Cuando les digo que un día de estos Benito Juárez va a llegar al Vaticano de calzón de manta y huaraches y va a decir que es el indio Juan Diego y a pedirle una audiencia al Papa a la hora del desayuno, y que cuando extienda su tilma ante los ojos de Pío Nono me voy a aparecer yo convertida en la Virgen de Guadalupe, de pie sobre una media luna de marfil sostenida por angelitos cuyas alas tendrán los tres colores de la bandera mexicana y que el Papa se llevará tal sorpresa que se le atragantará el chocolate, echará espuma rosada por la boca y se pondrá luego de hinojos para besar mis pies y la orilla de mi manto color azul cielo bordado con estrellas de plata y así como en los bailes del Mondscheinsaal de Viena de pronto a la media noche comenzaban a caer rosas del techo, así, Maximiliano, se abrirá en dos la cúpula de la Basílica de San Pedro y lloverán rosas, lloverán e invadirán el Vaticano, naufragarán en la taza de chocolate del Papa las rosas y sus espinas, inundarán la Capilla Sixtina, enterrarán a la Piedad de Miguel Ángel las rosas y sus pétalos, inundarán Roma y rodarán escaleras abajo por Trinitá dei Monti, anegarán la Villa Borghese las rosas y su perfume, cubrirán la estatua recién bañada con leche de burra de Paulina Bonaparte, correrán por la Via Appia y saltarán, se darán un chapuzón en las fuentes de Roma y en el Río Tíber las rosas y su frescura.
O cuando les digo que me voy a llevar a México la máquina de hacer hielo que vi en la Exposición Internacional de París para congelar el Lago de Chapultepec y que en uno de esos tórridos días de verano como aquellos en que los emperadores aztecas tenían que bañarse tres veces de tanto calor y mientras la orquesta toca el vals Sobre las Olas que escribió Juventino Rosas a quien tú no conociste, Max, porque nació dos años después de que me volví loca y murió hace más de treinta, tú y yo tomados de la mano vamos a patinar en las aguas azules y congeladas del lago, vestida yo de china poblana y tú de charro coronado con el penacho del emperador azteca el que tanto quisiste llevarte a México pero nunca te lo permitió tu hermano, el mismo que desde que eras niño y lo descubriste entre el piano cuadrado de Schubert y las estatuillas egipcias, el clavecín de Joseph Haydn y las máscaras de la Polinesia, te maravilló por sus largas y verdes plumas de quetzal, brillantes y tornasoladas, espolvoreadas de oro, que fueron para ti las plumas más hermosas que habías visto, así como el penacho te pareció, porque entonces no sabías lo que era, el abanico más grande y suntuoso del mundo: el deslumbrante abanico de la Reina de Saba, y que todavía está en Viena, no lo vas a creer, en el Museo de Etnología del Hofburgo, junto a las curiosidades que del Lejano Oriente trajo nuestra querida fragata la Novara, y la colección brasileña de Don Pedro Primero, y con algunas de las pocas cosas tuyas que no te robaron o destruyeron en México y junto, también, con los recuerdos de los mares del sur del viajero inglés James Cook a quien como tú bien sabes, Maximiliano, asesinaron los hawaianos a palos y cuchilladas por lo mismo que a ti te fusilaron en Querétaro, por creer en lo que no existe: la inocencia de los salvajes.
No he visto allí en el Museo del Hofburgo, Max, los botones que para tu camisón hicieron las señoras de Querétaro con ópalos de la Sierra Gorda, ni el corazón sangrante que nos regaló en nuestra boda tu hermano Francisco José y al que llamaban así, ¿te acuerdas?, porque era un brillante muy grande con forma de corazón rodeado por hileras de rubíes: hace mucho tiempo que no lo encuentro, nos han robado todo, Maximiliano, el honor y mis joyas, tus retratos, mi felicidad, tus sonrisas, mis ahorros de toda la vida, a pesar de que el Príncipe de Ligne me jura que soy cada vez más rica porque mi dinero está invertido en las plantaciones de caucho que sembró mi hermano Leopoldo en el Congo, pero yo sé que no es cierto: que todo se lo han robado, que nada nos han dejado. ¿Cómo quieren, les digo, que pague yo mi traje? Y aquellos rubíes de Birmania que olvidé en el Castillo de Chapultepec por las prisas de venirme a Europa también los perdimos: se los llevaron, me dijeron, unos nuevos ricos mexicanos que cuando llegó la Revolución huyeron de México en un barco que naufragó en la Bahía de Chesapeake.
O cuando les digo que voy a escribir al Museo de Madame Tussaud para que me manden la cabeza de mi bisabuela María Antonieta y la cabeza de Robespierre y la del Cura Hidalgo y que las voy a colocar en mi recámara de Bouchout y que todas las mañanas voy a conversar con ellas, a ponerle colorete a María Antonieta para que no se vea tan pálida, y con polvos de arroz a blanquear la cabeza del Cura Hidalgo que se puso negra de tanto estar colgado a la intemperie en una jaula y que en las noches las voy a colocar cada una en una campana de vidrio y que voy a pedir también que me envíen la cabeza de Carlos Primero de Inglaterra, y la cabeza de Von Katte el amigo y amante de Federico el Grande que fue decapitado ante sus propios ojos por órdenes de su padre el Rey Sargento, y la cabeza de Mons el amante de Catalina Primera de Rusia que le obsequió su marido Pedro el Grande y la obligó a tenerla en su recámara también bajo una campana de vidrio para que así no olvidara su traición la pobre de Catalina que nunca dejó de ser una criada, una campesina lituana, y que cuando me la encontré en la Exposición se caía de borracha.
Cuando les digo todo esto, Maximiliano, entonces sí que ellos pueden pensar y decir que estoy loca.
O cuando de pronto me levanto a la medianoche y les ordeno que enciendan todas las luces del castillo, hasta el último rincón, y que descubran las jaulas para que los pájaros crean que es de día y se pongan a cantar. Cuando hago que mis damas de compañía se disfracen de todas las Carlotas que he sido en mi vida, y a una le pongo el traje de novia que usé cuando me casé contigo en la Catedral de Santa Gudula, y a otra el cordón negro de la Orden de Malta y la crinolina color de rosa que estrené cuando aceptaste la corona de México y a otra el vestido de seda color cereza que me puse a mi entrada en Milán: entonces sí, que digan que estoy loca, que lo digan, Maximiliano, aunque yo sé que no me imagino esas cosas y que cada vez que las obligo a ellas a vestirse así, me persiguen y me acosan, me torturan, me gritan en los oídos lo feliz que era cuando tenía nueve años y mi tío Aumale me contaba cómo derrotó en Argelia al Emir Abd-el-Kader, y me acercan sus mejillas en la cara para que en ellas huela yo el perfume y el aliento a lirios de mi madre, y cuando me despierto en las mañanas todas están allí, en mi cuarto, las mismas de siempre: Mademoiselle de la Fontaine en mi cabecera con el vestido negro y el sombrero blanco de grandes alas que me puse cuando fui a beber en la Fuente de las Abejas, y al pie de mi lecho Carlota de Brander con mi traje de primera comunión y un rosario en las manos, y de pie frente a la ventana abierta y bañada por un rayo de luz, Anna Goedder, vestida con la ropa con la que me pintó Winterhalter en París cuando tenía yo veintidós años y calladas, sin decirme nada, me gritan todas lo inocente y lo altiva, lo bella que fui algún día y lo esbelta que era, lo luminosos que eran mis ojos y cómo cambiaban de color del castaño oscuro al verde claro cuando me asomaba a la ventana de mi cuarto de Laeken y el sol me daba en la cara y mis hermanos creían que estaba yo contemplando el horizonte, pero mi vista viajaba más lejos, más allá de los bosques de Soignies y d’Afflinghem y del campanil de Santa Gertrudis de Lovaina y del Hotel de Gérard le Diable de Gante y de todos los domos y las torres y las agujas y los campanarios de los templos de Bruselas, Courtrai, Charleroi y más allá de mis sueños.
El otro día, que también estaba yo de pie junto a la ventana, Maximiliano, vi que salía del foso de Bouchout un submarino, y les dije que me lo había enviado el almirante de la marina mexicana el Comodoro Maury para que en él fuéramos a rescatar los rubíes que se hundieron en Chesapeake y que tú y yo, tomados de la mano como cuando patinábamos en el lago, íbamos a descender juntos montados en hipocampos gigantes, con nuestras escafandras doradas que tienen tu monograma imperial realzado y seguidos de nuestros guardias palatinos con sus escafandras plateadas con plumas blancas hasta el lecho del mar y que allí encontraríamos los rubíes que nacieron de las gotas de sangre derramadas por Asura en su combate con el Rey de Lanka, el enemigo de los dioses, y que después nos vamos a regresar a México en ese mismo submarino que brotará en las aguas de Veracruz junto al Castillo de San Juan de Ulúa en medio de un remolino de espuma, negro y brillante y chorreado de algas y lilas, de madreselvas amarillas y de buganvillas mojadas y que tiene la forma, les dije, de una ballena, pero que es más grande que la ballena mecánica que tanto asombró, en Brujas, a los invitados de la boda de Margarita de Inglaterra con Carlos el Temerario.
Cuando les digo todo esto, entonces sí que les permito, que las dejo que digan que estoy loca de remate, loca de atar.
O cuando les digo que si voy a tener un hijo, ese hijo, Maximiliano, no será tuyo ni del Coronel Rodríguez ni del Coronel Van Der Smisson: porque si alguna vez he tenido dentro de mí algo vivo, no ha sido ni es un ser humano, sino un ajolote, y yo lo sé porque cuando estoy sentada en mi mecedora con la cabeza baja lo veo crecer en mi vientre que es redondo y transparente como una pecera, pero que nadie, nadie, ¿me oyes, Maximiliano?, nadie me embarazó: ése es el ajolote que pescó el Barón de Humboldt en el Lago de Texcoco y que yo me tragué sin querer el otro día que fui al zoológico de París con mi tío el Duque de Montpensier porque tenía yo tanta sed, había yo corrido tanto en los Jardines de Luxemburgo tras el aro amarillo que me regaló abuelita María Amelia, que bebí, con las dos manos, del acuario.
Que digan, sí, entonces, que estoy loca. Pero no cuando les digo, no cuando les juro que vivo a la hora de muerte: porque he ordenado que todos los relojes del castillo estén detenidos para siempre a las siete de la mañana, la hora en que esos bandidos acabaron con tu vida en el Cerro de las Campanas. No hay una recámara de Bouchout, no hay una sala en este castillo donde me tienen prisionera, un corredor, una ventana, en donde no sean las siete de la mañana de un diecinueve de junio de hace muchos años cuando tu sangre, Maximiliano, corrió por las faldas del cerro, y corrió por las calles de Querétaro y por los caminos de México y cruzó el mar con un clamor inmenso. Puede la luna alumbrar las almenas y los parapetos de Bouchout, pueden las aguas del foso columpiar los reflejos del sol de mediodía, Maximiliano, pero en mi castillo y en mi cuarto, en el reloj de los ángeles azules de mi mesa de noche, en tu adorado reloj de Olmütz y en el reloj de sol de la Isla de Lacroma y en mis ojos y en mi corazón son siempre, Maximiliano, las siete de la mañana. Hay veces que me despierto y estoy casi segura que es pleno mediodía, por el sudor que me moja los pechos, por el sol que me ciega los ojos, y les pregunto a mis damas de compañía que vigilan siempre a mi lado, de pie y despiertas, qué horas son, díganme, deben ser las doce del día, por qué no me han despertado, y mis damas con los ojos abiertos siempre, siempre vivas y diligentes me dicen no qué va, Doña Carlota, cómo se imagina Usted Su Majestad la Emperatriz de México, es hora de que se levante, son las siete de la mañana, ándele despabílese, ándele estírese son las siete de la mañana, hora de levantarse, hora de lavarse y de vestirse y de desayunarse, me dicen mis damas y bailan alrededor de mi cama, una con mis anteojos y otra con mi bata y otra con mis pantuflas de astracán y yo les digo pero hay mucha luz no ven el sol allí en el cielo, no ven cómo sus rayos se cuelan por las barbacanas del castillo y juegan en las vidrieras y mis damas de compañía me dicen sí, claro, Doña Carlota, Doña Regente de Anáhuac, es que siempre es verano, y me ponen los anteojos, y no pudo verse la hora en que amaneció porque todo el mundo en el castillo estaba dormido, me dicen, y me ponen las pantuflas, y yo les digo es que siempre es verano y ellas me responden sí, Su Majestad, siempre, y me ponen la bata, y el mundo ha ardido en llamas, ha ardido en llamas, Su Majestad, desde hace sesenta años, y yo les pregunto por qué desde hace sesenta años y ellas me dicen es que comenzó a arder cuando se incendió el chaleco del Señor Don Maximiliano con el tiro de gracia que le dieron en el Cerro de las Campanas y desde entonces todo ha ardido en llamas, porque habrá de saber Su Majestad la Emperatriz de América que ardió el bazar de caridad de la Rue Jean-Goujon donde murió carbonizada su sobrina la Duquesa d’Alengon y ardió la ciudad de Chicago por culpa de una vaca que de una patada tiró al suelo una lámpara de parafina y ardió La Ciudadela de la ciudad de México durante la Decena Trágica, ardió Europa entera cuando el Archiduque Francisco Fernando cayó bajo las balas de Gavrilo Princip en Sarajevo, ardió el Lusitania cuando lo hundieron los alemanes y ardió Terveuren, Doña Carlota, porque usted misma le pegó fuego, ardió la quinta de Biarritz donde la Emperatriz Eugenia y Don José Manuel Hidalgo inventaron el Imperio Mexicano, y ardió París, ardió durante cinco días incendiado por las petroleras y las amazonas del Sena de la Segunda Comuna, y ardieron las Tullerías y con ellas fueron consumidos por el fuego los muñecos que tenía el principito imperial vestidos con los uniformes de los soldados de toda la historia de Francia, y seguirá ardiendo, seguirá envuelto en llamas el mundo, hasta que su Alteza Imperial, Doña Carlota Amelia Clementina, Dios no lo permita, se muera, pero de todos modos Dios lo ha de permitir un día, me dicen mis doncellas y yo les ordeno que descuelguen todos los espejos del castillo, que los lleven a las ventanas, que con ellos reflejen la luz del sol y la lleven hasta el último rincón de todos los palacios y castillos en que hemos vivido para que con ella arda tu retrato de Almirante, la Sala de la Rosa de los Vientos, la esfinge del embarcadero de Miramar, el retrato de Catalina de Médicis y todo lo que tuvimos y fuimos y pudimos haber sido, Maximiliano, todos nuestros recuerdos y nuestras ambiciones, mi querido, adorado Max, y entonces cierro los ojos y sueño al mundo en llamas, sueño que mi corazón es un ascua y cuando despierto pienso que es la medianoche, por la negrura que pesa sobre mis párpados, por el frío que tengo en los huesos y en la boca del estómago y me siento en la cama, busco a tientas una vela, la enciendo, despierto a mis damas de compañía que duermen a mi lado sobre la alfombra y les digo despierten, perras, díganme qué horas son, y ellas se ponen de pie, temblorosas y con los ojos legañosos y me dicen entre bostezos y tartamudeos, las zánganas, ah, Su Majestad, ah Su Emperatriz de América, es hora de que se levante, son las siete de la mañana, levántese, despabílese, desperécese, Su Majestad, me dicen mis damas, y me traen mi faja y mis uñas postizas, me traen mis medias de lana y mi dentadura, me traen mi peluca, y yo les digo pero no ven que está muy oscuro, no están viendo las estrellas temblar en el cielo y desparramar sus luces en los chorros de las fuentes, no están viendo cómo la oscuridad se arrastra por el puente levadizo del castillo y lame las piedras de las murallas y mis damas me responden sí Su Majestad, la Emperatriz de México y de América, sí Doña Carlota Amelia, pero es que es invierno y no se ve todavía la hora en que amanezca, por eso está tan oscuro como si fuera la medianoche, pero son las siete de la mañana, se lo juramos a Usted, Su Majestad, se lo prometemos por todos los santos y los ángeles del cielo, y yo les digo siempre es invierno, verdad, siempre. Y ellas, las holgazanas, que se quedan dormidas hasta cuando están paradas, apoyadas unas en otras, con los ojos cerrados me dicen sí Su Majestad, sí Doña Carlota Leopoldina, siempre es invierno Su Majestad, y ha nevado durante sesenta años. Comenzó a nevar sobre el ataúd de Don Maximiliano, cuando lo llevaban en la Novara de Veracruz a Trieste, nevó sobre la espuma de las olas y el olmo de los delfines que lo acompañaron, nevó en los galones dorados del uniforme del Almirante Tegetthoff qué cuidó a Don Maximiliano de pie y a su lado todo el viaje y nevó sobre la bandera de guerra austríaca que con los colores rojo, blanco y rojo, cubrió la caja de cedro que le mandó hacer Don Benito Juárez, nevó cuando lo llevaron en ferrocarril de Trieste a Viena, nevó y la nieve cubrió los rieles, la locomotora, los árboles del camino, el vagón funeral donde viajaba, muy quieto, Don Maximiliano, y desde entonces ha nevado siempre, nevó cuando mandaron a Dreyfus a la Isla del Diablo, Su Majestad, nevó sobre los cuerpos de los soldados muertos en la Batalla de Celaya, y sobre los cadáveres de los armenios masacrados en Constantinopla, nevó sobre el Puente de Brooklyn y nevó también, Doña Carlota, ha nevado todo este tiempo en los picos de Ardenas que escala disfrazado de tirolés su sobrino el Rey de Bélgica Alberto Primero, y en los senderos y las barrancas de los pirineos a donde iba acompañada por sus damas la Emperatriz Eugenia para ver desde Francia la tierra de su amada España y nevó sobre las chimeneas del barco Ipiranga donde Don Porfirio Díaz lloró su exilio, que en paz descansen Doña Eugenia y Don Porfirio Díaz, en paz descansen todos, y seguirá nevando, Dios no lo quiera, pero de todos modos Dios lo va a querer un día, hasta que Su Sagrada Majestad, Su Alteza Doña Carlota Imperial se muera, me dicen mis doncellas y se quedan dormidas de pie las holgazanas, y entonces yo pienso en ti, Maximiliano, te imagino de pie en el lago, congelado, de Chapultepec, atrás el castillo con sus terrazas y escalinatas cubiertas de nieve, veo tus lágrimas como granizos resbalando por tu piel escarchada, tus ojos de cristal helado que contemplan las pirámides vestidas de armiño, los platanares nevados, los ríos de lava azul y fría que bajan de los volcanes, y mientras mis doncellas siguen dormidas, de pie y apoyadas unas en otras yo abro la ventana del castillo para dejar que entre la nieve y nieva entonces dentro del castillo, nieva en mi cuarto, les digo, nieva dentro de mis ojos, les grito, nieva en el fuego de mi corazón, les imploro, y ellas abren los ojos y me dicen sí Su Majestad Carlota, sí Su Alteza Amelia, sí Su Gracia Leopoldina, sí Su Serenísima Clementina, sí Su Emperatriz la Loca, sí, Su Archiduquesa la Archivieja, sí, las malditas, las pérfidas, las perras, como si yo no supiera que están siempre a la espera de sorprenderme para lanzarse sobre mí y desnudarme y llevarme a la tina y bañarme a la fuerza, y a la fuerza ponerme ungüentos y perfumes y ropa limpia y llevarme a la cama de nuevo y decirme ahora sí, Su Majestad, ya está muy bonita y albeante y olorosa y su barriga y sus nalgas están recién talqueadas, póngase su peluca que toda la noche la cepillamos con sal para sacarle brillo, le va usted a gustar mucho a Don Maximiliano, póngase sus uñas que toda la noche las pusimos en una copa de plata con polvos de nácar y Don Maximiliano se bajará de su coche, se sacudirá los pétalos de flamboyán y las hojitas de lenteja de agua que se le quedaron pegadas en sus botas, póngase sus calzones que los lavamos con jabón de raíz de amolé, Doña Carlota, se sacudirá el polvo de los llanos de Apam que se le quedó pegado en sus charreteras doradas, póngase sus pestañas que le rizamos con pinzas calientes, y le traerá en su gran sombrero de fieltro blanco un ramo de rosas rojas que cortó en su último viaje a El Olvido, póngase sus dientes que toda la noche se quedaron a remojar en un tazón de leche, me dicen mis doncellas, ándele, no se haga la remolona coma un poco que mucha falta le hace, mire nada más cómo está de flaca, si parece Su Majestad un esqueleto, y yo le pregunto al Doctor Jilek qué horas son, dígame, doctor, qué horas por amor de Dios, las siete de la mañana, Su Majestad, la hora del desayuno, ándele, sírvase usted comer algo, me dijo y yo le boté la cuchara y el huevo le cayó en los anteojos si supieras cómo me reí, Maximiliano, de ver que le escurría por la nariz un moco largo y amarillo y tembloroso, vieras cómo pensé entonces en María Vetsera y en su ojo que colgaba y de la cuenca salía un licor viscoso y la imaginé bajando, muerta, la escalinata de Mayerling. Y casi, casi de pensar en María Vetsera, que tuvieron que acomodarle con alfileres el cuero cabelludo desprendido por la bala, de pensar en ella y a su lado desnudo en la cama y con los sesos de fuera a tu sobrino Rodolfo, qué lástima que nunca lo volviste a ver, Max, tan orgulloso que hubieras estado de él, casi me vomito allí mismo en la cara del doctor pero no tenía yo nada en el estómago, nada sino el fuego de un rencor helado, y no quise comer, no probé bocado en todo el día, Max, pero no fue por el asco, no fue porque me arrepintiera de aventarle el huevo a ese estúpido de Jilek. No, no fue por eso.
Cuando Jilek y Basch y todos los médicos que me encerraron aquí, y cuando mis damas y María Enriqueta y el Barón de Goffinet me ven así, sentada y quieta en mi recámara, y que así me paso las horas y los días, los años, ellos piensan que lo hago porque me lo ordenaron, porque me enseñaron a no moverme, porque me amenazaron, porque me regañan si me muevo, pero lo que no saben ni sabrán nunca es que eso lo intenté yo, y que desde muy niña nadie me ha ganado nunca a quedarme quieta, inmóvil como si fuera de piedra, sin mover un dedo ni cerrar los párpados, sin respirar apenas, Max, sin que se mueva mi pecho, sin tragar saliva, sin que en mis ojos tiemble una lucecita siquiera, así, quieta, como si estuviera dormida con los ojos abiertos, o más que dormida, como si estuviera muerta, o más que muerta, como si nunca hubiera existido, como si esa tarde de Jueves Santo yo no hubiera ido con mis hermanos el Duque de Brabante y el Conde de Flandes a la Iglesia de Saint Jacques, como si yo no hubiera rezado en voz alta, apenas sin mover los labios, mi oficio de Semana Santa, como si yo no estuviera allí, en los Jardines de Laeken, con mis dos hermanos Leopoldo y Felipe que como yo estaban quietos, muy quietos, encantados, transformados en estatuas, hasta que una abeja se paró en la frente de Leopoldo y a Leopoldo le dio mucho miedo, la espantó con la mano, maldijo, perdió el juego, y Felipe se rio, le gritó miedoso, perdió el juego, y los dos me miraron pero yo no me había movido y la abeja se paró en mi pelo y yo no la espanté, no quise mover la cabeza, ni siquiera cerré los ojos, y yo gané, porque siempre he ganado a quedarme quieta, Maximiliano, pregúntale a mi padre Leopich, pregúntale si cuando me regañaba por una travesura y me decía que yo tenía que portarme siempre como una gran princesa y algún día como una reina, pregúntale si movía yo un dedo, pregúntale si después, cuando se arrepentía y me besaba la cabeza, y repetía una y otra vez que yo era su pequeña sílfide, la alegría alada del palacio, el Ángel de los Coburgo, pregúntale si yo le contestaba una palabra, si mis labios se movían para sonreír, si le echaba los brazos al cuello y lo abrazaba, si abrí la boca para decirle a Denis d’Hulst que no quería que mi madre muriera, cuando la condesa me sentaba a su lado todas las tardes para escribirle cartas a mi tía la Duquesa de Nemours donde le contaba cómo era que mi madre estaba cada día más enferma, cómo era que cada día estaba más y más pálida y débil y la cara se le afilaba y le crecía más su larga nariz borbona, pregúntale a Mademoiselle Genslin mi profesora de inglés, a Madame Claés mi profesora de aritmética, pregúntale, Maximiliano, si alguna de ellas vio algún día que la sangre se me subiera a la cara para sonrojarme cuando no sabía una respuesta, pregúntale a mi padre, Maximiliano, si lloré cuando enterraron a mi madre la Reina Luisa María en la Capilla de Laeken. Y allí estaba yo con la abeja en el pelo, y mi hermano Felipe, Lipchen, que siempre fue tan bueno conmigo, no sabes cómo lo extraño, se murió de tanto comer y tanto fumar, con él bailé seis contradanzas en un baile de la corte, cómo nos aplaudieron mis condes y mis duquesas y mi tío el Príncipe Joinville me levantó en sus brazos muy alto y casi toco los candiles del palacio y mamá me leyó esa noche La Bella Durmiente del Bosque, y yo me quedé muy quieta y allí estaba Felipe y esta vez yo no quise bailar con él, pero Felipe bailó a mi alrededor naciendo visajes para hacerme reír y como era mago, me dijo, me sacó una rosa de detrás de la oreja, y se hincó y dijo he aquí mi bella dama la prueba radiante de mi amor ardiente, y arrojó la rosa y la desapareció en el aire y sacó de la manga tres pañuelos de colores anudados y se levantó y me dijo y ésta es la cuerda que os permitirá oh bella dama escapar del castillo y burlar al dragón y después se hizo cosquillas él mismo y se revolcó de la risa. Pero yo no me reí, no moví un dedo, no abrí los ojos asustada cuando mi hermano Leopoldo, que sabía tantas cosas, me contó cómo asesinaron en Zelandia al Duque de Lotaringia Godofredo el Jorobado, ni cuando se acercó a mí como si me fuera a encajar las uñas en la cara, ni me asombré cuando me recordó que cuando encontraron a Carlomagno en un sótano de la Catedral de Colonia, ocho siglos después de muerto, estaba sentado en un trono y con el cuerpo intacto salvo un pedazo de nariz que se lo pusieron de oro: me lo recordó para que abriera la boca, pero yo no me moví, y fue como si no lo hubiera escuchado. Tampoco me sonreí ni enseñé los dientes, como él quería, cuando comenzó a narrarme las historias de Isengrain el lobo y de Renard el zorro, ni me puse furiosa y fruncí el ceño porque él bien que sabía todo lo que yo quería entonces a los franceses por ser nuestro abuelo francés, cuando me dijo que el Mariscal de Villeroi había bombardeado Bruselas durante dos días y cómo, cien años más tarde, durante la Revolución, los franceses destruyeron San Lamberto la Catedral de Lieja y redujeron a escombros la Abadía de Orval que era la más bella del mundo, y tampoco me puse a temblar cuando me recordó el grabado de Durero de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis que está en Laeken y que siempre me ha dado tanto miedo. No, fue nada más como si él no estuviera allí y no me levantara las faldas para fingir que me iba a azotar las piernas con una vara de espino que tenía en las manos: ni me temblaron las rodillas ni me ruboricé, como él lo hubiera deseado. Fue, Maximiliano, como si no lo escuchara decirme, al oído, sin que Felipe se enterara y para ponerme triste y hacerme llorar, que odiaba a mi padre, y que qué lástima que abuelito Luis Felipe no se había muerto cuando Fieschi lo quiso matar con una bomba ni cuando intentó asesinarlo Lecomte la vez que yo dije que de seguro ese señor no sabía que abuelito iba adentro del coche: no lloré, no derramé una sola lágrima y una sola sombra no cruzó por mi frente, ni entonces ni cuando por último Leopoldo me mordió el cuello de verdad hasta dejarme los dientes marcados, ni cuando mi buen Felipe, indignado, le gritó eres un bárbaro por qué mordiste a Bijou como me llamaba siempre, y se echó encima de Leopoldo y comenzó a pegarle y Leopoldo que era un cobarde se fue lloriqueando y salió corriendo y atrás de él se fue Felipe, no sin jurarme, oh mi hermosa dama, que regresaría para salvarme del encanto, pero sólo después de matar al dragón que estaba disfrazado de Leopoldo y de paso al Duque de Alba para vengar al Conde de Egmont y sólo después, claro, de que Felipe el bravo, el brabanzón, echara de Flandes a los hunos y a los normandos invasores o los colgara a todos de los árboles de la silva carbonaria. Pero Felipe se olvidó de mí y yo me quedé quieta en el jardín, sin llorar. Recordé entonces la leyenda que me contó Leopoldo de la fuente en la que a Ermesinda la Condesa de Luxemburgo se le apareció la Virgen rodeada de ovejas blancas con una mancha negra en el lomo en forma de escapulario, para pedirle que allí construyera un monasterio que se llamó el de Clairenfontaine, y entonces, nada más que de pensar en la fuente, me dio de nuevo una enorme sed: la misma sed, Maximiliano, que he tenido durante todos estos sesenta años, pero no me moví, y ni siquiera mis labios secos temblaron: me quedé así, en medio del Jardín de Laeken, en medio del sombrío Jardín de Enghien, perdida a la mitad del Bosque de Soignies, y de pie en medio del Jardín de Miramar: sólo hasta que comenzó a llover fue cuando pude llorar porque así mis lágrimas se iban a confundir con las gotas de lluvia y sólo entonces también pude beber de esa misma lluvia y de esas mismas lágrimas que resbalaban por mi cara.
Lipchen regresó muchos años después y yo estaba allí todavía, sin moverme, casi sin respirar. Me tomó de la mano y caminamos por el jardín, y a la sombra de un abeto me dijo que yo era aún lo que más quería en la tierra y me recitó un poema de Heine. Yo recordé entonces: tenía dieciséis años, era casi una niña, y hacía mucho calor, y los invitados a palacio recorrieron el Boulevard Botanique y la Rue Royale hasta la Place de Palais. En el vestíbulo de honor, junto a la ventana con vista a Trieste y a la costa de Istria, a la Punta Salvore, Felipe me dijo que yo era aún la más bella de las mujeres que conocía, y yo te vi, Maximiliano, en la Sala de las Conversaciones de Miramar. Contemplabas la escultura que muestra a Dédalo colocándole a Ícaro el ala derecha. Te vi también en la Sala Novara, escribías una carta, y frente a tu escritorio estaba otra escultura: la que hizo Durero, en madera, de Maximiliano Primero. Felipe señaló hacia el Adriático y me dijo han llegado noticias del otro lado del mar. Subíamos por el Rhin, en el Stadt Elberfeld, por Mayenne, hacia Nuremberg, y tú me dijiste que acababa de morir en Bulgaria, de sarampión, uno de los hijos de tu hermano Francisco José. Felipe me dijo que él jamás, jamás en su vida me haría llorar como el malvado Leopoldo, perdóname que lo llame así, me dijo, y de espaldas, a la fachada de Miramar, cubierta con viña virgen, me juró que yo era aún la Emperatriz más adorada del mundo. En su mano derecha tenía una paloma que alzó el vuelo hacia La Habana. Recordé que paseaba contigo en los Jardines de Laeken una tarde en que me describiste Miramar. Volteé la cara y te vi en el fondo del bosque, con tu levita azul chorreada de cera, y una extraña corona en la cabeza, algo así como un turbante sanguinolento: me di cuenta que estabas coronado con tus propios intestinos. Felipe me dijo: han llegado noticias del otro lado del mar. Yo me juré que seguiría siempre el lema de la Casa de Coburgo, y te sería fiel y constante en mi amor. Tú me contaste que tu madre Sofía, porque eras muy flaco, te llamaba a veces Monsieur Maigrelet. Maximiliano, me dijo Felipe, fue hecho preso en Querétaro. Y visitamos después de la boda, ¿te acuerdas, Max, qué risa?, el Manneken Pis. Maximiliano fue traicionado, me dijo como para hacerme llorar a pesar de lo que me había prometido, mi hermano Felipe. Pero no lo traicionó el pueblo, lo traicionó un solo hombre: Miguel López. Y hubo un concierto en el Teatro de la Monnaie y una fiesta náutica veneciana. Maximiliano, me dijo Felipe como para hacerme reír, nunca estuvo preso. Cuando caminaba por su celda de las Teresitas en realidad caminaba por la Plaza de La Cruz, y le pedía fuego a los transeúntes para encender su habano, y saludaba a las señoritas queretanas de ojos negros y a los sirvientes que le llevaban en un portaviandas su sopa de fideo y sus frijoles y su arroz con leche cocinados para él en la Hacienda del Señor Rubio, y saludaba a las monjas que le llevaban sábanas y a los coroneles que le llevaban listones azules para las seis mulas blancas de su calesa. Cuando se sentaba en el banco de su celda, se sentaba en su despacho del Palacio Imperial y planeaba su próximo viaje a Guanajuato y redactaba los reglamentos del Ceremonial de la Corte, le decía a Blasio: apunta, Blasio, esto y lo otro, las birretas de los cardenales y los galones de los almirantes. Cuando se acostaba en el catre de su celda, se acostaba en la hamaca de la terraza de su Quinta Borda, les arrojaba migas a las golondrinas, y le pedía a uno de sus muchachos del Club del Gallo que le sirviera un vaso de vino de Hungría. Escucha, Carlota, escúchame bien, Charlotte, me dijo Lipchen: a Maximiliano le condenaron en Querétaro, pero no lo condenó su pueblo, lo condenó un solo hombrease llamaba Platón Sánchez, me dijo Felipe como para hacerme llorar, y me dijo más: escúchame, Bijou: no le creas al Almanaque Gotha. Si en él no aparece Maximiliano entre los muertos, es porque el almanaque que te dio María Enriqueta es falso: a Maximiliano lo mataron en Querétaro, pero no lo mató su pueblo, lo mató un solo hombre. Y entonces Felipe sacó del bolsillo de su chaleco una bala y me dijo: y no fue el soldado del pelotón que le disparó esta bala de gracia: fue Juárez. Benito Juárez, me dijo mi hermano fue el que lo mató. Y yo no moví un dedo, no bajé los párpados, me quedé inmóvil, casi sin respirar, como si estuviera dormida con los ojos abiertos y sólo hubiera querido entonces que el viento frío y lluvioso que nos llevó hasta el Cabo de Istria y que fue el mismo que desgarró el tapiz rojo del Salón de los Embajadores y que agitó los lirios del lago y que empañó las ventanas de la Sala del Trono, sólo hubiera querido, Maximiliano, que ese mismo viento me llenara de nuevo el rostro de gotas de agua aunque Felipe me decía y me juraba, como para hacerme sonreír, no me creas a mí, Princesa, porque Maximiliano está vivo en tu corazón y en el mío, vivo en los sauces llorones y en los senderos de los Jardines de Miramar, vivo y de rodillas ante la Asunción de Rubens de la capilla del castillo, vivo en el Salón de los Príncipes y en su cuna dorada del Danubio donde cabalgaba su padre el Rey de Roma. Así, Doña Carlota, no vamos a llegar a ningún lado, me dijo el Doctor Jilek y se limpió el moco largo y amarillo que le colgaba de la nariz. Su Majestad Imperial no puede viajar a México en ese estado, mire nada más cómo se le salen los pómulos, cómo se le dibujan las costillas, cómo le cuelgan los pellejos de la papada, cómo se le han puesto los codos de puntiagudos. ¿Qué dirán los alcaldes? ¿Qué dirán los húsares? ¿Qué dirán, Su Majestad, sus guardias palatinos? ¿Dirán que no le dimos de comer en Bouchout? Le voy a escribir una carta a Don Fernando Maximiliano, dijo Blasio, sacó un lápiz de su maletín, lo chupó y me preguntó con los dientes manchados de tinta morada: ¿Qué le diré, Su Majestad? Le diré… ¿por qué no me dice Usted, Su Majestad, qué le puedo decir a Don Fernando Maximiliano el Emperador, su Augusto Esposo?
Mi querido Maximiliano. Mi adorado Rey del Mundo y Señor del Universo: No creas a nadie de los que te digan que estoy loca porque no quiero comer. Es mentira. El otro día le dije a mis servidores que venías a almorzar al castillo. Ordené que pusieran en la mesa las mermeladas inglesas que tanto te gustaron desde que las probaste en Gibraltar una tarde en que los moros y los españoles peleaban en Ceuta y tú contemplaste la batalla desde el otro lado del mar, con un telescopio. Recordé que una vez, en Valencia, te mostraron una magnolia gigantesca que había crecido en un cementerio de padres capuchinos y tú dijiste que los religiosos debían dar muy buen abono al suelo, así que mandé traer varios manojos de los espárragos silvestres que se dan en el Cementerio del Père Lachaise. Recordé que durante la guerra de los turcos el Emperador José Segundo se hacía llevar a Belgrado el agua de Schönbrunn, y ordené que trajeran varios botellones con agua de Tehuacán. El mensajero trajo una canasta con mangos y guayabas y una jarra de leche blanca como botones de jazmín y espumosa como champaña, como aquella que en Las Canarias te dio el cabrero alemán que te besó la punta de los pies. Tu madre la Archiduquesa Sofía me envió unos pastelitos de semillas de amapola con miel y un frasco de milchrahm. De las bodegas de Miramar llegó un cargamento con los vinos suaves del Rhin y los vinos fuertes de Rioja que tanto disfrutabas. La Princesa Paula Metternich te mandó, desde París, una caja de tus habanos favoritos. Le ordené a Tüdös que cocinara una sopa Brunoise y salmón a la tártara y filete a las brasas con salsa Richelieu. Y le dije a los músicos y a los cantantes que ensayaran la Fantasía Brillante que Jehin-Prume compuso en honor de mi padre Leopoldo, el Brindis de Lucrecia, La Paloma, el himno imperial mexicano. Y te esperé, Max, sentada a la mesa, te esperé toda la tarde y no llegaste. Te esperé quince años. Te he esperado sesenta y no has llegado. Y mientras tanto aquí me tienes, Max, sin probar bocado. Y no es porque esté loca que no quiera yo comer, Max, eso no es cierto: si te lo dicen no lo creas, cómo no voy a querer comer si me muero de hambre, cómo no voy a querer beber si me muero de sed. Porque si hay alguien que tuvo que meter la mano en una olla de caldo hirviendo en el Orfelinato de San Vicente para comer un miserable trozo de carne, fui yo, Maximiliano. Si hay alguien que tuvo que meter los dedos en la taza de chocolate del Papa fui yo, y no tú, porque estaba muerta de hambre, porque todos me querían envenenar. Si hay alguien que tuvo que beber agua de las fuentes de Roma, si hay alguien que tuvo que llevar gallinas al hotel para no comer otra cosa que los huevos que pusieran frente a mis propios ojos y que yo pudiera quebrar y cocer con mis propias manos, fui yo. Si hay alguien que ha tenido que salir a media noche del Castillo de Bouchout a beber agua del foso y comer tréboles y rosas del jardín, soy yo, Maximiliano, yo, Carlota Amelia, que me arrastro por los corredores del castillo para comer arañas y cucarachas, porque estoy muerta de hambre, porque todos quieren envenenarme. Dicen que estoy loca porque como moscas, Maximiliano. Dicen que estoy loca porque quisiera devorar las sobras que de ti me dejaron, porque quiero ir a Viena a la cripta de los capuchinos y devorar tu caja, devorar tus ojos de vidrio aunque me corte los labios y me desgarre la garganta. Quiero comerme tus huesos, tu hígado y tus intestinos, quiero que los cocinen en mi presencia, quiero que los pruebe el gato para estar segura que no están envenenados, quiero devorar tu lengua y tus testículos, quiero llenarme la boca con tus venas. Ay Maximiliano, Maximiliano: a los que te digan que parezco niña chiquita porque me como la tierra de los macetones, no se lo creas. El Doctor Bohuslavek se enojó conmigo cuando le dije que no se preocupara, que siempre me lavo las manos antes de comer tierra, y me dijo que era una tonta porque devoro a mordiscos las alfombras, me dijo vamos a quitar todas las alfombras del castillo, porque me como las cobijas y las colchas, me dijo por favor Su Majestad: sin cobijas y sin colchas no podemos dejarla, porque me como mi ropa, Virgen Santa me dijeron mis damas no la podemos tener encuerada, porque me arranco los pelos y me los como: eso sí, me dijo el Doctor Riedel, eso sí podemos hacer. Su Majestad, que es pelarla al rape y rasurarle las axilas y el pubis, si no deja Usted de comerse los pelos, eso sí que sí.
¿Verdad, Maximiliano que nadie te contó que inventaron las aspirinas y la máquina de escribir? Con las aspirinas se me alivian las espantosas jaquecas que me dan cada vez que me acuerdo de México. Con la máquina le voy a hacer una carta muy larga al General Escobedo para que te deje salir de Querétaro, y voy a escribir un poema sobre tu viaje a Sevilla el día en que almorzaste junto al Guadalquivir en un bosquecillo de limoneros cargados de frutos de oro. Y también inventaron, ¿verdad que no te lo dijo nadie?, un aparato mágico para ver los huesos y las vísceras de las personas vivas y tomarles fotografías, y para ver si te tragaste algo que te pueda hacer daño: tienes que saber que tu madre Sofía se tragó el anillo que le enviaste con el Doctor Basch, y a la pobre se le derritió en el estómago y la abrasó las entrañas. Que Luis Napoleón se tragó la carta en la que te dijo que siempre cumpliría sus promesas y tu hermano Francisco José el Pacto de Familia, y casi se mueren los dos ahogados de la angustia, y que nuestro compadre el Coronel López se tragó los veinte mil pesos oro que le dieron por su traición y se le volvieron espuma en la boca, y que Eugenia se tragó un soldadito de plomo vestido de oficial inglés que le encajó su espada en el corazón. Y que yo, ah, yo, Maximiliano, el otro día que vinieron a verme Jilek y Bohuslavek y Riedel y me empezaron a regañar y a decirme ay Su Majestad sin cortinas podemos dejarla pero no sin jabón porque entonces no podríamos bañarla, no se lo coma Usted porque le amarga la boca, no se coma Usted sus polvos porque le van a dar náuseas, Doña Carlota, y si se come Usted las brasas de la chimenea se queda sin voz y se le llenan de llagas la boca y la garganta, y yo, Maximiliano, les conté entonces que me había tragado la bala que te quitó la vida en el Cerro de las Campanas. La misma bala, les dije, que mi hermano Felipe me dio en Miramar para hacerme reír, para hacerme llorar, para hacerme vivir loca y lúcida, dormida y despierta, viva y muerta, sesenta años más. Vieras, Maximiliano, qué revuelo se armó en el castillo. Creyeron que la bala me iba a perforar los intestinos. El Doctor Bohuslavek me palpó el estómago. El Doctor Riedel me dio un vomitivo. El Doctor Jilek, con el perdón de Usted, Su Majestad, me puso una lavativa. Por la boca me salieron unos cuajarones de moco con pétalos de rosas a medio digerir. Por la nariz me salieron hilos de seda de varios colores y unas pompas de jabón. Por el ano me salió una bola de pelos blancos apelmazados y los dos brillantes de mi diadema de bodas que me tragué el otro día. Pero no salió la bala. Desde entonces, todas las mañanas, cuando acabo de defecar, el Doctor Jilek y el Doctor Riedel y el Doctor Bohuslavek se llevan al Salón de Audiencias mi alta bacinica de porcelana y oro, la ponen en una mesa barnizada con laca, se sientan, y con un cucharón de plata la reparten en tres platitos hondos, y con las manitas de marfil con las que mis doncellas me rascan la espalda, los tres espulgan mi mierda, Maximiliano, para ver si encuentran la bala, mientras mis doncellas danzan alrededor con incensarios y pulverizadores de los que salen nubes de agua de colonia. Hoy les di una sorpresa. Cuando llegaron a recoger la bacinilla la encontraron vacía porque tenía yo tanta hambre, Max, que me comí mi propia mierda. Al Doctor Jilek le temblaban los cachetes de la furia. El Doctor Bohuslavek me dijo que me iba a acusar con la Reina Victoria. El Doctor Riedel me dijo que de ahora en adelante voy a tener que defecar siempre delante de mis doncellas. Me humilló tanto tener que hacerlo delante de ellas, Max, a pesar de que son tan buenas, de que empiezan a cantar para que no se oigan los ruidos que hago, y de que se ponen sus abanicos frente a la cara para fingir que no me están viendo aunque yo sé que los abanicos tienen unos agujeritos por donde me espían, me dio tanta pena y sobre todo tanta rabia que decidí vengarme y defequé en mi cama, defequé en un corredor del castillo, defequé en una fuente del jardín, defequé en la sopera de nuestra vajilla imperial.