Luis Napoleón le envió una carta a Bazaine en la que le pedía pruebas que confirmaran el rumor en el sentido de que Benito Juárez había sobornado a Jules Favre. Richard Metternich le escribió al ministro del Exterior austríaco, Conde de Rechberg, para decirle que la Emperatriz Eugenia odiaba a Miramón y que la intervención estaba destinada a fracasar. Don Francisco de Paula y Arrangóiz le escribió desde Madrid a su tocayo Don Francisco Javier Miranda diciéndole que la Reina Isabel de España prefería la República con Juárez al Imperio con el Archiduque. El Archiduque le escribió a Luis Napoleón felicitándolo por la caída de Puebla y la toma de la ciudad de México. El General Santa Anna le escribió desde la Isla de Santo Tomás a Gutiérrez Estrada, para ofrecer sus servicios al Imperio. El Teniente Coronel Loizillon, en una carta desde México, le contó a Hortense Cornu que se le había roto la boquilla de ámbar de su pipa, pero que un mexicano le enseñó a disolver los restos en aceite y esencia de terebinto, para remodelarla. Gutiérrez Estrada recibió una carta, de Miramar, en la que Fernando Maximiliano le aseguraba que la suerte del hermoso país del Señor G. E. siempre le había interesado vivamente, pero que él no podía cooperar a la salvación de México a menos que una manifestación nacional demostrara sin lugar a dudas el deseo del pueblo de colocarlo en el trono. Desde Chantilly, el general mexicano Adrián Woll d’Obm le escribió a su amigo el Coronel Pepe González en La Habana para decirle, al referirse a Leonardo Márquez, que la verdad era que «en nuestro desgraciado México el terror da prestigio», y que no se le olvidara enviarle cada mes un billete de lotería. El General Bazaine le escribió desde el Palacio de Buenavista al ministro de Guerra francés, el Mariscal Randon, para informarle que la división del General Castagny había ocupado con éxito las ciudades de León y Lagos. En Bruselas, el Rey Leopoldo recibió una carta de su hija Carlota en la que ésta se quejaba de lo muy reaccionario que era el partido clerical mexicano. En Miramar, Carlota recibió una carta de su adorado papá Leopich en la que éste le advertía que un partido así, una vez adicto a uno, sigue siendo fiel, lo que no sucede con los volterianos, decía el monarca belga, porque «el volterianismo español y criollo es una cosa triste». El Príncipe Cari von Solms recibió una carta desde Carlsbad en la que el antiguo chargé d’affaires de Inglaterra en México, Sir Charles Wyke, le decía que esperaba que el Archiduque no metiera la cabeza en ese avispero. Luis Napoleón le escribió a su nuevo embajador en México, Montholon, recomendándole que tratara con la Regencia el proyecto de convertir el Estado de Sonora en un protectorado francés. Maximiliano le envió a Richard Metternich una carta que debía ser presentada a Luis Napoleón, en la que se refería al genio del emperador de los franceses, y manifestaba que su aceptación estaba sujeta al apoyo de Inglaterra. En Miramar, el Archiduque recibió una carta del comodoro americano Maury, en la que éste se ofrecía para el cargo de Gran Almirante de la futura Flota Imperial Mexicana. Desde Londres Sir Charles Wyke le escribió a Stefan Herzfeld una carta en donde le contaba de la audiencia que le había otorgado en París Luis Napoleón, y durante la cual el inglés le había manifestado al emperador que dadas las circunstancias el Archiduque Maximiliano no sería bien recibido en México. El General Almonte, en una carta en la que llamaba ya «Sire» y «Su Majestad» a Maximiliano, le aseguró a éste que en el momento en que leyera esas líneas, seis millones de mexicanos se habrían ya declarado por la monarquía. Desde Compiègne, Eugenia le escribió a Carlota para decirle que, por desdicha, en aquel hermoso país —México—, sólo había hombres de partidos que ardían por satisfacer su odio y su rencor. Maximiliano le escribió a Pío Nono una carta que Su Santidad consideró como impertinente porque en ella el Archiduque se permitió hablar del «corrompido» clero mexicano. Desde Londres, el antiguo corresponsal del «Times» en México, Charles Bourdillon, le escribió a Maximiliano y le dijo que la banca inglesa no parecía muy dispuesta a participar en el financiamiento de la empresa. Desde la misma Londres, Carlos Marx le envió una carta a Federico Engels, escrita mitad en alemán y mitad en inglés, donde le decía que Luis Bonaparte no sólo andaba a los saltos, sino además «in a very ugly dilema with his own army», y que México y las genuflexiones ante el zar, a las que Boustrapa (empujado por Pam) se entregaba en «Le Moniteur», bien podían romperle la crisma. «Pam» era Palmerston, y «Boustrapa» un apodo de Luis Napoleón, formado con los nombres, en francés, de las tres ciudades desde las cuales había intentado tomar el poder: Boulogne, Strasbourg y París. Y, si en su castillo de Nantes los esposos Cittadella y Blanche recibían una carta de Julien que dijera, por ejemplo: «Cittadella ha tenido ya ocasión de comprobar que sin la ayuda de Bordeaux y Rouen y guiado por la Divina Providencia el ejército de Metz ha conquistado Tours para aflicción de los conservadores y júbilo de los liberales, pero no obstante hace falta ahora, además de confirmar el apoyo de Orleáns, que Jean presione al cuerpo legislativo para lograr nuevas erogaciones de testimonios destinadas a la empresa, y convencer a Adolphe para que haga entrega del algodón», esto quería decir que en su Castillo de Miramar, los esposos Maximiliano y Carlota recibían una carta de Gutiérrez Estrada escrita de acuerdo a una de las claves secretas inventada por el mexicano para comunicarse con el Archiduque, el cual para descifrarla sólo tenía que sustituir unos nombres por otros, de acuerdo a la lista en la que Nantes era Miramar, Cittadella él, Su Alteza Imperial Maximiliano, y Blanche Su Alteza Imperial Carlota, Julien el propio Gutiérrez Estrada y Bordeaux Inglaterra, Rouen España, Metz Francia, Tours México, los conservadores los liberales, los liberales los conservadores, Orleáns Viena, Jean el emperador francés, el testimonio el dinero, Adolphe la Casa Rothschild, el algodón el empréstito y la Divina Providencia siempre la Divina Providencia que al igual que Dios y todos los Santos aparecían siempre en las cartas de Julien con sus nombres y sus atributos propios, al lado también de Louis, Paul, Charles, Julie, Daniel, Richard y el Havre —y muchos otros—, que eran respectivamente Eugenia, el Papa, Almonte, Francisco José, Miramón, Santa Anna y Veracruz.
Cartas, así, por docenas, cientos, de un lugar a otro de Europa y a través del Atlántico de Europa a América, y durante los años de 1862 y 63 y comienzos del 64, fueron y vinieron, unas por el correo ordinario, en burro, en diligencia, en los barcos de la «Royal Mail Steam Packet Company», otras por correos especiales, inocentes unas, mentirosas otras, secretas o en clave, breves, interminables, optimistas, con mensajeros privados, reales. Y como esto no fue suficiente, todo el mundo viajó también de un lugar a otro, opinó, aconsejó, advirtió. Maximiliano envió a Roma a su antiguo valet-de-chambre y ahora su secretario particular Sebastián Schertzenlechner para pedirle consejo al Papa y de paso obsequiarle un modelo de la capilla sepulcral de Jerusalén labrada con la madera de un olivo del huerto, no faltaba más, de los olivos. El Rey Leopoldo envió a Miramar al antiguo Ministro de Bélgica en México, Monsieur Kint de Roodenbeck, especialista en informes que halagaban los oídos de sus superiores, para que hablara con su yerno de la viabilidad de una monarquía en México. El historiador Louis Adolphe Tiers manifestó que todo era una locura. Carlota mandó confeccionar a Bruselas las libreas de su futura mansión imperial. Maximiliano se quejó de que, mientras los parientes de su mujer, los Coburgo, conquistaban trono tras trono, la familia Habsburgo había perdido dos en fechas recientes: el de Módena y el de Toscana. El arzobispo mexicano Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos le pidió permiso a Luis Napoleón para que el Mariscal Forey viajara a Miramar y hablara con el Archiduque, y Napoleón lo negó. En Miramar, el Archiduque leyó un informe del Cónsul de Estados Unidos en Trieste, Richard Hildreth, en el cual éste aseguraba que los mexicanos tenían una antipatía terrible y congénita contra los reyes y los aristócratas. Monsieur Kint de Roodenbeck viajó a París con la consigna de aclarar que Maximiliano estaba dispuesto a aceptar el trono en cuanto las ciudades de Morelia, Querétaro, Guanajuato y Guadalajara se declararan en favor del Imperio. Luis Napoleón le manifestó a Metternich que no sería conveniente acudir en México a un sufragio universal. Santa Anna le escribió al Archiduque Maximiliano y le aseguró que no sólo un partido, sino la inmensa mayoría de la nación mexicana, anhelaba la restauración del Imperio de Moctezuma. El Archiduque Maximiliano, dijo Sir Charles Wyke, será elegido por la mayoría de votos de lugares habitados por dos indios y un mono. El Rey Leopoldo le advirtió a su hijo político Cher Max, que quienes conocían a los habitantes de México, tenían por desgracia el peor concepto de ellos. El señor Arrangóiz viajó a Miramar y le dijo al Archiduque que si bien la mejor forma de gobierno para México sería una monarquía, ésta, sin embargo, no debía ser permanente. Luis Napoleón se manifestó contra la idea de devolver al clero mexicano las propiedades confiscadas, y Maximiliano escribió al Consejo de Regencia ordenándole que no decidiera nada referente a los bienes eclesiásticos antes de su llegada. La Reina Isabel de España lamentó que no se hubiera pensado en su hija para Emperatriz de México. Y así como el Duque de Brabante le había escrito antes a su hermana Carlota en Miramar para decirle que si él tuviera un hijo mayor de edad trataría de hacerlo Rey de México, Eugenia le dijo al embajador norteamericano en Francia —quien le aseguró que en su país el Norte sería vencedor y todo acabaría mal para el Archiduque—, que si México no estuviera tan lejos y Lulú el principito imperial no fuera un niño, ella desearía que se pusiera a la cabeza del ejército francés para escribir con la espada una de las páginas más bellas de la historia del siglo, y el embajador le dijo a la Emperatriz que diera gracias a Dios por las dos cosas: porque México estaba tan lejos, y porque Lulú era todavía un niño. El señor Arrangóiz viajó a Londres como representante de Maximiliano, con la consigna de convencer a la corte de Saint-James que el Archiduque estaba muy alejado de toda idea fanática en cuestiones religiosas. Maximiliano invitó a Sir Charles Wyke a conferenciar con él en Miramar, pero Sir Charles declinó la invitación por órdenes de Lord Russell. El General James Williams del ejército confederado le escribió al Archiduque, y en su contestación el Archiduque le pidió que enviara sus saludos al Presidente de la Confederación, Jefferson Davies, y le manifestara que sus simpatías estaban con el Sur. Luis Napoleón le escribió a Maximiliano y le dijo que en México era necesaria una dictadura liberal, porque un país caído en la anarquía no podía ser regenerado por medio de la libertad parlamentaria. Cittadella —o sea Maximiliano— y Julien —o sea Gutiérrez de Estrada— se encontraron en Merano en secreto y allí Cittadella, que viajaba de incógnito, le dijo a Julien que no exigía el voto de todos los habitantes de Tours —o sea de México— pero que por otra parte el de una fracción de la capital sería insuficiente. Julien seguía muy entusiasmado, porque, y tal como le había expresado en una ocasión el Conde de Mülinen, comparaba a Austria, en relación a México, «como una jovencita que espera pudorosamente el matrimonio». Aunque por otra parte Julien estaba muy decepcionado porque Richard —o sea Santa Anna—, a quién él había propuesto como único Regente de México —o sea de Tours—, los había traicionado y, junto con su hijo, se había declarado en contra del ejército invasor de Metz —o sea de Francia—. Por último Julien estaba muy alarmado porque en Francia —o sea en Metz— se hablaba ya de otro candidato al trono: el Príncipe Joinville, tío de Carlota, con lo cual, se rumoreaba, sería quizás posible apaciguar a la temida oposición orleanista en el Parlamento de Metz. Y en este caso, por supuesto, «orleanista» sí quería decir partidario de la Casa de Orleáns, de los Orleáns Orleáns por así decirlo. Julien, por último, estaba muy disgustado porque la prensa de Orleáns —y en este caso Orleáns quería decir de nuevo Viena— criticaba la ansiedad de Maximiliano —o sea de Cittadella— para aceptar el trono de Tours —o sea de México—, y lo que era peor, un diputado había dicho que si Maximiliano se iba, no lo haría sin antes renunciar a todos los derechos a la sucesión austríaca, y esto había alarmado también, y mucho, a Cittadella y a Blanche, quienes en su castillo de Nantes a la orilla del Adriático sopesaban cada día todos los pros y los contras.
Amaba tanto sus libros, esa espléndida biblioteca de seis mil volúmenes de arte, historia, literatura. Las novelas de Walter Scott. La Historia Universal de su querido amigo y profesor César Cantú. Los estudios de Leonardo sobre el vuelo de las aves. Los poemas de Byron, que se había propuesto leer algún día en voz alta a la orilla del Mar Negro. Amaba tanto también —amaban los dos— el Castillo de Miramar, su hermosísimo parque que cubría veintidós hectáreas, la Saletta Novara que reproducía el «quadrato di poppa» de la fragata del mismo nombre; el Lago de los Cisnes; la Sala della Rosa dei Venti, así llamada porque en el techo giraba una gran rosa náutica gracias a la cual se podía conocer la dirección del viento sin salir del castillo; la propia biblioteca con los bustos de Dante, Homero, Goethe y Shakespeare; la piazzola de los cañones que les había regalado papá Leopoldo, la fastuosa Sala dei Regnanti, tantas cosas: ¿Debo dejar todo esto a cambio de sombra y mera ambición?, pensó, y decidió escribir un poema: Me fascináis con el señuelo de una corona, y me turbáis con puras quimeras, ¿deberé prestar oído al dulce canto de las sirenas?, y Viena, Viena también, su amada Viena, el Hofburgo y Schönbrunn, sí, sobre todo el espléndido Palacio de Schönbrunn que el esposo de María Teresa había convertido por fuera y por dentro en una de las maravillas del arte y la arquitectura rococó y que sólo los tontos podían comparar a Versalles o Casería. Si se iba a México, quizás nunca volvería a verlos. ¿Debo separarme para siempre de mi amado país… las falsas ruinas romanas del Jardín de Schönbrunn donde jugaba a las escondidas, la Sala de los Espejos donde María Teresa asistía al juramento de sus ministros y Mozart había dado un concierto cuando tenía sólo seis años de edad… y de la hermosa tierra de mis años tempranos?, el cuarto blanco y dorado donde nació, con cortinas de damasco rojo y el reloj de los querubines, las paredes tapizadas de azul cielo y la alondra disecada: ¿Deseáis, pues, que abandone mi cuna dorada, la tierra en la que transcurrieron los años más luminosos de mi niñez?, y recordó con un poco de escalofrío a la Baronesa Sturmfeder que siempre había querido más a Franzi su hermano: nunca conquistó el cariño de la baronesa, a la que le decían «aja», así, en portugués. Y donde transcurrieron también los años más luminosos de su juventud, y recordó a la linda Condesa Von Linden y el día en que le compró un ramo de rosas en una florería de la Ringstrasse y esa noche ella llevó el bouquet a la ópera y cuando él la observó con sus binoculares la condesita hundió la cara en las rosas. Y pensar que su hermano Franz se había atrevido a separarlo de ella, a acabar con ese romance adolescente… ¿Y donde experimenté los exquisitos sentimientos del amor temprano? Pero después la olvidó, olvidó a la condesita porque se había convertido en un viajero incansable. Y eso, viajar por todo el mundo, ya no podría hacerlo si aceptaba el trono. Es verdad que otros grandes monarcas habían dejado su país durante largas temporadas, para conocer y aprender. Pedro el Grande, por ejemplo, estuvo casi un año fuera de Rusia. Y Eric XVI, el rey loco de Suecia, se las había arreglado para visitar de incógnito las tabernas más sórdidas de Londres. Se decía también que el nuevo Sultán de Turquía, Abdul Aziz, planeaba viajar a Viena y París… Aun así, ya no sería lo mismo viajar como soberano que como simple Archiduque. No hacía sino unas semanas que le había dicho a su cuñada Elisabeth, más bella que nunca, que le gustaría hacer un viaje en globo por la India, el Tíbet, la China… Imposible que el Emperador de México se lanzara a una aventura semejante. Y recordó las mujeres de Nubia y de Berbería que tanto lo habían turbado con su desnudez en el mercado de esclavos de Esmirna y que a su pedido Geiger, el dibujante oficial del barco «Vulcain» que los llevó de Trieste a Grecia y el Asia Menor, había retratado con tanta maestría. Sí, porque sólo era un Archiduque, o un ilustre desconocido, en Sevilla pudo sobornar a los aduaneros para que no registraran su equipaje, y en una playa de Albania y a la sombra de las escarpadas rocas de Escutari pudo desvestirse, para bañarse in conspectu barbarorum —como escribió en sus «Memorias»—, a la vista de esos salvajes albaneses de rojos gorros turcos, caftanes de fustán bordado y guarnecida, la cintura, de pistolas y dagas.
Pero los pros eran muchos. Carlota no podía seguir pintando óleo y acuarelas toda la vida. Ni él tocando el órgano hasta hacerse un viejo. ¿Y acaso México no era un país muy grande, que tenía todos los climas del mundo, todos los paisajes: desiertos, junglas, cordilleras nevadas, bosques de coníferas? Viajaría por su Imperio, recorrería todas sus provincias, se bañaría en todos sus mares. Además, si se cumplía el Gran Designio, el mayor de todos: el de crear un Imperio desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego, viajaría a Honduras, exploraría el Darién, visitaría Venezuela la patria de Simón Bolívar, viajaría por el Amazonas como otro Orellana, subiría a la cumbre del Aconcagua, bebería en Valparaíso oscuros vinos rojos de Maipú…
Otro de los problemas, el del financiamiento de la empresa, se solucionaría solo: México era un país de recursos infinitos. La verdad es que Luis Napoleón había abusado y él, Maximiliano, tuvo que confesarse a sí mismo que en ese aspecto se había mostrado débil. México, o en otras palabras el Tesoro Imperial Mexicano, pagaría todo: el transporte de las tropas francesas, su alimentación, sus salarios, y por supuesto todos los gastos de la campaña todos los años que durara: cada bala, obús o granada utilizados o de reserva, los nuevos uniformes que se fueran necesitando, el pienso y forraje de caballos y animales de tiro, las fiestas, todo. Luis Napoleón, en una carta al Archiduque, confirmó que el ejército francés en México sería reducido gradualmente de manera que a fines del 65 hubiera todavía veintiocho mil hombres, veinticinco mil a fines del 66, veinte mil a fines del 67, y que seis mil hombres de la Legión Extranjera permanecerían durante ocho años en México. «Suceda lo que suceda en Europa», decía Luis Napoleón, «la ayuda de Francia no le faltará nunca al nuevo Imperio». Esta ayuda, y según los cálculos, costaría al tesoro mexicano, hasta julio de 1864, la cantidad de doscientos setenta millones de francos. Además, el Imperio debía satisfacer las reclamaciones de la Casa Jecker y, con ellas, todas aquellas que habían sido presentadas por Monsieur de Saligny a los aliados de la Convención Tripartita en Veracruz. Pero Maximiliano jamás accedería al deseo de Luis Napoleón de crear un protectorado francés en Sonora. Un «protectorado», por cierto, que hubiera comprendido algo más que ese Estado, pues según las instrucciones recibidas por Montholon, debía abarcar toda una franja del territorio mexicano, desde el Golfo de California al Pacífico, y por lo mismo grandes extensiones de Sinaloa, Chihuahua, Durango, Coahuila, Zacatecas, Nuevo León, San Luis Potosí y Tamaulipas: la mitad de México. Pero no sería así. La plata de México pertenecía a los mexicanos, y con ella bastaría y sobraría para sufragar la expedición y el Imperio. Sí señor, lo van a ver. ¿No habían dicho en Europa, cuando Felipe II construía El Escorial, que nunca lo iba a terminar porque no le alcanzaría todo el oro de España? Y Felipe II terminó El Escorial y en una de las torres mandó colocar un gran trozo de oro para que vieran que le había sobrado. Algo así harían Carlota y él en México… después de todo, el oro de El Escorial había salido de la plata mexicana.
Lo que más les quitaba el sueño, era otro problema. Durante toda una década desde 1848, el año en que Francisco José fue proclamado emperador, hasta el nacimiento del Príncipe Rodolfo en 1858, Maximiliano había ocupado el primer lugar en la línea de sucesión del trono austríaco. En 1853 los bordados de oro del cuello del uniforme de Francisco José ¿o habían sido los botones? que desviaron el puñal de Livényi, habían impedido que Max se convirtiera en Emperador de Austria. Al Archiduque le disgustaba pensar en la muerte de su hermano, al que tanto quería, o en la de su sobrino Rodolfo. Pero no podía evitarlo, y por otra parte era necesario tener los pies en la tierra: la muerte de ambos era una posibilidad… o dos posibilidades. Si así sucediera, él abdicaría al trono de México y regresaría a Europa: imposible renunciar a sus derechos en Austria. Recordó con amargura el rumor que corrió en la corte cuando el atentado: Francisco José había interpretado la prisa de Maximiliano en viajar de Trieste a Viena para visitarlo en su lecho de convaleciente no como un gesto de amor: Maximiliano, según Francisco José, estaba ansioso por ver con sus propios ojos qué tan grave estaba su hermano, para saber qué tantas posibilidades tenía de sucederlo en el trono. Tampoco le agradeció Franzi a Max que éste hubiera iniciado una colecta para construir, en el lugar del atentado, y como acción de gracias, porque hubiera sobrevivido, una iglesia votiva, la Votivkirche. Además lo más increíble había sido, desde luego, que Franz destituyera a Max del gobierno del Lombardovéneto. Eso jamás se lo perdonaría él, Maximiliano. Él, que había nacido en ese palacio, dos veces cuartel general de Napoleón el Grande; escenario de los suntuosos festivales de José II, y de los interminables bailes del llamado Congreso Danzante de Viena de 1815 cuando, presa el águila en Santa Elena, los Grandes de Europa redibujaron el mapa del continente y se conjuraron para suprimir todo movimiento revolucionario. Él, Fernando Maximiliano de Habsburgo, que desde niño en esos largos corredores y grandes salones de Schönbrunn que relumbraban con lacas y brocados, en los inmensos jardines, en las glorietas desde cuya torre se podía admirar al norte el palacio mismo y los bosques de Viena, al sur las faldas de los Alpes, había aprendido a conocer la grandeza de su Casa y del Imperio. Él, que también había soñado con ser algún día otro más de esos emperadores: otro Rodolfo II, coleccionista de enanos, pintores y astrónomos con nariz de plata; otro Maximiliano I, parangón de nobleza, patrón de las artes, renacentista; otro Federico III que había incorporado, en innumerables objetos y edificios, el soberbio lema bilingüe de las cinco vocales, AEIOU —Austriae est imperare orbi universo. Alies Erdreich ist Oesterreich un terthan—; otro, en fin, otro Carlos V de Alemania y I de España, que después de haber gobernado medio planeta, se retiró a su monasterio a armar relojes, comer huevos de avestruz y contemplar su propio ataúd… ¿Y por qué no?
Apenas ayer —el tiempo pasa volando—, se había reunido con su hermano en Venecia, y las cosas parecían marchar de maravilla. Habían quedado de acuerdo en casi todo: en que adoptaría no el nombre de Maximiliano sino el de Fernando: Fernando I de México. En que viajaría a América a bordo de un buque de guerra austríaco: la fragata «Novara», tal vez. En que a Santa Anna se le daría el título de Duque de Veracruz o Duque de Tampico, como quisiera, y treinta y cinco mil escudos de salario. Y Francisco José aprobó la idea que Maximiliano y Carlota visitaran Roma y París en el camino, en pedirle al Papa que le otorgara al Arzobispo de México la dignidad de cardenal o quizás de patriarca, en que se obtuviera un préstamo de veinticinco millones de dólares, en la idea de reclutar voluntarios de entre las filas de oficiales activos del ejército austríaco con la condición de que todos fueran católicos y ninguno italiano. El problema tan delicado de la sucesión al trono había sido pospuesto por un año, y Max pensó que Francisco José acabaría por ceder. Estuvieron tan contentos, en Venecia, y a propósito del Congreso de Viena de 1815: el tema salió a relucir por lo caro que le habían salido a los austríacos, aunque debió ser magnífico y muy divertido, con Beethoven que dirigió un concierto de gala en el Rittersaal del Hofburgo, los torneos y los desfiles en el Prater, las partidas de caza, las fiestas de los Esterházy, los Auersperg y los Liechtenstein y todo el lujo y el boato, pero para qué, se preguntaban, había servido después de todo, pues no sólo Viena se inundó de periodistas y charlatanes, mendigos, vendedores ambulantes y prostitutas, sino que además y como dijo alguien: el Zar de Rusia había hecho todo el amor que había por hacer; el Rey de Prusia, pensado todo lo que había que pensar; el Rey de Dinamarca, hablado todo lo que había que hablar; el Rey de Baviera, bebido todo lo que había que beber, y el Rey de Württemberg comido todo lo que había que comer —ah, y el zar además bailó cuarenta noches sin parar—, y ¿quién había pagado por todo y por todos? El Emperador Franz, de Austria: cincuenta mil guldens diarios. Para qué, si el Congreso no evitó la catástrofe del 48 —a la que de cualquier manera Francisco José debía estar agradecido, pues le debía el trono— ni el desmoronamiento de la Santa Alianza, y ni siquiera el que Francia volviera a surgir en Europa como una potencia. Pero si esto vino a cuentas, fue porque los tiempos eran difíciles y no se debía despilfarrar el dinero. Maximiliano estuvo de acuerdo. Aunque la Casa de Austria no te abandonará, le dijo a su hermano, y le aseguró que continuaría recibiendo su dotación de ciento cincuenta mil florines al año, de los cuales cien mil serían pagaderos en Viena, y los cincuenta mil restantes destinados a amortizar varias deudas, como las originadas por la construcción de Miramar y la empresa mexicana. De acuerdo estuvieron también en restaurar en México la Orden de Guadalupe creada por el Emperador Iturbide, muerta después y resucitada por Santa Anna y de nuevo desaparecida, y establecer dos órdenes más: la de San Fernando y, para las damas y en honor del Santo Patrón de Carlota, la de San Carlos. Y sí, definitivamente viajaría a México en esa hermosa fragata de mil quinientas toneladas y cincuenta cañones cuyo nombre, «Novara», conmemoraba la derrota de Cerdeña por parte de los austríacos, y con ella la muerte de toda posibilidad de resurgimiento de la República de Venecia.
Luego había seguido, unos meses después de la visita que en mayo del 62 hicieron Max y Charlotte a Bruselas para consultar a Leopoldo, ese asunto tan desagradable cuando, expulsado de Grecia Otto I, Inglaterra pensó que lo ideal sería que Maximiliano ocupara el trono vacante, y la Reina Victoria le escribió a Leopoldo para que convenciera al Archiduque, y al monarca belga le pareció una idea estupenda, aunque no fuera sino porque él mismo había aspirado en su juventud a ese mismo trono y soñado que caminaba a la sombra del Partenón o descansaba bajo la marquesina de una tienda de campaña de seda azul en las llanuras de Eleusis. Pero Maximiliano, indignado, y mientras el embajador inglés en Viena Lord Bloomfield prometía que, si el Archiduque aceptaba, las siete islas jónicas serían incorporadas a Grecia, escribió una carta al Conde de Rechberg en la cual afirmó que jamás aceptaría una corona ya ofrecida sin éxito, como una mercancía, a media docena de príncipes. Por su parte Carlota le escribió a su suegra la Archiduquesa Sofía, y le dijo que aceptar el trono de Grecia hubiera significado tarde o temprano, para su dinastía, la adopción de una religión cismática.
¿Qué estaba sucediendo? ¿Se trataba de una conspiración para deshacerse de él a como diera lugar? ¿Tendría que renunciar también a sus derechos en Austria si aceptaba el trono griego? Me habláis del cetro y del poder, escribió, ¡Ah, dejadme seguir en paz mi camino oscuro entre los mirtos! El trabajo, la ciencia y las artes, son más dulces que los destellos de una corona…
Sin embargo, el Archiduque, según se dijo, envió a París y Londres muestras de telas y botones que podrían ser usados para las libreas de sus futuros lacayos mexicanos y, según se enteró el Embajador de Estados Unidos en Viena, mandó también hacer una corona de papier-maché para ver, frente al espejo, cómo luciría cuando fuera Emperador de México. Y Carlota, decidida ya a hacer cualquier sacrificio en bien de su futura patria adoptiva, escribiría: ¿Pero es que estamos aquí, en este mundo, sólo para vivir los días de seda y oro? Por eso, y para que los ayudara a convencerse, Carlota había ido a Bruselas a conversar con el Rey Leopoldo y éste, entonces y después había dicho: el Imperio deberá ser constitucional; los franceses están en sus manos, y no ustedes en las manos de los franceses; del mismo modo, hay que convencer a los mexicanos que ellos los necesitan a ustedes, y no ustedes a ellos; los ciudadanos deberían ser iguales ante la ley, y la libertad de cultos respetada; la monarquía en México no contradice la Doctrina Monroe; y, en lo que a la sucesión se refería, Leopoldo aconsejaba contemporizar y obtener garantías de que, en caso de un fiasco, se reintegraran a Max todos sus derechos en Austria. Pero Francisco José insistió: Mein lieber Herr Bruder, Erzherzog Ferdinand Max, le decía en sus cartas: «Mi querido Señor Hermano, Archiduque Fernando Max: Si yo muriera durante la minoría de Rodolfo, ¿cómo podrías ser regente desde México? ¿Abdicarías al trono mexicano? Y si así fuera, ¿no crees que para entonces las circunstancias de Austria te serían totalmente extrañas?».
La Emperatriz Eugenia mandó hacer una papelería con la corona de los Habsburgo sobre un águila mexicana. Maximiliano envió a París al Barón de Pont, otro de sus secretarios. Carlota leyó el libro de M. Chevalier, «Le Mexique Ancien et Moderne», que le había enviado Luis Napoleón, y se admiró de que el Lago de Chapala tuviera más de trescientas mil hectáreas, y dio gracias a Dios de que el verano en la ciudad de México fuera tan tibio como los tres meses de otoño en París, ya que la temperatura, decían, rara vez pasaba de los treinta y dos grados centígrados. La expedición mexicana, le afirmaron al Archiduque, es cada vez más impopular en París. El diputado austríaco Ignaz Kuranda dijo que el Reichsrat, la Dieta Imperial, exigiría la renuncia de Max a los derechos sucesorios como condicio sien qua non a su aceptación al trono de México. Se citó el caso del Duque D’Anjou, nieto de Luis XIV, quien renunció a todos sus derechos en Francia para reinar en España como Felipe V. Por su parte Max puso el ejemplo de Enrique III, Rey de Polonia, que abdicó para transformarse en Monarca de Francia. El General Santa Anna llegó a Veracruz en el paquebote inglés «Conway», y unos días después el Almirante Bosse lo puso en la corbeta «Colbert» rumbo a La Habana. Lord Palmerston dijo que México era una caldera de brujas. Almonte le escribió a Maximiliano para comunicarle que la derrota de Juárez y sus partidarios era total, y que los indios mexicanos se descubrían ante los retratos del Archiduque y la Archiduquesa. Luis Napoleón le escribió a Almonte y le advirtió que no permitiría que México fuera arrastrado por una reacción ciega que, a los ojos de Europa, habría de deshonrar a la bandera francesa. Max pensó enviar a Schertzenlechner en una misión secreta a México. Sir Charles Wyke le dijo a Stefan Herzfeld que el pueblo mexicano rechazaba la intervención. Monsieur Kint de Roodenbeek citaba, como ejemplo de la corrupción del gobierno juarista, que el Convento de Santa Clara de la ciudad de México, que valía cien mil piastras, se le había vendido al jefe de la policía por sólo diecisiete mil. Carlota leyó que Humboldt había dicho que en México una sola planta del árbol del plátano bastaba para nutrir a cien personas, y que el gran astrónomo Laplace se asombró al descubrir que los aztecas sabían medir el año mejor que los europeos. Don Francisco de Paula y Arrangóiz le dijo a Palmerston en Londres que si no aceptaba Maximiliano, le ofrecería el trono a un príncipe Borbón, y Palmerston exclamó que no había un solo Borbón que valiera un comino. Maximiliano releyó el memorandum o protocolo que había firmado en ocasión de la visita del General Almonte a Miramar en febrero del 63 y quedó satisfecho con las provisiones, en las que se establecía que las tropas francesas debían permanecer en México hasta que se formara un ejército nacional de diez mil hombres; que se solicitaría un préstamo de cien millones de dólares y que los bienes del clero aún no vendidos serían ofrecidos como garantía del pago de un interés de cinco por ciento; que sería prudente establecer un Senado y una Cámara de Diputados; que para asegurar los servicios de los líderes del partido conservador mexicano y quizás los de los jefes de otros partidos, se dispondría de una suma de doscientos mil dólares; que se reconocerían los títulos de nobleza de las familias mexicanas que los tuvieran, y se prometerían otros títulos a discreción con tal de que el número de barones no pasara de veinte y de diez el de marqueses y condes. Maximiliano recibió en Miramar a Don Jesús Terán, enviado especial de Juárez, quien le manifestó que la Asamblea de Notables era una farsa, las actas de adhesión una impostura, y el gobierno de Juárez un gobierno legítimo. Carlota se asustó al leer que en las áridas sabanas del norte de México, que eran como las estepas tártaras, había tribus de apaches que inspiraban un terror semejante al que causaban los bárbaros en las provincias romanas vecinas del Rhin. Max le escribió a su agente en Inglaterra, Bourdillon, y le pidió que demostrara a esa gran nación comercial las ventajas financieras del establecimiento de una monarquía en México. Monsieur Bourdillon advirtió al Archiduque y la Archiduquesa que no se fiaran de las promesas de los mexicanos, porque no había uno que no traicionara sus principios más caros por quinientos dólares. El Coronel Loizillon escribió a París, se quejó del polvo de Quecholac que penetraba los vestidos, y dijo que su caballo árabe podría ser vendido en México por quince mil francos, habiendo costado sólo quinientos cincuenta en África. Maximiliano manifestó que le sería muy útil en México su experiencia en la Lombardía, donde sus súbditos lo habían amado y respetado tanto. Mister Richard Hildreth dijo en Miramar que cualquiera que aspirara al trono de México debía considerarse afortunado si escapaba con vida. Y si Eugenia, ante la proximidad de un viaje a París de Max y Carlota, no pudo haberle escrito a su hermana Paca como asegura Bertha Harding en su libro «La Corona Fantasma» para pedirle que le comprara dos abanicos de color escarlata, uno para ella y otro para la Emperatriz de México —y que si era necesario los mandara buscar hasta Cádiz—: si no pudo hacerlo por la simple razón de que Paca había muerto varios años antes, de todos modos Eugenia seguía arrebatada por la idea y sobre todo después de la caída de Puebla, y además de la papelería había ya mandado hacer la vajilla de Max y Carla con el monograma imperial. Era ya demasiado para Maximiliano, demasiadas tensiones, zozobras. Aunque quizás Sir Charles Wyke exageraba en eso que había dicho de los indios y los monos, no había pruebas de que una mayoría de mexicanos deseara de corazón un Imperio, Inglaterra no se decidía a ofrecer su apoyo oficial ni los Rothschild a soltar el algodón —o sea el empréstito—, la diputación mexicana que debía ofrecerle el trono había iniciado su viaje a Europa, Luis Napoleón le pedía que la recibiera lo más pronto posible, y aunque tanto él como Carlota tenían que repasar una y otra vez sus lecciones de castellano y le tocaba ahora el turno a los verbos irregulares, algunos tan difíciles como «ir» que comenzaba siempre de distinta manera «yo voy a Esmirna, yo iba a París, yo iré a México», de todos modos el español era para Carlota un idioma más cercano a su lengua natal, el francés, je vais, j’allai, j’irai, y por lo mismo ella tenía más tiempo para leer los libros sobre México de Chevalier o de la Marquesa Calderón de la Barca y aprender que en México los caminos tenían innumerables hoyancos pero que a cambio de ello eran muy pintorescos porque en ellos uno se encontraba piaras de los cerdos más rosados y gordos del mundo y recuas de mulas con aromáticas cargas de vainilla que perfumaban los aires y campesinas indias con flores entretejidas en las trenzas y blusas bordadas como las gandouras de los árabes que vendían pájaros exóticos de tornasolados colores en jaulas de bambú, y él, Maximiliano, menos tiempo para esas fruslerías. A esto se agregaban tantas listas, Dios mío: las equivalencias de medidas y monedas a las que con frecuencia tenía que acudir para saber de qué le estaban hablando: cuántos metros hay en una toesa, cuántas millas en una legua castellana, cuánto es un florín en piastras, cuánto una piastra en dólares, cuánto un dólar en francos, cuánto un franco en kreuzers, cuánto un kreuzer en tlacos. Y tlaco era uno más de esa lista de nahuatlismos y mexicanismos que les había proporcionado el profesor de español y donde no figuraba la obsidiana con la que los incas hacían sus espejos y los aztecas los cuchillos con los que sacaban el corazón a sus víctimas porque era lo mismo que el ágata de Islandia, y además una palabra de raíz latina, pero sí vocablos como adobe que era un ladrillo hecho con barro parecido al de los ladrillos de Cachemira —ya los franceses comenzaban a llamar a la expedición «la guerra de los adobes» por los parapetos de las trincheras que se hacían con ellos para defender las plazas— y otros impronunciables como xoconoxtle que era la fruta de un cacto usada en la cocina mexicana, o tezontle que era una roca volcánica y porosa color gris o rojo oscuro que se usaba en las construcciones, como por ejemplo el Palacio de la Inquisición (¡es para volverse loco, Carla!) y para colmo tenía que leer las interminables cartas que le enviaba Julien —o sea Gutiérrez de Estrada— que eran tantas que a veces recibía hasta tres en una semana, y tan increíbles como aquella en que, unos meses después, Julien le proponía por medio de Eugéne —o sea el Barón De Pont— que viajara a Tours —o sea México— que desde allí declarara a Rouen, Bordeaux y Orleáns —o sea a Francia, Inglaterra y Viena—, que no era aceptado por una mayoría y que por lo mismo se regresaba a vivir, tranquilo, a su Castillo de Nantes —o sea de Miramar—. Y Maximiliano, que no se había aprendido de memoria todo el código inventado por Julien, tenía que cotejar: Arteago es Hidalgo; Joseph el Arzobispo Labastida; Ernest el Príncipe Metternich… Y Cittadella… bueno, por supuesto que eso sí lo sabía: Cittadella era él, Maximiliano —al menos mientras al mexicano no se le ocurriera cambiar todo el código y, como había sucedido, Maximiliano se transformara en «Núñez» y Miramar en «Bolivia».
Pero lo que también sabía el Archiduque de Austria, Príncipe de Lorena y Conde de Habsburgo era que, en el momento en que renunciara a sus títulos dejaría de ser todo eso: Archiduque, Príncipe, Conde, para transformarse en un ciudadano más del Imperio, en un cualquiera. ¿O también lo obligarían a renunciar a su ciudadanía austríaca? ¿Llegaría su hermano a ese extremo? ¿Se transformaría en un apátrida? ¿Lo condenarían a una muerte civil?
La Sala XIX del Castillo de Miramar, situada entre los salones Chino y Japonés y la antigua Sala del Trono, tiene el nombre de «La Sala di Cesare dell’Acqua» porque en ella se encuentran varios cuadros de ese pintor istrio. Uno de ellos, representa la fundación de Miramar por Maximiliano y en él aparece entre otras cosas una mujer con un tocado de plumas no muy diferente a un penacho azteca, que le ofrece al Archiduque —vestido con una túnica púrpura— una piña: la fruta tropical por excelencia que figuraba en el escudo de Maximiliano coronada por el lema: «Equidad en la Justicia». En otro cuadro, Cesare dell’Acqua ilustró L’offerta della corona a Massimiliano. Este ofrecimiento, hecho por la Diputación Mexicana presidida como era de esperarse por el Señor Gutiérrez Estrada, tuvo lugar en Miramar el 3 de octubre de 1863. Carlota no estuvo presente en la ceremonia, y Maximiliano aparece vestido de civil, sin condecoraciones. Formaban también parte de la Diputación José Manuel Hidalgo, Tomás Murphy, el General Adrián Woll d’Obm, Joaquín Velázquez de León, Francisco Javier Miranda y Antonio Escandón, entre otros. Poco tiempo antes, Maximiliano y Carlota habían viajado: él a Viena para hablar con su hermano sobre la cuestión de los derechos sucesorios, y la Archiduquesa a Bruselas. De regreso a Miramar, Carlota, a partir de sus notas, redactó una memoria de más de cincuenta páginas, titulada «Conversations avec Cher Papa». Leopoldo, feliz por haber recuperado su papel favorito —el de tutor de futuros soberanos—, insistía en que no debía renunciar ni al trono de México, ni a sus derechos en Austria. Por otra parte, las instrucciones de Francisco José eran muy claras: no se debía dar a la diputación mexicana un carácter oficial sino privado, y de ninguna manera Maximiliano debía, en su respuesta, hablar en nombre del Emperador de Austria y ni siquiera mencionar su nombre. Como también era de esperarse, el discurso de Gutiérrez Estrada abundó en frases rimbombantes y excelsas. El Señor Gutiérrez Estrada, nacido en un país de funesto porvenir, sinónimo de desolación y ruina, presa de instituciones republicanas que eran un manantial incesante de las más crueles desventuras, presentaba la corona del Imperio Mexicano que el pueblo, en el pleno y legítimo ejercicio de su voluntad y soberanía, por medio de un decreto solemne de los Notables ratificado por tantas provincias y que lo sería pronto, según todo lo anunciaba, por la nación entera, y con la esperanza de que por fin para México luciera la aurora de tiempos más dichosos, presentaba la corona al digno vástago de la esclarecida e ínclita dinastía que entre sus glorias contaba haber llevado la Civilización Cristiana al propio suelo en el que se aspiraba a que Él, Maximiliano de Habsburgo, a quien tan altas prendas había dispensado el Cielo con manos pródigas, hombre de rara abnegación que es el privilegio de los hombres destinados a gobernar, y con Él su Augusta Esposa, tan distinguida también por sus altísimas prendas y su ejemplar virtud, fundaran, en este siglo XIX por tantos títulos memorable, el orden y la verdadera libertad, frutos felices de esa civilización misma.
En su contestación, Maximiliano pidió que se tomaran las disposiciones necesarias para consultar al pueblo mexicano sobre el gobierno que se quería dar a sí propio, en virtud de que Él no estaría dispuesto a aceptar el trono sin que el voto de la capital fuera ratificado por la nación entera. El discurso de Maximiliano fue sobrio y directo, muy diferente al del mexicano, aunque una sola palabra: el verbo «exijo», aplicado a las garantías que aseguraran la integridad y la independencia del Imperio, habría de causarle al Archiduque un dolor de cabeza y una primera humillación: el ministro del Exterior francés se permitió censurar el discurso cuya publicación en «Le Moniteur» de París fue autorizado sólo después de que M. Drouyn de Lhuys cambió «j’exige» por «je demande». El Archiduque, pues, no exigía garantías: se limitaba a pedirlas.
Con o sin las garantías suficientes, con o sin el apoyo de Inglaterra, con o sin el voto de toda la nación, Maximiliano y Carlota habían ya decidido, desde la Nochebuena de 1863, aceptar el trono de México. Lo único que faltaba era finiquitar la cuestión de los derechos sucesorios. A principios de marzo, y en vísperas de su viaje a París, a donde habían sido invitados por Luis Napoleón, se recibió en Miramar la llamada Memoria de Arneth, documento comisionado por Francisco José al historiador austríaco Alfred von Arneth, y con el cual, tras invocar varios ejemplos históricos, se señalaba que en todas las ocasiones anteriores en que los dominios de los Habsburgo estaban divididos, siempre había sido posible reunirlos bajo un solo cetro, lo que no sería viable en el caso en que un emperador, domiciliado en México, intentara desde allí gobernar Austria. Arneth concluía que, en beneficio de los intereses tanto de Austria como de México, el Archiduque debía renunciar a todos sus privilegios.
En París, Maximiliano y Carlota fueron recibidos con honores imperiales. Luis Napoleón y Eugenia estaban de un humor espléndido. En un gran banquete en su honor, el chef de las Tullerías les presentó una inmensa águila mexicana de azúcar que devoraba una serpiente. Carlota posó tres veces para Winterhalter, el pintor de la corte. Eugenia le regaló a Carlota una mantilla española y a Maximiliano un medallón de la Virgen de oro macizo. En la capilla de las Tullerías a la que llegaron precedidos y seguidos por el gran mariscal, el gran maestre, el comandante en jefe de la Guardia Imperial y los oficiales y damas de las Casas Imperiales de Luis Napoleón y Eugenia, escucharon una misa cantada por los alumnos del Conservatorio y Carlota notó que el emperador francés no paraba un momento de retorcerse el bigote. Cenaron varias veces en el Salón Luis XIV adornado con soles y cuernos de la abundancia y el lema Nec pluribus impar, atendidos por maîtres d’hôtel con hábitos de seda azul cielo, levitas de cuellos bordados con flores imperiales, y sombreros de tres picos y plumas negras que llevaban bajo el brazo; en el centro de la mesa estaba una gran y bellísima pieza de Sevres, y atrás de Eugenia, inmóvil, un lacayo nubio con vestidura veneciana. Luis Napoleón presumió su bastón favorito, forrado con piel de rinoceronte y un águila dorada en el puño. Se habló de todo un poco: de Puebla, de la huida de Juárez de la capital, de las brillantes campañas del General Brincourt; de que había que pasar muy de prisa por Veracruz para evitar el contagio de la fiebre amarilla o vómito negro; Eugenia les contó que en el último baile de Paulina Metternich, ella, la emperatriz, se había disfrazado de Juno y el Conde de Fleurier de haitiano vendedor de cocos, y Maximiliano volvió al tema de México y dijo que entonces Francia le pediría a Inglaterra que les devolviera la piedra Rosetta. Pero luego los egipcios se la pedirán a ustedes, dijo el Archiduque, y los griegos se aprovecharán para pedirles a los ingleses que les devuelvan los mármoles de Elgin. ¿Los mármoles de qué? Los frisos del Partenón, aclaró Eugenia que sabía mucho de historia. Aja, pero entonces, dijo Luis Napoleón, ustedes los austríacos tendrán que devolverle a los albaneses la corona de Scanderberg, mejor que las cosas se queden como están. Hubo también una gran parada en su honor por las nuevas avenidas de la moderna París diseñada por el Barón de Haussmann y Maximiliano pasó revista a las tropas. El Escuadrón de los Cien Guardias golpeó la culata de sus fusiles en tierra, honor que sólo se rendía, además de al Emperador y la Emperatriz de Francia, a los monarcas extranjeros, y Eugenia contó que una vez le había dado un sopapo a un guardia para ver si se movía pero el guardia ni siquiera había parpadeado, y lo mismo cuando Lulú derramó todo un paquete de confites en las botas de otro, y Luis Napoleón dijo que desde 1858 había eliminado la costumbre de que uno de los miembros del escuadrón durmiera echado a la puerta de su habitación. Eugenia y Carlota visitaron varios templos, cubiertos sus rostros con espesos velos negros para que nadie las reconociera y Eugenia le contó, con un poco de asco y un poco de risa, que una vez había ido a una iglesia de incógnito acompañada de Hidalgo, tuvo que poner sus labios en un crucifijo después de que un negro lo había besado, pero como con eso cumplía una manda por la caída de Puebla no se arrepintió, le dijo, y además le encantaba salir disfrazada, y ojalá pudiera hacerlo para ir a ver «Les Géorgiennes» de Offenbach que decían era una opereta deliciosa, pero eso sí que era poco menos que imposible. En fin, que era casi la primavera, la Ciudad Luz hacía honor a su nombre, había en las calles tragafuegos y músicos, saltimbanquis vestidos de arlequines, en los bulevares y los parques niños con faldas escocesas y glengarries, y por donde quiera que pasaba Carlota la gente la aplaudía y le gritaba: Bonne chance, Madame L’Archiduchesse!, ¡Buena suerte, Señora Archiduquesa! y Carlota no sabía si estar alegre o triste, porque no dejaba de recordar que allí, en las Tullerías, y en esos mismos corredores y salones, como la Salle des Travées, la Galerie de la Paix, el Salón des Maréchaux con los retratos de doce mariscales de Francia y los bustos de guerreros y marinos franceses, y la Galería de Diana, que pasaba al lado de las habitaciones de Eugenia, había jugado cuando era niña y su abuelo Luis Felipe la sentaba en sus piernas en el Salón del Rey y le contaba que ese señor magnífico que estaba enfrente de ella dibujado con hilos de colores no era otro que Luis XIV, y que la escena bordada en el tapiz conmemoraba la ocasión en la que el Rey Sol presentó a su hijo a los Grandes de España. Pero en las mismas calles de París las malas lenguas, que ya se habían encargado de llamar a la expedición francesa «la Guerra del Duque Jecker», decían que Maximiliano no era un Archiduque, sino un archidupe: un archicándido…
Pocas horas antes de la partida de Maximiliano y Carlota rumbo a Inglaterra, en donde visitarían la corte de Saint-James y a la abuela de Carlota en Claremont, el Archiduque y Luis Napoleón firmaron la llamada Convención de Miramar. El emperador de los franceses ratificaba los términos manifestados en su correspondencia anterior con el Archiduque. Sus futuros súbditos mexicanos pagarían a Francia los doscientos setenta millones de francos correspondientes a los gastos de la expedición hasta julio del 64, y mil francos anuales por cada soldado francés que permaneciera en México después de esa fecha. Maximiliano se comprometía también a satisfacer las demandas de la Casa Jecker. A cambio de ello rechazó, de plano, el proyecto de Luis Napoleón de hacer de Sonora y durante quince años un protectorado francés.
En Inglaterra, la Reina Victoria decidió que no se les rindieran honores imperiales, pero los recibió con afecto y comentó que Maximiliano parecía ansioso de liberarse del dolce far niente, y que sin duda Carlota lo seguiría hasta el fin del mundo. En Claremont, la abuela de Carlota, María Amelia, viuda de Luis Felipe desde hacía diecisiete años, perdió de pronto la compostura y les pidió entre sollozos que no se fueran a México. Su hija Clementina de larga nariz borbona y que repasaba el rosario entre sus dedos una y otra vez y la Condesa de Clinchamp y la propia Carlota y la princesita Blanche d’Orleáns, trataron en vano de calmarla. La abuela, delirante, gritaba: Ils seront assassinés! Ils seront assassinés! ¡Los matarán! ¡Los matarán! La princesita Blanche, que entonces tenía seis años, se asombró que fuera un hombre, Maximiliano, el que llorara, y no Carlota, que permaneció inmutable.
De Inglaterra, Maximiliano y Carlota viajaron a Bruselas para despedirse de papá Leopoldo y del Duque de Brabante y el Conde de Flandes y allí, con los generales Chazal y Chapelié, hablaron sobre la organización de un cuerpo de mil voluntarios belgas al que se bautizaría con el nombre de Guardias de la Emperatriz. La próxima etapa era Viena.
Otro de los cuadros de Cesare dell’Acqua de la Sala XIX del Castillo de Miramar se titula La partenza per il Messico. Maximiliano y Carlota están de pie en la barca de ocho remeros que los condujo a la «Novara» desde el embarcadero de Miramar. La fragata, allá a lo lejos, en la rada, estaba empavesada con sus oriflamas de gala. En su mástil mayor ondeaba una bandera imperial mexicana. Otra en la propia barcaza, una más en la torre del castillo. Cerca de la «Novara», el barco francés «Thémis» que los acompañaría hasta México, y el yate imperial «Fantaisie», además del cañonero austríaco «Bellona» y seis vapores de Lloyd que los escoltarían durante una parte de la primera jornada. Según el historiador belga André Castelot, Carlota señaló el pabellón francés izado en la «Thémis» y le dijo a Max: «es la bandera de la civilización la que nos acompaña», y Maximiliano permaneció callado. Todo Trieste había venido a despedirlos, y desde el muelle, cubierto de flores, los triestinos: hombres, mujeres, niños, arrojaban besos a los Príncipes, lanzaban vivas, les deseaban la mejor de las suertes. La banda municipal tocó el himno imperial mexicano y después el Gott erhalte, Gott beschütze. Unsern Káiser, unser Reich!… Acompañaban a Maximiliano y Carlota a México, entre otros, el Conde Franz Zichy y su esposa Mélanie; la Condesa Paula von Kollonitz; el Marqués de Corio; el Conde Bombelles hijo del antiguo tutor de Maximiliano; el ingeniero belga Félix Eloin enviado por Leopoldo; Sebastián Schertzenlechner; los señores Ángel Iglesias y Joaquín Velázquez de León; el General Adrián Woll d’Obm y Herr Jacob von Kuhacsevich. Desde la «Novara», Maximiliano contempló el Castillo de Miramar por última vez. Comme il pleure, mon pauvre Max!, le dijo Carlota a la Zichy: ¡Cómo llora, mi pobre Max!
Era la mañana del 14 de abril de 1864. Entre ese día y la fecha de la salida de Max y Carlota de Claremont, el sueño del Imperio Mexicano estuvo a punto de quedarse en eso: en un sueño. El 19 de marzo, Maximiliano y Carlota habían llegado a Viena, donde se les rindieron honores imperiales. Al día siguiente, el Conde de Rechberg visitó a Maximiliano en sus departamentos privados y le entregó de parte del emperador un documento llamado «Pacto de Familia», que contenía la renuncia del Archiduque y todos sus descendientes a los derechos de sucesión de Austria incluyendo el derecho de tutoría sobre cualquier príncipe austríaco. Max se negó a firmarlo y Rechberg le dijo que en ese caso el emperador no podría autorizar la aceptación de la Corona de México por parte del Archiduque. Al día siguiente, el Jefe Supremo de la Augusta Casa de Austria le envió a su hermano una comunicación por escrito en la cual le confirmó lo dicho por su ministro del Exterior. En su contestación Max, indignado, dijo que se vería en la triste necesidad de dar a conocer, a un pueblo de nueve millones de almas que había depositado en él su confianza para un mejor futuro sin guerras civiles devastadoras que habían durado ya generaciones enteras, el motivo de su renuncia. Siguió a este intercambio epistolar una airada discusión: Max le dijo a su hermano que se embarcaría en un buque francés en Anvers, y Francisco José le respondió que si se atrevía a hacerlo, lo borraría de la lista de príncipes de la Casa de Austria. Sofía, indignada, corrió a refugiarse al Castillo de Laxenberg, a donde la alcanzaron Max y Carla el 24 de marzo. Allí Carlota volvió a insistir que Austria debía hacer valer un derecho histórico: México, después de todo, había pertenecido a la dinastía Habsburgo, y ahora se trataba de recobrarlo. Dos días después regresaron a Miramar, y cinco más tarde llegó al castillo el primo de Maximiliano el Archiduque Leopoldo para comunicarle que Francisco José lo urgía a firmar la declaración de renuncia. El 27 de marzo, Maximiliano comunicó a la diputación mexicana alojada en Trieste que en vista a los insuperables obstáculos a los que se enfrentaba, había decidido retirar su candidatura al trono de México. Carlota había propuesto embarcarse en secreto en el barco francés «Thémis», y tan pronto llegaran a Argel o Civitavecchia, hacer pública la aceptación, para así salvaguardar los derechos de Max en Austria, pero la idea de la Archiduquesa no prosperó. Max, en cambio, dijo que viajaría a Roma para explicarle al Santo Padre la situación. Hidalgo telegrafió a París y su informe puso a las Tullerías y al Quai D’Orsay de cabeza. Esa misma noche Luis Napoleón hizo despertar a Richard Metternich a las dos de la madrugada por medio de un mensajero que le entregó dos cartas: una del emperador y otra de Eugenia, llenas de reproches, y advirtiéndole del escándalo que iba a suscitarse. Metternich se presentó a primeras horas del día siguiente en las Tullerías, y aseguró que su gobierno era el primero que lamentaba la situación. Luis Napoleón telegrafió a Miramar, para expresarle a Maximiliano su consternación y manifestó que una negativa, a esas alturas, era imposible. Esa misma mañana del 28 de marzo de 1864, Luis Napoleón envió a Viena y Miramar a su ayudante, el inspector general de artillería, General Charles Auguste de Frossard, con la misión de hablar con Francisco José y entregar al Archiduque una carta de puño y letra del emperador de los franceses. Incluía la carta, un párrafo del cual unos pocos años después se arrepentiría Luis Napoleón: «¿Qué pensaría Usted de mí —decía— si Vuestra Alteza Imperial estuviera ya en México y yo le dijese de pronto que no podía cumplir las condiciones que hemos acordado?», y una frase que obligaría a Maximiliano a reconsiderar su actitud: «Se trata —decía Luis Napoleón— del honor de la Casa de los Habsburgo». En Viena, las gestiones de Frossard no tuvieron éxito: Francisco José, le dijo a Rechberg, había dejado en claro que Austria no podría ser gobernada por un Príncipe al que echaran de un trono —porque siempre habría esa posibilidad— y tampoco quería que, con el correr del tiempo, algún príncipe mexicano descendiente del Archiduque se creyera con derecho a disputar la Corona del Imperio Austríaco. En Miramar, al insistirle Frossard a Maximiliano que el honor de los Habsburgo estaba en juego, Carlota intervino y le dijo al general que, al ir a México, le hacían un servicio a Luis Napoleón. Frossard contestó que, al menos, el servicio era recíproco. El 2 de abril Maximiliano recibió en Miramar tres cartas de Francisco José. El Archiduque había comunicado antes a su hermano que aceptaría el Pacto de Familia si en él no se incluía la herencia familiar, y solicitaba que se agregara una cláusula secreta en la cual el emperador le prometiera restablecer al Archiduque en sus antiguos derechos, para el caso en que renunciara al trono de México o lo perdiese, y lo mismo la restitución de todos los derechos correspondientes a los archiduques austríacos y, las circunstancias dadas, para su viuda y sus hijos. En las dos primeras cartas, Francisco José confirmaba lo que ambos hermanos habían acordado en Venecia respecto a los ciento cincuenta mil florines anuales y el reclutamiento del cuerpo de voluntarios austríacos. En la tercera Francisco José prometía hacer todo lo que estuviera en sus manos, y siempre que fuera compatible con los intereses de su Imperio, para asegurar la posición dentro del mismo a Maximiliano o de su viuda y herederos, en el caso de que el Archiduque abandonase por su voluntad el trono de México o las circunstancias lo obligaran a hacerlo.
Como esto no era suficiente, Carlota viajó a Viena para hablar con Francisco José. Tampoco tuvo éxito la Archiduquesa: el emperador, inflexible, se limitó a hacer lo que en su opinión era una concesión importante: él mismo iría en persona a Miramar llevando consigo el Pacto de Familia.
El tren imperial de Francisco José llegó a Trieste el 9 de abril, en la mañana. Los dos hermanos se encerraron en la biblioteca del Castillo de Miramar. Hubo un momento en que Maximiliano abandonó la habitación para caminar, solo, por el jardín. Poco después el Conde Bombelles fue a buscarlo, y continuó la discusión. Varias horas después salieron de la biblioteca. Era evidente que ambos estaban muy exaltados y que habían llorado.
En el gran salón, y en presencia de sus dos hermanos los archiduques Carlos Luis y Luis Víctor, los ministros Schmerling, Eszterházy y Rechberg, los archiduques Carlos Salvador, Guillermo José, Leopoldo y Rainer, los tres cancilleres de Hungría, Croacia y Transilvania y otros altos dignatarios del Imperio, Francisco José y Maximiliano firmaron el Pacto de Familia.
Francisco José partió enseguida de Miramar. Antes de abordar el tren, se volvió hacia su hermano, abrió los brazos y exclamó: ¡Max! Los dos hermanos se abrazaron por última vez.
Al día siguiente, 10 de abril, el Conde Hadik fue a buscar a los miembros de la diputación mexicana, alojada en la Casa Consistorial de Trieste.
Era domingo, el día en que los Jardines de Miramar estaban abiertos al público. Maximiliano vestía el uniforme de gala de Almirante de la Marina Austríaca y portaba el Vellocino de Oro. Carlota llevaba un vestido de seda rosa, el listón negro de la Orden de Malta y la corona archiducal de diamantes. Gutiérrez Estrada se encargó de nuevo de hacer un farragoso discurso en francés en el cual hizo referencia al lema Habsburgo que aparecía en Viena en un arco triunfal frente al palacio, Justitia regnorum fundamentum: en la justicia se fundan los imperios, y afirmó que la mano de Dios se mostraba, visiblemente, en la empresa. Maximiliano, con voz temblorosa, leyó su respuesta en español, y en ella dijo que, gracias a los votos de los Notables, podía considerarse como elegido, que aceptaba la corona, y que, gracias a la generosidad del emperador de los franceses, el Imperio contaba con las garantías necesarias. Insistió una vez más en que todas sus intenciones eran las de establecer en México una monarquía constitucional.
Al terminar Maximiliano, Gutiérrez Estrada, radiante, se arrodilló ante él y exclamó: «Viva Su Majestad Fernando Maximiliano, Emperador de México». Hizo lo mismo ante Carlota: «Viva Su Majestad Carlota Amelia, Emperatriz de México». La bandera imperial mexicana fue izada en el mástil de Miramar, y saludada por los cañones de los barcos surtos en el puerto. El Abate de Lacroma se acercó para tomar el juramento de Maximiliano. El Emperador se arrodilló, puso su mano derecha sobre el libro de los Evangelios, y juró preservar la integridad y la independencia de su nueva patria. La Convención de Miramar fue firmada a continuación, y Maximiliano I comenzó a tomar una serie de disposiciones, entre ellas la designación de nuevos embajadores de México en varias capitales europeas. Le envió también una carta al Podestá de Trieste, en la cual le decía haberle conferido la cruz de Comendador de la Orden de su Imperio, y ordenado que se le enviasen veinte mil florines cuyos intereses debían ser repartidos cada año, en Navidad, entre las familias más necesitadas de Trieste.
Algunos historiadores dicen que, antes de terminar la ceremonia, llegó un telegrama de felicitación de Luis Napoleón. Otros, como Gaulot, afirman que el telegrama llegó al día siguiente, lo recibió Carlota y se lo llevó a Maximiliano, quien se encontraba desayunando con el Doctor Jilek y que el Archiduque arrojó el tenedor en la mesa y exclamó: «Ya te he dicho que no quiero que me hablen de México ahora». Maximiliano se encerró en el Gartenhaus y se negó a ver a nadie. El Doctor Jilek dijo que el Emperador estaba exhausto y necesitaba reposo. Carlota tuvo que recibir a las diputaciones de Trieste, Venecia, Fiume, Gorizia y Parenzo, y presidir el banquete oficial en el Salón de las Gaviotas. En el Gartenhaus, Maximiliano terminó su poema y decidió aplazar la salida para el día 14: el 13 era de mala suerte. Y así, el 14 en la mañana, después de haber recorrido una vez más los salones y los Jardines de Miramar, Maximiliano y Carlota se despidieron de la servidumbre. Una vez más, Maximiliano se conmovió hasta las lágrimas. Richard O’Connor, en su libro «El Trono de Cactos», dice que el mayordomo de Miramar prefirió suicidarse que acompañar a los Emperadores a México. A última hora, Maximiliano recibió un telegrama de su madre Sofía: «Adiós. Reciban nuestras oraciones y nuestras lágrimas. Que Dios te proteja y te guíe. Adiós para siempre desde la tierra natal donde nunca más te volveremos a ver. Con el corazón acongojado te bendecimos una vez más».
La «Novara» levó anclas y enfiló hacia Pirano, bordeando las costas de Istria.