3. La ciudad y los pregones

¡Alpiste para los pájaros!

¡Compren tinta!

«Que en esta suidad hay muchas inundaciones y en mi pueblo

»ni una, pues sí. Pero en mi pueblo no hay la estatua de un

»león, como aquí en la Calle de San Antonio, que

»con su cabeza señala la altura a la que llegaron las aguas en

»el año de desgracia de 1629… Que en esta suidad hay muchas

»ratas, pues es verdad. Pero en el pueblo de donde vine no

»había carnavales y aquí en el Carnaval, hay huevos rellenos

»de aguas perfumadas, y confeti y serpentinas que me hacen

»cosquillas. Que no hay que fiarse aquí de la comida que dejan

»en los zaguanes porque puede tener veneno para las ratas,

»de ése que llaman polvo muricida, pues sí. Pero aquí en

»diciembre hay muchas piñatas, y en mi pueblo no las había.

»Y aunque a mí no me dan permiso de pegarles, porque soy muy

»bueno para romperlas, nunca dejo de darme un buen atracón de

»jícamas y cacahuetes… ¿Y dónde más se oyen tantos boleros y

»habaneras toda la noche, aunque sea de lejos? En mi pueblo no.

»¿Y música francesa en la Plaza de Armas después del toque de

»ánimas? En mi pueblo no. Que aquí me hacen desaires y a veces

»me tiran el sombrero de un sopapo para que me descubra cuando

»pasa un padrecito o un fraile, pues sí. ¿Pero dónde más hay

»un Tívoli del Eliseo con días de campo los domingos llenos del

»olor de las tortas compuestas de sardinas y salchichón? En mi

»pueblo, por ejemplo, nunca ha habido Evangelistas, que son los

»que escriben las cartas de los que no podemos escribir, como

»yo… Un día te voy a llevar a donde están ellos, la Plaza de

»Santo Domingo, nomás para que conozcas el olor de la tinta del

»huizache y oigas el ruidito que hace la pluma cuando rasguea

»el papel… Y si te portas bien, te voy a llevar a la esquina

»de la Casa de los Azulejos, que tiene las paredes más lisas y

»frías de todo México, y te voy a llevar un domingo a la

»Alameda, para que conozcas la banca donde se sentaba Don Foré…

¡A cenar, pastelitos y empanadas!

Apoltronado, sí, un poco bizco desde siempre y viejo desde hacía ya algunos años y con una bolsa de dulces para los niños, cada domingo en esa banca de la Alameda se sentaba el General Elías Forey quien ya a punto de empacar sus maletas para regresar a Francia no entendía nada de lo que estaba sucediendo, ya que, al menos según su leal saber y entender, había cumplido al pie de la letra las instrucciones de su emperador, y así se lo comentaba al General Douay: ¿Acaso no disolví el gobierno creado por Almonte? ¿No soy ya el amo de México sin que, como me recomendó el Emperador Luis Napoleón, lo parezca? ¿No he evitado, como también me insistió el emperador en una carta que me escribió desde Fontainebleau, el identificarme con la querella de ningún partido político así fueran los liberales o los conservadores?

Cangrejos a compás/marchemos para atrás/

¡Ziz, ziz y zaz! marchemos para atrás

«¿Oyes? ¿Oyes la canción? En mi pueblo no canta

»nadie. Aquí sí. Aquí, a Don Foré, le hicimos unos

»versitos que dicen:

Con las barbas de Foré

Voy a hacer un vaquerillo

pa ponérselo al caballo

del valiente Don Porfirio

»¿Quién será, eh, ése Don Porfirio de la canción?

Y el General Douay asentía: Sí, mi general, usted mismo en una de sus proclamas lo dijo bien claro: «Mexicanos, abandonad las denominaciones de liberales y reaccionarios que no hacen más que engendrar odios y perpetuar el espíritu de venganza». Y el General Forey: «Sí, sí, así les dije».

¡Jabón de la Puebla!

¡Gorditas al horno!

«En mi pueblo tampoco había ni proclamas ni edictos. No cuando

»yo me vine, hace muchos años. Aquí sí, a cada rato hay uno

»nuevo y por eso también me acuerdo de Don Foré: por todos sus

»pregones y sus pronunciamientos que Don Atanasio el de la

»vinatería me hacía el favor de leerme. Pero también, vas a

»ver, en algunas esquinas hay quienes leen en voz alta las

»proclamas fijadas en el muro, para quienes no podemos leer,

»como yo… Lo bueno de que vinieran los franceses, es que

»ahora tenemos fiestas dobles: las de México y las de París.

»Lo malo, es que ya volvieron a salir a la calle todos los

»curas y los frailes, y como cuando estaba Don Benito los

»conventos y los templos estaban vacíos y todos se habían ido,

»yo me desacostumbré a descubrirme. Por eso es bueno saberse

»de memoria dónde está cada convento, como el de Recoletos,

»el de los Antoninos, el de la Exclaustración, el de Santa

»Isabel, el de Regina: todos me los sé, como si los estuviera

»viendo. Y si se puede, es bueno también aprenderse los

»ruiditos que hacen las monjas y los frailes, aunque sea muy

»difícil, porque hay muchos: que si los Betlemitas y los

»Juaninos, que si los Franciscanos y los Hospitalarios… Pero

»de todos modos, con el tiempo uno se va enseñando a distinguir

»entre el frufrú que hacen las faldas de las monjas de Santa

»Brígida y el ruidito que hacen los rosarios que cuelgan del

»cinto de las Hermanas de la Caridad y el chapoteo de los pies

»de los Carmelitas descalzos… Aunque a mí, así como me ves

»de pobre, nunca me han faltado huaraches: con tantas cacas de

»perro y de gente que hay en la suidad, me pasaría la vida

»embarrándome los pies. Que en mi pueblo no hay tantas cacas…

»pues sí. Pero en mi pueblo no hay un Café Inglés y un restorán

»Fulquieri donde me regalen sobras…

Y, de acuerdo también a lo expresado por Luis Napoleón a Lorencez: «va contra mis intereses, mi origen y mis principios el imponer un gobierno al pueblo mexicano», Elías Forey, quien firmaba sus proclamas, pregones y decretos como «el General de División, Senador y Comandante en Jefe del Cuerpo Expedicionario», ¿no había acaso nombrado una Junta de Gobierno compuesta por treinta y cinco ciudadanos y presidida por los desde ese momento llamados «Los Tres Caciques», a saber: el propio General Juan Nepomuceno Almonte,

Amo quinequi, Juan Pamuceno,

no te lo plantas el Majestá

que no es el propio manto y corona

que to huarache, que to huacal

el mismo General Salas que a la entrada de Forey en México le había entregado las llaves de la ciudad y el Arzobispo Labastida en su ausencia representado por un tal Señor Ormachea, así como una Junta de Notables —doscientos quince desde médicos a diplomáticos hasta tiradores y zapateros— la cual Asamblea a su vez, y apenas a cuarenta y tantos días de la toma de la capital había proclamado:

¡Requesón y melado bueno!

«Que por qué “to huarache” y “to huacal” en lugar de tu huarache

»y tu huacal, no lo sé, pero así dice la canción. Y yo todos los

»edictos de Don Foré me los aprendí de memoria de tanto que los

»oyí, y lo mismo los de su General Duay, que nos vino a decir

»muchas formas, como veinte, de merecer la muerte si no nos

»poníamos del lado de los franchutes. Un día vamos y les

»preguntamos a los Evangelistas por qué “to” y no “tu”, y si eran

»escrúpulos o crepúsculos cuando Don Foré decía “Yo no vengo a

»hacer la guerra al pueblo mexicano, sino a un puñado de

»hombres sin crepúsculos que gobiernan mediante un terror

»sanguinario”… Y es lo que yo le arguyía a Don Atanasio que

»decía que Don Foré nomás regañaba y regañaba a los mexicanos,

»pero para mí que a veces tenía algo de razón. “¿Qué se ve en

»vuestras calles?” decía en sus pregones Don Foré, “aguas

»corrompidas que envician el aire”, que me lo digan a mí, que

»las huelo doble que los demás mortales, “¿qué son vuestros

»caminos? hoyas y pantanos” que me lo digan a mí, que no paso

»un día en que no esté al filo de romperme un hueso al caerme

»en una atarjea abierta, como en el Callejón de la Amargura,

»donde abren hoyos nuevos todos los días, “¿qué es vuestra

»administración? el robo organizado”, que me lo digan a mí,

»que ya perdí la cuenta de las veces que me han robado las

»limosnas… Y vas a ver, allí con los Evangelistas, qué

»bonito huele también la tinta de la amapa rosa…

¡Mantequilla de real y medio!

Uno —había proclamado la Asamblea—: la Nación Mexicana adoptaba la monarquía hereditaria y moderada; dos: el trono sería ofrecido al Archiduque Fernando Maximiliano de Austria y su esposa la Archiduquesa Carlota; tres: si el Archiduque no aceptaba, la Nación Mexicana se acogería a la bondad y la sabiduría del emperador de los franceses para que éste designara a otro príncipe católico para el trono mexicano…

»¿Y tú crees eso del terror sanguinario? Yo no veo la diferencia.

»Aunque sí que la huelo. A mí me contaban que cuando llegaron

»los soldados de Don Fernán Cortés, el Emperador Moctezuma les

»echaba incenso no porque se imaginara que eran dioses, sino

»porque olían muy feo: no se cambiaban su ropa de hoja de lata

»ni cuando subían al Popo para bajar azufre para sus cañones.

»¿Tú conoces el olor del azufre? En mi pueblo no hay fábricas

»de pólvora. Y para mí, te decía, que así son los franceses:

»como que jieden más que los indios, y además son muy avaros

»para soltar sus tlacos… ¿O será que no entienden cuando les

»digo Una bendita caridá por el amor de Dios? ¿Será que tendré

»que pedirles limosna en francés, que decir pardiú en lugar de

»Por Dios? En eso sí que los franchutes se parecen a las

»hermanas de la Caridad, que aunque así se llaman, nunca me dan

»ni los buenos días, sólo quieren llevarme al convento a

»entular sillas. Pero yo no puedo comprometer mi libertad…

»Allí en mi pueblo, uno camina tres cuadras y ya llegó a las

»nopaleras y a los barrancos. Aquí en la ciudad no: camina uno

»cuadras y cuadras y nunca sale. Te voy a llevar a Puente de

»Peredo, a Siete Príncipes, a la Calle Nueva, a la Carrera de

»Corpus Cristi, a la Calle de Verdeja y de Medinas, a la Puerta

»Falsa de La Merced y a Puente Quebrado y a la Calle de la Joya

»paque aprendas a conocer cómo huelen a borrego mojado los

»almacenes de paños poquito después de la lluvia, y a bencina las

»tintorerías. Los expendios de mármol se conocen más bien por

»el ruido, como las academias de esgrima, y de las boticas

»siempre salen muchos olores, como el del lavatorio de rosas

»para la gonorrea, el del elíxir paregórico o el del vinagre

»aromático para los granos…

¡Al buen turrón de almendra!

Y aunque Forey pensaba que eso era lo que deseaba Napoleón, y Douay también, no lo era. O al menos, no exactamente: pas exactement. Entre otras cosas, porque había comenzado ya a hablarse de las cartas que un tal Capitán Loizillon le escribía desde México a la madrina de Luis Napoleón, Hortensia Cornu, y en las cuales le decía que Forey estaba entregando el país a los elementos ultrarreaccionarios y ultraclericales —la mayor parte de los Notables de la Asamblea lo eran, en efecto, y muchos de ellos, además, antiguos miembros de los gobiernos de Santa Anna—, y una de esas cartas se la enseñó la madrina al ahijado, el cual decidió, sin decirle el nombre del autor a Bazaine, enviarle una copia de la carta a dicho general quien a su vez se había encargado ya de intrigar en contra de Forey, quejándose en su correspondencia con el ministro de Guerra francés que el comandante de la fuerza expedicionaria había comenzado a repartir, con generosidad excesiva, cruces de la Legión de Honor entre oficiales mexicanos que apenas conocía. No importaba ya si era verdad o no que Forey se hubiera llevado una lista de nombres en el bolsillo, escrita en las Tullerías con la asesoría de Hidalgo, y de la cual tendrían que salir muchos de esos «Notables» mexicanos: lo que importaba ahora es que Luis Napoleón insistía en un gobierno liberal y ésa, ésa desde luego no era la forma de hacerlo, y menos cuando se enajenaba al partido liberal mexicano, que después de todo se instruía e ilustraba en los libros, las instituciones, las costumbres y códigos franceses, mediante los edictos y los decretos a los que tan aficionado resultó ser el general, como el llamado «De Secuestros» que ordenaba la confiscación de los bienes de todos los republicanos que tomaran las armas contra los franceses. Y mucho menos era la forma, ya no de servir a México, sino la de servir los intereses de Francia, y sobre todo en vistas al protectorado de Sonora, la de prohibir, como hizo Forey con otra proclama, la exportación no sólo de moneda, sino de barras de oro y plata…

¡Al buen coco fresco!

»Que aquí en la suidad no se puede caminar por las calles de las

»siete a las nueve de la mañana porque sacuden los tapetes

»desde los balcones y tiran los orines de las bacinillas por

»las ventanas, pues sí. Pero mi pueblo ni a tapetes llega, y

»menos a balcones altos. Y te voy a llevar también a los bajos

»de Porta Cheli para que oigas los ruidos de la Imprenta

»Murguía: en mi pueblo no hay imprentas. Y al Hotel Iturbide

»para que oigas los ruidos que salen del restorán Recamié y los de

»las diligencias que llegan todos los días. ¿Las oyes? ¿oyes

»las esquilas? Son las esquilas del Santo Viático, que se lo

»llevan a alguien que se está muriendo… desde que llegó Don

»Foré, volvimos a tener Santo Viático y aquí se oye todos los

»días, porque en la suidad se muere más gente que en los

»pueblos… Por eso prefiero la suidad a mi pueblo: por los olores

»y los ruidos, por los pregones. Porque me gusta oyirlos:

¡Barriles de agua a un real!

¿Mercarán ranas?

»y porque es muy bonito como suena el agua en los barriles, y

»el ruido de los delantales de cuero de los aguadores.

»Aunque de las ranas no me gustan ni los croídos que hacen

»cuando están vivas, ni el olor que tienen cuando están muertas.

»… ¿Oyes? ¿Las oyes las campanas de la Catedral? Es el toque

»del alba. Imagínate qué casualidad: apenas acaba de pasar el

»Santo Viático, cuando comienzan a sonar… en mi pueblo nunca

»hubo campanas que tañeran tan bonito…

Tranquilo allí, cada domingo, sentado en la banca de siempre, los niños con sus aros que gritaban «Allí está Don Foré, Allí está Don Foré» porque sabían que siempre les traía caramelos y colación, el murmullo de las fuentes, los rehileteros y vendedores de plumeros y los de pescaditos blancos que gritaban:

¡Juiles asados, juiles!

Los organilleros, los puestos de lotería, los marchantes de velas, el ciego que le pedía «Una caridá Mosié Don Foré, pardiú», y él siempre le daba unos tlacos, a veces un real, y el sol, sobre todo ese maravilloso sol amarillo de México: quizás el General Forey hubiera preferido quedarse así, tranquilo, en esa ciudad llena de colores y ruidos tan distintos a los de París y de los pregones de los que hablaba la Marquesa Calderón de la Barca, de las frutas lujuriosas y extrañas como el delicadísimo mamey y el mango cuyo aroma comparaba el Capitán Blanchot al perfume del terebinto afrodisíaco, y sin más que dar órdenes a sus generales desde su despacho del Palacio de Buenavista y dulces a los niños los domingos, sentado en esa misma banca de la Alameda. Pero a la campaña contra Forey y sus adláteres se agregó Monsieur de Radepont, quien dijo que Elías Forey era poco menos que una nulidad, y después el Barón de Saligny quien le pasó el chisme a Hidalgo de que el General Douay había dicho poco antes de la caída de Puebla que la ciudad era inexpugnable y que toda la empresa una locura, nacida del capricho de una mujer, née du caprice d’une femme, con lo que por supuesto se refería a la Emperatriz Eugenia. Hasta que al fin el emperador decidió retirar a Forey de México y dejar el comando de la expedición en manos del General Bazaine. Y para ello, premió y castigó a Forey al mismo tiempo: tras darle el bastón de Mariscal de Francia, le dijo que en México no había tropas suficientes como para que un Mariscal estuviera al frente de ellas, de modo que tenía que regresar a Francia y así fue, Forey se fue para no volver: de aquí de México se llevó el bastón de Mariscal, y allí en México dejó el recuerdo de los pregones y las proclamas donde una vez más ensalzaba el poderío de su Patria, y decía que las expediciones a China y la Cochinchina demostraban que no había comarcas tan lejanas como para que una ofensa contra el honor de Francia quedara impune, y donde otra vez también volvía a regañar a los mexicanos acusándolos de crueldad por su afición a las corridas de toros cuando que, y tal como apareció en un periódico de la capital, los franceses se habían dado el lujo de «lidiar toros de la talla de Luis XVI y María Antonieta», como rezaba el pie de la caricatura en la cual el verdugo, Robespierre en traje de luces, paseaba en alto no la cola o las orejas de un toro de la ganadería de Ateneo, sino las cabezas despelucadas de los dos monarcas. Y con Forey, se fue de una vez por todas el Barón de Saligny, quien habiendo sido ya convocado varias veces por el Quai D’Orsay se mostraba rejego y se hacía el tonto, porque no quería dejar abandonados sus negocios en México, ni vestida y alborotada a la novia con la que pensaba matrimoniarse…

«Guajito, guajito/ Dame un traguito para Saliñí/

»Guajito, guajito/ Dame un traguito para Saliñí/

»… así decía la canción que le pusimos. ¿Sabes? De entre

»todos los franceses, Saliñí era el que olía peor que todos. Y no

»es que no me gusten los aromas del vino: es que no me gusta el

»olor de los borrachos… Un día te voy a llevar a la

»vinatería de Don Atanasio, el que te digo que me lee los pregones,

»y que me deja estarme allí las horas, pidiendo limosna. Al

»principio uno no diferencia los olores, porque se le echan

»todos juntos, como si fuera uno solo: después ya se van haciendo

»los distingos: ése es el del licor de frambuesa, ése

»otro el de naranja, y ése, que es el que más me gusta, el de

»guayaba. Luego, si uno quiere, los puede juntar todos de

»nuevo en un solo perfume… ¿oyes? ¿Oyes ese pregón:

Carbosiu? Carbosiu?

»son los indios, que traen carbón de la sierra y que gritan:

»¿Carbón, señor? ¿Carbón, señor? Pero se oye así: Carbosiu,

»Carbosiu… También los pregones perfuman la suidad…

En nombre de esos principios iluminados que a tantos habían llevado al cadalso, la oposición en Francia al imbroglio mexicano estaba representada por cinco parlamentarios franceses, el grupo de Les Cinq: Ernest Picard, Emile Ollivier, Adolphe Thiers, Antoine Berryer y Jules Favre, destacado político, este último, que había declarado sobre la guerra con México: «No hay sino un camino: negociar y retirarnos. Hacer la guerra, ¿por qué? No se la hace sino a los enemigos. ¿Dónde están nuestros enemigos?». Y sobre la probable victoria: «Después de ella vendrá la responsabilidad. El gobierno que habéis fundado, tendréis que sostenerlo». Por su parte el novelista y poeta francés Víctor Hugo, quien en política había sido de todo: bonapartista, legitimista, republicano y orleanista, desde su exilio en Bruselas envió a México una proclama en la que decía «Ambos combatimos al Imperio. Vosotros en vuestra Patria, yo en el exilio. Os aporto mi fraternidad de proscrito». Benito Juárez ordenó que se tradujeran al español las declaraciones de ambos —Favre y Víctor Hugo— y se fijaran, como affiches o carteles en los muros y paredes de México, Puebla y otras ciudades. Por otra parte, menos entendió Forey por qué, si la guerra se había hecho para cobrar las deudas que México tenía con Francia, Luis Napoleón le había ordenado que por lo pronto se olvidara del asunto. Menos aún todavía por qué, si con la guerra se deseaba llevar a México para defender la fe al príncipe católico que habían pedido los reaccionarios y los clericales mexicanos, las órdenes de las Tullerías habían sido las de proclamar la libertad de cultos en México, y la de no tocar la cuestión de los bienes de mano muerta de la Iglesia expropiados y vendidos a particulares: porque por supuesto, con la llegada de los franceses y las vísperas del Imperio la Iglesia pensó que las cosas iban a ser lo que eran antes de la llegada de Juárez al poder y cuando vio que estaba equivocada, cuando se topó, primero con las proclamas de Forey y después, ya ido el mariscal, con las disposiciones de Bazaine, la Iglesia misma comenzó a redactar y a imprimir en secreto y a engomar y fijar, en las mismas bardas y tapias donde primero Juárez y luego Forey y Bazaine habían fijado sus decretos y edictos: en la Calle de Vergara famosa por sus gorditas cuajadas

¡A las gorditas cuajadas, señores!

en el Portal de Agustinos que olía siempre a turrón de almendras, otras proclamas y exhortaciones contra los franceses, en las bardas del Colegio de Niñas, contra Luis Napoleón, en los mismos muros del Convento de San Lorenzo o de Santa Teresa la Antigua, contra las autoridades y contra la intervención, sin olvidar el Callejón de Bilbao perfumado siempre con el olor del blanco de Chapala y los frijoles chinos, o las fachadas y puertas de todas las cantinas y cafés a los que iban los soldados franceses a comer y beber y algunas veces también a jugar —y hasta la calle se escuchaba el ruido de cartas, bolas y fichas—, y el mismo Monseñor Antonio Pelagio de Labastida y Dávalos, quien expulsado obispo por Juárez regresó arzobispo tras vivir como Príncipe de la Iglesia en Roma y en París, y que tanto temía volver a México por el riesgo de contagiarse con el vómito negro de las tierras calientes y para evitarlo eligió como fecha de retorno la época en que soplaban en Veracruz los vientos norte, tampoco quedó contento, a pesar de que el propio Bazaine le entregó intacto y remozado su Palacio Episcopal, le reconstruyó su seminario y reparó su casa campestre de Tacubaya, aunque lo único que no pudo hacer el general fue reemplazar los olivos del huerto que, ya crecidos y llenos de fruto, habían desaparecido con la revolución.

¡Cecina buena!

«Le rasco un poco, y siempre hay otro abajo. Y le rasco al de

»abajo, y más abajo hay otro. Me gusta descarapelarlos, agarrar

»un pedacito y jalarlo, y hacer tiritas. Pero eso sólo se

»puede hacer muy noche, cuando estoy casi seguro que no me están

»viendo. Y, como te decía, me sé de memoria todas las esquinas

»donde los ponen, y todas las iglesias, como aquí en Escalerillas

»y Tabuca, o en La Profesa. Pero ahora tengo que cuidarme

»mucho porque los curas, que últimamente no quieren a los

»franceses, aprovechan también la noche para pegar sus pregones.

»Este que tiene el engrudo todavía mojado, seguro que es uno de

»los que pusieron los padrecitos, y que está encima del último

»de Basen. Y el de Basen está arriba de un afiche de El Pájaro

»Verde y el de El Pájaro Verde tapando un decreto de Don Foré. Y

»el de Don Foré encimita de la de Napomuceno Almonte, y el de

»Almonte arriba del Don Víctor y Don Hugo. Y el Don Víctor y

»Don Hugo encima de una proclama de Don Benito. Y la de Don

»Benito tapando el Plan de Navidad de Echegaray y Miramón. Y el

»Plan de Navidad arriba de un pronunciamiento de Santa Anna, y

»bueno, es cuento de nunca acabar, y más que yo, fíjate, dejé mi

»pueblo hace un montonal de años y llegué a la capital cuando los

»muros estaban llenos con las proclamas del Plan de Iguala que

»quedaron después abajo de los pregones del Emperador Iturbide,

»que los taparon con las proclamas del Plan de Casa Mata, y así te

»decía, nomás es cuestión de rascarle un poco…

¡Tierra pa las macetas!

De todos modos, la Iglesia mexicana decidió reconquistar sus fueros y privilegios, prohibió que se trabajara los domingos, y todos aquellos sacerdotes, frailes y monjes que habían desaparecido durante el gobierno de Benito Juárez volvieron a poblar las calles de México y a la multitud de cristaleros que cambiaban floreros por ropa usada, de vendedores de chichichuilotes vivos y de camotes asados, castañas y plátanos fritos, de barberos ambulantes, de cabeceros que vendían de puerta en puerta cabezas de carnero al horno con peluca de hojas de laurel, de polleros y de vendedores de jabón de Marsella y al bullicio de sus pregones y al ruido de los coches: los brougham, los barouches, los simones de los sitios de Seminario y la Mariscala, las calesas tiradas por rollizos frisones plateados, las diligencias que salían del Callejón de Dolores hacia todos los puntos cardinales, los tranvías de mulas y los guayines agregaron su bullicio las procesiones, las campanas de los templos y su revuelo las sotanas y los hábitos, y a los colores de las flores y las frutas de los portales, al violeta y al verde pistache de los chalecos de dandies y lagartijos, al negro de los abrigos de nutria de catrines y currutacos, al gris de las capotas militares, a los ocres, marrones, azulmarinos de escribientes, guardias de alcabalas, recaudadores de pensiones y carretoneros, despenseros, guardafaroles y demás empleados y tinterillos, sirvientas y representantes de cuanto mester u oficio había, y a los rosas, amarillos pálidos de los tules y las crinolinas de damas y damiselas con los traseros acojinados con pufs rellenos de cerdas de caballo, y al magenta y verde olivo tornasolado de las capas y faldas de terciopelo de Génova de las futuras marquesas y damas palatinas mexicanas agregaron las siervas y esposas de Cristo que habían renunciado al reino de este mundo y a las pompas del siglo: las concepcionistas el azul cielo de sus mantos; las teresianas el café de sus túnicas, y las recoletas, además del pardo de sus sayales y del blanco de las cintas entretejidas en sus gorros, el encarnado de los cinco discos, cosidos a las cintas, en memoria de las Cinco Llagas de El Salvador. Volvió también el Santo Viático a pasar por las calles, y volvió La Purísima a desfilar, por el centro de la ciudad, por Empedradillo y Plateros y San Francisco, precedida por elegantes batidores montados en alazanes soberbios, y seguida por bandas de música, los alumnos de los colegios, las cofradías con sus estandartes y pendones y las comunidades religiosas y sacerdotes del clero secular, en su bellísimo carro triunfal que por medio de largos y gruesos cordones de seda roja tiraban los obispos y los canónigos, virgen entre las vírgenes con su manto azul cielo salpicado de estrellas y la leyenda escrita con letras áureas Tota pulchra est María, entre nubes de tisú y organdí y arco iris de céfiro multicolor por donde asomaban las cabezas de los ángeles y querubines.

¡A las palanquetas de nuez!

«¿Oyes? ¿Oyes ese tris-tras, tris-tras? Vamos, pélale, que ya

»vienen, tris-tras, ¿los oyes? son los presidiarios que vienen

»barriendo las calles. De los ruidos que se oyen, uno es el de

»las escobas cuando barren de un lado para otro, riz-raz, y el

»otro: tris-tras, es el de los grilletes que tienen en los pies

»y el de las cadenas que van de los pies de uno a los pies del

»otro y del otro y así. Siempre salen de la prisión con el toque

»del alba, y van una fila adelante y otra atrás y barren todos

»al mismo tiempo primero para un lado, tris, y luego para el

»otro, tras, apúrale, ándale, que a mí uno de los peones que

»viene con ellos y que sacan con cubetas el lodo y la basura de

»las coladeras y lo echan en medio de la calle para que se seque,

»una vez me tiró una cubeta entera y me bañó de mierda y el

»capataz y los guardas nomás se rieron porque son unos cabrones…

»ándale, jálale…».

Para cortar por lo sano, Bazaine decidió quitar al arzobispo del Consejo de Regencia, y se marchó a Guadalajara. Monseñor Labastida aprovechó su ausencia, citó al otro arzobispo mexicano y a cinco de los obispos que habían regresado al país y, reunidos en sínodo, redactaron un documento dirigido a los generales Almonte y Salas, en el que desconocieron la autoridad del gobierno para apropiarse de los bienes de la Iglesia, y condenaron a la excomunión total, incluso en artículo de muerte, in articulo mortis no sólo a los autores y ejecutores del despojo de los templos, sino también a quienes se negaban a dar las órdenes de restitución a sus legítimos dueños. Y, como esta responsabilidad abarcaba no sólo al gobierno, sino también a la oficialía francesa y en última instancia a todo el ejército, la Iglesia decidió que no había ya necesidad de celebrar la misa militar solemne de cada domingo, y anunció que las puertas de la catedral permanecerían, de allí en adelante, cerradas. El General Neigre, a quien Bazaine había dejado el comando de la capital, respondió que, si no abrían las puertas, las abriría a cañonazos. El domingo siguiente, a las siete de la mañana, y por órdenes de Neigre, se colocó un cañón frente a la Catedral de San Hipólito. Unos minutos después, las puertas se abrieron y se celebró la misa. Cuando Bazaine se enteró, ordenó a su vez que se disparara una carga de artillería que coincidiera con la elevación, en la misa que él y sus oficiales se preparaban a escuchar en la Catedral de Guadalajara.

¡Tamalitos cernidos

de chile, dulce y manteca!

«Que en esta suidad hay mucho ruido y en mi pueblo no, pues sí.

»Pero en mi pueblo no nos organizan los curas como lo hicieron

»aquí con todos los léperos y mendigos para que fuéramos

»haciendo ruido con nuestros rosarios y nuestras latas y nuestras

»medallas y nuestros pocillos de peltre, en protesta contra las

»proclamas y los pregones de Don Foré y De Basen. Que aquí hay

»muchos temblores de tierra, pues también. Pero en mi pueblo,

»aunque de repente tiembla, como todas las casas son de adobe,

»todas las rajaduras son iguales. Aquí no, aquí las cuartiaduras

»del tezontle del Palacio de la Inquisición son muy diferentes

»de las hendeduras que dejó el último terremoto en la piedra

»de la arquería de Belén, donde se está saliendo el agua desde

»hace como un año. ¿Y sabes otra cosa? En mi pueblo no hay

»árboles. Aquí sí: aquí en la suidad fue donde por primera vez

»pude tocar un árbol completo desde la copa hasta las raíces:

»fue cuando el temblor de Santa Cecilia, que derrumbó un

»eucalipto muy grande, y yo me llené las bolsas de dedales de

»eucalipto que huelen muy bonito. Y es que aquí en la suidad hay

»muchas cosas que tocar, y en mi pueblo no. Ni modo que el

»arzobispo me dé permiso de tentar su sombrero de picos o la

»cruz de amatista que dicen que lleva colgada al cuello, pero

»una vez me dejó besar las hebillas de sus zapatos que dicen

»que son de pura plata. Aquí aprendí lo suaves que son las

»cabritillas de los guantes de las señoras que me dan limosna,

»y lo frío del charol de sus botines que es casi tan liso como el

»agua, y que tiene un rechinidito especial. Me gusta también

»tocar lo rasposo de la piel de los mameyes y los picos de la

»de las piñas. En mi pueblo no hay de esas frutas. Y como te dije

»antes, un día te voy a llevar en domingo, a la Alameda, donde

»me gusta escuchar los ruidos del agua de las fuentes y tocar

»las cabezas frías de los leones que la escupen y te voy a

»enseñar la banca de Don Foré. También, y eso hoy mismo,

»vamos a ir a la Plaza Mayor. Allí al ladito del Sagrario

»Metropolitano está el Paseo de las Cadenas que suenan cuando

»hace viento, y a un lado la piedra azteca que llaman el calendario

»y que a mí me gusta tocarla porque tiene muchas bolitas…

»Me acuerdo que el temblor de Santa Julia, del 58, fue el peor

»de todos porque las acequias se desbordaron y se dañaron

»muchos templos, como el propio del Sagrario y el de San Fernando

»y fue ése el temblor que tiró al suelo a una estatua de la

»Patria y también me dejaron tocarla, y se rieron mucho cuando

»le pasé las manos por las tetas… en mi pueblo no hay

»estatuas de patrias con las tetas al aire…

¡Fósforos y cerillos!

Instalado ya en el Palacio de Buenavista de la ciudad de México y apaciguada, por el momento, la Iglesia, el General Bazaine ordenó la partida de un destacamento de turcos para sitiar por tierra el Puerto de Acapulco mientras desde el mar lo atacaba, con un destacamento de argelinos, el aventurero conocido como el Maître Salar, quien nueve años antes y al mando de un buque lleno de filibusteros había acudido a Sonora en un intento tardío de salvar la vida de Raousset Boulbon. El Capitán Blanchot, edecán de Bazaine, resintió que no se le hubiera mandado a Acapulco, porque según le habían contado a ese puerto, durante la Colonia, llegaban de Asia los cargamentos que, después de ser transportados a lo ancho del territorio mexicano, eran reembarcados en Veracruz con destino a la Metrópoli. Y, como al comenzar en México la inacabable serie de sublevaciones, pronunciamientos y asonadas el tráfico había quedado interrumpido, algunos ricos cargamentos se quedaron en el puerto del Pacífico. Se decía que, aparte de esos chinitos que nunca llegaron a las fábricas de cigarros de La Habana —donde sus amos españoles como no se podían aprender sus nombres los rebautizaban con nombres griegos como Sócrates, Protágoras o Alcibíades—, porque también ellos, los chinitos se quedaron en Acapulco, se rumoreaba que había allí bodegas repletas donde era posible comprar, muy baratas, algunas maravillas que envidiaría el Coronel Du Pin y de las que ya no vendrían quizás por mucho tiempo en las naos de la China y de las Filipinas, como cajitas de sándalo y laca, figurillas de marfil, diamantes de Golkonda quizás, y quizás chales de Lahore, mantones de Manila, bufandas de Cachemira. Pero el General Bazaine consoló al Capitán Blanchot al encargarlo de dos proyectos. Uno fue pedirle que se rediseñara el jardín español del Palacio de Buenavista: el general en jefe prefería un jardín estilo inglés, a l’anglaise. Entre otras cosas, el Capitán Blanchot desvió las aguas de un arroyo cercano para transformarlo en varios riachuelos rumorosos, pero como el arroyo estaba lleno de culebras de agua que se colaron en el jardín, se vio precisado a solicitar la ayuda del cacique, o como lo llama Blanchot en sus Memorias, del «nabab» de Chapala, quien a vuelta de correo le envió treinta grullas que en unos cuantos días se zamparon a todas las culebras. La otra tarea del capitán fue la de organizar un baile de gran gala que sería ofrecido por el ejército francés a Maximiliano y Carlota a su llegada a la ciudad de México. El capitán calculó que, para cubrir con un toldo o carpa color azul cielo el gran patio del Palacio de Buenavista, necesitaba varios kilómetros de cretona, un ejército de costureras, una docena o más de cubetas donde se mezclaría el albayalde con las anilinas azules, otras tantas escobas que hicieran las veces de brochas, y un pequeño destacamento de marineros franceses traídos de Veracruz: gavieros, veleros y carpinteros provistos de sierras, jarcias, calabrotes y todo lo que fuera necesario para levantar el toldo azul cielo —lo más cielo posible— y de su centro colgar una gran águila dorada con las alas extendidas.

«Dos cosas sí te voy a decir, para que te las aprendas bien:

»una es que nunca te voy a llevar a la Plaza de Mixcalco,

»porque allí, todas las madrugadas, afusilan a dos o tres

»juaristas o cuando menos uno, y no sea la de malas y nos toque

»una bala perdida. ¿Has oído a La Llorona? Es el fantasma de una

»mujer que se murió de cuita porque le mataron a sus hijos en

»Mixcalco y que en las noches camina por la plaza gritando…

»“Ayyayy mis hijos… Ayayayyyyy mis hijos” y cuando la oigo siento

»que se me encoje el corazón: dicen que tiene las greñas largas

»y un camisón que arrastra por las piedras… y la otra cosa

»que te digo es, fíjate bien: yo no sé de dónde vienes, y si eres

»de pueblo o de suidad. Pero si quieres andar conmigo y que

»te dé tus huesos y tus tortillas y que te deje dormir pegado

»a mí y que te acaricie y que te rasque, tienes que aprender a

»portarte bien y a no ladrarle sino a los indios y a los

»léperos. Cuidado vayas a gruñirle a un cura: a los curas se les

»mueve la cola. Cuidado se te ocurra tirarle una tarascada a

»una monja. A las monjas se les mueve la cola, y lo mismo a los

»frailes y a las señoras y a los policías de Basen. Sólo al

»Santo Viático no se le mueve la cola…

¿Zapatos qué remendar?

¡Jericalla y champurrado!

¿Ropa usada que vendan?

¡A las castañas asadas, señores,

a las castañas!