Ándale, Maximiliano, atrévete tú también a volver a ser todos los Maximilianos que fuiste alguna vez. El niño poeta del Palacio de Schönbrunn que en las avenidas de los jardines saludaba a las estatuas y decía sus nombres y sus leyendas en voz alta: Artemisa que llora la muerte de su esposo y hermano Mausolo. Mercurio el inventor de la flauta y de la lira. Olimpia con su hijo Alejandro el Grande que tanto se parecían al Emperador José Segundo y su esposa Isabela de Parma. Diana la diosa cazadora que el día en que te flechó el corazón se transformó en la Condesa Von Linden. Ándale, Maximiliano, quítate los algodones que tienes en la nariz, y que no te dejan respirar: ni el aroma de los castaños que florecen en mayo en el Prater, ni el perfume de los melones de Jojutla que nos dio Sara York. Quítate, Maximiliano, la laca con la que barnizaron tu cara y que no te deja sonreír como sonreías en Albania cuando recibiste, bajo un baldaquín y tocado con un albornoz, a los enviados del Agá de Ismid. Esa laca que te estira la piel y no te deja llorar, como lo hiciste, después de que peleaste al lado de tu hermano Francisco José en la batalla de Raab cuando cayó Budapest y de sus faroles colgaban los cadáveres de cien notables de la ciudad, y las mujeres eran azotadas en las calles por órdenes del Barón Hayman. Porque lloraste, ¿te acuerdas? de rabia y de impotencia. Ándale, Maximiliano, quítate los algodones que tienes en los oídos y que no te dejan oír: ni el estruendo del cañón que conquistó para ti el Príncipe Salm Salm en Querétaro, ni el soplo de mi aliento o el sonido de mis palabras que son más dulces que el eco de la gruta azul de Linderhof donde el rey loco Luis de Baviera soñaba que era Lohengrin y más cristalinas y claras, más puras que el murmullo de las aguas del Río Usumancinta. Levántate, Maximiliano, y ponte el sombrero de corcho donde están prendidas las mariposas nocturnas que cazaste, cuando estaban dormidas, bajo los altísimos y espesos árboles de la Laguna de Mangueira, y ponte el traje de minero y el gorro alquitranado con una vela encendida que tenías cuando descendiste a los pozos negros de las minas de plata de la Hacienda de la Regla, y el uniforme de almirante que tenías puesto la tarde en que conversaste con los espectros del Duque de Alba y de Felipe Segundo bajo los perfumados naranjos de la Lonja de Sevilla. Ándale, Maximiliano, ábrete las venas para que se te salga el formol con el que te embalsamaron, y todo el oporto que bebiste en Gibraltar, y ábrete el estómago para que se te salga el aserrín rociado con espliego y la pechuga de pollo que nunca acabaste de digerir y ponte el chaleco y la levita que tenías cuando saliste, en la mañana del día más hermoso del año, del Convento de las Teresitas: mira que yo misma les quité las manchas con bencina y los mandé a los zurcidos invisibles para que remendaran los agujeros de las balas. Y quítate esos ojos de pasta y ponte tus ojos azules, los ojos que me dejaron de ver cuando tú tenías treinta y cinco años y yo veintiséis, porque si no te los pones, Maximiliano, si no vuelves a colocarte en las órbitas esos ojos azules que tanto se asombraron con las carpas monstruosas de los viveros de Caserta, ah, si no te pones de nuevo esos ojos que tanto se deleitaban, entre los vapores húmedos y violetas de las madrugadas de Cuernavaca con la vista de los volcanes nevados de Anáhuac, te juro, Maximiliano, que no me volverás a ver como era yo cuando tenía veintiséis años. Cuando yo tenía veintiséis años, la piel de mi rostro era lisa y suave y fresca, y mis trenzas eran todavía negras y me llegaban a la cintura y las adornaba yo con estambres de colores para que parecieran las trenzas de una mexicana recién bajada de la Sierra de Oaxaca. Ándale, Maximiliano, levántate y ponte tus ojos y peínate y sacúdete de la frente y las mejillas el caliche que te dejó en la piel la máscara mortuoria que te hizo el Doctor Licea, y cepíllate las barbas para quitarte todas esas pelusas y telarañas, y lávate los dientes, haz buches con champaña para quitarte ese aliento a cloruro de zinc, Maximiliano, báñate en tu tina de granito y lapislázuli para que te quites ese olor a muerto que se te pegó en el mausoleo de los Medici de Florencia donde tan indecentes y repulsivas te parecieron las esculturas de Miguel Ángel, y que se te pegó en Granada cuando visitaste los sepulcros de los Reyes Católicos y de Felipe el Hermoso y Juana la Loca, y en la mesa del tribunal de la Santa Inquisición de la capilla del Hospital de San Andrés de la ciudad de México.
Ándale, Maximiliano, quítate la esponja empapada en vinos egipcios y sangre de drago con la que te rellenaron la boca y diles a los doctores Alvarado y Montano que te pongan de nuevo la lengua y la campanilla para que vuelvas a hablar conmigo y me cuentes tus secretos y me digas que todavía me quieres. Levántate, Maximiliano, y cuéntame. Si tú me dices qué fue lo que soñó tu corazón abierto en la cúspide de la Pirámide de Xochicalco, yo te diré lo que soñó mi corazón dormido a la sombra de la Pirámide del Tajín. Ándale, Maximiliano, no te hagas el mudo, no te hagas el sordo, dime: ¿con la pita de cuáles magueyes te cosieron los labios?, ¿con la cera de cuáles enjambres te taparon los oídos que no escuchaste mis gritos y sólo el zumbido de las alas de los colibríes que anidaban bajo tu balcón y las palabras envenenadas de Concepción Sedano? Ándale, dime cómo has pasado tú tu vida entre tus sábanas de plomo, y yo te contaré cómo ha pasado la mía, cómo he pasado por ella, cómo casi he olvidado que algún día, muy lejano, cuando apenas era una niña, dejé de serlo para comenzar a ser una Princesa y para ello, me decía mi madre y me señalaba con el dedo, tendrás que aprender a amar a Dios, y señalaba hacia el cielo y aprender a amar a tu pueblo y no sólo al tuyo en el que naciste, y señalaba hacia la ventana, sino que también, me decía el Ángel de Bélgica y señalaba de nuevo al cielo, al que Dios, mañana, pondrá a tus pies, y señaló hacia el piso y para que puedas hacerlo, me dijo, aprenderás, primero, a conocer el color de tu sangre, y con su dedo blanco y fino y largo se señaló las venas azules de la muñeca y yo aprendí, desde entonces, que la mía era la misma sangre de San Luis y de tu tatarabuela María Teresa de Austria y la de Luis Trece de Francia. La misma, me dijo Luis Felipe, que bañó el patíbulo de la Plaza de la Revolución el día en que le cortaron la cabeza a mi padre, tu bisabuelo, al que llamaban Felipe Igualdad, que si fue el traidor de la familia a cambio de ello tienes que tener en cuenta, mi pequeña Charlotte, que no sólo murió como un hombre y como un príncipe vestido con la mejor levita verde botella que tenía, su chaleco de piqué blanco almidonado y sus botas de charol recién lustradas, sino también como el gran glotón que fue toda la vida, porque no se dejó conducir a la guillotina sin antes zamparse una buena docena de ostras rociadas con vino clarete, me decía mi abuelo con los ojos brillantes de risa y lágrimas al mismo tiempo, y me contaba de su exilio en Suiza cuando enseñaba matemáticas y en Londres donde se compraba la ropa más barata que encontraba, mi pobre abuelo que olvidó setecientos mil francos en el cajón de una cómoda y salió corriendo de las Tullerías por el túnel que Napoleón el Grande construyó para que por él huyera el Rey de Roma si llegaba la revolución. Mi abuelo, que, sentado en el trono que profanó la plebe, me sentó en sus piernas y me contó que nadie, como él, había sido tantas cosas antes de ser rey: soldado y emigrante, republicano y profesor, viajero americano y noble siciliano, Príncipe de Orleáns y caballero inglés: sin saber entonces que por no hacerle caso a mi abuela que le pidió que no abdicara y que muriera como un rey, después de ser rey ya no iba a ser nunca nada ni nadie, pobre de Luis Felipe: más le hubiera valido que le cortaran la cabeza como a su padre Felipe Igualdad, o como a Carlos Primero de Inglaterra. Más le hubiera valido morir fusilado como tú, Maximiliano.
Dime, ¿dónde quedaron esas primaveras que fueron altas y limpias como el cielo del Adriático, que de rodillas besaron la punta de los manteles más blancos, y que enfurecidas y alegres derramaron su savia espesa en mi boca cuando yo era una niña, Maximiliano, apenas una niña que con fábulas y sobresaltos, con lágrimas y cuentos de hadas bordaba en los cojines sus sueños de grandeza y le prometía al cielo, por la vida de mi madre Luisa María de Orleáns que de cara a las nubes ensartaría mis ojos en la lluvia? Yo era una Princesa, y aún no te conocía. Mi saliva era casta. Con ella bautizaba mis juramentos más puros. Aún no llegabas tú, Maximiliano, en el yate la Reine Hortense, para llevarme a cabalgar a las campiñas de Waterloo y acompañarme a la Opera a escuchar Las Vísperas Sicilianas. Yo no había mirado con amor a otro hombre que a mi padre y mis hermanos. Yo era entonces una Princesa seria y triste, pero sin lágrimas, y callada: las palabras apenas si rozaban mis labios con la punta de sus alas. Yo era una Princesa casta y tenía mis planchadoras que planchaban los edictos del palacio, mis lavanderas que lavaban mis deseos en los canales verdes de Brujas, y cuando yo despertaba, despertaban todos los carillones de Bruselas, los mismos carillones, Maximiliano, que me cuelgan ahora del cuello y que me ahogan de angustia y me ensordecen porque dan al mismo tiempo todas las horas del día y todas las horas de mi vida. Ay, Maximiliano, la corona que me diste se derritió en mis sienes y los ríos de oro me quemaron los pechos y el vientre y los carcomieron. Ay, Max, Max, mi querido, mi idolatrado Max, ¿dónde están los veranos de fauces rojas y días que fingían ser tan anchos como el mundo y que abrasaban mis mejillas con sus lenguas de fuego cuando yo era una niña que jugaba con el viento, que arrojaba al viento su pelo y corría tras él, cuando yo era una Princesa y le rezaba todos los días a San Huberto el patrón de los cazadores de Ardenas para que nunca me dejara caer en la trampa de las tentaciones o en las redes de fuego de la lujuria, cuando yo, Maximiliano, era apenas una niña y la insolencia no había aún encarnado en mi pecho, la sombra de un deseo no había quemado mis muslos, y bastaba que alzara yo un dedo para que mis lacayos arrancaran para mí de los árboles de Laeken pájaros vivos y mis damas lavaran mi cuerpo con leche de avena y pasta de heliotropos y lo secaran con hojas de azucenas y alas de alondras?
Lento fue el aprendizaje del orgullo y la vergüenza. A Felipe Igualdad le podía yo perdonar que hubiera votado en favor de la ejecución de Luis Dieciséis: pagó con su propia cabeza. A mi otro bisabuelo, Fernando Primero de las Dos Sicilias, que le gustara ir a vender pescado a los mercados, o que cada Jueves Santo, desde su palco en el Teatro de San Carlos, les arrojara a los mendigos, con sus propias manos, puños de espagueti cocinado: tuvo al menos la inteligencia o la suerte de casarse con mi bisabuela María Carolina, que hizo de Nápoles una de las ciudades más cultas de Europa. ¿Pero cómo perdonarle, al puerco, que la engañara tantos años con esa puta a la que le regaló el título de Duquesa de Floridia? ¿Cómo olvidar, dime Maximiliano, todas las infidelidades de mi padre? ¿Cómo perdonarle a él, a quien tanto quise toda la vida, al Néstor de los Gobernantes, a mi Leopich adorado, al mentor de la Reina Victoria, al único monarca de la Europa continental que mantuvo a su pueblo unido durante las revoluciones del cuarenta y ocho, al bello y apuesto, inteligente Leopoldo Primero de Bélgica, luterano y moralista, cómo, dime, perdonarle que engañara a mi santa madre, a la reina que más amó Bélgica cuando estaba viva y más lloró cuando estaba muerta, como lo probaron sus campesinos y sus hilanderos, sus soldados, su pueblo entero que al paso del tren funeral que la llevó de Ostende a Bruselas se arrodilló a lo largo de todas las vías para bendecir la memoria y rezar por el alma del ángel tutelar de Flandes y Brabante, Limburgo y Henao, Namur y Amberes, Lieja y Luxemburgo? ¿Cómo perdonarle a mi padre que corrompiera esa sangre de Sajonia-Coburgo de la que siempre dijo estar orgulloso, mezclándola con la sangre plebeya de una meretriz como Arcadie von Eppinghoven para llenarme de hermanos bastardos? ¿Cómo, Maximiliano?
Conozco cada rincón de Bouchout. Conocí cada rincón de Miramar y de Terveuren, de Laeken. Y a veces pienso que mi vida no ha sido sino un largo peregrinar por casas y castillos, por cuartos y corredores, y que fue allí, en la soledad, y en sus escaleras y rincones oscuros, y de la boca de los fantasmas y no de los labios de mis ayas y profesoras y gobernantas, que aprendí no sólo lo que las matemáticas y la geografía no podían enseñarme: tampoco la historia, Maximiliano, no esa historia que me contaban mis padres y mis tíos y mi prima Victoria y el Príncipe Alberto y que estaba llena de nombres inmortales y de batallas que habían cubierto de gloria a todas las dinastías de Europa cuyas sangres, como pequeños ríos, alimentaban ese caudal noble y ardiente que mi padre no supo respetar y que yo juré mantener siempre puro y limpio, albeante, como mi conciencia y mi casa de muñecas, pero muy pronto esos espectros me dijeron que lo que él me había dicho no era cierto, y que ésa era una sangre sucia desde siempre. Y no porque creyera yo en las calumnias tontas de quienes decían que una tal María Stella era la verdadera hija de Felipe Igualdad, que mi abuelo Luis Felipe era en realidad el hijo de un jefe de policía de Toscana: esos no eran sino cuentos estúpidos, y si así hubiera sido entonces no habría corrido por mis venas la sangre de Orleáns: no, fue porque un día, en el Castillo de Chaumont, vi a Enrique Segundo de Francia hacer el amor con su amante Diana de Poitiers bajo el puente levadizo, aunque no le dije nada a nadie, y porque en otra ocasión en el Castillo de Edimburgo se me apareció el espectro de Jacobo Primero de Inglaterra que estaba tendido, desnudo, en las losas del piso y le pedía a gritos al Duque de Buckingham que lo fornicara pero no le conté a mi prima Victoria, porque me hubiera dicho que estaba loca, y porque una noche, en el pudridero de El Escorial, vi a Don Carlos de Austria que mamaba los pechos de su madrastra, Isabel de Valois, y tampoco dije una sola palabra porque entendí que esos eran mis fantasmas, y que a nadie sino a mí se le aparecían, y que nadie, tampoco, sino yo sola, podría exorcizarlos un día si me olvidaba de ese líquido que comenzó a salirme de entre las piernas y que no era otra cosa sino sangre, una sangre corrupta y hedionda como debió haber sido la sangre del hermano de Luis Catorce, Felipe de Orleáns, que abandonaba a su mujer en los baños de amatistas del Palacio de Schwetzingen para irse a hacer el amor con el Caballero de Lorena el envenenador de su primera esposa Enriqueta Estuardo: ese mismo líquido que por primera vez se escurrió por mis muslos una tarde en la que me monté en el caballito de madera de mi prima Minette en Claremont porque todavía me sentía niña y me gustaba jugar a serlo, y pensé de pronto que me estaba orinando pero no: cuando unas horas después mi abuela vio que en el lomo del caballo había unas como costras de color vino, casi negras de tan oscuras, las limpió ella misma con un trapo mojado, me pidió que le echara los brazos al cuello y me dijo en un susurro Mi pobre Charlotte, Mi pobre Bijou, ya no eres una niña ni lo serás nunca más. Y si me bañaba todos los días con agua helada y me acostaba con las dos manos juntas bajo la mejilla y no metía las manos entre las sábanas y rezaba el Credo, creo en Dios Todopoderoso que está en el Cielo y en la Tierra una y otra vez hasta dormirme del cansancio, así también ahuyentaría yo a todos esos espectros de reyes inmundos y reinas adúlteras y no volvería a soñar, ni dormida ni despierta, y en ninguno de los palacios y castillos y casas que conocía yo o que conociera en mis sueños, con esos animales de dos espaldas, con esos monstruos desnudos y jadeantes, sudorosos y con la boca llena de espuma que se revolcaban en lechos de púrpura y armiño, penetrándose unos a otros con sus miembros tumefactos y babeantes. Sólo así volvería yo a soñar con los ángeles.
Pero llegaste tú, Maximiliano, llegaste tú un día en el yate La Reine Hortense que te prestó Luis Napoleón y recitaste el poema de Víctor Hugo al Gran Corso y se te humedecieron los ojos al pensar en la derrota de ese hombre que quizás fue tu abuelo y tú lo sabías, aunque nunca nadie se atrevió a decírtelo, y yo te conté que también me había emocionado hasta las lágrimas cuando vi en el Castillo de Windsor la bandera que Wellington le arrebató a las tropas francesas, a mis queridos soldados los pantalones rojos, al ejército que en Austerlitz triunfó sobre dos imperios y que en Jena, en seis horas, humilló a un reino. Llegaste tú y contigo llegaron la juventud y la alegría y supe que Laeken y mi vida tenían una luz distinta porque los iluminabas tú con tu humor y tus sonrisas. Nos hablaste de París, ¿te acuerdas?, y me juraste que si París era una ciudad de emperadores, sólo Viena y nada más que Viena era la ciudad imperial por excelencia, y del protocolo de las Tullerías comentaste que era un protocolo de advenedizos y a mi padre Leopoldo le dijiste que a pesar de todo el desfile que contemplaste en el Campo Marte había sido espléndido, pero que los vestidos de todas las mujeres que asistieron al baile de la corte de Luis Napoleón eran verdaderamente escandalosos de tan impúdicos, y que el Príncipe Plon-Plon el primo del emperador tenía la facha de un bajo venido a menos salido de una oscura compañía de ópera italiana, y no sabes, Maximiliano, cómo te agradecí que te burlaras de la corte y de las pretensiones del hombre que usurpó el trono de mi abuelo Luis Felipe: te lo agradecí con mi risa, ¿te acuerdas?, casi me da un ataque de carcajadas cuando papá Leopich te preguntó cómo era la Condesa de Castiglione y tú le dijiste que aunque era muy bella parecía una bailarina de la regencia salida de su tumba: cómo te lo agradecí Maximiliano, cómo te agradecí que cuando llegaste a Bruselas, con tu uniforme blanco de almirante de la flota austríaca, llegaran contigo, a ese oscuro Palacio de Laeken, todo el esplendor y la magia de Viena: te seguía una turba de lacayos que masticaban pétalos de lirio para perfumar su aliento, te seguían los jinetes de la Escuela de Equitación Española de Viena con sus tricornios y sus redingotes marrones y altas botas negras en caballos garañones de crines y colas entrelazadas con cordones oro que marchaban a los compases de la Marcha Radetzky y de la Marcha Turca. Y en tus ojos aleteaban las violetas azules que crecen en las faldas de los Alpes del Tirol, y en tu voz cantaban los aleluyas de las campanas de la Catedral de San Esteban, y en tus brazos, ah, Maximiliano: ¿Te acuerdas del Langaus, el vals torbellino que se bailaba en los salones de Viena, cada vez más y más aprisa, hasta que las parejas caían al suelo y algunos viejos se morían de apoplejía?, en tus brazos, Maximiliano, me hundí yo en un torbellino más embriagador aún y más vertiginoso, en un torbellino que se llevó mi infancia y mi inocencia, oscuro y dulce, denso, tibio: porque que esos brazos y esos ojos, ese abultado labio Habsburgo que yo quería morder y esas manos largas y fuertes que yo quería que me tomaran de la cintura para levantarme hasta el cielo, no eran los ojos ni la boca ni los brazos ni las manos de un ángel, sino los de un hombre: no, Max, no me mató del corazón el vals torbellino, no me caí en las baldosas de Laeken cegada por esa vorágine de astillas de luz y relámpagos de vidrio que daban vueltas alrededor de mí cada vez más aprisa, como si yo estuviera inmóvil en tus brazos y fuera el mundo, el sol, el universo entero los que giraran a nuestro alrededor: pero casi, casi me muero de amor por ti, y de deseo, y de ternura y de lujuria esa noche en que ya sola y a oscuras en mi cuarto, mis manos reptaron bajo las sábanas: yo quería invitarte a perdernos en los Jardines de Laeken, deseaba correr contigo para escondernos en una glorieta del Tivolí y desnudarnos y hacer el amor bajo los sauces, coronarte de mirtos y de besos, arrancar a mordidas el pasto para desperdigarlo sobre tu cuerpo y que se confundiera, en la sombra, con los vellos rubios que crecían en tu pecho y en tu bajo vientre. Yo quería invitarte a bañarnos desnudos en las playas de Blankenberghe y a tendernos después a la orilla del mar en una noche sin luna y allí, bajo las estrellas, pasar mi lengua por toda tu piel, lamerla como un cordero sediento de amor y sal, pasarla por tu vientre y los muslos y llenarme la boca con tu miembro y sentir cómo crecías dentro de mí, cómo latías, cómo de pronto te vaciabas en mi garganta y bajaba hasta mi vientre tu leche cálida y agria, y esa noche, sola en mi recámara, le pedí perdón a Dios y a mi madre, les supliqué que arrancaran de mi carne y de mis pensamientos esos deseos inmundos y los quise arrancar yo misma, me flagelé, me pasé la noche entera de rodillas, me hinqué las uñas en los pechos calientes y en mi sexo húmedo hasta que los sangré, y entonces, entonces, pobre de mí, Maximiliano, entonces pensé de nuevo en ti, y supe que estaba haciendo el amor contigo, y que mientras más me clavara yo las uñas en los muslos y el pecho y la vagina, más me estabas amando, más te amaba yo. Te vi, sobre la cama, desnudo, inmóvil, inmensamente blanco, con los ojos negros abiertos, y te unté la sangre, mi sangre, en la piel, para lamerla. Ay, Maximiliano, cuánto no hubiera dado por estar en Querétaro, a tu lado, en el Cerro de las Campanas, y lavar después tus heridas, lavarlas con mi lengua, con mi saliva, lavar tu cuerpo y tus entrañas: hubiera enjuagado tus intestinos con agua de flores azahar, maceré tu corazón en vino, lavaré tus ojos con colirios, les diré al Barón Lago y a la Princesa Salm Salm que me den tus brazos, que los colgaré del vientre, le diré a nuestro compadre López que me dé tus manos, que las guardaré en mi pecho, le pediré a Benito Juárez que me dé tu piel para habitar en ella, que me ponga tus párpados para hundirme en tus sueños. ¡Ay, Maximiliano, cómo te hubiera querido!
Si tan sólo hubiera sabido entonces lo hipócrita y lo mentiroso que eras. Si me hubiera enterado que en tus cartas a Viena dijiste que mi hermano el Duque de Brabante era un ser maquiavélico, y de mi padre Leopoldo al que llamaste el casamentero de Europa que no aguantabas sus aires de superioridad paternal y que te aburrían hasta la muerte sus interminables peroratas y consejos. Si hubiera sabido que en Tournai y en Gante, y en Bruselas contemplaste con tristeza los vestigios de la antigua dominación austríaca y te dolió que ese país tan fértil y de ciudades tan ricas y señoriales, tan industriosas, no perteneciera ya más al Imperio de los Habsburgo. Si me hubieran contado que tú, que de los asistentes al baile de las Tullerías nos contaste que parecían comparsas de teatro, y que casi todos eran unos aventureros, tuviste el cinismo de criticar después el baile del Día de Reyes que ofrecimos en Laeken, porque en él, le escribiste a Francisco José, la nobleza belga alternaba con sastres y zapateros y tenderos ingleses retirados. Si tan sólo las malas lenguas me hubieran dicho, aunque entonces jamás lo hubiera creído, que el hombre que decía quererme tanto no mencionó una sola vez, en sus cartas a Viena, a su querida Charlotte, el amor más grande de su vida.
Por mentir así, Maximiliano, por ser tan hipócrita, por presumir de lo que no tenías: un espíritu noble y generoso, universal, y un corazón capaz de amar a todos los pueblos de la tierra, por eso te castigó Dios, por eso te envió a México, para que te atragantaras con tus mentiras. Porque dime: a ti, Max, a ti, sí, a ti Fernando Maximiliano de Habsburgo, guiñol de Hidalgo y de Eugenia de Montijo, fantoche de Gutiérrez Estrada y del Padre Fischer, títere de Napoleón Tercero; a ti, dime, ¿cómo, cuándo, por qué, de dónde te salió el amor a los indios mexicanos? A ti que cuando te ofrecieron el trono de Grecia dijiste que jamás serías el monarca de ese pueblo de cretinos y depravados; que llamaste a los italianos degenerados descendientes de Roma porque lo que más te interesó de Italia no fue su pueblo sino las palmeras de Nápoles con sus coronas lujuriantes y el aspecto pintoresco de los mendigos y los leprosos, y no sus llagas o su miseria y sí las dulces madonas de Rafael Sanzio y la lámpara de bronce de Galileo Galilei; que en Lisboa te asombró la fealdad de sus mujeres pero te fascinó el lomo verdinegro de los pericos y la mancha pectoral de los tucanes del aviario del Palacio das Necessidades; que en Madeira te repugnaron las caras de los isleños pero te sedujeron los geranios de densas umbelas y los vinos de uva malvasía y los paseos en palanquín por las calles asoleadas de Funchal perfumadas con el espíritu de Amelia de Braganza: dime, a ti, Maximiliano, que de Argelia y Albania dijiste que esos países merecían no sólo otros soberanos sino otros habitantes porque de ellos más que sus pueblos te interesó comer gacela asada rodeado de enanos y bufones y al lomo de un camello y vestido de beduino cazar avestruces; a ti, Maximiliano, que de Las Canarias más que su pueblo vivo te interesaron las momias de sus reyes guanches envueltas en pieles de cabra, las rocas volcánicas y el árbol de drago de Tenerife que tenía más de cuatro mil años de vida; que en San Vicente más te cautivaron las conchas y los caracoles que recogiste en las playas y las flores blancas con tintes lilas de las calabazas amargas que sus mujeres de las que dijiste eran como escarabajos negros, y que sus hijos a quienes llamaste pequeños animales de color chocolate; a ti, Maximiliano, que de Bahía escribiste en tus Memorias que en sus calles no se veía caminar a Ceres y Pomona, sino sólo a mulatos y negros de horribles facciones en cuyas negras órbitas no brillaba una sola chispa de inteligencia, porque de Bahía, de Brasil, lo que más te interesó, lo que más ocupó tu atención fueron las tarántulas y las luciérnagas gigantes, las barbas de macaco que colgaban de las ramas de los árboles, las lianas que eran como guirnaldas de rosas entretejidas y la casuarina que tenía la forma de una inmensa escoba de bruja. A ti, Maximiliano, ¿qué fue lo que te pasó en México? ¿Qué fue lo que hizo nacer en ti de pronto el amor a un pueblo exótico, ajeno a tus costumbres y al color de tu piel, extraño a la germanidad inmaculada que exhaltó Rodolfo de Habsburgo después de derrotar al Rey de Bohemia, la germanidad de la que tú mismo te vanagloriaste en tu diario y que tanto preocupaba a María Teresa cuando en sus cartas le decía a mi bisabuela María Carolina que nunca dejara de ser alemana de corazón aunque tuviera que actuar como una napolitana? Dime: ¿cuál brebaje te dieron en Miramar, Maximiliano, que te hizo abandonar los vínculos más sagrados que tenías con la tierra en la que estaban sepultados tus ancestros y en la que pasaron los años más hermosos de tu infancia y de tu juventud, para irte al otro lado del mundo a gobernar un país de curas ladrones y léperos roñosos, de políticos y militares corruptos, de inquisidores y reaccionarios y de indios con plumas y campesinos analfabetos que se adornaban con collares de dientes de coyote y comían hojas de cacto y testículos de toro? ¿Te hicieron beber un té de toloache? ¿O te dieron un vino de ololiuque la yerba de los ojos desorbitados? Dime, Max: ¿qué pócima, qué bebedizo tomaste en el pueblo de Dolores para que te animaras a hacer el ridículo y disfrazado de charro mexicano celebraras, de un país que no era el tuyo, el aniversario del día en que se emancipó del Imperio más grande que jamás tuvo la Casa de Austria, de tu Casa, Maximiliano, la Casa que Dios extendió por toda la redondez de la tierra, y la ensalzó para ensalzar con ella a su Iglesia? ¿Y en Querétaro, cuando caminabas por la Plaza de La Cruz dictándole a Blasio los nuevos reglamentos del Ceremonial de la Corte y cuando subías a tu regazo a tu perro Baby y jugabas whist con el Príncipe Salm Salm, de qué embrujo, de qué encanto fuiste víctima que te hizo pensar que regresarías vivo a la ciudad de México, y te hizo imaginar que así como el Conde Radbot construyó sin muros el Castillo de Havichsburg que le dio nombre a los Habsburgo porque sabía que de la noche a la mañana y al solo conjuro de sus órdenes sus súbditos formarían la mejor y más poderosa de todas las murallas: una muralla de carne humana, viva y palpitante, qué te hizo pensar, dime, que esos indios y esos campesinos iban a acudir por cientos y miles a Querétaro por amor y lealtad a ti, un príncipe extranjero, para proteger tu cuerpo blanco con sus morenos cuerpos, para derramar su sangre mexicana con tal que no se vertiera una sola gota de sangre aria, de la misma sangre alemana que corrió por las venas de aquel que fundó tu dinastía al amparo de una nube roja con la forma de una cruz que extendió sus alas sobre la Catedral de Aquisgrán el día de su coronación? ¿Qué elíxir, qué agua bebiste en los ojos de Concepción Sedano que te impidió ver que ella era también una india ajena a tu raza? ¿De qué ensalmo fuiste víctima que no quisiste ver que en las calles de México había cincuenta mil limosneros y ningún dios, que por ellas no transitaba el Apolo de Belvedere sino sólo indios de piel oscura y de ojos negros y brillantes como los ojos de ciervo que nos acecharon desde los balcones del palacio nacional y que desde entonces me espían por las cerraduras y las ventanas de Bouchout y se me aparecen en el fondo de los lavamanos y revolotean en la noche por mi habitación como diminutos soles de obsidiana? ¿De qué bebedizo fuiste víctima, Maximiliano, que te impidió ver que así como en Brasil las negras descalzas vestidas a la europea parecían, dijiste, monos de circo, así también las damas de la corte mexicana, con sus crinolinas enormes como globos parecían indias esquimales metidas de la cintura abajo en un iglú chorreando de pedazos de cortinas y flecos de oropel? ¿Qué te hizo no darte cuenta de que el pueblo que no acudió a tu llamado después de que tú acudiste al suyo no podía llamarse otra cosa que falso y pervertido? ¿De qué hechizo, Maximiliano, dime, de qué sortilegio fuiste víctima que no fuera la hipocresía y la mentira?
Morir, claro, es más fácil que seguir vivo. Estar muerto y cubierto de gloria es mejor que estar viva y sepultada en el olvido. Por eso, nada más, y para echarte en cara todas tus mentiras, es que cada noche viajo hacia atrás en el tiempo, y, sola en la oscuridad de mi cuarto te he visto una y otra vez, mil veces, caer en silencio bajo el fuego de una descarga silenciosa, y te he visto besar el polvo del cerro y abrir la boca sin decir una sola palabra, y al oficial que señala tu corazón con la punta de su espada y al soldado que te da un último tiro silencioso y de tu levita se levanta una llamarada, así, también, sola, cada noche, en silencio: no se mueve una hoja de los álamos de los jardines, no chisporrotea un leño de las chimeneas del castillo y una onda no turba el espejo de las aguas del foso. Así, sola ya oscuras en mi cuarto una y otra vez, mil veces cambien, he desandado el tiempo y he visto cómo se abren de nuevo tus ojos y vuelves a la vida y te levantas, y cómo las balas salen de tu cuerpo para entrar en el cañón de los fusiles, y cómo la sangre se evapora de tu pecho, se cierra el agujero que hizo la última bala en el escapulario, y tú juntas de nuevo las dos alas de tu barba y los soldados del pelotón te devuelven los veinte pesos oro que les diste a cada uno para que no te dispararan a la cara, y entonces, Max, si vieras qué divertido es desandar el tiempo, desandar la ladera del Cerro de las Campanas, verte saltar hacia atrás por la ventana del fiacre negro para meterte en él, y ver a la mujer del General Mejía que corre hacia atrás con un niño en los brazos y a tu cocinero Tüdös lo vieras, Maximiliano, qué cara de asombro pone porque no le cabe en la cabeza, no podría entender nunca por más que yo se lo explicara, cómo el tiempo está corriendo al revés, cómo es posible que regreses de entre los muertos a tu celda del Convento de las Teresitas y se aparezcan en ella los cuatro candeleros con velas de cera, el catre de campaña, la mesa de caoba en la que leías la Historia de Italia de César Cantú y le escribías al Padre Fischer para que te enviara unas cajas de vino de Borgoña de la reserva que tenías en la ciudad de México, y se aparezca el vaso de agua azucarada que te recetó el Doctor Basch para la diarrea y que estaba cubierto con un pañuelo para que no le cayeran las moscas, y la corona de espinas que te encontraste bajo un limonero en el jardín del convento y el crucifijo y la palangana de plata que te robaron esos bandidos.
Inventaron el cine, Maximiliano, y el mensajero vino y me trajo una cámara de luces y sombras y una larga cinta de plata y celuloide y él era Charles Chaplin y con él me fui a la California a desenterrar pepitas de oro del tamaño de las manzanas de las Hespérides y a comer filetes de suela de zapatos a la parrilla, y en otra ocasión era Rodolfo Valentino y con él hice el amor al sonido de pífanos y tamborines sobre la piel de una gacela blanca en las arenas del mismo desierto donde se erguía la tienda de tu amigo Yusuf, ¿te acuerdas?, el que te ofrecía la costilla asada de un cordero con la delicadeza de quien te regala una flor, pero no pienses, ¿me escuchas, Maximiliano?, no creas que si yo de verdad pudiera desandar el tiempo, como si el tiempo fuera una cinta de celuloide proyectada al revés, no te atrevas a imaginar que me gustaría verte caminar de nuevo por las calles de Argel coqueteando con las loretas y las grisetas de guantes de cabritilla color de rosa perfumados con pachulí, ni sentado en el Marabout de mi tío Aumale el Virrey de Argelia bajo el vitral colorido del tragaluz fumando en narguile entre los huevos de avestruz pintados con versículos del Corán que colgaban del techo contra el mal de ojo. No, Maximiliano.
Inventaron el cine, y con el cine es como si de pronto todas nuestras fotografías y daguerrotipos y pinturas se llenaran de vida y movimiento. Como si todas las banderas austríacas y francesas y mexicanas del cuadro de Cesare dell’Acqua que inmortalizó nuestra salida de Miramar a México se pusieran a ondear, y los remeros a remar, y mi corazón de nuevo a latir sobresaltado, y las aguas del Adriático, que eran ese día como un espejo, a ondear apenas bajo las velas de la Novara recién hinchadas por el viento que se pondría a soplar, suave y frío, voluptuoso y lleno de presagios y promesas azules. O como si desde la fotografía que me robaron y se llevaron al museo del Castillo de Hardegg nos guiñara los ojos nuestro pequeño Príncipe Agustín de Iturbide, o nos sonriera y nos enseñara los dientes, pobre Agustín que después de haber sido el heredero de un Imperio más grande que Francia, Inglaterra y España juntas, murió viejo y solo, convertido primero en profesor de español de la Universidad de Georgetown, y después en monje, ¿te enteraste, Max?
Pero no quiero verte nunca más en Cuernavaca. No quiero verte de nuevo en la plaza de toros de Sevilla arrojando bolsas llenas de monedas de plata a los pies del matador. No quiero verte en el Palacio de Cristal de Sydenham del brazo de la Reina Victoria. Quiero, nada más, verte y tenerte siempre en tu celda del Convento de las Teresitas. En tu celda y con tu catre y con tu bacinilla. Si para retroceder en el tiempo y encerrarte de nuevo en ella es necesario que saltes de tu caja de madera de pino de la que se te salían los pies, salta, Maximiliano, y corre para el fiacre, corre para el convento. Si para desandar los años tiene que volver la leche a los pechos de la mujer de Miramón, y tiene que volverle la vida al General Mejía, que vuelvan, Maximiliano: pero no volverán a la boca de Tüdös los dientes que le botó la bala de Calpulalpan, ni se levantarán los soldados del Imperio que quedaron muertos en las faldas del Cerro de San Gregorio acuchillados por los cazadores de Galeana, ni volverá a correr por los arcos del acueducto de la Cuesta China el agua clara y fría con la que te lavabas la cara todas las mañanas, porque todo esto sucedió antes de que te encerraran en la celda de las Teresitas y es allí, en tu celda y en ninguna otra parte, ni antes ni después, donde te quiero tener para que nunca te me vuelvas a escapar: en tu celda y con tu crucifijo y tu largavista y tu espejo y tus cepillos y tus tijeras.
¿O acaso piensas que si en mí estuviera desandar estos sesenta años de humillación y olvido, me gustaría que todos aquellos que tienen la culpa de mi soledad y mi locura, volvieran a gozar los momentos más hermosos de su vida? No, Maximiliano: si el Coronel López se imagina que me gustaría volver a verlo a mi lado y a caballo camino de Veracruz a Córdoba con un ramo de orquídeas en las manos, alto como un dios de esos que tanto extrañabas en Brasil: apuesto y rubio entre la turba de negros del Sudán y de Nubia y de Abisinia que nos envió a México el jedive de Egipto, dile, cuando lo veas, que está muy equivocado, que a él lo quiero ver siempre en sus últimos días, cuando agonizaba mordido por un perro rabioso, muriéndose sin morir de asfixia y de sed, ahogándose con sus propias babas y con su propio espanto. A Benito Juárez no quiero verlo a su entrada victoriosa a la ciudad de México, de nuevo presidente y de nuevo dictador: quiero verlo también en su lecho de muerte, con el pecho desnudo y sobre el pecho cayendo un chorro eterno de agua hirviente. Y te imaginarás que ni a Eugenia ni a Luis Napoleón quiero verlos nunca más en ninguno de sus momentos de gloria: a ella no la quiero ver envuelta en una nube de perfume de verbena, de compras en el Salón Lumière de la tienda Worth coronada con la diadema de violetas que le dio Luis Napoleón en Compiègne: la quiero para siempre de rodillas en Zululandia, destrozada con el recuerdo del príncipe imperial que a los tres años de edad, con su gorro y casaca de granadero, pero con faldas blancas porque todavía lo vestían de niña, pasó revista a las tropas francesas vencedoras en Magenta y Solferino, y furiosa porque la estúpida de Victoria le echó a perder el placer de tocar, besar, comerse la tierra donde cayó el cadete de Woolwich que nunca llegó a ser Napoleón Cuarto. Y a Luis Napoleón, no quiero verlo frente a la Asamblea Nacional francesa, con el testamento de Napoleón Primero en una mano y en la otra la espada de Austerlitz, ni quiero verlo tampoco en su visita triunfal al Sahara, cuando veinte mil árabes lo aclamaron y le limpiaron las botas con sus barbas, no: a él lo voy a tener siempre en Chislehurst, en el potro de madera en el que lo obligaban a subirse todos los días para que no perdiera la costumbre de montar a caballo: así, pálido y tembloroso, con las mejillas pintadas con colorete como las tenía en Sedán, transverberado por los dolores de su próstata hipertrofiada y los cálculos biliares, mientras al otro lado del canal, en su adorada Francia, las cruces y los ángeles y las guirnaldas de mármol del cementerio del Pére Lachaise eran salpicadas con la sangre de los ciento cuarenta comuneros que fusilaron los versalleses de Thiers y MacMahon junto al Muro de los Federados, y León Gambetta, el hombre que había proclamado en el Hotel de Ville la Tercera República, huía, el cobarde, en un globo aerostático por el cielo de París.
Y a ti, Maximiliano, no me cansaré de repetírtelo mil veces: a ti te quiero en tu celda, ya te lo dije, acostado en tu catre de hierro y devorado por las chinches que en su sangre, que era también la tuya, llevaban el nombre que le tomaste prestado a la ciudad de Querétaro. O de pie y midiendo con tus pasos, sin detenerte jamás, la distancia infinita y desoladora que existía entre las cuatro paredes de la habitación más pequeña donde jamás habías ventilado tus pesadillas o los humores infectos de los excrementos verdes y líquidos que por culpa de la disentería depositabas cinco, siete, diez veces diarias en tu bacinilla: allí es donde quiero tenerte, en tu bacinilla. Verás entonces el susto de Tüdös, la cara de sorpresa que va a poner, cuando se dé cuenta de que ha viajado hacia atrás en el tiempo, hasta los últimos días de Querétaro en que el pobre, sin paprika y sin sal, sin orégano y sin vinos, preparaba un pastel de carne de gato para su Emperador y el General Miramón, y salchichas de hígado de burro para el General Mejía y el Príncipe Salm Salm, porque al igual que en el sitio de Puebla, pero esta vez te tocó a ti ser el sitiado, mi pobre Max, se acabaron los colchones porque hubo que rasgarlos para darles la paja del relleno a los caballos, y se acabaron los caballos porque hubo que matarlos para darles de comer a los oficiales y se acabaron los cadáveres porque se los comían los perros, y se acabaron los perros porque se los comían los soldados, y se acabó el bronce para las medallas con las que querías condecorar a tus cazadores mexicanos, y se acabó el bronce para los cañones y no hubo héroes ni cañones que te defendieran de las tropas de Escobedo, y se acabó el azufre para la pólvora y no hubo juegos pirotécnicos, girándulas, castillos luminosos para celebrar el triunfo de la Batalla del Cimatario, y se acabaron las puertas y las ventanas porque al igual que Santa Anna decretaste un impuesto sobre ellas, y cuando recorriste las calles de la ciudad en el fiacre negro, en el día más bello del año, precedido por el Batallón de los Supremos Poderes, no hubo quien te gritara Adiós, Maximiliano, Dios te bendiga, desde las puertas y las ventanas de Querétaro, y se acabó el plomo de todas las imprentas de la ciudad porque tú lo mandaste fundir para hacer más balas y por eso no hubo quien lanzara proclamas al viento y fijara carteles acusando de asesino a Juárez desde los muros y las tapias de la ciudad de Querétaro, y se acabaron las campanas que mandaste fundir para hacer más cañones, y por eso no hubo, en la que aún era la mañana del día más bello del año cuando recorriste de nuevo, en tu caja y con los pies de fuera las mismas calles silenciosas y de puertas y ventanas ciegas no hubo, Maximiliano, el día de tu muerte, campanas que tocaran a duelo en la ciudad de Querétaro.