2. «Camarón, camarón…»

Camarón, camarón… Estaba yo no voy a decir que contento pero tampoco triste, no voy a decir que despierto pero tampoco dormido, y embobado viendo cómo un chupamirto cornudo se colgaba del aire para sorber el néctar de las flores del manto de la Virgen bajo las que yo estaba escondido porque eso sí, de estar escondido sí que lo estaba y no a medias, cuando los vi llegar, todos con sus kepís de visera cuadrada, sus cubrenucas, sus chaquetas azules y pantalones granza y sus polainas, todos menos los oficiales, menos un capitán o lo que me pareció un capitán con túnica negra y galones dorados, que yo no estoy para contarlo ni ustedes para creerme, pero tenía una mano de madera, la izquierda, y entonces me dije son los legionarios, pero lo importante no es que me lo diga yo, me dije, sino que se lo diga al coronel, que para eso me pagó: para que le informe quiénes son y cuántos. Y comencé a contarlos con los dedos: uno, dos, tres, y cuando llegué a cuarenta el chupamirto se espantó y perdí la cuenta, pero volví a encontrarla, y llegué como a sesenta. Apenas se les veía el polvo que iban dejando, cuando comencé a correr, pero a mí ni el polvo me vieron porque a correr no me gana nadie. El coronel estaba tomando la sombra bajo un algarrobo y casi ni me agradeció el mensaje porque se le habían metido unas niguas entre las uñas de los pies que su mujer le estaba escarbando, y reventaba de picazón y mal humor. Pero cuando se puso las botas cambió de talante y me agradeció un poco más, me dio una palmada en la espalda y me dijo Muy bien, dices que son como sesenta legionarios, muy bien, vamos a acabar con ellos, ven con nosotros para que veas cómo les vamos a dar en la madre a esos franceses. Sólo que un capitán bastante versado le dijo Con su perdón, mi coronel, si son legionarios, si son los mismos que según mis noticias llegaron a Veracruz en dos barcos que venían de Argelia bajo el comando del Coronel Jeanningros, si son los mismos, decía, lo más probable es que haya entre ellos más alemanes, prusianos y hasta italianos, sin exagerarle, mi coronel, que franchutes. Para el caso es lo mismo, dijo el coronel. Y sí, para el caso era lo mismo, porque de ese lado todos eran extranjeros, y de éste todos éramos mexicanos, con la ventaja que ellos eran sólo sesenta, o sesenta y pico y nosotros como mil, dicho sea también sin exagerar. Si hubiéramos sabido entonces del convoy, si nos hubieran dicho que esos legionarios andaban a la limpia del camino para abrirle el paso a un convoy cargado de oro y cañones para el General Forey o como se llame, en lugar de irnos tras ellos habríamos esperado el paso de los carros, al fin y al cabo éramos muchos y de todo el oro la mitad hubiera sido para el Gobierno de la República y la mitad para nosotros, que lo merecíamos, o al menos eso es lo que yo hubiera ordenado de ser coronel, pero yo ni a sargento llego porque yo no soy soldado, a mí me pagan por espiar, por estarme quieto horas y felices días como estaba yo bajo el manto azul de flores, casi sin respirar, y me pagan por correr, como les dije, y me pagan por probador. Pruebo los nopales a ver si no están amargos, y pruebo los capulines a ver si no están ácidos, y pruebo los hongos a ver si no son venenosos aunque lo sé con antelación, pero ellos no saben que lo sé, y por eso, les decía, me pagan, porque me conozco todos los vericuetos y todas las jorobas de la tierra de cinco leguas a la redonda de Chiquihuite, y todos los manantiales y los ríos como el Arroyo de La Joya por donde estaban ese día los legionarios, y como el Arroyo de Camarón, que es el que le da nombre a la hacienda adonde se atrincheraron esa noche esos cabrones. Camarón, camarón… Camarón que se duerme, decía mi padre, se lo lleva la corriente. Y no es que se hayan dormido los legionarios, que ni tiempo les dimos para eso, pero se durmieron en sus laureles, se confiaron, como dijo el capitán versado, en su victoria de Sebastopol o Sépalabola como se diga y se creyeron que estaban entre los turcos y en lugar de retirarse como yo mismo lo hubiera ordenado si fuera soldado, pero no soy, el capitán de la mano de madera que llamaban Capitán D’Anjou o algo por el estilo, los llevó al corral de la Hacienda de Camarón y allí, como su nombre lo indica, los acorralamos. Es decir, los acorralaron ellos, los soldados, porque yo nomás me quedé escondido entre unos malvones para ver qué pasaba y escribirlo en un mensaje para llevárselo a alguien, al que mejor me pagara. Yo no sé leer ni escribir, pero escribo en mi cabeza. La de cosas que allí tengo escritas, no las sabe nadie, a veces ni yo mismo. Y sé leer las piedras y los caminos, leo los montes y los helechos. Ese día leí las nubes. O mejor dicho leí el cielo porque no había ni una sola nube y me dije que no iba a llover una gota en mucho tiempo y que ahora esos legionarios sí que iban a saber lo que era la calor, pero no la calor del desierto qué va, sino la de las tierras calientes que por algo así se llaman, la calor de la fiebre amarilla que ya había comenzado a diezmarlos porque los tenderetes de los hospitales estaban llenos de legionarios roñosos que vomitaban un batiburrillo negro y hediondo, yo los vi. Y yo los vi también al Capitán D’Anjou y a muchos otros que se acercaban fumando cigarros como lo hacen los oficiales mexicanos que no son de tierra caliente pero que vienen a ella: porque así se espantan a las moscas. Pero qué duda que los cigarros no espantan a las balas: el primer tiro que les mandamos le tiró el cigarro de la boca a un oficialete, el segundo mató a un caballo que un legionario tenía entre las piernas; del tercer tiro y de los muchos otros que siguieron ya no les digo nada, porque no tuve tiempo de contarlos. Allá fuimos tras ellos hasta que se metieron en el corralón de la hacienda y yo, como les dije, me quedé escondido en un malvón. Yo no necesito fumar para espantar a los moscos. Ellos ya me conocen y saben que tengo mala sangre. Yo me quedo quieto, sin pestañear siquiera, por horas y horas, y si me da hambre me como lo que tengo más a mano. Sin beber, en cambio, puedo estar días enteros. Pero ellos no, lo supimos después. Esos tarugos se olvidaron de llenar sus cantimploras y cuando los acorralamos en Camarón no tenían ni una gota de agua, sólo una botella de vino para sesenta y tantos, imagínense ustedes, ni siquiera lo suficiente para que la muerte les hubiera sabido más dulce. Yo los vi pasarse la botella de boca en boca. Bebió el capitán de la mano de madera. Bebieron otros dos oficiales y bebieron unos cuantos. «¡Pásennos un trago, cabrones!», gritó uno de los lanceros mexicanos, y yo vi cómo uno de los legionarios se orinó en la botella, le puso el corcho de nuevo y nos la aventó diciendo algo en un idioma que no colegí. Más le hubiera valido guardar su orina para después, pero eso no lo sabía él entonces. La botella fue como la señal para comenzar el tiroteo. Nosotros, así como nos ven ustedes, o mejor dicho ellos, porque yo no soy soldado, así como los ven con sus camisas desgarradas y con sus pantalones color de tierra, así, a primera vista, como que no damos miedo, pero en una batalla de verdad, quien nos vea a todo galope aullando más fuerte que los soldados del batallón egipcio y que los céfiros africanos, quien nos vea de lejos pero cada vez más de cerca, más que orinarse por gusto, como el legionario francés, se caga del susto. Pero lo malo fue que esa vez las lanzas y los caballos nos sirvieron para poco, y la verdad sea dicha, los de la caballería, por muy machos y avezados que sean en las batallas, la verdad, decía, no éramos muy buenos para luchar a pie. Con uno de los primeros tiros los franceses mataron a un soldado que uno de nuestros caballos tenía en el lomo. Pero cuando la Providencia está del lado de uno, todo mal es para bien. Los legionarios tenían un par de mulas cargadas de víveres y municiones, de esas mulas sin bridas y sin cabestros que están enseñadas a seguir a un macho, y cuando vieron al caballo suelto, que por pura casualidad se acercó a pastar en los enrededores de la hacienda, salieron corriendo tras él. Camarón, camarón… Esos legionarios sí que se durmieron. Se pusieron a gritarle a las mulas como locos para que regresaran, y yo me dije sí que serán brutos, cómo va a ser que siendo mulas mexicanas entiendan el francés, porque no es que las mulas entiendan lo que uno les dice, pero entienden, si me explico. Y bueno, si yo ni a soldado llego, menos a legionario francés, pero de haberlo sido las hubiera matado a la mitad del camino para que los víveres y las municiones no fueran de nadie. De otra manera, como sucedió, los legionarios no sólo se quedaron sin agua, sino también sin comer. Nos decía el capitán versado después que esos legionarios son unos demonios que aguantan todo, que la fuerza y las lascivia la sacan del ajenjo y de un vino rojo y espeso como sangre; nos decía que esos legionarios saben montar camellos y que matan a los beduinos como moscos, pero que cuando caen vivos en manos de ellos, se ha sabido de casos en que los atan a un poste para que los perros se los coman vivos, y que ellos ni chistan, y que todos, dijo el capitán, todos están enfermos de la sílfide o como se llame, que todos son un chancro vivo de pies a cabeza y que eso también les da fuerza a esos demonios. Pero aquí no, capitán, aquí, como ya se vio, no aguantan, le dije, o mejor dicho me hubiera gustado decirlo porque quién soy yo para contradecir a un capitán, quién soy yo para hablarle al tú por tú a un oficial. Aquí no. Aquí, en Camarón, los vamos a matar a todos si los números no mienten, porque allá de ese lado son sesenta y aquí de este lado somos mil. O me hubiera atrevido a decirle al coronel: aquí de este lado, aunque del otro sean veinte mil los soldados que nos mande Napoleón, aquí somos un millón, y más le hubiera valido, más le hubiera convenido al emperador, al franchute y a ese otro caracho austríaco que nos quieren mandar, más les hubiera valido hacer números, porque los números no mienten. A mí nadie me enseñó ni a sumar ni a restar. No sé leer los números ni escribirlos en un papel. Pero sé sumar las flores y los zopilotes. Sé restar los días y los muertos. Y nunca yerro. Los zopilotes tampoco yerran. Por eso, esa vez, y a pesar de que hubo muchos más muertos entre nosotros, que eso poco importaba porque para el caso éramos hartos, los zopilotes comenzaron a dar vueltas no arriba de nosotros, sino de la Hacienda de Camarón, por eso, o porque quizás los zopilotes, pienso, están comenzando a preferir la carne blanca de francés y de alemán, se están malacostumbrando. Y digo que había muchos muertos entre nosotros los mexicanos porque los legionarios, de cada doce balas que disparaban, una la ponían en un mexicano, así de buenos tiradores eran. De las otras once balas, una se perdía en el aire, otra se daba un chapuzón en el arroyo y se iba corriente arriba como un salmón plateado; otra besaba el polvo y se retorcía como buscapiés; otra se encajó en el tronco de un caobo y le sacó chispas azules, y otra, no lo van a creer, pero yo lo vi, me mató al chupamirto que estaba viendo yo en ese momento, y eso que de verdad les aseguro que si le apuntan ustedes a un chupamirto no le dan nunca, porque es más pequeño que una bala y tan veloz. Pero esa bala fue de puro azar y del pobre chupamirto sólo quedó una lluviecita de plumas, qué otra cosa podía quedar. Me puse a contar los muertos que nos hacían, pero como nuestros muertos eran muchos y estaban desperdigados, mejor me puse a contar a los legionarios, y como en la canción de los perritos dije De sesenta legionarios a uno lo mató una bala, y me quedaron cincuenta y nueve, de cincuenta y nueve legionarios a otro lo mató otra bala y me quedaron cincuenta y ocho, y cuando me quedaban sólo unos cuantos vivos, no es que hubiera perdido la cuenta sino que tuve que parar de contar. Era mediodía. Los legionarios dejaron de disparar y nosotros también. Se hizo el silencio. Un silencio enorme, que parecía del tamaño del mundo. Pero cuando digo silencio, no quiero decir eso exactamente, porque la selva nunca está callada. Si esos legionarios hubieran durado más tiempo, si hubieran pasado la noche en la Hacienda de Camarón, habrían visto, o mejor dicho habrían oído que la selva, en la noche, está más despierta que en el día. El coronel ató un pañuelo blanco a una lanza, la asomó por encima de un arbusto, y luego se asomó él y les pidió a los legionarios la rendición sin condiciones. Primero nos respondió un mono aullador. Luego, un legionario a quien ya había visto yo de bruces en un tejado todo el tiempo, y no sabía cómo las balas no lo habían tocado ya. Era un hombre de pelo güero que según dijo el capitán versado, por la forma en que hablaba debió ser un polaco. El güero se enderezó y les preguntó a los legionarios de abajo cómo se decía en español lo que nos dijo después: «¡Mierda!». El coronel se hizo el desentendido y esperó a ver qué decía el capitán de la mano de madera. Pero esos brutos no quisieron rendirse, dijeron que los legionarios no se rendían nunca. Camarón, camarón… Les respondió un pájaro reidor. Les respondió uno de esos pájaros que se ríen siempre, pero que nunca los ves. Y a ese pájaro no es que le respondiera otro, pero como si así hubiera sido: el coronel soltó la carcajada. Luego se rio un capitán, y luego nos fuimos riendo todos, y al poco tiempo ya había como mil pájaros reidores que se reían de los legionarios acorralados, de los legionarios sin agua y sin pan, de los legionarios con kepís de visera cuadrada, de los legionarios y de su capitán con su túnica negra y dorada y su mano de madera. Destapamos las botellas y les gritamos Salud franchutes. Abrimos las latas de galletas y las aventamos al aire para que vieran que nos sobraban, bebimos de nuestras cantimploras y les hicimos gárgaras y escupimos chorros de agua para que vieran que ni nos hacía falta. Atamos trapos blancos y tulipanes y calzones y aristoloquias y ramas de colorines a las lanzas y las bayonetas y les gritamos aquí está la paz que no quisieron, cabrones, se las vamos a meter por donde ya saben. Y agarramos las balas que cargaban las dos mulas escapadas, y como no nos servían porque eran muy largas y puntiagudas para nuestros fusiles Spencer, aunque después nos iban a servir cuando agarráramos los fusiles de los legionarios, las aventamos a puñados al aire, para que vieran que también las balas nos venían guangas. Es decir, y como ya les dije, cuando les digo que nosotros hicimos esto y nosotros hicimos lo de más allá, les repito que fueron ellos, los soldados, porque yo no soy soldado sino espía. Y no sólo sé quedarme horas y horas quieto, sino que también sé arrastrarme, sin hacer ruido, sin mover una hoja, como una serpiente forrada con plumas. Y aproveché la tregua y la risa de los pájaros reidores para arrastrarme, sin ruido, en busca de soldados muertos. De contar cosas, no se puede vivir. La gente me paga mal, cuando me pagan. Yo vivo más de los muertos que de los vivos. Un anillo de oro me deja más dinero que el que me deja contar el trabajo que me costó quitárselo a un muerto que tenía la mano engurruñada. Una cadena de plata me deja más que contar cómo ahorqué con ella al moribundo que la tenía puesta para ayudarlo a irse más pronto al cielo. Casi no hay batalla de la que no saque yo unos pesos, dos o tres dientes de oro, pañuelos de seda, puros habanos. Pero del sitio de Camarón, lo que yo más quería era un kepí de legionario, era unas botas francesas, era una chaqueta azul y unos pantalones granza. Del sitio de Camarón, lo que yo quería de verdad, no era ni el kepí ni las botas ni la chaqueta azul ni los pantalones granza. Lo que yo quería era la mano del Capitán D’Anjou. Al que me pague mejor, se la enseño. La tengo aquí en esta bolsa. No tuve que arrancársela al Capitán D’Anjou ni cuando estaba vivo ni cuando estaba muerto. La mano saltó cuando una bala le pegó en el pecho al capitán, y él se cayó por un lado y la mano se cayó por otro. Yo la vi saltar a la mano, la vi pegar tamaño brinco como si fuera un pájaro, y como si fuera un pájaro herido la vi caer en el polvo, y como si fuera un pájaro muriéndose la vi temblar en el suelo, y todavía otra bala perdida le pasó rozando y le hizo pegar otro brinco cuando ya el capitán estaba muerto. Y luego la calor comenzó a amainar, pero ya para entonces los legionarios estaban muertos de sed, y se lamían el sudor unos a otros, y se arrastraban para beber la sangre de los heridos y se orinaban en sus cantimploras sin ganas de orinar para beberse sus propios meados. Después sonó un clarín, o lo que pensamos nosotros que era un clarín y también lo pensaron ellos, y el coronel se amoscó porque creyó que venían otros legionarios para romper el sitio. Pero no pasó nada. Nadie llegó para ayudarlos y yo pensé que tal vez, así como hay un pájaro reidor, debe haber también un pájaro clarín. Y comenzamos a imitar los clarines franceses, y comenzamos a imitar las trompetas francesas mientras nos preparábamos para el asalto final a punta de bayoneta, porque de los cincuenta y ocho legionarios que nos quedaba a uno lo mató una bala que le entró por un cachete y le salió por otro junto con una hilera de dientes y un trozo de lengua, y me quedaron cincuenta y siete, y de los cincuenta y siete que me quedaron a otro lo mató una bala que se le metió por el sobaco sin siquiera hacerle cosquillas, y me quedaron cincuenta y seis, y de los cincuenta y seis que me quedaban a cincuenta los mataron otras cincuenta balas y cuando ya nada más quedaban seis legionarios acorralados en el corral de la Hacienda de Camarón, seis o quince si es que me equivoqué en la cuenta, pero no más de los que pudiera contar con los dedos de tres manos, el coronel dijo Ya basta, vamos a acabar con ellos, y nos lanzamos al asalto del corral. Es decir, se lanzaron ellos, porque yo me quedé quieto entre los malvones, nomás viendo, para contarles a ustedes lo que pasó, y no porque le tenga miedo a la muerte, sino porque yo entre otras cosas, vivo de contar sucedidos, y si me muero, señores, no les puedo contar cómo me morí. Si me muero, sería el único muerto del que no podría vivir. Una vez, en una batalla, gané unos anteojos largavista que tenía un capitán muerto, y se los vendí luego a otro, porque yo no necesito de largavistas: estoy acostumbrado a ver de lejos. De los malvones pegué un brinco para treparme a un capulín porque desde allí se veía mejor lo que estaba pasando cerca de la barda del corralón que da hacia el río. Del capulín pegué otro salto para esconderme entre unos espinos porque desde allí se veía mejor lo que estaba pasando en los cuartos que dan al corralón; del espino pegué otro brinco para treparme a un colorín, porque desde allí se veía mejor lo que estaba pasando en la entrada del corralón que da al camino principal. En el capulín me llené las bolsas de capulines y luego me quedé muy quieto para que no se espantara un cardenal de Jalapa que se escarbaba las plumas en busca de pulgas. En el espino yo fui el que me espanté porque me puse a cagar y me espiné las nalgas. En el colorín aproveché para comerme los capulines y escupir los huesitos sobre un muerto de los nuestros que estaba abajo con la boca abierta, para ver cuántos huesitos le atinaba yo a que le entraran por la boca. Desde el capulín vi cómo unos legionarios trataban de escapar saltando sobre una pila de cadáveres que estaba casi tan alta como la barda que da hacia el río, y vi cómo saltaban la barda, pero del otro lado había otros de los nuestros que los ensartaron como si fueran pollos con sus bayonetas. Desde el espino vi cómo uno de los nuestros le encajó la bayoneta a un legionario en el cuello y le saltó un chorro de sangre, y cómo un legionario, en venganza, le encajó a uno de los nuestros la bayoneta en la vejiga y le saltó un chorro de orina. Desde el colorín vi a un franchute y un mexicano que luchaban con sus dagas, y vi cómo se abrazaron para encajárselas en las espaldas de cada quien y cómo cayeron muertos, así abrazados, como si estuvieran queriéndose, y recordé lo que había dicho el capitán versado de que muchos legionarios de tanto no ver mujeres acaban queriéndose entre ellos pero que los oficiales se desentienden porque no les importa que no sean muy machos cuando se quieren, con tal de que sean muy machos cuando nos odian. Y de que lo son, lo son. Son demonios, son brutos. De los quince legionarios que me quedaban, uno se murió de un bayonetazo, y me quedaron catorce. De los catorce que me quedaban, uno se murió de una puñalada y me quedaron trece. Y como el trece es un número de la mala suerte cuando uno tiene la suerte volteada, de los trece sólo quedaron vivos tres o cuatro que los nuestros se llevaron presos. Todos los demás están allí, en Camarón. Es decir, estaban. Yo me esperé a que pasara todo y a que llegara la noche, y cerré los ojos, pero no me quedé dormido, porque yo nunca, ni con los ojos cerrados, me quedo dormido. Y ahora, señores, déjenme enseñarles lo que traigo aquí, en esta bolsa. Éstos son los huesitos de los capulines auténticos de la Batalla de Camarón, señores, los huesitos de los mismísimos capulines que yo arranqué con mis propias manos cuando estaba trepado en el capulín viendo cómo se morían los legionarios. Éstas son las auténticas plumas del chupamirto de la Batalla de Camarón, señores, las mismísimas plumas que yo recogí con mis propias manos cuando lo mató al pobre una bala francesa. Éstas son las auténticas flores de colorín de la Batalla de Camarón, señores, las mismísimas flores que arranqué con mis propias manos cuando estaba yo trepado en el colorín viendo cómo mataban a los franceses. De esta batalla, como les digo, no les traje kepís ni polainas, ni chaquetas azules ni pantalones granza, y no sólo porque yo no quería ni kepís ni polainas ni chaquetas ni pantalones, sino porque cuando ya se habían ido los nuestros y yo me acerqué de puntitas al corral de la hacienda, me encontré que todos los cuerpos estaban desnudos, y que esos desgraciados se habían llevado todas sus ropas, y peor que eso, señores, todo el dinero, todos los anillos, todas las medallas de plata y los dientes de oro de los legionarios, que ya ni eso parecían sino simples cristianos, de tan encuerados que estaban, los pobres, pero ya ni calor ni frío, y como comenzando a pudrirse, como comenzando a hervir. A patadas espanté a los perros y a las ratas. Esta piel de rata que ven, señores, es la piel de una rata auténtica de la Batalla de Camarón. Pero allí, medio escondida entre unos cadáveres, como si nada, quieta y todavía caliente por así decirlo, estaba lo que yo quería encontrarme y que me encontré por fin: la mano de madera del Capitán D’Anjou. Y aquí la traigo, señores. Y si les dicen, y si les cuentan por allí que he vendido más de una vez la mano del Capitán D’Anjou, es que es verdad, pero es mentira. Como no nada más de contar cosas se puede vivir, como les decía, me puse a hacer varias manos de madera iguales a las del Capitán D’Anjou. Una se la vendí a un cura que la quería para colgarla de la cuerda de una campana. Otra se la vendí a un francés que sabía casi tantas historias como yo, pero no de espiarlas de verdad, sino de espiarlas en los libros. Otra más se la vendí por correo a la mismísima viuda del Capitán D’Anjou. Otras qué se yo a quién se las vendí, pero las vendí bien. Pero ésta es la auténtica mano de la Batalla de Camarón, la auténtica mano de madera del Capitán D’Anjou. Vean, véanle el polvo del camino que lleva a la Hacienda de Camarón. Esta que tengo aquí, entre los huesos de capulín y las plumas del chupamirto y los pétalos de flores de colorín, es la mano de madera con la que el Capitán D’Anjou le rompió la cara a los bereberes de Mers-El-Kébir, ésta la mano que un carpintero de Constantina hizo para sustituir la mano del héroe de Kabylia y de Magenta, del ilustre soldado de Saint-Cyr que perdió una mano en Argelia sin peligro y sin gloria, véanla, véanle la sangre del propio Capitán D’Anjou, véanle las astillas de la bala que le hizo pegar el segundo brinco que les conté; ésta es la mano que despertaba a bofetones a los legionarios embrutecidos por el cafard, la mano que hacía temblar a los príncipes disfrazados de legionarios, la mano que golpeó el mapa de Veracruz cuando el capitán dijo Aquí está Camarón, aquí llegamos y aquí nos quedamos. Véanla, señores, ésta es la mano auténtica que se quedó sin el capitán que se quedó sin mano, la tengo certificada por el Alcalde de Chiquihuite; pongo por testigos a Dios y las tuzas, a todos los santos y a los caobos, la tengo certificada por un desertor polaco que se largó a la California en busca de pepitas de oro del tamaño de una calabaza, la tengo certificada por el propio Capitán D’Anjou que la firmó poquito antes de morir, y la cambio, señores, cambio la mano por diez pesos de plata si son ustedes ricos, la cambio por una botella de aguardiente si son ustedes pobres, la cambio, si quieren, por otra historia que pueda yo contar y vender, señores, con una sola condición: que sea una historia mejor que la historia de Camarón. Camarón, camarón…