3. De la correspondencia —incompleta— entre dos hermanos

París, abril 25 de 1864.

Mi querido Jean-Pierre:

Admiro y agradezco tu constancia en escribirme. Recibir noticias tuyas siempre es una alegría. Pero que lleguen una segunda y hasta una tercera carta antes de que yo conteste la primera, me abruma un poco: no sé cómo puedo llamarme historiador y aspirar a escribir lo que pienso serán tres o cuatro volúmenes sobre la Guerra de los Treinta Años, si la desidia no me deja siquiera enviar unos cuantos renglones al único hermano que tengo, y que está al otro lado del mar. Te pido me perdones y prometo escribir más seguido.

La noticia que me diste de que te habías casado en México, me causó una gran sorpresa, por supuesto, pero también un inmenso alivio. Te explicaré las razones. Recordarás que hace ya tiempo me dijiste que le pidiera a Claude que me acompañara al Père Lachaise para llevarle flores a mamá. Así lo hice, en efecto, y después me tomé la libertad de invitarla a almorzar. Volvimos varias veces más al panteón, a insistencia de ella, y nació entre nosotros una gran amistad que como base tenía, más que nada, el amor de los dos hacia ti: ella, como tu futura esposa, y yo, como hermano tuyo. Pero Claude se aburría mucho, y tu estancia en México se prolongaba tanto, que me pareció que lo menos que podía yo hacer era sacarla a pasear, para que se distrajera, así que comenzamos a vernos con mayor frecuencia, a ir al teatro y a la ópera (en esas ocasiones acompañados siempre por una de sus hermanas), así como al jardín botánico, a los museos. Y no te voy a decir «ya te imaginarás el resto». No, no te lo imagines, querido Jean-Pierre: no hubo traición alguna, siempre hablábamos de ti, de tus cartas, de lo felices que iban a ser Claude y tú cuando se casaran. Incluso yo traté de persuadirla para que viajara a México. En fin, qué más puedo decirte: nos enamoramos como dos adolescentes, sin que jamás ninguno de los dos se atreviera a decírselo al otro. Por eso, como te digo, fue un gran alivio la noticia de tu casamiento, como lo será sin duda para ti saber que Claude no sufrió cuando la enteré. Me pide que les envíe sus mejores deseos para que seas muy feliz con María del Carmen, y lo mismo hago yo. Y ahora, querido hermano, me permito continuar la polémica epistolar que iniciamos hace casi dos años sobre el «imbroglio» mexicano. A pesar de que nuestro excelso Lamartine insiste en que se trata de «el pensamiento más grande del reinado, vasto como el océano» —qué otra cosa podía esperarse de quien dijo que salirnos de Argelia equivaldría a renegar de nuestra misión y nuestra gloria—, el entusiasmo comenzó a decaer no sólo entre el público general, sino también entre aquellos políticos que siempre han favorecido la intervención, y que consideran que si bien esta empresa fue concebida de manera muy audaz, la forma en que se la ejecuta es demasiado tímida, indecisa. A esto se agregó otro factor que distrajo a los opositores de la aventura: Polonia. Aunque la prensa no ha dejado de ocuparse de México, incluyendo a la que da cabida a la oposición —en «L’Opinion Nationale» aparecen con frecuencia trozos de los discursos de Favre y «Le Courrier de la Gironde» se ha propuesto publicar las declaraciones más importantes de Juárez— el año pasado, en que la política de Wielopolski precipitó el levantamiento en Polonia, los franceses dejaron de pensar en México y América Latina para preocuparse nada más que de los polacos. La eterna historia: Mickiewicz, Chopin y otros exiliados mesiánicos que se refugiaron en París, casi todos polacos, le hicieron creer a Francia que era algo así como el apóstol de las naciones y el guardián de la libertad. O el policía del mundo. Esta distracción, por supuesto, le dio mayor mano libre a Luis Napoleón en lo relativo a México.

Pero quizás lo que más desagrada de todo esto, es darse cuenta que este régimen, el de Napoleón, carece en lo absoluto de autoridad moral. Me dices que extrañas mucho la vida de París, que es maravillosa y lo entiendo. Maravillosa para ti y para mí, que somos privilegiados. Maravillosa para todo aquel que pueda pasarse las tardes en el Café Bignon, ir los domingos al club de tiro al pichón del Bosque de Boulogne, o darse el lujo de perder en una noche dos mil luises jugando al bacará. Maravillosa para el Duque de Gramont-Caderousse, que el otro día le dio a su amante un huevo de Pascua gigantesco, tan grande, que adentro había un carruaje con todo y caballo. Sí, la vida en París, o esa vida al menos de la que habla Octave Feuillet en sus novelas y Offenbach canta en sus operetas, podrá ser bella si eres cortesano, un nuevo rico (o uno viejo, o un aristócrata no arruinado como nosotros) o si eres Próspero Merimée y cocinas el gazpacho de los tea-parties de Compiègne (hasta dónde llega la gente, por Dios) o eres de los cinco mil «afortunados» a los que invitan a los extravagantes bailes de disfraces de las Tullerías o, en fin, un pequeño burgués adinerado que puede darse el lujo de comer bien, beber buenos vinos y seguir los dictados de la moda (me pregunto que si así como se pusieron de moda algunos colores con nombres de batallas en las que salimos victoriosos, como el magenta, el solferino, el verde Crimea y el azul Sebastopol, comenzarán ahora a fabricar telas de color amarillo Puebla o verde Tampico) y, en fin, qué más te puedo decir de una ciudad que tú conoces tan bien como yo. Pero me gustaría invitarte a recorrer, un día, el París de los hermanos Goncourt (la Ciudad Luz, dicen ellos, es el burdel de Europa) para que te dieras cuenta de tanta miseria y prostitución que hay. Para que fueras conmigo a Belleville y Ménilmontant. O a la inmunda Rué Harvey. Los Goncourt, que han asistido a cacerías de ratas (París está infestado de esos inmundos animales) hablan de otros horrores en sus novelas. Se calcula que hay más de treinta mil prostitutas en París, y zonas de la ciudad donde ni siquiera la policía se atreve a entrar. Con decirte que el propio Barón Haussmann calcula que las cuatro quintas partes de los habitantes de esta maravillosa ciudad viven en la miseria, para no hablar de los borrachos que te encuentras tirados en las calles, embrutecidos por el ajenjo, y de los niños que son rentados por sus padres a los mendigos, a fin de que inspiren más compasión.

Me preguntarás qué tiene que ver todo esto con el asunto mexicano. Ah, pues mucho. No veo cómo podemos justificar una intervención en ningún país en nombre de la justicia social, habiendo en Francia tanta corrupción y tanta desigualdad —toda empresa colonial que alardea de misión civilizadora no es más que una miserable estafa, decía el nunca bien ponderado Juan Jacobo Rousseau— ni me explico cómo Luis Napoleón se atrevió a dirigirse al pueblo mexicano casi con las mismas palabras que usaron los aliados en 1814, cuando nos invadieron para «liberarnos de un tirano» que era nada menos que su propio tío.

De México, criticamos todo. Se ríen en Europa de que Santa Anna haya creado un impuesto sobre ventanas, cuando que el window tax fue una idea inglesa de allá por los años treinta. Se burlan también de Santa Anna por haber creado, en su islita danesa, una corte en miniatura. ¿Y qué hizo Napoleón durante su primer exilio? Lo mismo: crear el pequeño reino de la Isla de Elba, con todos sus ministros, su himno nacional, su bandera diseñada por el propio «Gran Corso». Pero por supuesto que de él sí que no se rieron, porque aún le tenían pavor.

Se aduce también que una prueba de la inestabilidad política de México es el número tan grande de gobiernos que ha tenido: pero ya Achille Jubinal se ha encargado de recordarnos que en los últimos setenta años ha habido más de doce gobiernos en Francia —y yo creo que sus cuentas andan mal, porque tan sólo durante el reinado de Luis Felipe hubo diecisiete gabinetes en dieciocho años—. ¿Y qué dices de la cantidad de gobiernos distintos que ha habido en España bajo la égida de María Cristina y Doña Isabel II? Creo que podemos contarlos por docenas, y no han sido otra cosa que una larga sucesión de dictaduras militares.

Califican a Juárez de tirano, por acudir a la leva forzada. Yo estoy en contra de ella, como te imaginarás, pero no fue Juárez quien la inventó, sino como bien sabes, nuestro Comité de Seguridad Pública en 1793, bajo los auspicios de Lazare Carnot, y Napoleón I la implantó en todos los países por él conquistados: de los setecientos mil soldados que llegaron a Moscú, sólo una tercera parte eran franceses. Más tarde, los austríacos arrastraron a los aldeanos del Lombardovéneto para servir en las filas del ejército que los invadió. Y allí tienes a todos los desertores del batallón egipcio que está en México: desertan porque a esos pobres diablos nosotros, los franceses, los llevamos a la fuerza, como lo hicimos también no hace mucho en Dahomey para formar los batallones de tiradores hausas que enviamos a Madagascar, y sin tener derecho —como es el caso de Juárez— de invocar la necesidad de defender la integridad del territorio nacional.

También se habla mucho aquí de las atrocidades de los mexicanos, y tú mismo me decías, en una de tus cartas, que en ningún país las hay tantas como en México. Por Dios, Jean Pierre: no entiendo cómo puedes hacer esa clase de afirmaciones cuando que tú, al igual que yo, sabes del infinito número de crueldades habidas a lo largo de la historia y entre todas il sacco di Roma en el cual los lansquenetes cometieron abusos y crímenes inconcebibles —hubo muchísimas monjas violadas y durante ocho días rodaron cabezas de clérigos y frailes— y la Noche de San Bartolomé serían, digamos, dos ejemplos clásicos. Pero hay mucho más. Sin ir más lejos, en este siglo, la matanza de británicos por los afganos en 1841, de cristianos por drusos en 1860, de turcos por griegos en Khíos en 1821, y de griegos por turcos en el 22 y la de polacos por los rusos en Varsovia hace apenas dos años, para no hablar de las masacres habidas durante el motín de la India, que por cierto fue sofocado por los británicos con la ayuda de hombres del Punjab reclutados a la fuerza. En fin, que no te voy a hacer un catálogo de atrocidades (la enciclopedia universal de la infamia ocuparía muchos volúmenes), pero sí me interesa aclarar algunas cosas.

Nunca se me olvidará (tenía yo entonces seis o siete años) la tarde aquella de la Navidad que pasamos con el abuelo François en su casa de Perpiñán (¿te acuerdas?) y en la que de pronto le dio por contar los horrores de la Revolución de los que fue testigo cuando él también era apenas una criatura. Dos escenas se me quedaron grabadas para siempre como si las hubiera visto con mis propios ojos: una, la de aquellos niños y mujeres que en la noche de la toma de la Bastilla danzaban, con antorchas, alrededor de las cabezas de tres decapitados. Otra, la visión de esa muchedumbre que desnudó y destazó a la Princesa de Lamballe, y en una pica encajó su cabeza y en otra el corazón para ir a arrojarlos a los pies de la ventana de la prisión de María Antonieta. Fue muy doloroso para mí aprender que nosotros, los franceses, éramos capaces de tales monstruosidades. Me podrías argüir que en el caso de la Princesa de Lamballe, como en muchos otros, se trató de un acto irracional por parte de una multitud enloquecida. Pero no podemos olvidar que nuestra Revolución tuvo líderes, como Robespierre y tantos otros, que fueron responsables de una serie de iniquidades espantosas y que en aras de la fraternidad, la igualdad y la libertad (libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre, dijo Manon Roland al pie de la guillotina) murieron más de cuarenta mil personas ejecutadas en masa y de manera sumaria en París, Vendée, Lyon, qué sé yo. ¿Y todo para qué? Para traicionar todos los ideales de la Revolución, y someternos a un Robespierre a caballo, como llamó Madame de Staël a Napoleón I. En nombre también de la civilización y de la gloria de Francia, una nación que por ser católica debería regirse por el principio de la igualdad universal de los hombres, se lanzó a la exterminación, como si se tratara de animales, de los negros insubordinados de Haití. Es famosa la carta que le envió Leclerc a su cuñado Napoleón en la que decía que lo más recomendable era dar muerte a todos los negros de las montañas de Haití, incluidas las mujeres, y dejando vivos sólo a los niños menores de doce años. De otras infamias habidas en Europa, no necesito decirte nada: tú sabes muy bien la ferocidad con la que fueron reprimidos los movimientos del 48, aquí en Francia por Cavaignac y, para citarte como ejemplo otro país inmiscuido en la aventura mexicana, en Brescia y Hungría, en nombre de Austria, por el General Haynau —a quien no en balde Palmerston bautizó como el «General Hiena».

Y ahora dime, mi querido Jean Pierre: ¿no me contaste tú mismo que al finalizar la Guerra de Reforma en México, Juárez, ya victorioso, decretó una amnistía general y no hubo un solo fusilamiento ni represalias de ninguna naturaleza? ¿Y que tras la victoria del 5 de mayo liberó a todos los soldados franceses heridos e hizo que se les transportaran a Orizaba y que además Lorencez recibió las condecoraciones de los que murieron en la batalla para que a su vez fueran enviadas a sus familiares en Francia? ¿Y es que para combatir el gobierno de este hombre («un hombre de Plutarco de quien cualquier nación estaría orgullosa», ha dicho Emile Ollivier) que enviamos a México a oficiales como Billault, quien como sabes se ha dedicado a incendiar aldeas y poblaciones enteras; a Berthelin, famoso ya por sus asesinatos o a Potier, denunciado por innumerables desafueros? Aunque sin duda, el siniestro Coronel Du Pin se lleva las palmas, como también lo sabes. Es un hecho irrefutable que los juaristas cometen a veces atrocidades, pero también hay que tener en cuenta que hay muchos bandidos que se cobijan bajo la bandera republicana para llevar a cabo sus tropelías de manera impune. Me contaban que unos liberales enterraron de pie hasta el cuello a unos soldados de la contraguerrilla que habían caído prisioneros, y que después, con un tiroteo, atrajeron a los hombres de Du Pin cuyos caballos, con los cascos, destruyeron los cráneos de esos infelices. Un acto salvaje, sin duda, pero que responde a los mismos métodos aplicados por el saqueador del Palacio de Pekín y sus secuaces: los guerrilleros mexicanos enterrados vivos en las dunas de Alvarado, los arrojados a las aguas del Tamesí con piedras atadas al cuello, los destrozados por los perros husmeadores en las marismas de Veracruz —me dicen que no sólo a la cabeza de Du Pin le han puesto precio, también a la de su mastín: dos mil pesos— y los ahorcados en los postes del alumbrado de las plazas de Tampico: todas esas víctimas de la barbarie alimentan el deseo de una venganza y una represalia brutales también. Y no me digas que esos oficiales son excepciones. No hay que olvidar que al frente de la expedición está un hombre que se ha manchado las manos con sangre. Sí, me refiero al Mariscal Bazaine, al que tantos admiran hoy, y que fue enviado a México no sólo porque habla español sino por su actuación en Argelia. Es decir, por haberse distinguido en el sometimiento de un pueblo que lucha por su libertad. No es un secreto que Bazaine, experto en las razzie contra tantas aldeas de Kabylia que fueron destruidas, fue uno de los responsables de la muerte de quinientos argelinos de la tribu de los Ouled-Riah que murieron de asfixia y quemados —incluyendo a muchas mujeres y niños— en la gruta del macizo rocoso de Dahra. Por cierto, como tanto en las contraguerrillas como en la Legión Extranjera el número de soldados que no son de nacionalidad francesa es aún más grande —un porcentaje enorme—, yo me pregunto: ¿es con esa horda de prusianos, holandeses, württemburgueses y negros de La Martinica con los que Luis Napoleón intenta defender la «latinidad» en el continente americano? Y la fe católica: ¿la va a salvaguardar con esa cáfila de protestantes o de egipcios musulmanes que tras cortarles las orejas a sus prisioneros mexicanos se arrodillan de cara a La Meca para decir sus oraciones?

A propósito de «latinidad», me permitiré aquí un paréntesis. Sabrás que las Tullerías están llenas de sueños de grandeza —Eugenia se cree otra Isabel la Católica—, y Luis Napoleón habla abiertamente de las repúblicas americanas que podrán ser transformadas en monarquías, aparte de las que, según él, ya tienen inclinaciones, como Guatemala, Ecuador y Paraguay. Pero a todas esas repúblicas ya no se las llama «hispanoamericanas», y mucho menos «ibero» o «indo» americanas, porque ha surgido un nuevo término —al parecer inventado por Michel Chevalier— mucho más conveniente para los propósitos de Francia: México, Colombia, Argentina, etc., son ahora naciones «latinoamericanas». Claro, malamente podría Luis Napoleón autonombrarse abanderado de la «hispanoamericaneidad», ¿no es cierto? Pero al cambiar lo «hispano» por lo «latino» se soluciona el problema y de paso se abarca a todas las colonias francesas del Caribe, presentes y futuras.

Por supuesto que no es mi intención la de sugerir que hayamos sido nosotros, los europeos, los autores de las atrocidades más grandes de la historia: no creo que exista un pueblo, o una raza, que tengan el dudoso privilegio de ser dueños del monopolio de la barbarie. Lejos también de adherirme a Fourier y exclamar que nuestros barcos sólo abrazan al mundo entero para asociar a los salvajes y los bárbaros en nuestros vicios y nuestras pasiones. No creo en el mito del «buen salvaje» al que tanto contribuyó Colón al afirmar en sus cartas a los Reyes Católicos que había encontrado la mejor tierra y la mejor gente del mundo. Pero tampoco pienso como Bacon, Voltaire, Hume y otros, que no reconocieron como semejantes a los «hombres degradados» del Nuevo Mundo, y que parecieron justificar la afirmación de Aristóteles de que la guerra es naturalmente justa cuando se la hace a los hombres que han nacido para obedecer y se niegan a ello. No, de ninguna manera: no somos los únicos, nosotros los blancos, los que hemos hecho de este mundo un lugar más siniestro de lo que ya es por su propia naturaleza. Montesquieu nos cuenta que los sacerdotes egipcios sacrificaban a cuanto hombre rubio les caía en las manos, y basta echarle una ojeada a la historia de la esclavitud para enterarse, con horror, que las tribus de África Occidental se pasaban la vida luchando entre sí para hacerse prisioneros de guerra que después les vendían a los portugueses o a los británicos como esclavos. La crueldad del régimen del Rey Christophe en Haití es también bastante explícita.

Y sí, por supuesto, también los aztecas eran crueles, ¿no es verdad? Hacían sacrificios humanos. Eso, claro, estaba mal. Pero lo que no podemos permitir es que los europeos sigamos asombrándonos de esos sacrificios cuando que, en la época en que supimos de ellos, la Inquisición estaba vigente en Europa, con todo su horror. Con una diferencia: la religión de los aztecas era una religión de dioses crueles, y por lo tanto el sacrificio tenía una lógica, macabra, sí, pero lógica al fin. Nosotros, en Europa, torturábamos a inocentes y quemábamos a brujas en nombre de un Dios todo misericordia. La esclavitud estaba también en auge —en 1517 España le otorga a los flamencos el privilegio monopolista de la trata de negros—, y lo estaría varios siglos más.

Pero claro que si hablamos de los horrores de la esclavitud, mi querido Jean Pierre, tampoco terminaríamos: a la insaciable avidez de Europa por el azúcar, el algodón, el tabaco, el índigo y otras materias primas se debió lo que sin duda fue el tráfico más inhumano de la historia.

Y los más culpables no eran sólo los desalmados traficantes que llevaban a los esclavos cargados de cadenas al Caribe, Brasil y Norteamérica, sino aquellos que, estando en el poder, permitían y alentaban ese monstruoso negocio: los reyes, los pontífices, el sistema entero. ¿Sabías que nuestro ilustre Colbert recomendó la trata de negros como indispensable para el progreso de la marina mercante francesa? ¿Saben los ingleses que su no menos ilustre Almirante Nelson —que en sus barcos llevaba siempre niños de diez y once años para servir a sus cañones— se opuso a la abolición de la esclavitud porque dijo que significaría la ruina de la marina británica? ¿Y qué de la ruina moral y física, de la tortura, de la humillación, el sufrimiento, la muerte de millones de seres humanos? Eso importaba menos. El sistema lo exigía y lo exige aún, porque la abolición de la esclavitud no acabó con ella. Y no me refiero aquí al hecho de que el tráfico continuó cuando ya estaba proscrita, lo que dio lugar a mayores atrocidades, pues como sabes, los capitanes de los barcos negreros preferían deshacerse de su carga humana antes que ser sorprendidos in fraganti, y el caso que denunció en la Cámara Benjamin Constant —el del barco «Jeanne Estelle»: todos los esclavos que en él viajaban fueron echados al mar en cajas cerradas— es sólo uno entre muchos. No, hablo de la clase de servidumbre condenada por Lamennais en «La Esclavitud Moderna», y por Charles Dickens y ahora los Goncourt en sus novelas. Que no exista en nuestros días un Duque de York que marque sus iniciales DY con hierro candente en las nalgas de los tres mil esclavos que cada año enviaba a las islas del azúcar, no quiere decir que no prevalezcan las condiciones inhumanas que hacen de una mayoría de hombres —y mujeres y niños— bestias de trabajo al servicio de unos cuantos privilegiados. Cuesta trabajo creer que en pleno siglo XIX, en la civilizada Inglaterra durante el llamado movimiento «Luddite» que obligó al gobierno británico a movilizar a Nottinghamshire más tropas que el número de soldados que Wellington usó en España, se haya impuesto la pena de muerte por destruir un telar. Ya existía la pena capital, de todos modos, por atrapar un faisán y a veces por robarse una vaca. Con sus súbditos extranjeros, los ingleses fueron aún más crueles porque los mataban de hambre: tú y yo ya habíamos nacido cuando las tristemente célebres «Corn Laws» destinadas a proteger a los agricultores ingleses, fueron las responsables de una hambruna, en Irlanda, que mató a cientos de miles y obligó a millones a emigrar, hacinados en las sentinas de los vapores de la Cunnard, a los Estados Unidos.

Pero de todo esto también habría mucho que decir. Basta conocer, para avergonzarnos de la historia de Europa, todos los horrores que siguieron a la conquista de América —quiero aclarar aquí que, gracias a un erudito mexicano que vive en París, he aprendido muchas cosas de ese continente y creo que un día de estos voy a abandonar mis estudios sobre la Guerra de los Treinta Años, y a dejar de ser un experto en Gustavo Adolfo, Wallenstein y la defenestración de Praga para comenzar a serlo de Artigas, las epopeyas sangrientas de los bandeirantes y Leona Vicario si es que, desde luego, se puede abarcar tanto—. Pero, como te decía: basta conocer la historia de la colonización de América, en toda su crueldad: la matanza que cometieron Cortés en Cholula y Pedro de Alvarado en el Templo Mayor de Tenochtitlán, el suplicio de Atahualpa en Cajamarca a manos de la bestia analfabeta que era Pizarro, y en el Cuzco el de Túpac Amaru cuya cabeza y miembros fueron enviados a los cuatro puntos cardinales del Perú: el suplicio desde luego de Cuauhtémoc; las cacerías de indios de Balboa y sus perros; la violación de las tumbas en Colombia para sacar del vientre de los cuerpos las esmeraldas enterradas con ellos; los cientos de miles de vidas sacrificadas en la extracción del oro en el Cerro del Potosí. En fin, que tampoco quiero caer ahora en una lista interminable de atrocidades. La afirmación de Las Casas en el sentido de que los indios preferían irse al infierno para no encontrarse con los cristianos en el cielo y la forma en que se suicidaban para escapar a la inhumana esclavitud de las minas de metales preciosos, son más que explícitas y conmovedoras. Y a los crímenes de España, hay que agregar los de Gran Bretaña, como la exterminación sistemática de los indios pielroja en Norteamérica, que no se detuvo con las matanzas de Wyoming y Arapahoe, sino que continúa hasta nuestros días. ¿Te has enterado que el Gobernador de Minnesota acaba de publicar un edicto en el que ofrece veinticinco dólares por cada cuero cabelludo de indio?… una práctica, by the way (la de arrancar el cuero cabelludo) que no fue inventada por los indios sino por sus conquistadores sajones… y sí, ya lo sé: los indios tampoco eran blancas palomas: los iroqués torturaron y quemaron a muchos jesuitas y dicen que a veces hasta se los comían… ¿Pero qué podíamos esperar? La tortura de Valdivia en Chile a manos de los araucanos no se queda atrás en estos ejemplos. Cuando averigüe los detalles te los contaré, porque necesito corroborar lo que he oído al respecto: unos dicen que le dieron a beber oro derretido, y otros que los araucanos le fueron cortando miembros y trozos del cuerpo para comérselo vivo delante de sus propios ojos.

También by the way, y ya que hablamos de los ingleses, hay otra cosa que, por lo visto, nunca acabamos de aprender: a ningún pueblo le gusta que un ejército extranjero acuda a ayudarlo —sin que se le solicite— a liberarse ya sea de sus tiranos locales —en el caso de México se supone que serían Juárez y su partido liberal—, o de sus opresores extranjeros. Entre las pocas excepciones que recuerdo está, claro, el caso de La Fayette, Rochambeau y la alianza francoamericana. Pero por lo demás, eso nunca ha dado buenos resultados. Es distinto cuando se trata de un solo extranjero, un individuo, como sucedió con Garibaldi en Argentina y Uruguay, Lord Byron en Grecia o Francisco Javier Mina en el propio México. Pero recordarás en qué terminó la aventura argentina de Popam y Beresford en 1806 (la misma que hizo estremecer al Parlamento británico con el grito de rejoice! y al «Times» publicar una noticia que decía «desde hoy, Buenos Aires forma parte del Reino Unido»): Popam y Beresford creyeron que bastaba desembarcar en Buenos Aires y decirle a los bonaerenses que llegaban a liberarlos de sus opresores los españoles, para que el pueblo entero los aclamara. Y ya ves qué pasó: los echaron a patadas tanto en esa ocasión como al año siguiente en que regresaron. Hasta los niños y las mujeres pelearon contra sus «liberadores» ingleses, a quienes les llovieron piedras y palos y, desde las ventanas de las casas de Buenos Aires, cubetas de agua hirviendo y el contenido de las bacinillas. Al francés Liniers, héroe de esa guerrita angloargentina, no lo agregaría yo a la lista de Byron, Garibaldi y demás, porque de todos modos siguió entregado a la corona de España. A propósito: me he enterado de la muerte de Ghilardi. Ghilardi, no sé si sabrás, era un mexicano de origen italiano que combatió al lado de los juaristas en la Guerra de Reforma, se agregó después a las fuerzas de Garibaldi en Italia, y regresó a México para luchar contra los franceses. Me dicen que lo han fusilado en Aguascalientes.

En fin, de todos modos, la suerte está echada: ya va, rumbo a América, el flamante emperador «mexicano» en medio, y no exagero, Jean Pierre, de una aureola de escándalo. Por una parte, ha causado indignación en los círculos políticos el rumor calumnioso en el sentido de que Juárez soborna a Jules Favre para que éste lo apoye, mientras que al mismo tiempo los intervencionistas tratan de justificar el que Maximiliano haya dispuesto de doscientos mil dólares para comprar a liberales mexicanos. Y esto no es un rumor: está escrito en la llamada Convención de Miramar. Por la otra parte la gente pensante, que por desgracia no abunda, no deja de asombrarse que a México, el país invadido, se le exija que pague hasta el último centavo del costo de la invasión y por si fuera poco se quiere, con el proyecto del protectorado francés en Sonora, robarle toda su plata (a los mexicanos les dejaríamos una limosna del diez por ciento). Pero claro, es que de eso se trata y no de detener el avance de los infieles sajones como lo hizo Carlos Martel con los sarracenos. Y es que hacen falta enormes cantidades de dinero para seguir sosteniendo el lujo insolente de la corte francesa, para que los dragones alados del observatorio no dejen de vomitar agua perfumada y de colores cuando nos visite un «dignatario» extranjero y Madame de Rothschild siga disfrazándose de ave del paraíso, y para que nuestro emperador pueda pagar, con regalos adecuados, los favores que recibe de las esposas de sus funcionarios y cortesanos. Porque el cinismo ha llegado a tal extremo, que las señoras que asisten a las Tullerías colocan cada una un anillo o un arte, una prenda en fin, en una canastilla, para que la suerte decida cuál de ellas va a pasar esa noche con Luis Napoleón, quien a una hora convenida espera a la afortunada en sus habitaciones. Así están las cosas: todo es prostitución. Hasta el padre de la futura Emperatriz Carlota, Leopoldo, viene a París a acostarse con las grandes cortesanas: a veces Hortense Schneider lo hace esperar hasta una hora afuera del hotel. Y eso todo el mundo lo sabe. ¿Con qué cara vamos ahora a decirle a México que invadimos su territorio para civilizarlo y acabar con la corrupción? Dime, ¿alguna vez se ha acusado a Juárez de dilapidar el dinero de su pueblo con amantes y prostitutas? ¿O siquiera con su propia esposa? Porque para calmar los celos de Eugenia, Luis Napoleón tiene que ser muy generoso con ella. Una tarde, en el Jardín de Saint Cloud, la emperatriz se encontró un trébol de cuatro hojas con unas gotas de rocío. Estaba radiante de felicidad. Unos cuantos días después, Luis Napoleón le regaló un broche que le había mandado hacer con uno de los mejores joyeros de París: un trébol. Las hojas eran de esmeraldas, y las gotas de rocío, de brillantes. Mientras tanto, un novelista mediocre como Octave Feuillet se transforma en el escritor consentido de la sociedad mundana y la semimundana y a Gustave Flaubert se le enjuicia; y un pintor como Renoir se muere de hambre, y otro como Winterhalter (uno de sus últimos cuadros ilustra a Eugenia acompañada de sus damas, «un bouquet de las flores más exquisitas», dijo un crítico), otro como Winterhalter, te decía, se hincha de dinero.

Last, not least, como dicen los ingleses, aunque el Archiduque tuvo suerte en librarse de Santa Anna, muchos de los mexicanos que lo rodean y apoyan están muy lejos de gozar de un prestigio impecable. Lo mismo los que viven en Europa, como esa caricatura de Catón: Gutiérrez Estrada, enriquecido con el sudor y la agonía de sus esclavos henequeneros, o Hidalgo y Esnaurrízar, quien tuvo el descaro, apenas nombrado embajador en París por Maximiliano, de aumentarse él mismo el sueldo en varios miles de piastras, que los que viven en México como Leonardo Márquez el asesino de Tacubaya. Para colmo, entre los que ahora cruzan el Atlántico con el Archiduque, hay también más de un personaje de dudosa fama, como el General Adrián Woll D’Obm, antiguo tallador de naipes en un casino y que dejó abandonada a su mujer como cocinera en la Legación de Francia, y Francisco de Paula y Arrangóiz, acusado de ladrón, porque cuando representó a Santa Anna en el Tratado de La Mesilla se autoadjudicó una «comisión» exorbitante: cerca de setenta mil dólares. Nuevamente, toda esta información me la ha proporcionado mi amigo, el sabio mexicano.

Parecería que esta carta es un regaño interminable. Pero no, Jean Pierre, por favor: entiende que nada de esto es contra ti, que yo comprendo muy bien que eres un patriota, y que como oficial del ejército francés no haces sino cumplir con un deber que quizás te es desagradable, pero que es un deber al fin y al cabo. Sólo te pediría que reflexionaras un poco en lo que dijo Víctor Hugo: la guerra a México no se la hace Francia, se la hace el Imperio. También debería yo dedicar más espacio a cuestiones personales, a hablar de lo que todo el mundo habla en las cartas: del clima, de la salud. Bueno, pues estamos bien, Claude y yo, aunque ella acaba de salir de un resfrío que la tuvo en cama casi por ocho días. Tenemos una bella primavera (aunque cuando te llegue esta carta, me temo, nos estaremos ya asando). Precisamente elegí una tarde luminosa para enseñarle a Claude tu carta. Estábamos en los jardines de Luxemburgo, y caminábamos por una vereda materialmente alfombrada de pétalos. Dentro de unos días le entregarán ya su vestido de bodas. Me alegro que Carmen sea una excelente cocinera, como dices, y que hayas aprendido a disfrutar la cocina mexicana que, según mi erudito amigo, es muy variada y por su calidad (dice, con toda seriedad) está a la altura de la cocina china o la francesa. Me permito ponerlo en duda hasta no convencerme personalmente de lo contrario, y estoy de acuerdo contigo en que todo tiene un límite: si comer iguana o armadillo es una audacia, comer huevecillos de mosco o gusanos de agave sería una temeridad. Te abraza con el cariño de siempre tu afectísimo hermano que no te olvida,

ALPHONSE.

PS. Dos aclaraciones pertinentes: me atrae la obra de Von Clausewitz, pero no porque me interese la estrategia, sino por su contenido político. Después de todo, él fue el que dijo que la guerra no es sino la continuación de la política, ¿no es cierto? Ahora que, si el Fuerte de Perote estaba o no abaluartado al estilo Cormontaigne como las plazas del Mosela, tal y cual lo afirmas en una de tus cartas, pues eso sí que no me dice nada. Y por favor, Jean Pierre: yo jamás he usado un monóculo cuadrado. El que lo usa o lo usaba, según tengo entendido y por el afán de imitar a Morny, su protector, era Dubois de Saligny, quien por cierto ha caído de la gracia de Luis Napoleón. De nuevo un abrazo.