3. Escenas de la vida real: la nada mexicana

«¡El Nuncio, volando por la ventana!».

Luis Napoleón, absorto ante el mapa de París, contempla en él los proyectos pasados, presentes, futuros, que harían de la capital de Francia la ciudad más bella y moderna del mundo. Gracias, claro, al Barón Haussmann y a genios como Charles Garnier y Viollet-le Duc. Los Campos Elíseos. Los pabellones de hierro y cristal de Les Halles. La Santa Capilla. La Opera. El drenaje…

«¿El Nuncio, volando?», musitó Luis Napoleón y dejó su cigarrillo en uno de los dos ceniceros que le había regalado Maximiliano: eran las conchas ovaladas de un molusco llamado abulón, notables por la belleza irisada de su nácar. «Para esos cigarrillos que tanto predisponen a la meditación», le escribió el Emperador de México.

Por su parte Carlota le había prometido a Eugenia enviarle un álbum con fotografías de las ruinas y monumentos toltecas y mayas: las pirámides del sol y de la luna y los templos de Uxmal y Chichén-Itzá de la provincia de Yucatán a la cual quería viajar cuanto antes, y también de esos monstruosos gigantes de Tula que debieron haber sido los guardias palatinos del sangriento Huitzilopochtli, el dios devorador de corazones humanos.

«¡Sí, volando. Imagínate, Luis, qué gracioso!».

Eugenia se refería a lo que Carlota le había dicho a Bazaine: que ganas le habían sobrado, muchas, de echar a Monseñor Meglia, Obispo de Damasco y único nuncio papal que tuvo México en toda su historia, por la ventana del palacio. Porque la conversación con el Nuncio le había dado a Carlota una idea de lo que era el infierno: lo que Carlota y Maximiliano veían de color blanco, Monseñor Meglia lo veía de color negro y viceversa. Todos los argumentos se le resbalaban al prelado «como en mármol pulido»: para él, como para Francisco José, no existía un mezzotermine, un término medio, le juste milieu del que tanto hablaba en vida su abuelo Luis Felipe.

«Y además, Carlota dice», agregó Eugenia, «que la verdad es que Su Santidad Pío Nono es un iettatore: asunto en el que interviene, asunto que se pudre. ¡Su Santidad, un iettatore!».

Eugenia soltó una carcajada.

En el Salón de los Embajadores del Palacio Imperial de México, Maximiliano supervisaba el desmantelamiento del cielorraso. La experiencia de las chinches había sido muy amarga, y debía fumigar hasta el último rincón. El cielorraso cubría unas espléndidas vigas de cedro ignoradas por todos. Maximiliano ordenó que se quedaran así, descubiertas, para siempre. Y esa noche le dijo a Carlota.

«Son preciosas. Fue una verdadera sorpresa, como tantas otras que nos ha dado y nos dará este país».

Y bueno, aparte de sorpresas, y a pesar de que el Imperio Mexicano, lo que Carlota había pensado que para Max sería una ocupación, lo que Maximiliano había pensado que para Carla sería una distracción comenzaría, muy pronto, a ser una pesadilla para los dos, a pesar de ello era un placer recorrer las calles de la capital en la dorada carroza imperial obsequio de sus antiguos súbditos de Milán, o en el coche à la Daumont conducido por un auriga de inmenso sombrero blanco, spencer de terciopelo verde y en la espalda un poncho tricolor, tirado, el coche, por seis mulas Isabelle de patas de cebra. O cabalgar, ellos dos solos a las siete y media de la mañana después del Acuerdo, por la Calzada de la Verónica o por aquella otra destinada a unir el castillo con el palacio, y que sería más hermosa que esos Champs Elysées de los que estaba tan orgulloso Luis Napoleón… y que se llamaría… se llamaría, sí, Calzada del Emperador. O mejor, Promenade de la Emperatriz. ¿O Calzada del Emperador?

En las Tullerías, Eugenia se dijo a sí misma: «Voy a escribirle a Carlota para contarle que Monseñor Chigi me dijo que Meglia no es tan inflexible como le gusta aparecer, y que si así lo hace, es para ablandarse después…».

Y Eugenia se quedó pensando que si Monseñor Meglia había tenido oportunidad de participar con los Emperadores de México el Jueves Santo en la ceremonia del lavado de pies de los ancianos y que, si como todo el resto de los mortales cuando en su camino Maximiliano y Carlota se cruzaban con el Santo Viático bajaban de su carruaje y se arrodillaban en la calle la verdad es que el Nuncio no tenía por qué dudar de la devoción y la piedad de los soberanos. Quizás tenía razón Carlota cuando dijo que Meglia era sólo un muñeco, un mannequin del Arzobispo Labastida.

«El problema, Su Majestad», le dijo a Eugenia Hidalgo y Esnaurrízar una tarde en que soplaba un vientecillo cargado de arena en las playas de Biarritz, «el problema es el Decreto con el cual el Emperador Maximiliano restableció la libertad de cultos en México. Y además, que ha confirmado de facto la nacionalización de los bienes de la Iglesia. Algunos le han comenzado a llamar a eso el juarismo sin Juárez».

Eugenia suspiró…

En el Castillo de Claremont, en Inglaterra, María Amelia suspiró también. Suspiraba cada vez que se acordaba de su infancia y de la erupción del Vesubio que tanto la había amedrentado. Suspiraba cuando recordaba a Luis Felipe, su triste coronación en la Cámara de Diputados, con ese trono cubierto por la bandera tricolor francesa. Suspiraba cuando recordaba a su primogénito Chartres, muerto, tan joven, al saltar de su coche. Y suspiraba cada vez que recordaba a Carlota, a la que ella le había advertido que la matarían, en México, junto con Maximiliano. Y ahora Carlota, su dulce nieta Carlota, que apenas tenía veintitrés años de edad y unos cuantos meses de haber llegado a ese país lejano y salvaje, le contaba en una carta que envejecía. Envejecía, sí, porque todo en México era corrupto o corruptible. Porque gobernar, en México, era una labor de Sísifo. Y también porque, si bien era cierto que algunos liberales se habían adherido al Imperio, se debía, según Carlota, porque como abejas hambrientas encontraban más y mejor miel en las colmenas de Maximiliano que en las flores salvajes de Juárez…

María Amelia recordó que era hora de tomar la miel con limón que le había recomendado el doctor para la laringitis.

«Los matarán, los matarán…», musitó.

«¿Diga usted, Mamá?», preguntó la Duquesa de Montpensier.

Un día paseaba el Duque de Brabante —y así se lo escribió a su hermana Carlota— por las calles de París con Luis Napoleón, cuando de pronto vio una gran multitud y le preguntó al emperador si se trataba de un entierro.

«No, mi querido señor», le había contestado Luis Napoleón: «eso es la oficina de suscripción del nuevo empréstito a México. Se trata más bien de lo contrario, de un nacimiento: el de un Imperio. Los extremos se tocan. Los parisinos están ávidos de comprar acciones».

«Y sin embargo», le dijo Carlota a Maximiliano tras leer la carta, «por otra parte nos dicen que las acciones Jecker se han derrumbado y se venden en Francia por unos cuantos céntimos. Eso, cuando se venden. Y a nosotros el dinero no nos alcanza para nada».

Carlota dejó la carta entre las páginas de la «Guía de la Ciudad de México» de Marcos Arróniz para concentrarse en la «Gramática de la Lengua Castellana» de Herranz y Quiroz, mientras Max le hacía una larga relación de su gira por su nueva patria, y le contaba cómo se había asombrado al enterarse de que en alguna de las aldeas visitadas no se había presentado un sacerdote por diez, quince o veinte años, y que por lo mismo las parejas vivían en pecado mortal y había numerosos niños y hasta jóvenes sin bautizar, y que había tenido el placer de charlar largo y tendido con ese coronel rubio y ojiazul, Miguel López, que los escoltó de Veracruz a México.

Llovía también esa tarde, como casi todas, en Bruselas. El rey le confesó a Eloin que no entendía lo de las pulgas vestidas y lo de los frijoles saltarines…

«¿Pero son pulgas vivas?».

«No, Su Majestad, no, ya están muertas…», agregó Eloin, y trató de explicarle al monarca belga que los mexicanos se ingeniaban para vestir pulgas, de novio y novia, de charro y tehuana, de lo que fuera, y que uno las podía observar por medio de potentes lupas: pulgas con faldas y pantalones, velos y chales liliputienses hechos a la medida de las pulgas muertas y secas de bastón y gafas, botas o chinelas… Y los frijoles, pues era muy sencillo: por tener escondida, cada uno, la larva de un insecto, daban pequeños saltos y maromas lo mismo en la palma de la mano que en una mesa cualquiera…

«Ah, ya veo, sí, sí, claro… ¿Una larva?».

Pero Eloin no estaba en el Palacio de Laeken para hablar de pulgas vestidas y frijoles saltarines, sino para informar al padre de Carlota sobre el objeto de su viaje: Maximiliano le había encomendado que asegurara las garantías de las naciones europeas contra la codicia de Estados Unidos. Lincoln estaba muerto y, con él, muertas las ilusiones que se hicieron Max y Carla, quienes pensaban que el presidente asesinado por James Booth la noche del 14 de abril de 1865, tarde o temprano hubiera acabado por reconocer al Imperio Mexicano. Y por otra parte su mano derecha, Seward…

«Mire usted, Eloin, qué suerte la del yankee ése, ¿verdad?».

Sí, esa misma noche en que Lincoln caía herido de muerte en su palco del Teatro Ford, William Henry Seward había sobrevivido a un atentado contra su vida, cuando un hombre irrumpió en su casa y en su habitación, y lo apuñaló en la cama. Y con Seward sobrevivía la Doctrina Monroe de la cual se nombraba ya abanderado el nuevo presidente americano, Andrew Johnson, «el plebeyo». Eloin le contó con pena a Leopoldo que Johnson se había negado a recibir una carta de pésame que le envió Maximiliano.

«Ni siquiera se dignó recibir al mensajero, Su Majestad. Y le decía yo: el hecho de que el Emperador Napoleón haya perdido de pronto el interés en el Protectorado de Sonora, no es una casualidad: lo que desea es alejar a las tropas francesas de la frontera para evitar un casus belli. Y en cuanto a Montholon, usted sabe, Su Majestad…».

Leopoldo de Bélgica hizo un gesto para interrumpir a Eloin, tomó la mano de la Baronesa Eppinghoven, y le pidió que lo acompañara a su habitación. Le comenzaba, dijo, otro cólico biliar…

Eloin se retiró. Mañana, en fin, le contaría al rey cómo Maximiliano se había ganado la enemistad del que era ahora Embajador de Francia en Washington.

Algunos placeres, sin embargo, no faltaban. Un dulce de leche de cabra quemada, oscuro y denso, lujurioso, dulcísimo, llamado cajeta, hizo las delicias de la Emperatriz. La llegada del apuesto Coronel Van Der Smissen —corazón de oro, brazos de hierro, cabeza de chorlito— al frente de los voluntarios belgas de ondeantes túnicas azul rey bordadas con brandeburgos rojos, verdes o azules y sombrero de fieltro con penachos de plumas de gallo, fue otra razón más de alegría. Y, motivo de especial satisfacción, aprender algunas de las humildes costumbres del país. Carlota aprendió así a beber agua en la cáscara de una calabaza, a bañarse con una especie de esponja de pasto a la que llamaban «estropajo» y, mientras se asombraba de que alguna gente en México era tan pobre que comía moscos, hormigas, saltamontes y chinches de agua, probaba la tortilla que, siendo una especie de pan redondo y plano o más bien como chapad hindú, según la opinión de Sir Peter Campbell Scarlet, elaborada con una harina que se parecía a la polenta italiana, la cruchade francesa, la mazamorra de Argentina o el abatí-atá del Paraguay, tenía sin embargo un sabor que era aunque modesto, único, y tal vez valdría la pena incorporarla a los banquetes de segunda clase, en los cuales los platillos —en relación con los grandes banquetes oficiales de primera clase— no sólo cambiaban de naturaleza y calidad, sino también de idioma, de modo que el Dinde au Cresson, el Vol-au-vent Financière y el Boudin à la Jussienne, —platillos del menú de la cena ofrecida a Bazaine al recibir su nombramiento de mariscal—, se transformaban en Costillas a la Jardinera, Croquetas de Arroz o Budín de Sagú. Y de todos modos, cuando su querido Max se cansaba del Lenguado a la Holandesa, de la Cartuja de Codornices a la Bragation y otras exquisiteces preparadas por Monsieur Bouleret y Monsieur Masseboue —en cualquiera de los dos idiomas: francés o español—, siempre se podía pedirle que cocinara un goulasch si se quiere modesto y sencillo, pero goulasch al fin al que nada faltara, comenzando con una adecuada porción de paprika, al inseparable y fiel cocinero húngaro Tüdös a quien también le había dado por vestirse como ranchero mexicano de la época: chaquetilla con hombreras y bordados, pantalón abierto a media pierna que dejaba ver el calzón adornado con encajes, faja roja al cinto y sombrero de copa baja y amplísimas haldas.

Lo caluroso de esa mañana en Saint Cloud, no parecía afectar el humor de Eugenia. Quizás porque, siendo madrileña, estaba ya acostumbrada a esos seis meses de infierno que, en la capital española, seguían a los seis meses de invierno…

«A ver, a ver, Luis, tócala al piano, y yo la canto…». Luis Napoleón, que creía haber heredado algo del talento musical de su madre la Reina Hortensia, accedió con gusto, y comenzó a tocar al piano la canción de Concha Méndez. Eugenia cantó:

«Si a tu ventana llega,

Ay, una paloma…

Trátala con cariño,

Que es mi persona.

Cuéntale tus amores

Bien de mi vida;

Corónala de flores,

Que es cosa mía…».

«Me dicen que a Carlota le encanta esta canción…».

Y sí, en esos tiempos Carlota cantaba, porque le encantaba, la canción de «La Paloma» que le había arrebatado el corazón desde que la escuchó por primera vez en el Teatro Imperial. Puesta de moda en México por la cantante mexicana Concha Méndez, y adoptada por la Emperatriz mexicana como su canción favorita de toda la vida,

«Ay, chinita que sí,

Ay, que dame tu amor,

Ay, que vente conmigo,

chinita,

A donde vivo yo…».

«La Paloma» fue una más de esas dulces habaneras que se habían puesto de boga en España, en México y otros países, y que desde luego se llamaban así porque venían, todas, de La Habana. Y las habaneras eran de un ritmo lento y dulce, tan dulce y lento, tan morosos y amorosos y pianissimos sus pasos que, como decía el Capitán Blanchot, no se bailaban: se suspiraban en dúos.

El Papa Pío Nono y Monseñor Meglia caminaban, muy despacio, por la Capilla Sixtina. Pasaron bajo el «Viaje de Moisés a Egipto», de Pinturicchio y el Perusino.

«No puedo estar más de acuerdo con Su Santidad», dijo Meglia, «en que la única solución es firmar con México un concordato como los que concluimos hace un año con El Salvador y Nicaragua…».

Pasaron bajo «Moisés y las Hijas de Jetro», de Botticelli.

«Y en los que definimos, Su Santidad lo tiene muy presente, a la doctrina católica como religión propia de esos pueblos…».

Pasaron bajo el «Paseo del Mar Rojo», de Cosme Rosselli.

«Pero la actitud del Emperador Maximiliano lo vuelve imposible. ¿Supo Su Santidad que uno de sus ministros, Pedro Escudero creo que se llama, calificó de lettre insolente una carta que publiqué antes de irme a Guatemala?».

Pasaron bajo los «Episodios de la Vida de Moisés», de Rosselli.

«Si lo único que dije en ella fue la verdad: que con el decreto sobre la libertad de cultos, la Iglesia mexicana ha sido rebajada a la condición de esclava del derecho público…».

Y pasaron bajo el «Castigo de Cores», de Botticelli.

«Yo me pregunto: ¿Cómo se ha atrevido Su Majestad el Emperador Maximiliano a decretar que ningún rescripto, breve o bula de Su Santidad puedan ser publicados sin el exequatur imperial?».

Pío Nono abrió los brazos y se encogió de hombros.

«No lo sé. Pero haremos que esa oveja descarriada vuelva al redil», dijo el Pontífice y alzó la vista. Sus ojos se posaron unos instantes en uno de los frescos de Miguel Ángel: «Dios dividiendo la luz y las tinieblas».

«¿Iturbide? No sabía yo que México había tenido un emperador…».

Era la segunda o tercera vez que el Vizconde de Palmerston le decía a la Reina Victoria que México, en efecto, había ya tenido un emperador, Agustín de Iturbide. Ahora, en el Castillo de Balmoral, lo que le contaba era que México tendría, además de ese Agustín I, un Agustín II.

Victoria, como María Amelia, suspiraba también por un marido muerto: en su caso, el Príncipe Alberto. Pero escuchó con atención a Palmerston: si Maximiliano tenía o no amante o amantes, si no era estéril o si sí lo era, como afirmaba el pasquín de un tal Abate Alleau que decía que Carlota desahogaba su frustración de no ser madre en la tarea de gobernar, o si era o no impotente como sospechaban otros, el caso es que Maximiliano y Carlota no tenían relaciones maritales, y que esto los llevó a planear la adopción de un niño para asegurar la sucesión al trono. El elegido, le dijo Palmerston a Victoria, es un nieto del Emperador Iturbide. Tenía tres años de edad en ese entonces —1865— y era un niño inteligente y bonito con un solo defecto, por lo demás corregible: por ser su madre una americana, el niño Agustín —Dios mediante algún día Agustín II de México—, hablaba la mitad en español, la mitad en inglés. Decía: «me gusta a lot el cake», por ejemplo.

«Mi querida Vicky:…». Victoria dejó de escuchar a Palmerston para repasar, mentalmente, la carta que quería escribirle a su hija adorada. Casada con el Príncipe Federico, heredero del trono de Prusia, ese hombre tan alto, tan apuesto y de barba portentosa, pocas princesas europeas, como Vicky, parecían destinadas a un futuro tan brillante.

«Mi querida Vicky:…».

La que desde luego por ser española, sí entendía, o parecía entender todas aquellas exóticas costumbres mexicanas de las que hablaba Carlota, era Eugenia. Y porque además, Don José Manuel Hidalgo y Esnaurrízar se encargaba de darle todas las explicaciones necesarias. Eugenia se enteró así, una mañana, de regreso a Las Tullerías tras una breve estancia en Compiègne, que las piñatas eran unas ollas de barro que por el arte de tres papeles: el papier-maché, el papel crepé y el papel de China, se metamorfoseaban en cualquier cosa: en un barco plateado, en una roja zanahoria o en un cometa con cola de aroíris, y que la gente, con los ojos vendados, golpeaba con un palo hasta romperlas y recibir como una lluvia de maná su rico contenido: frutas y raíces de extraños nombres: tejecotes, jícamas, y sabor tan extraño como sus nombres: cacahuates, capulines

«De un sabor sui generis, Su Majestad, que yo no podría describir…», le dijo Hidalgo a Eugenia. «Aunque del capulín podría decirse que es la cereza mexicana, más negra, y de sabor más definido».

Eugenia pensó que en un país tan extraño como México, en el cual el Día de los Muertos la gente comía huesitos de turrón y calaveras de azúcar que llevaban su propio nombre en la frente; en el que había lugares de clima tan tórrido que las aves cubrían los huevos no para calentarlos, sino para refrescarlos, y en donde en un solo estado, Michoacán, había más de cuatrocientas fumarolas que en cualquier momento podían transformarse en sendos volcanes y cubrir América entera con una marejada de lava ardiente —porque todo eso pasaba en México, y además temblores de tierra y ruido, ruido todo el tiempo: cohetes, buscapiés, matracas de madera y hasta de hierro y de plata, y la quema y explosión, en Semana Santa, de unos enormes muñecos de cartón rellenos de pólvora a los que llamaban «judas» y que colgaban de un palo como racimos de cadáveres— en un país así, podía pasar todo…

Podía pasar, por ejemplo, que a fin de cuentas México no fuera un país tan fácil de conquistar como la emperatriz de los franceses había pensado. Porque Eugenia, quien en un principio, y con ese entusiasmo que tuvo siempre por conocer la historia, conquistas y avatares de lo que ella llamaba la Cuba de Colón, la Florida de Ponce de León, el Perú de Pizarro y el Chile de Valdivia se preguntaba cómo era posible no dominar al México de Cortés con treinta mil hombres, cuando que el gran conquistador lo había hecho con unos cuantos hombres —¿cien?, ¿quinientos?—, con el tiempo había cambiado de opinión y pensaba ahora que para subyugar tan inmenso territorio se necesitarían quizás trescientos mil. ¿Y era en esos momentos cuando Luis Napoleón comenzaba a insinuar el retiro de las tropas francesas? Era cierto, sí, y Eugenia lo sabía, que los mexicanos ya no aguantaban a los franceses. Muchos cometían tropelías y quedaban impunes porque ningún soldado o policía mexicano podía arrestar a un soldado francés. El tercer regimiento de zuavos se hizo tristemente célebre por un gran pillaje cometido en Huauchinango. Y Potier, Berthelin, Du Pin, se ganaron muy pronto una fama negra, aunque a Du Pin, quien en nombre de la civilización había cometido tantas atrocidades y entre ellas el incendio de Ozuluama, Maximiliano había logrado que lo regresaran a Francia. Pero, ¿qué haría de todos modos Maximiliano sin los franceses?

«Organizar un ejército mexicano, que ya es hora», dijo Luis Napoleón. «Y puede muy bien hacerlo si canaliza más fondos a su formación, y deja de gastar en tantas tonterías…».

Bueno, basta ya de Montholon y también de Schertzenlechner. El Rey Leopoldo sólo quería escuchar lo que le interesaba. O lo que ignoraba. Sabía ya muy bien que Maximiliano se había ganado la animosidad de Montholon al destituir al Canciller del Imperio, el Señor Arroyo, por haber concluido éste, con la ayuda de Almonte y con la presión del propio Montholon, la convención que le otorgaba a Francia la explotación de las minas de Sonora. Perdido el interés de Luis Napoleón —al acabar la guerra civil americana— en la plata de Sonora, la enemistad, pues, había sido de balde… Montholon se marchó a Estados Unidos y en México, en su lugar, se quedó Monsieur Alphonse Danó.

Y en cuanto a Schertzenlechner… bueno, al monarca belga le tenía sin cuidado el destino del antiguo lacayo que había perdido la batalla contra Eloin. Austríaco uno, belga el otro, los dos habían intrigado todo el tiempo contra los franceses, y cuando se cansaban de hacerlo, intrigaban el uno contra el otro. Hasta que Maximiliano tuvo que elegir: eligió a Eloin, y Schertzenlechner se fue de México sin despedirse de Maximiliano a pesar de que éste lo había perdonado para eximirlo de un juicio acusado de difundir rumores alarmantes: siete mil indios, dijo Schertzenlechner, marchaban rumbo a la ciudad de México para defender su causa. Siete mil indios que nunca llegaron.

En cambio, lo que sí le interesaba a Leopoldo, y mucho, era el asunto de la adopción del niño Iturbide. No se resignaba a la idea de que Maximiliano y Carlota no tuvieran sucesión. A que fuera un extraño, y no un nieto suyo, un Coburgo, el que heredara el Imperio Mexicano.

Los príncipes Iturbide cruzaban el mar, rumbo a Europa. La única que se quedaba en México era la Princesa Josefa. Ese exilio era una de las condiciones del convenio secreto firmado por la familia Iturbide y Maximiliano. A cambio de ello, y además del pequeño Agustín y su hermano Salvador, todos, incluidos tíos y tías, habían sido nombrados príncipes, y recibido una indemnización de ciento cincuenta mil pesos y pensiones vitalicias. Según otros términos del convenio, ninguno podía regresar al Imperio sin el permiso de Maximiliano. El problema fue Alicia, la madre, de quien Maximiliano pensaba que estaba medio loca por no querer separarse de su hijo siendo que de esa separación dependía el porvenir grandioso del niño, y que si cedió a las presiones de la familia fue sólo por un tiempo. De todos modos era un privilegio contemplar en Chapultepec al pequeño Agustín en el columpio colgado de las ramas de uno de esos ahuehuetes milenarios chorreados de heno, o sentárselo en la barriga cuando uno —Maximiliano—, se mecía en una hamaca de la Quinta Borda, bajo las jaulas doradas de los tucanes, y los cuatro perros llegados de La Habana —como «La Paloma» y todas las habaneras— triscaban en la terraza o perseguían a las mariposas, y el sabio Doctor Bilimek, con su enorme parasol amarillo y esa especie de delantal lleno de bolsas, y las bolsas llenas de frascos, se dedicaba, provisto de unas pinzas, a la caza de lagartijas, lombrices y escarabajos.

«Con tal», pensaba uno de los príncipes Iturbide mientras la Fortaleza de San Juan de Ulúa se perdía en el horizonte, «con tal que Maximiliano y Carlota no tengan un hijo…».

Con tal, a tal efecto, que perseveraran en su abstinencia sexual. Bueno, la abstinencia entre ellos porque de Maximiliano se decía que qué va, que de impotente no tenía nada, al contrario…

Por supuesto que cualquiera de los museos y galerías de Europa que había visitado Maximiliano, incluido el Vaticano, contenía piezas más importantes y en un número muchísimo mayor, que aquellas que contemplaba el Emperador cuando visitaba la Escuela de Arte de San Carlos en la ciudad de México. Pero, pasear en la góndola imperial por el Canal de la Viga rodeado de canoas coronadas de amapolas, y contemplar «San Francisco de Asís» de El Greco y «Susana y los Viejos» de Rubens eran, sin duda, deleites que compensaban los reveses y los disgustos. Lo mismo nadar, como lo hacía cada mañana en el lago del Bosque de Chapultepec —tras pagar cinco pesos al guardia, para dar un buen ejemplo—, y extasiarse luego ante «Esther y el Rey Asuero» de Rembrandt, «Baco y Ariadna» del Tiziano, «Judith y Holofernes» del Tintoretto, por supuesto, cabalgar en los llanos de Apam y, aunque en una ocasión le susurró en un banquete a la Condesa de Kollonitz: «Nichts Lächerlicheres, alls solch’einen Anzug selbst zu erfinden?». —¿No es para dar risa que uno se encuentre vestido así?—, la verdad es que así vestido: de charro mexicano a medias, con su gran sombrero de fieltro gris y toquilla de plata, sarape, pantalón de paño azul con botones de plata y espuelas de Amozoc, caballero en su silla vaquera en su brioso caballo Orispelo o en el más manso, Anteburro, Maximiliano parecía feliz. «La Piedad», de Luis Morales El Divino, con una Virgen María cuyas lágrimas parecían de cera candente y el siniestro «San Agustín» de largas barbas negras, junto con una «Magdalena» cuyo hermoso rostro le recordaba el de la Emperatriz Carlota —pinturas, ambas, de Zurbarán—, le hacían olvidar, por un momento, el esplendor del Palacio Pitti. En San Carlos contempló también, con gran interés, varios cuadros de un talentoso pintor mexicano contemporáneo al que se propuso llamar a la corte.

«Apunta, Blasio, que tenemos que llamar a Juan Cordero».

José Luis, el secretario mexicano de Maximiliano, escribía entonces, con un lápiz que se llamaba «lápiz-tinta» porque si se humedecía la punta en un poco de agua —o con un poco de saliva, como lo hacía Blasio—, lo que parecía plomo o grafito se transformaba en el papel en una tinta de color morado. Así lo hacía también camino a Cuernavaca, cuando acompañaba al Emperador en el carruaje que había mandado construir el Coronel Feliciano Rodríguez, y que contenía un escritorio con cajoncillos. Blasio acababa siempre con la lengua y los labios pintarrajeados de morado, y a Max le hacía mucha gracia. Pero eso era mejor, sin duda que llevar un tintero en el viaje, porque con tantos hoyancos acabaríamos bañados de tinta, ¿no es cierto, Blasio?, y además: ¿cómo secaríamos las cartas y los edictos? Tendrías que sacarlos por la ventanilla ¿y qué tal si con el viento se te volaban, qué tal que los edictos del Emperador Maximiliano se transformaran en pájaros?

Fue suspirando una habanera en dúo con Pepita Peña como Bazaine, nombrado Mariscal de Francia por su campaña en México, se enamoró de la linda mexicanita de diecisiete años, y se casó con ella. Carlota, un tanto alarmada, un cuanto divertida, le escribiría a Eugenia: «Los hombres de su clase, cuando se enamoran, se vuelven demoníacos».

«Carlota, siempre tan atinada en sus comentarios…», dijo Eugenia.

Luis Napoleón tenía, como casi siempre, cara de loro adormilado, pero escuchó a Eugenia. De todos modos, más que el comentario de Carlota sobre los amoríos de Bazaine, le preocupaban otros comentarios que la Emperatriz de México hacía en su correspondencia con Eugenia, o que le llegaban al emperador por otras fuentes. Carlota afirmaba que lo imposible no era francés, y que gracias a Dios y a Luis Bonaparte tenían en México a sus queridos pantalones rojos, les pantalons rouges, y ya les había pedido a todos los oficiales franceses su retrato, para hacer un álbum. De modo que con la ayuda del ejército francés se podría, sin duda, pacificar el Imperio. En México, decía Carlota, los disidentes son un ejército fantasma. Las bandas, que no son otra cosa: bandas de bandidos, se forman cuando un hombre sale de un pueblo con un fusil y un caballo dispuesto a enriquecerse, y basta una carga de los pantalones rojos o de los cazadores de África, para dispersarlos. Además, como decía su querido Max, «mientras más estudio el pueblo mexicano, más me convenzo que tengo que hacerlo feliz a pesar de él».

Que Carlota se expresara así del ejército francés, no dejaba a halagar a Luis Napoleón, pero era necesario, una vez más, insistir que los franceses no podían quedarse en México para siempre. Maximiliano, pues, tenía que hacer algo al respecto.

Pero en un país donde podía pasar todo, como en México, no se podía hacer nada. Y unos cuantos meses después, así lo expresaría Carlota: en México, además del caos, se veneraba a la nada, una nada de piedra, «inamovible, tan antigua como las pirámides».

Napoleón decidió que esa hermosa tarde merecía una caminata por los Jardines de las Tullerías. Pero cuando cruzó la Sala de los Ujieres sintió un chiflón frío y decidió, mejor, pasear en el faetón. Al aparecer en el vestíbulo, el guardia suizo golpeó el piso con su alabarda, y gritó: «¡El emperador!».

El Emperador, es decir, el otro Emperador, el que estaba en Chapultepec, se ponía furioso cada vez que comprobaba que el Mariscal Bazaine sólo obedecía las órdenes del emperador, pero del otro emperador, el que estaba en las Tullerías y no las suyas, lo que era intolerable. Como primera medida, el Emperador —Maximiliano— decidió decirle de alguna manera al emperador —Luis Napoleón—, quizás a través de la correspondencia entre Carlota y Eugenia, que lo que sobraba en México no eran soldados franceses: sobraba un mariscal, Bazaine, que debería largarse a Francia con todo y su Pepita Peña. Por su parte, Douay, quien se encontraba en París, debía regresar a México cuanto antes para sustituir a Bazaine: Douay, a quien le había parecido absurda la reducción del ejército francés cuando Bazaine sugirió la repatriación de algunas unidades en junio del 64, el mismo mes de la llegada a México de Maximiliano y Carlota, era un hombre muy hábil, sencillo, enérgico y sin la clase de ilusiones que se hacía Bazaine. Bazaine afirmaba, por ejemplo, que los guerrilleros habían sido eliminados de regiones enteras. Lo cual, aseguraba a su vez d’Hérillier, no era verdad: él mismo tuvo que hacer frente, más de una vez, a grupos considerables de guerrilleros a las puertas mismas de la capital. Y cierto era también, como cuenta el Conde de Corti, que en ocasiones en medio de uno de los grandes saraos ofrecidos los lunes por Carlota, resonaban los tiroteos de un combate librado en las goteras de la ciudad… Nada, además, de lo que hacía o decidía Maximiliano, parecía aprobarlo Bazaine. El mariscal actuaba como si fuera el tutor de Maximiliano, y luego se asombraba que éste no lo recibiera en Chapultepec, sino sólo en palacio.

La emperatriz —la que estaba en las Tullerías— recibió un carta de la Emperatriz —la que estaba en Chapultepec— que contenía grandes elogios sobre la actuación del General Douay…

Carlota se quedaba como regente en la ciudad de México cuando Maximiliano huía a Cuernavaca a herborizar y cazar mariposas. Pero también se decía, iba a otras cosas: comenzó a rumorearse que en la Quinta Borda el Emperador recibía de noche a ciertas damas que entraban a sus habitaciones privadas por una puertecita del jardín semioculta por unas enredaderas. En la corte, comenzaron a circular los nombres de algunas de las posibles visitantes, y se habló de otras amantes en la ciudad de México y de una tal Señora Armida de Acapatzingo con la cual, dirían más tarde algunos historiadores, tuvo algunos descendientes. También se afirmó que, al menos en Cuernavaca, sí tenía una amante, y que era una bella mujer de piel morena, hija quizás, o esposa, del jardinero en jefe de la Quinta Borda.

Ahora bien, cuando Carlota se quedaba como Regente, no se podía decir que en la ciudad de México había un Emperador. Pero tampoco «un empeorador», como lo llamaban algunos. Apodo que, para colmo, en francés era igual: «un empireur». Y era esta clase de insultos y chistes lo que sacaba a Maximiliano de sus casillas. En el periódico satírico «La Orquesta», por ejemplo, salían a veces caricaturas que lo enfurecían. En una el Emperador aparecía con un gran habano o «puro» y se insinuaba que él, Maximiliano, era otro «puro» más porque así llamaban en México a los liberales acérrimos: «los puros». En otra, Maximiliano salía de un huevo y el pie de la caricatura rezaba: «Nos salió güero». Le explicaron a Maximiliano que «güero» quería decir varias cosas en México: un huevo «huero», o «güero», era el que no estaba fecundado por el macho, y un hombre «güero» era un hombre rubio, como él. Por último la expresión «salió güero» se le aplicaba a un asunto o proyecto cuando se malograba.

De todos modos, cuando Carlota se quedaba como Regente en México, era cuando se hacían las cosas, cuando de verdad México tenía un Gobernante que sabía tomar decisiones. Carlota, aunque un tanto pura, no había salido güera.

Y además de otras cosas positivas, como que Juárez continuaba su interminable huida y se iba cada vez más al norte del país, que había una excelente temporada de ópera italiana en la capital, y un buen teatro con actores traídos de La Martinica, y de una descripción pormenorizada de los bailes de la corte —destinada a los embajadores mexicanos en Europa—, el jardín de la Quinta Borda de Cuernavaca era uno de los temas favoritos de las cartas que Maximiliano escribía a sus amigos, y así fue cómo la Baronesa Binzer se enteró de que el Valle de Cuernavaca era como un inmenso manto de oro rodeado de enormes montañas matizadas con todos los colores desde el rosa pálido al púrpura y el violeta o el más profundo azul cielo, unas rocosas y quebradas y oscuras como las costas de Sicilia, las otras cubiertas de bosques como las verdes montañas de Suiza, y que entre todas ellas las más hermosas eran el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, y que al Iztla lo llamaban La Mujer Dormida porque parecía una mujer tendida, cubierta con un sudario de nieve, que se había quedado dormida para siempre según la leyenda, y a su lado, arrodillado, el hombre que la había amado, o el hombre que le había dado muerte porque, según otra leyenda, eran una pareja de gigantes y él, el Popo, la había matado por celos, pero daba lo mismo, el caso es que de esas dos montañas bajaba el agua —nieve derretida— más fría, más deliciosa del mundo. Del mundo también, de la creación entera, el Valle de Cuernavaca era quizás el lugar más bello, le juraba Maximiliano a la Baronesa Binzer, y allí, en el corazón del valle estaba la Quinta Borda, que contenía terrazas sombreadas donde se mecían hamacas de seda blanca, rumorosas fuentes bajo espesos, verdes puentes formados por los oscuros naranjos y los árboles del plátano, enramadas cubiertas de rosas-té siempre en flor, tapias alfombradas con enredaderas color fuego y pájaros que cantaban todo el día, y luciérnagas, mariposas tornasoladas, flamboyanes y, también, en todos los tonos más allá del rojo, hasta llegar al púrpura y el borgoña, el lila oscuro, esas maravillosas enredaderas llamadas buganvillas en honor de un famoso viajero francés.

Era una noche tranquila en Saint Cloud. Lulú, el principito imperial, hizo el cálculo de cuántos soldados argelinos iba a matar con el próximo cañonazo, y le dijo a su papá que serían veinte.

Luis Napoleón hizo un gesto de cómica resignación. En el reluciente parquet del piso, los soldaditos de cartón reproducían la Batalla de Isly.

Luis Napoleón releyó la nota que Maximiliano había enviado a París, Bruselas, Londres y Roma, en la cual atribuía a su hermano Francisco José la iniciativa de ofrecerle el trono de México y convencerlo de que aceptara.

«Le voy a dar instrucciones al Quai d’Orsay», le dijo el emperador a Eugenia, «para que obre como si esta nota no existiera. ¿Y sabes qué…?».

«Te toca a ti, papá», le dijo Lulú. A Luis Napoleón no le gustaba mucho jugar a batallas que no habían sido ganadas por él o por su tío, como la de Isly, cuya gloria pertenecía al reinado de Luis Felipe. Pero al príncipe imperial le encantaba pelear contra los soldados rojos de Abd-el-Kader. Y cuando lo hacía, se ponía un sombrero lo más parecido posible al de Père Bugeaud.

«¿Que si sé qué, Luis…?».

Luis Napoleón dijo que con su próximo cañonazo mataría a diez soldados franceses. Lulú protestó y llegaron a una solución intermedia: seis muertos y cuatro heridos.

«Perdóname… lo que quería decirte es que voy a escribirle a Francisco José rogándole que no haga nada que agrave la situación de Maximiliano, que de por sí es delicada. Ese Pacto de Familia nos está causando muchos dolores de cabeza. Francisco José nunca debió publicarlo en Austria, y Maximiliano hizo muy mal en ordenar a su vez la publicación de ese artículo en “L’Ere Nouvelle” de México, donde se dice que algunos de los juristas más destacados impugnan la validez del pacto desde los puntos de vista legal y constitucional…».

Lulú hacía sus cálculos… si disparaba hacia el flanco derecho…

«Y ahora me cuentan que en el mismo periódico apareció un documento que han llamado la “Carta Veneciana” porque en él se critica mucho la actitud de Viena hacia sus súbditos del Lombardovéneto… Lo único que ahora nos faltaba sería una ruptura de relaciones diplomáticas entre Viena y México».

… mataría, esta vez, treinta argelinos. Luis Napoleón se resignó: de todos modos, ésa era una lucha deshauciada. El Mariscal Bugeaud estaba destinado a ganar siempre la Batalla de Isly.

Y Luis Napoleón se sorprendió a sí mismo tarareando «La Paloma»…

Si a tu ventana llega,

Ay, una paloma

A Eloin le hubiera gustado contarle al Rey Leopoldo que su ausencia de México obedecía, también, a que Maximiliano lo quería alejar de México porque según el Coronel Loysel —jefe del Gabinete Militar—, Eloin —jefe del Gabinete Civil—, intentaba atribuirse demasiado poder.

De eso le hubiera gustado quejarse con el Rey Leopoldo, de Loysel, de que ese imbécil le había hecho la vida imposible.

Le hubiera gustado también, a Eloin, describirle al monarca belga el despacho de Maximiliano. Como a Maximiliano no le gustaba usar polvos secantes, Blasio colocaba en el piso una por una de las hojas escritas para que se secara la tinta, hasta que de hecho todo el despacho del Emperador quedaba alfombrado de escritos de pared a pared.

Le hubiera gustado hacer esa descripción, porque según algunos rumores, Loysel había aprovechado la ausencia de Eloin para sugerirle a Maximiliano que clausurara el pasaje que comunicaba las habitaciones privadas del Emperador con el despacho de Eloin. Maximiliano dijo que era una buena idea, y de paso clausuró también el pasaje que las comunicaba con el despacho de Loysel, y a partir de ese momento decidió que sólo recibiría informes por escrito y que todas las instrucciones que él diera serían por escrito también, para evitar cualquier malentendido. De modo que el número de escritos se multiplicó de manera prodigiosa de la noche a la mañana y eso, esa descripción del despacho de Maximiliano con el piso y quizás los corredores materialmente cubiertos de cartas, notas, edictos, mensajes, memoranda, circulares, invitaciones a fiestas y banquetes, pedidos a Saccone & Speed, cambios al Ceremonial de la Corte, presupuestos y proyectos de ley, es la que a Eloin le hubiera gustado hacerle al padre de Carlota, como un ejemplo de lo absurdo que era Maximiliano, del caos que prevalecía en el Imperio.

Pero por una parte no se atrevía a criticar al yerno del monarca, y por la otra a éste, como siempre, le interesaban otras cosas: ¿Por qué había renunciado el representante de México acreditado en Bruselas, Londres y La Haya, Don Francisco de Paula y Arrangóiz?

«No estaba de acuerdo, Su Majestad, con la actitud del Emperador Maximiliano hacia la Iglesia. Le escribió al Emperador, usted lo recordará, una carta abierta en la que le decía: “Todo, Señor, con el consentimiento de Su Santidad. Nada sin él”… y Su Majestad el Emperador Maximiliano dijo que eso era una actitud antipatriótica».

Luterano de toda la vida, aunque no fanático, Leopoldo hizo un gesto de desagrado. Lo que le interesaba saber también era por qué Monsieur Corta, el ministro de Finanzas que le asignó Luis Napoleón a Maximiliano, se marchó de México, contra los deseos del propio Maximiliano y, desde París, y en el Parlamento, se dedicó a hablar de las riquezas fabulosas de México, riquezas que nadie sabía muy bien dónde estaban, porque el dinero no alcanzaba —y menos, decían algunos, si el solo gasto de la cocina del Emperador sigue pasando de tres mil ochocientos pesos al mes—, o riquezas que nadie sabía administrar, porque a Corta siguió otro ministro de Finanzas, Bonnefond, y a Bonnefond otro más, Monsieur Langlais, además, claro, de Budin.

«¿Por qué no se hace nada?», preguntó Leopoldo.

El hombre que Eloin contemplaba ya no era el mismo monarca de antes. La novelista inglesa Charlotte Brontë lo describió una vez como «una victoria silenciosa, un nervioso, un melancólico…». Y sí, eso parecía Leopoldo entonces. También lo había afectado mucho la muerte de su sobrino el Príncipe Alberto, y se veía pálido y enfermo. Eloin decidió decírselo así, de plano, en una carta, a la Emperatriz Carlota.

De nuevo caminaba Pío Nono con Monseñor Meglia. Y de nuevo, también, por el mismo lado de la Capilla Sixtina. Pero esta vez hacia el altar.

Pasaron bajo «El Castigo de Cores», de Botticelli.

«¿Por qué envía el Emperador Maximiliano al General Miramón a estudiar artillería a Berlín y al General Márquez a Constantinopla y al Medio Oriente a estudiar el Sagrado Sepulcro de Jerusalén? ¿Por qué aleja a personas que tan últiles le pueden ser?».

Monseñor Meglia no tenía respuestas para las preguntas del Pontífice.

Pasaron bajo los «Episodios de la Vida de Moisés», de Cosme Rosselli.

«¿Y cómo es que quiere llevar a México a cien mil y pico de negros y asiáticos? ¿Quiere llenar el país de budistas y confucianos? ¿De adoradores del vudú?».

Pasaron bajo el «Paseo del Mar Rojo», de Rosselli.

«Me imagino, Su Santidad, que los catequizarán…».

«¿Sí? Y a todos esos confederados americanos, esos protestantes con los que quiere colonizar México, ¿también los va a catequizar?… A propósito…, ¿quién es ese tal Padre Fischer, pastor alemán convertido al catolicismo que el Emperador Maximiliano nombró capellán honorario de la corte? ¿Es cierto que le juró al Emperador que si lo enviaba al Vaticano regresaría con un Concordato en el bolsillo?».

Pasaron bajo el «Moisés y las Hijas de Jetro», de Botticelli.

«Es un convertido de labios para afuera, Su Santidad, un hipócrita, un inmoral que fornica y que tuvo hijos naturales en Durango. Un intrigante. Un antiguo buscador de pepitas de oro en California. Qué más puedo decirle, Su Santidad…».

«A mí nada. A ese Fischer, que no quiero verlo… Pero si viene como representante oficial de Maximiliano, qué le vamos a hacer…».

Y pasaron bajo el «Viaje de Moisés a Egipto», de Pinturicchio y el Perusino.

A la sombra de la Estatua Ecuestre del Emperador Esteban de Lorena, en los jardines del Palacio Imperial de Viena, el Hofburgo, el Archiduque Carlos Luis leía una carta de su hermano Maximiliano… En su correspondencia con Carlos Luis, el Doctor Jilek, el Conde Hadik y la Baronesa Binzer, el Emperador de México no les decía lo que a Luis Napoleón, que entre los mexicanos los hombres capaces eran inexistentes, ni les contaba las muchas cosas desagradables que les habían pasado. Es cierto que Carlota se repuso pronto de la impresión que tuvo cuando una de sus futuras damas de palacio mexicanas la tomó entre sus brazos y ella la rechazó indignada porque no sabía que ese gesto, el abrazo, era una costumbre del país. Pero más la ofendió que una dama de la aristocracia de la ciudad de Puebla, donde la Emperatriz festejó uno de sus cumpleaños, invitada a ser su dama de compañía, contestó que, mejor que ser criada en un palacio, prefería ser reina en su casa. Otra cosa que le disgustaba era que las mujeres fumaran, y más todavía que algunos de los invitados a los banquetes de segunda y hasta de primera clase se robaran los cubiertos del servicio que el propio Luis Napoleón había admirado cuando se exhibió en Christofle de París antes de ser enviado a México, y que algunos invitados se rascaran la cabeza con los tenedores, y que en las fiestas se desaparecieran las perillas de las puertas y las borlas de las cortinas y que en los bailes, por estar mal hechos los candeleros que colgaban del techo, los invitados acababan chorreados de cera. Tampoco contaba Maximiliano los múltiples achaques que tenía: la amigdalitis que le dio durante su viaje por México, con la subsecuente pérdida de la voz, o la hepatalgia que según le habían dicho quizás era sólo una obstrucción del hígado y que para eso nada mejor que el ajolote, ese extrañísimo animal anfibio, la salamandra mexicana, que Humboldt maravillado llevó a Europa y que tanto fascinó a Carlota cuando lo vio por primera vez en el jardín de aclimatación del Bosque de Boulogne. Pero el animalito era repulsivo y, ¿cómo se tomaba?, ¿frito?, ¿seco y molido?, ¿una infusión de ajolote? Además que para los malestares del hígado y las diarreas que lo acosaban, la mejor medicina, quizás la única, era remediar el estado de cosas del Imperio. Probablemente esa calvicie prematura no era el resultado de una afección nerviosa, sino el destino fatal de numerosos Habsburgo, pero de todos modos probaría los efectos de la pomada de quinina al ron. Gracias al buen Comodoro Maury la quinina había llegado a México en la forma de tres paquetes de semillas de cinchona que le envió la «Clements Markham» de las West Indies. ¿Cuánto tardarían las plantas en crecer?

No, nada de eso le contaba Maximiliano a su hermano Carlos Luis, pero sí, en cambio, su maravillosa gira por su nueva patria: León, Dolores, Morelia, Silao, Toluca… Vestido de hacendado mexicano, había dado «el grito» de independencia en el mismo pueblo, Dolores, donde el Cura Hidalgo proclamó la libertad de México. La industriosa León, estaba llena de mujeres hermosas, tantas, como no contemplaba desde su viaje a Andalucía. Querétaro era bellísima. En Morelia lo habían recibido con delirio. En uno de los tantos pueblos visitados, los habitantes desengancharon los caballos y ellos mismos arrastraron el coche del Emperador y Carlota había ido a encontrarlo a Toluca y los dos ascendieron hasta el lago congelado del cráter del Nevado, y las cosas, en fin, marchaban de lo mejor, Carlota gobernó en su lugar y gobernó con prudencia y sabiduría, y se le olvidaba decirle que parte, del viaje lo hizo en su magnífico coche inglés o en soberbios caballos mexicanos…

El Archiduque Carlos Luis sintió en la casa el sol canicular y se movió unos palmos para quedar, nuevamente, a la sombra de la Estatua Ecuestre del Emperador Esteban de Lorena, en los jardines del Palacio Imperial de Viena, el Hofburgo.

Camino a Cuernavaca, también el Emperador Maximiliano se hacía muchas preguntas. ¿No le había aconsejado su suegro Leopoldo rodearse de nacionales para no herir la susceptibilidad de los mexicanos? ¿Pues no era acaso un mexicano ese joven de veintidós años, inteligente y honrado que estaba a su lado, su Secretario José Luis Blasio? ¿No había logrado que un liberal mexicano, Don Fernando Ramírez, aceptara un puesto en su gabinete? Y el limosnero de la corte, Obispo de Tamaulipas, no sólo era mexicano, sino indio puro. ¿Y no se habían sentado a su mesa dos antiguos y destacados generales republicanos, Uraga y Vidaurri, además de varios amigos del propio Benito Juárez que habían dicho que si no eran imperialistas sí, en cambio, eran «maximilianistas»? ¿Y no habían demostrado Carlota y él su amor y compasión hacia los indios, hasta el punto que, un poco en serio, un poco en broma, se hablaba ya de la «indiomanía» de los Emperadores? ¿No había nombrado Carlota dama de palacio a una descendiente del Emperador Moctezuma? ¿Y él no había hecho lo mismo cuando en el curso de uno de sus viajes se encontró a una india que aseguró que el poeta Netzahualcóyotl era su antecesor? Y en cuanto a los extranjeros que lo rodeaban, ¿no eran todos hombres honrados e inteligentes, como el Padre Fischer, el Comodoro Maury oceanógrafo de prestigio mundial que traería a los confederados americanos a colonizar territorios mexicanos desperdiciados? ¿Y qué se podía decir en contra del Conde de Résseguier, que planeaba con él la futura anexión de América Central al Imperio Mexicano, incluido, quizás, Belice? ¿O del caballerizo mayor, el Conde de Bombelles? ¿O del Tesorero Jakobo von Kuhacsevich? ¿O de su fiel Valet Antonio Grill?

Por otra parte, mientras Eugenia le decía a Carlota que a México, como a todas las naciones latinas había que gobernarlo con mano de hierro en guante de terciopelo, Luis Napoleón le aconsejaba a Maximiliano que conservara la mayor parte del tiempo el poder absoluto. ¿Cómo, entonces, crear una monarquía liberal y constitucional si se le pedía transformarse en dictador? El propio Leopoldo afirmaba: «Sólo la dictadura puede decir: habrá luz y orden». ¿Cuál luz? ¿Cuál orden? ¿O tendría razón ese loco de Santa Anna que desde su refugio caribeño en la isla danesa de Saint Thomas lanzaba mueras al Imperio y afirmaba que en México lo único que existía era un cómico desorden?

Había, mejor, que actuar sin franceses y formar un ejército mexicano. Apunta, Blasio, apunta para que no se me olvide: convocar al embajador austríaco, el Conde Thun, para que nos ayude a organizar. Y Blasio chupaba el lápiz-tinta y apuntaba: aprovechar el creciente desprestigio de Juárez. A su huida interminable, Juárez agregaba ahora la mancha de un acuerdo celebrado entre su representante en Washington, Matías Romero, con un tal General Schofield. Romero decía que, para evitar que México se inundara de aventureros americanos del sur de los Estados Unidos, lo mejor era formar con ellos un ejército al frente del cual pondrían al General Ulises Grant, héroe de la Guerra de Secesión. Esta especie de «ejército auxiliar» estaría bajo las órdenes de Juárez, y se premiaría a sus oficiales y soldados con tierras, dinero, y la oportunidad de adquirir la nacionalidad mexicana. El convenio lo había hecho Romero, al parecer, sin conocimiento de Juárez, pero si esto lo sabía o no Maximiliano, para el caso daba lo mismo: se pretendía llevar a México una invasión, como diría años más tarde el historiador Justo Sierra, más funesta que la de los franceses, y a Romero, para encabezarla, no se le había ocurrido nadie mejor que un militar que había participado en la invasión americana de México en el 47. Hacia fines del 65 un rumor, falso, pero que Maximiliano quería creer, le dio en bandeja de plata el pretexto para dictar medidas draconianas con las que se pretendía pacificar México de una vez por todas: Benito Juárez, decía el rumor, había cruzado la frontera con los Estados Unidos, abandonando así el territorio nacional. Maximiliano, entonces, publicó el llamado Decreto del 3 de Octubre, al que Bazaine agregó una orden «oficiosa» para que no hubiera clemencia con los prisioneros: se trata, dijo el mariscal, de una guerra a muerte. Y así era. El decreto —conocido como «el Decreto Negro»— ordenaba que a todo aquel que se levantara en armas contra el Imperio se le sometiera a un juicio sumario y se le ejecutara. Una de las primeras víctimas fueron dos generales republicanos de limpio historial: Carlos Salazar y José María Artega. Su fusilamiento, llevado a cabo en Uruapan, Michoacán, sin el conocimiento de Maximiliano, levantó una ola de indignación. De nada sirvió alegar que el responsable había sido el general imperialista Méndez, quien, siendo enemigo de ambos generales, y llevado por un deseo de venganza, había decidido llevar adelante la ejecución sin notificar a sus superiores. De nada, tampoco, el intento de probar lo imposible: que de haberlo sabido el Emperador con antelación, les hubiera concedido la gracia.

«Y así hubiera sido, Blasio», le decía el Emperador Maximiliano a su secretario particular camino a Cuernavaca. «Cómo creen que yo me hubiera atrevido a sancionar la ejecución de dos honrados generales republicanos, patriotas a su manera. Los hubiera perdonado. Les hubiera pedido, quizás, que me ayudaran a organizar un ejército. Porque yo no sé qué pretende el mariscal. Tenemos ya aquí más de un año y es hora que no contamos con un ejército mexicano. Le propongo a Bazaine que nombre a Brincourt o d’Hérillier para organizarlo, y no quiere. Llamo entonces al Conde Thun y le ordeno la formación de una brigada que sirva de modelo al resto de las brigadas mexicanas, y Bazaine lo toma como una ofensa personal. Pero dime, Blasio, qué puedo hacer. El mariscal obedece a Luis Napoleón, no a mí. Se atreve incluso a hacerme llegar, de manera indirecta, algunos comentarios que le hace Luis Napoleón en sus cartas, como que yo debería emplear menos fondos en la construcción de palacios, ¿cuáles palacios?, y más en el orden y la seguridad pública. ¿Sabes?, la Emperatriz le escribía a Madame de Grünne y le aseguraba que es capaz de conducir un ejército, que tiene en su sangre la experiencia de la guerra. Si eso no fuera mal visto, le encargaría a mi adorada Carla la organización de las tropas mexicanas. Pero para eso tendríamos que contar con la cooperación de los mexicanos. ¿Y qué hacen ellos? Nada. Rien. Rien de tout. Los informes secretos del Comodoro Maury son lo bastante explícitos en ese sentido. Y claro, por eso he adelgazado y estoy de humor muy cambiante. Añádele a esto los achaques, Blasio, esta especie de disentería que me vuelve una y otra vez… Pero aquí los oficiales no tienen honor, todos los jueces son corruptibles y el clero no tiene ni moralidad ni amor cristianos. Y como decía la Emperatriz, Blasio: durante los primeros seis meses, todo el mundo encontraba a mi gobierno encantador. Después —así le escribió a la Emperatriz Eugenia— “tocad cualquier cosa, poned manos a la obra, y se os maldice”… Yo, por mi parte, le afirmaba a mi buen padre político el Rey Leopoldo: las buenas gentes deben aprender a obedecer antes de poder hablar. Aquí todo el mundo habla, todo el mundo opina. Hay un sueco loco que quiere secuestrar a Juárez. Otros me proponen que soborne a Romero. Pero nadie me ayuda… y pensar que yo he hecho tanto por este país, que yo he cabalgado en las junglas por ocho horas, con mi caballo sumergido hasta el vientre en las turbulentas y fangosas aguas de los ríos, que he subido montañas, recorrido sierras enteras para conocer a mi pueblo… que en las madrugadas he visitado hospitales, cárceles y panaderías… Y lo mismo ha sacrificado la Emperatriz… Y luego se me critica que patrocine yo a Rebull para que pinte un retrato mío, que le pida yo al arquitecto Rodríguez que proyecte un monumento a la independencia en la Plaza de Armas… Una nación, Blasio, es también espíritu… Sí, mi querida Carla tiene razón: en un país donde puede pasar todo, no pasa nada. Dime, Blasio, ¿has leído a Lucas Alamán, ese ilustre conservador mexicano? Alamán decía que como nación México era un aborto… A veces pienso que eso es cierto… Pero no te ofendas, Blasio, te lo suplico, porque si una verdad así te duele, piensa que a mí también; y quizás más que a ti porque ésta es la patria que elegí, mi patria adoptiva, y hasta la última gota de sangre que corre por mis venas es ahora mexicana… Apunta, Blasio, apunta…».

Y Blasio chupaba el lápiz-tinta y apuntaba, y ya para esas horas, como siempre, tenía la boca y los dientes del color, sin ir más lejos, de las más oscuras y brillantes de todas las buganvillas.