegaste muerto a Viena, y la nieve blanqueó las gorras de los seis legionarios belgas todos tan viejos como yo porque habían sobrevivido no sólo a esos pobres muchachos que se quedaron tendidos en las llanuras y montañas de Michoacán, asesinados por los hombres del General Arteaga y Nicolás Guerrero, sino también habían sobrevivido al siglo y así como una vez nos acompañaron a México, el día de mi entierro me acompañaron también, llevando mi ataúd sobre sus hombros hasta la Capilla de Laeken donde estaba mi madre para que cumpliera yo la promesa que me hice a mí misma el día en que supe que, destronado y muerto mi abuelito, y abandonada mi madre por mi padre Leopoldo, ella no iba a vivir mucho tiempo: que si moría yo la alcanzaría muy pronto para estar siempre a su lado. No vi, en mis funerales, a mi hijo el General Weygand y me imaginé que quizás todavía estaría peleando en Polonia contra los bolcheviques. No vino tampoco tu hijo Sedano y Leguizano. Hasta que me acordé que Maxim Weygand no había aún nacido cuando yo tenía diez años y que a Sedano y Leguizano lo fusilaron en Vincennes por espiar a favor de los alemanes. Todo eso lo vi, Maximiliano, en una lágrima. En una sola, porque yo era una Princesa que había aprendido a estar triste sin parecerlo. A parecer alegre sin estarlo. En una sola lágrima que me enjugué con el dorso de la mano.
Desde entonces no he vuelto a llorar, y no quiero hacerlo por nadie, ni siquiera por ti. Así que más vale, Maximiliano, que te cuides. Si te digo que en el Convento de la Cruz no comas de la carne de burro que te cocine Tüdös ni pruebes los dulces de mazapán y el cabello de ángel que te den las monjas de Querétaro, hazme caso. Si te aconsejo, Maximiliano, que cuando vayas a Chalco no bebas leche de cabra. Si te pido, Maximiliano, que en la mañana de tu muerte te cuides del pollo y del pan que te ofrezcan para desayunar. Si te advierto, Maximiliano, que te cuides de Bazaine, de Miramón, de Sofía, de mí misma y hasta de tu propia sombra, es porque yo sé muy bien lo que te espera. Mira, escucha y no lo olvides: una noche, hace muchos años, cuando ya había dejado París y el aire que Napoleón Tercero volvía hediondo con su perversidad desde el Cabo Norte hasta el Cabo Matapan, camino a mi Castillo de Miramar y después camino a Roma a donde iba yo a besar las sandalias de Pío Nono para implorarle su ayuda, mi tren se detuvo un momento a la orilla del Lago de Bourget, y una anciana me regaló un listón para el cabello y un joven vestido de monaguillo una estampa de la Abadía de Haute Combe, el panteón de la Casa de Saboya. A la salida del túnel del Monte Cenis, un mendigo me arrojó una rosa. En Milán, el General Della Rocca vino a verme en nombre del Rey de Italia y me entregó una carta. En Villa d’Este, escuché misa en la tumba de San Carlos, y un sacerdote me obsequió una veladora bendita. Después en Desenzano se subió al vagón imperial el General Hany a saludarme en nombre de Garibaldi que sufría de la herida que recibió en Aspromonte, me dijo, y me regaló una bandera roja. En Padua me fue a ver el propio Víctor Emmanuel y me dio un retrato de mi bisabuela Carolina de Nápoles. Yo sabía que la anciana del lago era Pepita Bazaine disfrazada, y el monaguillo José Luis Blasio, y que Hidalgo y Esnaurrízar se había vestido de Della Rocca, y el Conde del Valle de Orizaba del General Hany, y que tú mismo, Maximiliano, te querías hacer pasar por el Rey de Italia. Lo sabía porque a mí nadie jamás me ha podido engañar. Pero escucha, escúchame bien y mira: ni siquiera en México, cuando una muchacha maya me dio a beber, en un caracol marino, aguamiel diluido con agua límpida del cenote sagrado, porque yo sabía que tenía también toloache para volverme loca. Ni cuando Concepción Sedano me dio leche de cacto ponzoñoso mezclado con jugo de guanábana para matarme y quedarse contigo, para que no fueras de nadie sino de ella. Ni cuando tú mismo quisiste envenenarme con chocolate y antimonio para quedarte en México, para que México fuera tuyo y de nadie más. Escucha: yo desde niña aprendí a cuidarme de todo y de todos, porque yo no sabía cuándo mi tío Joinville era mi tío Joinville, o un asesino disfrazado. De modo que cuando él me dio uno de los dibujos del álbum que hizo cuando viajó a la Isla de Santa Elena para llevarse a Francia los restos de Napoleón el Grande, así como al llegar a Miramar lavé la rosa que me dio el mendigo, cada uno de sus pétalos, cada una de sus espinas y hubiera lavado la rosaleda completa, así también lavé las hojas de la yedra que había ya cubierto el cenador del jardín y las hojas de los sauces llorones que estaban llenos de verdor y lavé todos los dibujos de mi tío Joinville y lavé cada una de las yerbas y flores secas que guardaba entre las hojas del álbum y que él mismo había recogido, me dijo, del Valle de Saule. Hubiera lavado el valle entero y con él la primera tumba de tu abuelo. Hubiera lavado cada una de las maderas y las cuerdas y las velas de La Belle Poule en donde mi tío trajo lo que quedaba del primer emperador de los franceses. Hubiera lavado las alas de las gaviotas que se posaban en las vergas del barco y se cagaban en el catafalco. Hubiera lavado el catafalco. Hubiera lavado Los Inválidos enteros como lavé el listón que me dio la anciana y la estampa del panteón de la Casa de Saboya, y la veladora bendita de Villa d’Este y la carta de Víctor Emmanuel y la bandera de Garibaldi y el retrato de mi bisabuela como lavé el telegrama que me enviaste desde México tras la caída de Tampico y el asesinato del gobernador imperial, y como lavé los números de La Estafeta que me envió Almonte por correo y las rosas marchitas que me regaló en Saint-Nazaire, y cuando llegué a Roma para ver al Papa hubiera lavado sus sandalias y el anillo de San Pedro antes de besarlos, hubiera lavado el Vaticano entero y sus jardines, la Via Appia y los azulejos de la Fuente de Trevi y las cabezas y los ojos, las crines, los cuellos de sus caballos de mármol, las barbas de Neptuno, antes de que mis labios tocaran sus aguas. ¿Me entiendes, Maximiliano? ¿Sabes que con esto te estoy diciendo que cuando vayas a Tenancingo no bebas licor de zarzamoras, y que cuando viajes a Tabasco no comas carne de chango? Cuídate, Maximiliano, y si te da empacho, no bebas té de canela. Si te casas, no bebas agua de azahar. Cuando vayas a Sinaloa, no comas pecho de iguana. Si hacen un brindis por tu buena suerte, no bebas vino de tréboles. Si te llevan a Tampico, no tomes tinta de pulpo. Y si te pierdes en la Sierra de Maltrata, no bebas sangre de cóndor. Cuídate, Maximiliano, y ayúdame a lavar todo lo que tengo que lavar. Del Castillo de Chapultepec, tendríamos que lavar las bancas y el vitral de Diana, los bargueños de marquetería, los pedestales de malaquita, los salones azules que Porfirio Díaz transformó en cuartos de huéspedes, la cama presidencial de Benito Juárez, la terraza donde murieron los niños héroes. De Miramar tendríamos que lavar la capilla, el altar, las ventanas y las bancas y los confesionarios y los reclinatorios de madera roja del Líbano, y lavar los cuadros del Cesare dell’Acqua. Al Hofburgo tendríamos que ir a lavar el carruaje imperial rococó construido para la coronación de mi tatarabuelo Francisco de Lorena. Tendríamos que lavar las patas de sus ocho caballos de Kladrup. Los once mil clavos de cabeza de plata de la litera de mulas en la que viajaba de Klosterneuburg a Viena, cada vez que había un nuevo soberano, el sombrero de los archiduques austríacos. De Querétaro, tendríamos que lavar la cúpula cuajada de azulejos de la Iglesia de Santa Rosa de Viterbo y las tres columnas truncas de la Capilla del Cerro de las Campanas que levantó en tu memoria y en la de Miramón y Mejía el arquitecto Maximiliano Van Mitzell, y la cruz que te hicieron con madera de la Novara. Y sobre todo, escúchame bien, tendríamos que lavar las llaves de la ciudad de México que en bandeja de filigrana de plata nos presentó el Ayuntamiento en el paradero de la Concepción: cuídate, Maximiliano, y no lamas el oro ni el esmalte de las llaves, no chupes los brillantes de su manija, no beses sus águilas imperiales.
¿Y sabes por qué? Porque todo está envenenado. Porque a ti y a mí nos quieren envenenar como lo han hecho con tantos otros. Que no te cuenten que tu abuelo Napoleón el Grande murió de nostalgia en Santa Elena: lo envenenaron, Maximiliano, por órdenes de Luis Dieciocho, y lo supe yo cuando lavé sus huesos y descubrí, en el mechón de pelo que le quedó en el cráneo, los restos del arsénico. Que no te cuenten, Maximiliano, que tu padre el Duque de Reichstadt murió de tuberculosis: lo asesinó Metternich con un melón envenenado: lo supe porque el aliento de El Aguilucho olía a almendras amargas. Y tampoco Porfirio Díaz murió de tristeza: lo mandó envenenar Venustiano Carranza. Y así ha sido con todos. Envenenaron a Boris Gudonov, a Andrés Hofer, a Guillermo Tell. También a la Princesa Sofía de Sajonia, la tercera esposa de Fernando Séptimo. Y Felipe Segundo mandó envenenar a Guillermo de Orange, la Infanta Isabel a mi sobrina María de las Mercedes, Fernando de Aragón a Felipe el Hermoso. Apréndetelo, Maximiliano, y que no se te olvide: a tu primo Luis de Baviera lo envenenó el Príncipe Luitpold con las aguas del Lago Starnberg. A Enrique de Navarra lo mató Ravaillac con una daga envenenada. A Emiliano Zapata, el General Guajardo, con cien balas emponzoñadas.
Dicen que estoy loca porque comencé a limpiar todos los objetos que hay en mi cuarto. Pero es que yo sabía que estaban envenenados, que bastaba que mis dedos tocaran la perilla de una puerta, la tela de un cuadro, el marco de un espejo o el tirador de un cajón, para que la ponzoña entrara en mi cuerpo. Durante mucho tiempo también lavé mi propia ropa con mis propias manos: mis crinolinas y mis faldas azul cielo y azul marino, mis pañuelos y mis capas, mis calzones de encaje de Amiens, mis túnicas y mis gorros de dormir, mi vestido de china poblana, mis guantes, mis pantuflas, mis rebozos de seda. Lavé también toda la ropa blanca, mis sábanas, las fundas de las almohadas, las servilletas. Lavé las paredes y las sillas, los corredores, las balaustradas de granito. Lavé el plafón de la Sala de la Rosa de los Vientos, lavé los cisnes del estanque, lavé las glicinas moradas que cubren la pérgola, lavé las coliflores. Que tampoco creyera nadie, me dije, que me iba a dejar matar como una rata, y lavé las copas, los platos, los relicarios y las lámparas. De mi propio hermano, el Conde de Flandes, que me llevó de Roma a Miramar, rechacé una caja de chocolates de Perugia. De mi cuñada María Enriqueta, rechacé un chal de Cachemira. Las cajas de dulces de leche que me trajo Blasio de México, las tiré a la basura. El vino de jengibre que me envió Lord Kitchener de regalo de cumpleaños, lo eché por el fregadero. Con los corpiños que me compré en Alenzón y los guantes que me trajo Sisi, hice una fogata en el patio de Bouchout. También quemé un libro de historia de México que me regaló un extranjero de paso por Bruselas, porque sabía que todas sus páginas estaban envenenadas. Las galletas que me envió tu madre Sofía las desmenucé en los rincones del castillo, para que con ellas se envenenaran las ratas. Hasta que un día me di cuenta, Maximiliano, de que ya no podía escapar. Que el agua con que lavaba las escalinatas estaba también envenenada; que el jabón con el que lavaba los muros y las columnas, los troncos de los cipreses y el barandal de las escaleras, estaba envenenado. Dejé de tocar muchos años el piano porque sabía que las teclas estaban envenenadas. Dejé de tocar el arpa, porque supe que habían frotado las cuerdas con sublimado de mercurio. Dejé de pintar, Maximiliano, porque sabía que me querían envenenar con las exhalaciones del verdegrís y del azul cobalto. Nunca volví a ponerme polvos de arroz en las mejillas. Nunca, polvos de haba en mis pelucas. Es más, nunca me volví a poner una de mis pelucas porque sabía que estaban emponzoñadas. Hasta que me di cuenta, como te decía, que las esponjas con las que restregaba las almenas de Bouchout y las ruedas de nuestra carroza imperial, que el trapo con el que limpiaba yo los roperos y las cómodas y los nidos de las golondrinas que cada verano hacen sus nidos bajo los balcones de Miramar, todo estaba emponzoñado con el mismo veneno. Pero cuando te hablo de veneno, Maximiliano, no te hablo del veneno de la Hidra que hacía hervir las aguas de las Termópilas o de la cicuta que congeló el corazón de Sócrates, no. El Rey Mitrídates tomaba todos los días unas gotas de una poción que contenía setenta y dos venenos distintos, para acostumbrar a su cuerpo: la ponzoña de la que yo te hablo es otra. No la tienen las arañas capulinas. No la tienen los hongos amanita. No la tienen en sus colmillos las serpientes de cascabel y vinagrillo que los guerrilleros veracruzanos escondían en las mochilas de los hombres del Coronel Du Pin. No la tiene en su sombra el árbol de Java a cuyos pies se acostaban los conquistadores holandeses para dormir la siesta con la muerte. No, Maximiliano, yo sé muy bien que si la viuda de Miguel Miramón me trae unos duraznos en conserva, se los tengo que dar a probar a los perros. Tú sabes muy bien que si vas a Puebla y te dan un té con flores de tochomitl para la diarrea, se lo tienes que dar a probar primero al Coronel López. Yo sé muy bien que si la Señora Del Barrio me trae unos aretes de plata de Taxco, se los tengo, primero, que poner a Matilde Doblinger, y si Eugenia me regala otro abanico valenciano, tengo primero que abanicar con él a mi gato, de la misma manera que tú sabes, Maximiliano, o deberías saberlo, que mejor que lavarte la cabeza en Cuautla con agua de flores de palobobo contra la calvicie, será que invites al Duque de Morny a que lo haga, para que no seas tú al que envenen el pelo, y que mejor que untarte en las almorranas el jugo lechoso de la adelfa amarilla que te den en Temixco, se lo des al Mariscal Bazaine para que no seas tú al que envenenen por el recto, y que mejor que mejor que frotarte la piel con la pomada de bulbos de lirio céfiro que te den en Guanajuato para quitarte las manchas de la piel, se la des al General Márquez para que no seas tú al que envenenen por los poros. Pero no es de ese veneno del que te hablo, y ni siquiera, Maximiliano, del perfume de las amapolas con las que te envenenaste de amor en Cuernavaca. No hablo, tampoco, del veneno de Nerón que el Emperador Claudio arrojó al Tíber y que alfombró sus aguas de peces muertos, ni de la ponzoña en la que Xenofón empapó la pluma con la que le hizo cosquillas en el paladar al propio Claudio para matarlo, ni del veneno que Agripina derramó en la copa de su hijo Británico. Escúchame: la Reina de Ganor mató a su marido con un camisón envenenado en su noche de bodas, y el Caballero de Lorraine mató a Enriqueta la hija de Carlos Primero de Inglaterra con la ponzoña que mezcló con agua de achicoria. Pero yo no te hablo del arsénico con el que envenenaron al Papa Alejandro Borgia, ni de los venenos con los que Madame de Montespan, la amante de Luis Catorce, quería matar a sus rivales. No, no te hablo del cianuro, ni de la belladona, ni del curare con el que los indios brasileños mataban a los tratantes de esclavos portugueses, ni del acónito con el que los gurkas envenenaron los pozos del Nepal para matar a los soldados ingleses, ni del heléboro con el que Solón envenenó los pozos donde bebían los espartanos. Te hablo de otra cosa. De lo que descubrí un día, y que fue que todo, Max, el cielo, el aire y el viento, la luz del sol, las montañas, la lluvia y el agua del mar, todo estaba impregnado con la misma ponzoña que acabó contigo y con tus sueños y con mi razón y tu vida, y con nuestra devoción y nuestras ilusiones y con todo lo hermoso y lo grande que queríamos para México: la mentira.
Yo también, Maximiliano, te lo confieso, te mentí. ¿Te dije alguna vez que antes de que tú llegaras mi carne jamás había conocido ni el deseo ni el placer? Eso también, Maximiliano, escúchame bien aunque estés muerto, eso también fue una gran mentira. No sabes, Max, no sabes, jamás supiste ni te imaginaste cómo te hubiera querido, cómo me habrías amado si tan sólo me hubiera atrevido a decirte quién era yo, quién soy, quién seré siempre. Mi carne, Maximiliano, escúchame, escúchame aunque sea muy tarde: mi carne nació para el amor. Te voy a contar una cosa. Tendría yo doce o trece años, cuando una tarde, recostada en un diván y con una cesta de frutas en el regazo, me quedé dormida, con la boca todavía húmeda, mojada con la miel dulcísima de un melocotón. Madame Genlis me había dejado sola por unos minutos. Era ya casi el fin del verano y las ventanas estaban abiertas. Por ellas entraba una brisa tibia que jugaba con mi pelo, y el pelo rozaba mi frente, la acariciaba. Siempre me gustó sentir la caricia de mi propio pelo. En la cara, en el cuello. Me desperté casi enseguida, con una extraña sensación en los labios, pero no abrí los ojos. Me di cuenta que una mosca se había posado en mi boca y succionaba el jugo del melocotón revuelto con mi saliva. La dejé hacer. La dejé recorrer, con su trompa y sus patas finas, toda la comisura de mis labios, que entreabrí apenas, para darle más miel y más saliva, para alimentarla a ella y alimentar mi placer. Descubrí que mi piel estaba viva de una manera distinta: esa caricia inmunda no se parecía a nada de lo que antes había sentido. O quizás sí: era parecido a lo que sentía cuando deslizaba yo los flecos de las cortinas por mi antebrazo desnudo, de modo que los hilos apenas tocaran la piel, que apenas despertaran en ella un cosquilleo diminuto, un escalofrío que subía hasta el hombro y se desparramaba por la espalda. Mi piel y yo nacimos para eso: para ser acariciadas por las patas de las moscas, por los flecos de las cortinas, por los pétalos de las flores: yo vivo en medio de un bosque, desnuda, y cuando caen las flores de los cerezos sus pétalos rosados bañan mi cuerpo y perfuman mi carne con sus besos. Recuerdo que cuando íbamos a la Iglesia de Santa Gudula en un carruaje abierto me gustaba sentir el viento en la cara y me daban ganas, a veces, de abrirme el corpiño, de desgarrarlo, para que el viento tocara mis pechos. Desde entonces vivo desnuda, en una jaula, expuesta al viento, y el viento, con su hálito espeso y frío sube por mis tobillos y mis muslos, sigue el contorno de mi cuerpo, lo sorprende en sus más profundas hondonadas. Otra noche, en que hacía mucho calor, le pedí a la Condesa d’Hulst que me dejara un plato con miel. Cuando me quedé sola abrí las ventanas, me desnudé y me acosté bocarriba. Me unté entonces un poco de miel en los labios y en los pezones. Me unté otro poco en el ombligo y en el vello que me había nacido entre los muslos, y cerré los ojos, y convoqué a las moscas.
Recuerdo también que una vez el Coronel Van Der Smissen me ayudó a bajar de la carroza imperial. Veníamos de visitar una fábrica de manta de Cuajimalpa, donde habían hecho para mí un trono que parecía de pura nieve por estar cubierto, todo, desde la base al altísimo dosel, de copos de algodón. Con uno de esos copos venía yo, en el camino, haciéndome cosquillas en la nariz. Después lo pasé por atrás de la oreja. Cuando llegamos a Chapultepec, el coronel desmontó y abrió la puerta del coche. Yo tomé su mano y, al bajar, la llevé a mi pecho y la retuve allí por unos instantes, oprimiendo mis senos. De Van Der Smissen siempre me gustó su sonrisa y el brillo de sus ojos. Pero más me gustó, esa vez, el calor de su mano. Mi carne, Maximiliano, nació para sentir el calor de las manos de los hombres. Mi piel nació para ser amada por las nubes, por las mariposas. Yo vivo, desnuda, en una habitación llena de mariposas ciegas que con la punta de sus alas me acarician el vientre y los muslos, las corvas, la orilla de los párpados. ¿Sabes una cosa? Siempre me prohibieron deslizarme por los barandales de las escaleras. Me decían que era peligroso, que podía caerme y quedarme paralítica. A mí me gustaba hacerlo nada más que por sentir el roce del barandal entre mis piernas. Por eso mismo siempre hubiera querido montar a caballo como los hombres, para tener entre las piernas algo duro, algo contra lo cual tallarme para calmar la comezón. ¿Te dije que antes de conocerte jamás había deseado a otro hombre? Te repito que fue mentira. Es decir, fue mentira y no, porque entonces yo no sabía que eso era desear: sentir una comenzón muy suave, un picor apenas, un desasosiego, entre las piernas. Ignoraba también que llevar la mano allí y palpar esa pequeña carnosidad, descubrirla, sentir cómo se endurecía y restregarla hasta que se me aparecía la cara de uno de los amigos de Felipe, ignoraba, te decía, que eso era casi, casi satisfacer un deseo. Cuando terminaba, no volvía a ver la cara del amigo de mi hermano: se desvanecía con el placer y con el sueño. Y no la volví a ver nunca desde que te conocí. La olvidé, como olvidé su nombre, y desde entonces cada vez que quiero recordarla sólo te me apareces tú. Mi carne, Maximiliano, entérate aunque sea muy tarde, mi carne nació para ser amada por el agua. Yo camino desnuda por el mundo, y la lluvia me baña de caricias, y el granizo se vuelve hilos de cera derretida que bajan por mi cuerpo, y lo lamen y lo abrasan. Y para el agua del mar, para el agua del mar nació mi carne, para que sus lenguas azules y tibias, su espuma amarga, beban de mi vientre y de mis muslos. También para tus manos, tus manos blancas y finas y largas, pero ellas nunca lo supieron. Yo vivo desnuda, Maximiliano, y bañada de polen, en una habitación llena de libélulas que cubren a veces toda mi piel hasta transformarme en un hervidero de alas transparentes y babas perfumadas. ¿Te acuerdas, Maximiliano, que cuando regresé de Yucatán te hablé de aquellas joyas vivas que usaban las indias mayas? Eran unos escarabajos que llamaban maqueches, de élitros gruesos engastados con piedras preciosas. En el día les ataban un hilo a un alfiler que se prendía en la blusa, y el maqueche se paseaba por los senos de las indias. Me regalaron uno, con una esmeralda del color de mis ojos. Le pedí al General Uraga que lo guardara. Me dio asco. Pero esa noche, estaba yo tan cansada, hacía tanto calor, mis ojos se habían cegado con los caminos de arena calcárea, sentí que me ahogaba de angustia en la Iglesia de los Caballeros de la Mejorada, me ensordecieron los cañonazos de la Fortaleza de San Benito, me llevaron una serenata bajo mi balcón y tuve que salir, la gente se subía a los árboles y las palmeras de la plaza y a las rejas de las ventanas del Palacio Municipal para verme, todo era ruido y luces, un estruendo insoportable, caí rendida, y soñé que sobre la piel desnuda me ponía yo un vestido de insectos vivos que me cubrían desde el cuello hasta las muñecas y los tobillos: abejas con el cuerpo de ópalos, gusanos con el dorso engastado de hileras de amatistas, arañas que llevaban una turmalina en el lomo, chinches de caparazones duros y rojos, pulidos como carbúnculos, y que se movían, serpeaban, danzaban sobre mi piel y la acariciaban con sus patas de terciopelo y sus vientres viscosos y clavaban en ella sus aguijones y succionaban mi sangre y mi linfa, me inyectaban con sus trompas finas como pestañas su miel y sus venenos luminosos, me cubrían de minúsculas burbujas, de una leche espesa y turbia. Me desperté empapada de sudor, de ríos de sudor que se deslizaban por mi cuerpo, que escurrían de mi frente y por el cuello, que me brotaban de las axilas. También tenía los muslos empapados de sudor pero de algo más, de otro líquido distinto, más caliente. Me llegó un olor ácido. Tenía yo otra vez trece años y acababa de llamar a las moscas. Y las moscas, con sus alas de turquesa, habían acudido a mi llamado.
Me gustaba también, pregúntale a mi hermano Lipchen si se acuerda, jugar a que yo era una bruja y asustarlo. Lo perseguía, montada en una escoba, por las habitaciones y los corredores de Laeken, por las veredas y entre los arbustos y los macizos de flores del jardín. Y mientras corría tras él cabalgaba yo en mi escoba, cabalgaba mi deseo insatisfecho, movía el palo de la escoba hacia arriba y abajo hasta que comenzaba a quejarme, y Felipe, el pobre, me miraba muy asombrado. Pero yo decía no es nada, Felipe, no te asustes, es mi corazón, mira, toca, ve cómo salta, y llevaba su mano a mi pecho. Entonces mis senos ya habían comenzado a florecer.
Alguien que siempre me repugnó fue Aquiles Bazaine. Recuerdo con desagrado aquellas veladas en el Salón Iturbide, cuando teníamos que bailar la cuadrilla de honor, tú con la mariscala y yo con el mariscal. Parecía que el suplicio no iba a terminar nunca. Pero después, cuando la mano del Coronel Van Der Smissen me rodeaba la cintura, cuando casi sin tocarla la apretaba, sin embargo, con una firmeza que invitaba, que le ordenaba a mi cuerpo acercarse al suyo para sentir su calor, ah, entonces, Maximiliano, me olvidaba yo que estaba en México y que era la Emperatriz Carlota, me olvidaba yo de ti, volvía a ser una niña que estaba dejando de ser niña, y volvía a perseguir a mi hermano Felipe hasta arrinconarlo entre los pliegues de una cortina, y a tocarle la cara y el pecho, las piernas y sólo entonces, hasta estar segura que era Felipe y nadie más, a pesar de sus protestas y que me juraba que era él y me suplicaba que ya no le hiciera más cosquillas, sólo entonces me arrancaba la venda de los ojos. Era su turno. Él era ahora la gallina ciega y tenía que encontrarme en la oscuridad, y cuando me encontraba, tenía que tocarme todo el cuerpo, pasar sus manos por él, por mis hombros y mis piernas, por la cara, hasta que estuviera seguro que yo era Carlota.
Yo soy Carlota, la loca de la casa. Creen que estoy ciega porque las cataratas me cubren los ojos y cuando camino me tropiezo con los muebles y me pego en las paredes, y cuando me asomo por la ventana, no veo a las mujeres que cada mañana vienen desde Lovaina y Amberes, desde Courtrai, a lavar mis faldas y mis corpiños en el foso de Bouchout. Porque no veo el puente de barcas que hicieron los pescadores de Ostende para que por él me escape el día menos pensado. Porque no vi cómo el foso se fue cubriendo con las rosas que todos los días arrojaban a sus aguas los peregrinos que pasan por Bouchout: las rosas que me envías tú desde México, que me mandan Garibaldi desde Caprera y tu primo Luis de Baviera desde la isla de las rosas, y que han formado una alfombra tan apretada que podría, descalza, caminar por ella para irme de aquí, también el día menos pensado. Creen que estoy ciega, porque cuando quiero ensartar una aguja me pico las yemas de los dedos, porque tiro las copas en la mesa. Porque ya no reconozco a nadie. La otra vez vino Blasio a verme, y me enteré que era él porque me lo dijo, porque me juró que era el mismo José Luis tu antiguo secretario mexicano, y tenía muchas ganas de saludarme porque hacía años que no me veía, aunque yo sé que es un mentiroso porque todos los días, cuando me paseo por los Jardines de Bouchout, me espía desde detrás de los árboles, para ver si estoy loca. Blasio me trajo un álbum con fotografías, pero no supe de quiénes eran. Que la Emperatriz, le dijo después Blasio a mis doctores, no supiera quién es ese general calvo y de grandes bigotes, es de comprenderse, porque nunca conoció a Castelnau. Que no supiera quién es ese hombre de barba blanca y sin bigotes, también se entiende porque jamás vio al Padre Agustín Fischer. Y tampoco a Félix Salm Salm. Pero que no haya reconocido a la Emperatriz Elisabeth, tan bella que era, en su viaje por el Danubio, diciéndole adiós a los músicos de una banda que desde lo alto de un puente tocaban para ella un vals, que no haya sabido que ese hombre de larga barba aferrado a una bandera en un barco que navegaba no por el Danubio, sino por un mar tempestuoso, un barco que se hunde, era su propio y Augusto Esposo, el Emperador Don Maximiliano, eso quiere decir, o que la Emperatriz Carlota ha perdido la memoria, o que la Emperatriz Carlota está ciega, dijo Blasio y cerró el álbum, se lo dijo así a Jilek cuando estaba sentado a mi lado pensando, quizás, que también yo estaba sorda. O sorda y muda, porque yo no dije una palabra. O sorda y muda y paralítica, porque ni siquiera asentí o negué con la cabeza cuando me preguntaron: ¿y sabe Usted, Su Majestad, quién es este señor de la barbita negra? ¿Y sabe Usted, Doña Carlota, quién es este general de los anteojos? ¿Y sabe Usted, Señora Emperatriz, quién es este coronel de los ojos azules?
¿Y supieron ellos, supo ese Coronel López, nuestro compadre, cuando me miraba con sus ojos azules, que con los míos le pedía yo algo que jamás se atrevió a darme porque además de traidor era un cobarde? ¿Se enteró alguna vez el bruto ese de Jorge de Sajonia con el que me quería casar mi prima Victoria que yo era una de las princesas más bellas de Europa? ¿Supo Léonce Détroyat, cuando íbamos camino de Veracruz a Saint Nazaire que en las noches yo murmuraba su nombre y le ordenaba con un susurro que bajara a mi camarote para tomarme en sus brazos? ¿Se dio cuenta el Capitán Blanchot cuando camino a Toluca para ir a tu encuentro me ayudó a bajar del caballo y uno de mis muslos rozó sus hombros, se dio cuenta, dime, se le ocurrió pensar que bajo las faldas de terciopelo y las crinolinas almidonadas de la Emperatriz había dos piernas de mujer, dos muslos cálidos que podían apretar su cadera hasta hacerlo morir de amor y de rodillas? ¿Se dio cuenta José Luis Blasio el día en que me ofreció unas fresas cristalizadas, que bajo la blusa de holanda, bajo el corpiño de seda y encajes de su Emperatriz había dos pechos de mujer, más dulces y tibios que todas las frutas? ¿Se dieron cuenta alguna vez mis guardias palatinos, cuando les pasaba revista en el patio del Palacio Nacional, que la Emperatriz reflejada en sus cascos de plata bruñida, que la Soberana que con sus propias manos había diseñado para ellos cada detalle de su uniforme era también una mujer que con esas mismas manos podía quitarles sus botas de charol negro y desabrochar los botones dorados de sus casacas rojas para besarles los pies, besarles el pecho, ensalivarles las tetillas y dejarles la huella de mis dientes en sus cuellos? No, Maximiliano, porque los ciegos eran ellos. Y tú también. Y además de ciego, manco. Y mutilado, como tu efigie.
Porque me dejaron tenerte. Como creen que estoy loca, me dejaron hacer un maniquí de tu tamaño y guardarlo en el ropero. Hubiera querido enviar al mensajero a Versalles para que en el closet de las pelucas de Luis Catorce, entre todas las que se ponía el rey según fuera la mañana o la tarde, según se fuera a misa o de cacería, para que entre todas las pelucas que se quitaba por las noches el Rey Sol, según se acostara con Luisa de la Vallière o la Marquesa de Montespan, me trajera la más fina y sedosa, la más rubia de todas, para hacer tu barba con ella. Yo hubiera querido que el Doctor Licea me trajera a Bouchout tu máscara mortuoria, la que se negó a entregar a la Princesa Salm Salm porque ya le habían ofrecido quince mil pesos por ella, para pintarla con polvos color de rosa y darte tu misma Cara. Pero tuve que arreglármelas sola. Sólo Dios sabe cómo te hice, con medias viejas que rellené de trapos para formar tus piernas y tus brazos, y con cojines y almohadas con los que hice tu pecho y tu vientre, y con hilos y cordón y alfileres y las ballenas de mis corsés para amarrarte, para coserte bien y que no te me fueras a desbaratar. Con los flecos dorados de una cortina improvisé tu barba. A falta de tu cara en yeso, me hubiera gustado que estuviera aquí la Condesa de Courcy para que fuera a comprar una dentadura de Dejardin y unos ojos artificiales de Pilón, azules, como los que vi en la Exposición de París, para pegarlos a esa cara tuya que hice con una media de seda blanca rellena de algodón. Pero tuve que conformarme con lo único que me han dejado: con mi imaginación. Para vestirte, en cambio, no tuve problema porque me dejaron ponerte unas botas viejas y tu uniforme de Almirante de la Flota Austríaca que, ése sí, está como nuevo, como si no hubiera pasado los años por él, como si hubiera sido ayer apenas que viajaste a Mesina para imaginar cómo las naves de Don Juan de Austria que iban a destrozar la escuadra de Mehemet Siriko se perdían en el horizonte rumbo al Levante. Ése era el uniforme que tenías puesto cuando visitaste la tumba de Virgilio y el amoroso retiro de la ninfa de Capri, y cuando caminabas por las calles de Menorca entre las turbas de marineros ingleses ebrios, y cuando en la Isla de Madeira cortaste la flor del agapando y la strelizia real de lengua como lanza azul cielo y las azaleas indias, blancas como la nieve del Himalaya. Esas mismas flores las prendí a tu pecho, y mis carceleros lo saben. Y también que todas las noches te veo y te acaricio, y converso contigo de mil cosas distintas. Casi siempre te tengo lástima y te hablo de cosas agradables. Me gustaría a veces hacerte reproches y cuando pienso en Napoleón Primero, que se llevó a París todos los muebles y cuadros y objetos de María Luisa para que ella no extrañara su cuarto de Schönbrunn, me gustaría reclamarte por qué no te llevaste mi recámara de Laeken a Miramar, y de Miramar a México, y de México de nuevo a Miramar, cuando que yo, Maximiliano, me traje aquí tu sepulcro y no me lo has agradecido. Pero no, prefiero contarte cosas bonitas. Prefiero hacerte creer que no ha pasado el tiempo. Que todavía no ha muerto mi abuela Amelia en Claremont ni las tropas prusianas sitiaron París y los rusos no cruzarán nunca el Danubio y los americanos no invadirán Nicaragua para combatir al General Sandino. No es de eso de lo que me oyen hablar contigo mis carceleros, sino de los Jardines Borda, y de la villa pompeyana de Cuernavaca donde ibas a curarte de la nostalgia que sentías del mar, y de cuando compraste la Hacienda de Cuamala para extender los terrenos de Chapultepec. De eso, y del amor que te he tenido sesenta años.
Lo que ellos no saben, porque piensan que cuando me desvisten y me ponen mi camisón y me meten a la cama y apagan la luz me olvido que tú quedaste guardado en el ropero y que ya no volveré a hablar contigo sino hasta el día siguiente, lo que ellos no saben es que apenas me dejan sola me levanto, y voy a verte. Abro el ropero y te llevo a mi lecho y me quito el camisón y hago el amor contigo. Hago el amor con el palo que te puse entre las piernas. Una noche comencé a sangrar: casi me atravesé la matriz, casi me rasgué el útero, pero seguí haciendo el amor contigo hasta el amanecer, hasta caer rendida de sueño, a tu lado. Apenas si me dio tiempo, cuando desperté, de guardarte de nuevo antes de que llegaran esas estúpidas, que cuando vieron las sábanas y mi camisón manchados de sangre hicieron un escándalo, me preguntaron qué me había pasado, y comenzaron a dar de gritos, pronto, háblenle al Doctor Jilek, que venga corriendo el Doctor Bohuslavek, la Emperatriz se nos desangra, por más que yo les dije no, no pasó nada, no hay que hablarle a ningún doctor, hay que llamar a Don Maximiliano y decirle: aleluya, aleluya, Señor Emperador: su mujer, Doña Carlota, la Señora Emperatriz, ha comenzado a menstruar de nuevo, vinieron a verla sus santos favoritos, Santa Úrsula que llegó con las once mil vírgenes, San Huberto que tenía cabeza de ciervo con una cruz luminosa entre los cuernos, y las once mil vírgenes besaron en la frente a Doña Carlota, y Doña Carlota le tocó los cuernos a San Huberto y se hizo el milagro: Doña Carlota, aleluya, está menstruando, así les dije, Max, que te dijeran, y vieras con qué ojos de incredulidad y de envidia, de odio y de miedo, de asombro y de espanto me miraron todas esas imbéciles, que Dios confunda.
Me quitaron el palo. Se lo llevaron. Te mutilaron, Maximiliano, Dios sabe qué fue de tu miembro. Si como a tus intestinos y a tu bazo y tu páncreas se lo tragó una cloaca de Querétaro, o, si como tu corazón, cortado en pedazos, está repartido por el mundo en frascos de formol. Pero yo tenía escondidos en mi recámara el cuchillo de monte con el que partías los cocos verdes en Argelia, y la escopeta con la que cazabas conejos en la Hacienda de Xonaca, y el largavista con el que contemplaste, desde el tren en el que viajabas por el Valle de Nocera, a esos muchachos que salían del mar y se revolcaban, mojados, en las playas de arena negra, hasta que su misma piel quedaba negra como el carbón. Tengo también la espada que le entregaste en Querétaro al General Escobedo. Y con todo me he desangrado, pero pensando siempre en ti y en nadie más, te lo juro, Maximiliano, ni en Van Der Smissen ni en el Coronel Rodríguez ni en el amigo de mi hermano, porque a todos los he olvidado. A veces pienso que de ti también me olvidé. Pero a ti, en cambio, te puedo imaginar, y a ellos no. Porque a ellos no los puedo resucitar y a ti sí. Tú vuelves a vivir cada vez que te nombro, cada vez que digo tu nombre: Maximiliano. En mi cama, en la mesa de billar del castillo, en las terrazas: en todas partes donde he invocado tu nombre, allí te has aparecido y allí, contigo adentro de mí, me he desangrado, qué escándalo, dijeron, se mancharon las sábanas, se manchó el fieltro azul, se mancharon las alfombras y las piedras, qué horror, qué vergüenza, se manchó el honor de la Emperatriz Carlota, qué escándalo, qué dirá el Doctor Jilek, Su Majestad, gritaron mis damas, qué dirá su hermano el Conde de Flandes, que diría el Emperador Maximiliano si viviera, qué diría si viniera, dijeron mis damas, y se llevaron las manos a la cabeza, se jalaron los cabellos, hirvieron agua como si fuera a dar a luz y yo, no lo vas a creer, Max, me moría de la risa, y lo que tuve no fue un hijo sino un pedazo de vela que se me quedó adentro y que el Doctor Jilek sacó con unas pinzas, si supieras qué trabajo le costó, qué roja tenía la cara que parecía que le iba a reventar, cómo apenas si podía hablar, una vez me metí el cuello de una botella y no quiso salir y me llevaron al baño para romperla y qué horror, qué susto porque el piso se cubrió de sangre, pero no, qué tontería se cubrió con tu vino de borgoña favorito y mis damas de compañía no me dejaron lamerlo, con qué gusto me hubiera llenado la boca con su espuma y con los pedazos de vidrio, pero no me dejaron, no me dejan hacer nada y yo me muero de esperarte con las piernas abiertas, me han dejado sin velas, sin cuchillos, sin botellas de vino, sin carretes de hilo, se llevaron tu espada, una vez me metí un carrete y el Doctor Jilek sólo pudo pescar la punta del hilo con sus pinzas, y qué cosquillas Max mientras el carrete daba vueltas dentro de mí parecía que el doctor nunca iba a terminar de sacar el hilo, se llevaron tu largavista y tus habanos, qué se creen esas perras que no puedo acostarme desnuda en el pasto y hacer el amor con las mangueras, la próxima vez me voy a meter una rata les diré no llamen al doctor Jilek llamen a un gato, qué se creen que no puedo entrar desnuda en la Fuente de Neptuno de la Plaza Navona para hacer el amor con los chorros de agua que vomitan los tritones, la próxima vez me voy a meter una zanahoria les diré no llamen al Doctor Jilek, llamen a un conejo, qué se creen que no puedo acostarme desnuda en mi cama y hacer el amor con un tallo de tulipán, la próxima vez me voy a meter un plátano les diré no traigan al Doctor Jilek traigan a un chimpancé, qué se creen esas perras: ¿acaso que estoy loca?