¿Azul? ¿Azul como en Francia? ¿O verde? ¿Verde oscuro como el verde de la bandera mexicana? El verde es también el color del profeta, comentó Don Joaquín. ¿De cuál profeta?, preguntó la Condesa de Kollonitz. De Mahoma, Señora mía. Y soplaba un viento noroeste, frío y fuerte, pero favorable para el viaje. Maximiliano pensaba, imaginaba, preguntaba, escribía. Los alcaldes, dijo, y le dio una palmada en el hombro al Señor Iglesias, casaca, pues, verde bandera con bordados de plata y sombrero de plumas negras: ¿satisfecha, Carla, Carlota? Pero a pesar del viento, el Adriático, turbulento de costumbre, era ese día un espejo. La llave, dijo Max, y levantó la mano como si la tuviera en ella, la llave del Archivo Imperial la llevará siempre consigo el Tesorero de la Corona, anote usted, Sebastián. El yate «Fantaisie» abría la marcha. Seguía la «Novara» y en las aguas de esta fragata, a cosa de unas doscientas cincuenta brazas, la «Thémis» al mando del Capitán Morier. Los Jueces de Paz, escribió Maximiliano de su puño y letra, faja de seda naranja con bellotas verdes, y se imaginó al arzobispo, en las fiestas nacionales, ofreciendo el agua bendita a los embajadores para incorporarse después al cabildo. Nunca las aguas del Adriático fueron tan azules. La escuadra desfiló ante la ciudad de Trieste, entre los buques anclados en la bahía y empavesados con sus pabellones. Todas las baterías de la costa saludaron a la escuadra y los disparos se sucedían sin interrupción, a medida que la «Novara» pasaba frente a cada una de ellas. Los vapores de Lloyd se despidieron, y la escuadra siguió rumbo a Pirano, donde había una multitud de barcas de pescadores que rodearon a la «Novara» para despedir al Príncipe y la Princesa que se ausentaban. Y si a ustedes les parece bien, dijo Maximiliano y sumergió una galleta en su copa de jerez, en las Audiencias Públicas que serán cada domingo en la mañana, y en las que recibiré a todo el que quiera verme, el chambelán vestirá frac de corte, su corbata será blanca, y tendrá puestas sus condecoraciones. Las condesas de Zichy y Kollonitz arrojaron monedas a los pescadores, y Maximiliano tomó la mano de Carlota y con voz muy baja, para que ella no lo escuchara, murmuró: el día en que muera el infante de una testa coronada, uno de nuestros hijos, Carla, el Emperador no portará duelo, pero se ordenará cubrir la cámara y la antecámara de palacio, los sofás y sillones con telas, fundas y tapices de color violeta y en el puño de mi espada pondré un crespón violeta también, y violeta será la banda de seda que rodeará mi brazo. ¿Cómo dices, Max? El Conde de Bombelles dio un profundo suspiro y continuaron bajando por el Adriático, sereno aún, surcado apenas por espumillas tersas. Carlota se retiró a su camarote bien entrada la noche: había esperado la puesta del sol y después se quedó contemplando por un largo rato, callada, las lucecitas de las costas de Istria y Dalmacia. Maximiliano, del brazo del General Woll, decidía: los rangos de las tropas en orden de batalla, de paradas y de revistas. Maximiliano pensaba: kepí, levita y pantalón de paño verde dragón para el Cuerpo Especial del Estado Mayor. Maximiliano escribía: manitas de siete canelones de oro apagado en las puntas de las alas del sombrero de los generales de división. ¿O quizás su adorada Charlotte —la Princesa estaba triste— prefería, para el gran uniforme de su Guardia Palatina, la Guardia de la Emperatriz, casco de plata bruñida con el águila imperial de oro en el tope batiendo las alas? Triste, pero no sólo por irse de Miramar. ¿Y barboquejo de cuero de charol blanco? Sino triste también por no despedirse de la Isla de Lacroma. ¿Y levita de paño encarnado, guantes y pantalón de ante blanco, botas de charol negro arrugadas en la pantorrilla? ¿Sí, Carla? ¿Así te gustaría? Pero Carla, cara Carla: ¿No has pensado que para llegar a Ragusa hubiéramos tenido que desviarnos y perder un tiempo precioso? Y el gran mariscal tendrá a su cargo la conservación de los efectos mobiliarios de la corte incluyendo el ajuar del comedor, las vajillas, la mantelería, los jardines: te lo dije antes y te lo repito, Carla: ¡Somos muy afortunados! ¡Tenemos un reino a nuestros pies! Mientras seguían rumbo a Otranto, el amarillento, inculto Cabo de Otranto que le trajo a Maximiliano el recuerdo de su primera guardia marina matutina cuando por vez primera sintió en la piel el sol ardiente de Italia, envenenador, como lo llamó, de la sangre siciliana. La Condesa de Kollonitz comentó que las costas de Calabria eran muy feas, y el Ingeniero Félix Eloin estuvo de acuerdo. Maximiliano dibujaba. Maximiliano pidió lápices de colores, un carboncillo, y trazó el sombrero de un funcionario de la Corte de Apelación, negro y de fieltro con listón de muaré, plumas negras y escarapela tricolor: una lista verde, una lista blanca, una lista roja. ¡Como la bandera de Italia!, exclamó Carlota. ¿Hasta ahora te das cuenta, carissima mia, que las banderas de Italia y de México tienen los mismos colores? Eso tiene que ser un buen augurio. Y lejos ya de la nevada costa de Albania, habiéndole dicho adiós a Corfú, Maximiliano recordó que en una fiesta de San Silvestre en Schönbrunn, como sorpresa le había tocado una canasta miniatura con mangos, bananos y piñas y eso, el que aparecieran bajo el plomo derretido las diminutas frutas, y además una noche en que nevaba en Viena, había sido también un magnífico augurio. Un augurio tropical, dijo el Señor Iglesias. Y como el Comandante Morier acercó la «Thémis» a la «Novara» en la mañana, los pasajeros de uno y otro barco, a tiro de serpentina, se saludaron de borda a borda, conversaron un poco a gritos y Max y Carla aparecieron en la popa, salieron a relucir de nuevo los pañuelos y los adioses, más tarde se alejó la «Thémis», Max se llevó los binoculares a los ojos, hizo críticas sobre las maniobras de la nave francesa y se las comunicó con el semáforo al Capitán Morier para que se le indigestaran las tripes a la mode, dijo Maximiliano, bajó a su despacho, contempló los sextantes, las brújulas, encendió un cigarrillo y a través del humo vio, se imaginó a los consejeros de Estado. ¿Con casaca azul claro, como en Francia? Nononó, diría Carlota: verde. All right, verde, pero verde claro, y con botones dorados, gruesos, en el pecho. Aja, y con el águila labrada en ellos. Das ist Recht. ¿Y con chaleco y pantalones negros? Tomó la pluma, la mojó en el tintero, escribió: Entrega de birreta a los cardenales. En tanto que la «Novara» entraba en las aguas del Mediterráneo. Colocada, la birreta, en una bandeja de oro. Y bordeaban la bota italiana. Colocada, la bandeja, en una mesa cubierta de terciopelo rojo. Y doblaban el Cabo de Santa María de Leuca, entraban en el Golfo de Tarento. Y colocada, la mesa, junto a una de las paredes laterales del presbiterio. Maximiliano recordó: en su primer viaje, y con Leuca a la vista, a la izquierda de la batería del barco levantaron una capilla hecha con pabellones austríacos, pero el capellán estaba enfermo y la misa se suspendió. ¿Será un sacrilegio involuntario vomitar el Cuerpo del Señor, alimentar con su carne transubstanciada a los tiburones? Y ya era domingo 17 y de mañana, una mañana muy límpida confirmó el Conde Zichy y a la derecha se contemplaba el Etna, su cima nevada, aunque el clavo negro estaba escondido en la bruma, y Maximiliano les contó: en ése su otro viaje por las costas de Calabria, escuchó un grito: un uomo è caduto in acqua, y así fue, el hombre se había caído de la cofa mayor. ¿Se ahogó el pobre?, preguntó el Marqués de Corio. El salva uomini fue mal arrojado, dijo Max, pero lo rescatamos con una chalupa, gracias a Dios. Mientras navegaban rumbo al Estrecho de Mesina y Maximiliano, que sobre el Etna había escrito en sus Memorias «testigo de tantas edades pasadas y de la degeneración de las poderosas naciones», escribió ahora en una hoja inmaculada: cuando un vicealmirante visite por la primera vez un buque, se le saludará con nueve cañonazos. En cuanto lleguemos a México, recuérdeme, General Woll, recuérdeme usted también, bitte, le pidió a su flamante secretario Sebastián Schertzenlechner, que me comunique con el Comodoro Maury. Y como el Ingeniero Eloin se moría de envidia por el nombramiento de Schertzenlechner, Max le dijo al belga que él sería el jefe de la policía secreta. ¿Y de qué color será, qué bordados tendrá la casaca de la policía secreta?, preguntó, en broma, Carlota, y Max le dijo: ah, eso es un secreto, y lo escribiremos con tinta invisible en el Ceremonial. Todos los barcos serían acorazados y, como también habrá un Senado: ¿cómo será su atuendo? Casaca azul, dijo Maximiliano, verde no porque sería demasiado verde, y Carlota se resignó: azul, pues, y con bordados en oro de hojas de palmera enlazadas con ramas de encino. ¿Y la espada? Dorada y con puño de nácar, le dictó a Schertzenlechner y mientras Carlota, absorta y apoyada en la borda quería descubrir en las aguas del Estrecho de Mesina el remolino que se tragaba a los antiguos navegantes, como le había contado de niña su hermano el Duque de Brabante, Max le mostró a su secretario el plano del Palacio Imperial de México con el Diseño Número Ocho para los Grandes Bailes de la Corte. Mientras pasaban cerca de Reggio, lejos de Mesina, y por las vertientes de las Calabrias se desbordaba el verdor de una vegetación admirable. Y dijo: a las doce de la noche los Emperadores se retirarán del Salón del Emperador precedidos por el pequeño Servicio de Honor. La montañosa costa de Sicilia quedaba a la izquierda, el monasterio benedictino de San Plácido dominaba el estrecho. Y con el dedo índice recorrió el plano: y atravesarán el Comedor, la Galería de los Leones, la Galería Iturbide, la Galería de Pintura, la Sala de Yucatán, tome usted nota. Scila, un faro. Caribdis, un enorme y viejo castillo. Y ningún remolino a la vista, nada que recordara los horrores de «El Buzo» de Schiller, antes al contrario, el mar era tan hermoso, anotó Carlota en su diario: color esmeralda, color lapislázuli, de nuevo esmeralda y así. A las doce llegaron al pie del Estrómboli cuyo cráter arrojaba espesos copos de humo. Luego, pensó Maximiliano, las personas de las dos primeras categorías saldrán del palacio por la Escalera de la Emperatriz, y recorrió las escaleras del plano con los dedos. Todas las demás por la Escalera del Emperador. Y como concesión a Carlota: ¿te gustaría, cara, querida Charlotte, que la levita del medio uniforme de la Guardia Palatina, la Guardia de la Emperatriz, sea de paño verde dragón, y las vueltas de las mangas sean encarnadas para que así, con los guantes de ante blanco tenga los tres colores de la bandera imperial mexicana? Claro que sí. Es bleibt dabei. Y, como al salir del archipiélago de las Lipari navegaron al largo, no divisaron Ischia y tampoco la costa de Nápoles, la cima de los Abruzos. Eloin sería además el Jefe de Gabinete Imperial, y el Conde de Zichy el Director del Gabinete Civil. Con la costa napolitana se perdió en la lejanía el recuerdo de una tarde en que las aguas doradas del Golfo de Nápoles bañaban las riberas de Castellamare y en medio de bosques de naranjos en flor se aparecía Sorrento. Un vapor violáceo envolvía al Vesubio y el Archiduque Maximiliano, guiado por un monje capuchino visitó el Camposanto, comentó que era una ciudad de casas o templos miniatura: griegos, egipcios, góticos, romanos; escuchó el susurro de los cipreses, aspiró el aroma de los mirtos, bebió chianti y Lachryma Christi, viajó a Capri, conoció las ruinas del Palacio de Tiberio y mientras se llenaba la boca con el jugo helado de una tuna admiró a una mujer con sonrisa de bacante que se dejaba arrastrar por la ola vertiginosa, encendida, de la tarantella. Pero de eso hacía ya varios años. El lunes 18 de abril, a la una de la tarde, la escuadra entró en la rada de Civitavecchia, donde fue recibida con bandas de música, los cañonazos de los barcos surtos en el puerto y las tropas francesas de ocupación, así como el tren especial que debía conducirlos a Roma.
Allí, en la Ciudad Eterna, y como dijo el Conde Egon de Corti, Maximiliano perdió la oportunidad de aclarar la situación de la Iglesia en México. Maximiliano solicitó al Conde Giovanni Maria Mastai Ferretti, por otro nombre Pío Nono, que enviara a México a un nuncio con «principios razonables» y el Pontífice, poco antes de dar a Maximiliano y Carlota la comunión, advirtió que los derechos de los pueblos eran sin duda grandes, pero que los derechos de la Iglesia eran aún mayores y más sagrados. «El Emperador Maximiliano —comunicó desde la «Novara» el Señor Velázquez de León al embajador mexicano en Viena Thomas Mürphy— respondió al Santo Padre que si bien cumpliría siempre con sus deberes de cristiano, como Soberano tendría siempre que defender los intereses de su Estado». Es posible que Maximiliano recordara en esos momentos aquel cuadro de Tiziano que tanto le había impresionado en el Museo de Dresde, «El Dinero del César»… Pero Roma era una fiesta en honor de la Pareja Imperial mexicana, las multitudes los adoraron, el historiador alemán Gregorovius escribió que nunca el Papa había bendecido a un Príncipe con tanta emoción, y tan nutrida era siempre su escolta —un testigo presencial dijo que los franceses lo cuidaban tanto porque sabían que no encontrarían pronto a otro bobo que aceptara la corona de México—, que más valía olvidarse de la Iglesia, los nuncios, Juárez y los bienes de mano muerta hasta que llegaran a México. Otros motivos de gran alegría: Gutiérrez Estrada parecía un pavorreal porque no sólo se habían alojado en su Palazzo Marescotti los Emperadores, sino que además Pío Nono se había dignado visitarlo. Y también, por supuesto, los pinos y las blancas camelias de Roma, los festines y discursos, las misas en las Catacumbas, el pequeño lago y terrazas y parterres de la Villa Borghese y desde allí el panorama de toda Roma y de sus maravillas, alegraron el corazón de todos, y Maximiliano y Carlota acompañados de su comitiva recorrieron las calles de la ciudad, subieron y bajaron varias veces la escalinata de Trinitá dei Monti, caminaron por la Avenida de las Magnolias, visitaron de noche las ruinas y Carlota le escribió a su abuela María Amelia en Claremont que estaba enamorada del Coliseo a la luz de la luna, y mojaron sus manos en todas las fuentes: en la Fuente de Trevi, en la Fuente del Moro, en la Fuente de Neptuno y en la Fuente de los Ríos a la que llaman así, le dijo Maximiliano a su adorada Carla, porque en ella están representados los cuatro ríos del mundo, que son… ¿El Nilo? El Nilo, sí. ¿El Ganges? Muy bien, Carla, muy bien: el Ganges. ¿El… el Amazonas? Nononó: el Danubio, ¿y cuál otro?, a ver, adivina. Carlota no adivinó. El Río de la Plata, mujer. ¿Y por qué no el Amazonas? ¿Por qué no el Mississippi? ¿Por qué no? ¿Por qué no el Yang-Tse-Kiang y el Danubio sí? ¿Por qué sí? Porque eran los ríos, cara, de los cuatro continentes, mía cara Carla, que estaban sometidos a la autoridad papal entonces, cuando la hizo el genial Bernini, Carla carissima mía, meine liebe.
De regreso a Civitavecchia y a la «Novara», y en forma de pasquín, comenzó a circular un poema, primero de mano en mano, después de boca en boca:
Massimiliano, non te fidare
torna al Castello de Miramare.
Il trono fradicio di Montezuma
è nappo gallico, colmo di spuma.
Il timeo Danaos, chi non ricorda?
Sotto la clámide trovó la corda.
Pero por supuesto a esas alturas Maximiliano y Carlota estaban dispuestos a seguir adelante, a no desconfiar, a no volver al Castillo de Miramar, y ¿quién, en esos momentos de tanto placer, iba a pensar que bajo la púrpura encontrarían la cuerda? ¿Cuál cuerda? Y además, y como afirmó el Señor Iglesias: gente mal intencionada y envidiosa nunca falta, nunca, corroboró el Conde de Bombelles, eso es basura, y todos desde la borda admiraron los delfines que los escoltaron un largo trecho y como dijo el General Woll sin necesidad de bayonetas francesas, rumbo a la Isla de Caprera tan amada por Garibaldi, Carlota se encerró en su camarote y casi no salía de él, absorta en sus lecturas del Abate Doménech y del Barón de Humboldt, de Chevalier, y Maximiliano escribía, dictaba, decía, imaginaba. Escribía: cordoncillo de oro en cinta de terciopelo negro para el sombrero de los auditores; dictaba: el orden del pequeño y el gran séquito para las ceremonias del Sábado de Gloria será como sigue. Decía: el caballerizo mayor. Serán de su cargo el gobierno y cuidado de caballerizas, guarniciones y sillas de montar, ah, se me olvidaba, anote usted, Sebastián, bitte: el largo de la espada de los generales de división será de ochocientos treinta y cinco milímetros y el puño de madera, mientras pasaban entre Córcega y Cerdeña, de madera forrada de piel de sapo, ¿de piel de sapo?, preguntó Carlota con una mueca de asco. Sí, le contestó Max mientras pasaban por el estrecho, a la izquierda el Reino Sardo y la malaria, a la derecha la cuna del Gran Napoleón, de piel de sapo y rodeado, anote usted, Sebastián, de ocho revoluciones de hilo fuerte de filigrana dorada: las mujeres, Carla, no entienden de espadas. De espadas no, de rifles y charreteras tampoco pero de colores sí y de diseños también, protestó Carlota y no me convencen las hojas de viña y las espigas de trigo bordadas en oro sobre paño gris para los inspectores de finanzas, ¿por qué no hacer un diseño con plantas mexicanas y no con plantas europeas? Mientras dejaban atrás las Islas Baleares y enfilaban hacia Gibraltar. Por Dios, Carla, y la tomó de los hombros: no estás pensando, me imagino, en bordados de hojas de cacto doradas para los gorros de los generales, ¿verdad?, ni querrás que yo me ponga un penacho de plumas como el del Emperador Moctezuma. Ah no sabe Su Majestad cómo me emocioné, dijo Don Joaquín, cuando vi el penacho por primera vez en Viena. Pues en uno de los libros que leí, arguyó Carlota a la vista de esa roca gigantesca, calva, desnuda y calcinada por el sol que era el Peñón de Gibraltar, dice que en las casullas de los sacerdotes mexicanos se han incorporado los diseños de las grecas mayas y aztecas. Algo habrá que agradecerle a fin de cuentas a la Reina Victoria, dijo Maximiliano al General Woll, nombrado ya su primer edecán, cuando fueron recibidos por la flota británica con honores imperiales. ¿Lo ves, Carlota, lo ves? La Pérfida Aibión nos rinde pleitesía. A la izquierda Ceuta, blanquísima, y una de las columnas de Hércules: el Monte Hacho. Le pasó a Carlota sus binoculares: mira, allí están los famosos monos de Gibraltar. Ya te había dicho, ¿verdad?, cuando fuimos a Madeira, que según la leyenda cuando desaparezca el último mono los ingleses abandonarán Gibraltar. No se irán jamás, dijo Don Joaquín: primero se pondrán a importar monos de Tumbuctú. Encantados estaban todos en el banquete, magnífico tea-party a la inglesa que les dio el gobernador, General Codrington, a los Emperadores de México y su comitiva, y encantados con el banquete que a su vez le dieron los Emperadores al general a bordo de la «Novara». Y lo mismo con la carrera de caballos: Maximiliano se admiró de lo verde que estaba la pista, porque era como un pedacito del Parque de Saint-James o de Richmond que se hubiera levantado por los aires como una alfombra mágica de césped para posarse en Gibraltar, y Maximiliano le dijo a Schertzenlechner: ¿ve usted, Sebastián? A donde van los ingleses allí se llevan su pasto, sus deliciosas mermeladas, sus curries y sus tés. Y sus inglesas, siempre tan desgarbadas, dijo la Condesa von Kollonitz (prefería el «von» al «de»), quien estuvo a punto de naufragar en el bote que la llevó de regreso a la «Novara» pero que había disfrutado mucho la visita a las cavernas de Gibraltar, aunque desde luego estaba de acuerdo con el Emperador: eran más hermosas las de Adelsberg. Mucho se rieron también de la grotesca estatua de Elliot el defensor de Gibraltar que resistió un sitio de cerca de tres años por parte de españoles y franceses: inmenso sombrero tricorne, las piernas como husos, peluca de coleta y en la mano las llaves doradas de la ciudad. Pero una nube oscureció la frente de Max a pesar de que la verde fosforescencia marina del estrecho fascinó a Carlota y fue que a Schertzenlechner, encargado por motu proprio de evitar que llegara a sus manos la correspondencia desagradable, se le coló una carta que venía en un costal de correo embarcado en Gibraltar, escrita al parecer, y a juzgar por el lenguaje usado, por un anarquista austríaco, y en la cual el autor anónimo llamaba Usurpador a Max y le decía que ningún Tirano se le había escapado nunca, que tenía un rifle y buena puntería, y que tan pronto pusiera los pies en las costas americanas se lo demostraría. Pero Su Majestad no es un usurpador, dijo el Conde Bombelles. Y nunca seré un tirano, agregó Max. Nunca nadie se atreverá a atentar contra la vida de Su Majestad, protestó el Señor Iglesias y unas horas después el anónimo estaba olvidado, o eso pareció y, metido en su litera, Guten nacht, y con los ojos abiertos Maximiliano imaginaba: cortejo del palacio a la catedral. Un carruaje, dos caballos, cuatro plazas: para el segundo secretario de ceremonias, el chambelán de servicio y dos damas de honor; segundo carruaje, dos caballos, dos plazas: para dos damas de palacio. A la mañana siguiente, Guten morgen, tras hacer sus abluciones y cepillarse la larga barba rubia partida en dos, la «Novara» ya en las aguas del Atlántico: tercero, cuarto y quinto carruajes. A la derecha, le dijo el Conde de Zichy a la Condesa de Zichy, está Trafalgar, donde el Almirante Nelson se cubrió de gloria. Y mientras dejaban atrás las Islas Desiertas habitadas sólo por cabras, rumbo a Madeira y después de una buena taza, a nice cup del té Earl Grey que les regaló el Gobernador Codrington, sexto carruaje: cuatro caballos, cuatro plazas: para la primera dama de palacio, una dama de palacio de servicio, el gran maestro de ceremonias y el intendente de la Lista Civil y comentaba, Max, lo inteligentes que son los ingleses, que con sus men of war, sus barcos de guerra, siempre llevan otras naves cargadas de bueyes y algunas vacas lecheras: seguirán, dijo, seis guardias palatinos a caballo, un oficial de ordenanza, seis oficiales de ordenanza, dos generales edecanes, el gran mariscal de la corte, los generales de división. Imposible, Su Majestad, dijo Don Joaquín. ¿Por qué imposible?, se asombró Carlota, en los momentos en que Max llegaba al carruaje de ella, la Emperatriz, que era —iba a ser— el número siete: seis caballos, Su Majestad la Emperatriz y su gran chambelán… Verá usted, Sire, dijo Don Joaquín, y en una hoja de papel dibujó un plano de la Plaza Mayor de México. Aquí está el Palacio Nacional. Perdón: el Palacio Imperial. Y aquí, la catedral. Como Su Majestad puede apreciar, la distancia entre uno y otro es muy corta, mucho más corta que lo largo del cortejo. De modo que cuando el primer carruaje llegue a las puertas de la catedral, dijo Maximiliano… el carruaje de Su Majestad la Emperatriz no habrá salido aún de palacio, completó el Señor Iglesias. Exacto. Y Maximiliano hizo cuentas: y además todos los secretarios de ceremonias, caballerizos, médicos, los otros chambelanes y las otras damas de honor. Imposible. Pero cuando estaba ya a la vista Madeira y su abigarrada flora perfumada: mimosas, aloes de espigas de flores púrpura, pelargonios: lo que se puede hacer, dijo Maximiliano —al acordarse del cuadro de Van Meijtens que describe la entrada a Viena de Isabel de Parma, la prometida de José II: los cientos de carruajes, todos, cupieron frente a la Plaza del Hofburgo gracias a que marcharon en zigzag, como una ondulada serpiente— lo que se puede hacer, dijo, es que el cortejo, al salir de palacio dé vuelta a la izquierda, rodee toda la plaza y llegue por el otro lado de la catedral. Magnifique, exclamó Carlota, y todos aplaudieron, Maximiliano propuso un brindis, imitó al General Codrington: Gentlemen, will you charge your glasses, please, y prometió que al día siguiente temprano harían la lista de los vinos y menús para los banquetes, según fueran o no banquetes ofrecidos a jefes de Estado, embajadores plenipotenciarios o lo que fuera. Madeira, sin embargo, entristeció un poco a Max y Carla. A Carla, por dos razones. La primera, porque en esa isla había pasado sola varios meses, mientras Maximiliano viajaba al Brasil. La segunda porque sabía que allí estaba sepultada —y ése era el motivo de la tristeza de Maximiliano— la Princesa Amelia de Braganza. Maximiliano recordó haber escrito en sus Memorias que allí, en esa isla inolvidable, se extinguió «una vida que había creído aseguraría alguna vez la tranquila felicidad de la mía»… Y algo más. ¿Qué era? Ah, sí: «Ángel puro y perfecto que partió a su verdadera Patria», patria que no era otra, claro, que el cielo. Para alegrar a Carlota le aseguró: he pensado en todo, le dijo, y le besó la mano, pero no en esto. ¿Cómo?, preguntó Carlota. No en el baciamano. Te conté, también, ¿no es verdad?, que en Gaeta todos los principales personajes del Reino de Nápoles se arrodillaron ante mí: una ceremonia ridícula, que además de besamanos no tiene nada, porque se limitan a extender la mano derecha. Mientras la Condesa de Kollonitz contemplaba extasiada la flora de Madeira y musitaba un poema de Heine: el de un nevado abeto que soñaba ser una palmera, o algo por el estilo. Pero cuando digo todo, continuó Max después de la misa a bordo de la «Novara», es todo: si en el Café Europa de Nápoles los bloques de mantequilla tienen el escudo de la flor de lis borbónica en relieve, en México la mantequilla tendrá también realzados el águila imperial y la serpiente. Mientras le ponía el chal en los hombros: acuérdame de mandar hacer los moldes. Ya las costas de Madeira se perdían en el horizonte. Allí, Max, quien en su primera visita a la isla se sintió un moderno Ahasvero, peregrino sin descanso, había confirmado que en ese trozo de paraíso se daban cita las frutas y las flores más exóticas de los cinco continentes. Lástima, sí, lástima que los habitantes sean tan feos. ¿Y el hielo, Max? ¿El hielo qué? Los cisnes de hielo que adornan las mesas de los banquetes: ¿se transformarán en águilas de hielo devorando serpientes de hielo? ¿Y por qué no?, contestó Max. Sí, por qué no: si en las Tullerías les habían ofrecido un águila de azúcar, por qué no de hielo o mantequilla, de turrón, de pasta de alajú, queso de tuna. Y aunque sólo se acostumbraba, en realidad, al atravesar el Ecuador, esa vez la tripulación de la «Novara» decidió festejar de igual manera el paso del Trópico de Cáncer, lo que quiso decir que marineros y capitanes, oficiales y Emperador, Carlota y damas que la acompañaban se disfrazaron de neptunos y anfitrites, nereidas, tritones y otros dioses, animales, diosas marinas, y nadie, salvo las señoras se escapó al bautizo de agua de mar: mojada y regocijo general. También, vale decirlo, se salvó el Emperador. ¿Quién se hubiera atrevido a echarle un cubetazo de agua? Dawider behüte uns Gott! Dios no lo permita. Los ayudantes de mar del Emperador suplen a los chambelanes y hacen sus veces, escribía Maximiliano, y preguntaba: General Woll, los Príncipes, ¿tendrán derecho a hacer usar a su servidumbre la escarapela nacional sin flama? Una noche de calma chicha, sin luna, en que Orión brillaba como nunca se le veía brillar en el Mediterráneo, y Andrómeda también, y Erídano. Pero a Carlota, al parecer, ya no le interesaban el paisaje marino, las noches o los atardeceres: encerrada en su camarote, el tiempo se le iba en leer y escribir cartas. Con las velas inmóviles, la «Novara» apenas sí hacía tres nudos por hora. Y anote usted, Sebastián, para que nada se nos olvide, decía Max: de los sermones de Cuaresma, del lavado de pies en Jueves Santo, ah, por cierto: el Domingo de Ramos las damas de palacio llevarán la cifra de la Emperatriz e irán de vestido alto de seda negra y mantilla, Orden de San Carlos, y en los servicios de tierra caliente el traje de la Casa Civil del Emperador será levita y corbata blancas, ¿qué nos falta, Sebastián? Lea usted esto, Señor Eloin, y déme su opinión, por favor. A este paso no vamos a llegar nunca a Veracruz, comentó Don Joaquín. Deje usted a Veracruz, dijo el Señor Iglesias absorto en los saltos de los peces voladores, ni siquiera a las Islas de Barlovento y gracias a que lo pidió Maximiliano echaron las redes y sacaron una de las medusas que flotaban, como rosas marinas, alrededor de la fragata. Lo único que pudo hacerse, agotado ya el carbón, fue que la «Thémis» remolcara a la «Novara» hasta La Martinica, y así fue, y las condesas de Zichy y Kollonitz, Schertzenlechner, todos los austríacos a bordo, el propio Max, se sintieron humillados: los franceses arrastraban a los Emperadores a América, qué vergüenza, ¿no es verdad, Don Joaquín? No hay que tomarlo tan a pecho, dijo el mexicano, sino más bien por el lado divertido. Y así lo tomaron y cuando en Fort de France estaban ya ante la estatua de la Emperatriz Josefina, nacida allí en La Martinica, y la Condesa de Kollonitz se asombraba de los gigantescos aretes que usaban las negras y de sus turbantes de intensos colores tropicales, y admiraba la mandioca y los cocoteros, los árboles del pan, bambúes y otras plantas y árboles que jamás había visto en su vida, el incidente ya estaba olvidado: les hicieron de nuevo honores imperiales, parte de la comitiva ascendió a la cumbre del Vauquelin, y una multitud de negros subió a la «Novara» y en grandes cestones llevaron el carbón del mismo color de su piel, la Condesa de Kollonitz dijo que negros y negras ofendían el ojo, la nariz, el oído europeos, se despidieron de Fort de France y enfilaron hacia Jamaica descrita por Colón como un papel arrugado, desembarcaron en Port Royal y penetraron —según escribió la condesa en sus Memorias— en los misterios de la inmundicia negra, y de allí Sir James Hope los llevó en el vapor «Barracoutta» a Kingston donde al día siguiente en el almuerzo comieron conservas de jengibre y unas enormes uvas moscatel, y de Jamaica se despidieron para partir por fin, ¡por fin!, rumbo a México. Good luck! Glück auf!
De nada le servía cerrar los ojos: no por ello dejaba de ver las nubes de arena amarilla y los remolinos de zopilotes negros que los habían recibido en el Puerto de Veracruz. Lloró y recordó, la mirada fija en la peluquera de plata que destellaba con el reflejo de los cohetes. De nada tampoco le servía taparse los oídos: se sabía condenada a escuchar toda la noche el ruido espantoso de los cohetes y petardos con los que el pueblo mexicano celebraba, en la Plaza Mayor, el advenimiento de sus Soberanos. Lloró y recordó. Se rascó también, se rascó hasta sangrarse, pero lo único que logró fue desparramar la ponzoña ácida bajo su piel: tenía ronchas en los muslos, en las corvas, en los brazos, en los empeines. Algo estaba saliendo mal, muy mal. Al principio, y unas horas antes de que se vislumbrara en el horizonte el cono nevado del Pico de Orizaba, todo era alegría y optimismo a bordo de la «Novara», y los dos juntos, Max y ella, habían contado el número de diseños elaborados hasta entonces, y que debían figurar en el Ceremonial: veintidós, veintitrés, veinticuatro: sí, estaban casi todos los que, para cuanta función, concierto, grandes recepciones, tertulias de la Emperatriz, su cumpleaños, etc., etc., serían necesarios. Y cuando bajo el Pico de Orizaba sumergido en las nubes apareció Veracruz, Carlota le escribió a su abuela María Amelia que le fascinaban los trópicos y no soñaba sino con colibríes y mariposas, y me parece, le decía, que es un error llamarle a esto el Nuevo Mundo porque sólo le falta el telégrafo y un poco de civilización, y le contó que Veracruz se parecía a Cádiz sólo que era un poco más oriental, y que cuando vio la Fortaleza de San Juan de Ulúa recordó mucho, muchísimo, a su querido tío el Príncipe Joinville. Diseños que fueron posibles, y de ello Maximiliano estaba muy agradecido, en virtud de que se le habían proporcionado los planos de la planta baja y el primer piso del palacio, otro especial del Salón del Emperador, otro más de la Capilla Imperial, uno por supuesto de la Catedral Metropolitana y otro más de la Colegiata de Guadalupe, y, en fin, a la vista ya de San Juan de Ulúa, la Isla de Sacrificios y la Isla Verde, el malecón, y del esqueleto de un barco francés encallado en un arrecife de coral, cuando comenzaba a llegar hasta la «Novara» un olor que la Condesa de Kollonitz describió como mefítico y que debía provenir de las marismas que rodeaban la ciudad, y ante el silencio y la desolación que, con las ráfagas de arena y los gallinazos recibieron aquella tarde del 28 de mayo de 1864 al Emperador y la Emperatriz de México, y Eloin y Schertzenlechner casi se arrodillan para cantar el himno imperial mexicano, Maximiliano pensó que, si su dinastía no contaba con un museo histórico en el cual lucir qué se yo, dijo, la bolsa de San Esteban, el famosísimo rubí gigante conocido como El Jacinto, o el Faetón del Rey de Roma que en paz descanse, muy pronto iba a adquirir, esa su corte mexicana, una pompa y una dignidad, un esplendor, ante los cuales iban a palidecer Londres, Viena, Madrid y París. Anote usted, Sebastián, agregó: los ayudantes de campo del Emperador no montan a caballo en el ejercicio de sus funciones sino cuando el Emperador se presenta a caballo. Escriba usted, Sebastián: la faja de los vicepresidentes de la Corte de Apelación será de seda carmesí, con bellotas de plata. Recuerde usted, Sebastián, recuérdeme releer el Decreto Messidor del año II que reguló en Francia la precedencia de los altos dignatarios y funcionarios de la corte, que por supuesto no vamos a copiar, pero sí a tomar en cuenta. Recuérdamelo tú también, amada, mia carissima Carla.
Pero sucedió que nadie sabía, en Veracruz, la fecha exacta de la llegada de Maximiliano y Carlota. El General Almonte, temeroso del contagio de la fiebre amarilla, había sentado sus reales en Orizaba. Maximiliano se negó a desembarcar, y ordenó que la «Novara» anclara lejos de las naves francesas, que después de todo representaban a una fuerza invasora, y poco después arribó a la «Novara», de pésimo humor, el Contraalmirante Bosse para protestar contra esa decisión y Carlota dijo que no estaba dispuesta a tolerar los malos modos del francés. Durante la noche, la cola huracanada de un viento norte derribó todos los arcos triunfales y las banderas desplegadas, y barrió con todas las banderolas, guirnaldas y alfombras de flores que había en Veracruz. Almonte llegó, urgió a Maximiliano a salir pronto del puerto para evitar el contagio, y Maximiliano decidió desembarcar a las seis de la mañana tras escuchar una misa a bordo, sin dar tiempo o apenas a que las señoras y señoritas de la sociedad jarocha se ajuarearan y peinaran, y los señores se engomaran los bigotes y vistieran de punta en blanco y el alcalde se vistiera de gala para darle las llaves de la ciudad y los barrenderos recogieran los restos de los adornos destrozados: flores mustias entre la arena, bandas de papel satén rasgadas, ¿las invitaciones para las tertulias de la Emperatriz las imprimiremos en satén azul, Max?, laureles y palmas enfangadas, serpentinas multicolores enredadas en las patas de los zopilotes, aunque el Emperador y la Emperatriz sí se dieron su tiempo para arreglarse, y Max decidió vestir frac negro con chaleco y pantalones blancos y corbata negra para el Te Deum en la Parroquia de Veracruz donde la Condesa de Zichy se asombró que los hombres también usaban abanicos —pero Max le dijo que había visto a varones muy varones refrescarse con esos artefactos en el Teatro San Carlos de Nápoles— y después bajar del ferrocarril en Tejería vestido de blanco de pies a cabeza, y más tarde en el Te Deum de la Catedral de México con uniforme militar de general mexicano. Por su parte Carlota pensó que estaría bien que desde un principio sus nuevos súbditos supieran que a ella le gustaban los azules, y que no había otro color —ni siquiera la púrpura imperial— que mejor le viniera y sobre todo bajo esos cielos tan puros y transparentes y azules como le habían contado que tenía el Valle de México.
Y sí, así eran los cielos del Valle de Anáhuac, pero no todo en México era tan bello y transparente. Apenas había desembarcado Maximiliano en México y se había dado a conocer la declaración imperial que comenzaba diciendo «¡Mexicanos! ¡Vosotros me habéis deseado!», cuando en La Soledad un mensajero le entregó una carta a Maximiliano, firmada por uno de los tantos mexicanos que, por supuesto, no lo deseaban: el Presidente Benito Juárez. La carta estaba fechada en la ciudad de Monterrey, y decía así en uno de sus párrafos finales: «Es dado al hombre, Señor, atacar los derechos ajenos, apoderarse de sus bienes, atentar contra la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer de sus virtudes un crimen y de los vicios propios una virtud; pero hay una cosa que está fuera del alcance de la perversidad, y es el fallo tremendo de la Historia. Ella nos juzgará».
La historia, con minúscula, lo cuenta así. O así dice la historia: que Maximiliano, durante toda la travesía, de Miramar a México, olvidó el dolor que le produjo abandonar su castillo blanco a orillas del Adriático, su dorada cuna austríaca y sus padres y hermanos, y se dedicó no sólo a soñar con un Ceremonial de la Corte, sino también a dictarlo y escribirlo de su puño y letra. Un Ceremonial que, impreso algunos meses más tarde en México, pasaba de las quinientas páginas. De lo detallado que era, el hecho de que la ceremonia de entrega de la birreta a un cardenal contuviera ciento treinta y dos cláusulas o párrafos, sirve de ejemplo. Una de las pocas veces que el flamante Emperador interrumpió esa tarea, fue para redactar, con la ayuda de su esposa, un documento que dio pie a un escándalo más: una protesta contra el Pacto de Familia que despojó a Maximiliano de todos sus derechos. En el documento, calificaban al pacto de «tentativa de usurpación», y juraban, Maximiliano y Carlota, que nunca lo habían leído.
Dice la historia también que en el camino a Córdoba, el coche en el que viajaba el Señor Joaquín Velázquez de León se volteó entre la Cañada y el Palmar, y Don Joaquín y otros cinco caballeros tuvieron que salir por la ventana, y que por si fuera poco, se rompió una rueda del carruaje imperial y Maximiliano y Carlota debieron continuar su viaje a bordo de una diligencia de la República, y Maximiliano dijo que hasta entonces nunca había creído que un coche pudiera dar más tumbos que los que daban las tartanas de Valencia. Que la comitiva imperial, agotada, llegó a Córdoba en medio de una lluvia torrencial, Maximiliano pidió un paraguas, caminó con Carlota hasta el Palacio Municipal, el Prefecto Soane se desmayó y Max ayudó él mismo a levantarlo. Que en honor de los Emperadores se concedió la amnistía a unos cuantos presos de guerra, y que al día siguiente en esa misma ciudad Maximiliano, quien en su viaje al Brasil había probado el chile y escrito en sus Memorias «Ahora sé que en el purgatorio habrá comida americana con pimientos y anacardos», tuvo que hacer los honores al platillo nacional mexicano que se llama mole, le dijo Don Joaquín y señaló la salsa negra, y se hace con cacahuete, chocolate y catorce clases distintas de chiles o ajíes, agregó, y se combina con la carne de un ave que no es otra que el guajolote o pavo que es originario de México, pruébelo Usted, Su Majestad, es delicioso, y refrésquese después con un sorbo de pulque. ¿De México?, preguntó Carlota, ¿entonces por qué los ingleses llaman turkey al pavo? Me imagino que ellos piensan que los pavos vienen de Turquía, Su Majestad. Ah, es como pasa con las turquesas dijo el Emperador, y el Conde de Bombelles enarcó las cejas y se limpió una gota de mole que le escurría por la barba. Aquí en México hay muchas turquesas, dijo el Prefecto Soane.
Pero dejar atrás las infectas tierras tórridas y llegar a las tierras templadas, contemplar de verdad y de cerca a los indios, esos ejemplares de carne y hueso de la raza de cobre, la race cuivrée con ojos como ciervos, dijo la Kollonitz, aunque a Maximiliano según dijo le recordaban más bien los ojos de las gacelas de las llanuras de Blidah, y toda es magnífica flora: la caña de azúcar, los cafetos y bananeros, el agave que el viajero inglés W. H. Bullock había descrito como «un espárrago de Brobdingnag» el país de los gigantes al que viajó Gulliver, y el infinito número de flores de todos los colores imaginables: el violeta de las Jacarandas que se recortaba sobre el guinda de las buganvillas o sobre el amarillo canario de la lluvia de oro derramada sobre los muros y a la orilla del camino el escarlata de las flores del aretillo que pendían de las ramas como faroles colgantes, al fondo el azul cielo del manto de la Virgen, a los pies el naranja pálido de las pequeñas flores acampanadas de la granadina, y por último la profunda emoción sentida al dejar a un lado los soberbios volcanes nevados, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, aunque en realidad sólo el Popo es un volcán y no el Izta, dijo el Señor Iglesias, pero así los llamamos, para admirar en toda su extensión el Valle de México, a la Condesa Kollonitz le sangró un poco la nariz por la altura y al Conde Zichy le faltó un poco de aire, pero todos estaban al borde de las lágrimas. Estas maravillas, y los recibimientos que fueron cada vez más cálidos a medida que se acercaban a la capital, volvieron a alegrar a Maximiliano. A Carlota también, quien unos cuantos días más tarde contaba en sus cartas, una de ellas dirigida a su querida hermana la Emperatriz Eugenia, que ella y Max habían escuchado misa en la capilla levantada sobre el teocali o Pirámide de Cholula donde antes los aztecas hacían sacrificios humanos y que el Llano de Cholula le recordaba a la Lombardía así como la campiña de Córdoba se le hacía muy parecida al Tirol y que en Puebla de los Ángeles había donado siete mil piastras de su propia bolsa para el Hospicio de Pobres, y además, le dijo a Eugenia, el pueblo es soberanamente inteligente y casi todos los indios saben leer y escribir.
No sólo en la ciudad de México no hubo viento huracanado que derribara los innumerables arcos triunfales, banderas, pedestales con alegorías de las Artes, el Comercio, la Música y la Agricultura, o los bustos de los Emperadores de México y Francia o las hileras de farolillos venecianos y vasos de colores que colgaban de un balcón a otro: los recibió además una multitud que los ovacionó y entonó poemas en su honor bajo el sol candente del mediodía —poemas en español y en latín, poemas en francés, poemas en mexicano antiguo escritos por Don Galicia Chimalpopoca— los esperaban todos los príncipes de la Iglesia, tronaron los cañones en su honor y a rebato tocaron las campanas y en las bóvedas de la Catedral Metropolitana resonaron por primera vez las notas y el canto del Domine salvum fac Imperatorem. En otras palabras, y al fin y al cabo, nada hubo más parecido en todo el viaje de Miramar a México a un desfile, una procesión imperial, que su solemne, solemnísima entrada triunfal a la ciudad de México, seguida la comitiva más de doscientos carruajes privados donde viajaba la crema y nata de la alta sociedad mexicana capitalina que había ido a encontrarlos en la garita de San Lázaro, tras haber pernoctado, Maximiliano y Carlota, en la villa de Guadalupe, y seguidos los carruajes —que al palacio se dirigieron por las calles de La Santísima y del Amor de Dios, Santa Inés, Moneda y Arzobispado—, por particulares a caballo, los alumnos de las escuelas y los gremios de billeteros, cargadores y aguadores con cañas y palos en cuyos extremos ondeaban, multicolores, las flámulas, tal como describieron la entrada de los Emperadores los periódicos del día y entre ellos «El Cronista de México», que ese día fue impreso en papel azul cielo, y quizás a Max le hubiera gustado tener a su lado a Sebastián Schertzenlechner para dictarle: Salvas de Artillería. Para los Príncipes mexicanos, veintiún cañonazos. Para los ministros de Guerra y Marina, diecinueve. Para los otros, quince. O quizás ya se lo había dictado, sí, quizás, cuando se alejaban de La Martinica al son del Chant du départ. Los lanceros de la Emperatriz, al mando del Coronel López, abrían la marcha. Seguían los cazadores de África y los húsares y luego la carroza rococó de los Emperadores. A un lado, el General Bazaine y del otro el General Neigre, con las espadas desnudas y sus caballos caracoleantes. Y nada se pareció tanto también a un verdadero luto de corte cuando, unos cuantos días después, al conocerse el fallecimiento de Su Majestad Imperial y Real la Duquesa de Baviera, apareció en el «Diario Oficial» la prevención para el luto y medio luto que debía guardar la corte y así, la seda y terciopelo negro y guantes negros y joyas sólo de diamantes o perlas para el luto de las señoras, y para el medio luto negro y blanco con morado y gris y alhajas de todos los colores —esmeraldas de Colombia o rubíes de Burma, zafiros de Ceylán o turquesas no de Turquía sino de México— se transformaron de letra muerta en duelo vivo. Firmaba esta prevención el General Juan Nepomuceno Almonte, a quien Maximiliano despojó de todo poder militar y político al darle el cargo decorativo de gran mariscal de la corte y ministro de la Casa Imperial.
Pero, pasados el festejo, los regocijos, la primera audiencia en el Salón del Trono, Maximiliano y Carlota no durmieron, esa noche, en un lecho de rosas. Descrito por la Condesa de Kollonitz y otros viajeros como una especie de cuartel o de hotel europeo de tercera categoría, el Palacio Nacional no sólo no contaba con una sala lo suficientemente grande para las recepciones con las que había soñado Maximiliano: las recámaras eran como corredores, estrechas y de techo bajo y la mayor parte, por haber estado deshabitadas durante largo tiempo, estaban llenas de polvo y telarañas. Estoy seguro que el Castillo de Chapultepec construido por los virreyes en un cerro rodeado de ahuehuetes centenarios, dijo Don Joaquín, gustará mucho más a Sus Majestades: desde sus terrazas se contempla todo el valle, hay un lago a sus pies, y por sus faldas corre el manantial en el que se bañaba el Emperador Moctezuma. Chapultepec, Sire, quiere decir «cerro del chapulín», es decir, cerro de la langosta. Don Joaquín, para no alarmar a Maximiliano, se abstuvo de contarle que en las grutas del cerro, en el año «7 Conejo», se había suicidado Huémac, el último rey tolteca. Esa noche, de todos modos, no había otra alternativa que quedarse allí, en ese cuartel llamado palacio, y de las cosas que según la historia les sucedieron a Maximiliano y Carlota, unas son comprobables y otras no. Es difícil saber, por ejemplo, si fue verdad que tras las cortinas rojas y los vidrios de las ventanas de su habitación los contemplaban, brillantes y negros, ladinos, esos mismos ojos oscuros y como de ciervo, los asombrados y dulces ojos llenos de miedo y con cuya mirada fija y atónita se habían encontrado al bajar de su carruaje atascado camino de Córdoba entre los mangles y las ciénagas, las napoleras y los convólvulos azules: los ojos de sus nuevos súbditos que, asombrados, contemplaron cómo se acostaba uno cuando es Emperador y una cuando es Emperatriz, porque según dicen también, cuentan, algunos servidores del palacio habían vendido a varios curiosos el derecho a espiar, desde el balcón, a los Soberanos que estrenaba el país.
En cambio, sobre los cohetes o cuetes, los petardos, no hay duda alguna, y comenzaron a estallar desde la entrada de Max y Carla a la ciudad de México bajo las mismísimas patas de los caballos que tiraban de la carroza imperial. Un día el monarca español Fernando VII le preguntó a un visitante mexicano: «¿Qué piensa usted que están haciendo sus paisanos en estos momentos?». «Tronando cuetes, Su Majestad». Algunas horas después, el monarca español repitió su pregunta y el mexicano dio la misma respuesta. Así varias veces. Y Carlota lo aprendió esa noche: para los mexicanos toda fiesta o conmemoración, cualquier pretexto, era ocasión para hacer estallar cohetes y petardos ensordecedores por horas, días enteros, años, sin acabar nunca.
Y así fue, hasta el alba, esa no era la única razón por la cual la Emperatriz no podía pegar los ojos. Porque también lo de las chinches fue verdad: apenas Maximiliano y Carlota se disponían a dormir, cuando comenzaron a sentir la picazón. Llamaron a la servidumbre, encendieron las luces, levantaron las mantas: el lecho imperial estaba invadido de chinches, docenas de ellas, legiones, unas pálidas y planas, otras gordas y rojas, relucientes, ahítas ya de sangre borbona y sangre habsburga. Carlota pasó la noche en un sillón. Maximiliano, en busca de otra cama, caminó por aquellas salas, salones y galerías que antes había recorrido con los dedos sobre el plano del palacio: la Galería de Pinturas, la Sala de Carlos V, la Sala de Yucatán, el Comedor. Al fin encontró un billar. Contempló las paredes desnudas, y recordó la sala de billar de Schönbrunn con sus dos murales que conmemoraban la creación de la Orden de María Teresa, tras la victoria de Federico II en la Batalla de Kolín. Se trepó después a la mesa, y allí en una mesa de billar alfombrada de paño azul, pasó su primera noche en la ciudad de México el Emperador Fernando Maximiliano I. ¿Y el ministro de Instrucción Pública toga de seda violeta bordada con palmas de oro, muceta de armiño, Don Joaquín? ¿Y las condecoraciones al Mérito Civil y Militar en bandeja de plata, General Almonte? ¿Y la faja del presidente de la Corte de Apelación de seda blanca con bellotas doradas, como en Francia? Porque no pretenderás que cambiemos las bellotas por tunas verdes o chayotes con espinas, ¿verdad, Carla, Carlota querida, mia cara carissima Carla?