La barcaza estaba a la mitad del río, inmovilizada por unas cuerdas que partían de ambas orillas, y en la mitad de la barcaza estaba el Coronel Du Pin. En un cajón de madera había colocado un equipal donde estaba sentado, con el sombrero puesto. El sombrero era un sombrero mexicano de alas muy anchas y copa muy alta, con muchos alamares y arabescos de oro, y en él tenía prendido, como si fuera un velo de novia antigua, un mosquitero que le daba toda la vuelta y llegaba hasta el suelo.
El prisionero estaba delante del coronel, hincado, con el torso desnudo y los brazos crucificados, las muñecas atadas a un palo que le pasaba por detrás de la cabeza.
A su lado, en el suelo, había un sombrero tejano de fieltro gris, constelado de una infinidad de pequeños resplandores metálicos.
El coronel dijo:
«Dis-lui que mon chapeau est plus grand que le sien».
El intérprete tradujo:
«Dice mi Coronel Du Pin: Mi sombrero es más grande que el tuyo».
Además del intérprete, que estaba al lado del coronel, había otros cinco o seis hombres en la barcaza, que se mecía en las aguas del Tamesí. Todos usaban sombreros mexicanos de paja, de copa alta, pero sin adornos. Algunos estaban en cuclillas y fumaban. Era una noche de luna llena, poblada de ranas y chicharras.
El coronel agregó:
«Et que ma moustache est aussi plus grande que le sienne».
«Dice mi coronel: Y mi bigote también es más grande que el tuyo».
Además de un enorme bigote, el Coronel Du Pin, comandante de las contraguerrillas francesas y gobernador militar de Tamaulipas, tenía una larga barba, llena de canas. Vestía como siempre su gran dormán rojo estilo húngaro con vueltas de piel y alamares dorados, como los del sombrero, sus pantalones blancos, enormes botas amarillas y grandes espuelas. En la cintura llevaba dos pistolas y un sable que, así sentado, llegaba al suelo.
A su lado, dormido, estaba su mastín negro.
El coronel señaló el sombrero tejano de fieltro gris y habló por boca de su intérprete:
«¿Dónde conseguiste ese sombrero?».
«Me lo regaló el General Santa Anna… a él se lo había regalado un gringo que hizo preso en El Álamo», contestó el prisionero.
«¿Con todo y las estrellitas?», preguntó el coronel.
«Sí, con todo y las estrellitas. Yo después le fui poniendo los exvotos».
Había un intenso olor a naranjas y se escuchaba el ruido de alguien que molía café en la orilla del río.
«¿De dónde eres?».
«De Ciudad Victoria», contestó el hombre.
«Ciudad Victoria», dijo el coronel, «cabría toda entera en la Plaza de la Concordia».
Después abrió el mosquitero llevando las manos a la altura de la cara, como si se asomara tras una cortina, y ordenó que le acercaran el sombrero del hombre. Contempló por unos instantes las estrellitas de metal, los fistoles, las medallas y pequeños escudos prendidos a las alas y la copa del sombrero, los broches con forma de águila o anclas o rosas y los diminutos corazones y piernas, manos y orejas de oro y plata. Luego señaló al fondo de la barcaza y dio otra orden.
Dos de los hombres se levantaron, se dirigieron a un montón de costales y cajas y regresaron para poner a los pies del coronel varios objetos.
«Esto es nada más que una parte del botín de ayer», dijo el coronel. «Mira qué bonito: la caña de mando del Alcalde de Güemes, un tambor americano, un trombón, un gallardete de infantería. Yo me voy a quedar con todo, menos con esa bandera de caballería bordada con oro y plata. A ésa me la voy a llevar a París para que la pongan en Los Inválidos. Pero tú qué vas a saber qué es la Concordia o qué son Los Inválidos. Dime, ¿cómo te llamas?».
«Juan Carbajal», contestó el hombre.
«¿Y sabes dónde está ahora el alcalde que el día de ayer tenía esa vara en las manos?».
El prisionero no contestó.
«Está colgado de un árbol de la Plaza de Güemes».
El coronel volvió a abrir el mosquitero, sacó un habano de un bolsillo de su dormán, y lo encendió.
«A los juaristas y los enemigos del Imperio», dijo, «a unos los cuelgo de los árboles o de los postes, otros se los dejo a los perros para que los hagan pedazos. El otro día agarré a uno, ordené que lo amarraran de los pies y lo bajaran a un pozo de esos que ustedes han envenenado con arsénico y con cadáveres de mulas. Lo subíamos y lo bajábamos, lo metíamos y lo sacábamos. No supimos de qué murió: si de tragar tanta agua, o de tragar tanta ponzoña».
«¿Cómo me va a matar a mí?», preguntó el prisionero. El intérprete tradujo la pregunta, pero el coronel no la contestó:
«De Pequín, ¿sabes lo que es Pequín? Es la capital de la China. De allí me traje muchas cosas: un cetro de jade que tenía la forma de un hongo sagrado al que llaman el ling-chi, y unas muñequitas de porcelana. Me traje unos ganchos también, de jade, con los que la Emperatriz de China ensartaba hojas de morera para darle de comer a sus gusanos de seda…».
El coronel echó una gran bocanada de humo y levantó los ojos al cielo. En esos momentos, una nube cubrió la luna y se escuchó el grito de un pájaro.
«De México a ver qué otras cosas me llevo… Por lo pronto tu sombrero para colgarlo en la pared de mi sala, junto con mis otros trofeos de caza…».
El coronel se quedó callado unos instantes. La luna volvió a salir y el coronel se levantó. Así, de pie sobre el cajón, parecía un gigante. Sacó un papel doblado del bolsillo de su pantalón y ordenó:
«Póngalo de pie…».
Dos hombres levantaron casi en vilo a Juan Carbajal. El coronel desdobló el papel y se lo mostró al prisionero. Después habló casi a gritos, y el intérprete tradujo:
«Y ahora dime, cabrón, qué carajos es lo que dice el papelito que tenías escondido en la carne».
El coronel se refería a un trozo de carne de vaca que colgaba del arzón del caballo de Juan Carbajal, y donde había encontrado el mensaje en clave de los juaristas. El mastín del Coronel Du Pin había ya dado cuenta de la carne.
El prisionero contestó:
«Yo no sé qué dice. Yo no sé la clave».
El Coronel Du Pin arrojó el puro, que trazó una curva luminosa en la noche para hundirse, con un ligero chasquido, en las aguas del Tamesí.
«Eres un mentiroso. Pero yo te voy a sacar la verdad, cabrón».
El coronel volvió a sentarse y corrió el mosquitero.
«Y además eres un pendejo, porque ni siquiera sabes esconder bien un mensaje. Tú no has de saber nada de diamantes famosos, ¿verdad? Pues verás: hay un diamante amarillo que se llama el diamante Orloff, el del cetro imperial ruso, pero que venía de un templo de la India… ¿sabes cómo lo sacaron de la India?».
El prisionero no contestó.
«Fue un soldado francés. Con su cuchillo, él mismo se hizo una herida en la pantorrilla, puso allí el diamante y después cosió la herida. Nadie se iba a imaginar dónde lo llevaba. Luego se lo vendió al Príncipe Orloff… Así se hacen las cosas. Las cosas se esconden en carne propia y no en un pedazo de carne de res, donde cualquiera las puede encontrar, ¿no es cierto?».
El prisionero no movió los labios. El coronel dijo:
«Estás muy callado y a mí me gusta la gente que habla. A ver, dime, ¿de dónde venías?, ¿a dónde ibas?, ¿cuántos son ustedes?».
El coronel se llevó la mano a la nariz y gritó:
«¡Y llévense a este perro de aquí que se está echando pedos!… Bueno, qué… ¿no me vas a contestar?, yo tengo muchas formas de hacer hablar a los mudos… eso sí lo sabes, ¿verdad?».
«Sí, eso sí lo sé», contestó Juan Carbajal.
«Déjame pensar qué es lo que voy a hacer contigo, para que hables… a ver, a ver… Ah, sí, tengo una idea. Pásenme el sombrero»…
El coronel abrió el mosquitero. Tomó el sombrero de Juan Carbajal y le dio vueltas muy despacio.
«¿Sabes?», dijo. «Voy a ser bueno contigo. No me voy a llevar todas las estrellitas de tu sombrero, ni todas las manitas de plata: te voy a dejar que te lleves algunas… que te las lleves puestas…».
Luego escogió una estrella.
«Ésta. Esta estrella americana me gusta. A ver, tú: sácala de aquí…».
Uno de los hombres cogió el sombrero y desprendió la estrella.
«Y ahora», dijo el Coronel Du Pin, «ahora te vamos a condecorar con la orden del tarugo… tú, encájasela en el pecho».
El hombre se acercó al prisionero. Juan Carbajal cerró los ojos y apretó los labios.
«¿Qué pasa?», preguntó el coronel, «¿a poco tiene la piel tan dura?».
«No, mi coronel. Lo que sucede es que el alfiler está medio oxidado».
«Pues empuja más duro».
La estrella brilló en el pecho desnudo del prisionero. De ella escurrió un hilo de sangre.
«¿Y ahora sí me vas a decir cuántos son ustedes?», preguntó el coronel.
«No. No lo sé. A mí sólo me encargaron que llevara el mensaje».
«¿A quiénes?».
Juan Carbajal no contestó.
«¿A quiénes? ¿A dónde?».
El coronel se acarició la barba.
«¿Por qué eres tan terco? ¿Te gusta sufrir? La vida es tan corta… Mira: si no hablas, vas a hablar de todos modos, y después a lo mejor hasta te mato. Si hablas, te pasas de nuestro lado, te incorporo a mis filas y te vas a divertir mucho…».
En una de las orillas del río, tras la silueta negra de los árboles, brillaban las luces de unas antorchas en movimiento.
«Mira, mira allá… La otra vez nos dijeron que en un teatro de Tampico habían escondido armas los juaristas. Las requisamos todas: un montón de revólveres Cok y carabinas Sharp además de muchas municiones. Pero también nos encontramos un cajón lleno de pelucas de mujer y a veces mis hombres se emborrachan y se las ponen y bailan en la noche con antorchas encendidas y se divierten mucho. Dime… ¿no te gustaría a ti ponerte una peluca colorada y bailar una habanera con uno de mis hombres? Uno de ellos es un holandés muy grandote que con un solo brazo te podría romper la cintura…».
El coronel pidió que le dieran de nuevo el sombrero.
«Tú eres un hereje, ¿verdad? La gente lleva a las iglesias estas manitas y estas piernitas de plata y estos corazones de oro, como agradecimiento de que la Virgen o el Señor los curaron con un milagro… Y luego tú vas y se los robas a la Virgen… ¿que no temes a Dios?».
«¿Cuál Dios?».
«Ah, y además eres un blasfemo», dijo el Coronel Du Pin y desprendió una piernita plateada.
«Toma», le ordenó a uno de sus hombres, «y préndesela a los labios, para que aprenda a no decir más blasfemias».
El hombre se acercó a Juan Carbajal, le jaló el labio inferior y se lo atravesó con el alfiler del exvoto. El prisionero apenas si se quejó.
El coronel volvió a sacar el papel de su bolsillo y lo desdobló.
El intérprete tradujo las palabras del coronel:
«Si no me dices lo que dice aquí, por cada letra del mensaje te voy a prender una estrellita. Te voy a hacer que veas estrellitas. A ver, bájenle los pantalones al prisionero».
A Juan Carbajal le escurría otro hilo de sangre por la barbilla y el cuello.
El coronel se asomó por el mosquitero.
«Acérquenme el sombrero. A ver… sí: quiten ese zopilote mexicano».
«No es un zopilote», dijo Juan Carbajal, «es un águila».
«C’est un zopilote», insistió el coronel.
El intérprete tradujo:
«Es un zopilote».
«… y préndanselo en el prepucio», agregó el coronel.
«¿En el qué?».
«En el pellejo que le cuelga de la punta de la verga», dijo el Coronel Du Pin y hundió la cara en el mosquitero, «ya veremos al rato qué le vamos a encajar en los testículos…».
El hombre se acercó al prisionero, le jaló el prepucio y lo atravesó con el alfiler del águila de plata.
«Ustedes los mexicanos», dijo el coronel, «son además de muy tercos, muy tontos. ¿Tú sabes quién fue Napoleón Bonaparte?».
«Sí», contestó Juan Carbajal.
«Pues el emperador que tenemos en Francia también se llama Napoleón Bonaparte, porque es su sobrino. Y nuestro emperador ha hecho que Francia se cubra de gloria en muchas batallas, como en Magenta y Solferino, en Sebastopol…».
«Nosotros los derrotamos en Puebla», dijo el prisionero. El coronel siguió hablando como si no hubiera escuchado:
«Y hemos llevado la civilización a muchas partes: a la Cochin China, a Senegal, a La Martinica, a Argelia… y ahora que la queremos traer a México, ustedes no la quieren…».
«¿Y usted sabe quién es Benito Juárez?», preguntó Juan Carbajal.
«Ah, sí, un indio. Un indio terco como tú. ¿Por qué son tan tercos todos ustedes?».
«Napoleón no era francés», dijo el prisionero, «y Benito Juárez sí es mexicano».
El Coronel Du Pin se puso de pie y abrió el mosquitero.
«Carajo, mierda, carajo: ¿y a ti qué te importa? A ver, agárrenlo bien, porque esto sí que le va a doler. Ése, ese fistol de la piedrita amarilla: encájenselo en un testículo… ¡mierda, carajo, mierda contigo!».
Juan Carbajal se retorcía del dolor. El hombre le pinchaba una y otra vez el testículo, que se le resbalaba entre los dedos.
Al fin pudo asirlo y lo atravesó con el alfiler.
«Échenle agua en la cara para que reviva», dijo el Coronel Du Pin, se sentó en su equipal y volvió a correr el mosquitero.
Juan Carbajal abrió los ojos.
«Ahora sí te hice gritar, ¿verdad? Como marica. A ver, a ver… para que parezca más marica, préndanle una estrella plateada en cada nalga».
Los hombres le dieron vuelta al prisionero y cumplieron la orden del coronel. La festejaron a carcajadas. Dos hilos de sangre escurrieron de las nalgas de Juan Carbajal.
«Bueno, ya, ya está bien. Cállense. Denle vuelta… Dime: ¿ahora sí me vas a decir a dónde y a quién llevabas el mensaje? ¿O quieres que te condecore el otro testículo?».
A Juan Carbajal se le doblaban las piernas. Los hombres lo sostuvieron por el palo al que estaba crucificado. Temblaba, y el sudor se mezclaba con los hilos de sangre.
«Yo, ya te dije, hago hablar a cualquiera. Me decían que los plateados, tú los conoces, ¿verdad?, esos bandidos que así les llaman porque están cubiertos de plata de la cabeza a los pies… me decían que eran muy bravos: pues a uno de esos plateados, no sólo lo hice hablar… acabó pidiéndome de rodillas, por la leche de mi madre, que le perdonara la vida… También me decían que eran muy hombres esos otros bandidos que se ponen pantalones y chaquetas de cuero gruesas porque andan siempre en tierras llenas de zarzas y espinos, y lo mismo: todos los que han caído en las manos de las contraguerrillas del Coronel Du Pin me han contado hasta cómo vinieron al mundo… Yo, por mi parte, les cuento cómo se van a largar de él…».
El Coronel Du Pin se llenó los pulmones con el aire caliente, y resopló:
«Mira que te estoy teniendo mucha paciencia», le dijo a Juan Carbajal. Y a los hombres que lo sostenían: «suéltenlo».
Juan Carbajal se desplomó en el suelo de la barcaza. El mastín del coronel abrió los ojos y paró las orejas. Después, volvió a dormirse.
«Tercos, sí, muy tercos que son ustedes. Y además, no saben escoger. Porque siempre hay que escoger. No se puede tener todo. Tú, por ejemplo, vas a tener que escoger entre ser un traidor vivo, o un pendejo muerto. ¿Qué prefieres?».
Juan Carbajal alzó la cara, pero no contestó. El coronel se asomó por el mosquitero, sacó un brazo y señaló a una y otra orilla del río.
«Mira, mira», dijo, «todo esto me gusta: la selva, las lianas, las orquídeas, los gritos de los monos, la algazara de los pericos, el vuelo de los tucanes. Bueno, una sola cosa me fastidia, que son los mosquitos. Por lo demás, de la selva me gusta todo, hasta el calor… y me gustan los mares tibios… Entonces: ¿por qué no me quedo a vivir aquí para siempre?, ¿por qué no me hago una casa de granito rojo en la cumbre del Chiquihuite y la cubro de orquídeas? Ah, pues porque también me gusta París… Tú nunca has estado en París, ¿verdad?».
El Coronel Du Pin se acarició el bigote y después se lamió los labios.
«París… París… París es la ciudad más bella del mundo, y sobre todo desde que el Barón Haussman la llenó de avenidas muy anchas que además de ser bonitas, hacen más fáciles las cargas de caballería contra los revoltosos… las cargas de nuestros cazadores de África: de esos mismos que hicieron correr a los juaristas en Cholula… A ver: levanten al prisionero. Hínquenlo. Así… y pásenme el sombrero otra vez».
El coronel comenzó a darle la vuelta al sombrero, despacio.
«Ah, esto me gusta. Miren qué cosa tan bonita: un corazón de plata atravesado por una flecha. ¿Te lo regaló tu novia?».
El coronel arrancó el prendedor y lo contempló por un rato.
«Te doy una oportunidad más: ¿a dónde llevabas el mensaje?».
Juan Carbajal no contestó.
«Terco, te digo, terco como esas mulas a las que ustedes les gritan: ¡macho!, ¡macho! A ver… préndanselo en la tetilla izquierda… Una vez, a un chinaco, le amarramos los brazos con una cuerda y la cuerda a la silla de mi caballo, y lo traje al trote toda la mañana. Cada vez que se caía, yo detenía mi caballo y le gritaba: ¡macho!, ¡macho!, y le aventábamos piedras, como hacen ustedes con las mulas. Pero una vez ya no se levantó y lo arrastré, lo arrastré muchas horas, hasta dejarlo a las puertas del infierno… Esa vez montaba yo un caballo de La Panocha, de los que tienen los cascos tan fuertes que no necesitan herraduras… Dime: ¿te gustaría morir así?».
La selva comenzaba a llenarse con rumores y gritos distintos a los gritos y murmullos de la noche. En el horizonte, hacia la desembocadura del río, apareció un pálido resplandor blanco. De la tetilla izquierda de Juan Carbajal escurría un hilo de sangre.
«A algunos, a los que se portan bien, hasta les doy a elegir su muerte. Les pregunto si quieren morir fusilados. O destazados por cuatro caballos. O ahogados. Y a veces, también, a los que cuelgo, les doy la oportunidad de que escojan el árbol que más les guste. Y habrás de saber una cosa: el Coronel Du Pin nunca cuelga a más de uno con la misma cuerda: cada quien estrena la suya…».
«¿Cómo me va a matar a mí?», volvió a preguntar Juan Carbajal.
El coronel se hizo el desentendido.
«Aunque tengo que confesar que tengo un árbol favorito, y que es uno muy alto y grueso, muy frondoso y muy verde, que está en la Plaza de Medellín. Allí he colgado a más de veinte… pero no puedo llevarme a todos los condenados a Medellín… ¿no es verdad? Y mira, te decía: qué más quisiera yo que París estuviera a la orilla de un mar caliente de arena blanca… ¿me estás oyendo?».
Juan Carbajal tenía la cabeza doblada y los ojos cerrados.
«A ver, tú: dale un poco de mezcal para que se reanime…».
El coronel había dicho anisette pero el intérprete tradujo mezcal. Uno de los hombres cogió del pelo a Juan Carbajal para levantarle la cara, y con la otra mano le acercó una botella a los labios. El mezcal escurrió por la barbilla del prisionero, que siguió con los ojos cerrados.
«Y con uno de esos prendedores de manitas», dijo el coronel a otro de sus hombres, «levántenle el párpado y préndanselo a la ceja para que aunque sea un ojo me mire el cabrón éste…».
Algunos monos comenzaron a dar gritos. El mastín del coronel bostezó, paró las orejas, abrió los ojos, se desperezó, se levantó y caminó hasta la orilla de la barcaza para beber de las aguas del río. Las aguas, negras y plateadas, comenzaban a teñirse de rosa y violeta hacia el este, hacia la desembocadura. El hilo de sangre bordeó el párpado de Juan Carbajal y comenzó a escurrirle por la mejilla, hasta llegar a los labios.
«¿Ahora sí me oyes…? ¿Ahora sí me ves?».
El prisionero asintió con un suave movimiento de cabeza.
«Pues sí, qué más quisiera yo, te decía, que a lo largo de los Campos Elíseos corrieran los platanares… ¿Sabes lo que es los Campos Elíseos? La calle más bella del mundo».
El mastín se echó a los pies del coronel.
«Y que hubiera cocoteros a la orilla del Sena… Mira», agregó el Coronel Du Pin asomándose por el mosquitero: «ya está casi amaneciendo y no me va a quedar más remedio que matarte. Pero tú me estás obligando. Dime: ¿a dónde llevabas el mensaje?».
El prisionero no contestó.
«O que en el Bosque de Boulogne se dieran las lianas y los helechos, los bambúes, los mangos, qué se yo… ¿Oyes al pájaro campanero? Es como si diera la hora. Deben ser ya como las cinco… ¿qué horas son?».
Uno de los hombres consultó el reloj.
«Il est cinq-heures, mon colonel».
«Pero tengo que escoger, y me quedo con París. Allá me voy a morir. En cuanto acabemos con ustedes y dejemos bien firme en el trono al Emperador Maximiliano y civilicemos el territorio, pido mi retiro del ejército y regreso a Francia. Aunque sé que no va a ser tan fácil pacificarlos porque ustedes son muy escurridizos y México es muy grande. Oye… ¿has oído alguna vez hablar de la Barragana?».
«Dicen que es una guerrillera juarista…», contestó Juan Carbajal.
«¿Guerrillera? Bandida. Todos ustedes son bandidos, no guerrilleros. Pero tengo entendido que es muy valiente y no más por eso no sé qué voy a hacer con ella si la agarramos viva: si cortarle los pechos para que parezca más hombre, ya que eso es lo que le gusta, vivir y pelear como hombre, o si perdonarla en memoria de nuestra Santa Juana de Arco… ¿tú que opinas?».
El mastín del coronel se levantó, corrió a la orilla de la barcaza y se tiró al agua. Nadó rumbo a la orilla.
«Debe haber olido alguna tuza… le encantan las tuzas», dijo el coronel, «de todos modos, me llevaré a París algunas plantas a ver si crecen allí, y algunos animales, como una o dos guacamayas azules. Dime: ¿te gustaría morir ahogado en el Tamesí?».
Juan Carbajal alzó la vista para mirar al coronel, pero no contestó.
«Hay muchas cosas de este país que no entiendo», dijo el Coronel Du Pin. «Por ejemplo, por qué le llaman ustedes a este río casi como se llama el río inglés, el Támesis, si no tiene nada que ver. O por qué, y eso lo pensaba yo el otro día, por qué algunos indios como tú se bañan todos los días, y otros nunca, y traen en la cara unas costras de mugre gruesas como corteza de árbol. Tampoco entiendo cómo pueden ustedes comer tanta porquería. Estoy cansado de frijoles y tortillas. Si no es en el Restaurante Recamier de México o en el Café Reverdy de Tampico, no hay un lugar en este país donde se pueda tener una comida decente… Estoy cansado de bebidas hediondas como el pulque y de aguardientes ponzoñosos. En mi casa de París voy a tener una bodega llena de vinos de Burdeos, de Sauternes, ajenjo Pernoy, de licor de Casis… pero seguro que tú no sabes de lo que estoy hablando, ¿verdad? Y ahora… ahora ya estoy cansado de ti…».
El Coronel Du Pin se asomó por el mosquitero, levantó los ojos, sonrió y señaló hacia arriba.
«¡Mira, mira! ¡Arriba, arriba de tu cabeza: los cocuyos!».
Por encima de la barcaza pasó una luminosa nube de cocuyos, como una constelación fugaz de estrellas verdes.
«Cocuyos, cocuyos», dijo el Coronel Du Pin y se levantó del equipal, «eso es lo que quisiera yo: que una noche cuando esté yo en París haciendo el amor, una nube de cocuyos entre por la ventana y se quede, dando de vueltas, arriba de la cama… Pero no se puede tener todo».
El Coronel Du Pin bajó del cajón y con una mano le levantó la cara a Juan Carbajal.
«Tú también, ¿ya lo ves?, tuviste que escoger. Eres un pendejo, pero tengo que reconocer que eres un hombre. Eso tampoco lo entiendo: hay mexicanos que cuando los voy a matar lloran como maricas, y otros, como tú, que ni parpadean. Un coronel inglés me decía que así son los sepoys de la India: indiferentes a la muerte…».
«¿Cómo me va a matar?», preguntó por tercera vez Juan Carbajal.
El coronel pidió que le pasaran el sombrero.
«Qué bonita rosa de oro… Es de oro, ¿verdad?, ¿de dónde te la robaste? Con ésta sí que me voy a quedar. Se la voy a dar a una amiguita francesa que tengo en París, y le voy a decir que se la ponga en el ombligo… ¿Que cómo te voy a matar, dices? A ver, a ver… vamos a ver…».
El coronel caminó despacio alrededor de Juan Carbajal. Al prisionero le escurrían hilos de sangre por la cara y el cuello, por las nalgas y las piernas, por el pecho y el vientre. Los primeros rayos del sol pintaron de anaranjado el mosquitero del coronel a la altura de su rostro. Como antes los cocuyos, atravesó el río una alharaquienta banda de loros verdes y amarillos: El coronel se paró delante del prisionero, se acarició la barba y los bigotes y dijo:
«Tengo una idea».
Estiró la mano hasta tocar el prendedor que habían encajado en la tetilla izquierda de Juan Carbajal. Lo cogió, y lo arrancó de un tirón. El prisionero lanzó un grito. La tetilla, casi desprendida, quedó colgando, y un hilo de sangre, más grueso que los otros, brotó de la herida.
«Tengo una idea, pero, ¿sabes?, antes de matarte decidí que no te vas a llevar nada puesto, ¿me oyes? No te lo mereces… Voy a regresar todo al sombrero, y el sombrero me lo llevo a París. A ver, tú, y tú: arránquenle todo lo que le pusieron: el fistol, las estrellas, el zopilote, todo, para que aprenda: uno por uno y de un tirón, sin abrir los broches…».
Luego volvió a mirar a los ojos al prisionero.
«Y si tú quieres saber cómo te voy a matar, Juan Carbajal, ahora mismo lo vas a saber. Te voy a matar como nunca he matado a nadie…».
El coronel se quedó mirando por unos segundos el prendedor que tenía en la mano, y murmuró: C’est beau! Luego dijo:
«Faites venir l’Indio Mayo et qu’il apporte son arc et ses flèches».
El intérprete tradujo:
«Que venga el Indio Mayo, y que traiga su arco y sus flechas».