2. «Así es, Señor Presidente»

«¿Dice usted uno ochenta y cinco?».

«Sí, Don Benito, un metro con ochenta y cinco».

«Pues sí que es muy alto…».

«Así es, Señor Presidente».

«Me ha de sacar una cabeza, por lo menos…».

«Por lo menos, Don Benito. Dígame: ¿Usted quería que yo incorporara todos esos detalles en mi resumen?».

Benito Juárez se puso las gafas y abrió el informe o «resumen» como lo llamaba el secretario, en la segunda página. Y leyó:

Maximiliano se transformó en el heredero al trono de la Casa de Austria, cuando el 1.º de diciembre de 1848 su tío el Emperador Ferdinand, habiendo renunciado ese mismo día a la sucesión su hermano Francisco Carlos, abdicó en favor de su sobrino Francisco José, hermano del Archiduque

Luego volvió a la primera página y una vez más sus ojos recorrieron el primer párrafo:

Fernando Maximiliano José, descendiente en línea directa de los Reyes Católicos Fernando e Isabel y Carlos V de España y I de Alemania, nace el 6 de julio de 1832 en el Palacio de Schönbrunn.

«¿Detalles, Señor Secretario? ¿Como lo de la estatura y eso? No, era mera curiosidad. Son cosas superfluas que no vienen al caso. Lo que me gustaría es que me platicara de Schönbrunn… Usted visitó Schönbrunn, ¿no es cierto?».

«Así es, Don Benito. Pero nada más los jardines, que me gustaron mucho más que los de Versalles…».

«¿Por qué?».

«¿Por qué me gustaron más los Jardines de Schönbrunn que los de Versalles? Ah, pues porque… No sé. No había pensado en eso. En realidad se parecen bastante. Pero tal vez me gustaron los de Schönbrunn porque no son planos sino inclinados, y suben hasta la Fuente de Neptuno, y es como si formaran parte del horizonte. ¿Me explico, Don Benito?».

«¿Y son muy grandes?».

«Enormes, Señor Presidente. Y también el palacio. Dicen que tiene mil cuatrocientas habitaciones y más de cien cocinas…».

Benito Juárez continuó la lectura del informe: «Siendo sus títulos principales los de Archiduque de Austria, Príncipe de Hungría y de Bohemia, Conde de Habsburgo».

Y después miró por encima de las gafas al Señor Secretario.

«¿Sabe usted? —le dijo—. Siempre me he preguntado cómo puede uno sentirse en su caso en lugares tan grandes. Haga cuentas, Señor Secretario… Mil cuatrocientas. Si uno durmiera cada noche en una habitación distinta, tendrían que pasar… Déjeme ver… tres… cuatro… sí, como cuatro años para dormir en todas…».

Y leyó:

«Fernando Maximiliano es el segundo hijo —el primero es el actual Emperador Francisco José— del Archiduque Francisco Carlos y la Archiduquesa Sofía».

Miró de nuevo al secretario por encima de las gafas.

«¿Maximiliano hijo del Archiduque Francisco Carlos? ¿Pues no decían que el Archiduque es hijo de Napoleón II?».

«Bueno, sí, Don Benito, eso es lo que dicen, que nació de los amoríos que la Archiduquesa Sofía tuvo con el Duque de Reichstadt… en cuyo caso, por las venas del austríaco correría sangre jacobina, ¿no es verdad, Señor Presidente?».

«¿Sangre jacobina? Vamos, Señor Secretario: Napoleón I nunca fue jacobino. Se hizo pasar como tal cuando le convino… Y dígame: ¿se parecen?».

«¿Se parecen quiénes, Don Benito?».

«Quiero decir si Maximiliano tiene algún parecido con el Duque de Reichstadt, con Napoleón II…».

«Ah, no, eso no lo sé, Don Benito. Lo que sí sé es que el Archiduque tiene los ojos azules, como los tenía el Duque de Reichstadt. Pero otros muchos Habsburgo también los han tenido y por otra parte, si pone usted un retrato del Archiduque al lado de quien se supone pudo haber sido su abuelo, Napoleón I, observará usted que no existe el más remoto parecido…».

«¿Y se parece el austríaco al Archiduque Francisco Carlos?».

«La verdad, Don Benito, no me he fijado. Conozco varios retratos del Archiduque Francisco Carlos, pero no me he puesto a pensar si se parece a Maximiliano. Lo que sí puedo decirle es que Francisco Carlos es epiléptico y muchos lo consideran como un débil mental, poco menos que un imbécil al igual que a su hermano el Emperador Ferdinand… y en eso sí que no se parece Maximiliano a ninguno de los dos, porque el Archiduque no tiene un pelo de tonto…».

«¿Ah, no?».

«No, Don Benito. El Archiduque es un hombre inteligente y culto, ha viajado mucho, tal como lo puse en el informe…».

Benito Juárez pasó varias hojas del informe, y sus ojos se detuvieron en un párrafo: «El carácter del Archiduque se acerca más al de los Wittelsbach que al de los Habsburgo. Le encanta la buena mesa, la danza, la poesía, la música, la literatura. Colecciona piedras y minerales. Es aficionado a la arqueología y la historia, la geografía. Tiene, en Miramar, una biblioteca calculada en seis mil volúmenes. En cambio Francisco José es el más Habsburgo de los dos. Es parco, no le interesa la música, trabaja de pie, es frugal en sus alimentos».

«¿Frugal en sus alimentos, el Emperador Francisco José?».

«Así es, Señor Presidente. Parece que casi todos los días almuerza nada más salchichas y cerveza. Y que duerme en un catre de campaña…».

«En un catre de campaña… Se imaginará que vive no en un palacio sino en un campo de batalla…».

«Probablemente, Don Benito. Tengo entendido que todo lo que tiene que ver con el ejército y la milicia le gusta particularmente al emperador…».

«¿Ya Maximiliano también?».

«Bueno, no. Sí parece que le gusta usar uniforme, y es verdad que acompañó a su hermano en algunos combates, pero su pasión, según tengo entendido, es el mar. A los veintidós años era ya Almirante y Comandante en Jefe de la Marina Imperial Austríaca. Sí, su pasión es el mar. El despacho que tiene en Miramar, me contaban, es una réplica de su despacho a bordo de la fragata «Novara». También es muy aficionado a la equitación, Don Benito. Aunque claro, como todo príncipe de la Casa de Austria, Maximiliano recibió instrucción militar. Sabe manejar armas, y estudió esgrima…».

Don Benito se quitó las gafas y miró a la ventana.

«Dígame, Señor Secretario: ¿a usted le hubiera gustado aprender esgrima?».

«¿Esgrima yo, Don Benito? La verdad, nunca se me había ocurrido pensar en eso. ¿Y a usted, Don Benito?».

«No, esgrima no. Pero sí montar muy bien a caballo…».

«Pues nunca es tarde, Don Benito…».

«Sí, sí, ya es tarde para muchas cosas… para hacer bien todo eso, hay que aprenderlo desde niño, o desde muy joven…».

«Sí, posiblemente, Don Benito. Por algo los príncipes de la Casa de Austria tienen la mejor escuela de equitación del mundo, la Española de Viena…».

El presidente dejó el informe en su escritorio y se dirigió a la ventana.

«Yo lo único que sé montar bien es mula, Señor Secretario. Pero después de todo, las mulas saben andar mejor que los caballos por caminos muy difíciles sin desbarrancarse, ¿no es cierto?».

«Así es, Don Benito».

Don Benito contemplaba el cielo.

«A veces, cuando pienso en todos esos libertadores de nuestra América: Bolívar, O’Higgins, San Martín, hasta el propio Cura Morelos, me digo: todos ésos fueron próceres a caballo. Pero si tú pasas un día a la historia, Benito Pablo, vas a ser un prócer a mula…».

«Pero como usted ha dicho, Don Benito, las mulas llegan más lejos…».

«No, es usted quien lo ha dicho, Señor Secretario: las mulas llegamos más lejos».

«Perdón, Don Benito, yo no quise…».

«Usted no me replique. Así es: las mulas llegamos más lejos. Y ahora dígame, ¿por qué pone usted en su informe cuando habla de Francisco José: el más Habsburgo de los dos hermanos cuando que son cuatro en total, como usted mismo dice más adelante?».

«Ah, sí, claro, son cuatro: Francisco José, Maximiliano, Carlos Luis y Luis Víctor, además de una o dos niñas, sí, deben ser seis en total…».

Don Benito volvió la cabeza.

«¿Y cuál de esos dos me decía usted que es afeminado? ¿Carlos Luis?».

«No, Don Benito: Luis Víctor. Pero es más que afeminado, Señor Presidente: es invertido, sodomita. De aquí que no se haya querido casar con una de las hijas del Emperador del Brasil, como quería el Archiduque Maximiliano».

Don Benito contemplaba de nuevo el cielo gris.

«Aquí, en el norte, hay demasiados cielos grises, que me ponen triste. No sabe usted, Señor Secretario, como extraño los cielos azules…».

«Lo que pasa, le decía, Don Benito, es que yo intenté destacar el contraste que existe entre los dos hermanos, Francisco José y Maximiliano, por sus implicaciones políticas… Un contraste, por cierto, que como dice en el informe repite el habido entre otros hermanos de la dinastía austríaca, como Federico III y Alberto VI, José I y Carlos IV, Francisco I y el Archiduque Carlos…».

«Azules, azules como el cielo: así decía mi padrino…».

«¿Cómo dice, Don Benito?».

«Que así me decía mi padrino Salanueva, que en paz descanse: si te casas, Benito Pablo, cásate con hija de blancos, para ver si así tienes un hijo con los ojos azules. Azules como el cielo… Y dígame, Señor Secretario: ¿Es muy blanco el Archiduque?».

«Sí, Señor Presidente, Maximiliano es muy blanco. Y lo mismo la Princesa Carlota…».

Benito Juárez regresó a su escritorio, se sentó, se caló las gafas y hojeó el informe.

«Carlota… Carlota de Bélgica. No me cuenta usted mucho de ella, Señor Secretario…».

«Bueno, Don Benito. Me limité a los datos esenciales, que por lo demás me imagino que usted ya sabía: que es hija de Leopoldo de Bélgica, el tío de la Reina Victoria de Inglaterra, que su madre la Princesa Luisa María, hija del Rey Luis Felipe de Francia…».

«Perdón, Señor Secretario: Luis Felipe no era Rey de Francia, sino sólo rey de los franceses…».

«¿Cómo, Don Benito?».

«Es decir, no era Rey de Francia por designio de Dios, sino rey de los franceses por voluntad del pueblo… pero siga usted…».

«Ah, sí, decía yo que la madre de Carlota, la Reina Luisa María, la dejó huérfana a los diez años de edad, que tiene dos hermanos, el Duque de Brabante y el Conde de Flandes, y que…».

«Cuando le comenté que no me contaba usted mucho de la Princesa Carlota, me refería, Señor Secretario, a su carácter y a su físico…».

«Es que, como le dije, Don Benito, consideré que algunos de esos detalles no eran tan importantes como para figurar en el resumen…».

«Sí, tal vez tiene usted razón. Pero eso no obsta para que me los platique. Dígame, Señor Secretario: ¿tuvo usted oportunidad de conocer a la Princesa Carlota?».

«Bueno, pues como le decía, Señor Presidente, también visité varias veces los jardines del Castillo de Miramar que están abiertos al público los domingos, y en una ocasión vi de cerca a la Archiduquesa del brazo del Archiduque, que paseaban por el muelle… Y la verdad, no me pareció tan bonita como dicen que es… Eso sí, tiene “buen lejos”. Y en cuanto a su carácter, un sacerdote con el que conversé en Bruselas, me dijo que es muy católica. Usted sabe: a pesar de que Leopoldo es protestante, accedió a que sus hijos se educaran en la religión de su madre. Me contaba el sacerdote que la Reina Luisa María rezaba varias horas al día y que la llamaban “El Ángel de los Belgas”. Según parece, la Princesa Carlota se ha hecho notar por su temperamento y por su perseverancia. También por una inteligencia precoz… y en cuanto a sus lecturas, creo que sí me referí a ellas en el informe, Don Benito…».

Benito Juárez hojeó el informe y sus ojos se detuvieron en un párrafo que decía: «Nutrida de una teología austera, ha leído a San Alfonso de Ligorio y San Francisco de Sales, la inspira Montalambert, lee a Plutarco».

Don Benito miró al secretario por encima de las gafas y señaló el escritorio.

«Es nutrida con, y no nutrida de, Señor Secretario».

«¿Cómo, Don Benito?».

«Que debió usted poner “nutrida con una teología” y no “nutrida de una teología…”».

«Ah, qué Don Benito… siempre me corrige el español».

«Lo tuve que aprender muy bien, Señor Secretario, con todas sus reglas, porque no era mi lengua materna. Y lo aprendí con sangre. ¿Nunca le he contado que cuando mi tío me tomaba la lección yo mismo llevaba la disciplina para que me castigara las veces que no había aprendido bien? Si nada más que por eso me fui de mi pueblo a Oaxaca, para aprender castellano… “castilla”, como le decía entonces…».

«Hizo usted muy bien, Don Benito…».

«Sí, no me fue mal, lo admito. Pero me costó mucho trabajo, Señor Secretario, y nada más porque era yo un indio… un indio patarrajada, como a veces me decían…».

«¿De verdad, Don Benito?».

«Pues claro que de verdad, y usted lo sabe muy bien, Señor Secretario: yo he sufrido mucho por el color de mi piel. Aquí mismo, en mi Patria. No digamos en Nueva Orleáns, aunque allí tenía yo la ventaja de parecer casi blanco junto a los negros, nomás por comparación…».

Don Benito se levantó y comenzó a caminar despacio por el cuarto, en círculo. Se quitó las gafas y comenzó a agitarlas al hablar.

«Y de una vez por todas, Señor Secretario, le voy a aclarar una cosa. ¿Por qué cree usted que estoy interesado en los rasgos físicos del Archiduque? A fin de cuentas a mí me debería importar un comino cómo es, ¿no es cierto? Que si tiene el pelo rubio… lo tiene rubio, ¿verdad?».

«Sí, Don Benito, es de cabello y barba rubios…».

«Para acabarla de amolar…».

«Una barba larga, partida en dos. Pero usted ha visto algún retrato del Archiduque, ¿no es cierto, Don Benito? Dicen que la barba se la dejó para disimular una de las lacras familiares. Aunque se me ocurre ahora: si en efecto el Archiduque tiene el mentón hundido, no podría ser hijo entonces de Napoleón II, ¿no, Don Benito?, porque ésa es una característica Habsburgo».

«Olvida el Señor Secretario que si Maximiliano fuera hijo de Napoleón II, sería entonces nieto de María Luisa la austríaca, otra Habsburgo también…».

«Es verdad, Don Benito. Y además, claro, no todos heredan la lacra. Dicen que el Emperador Francisco José se afeita el mentón precisamente para demostrar que no tiene ni el labio colgante ni la barba hundida, y que con ese fin ensayó varios cortes de barba hasta decidirse por una variante estilo Príncipe Alberto… pero me decía usted, Señor Presidente…».

Don Benito seguía caminando, despacio. Despacio, también, columpiaba las gafas en el aire.

«Le decía, sí, que a mí me debía importar un comino cómo es el Archiduque. Pero las cosas no son tan sencillas, Señor Secretario. Usted tiene que considerar que los escritos raciales de Gobineau han tenido mucho más trascendencia en Alemania que en Francia… ¿por qué? Porque la teoría de la superioridad pangermánica va de la mano con la idea de la superioridad de la raza blanca, incluso con la teoría de que, a unas facciones bellas, corresponde siempre un alma bella y viceversa. Y como le decía, aquí mismo, en México, no escapamos a ese prejuicio. ¿Por qué cree usted, Señor Secretario, que yo servía la mesa descalzo en la casa de los que iban a ser mis suegros, en Oaxaca? Pues porque yo era un indio prieto. ¿Por qué cree usted que cuando llegué a Veracruz en el “Tennessee”…? Le he contado, ya, ¿no? ¿No? Pues fíjese que llego yo a Veracruz, me alojan en la casa del gobernador, y un día salgo a la azotehuela y a una negra que estaba allí le pido que me dé un poco de agua. Y claro, ella no sabía que yo era el presidente, y ¿sabe usted qué me contestó? Nunca se me olvidará: “¡vaya un indio manducón, me dijo, que parece improsulto. Si quiere agua vaya y búsquela!”. Todo eso, Señor Secretario, me pasa por ser un indio prieto…».

«Pero le pasa cada vez menos, Señor Presidente…».

«Sí, cada vez menos. Pero todavía…».

«Y además, Don Benito, usted nos ha hecho sentirnos orgullosos de nuestros antepasados indios. Yo mismo… yo, Don Benito, estoy seguro que tengo algunas gotas de sangre india en mis venas…».

Juárez se detuvo, sonrió, y se caló las gafas, y miró por encima de ellas al Señor Secretario.

«¿Usted, sangre india, Señor Secretario? Me está usted tomando el pelo. Lo dice sólo por halagarme. Usted es tan blanco que casi es transparente. Y le decía…», dijo Don Benito y se sentó ante su escritorio, se quitó las gafas y sacó un habano y una caja de cerillos de un cajón.

«Le decía…».

«Permítame, Don Benito…».

«No, no, está bien» dijo Don Benito y encendió el puro. «Le decía que para colmo, nos quieren imponer un dizque Emperador, que tiene todo lo que aquí mucha gente considera bonito, como el color de la piel, blanca, o de los ojos, azules, y usted no debe olvidar, Señor Secretario, que vivimos en un país en cuya mitología el dios benefactor, podríamos decir el dios máximo, es un dios blanco, alto y rubio, que prometió volver un día…».

El Señor Secretario le alcanzó un cenicero a Don Benito.

«¿Quetzalcóatl, Don Benito?».

«Quetzalcóatl, Señor Secretario».

«Pero no insinúa usted, Don Benito… sería muy exagerado… No insinúa usted, ¿verdad?, que nuestro pueblo podría confundir a Maximiliano con un Quetzalcóatl redivivo…».

«Muchos, no, por supuesto. Cualquiera que sepa leer y escribir sabe muy bien que el Archiduque no es sino un títere de Napoleón. Pero hay tanta ignorancia todavía en nuestro país, Señor Secretario… seis millones de indios iletrados. Yo fui un indio con suerte…».

«Con voluntad, Don Benito».

«Con suerte, le digo. En lo que sí tuve voluntad, me parece, fue en la decisión de vencer la desconfianza en mí mismo…».

«Pero ¿de verdad cree usted que nuestro pueblo va a confundir a Maximiliano con un dios?».

«Usted mismo me ha contado que muchos indios se arrodillan ante las fotografías de Maximiliano y Carlota… pero no, la verdad sea dicha, no lo creo. Si el Archiduque llega a poner un pie en México, muy pronto se darán cuenta de que no es un dios ni nada que se le parezca… Así pasó con los españoles… Pero lo que sucede es que todas esas cosas del color de la piel y de los ojos me enojan mucho, porque me convencen cada vez más de la arrogancia europea… de la hipocresía de todos esos países que se llaman cristianos, y discriminan por el color… ¿Se acuerda usted lo que dijo “Le Monde Illustré” de mí?: “El actual Presidente de México, Benito Juárez, no es ni mucho menos de la más limpia raza caucásica”. Y eso lo dice un periódico que se llama a sí mismo “ilustrado”. Y ese periódico inglés, ¿cuál era?…».

«¿“The Times”, Don Benito?».

«No, otro…».

«¿El “Morning Post”?».

«Sí ése. ¿Se acuerda usted, Señor Secretario, que me llamó usurpador, y que después de decir que había que consultar al pueblo mexicano dijo que por pueblo se entendía sólo a las razas europeas y semieuropeas?».

«Sí, me acuerdo muy bien, Don Benito».

«¿Y no le parece a usted el colmo?».

«Ya lo creo que sí, Don Benito. El colmo».

Don Benito hojeó de nuevo el informe y leyó al azar: «Se conocen dos romances del Archiduque. Uno, con la Condesa Paula Von Linden, y el segundo, con la Princesa María Amelia de Braganza, de Portugal. La primera era hija del Ministro de Württemberg en Viena. Esto causa el disgusto de la Archiduquesa Sofía…».

«Archiduquesa… archi-duquesa… ¿Sabe usted, Señor Secretario? Varias veces me he preguntado por qué esos austríacos no se conforman con llamarse “duques” nada más. ¿Por qué tienen que ser Archiduques, como si digamos hubiera también archicondes o archimarqueses, archirreyes?».

«Ah, sí, Don Benito. Eso, según tengo entendido, aunque no estoy seguro, fue idea de uno de ellos, creo que de Rodolfo IV, quien consideró que el concepto “ducado” era ya insuficiente para la magnitud de los territorios bajo la jurisdicción de un duque…».

«México, Señor Secretario, es todavía un país muy extenso, a pesar de todo el territorio con el que se quedaron los yanquis. Más grande que Austria, más que Inglaterra o que Francia, y quizás más grande que las tres juntas. ¿Y qué? ¿Por eso me voy a llamar yo “archipresidente”? ¿El “Archipresidente Benito Juárez”?».

El Señor Secretario sonrió. Don Benito dio una fumada al puro y continuó su lectura.

«Esto causa el disgusto de la Archiduquesa Sofía quien le pide a su hijo el emperador que envíe al Archiduque a un largo viaje, con el fin de que se olvide de la Condesa Von Linden. Al ministro württemburgués se le asigna otro puesto, en Berlín, y el Archiduque…».

«¿Sabe usted? Al único que creo capaz de darse este título es a Santa Anna: “Su Alteza Serenísima Antonio López de Santa Anna, Archipresidente de México”», dijo Don Benito sin alzar la vista del papel y continuó la lectura:… «y el Archiduque se embarca rumbo al Oriente Medio, acompañado por el Conde Julius Andrássy. En éste y otros viajes posteriores conoce, además de algunos países de esa región del globo, Sicilia, las Islas Baleares, Pompeya, Nápoles, Sorrento, Grecia, Albania, Las Canarias, Madeira, Gibraltar, África del Norte y varias ciudades de España como Barcelona, Málaga, Sevilla, Granada».

«Y dígame: ¿tiene una querida el Archiduque?».

«No lo parece, don Benito: hace ya dos o tres años que vive aislado en su Castillo de Miramar… aunque se habla de unas escapadas a Viena… El que sí tiene o ha tenido varias queridas es el Rey Leopoldo…».

«Ah, ¿sí?».

«Sí, Don Benito».

«¿Incluso cuando vivía “el Ángel de los Belgas”?».

«Eso sí no sabría decírselo, Señor Presidente. Pero es posible. Ahora, entre las más conocidas están una prostituta parisiense llamada Hortense y una tal Arcadie Claret a quien tuvo el descaro de casarla con uno de sus cortesanos, Von Eppingoefen, o Eppinghoven o algo así, a quien después le asignó una misión lejos de Bruselas. Con ella Leopoldo tiene dos niños pero el pueblo no la quiere: más de una vez han arrojado verduras podridas contra su coche…».

«Ah, ¿sí?», dijo Don Benito. «¿Y Francisco José?».

«No lo sé, Don Benito, pero debe tener una amante, ya que no se entiende para nada con la Emperatriz Elisabeth, con Sisi como la llaman que, ésa sí, créame, Señor Presidente, es una mujer bellísima…».

«Sí, creo que he visto algún retrato de ella… ¿y por qué no se entienden?».

«Pues porque son dos caracteres completamente opuestos, Don Benito: ella es muy alegre y vivaracha, y le encantan los espacios al aire libre, le fascina cabalgar por los bosques. Dicen que cuando niña, su padre se disfrazaba de gitano y se la llevaba a bailar en las tabernas de Hungría mientras él tocaba el violín…».

«¿Y será verdad eso, Señor Secretario?».

«Pues puede ser, Señor Presidente…».

El Señor Presidente continuó la lectura, esta vez en voz alta: «En 1856, el Archiduque Maximiliano viaja a Francia. Su visita coincide con la del Príncipe Oscar de Suecia. El Archiduque es objeto de numerosos agasajos y de una cálida recepción por parte de Napoleón III y Eugenia. Más tarde se sabe que critica con ferocidad a la corte francesa».

«¿Y cómo se supo?».

«¿Cómo se supo qué, Don Benito? ¿Lo de las críticas?».

«Sí…».

«Ah, bueno, pues al parecer, Maximiliano enviaba desde París a Viena, en el correo ordinario, cartas elogiando a Napoleón porque sabía que iban a ser interceptadas y leídas por agentes franceses antes de llegar a su destino. Pero con un correo secreto, mandaba otras en donde ponía a Napoleón y Eugenia por los suelos. Que cómo se supo, no lo sé. Pero ya ve usted que todas esas cosas trascienden. En Viena corren muchos chismes…».

«Qué hipocresía la del Archiduque, ¿no le parece? Y ahora se acoge a ellos. Ahora Napoleón y Eugenia son sus patrocinadores…».

«Así es, Don Benito. La memoria del Archiduque debe ser muy frágil y en especial si se toma en cuenta que fue Luis Napoleón el que ayudó al Conde Cavour en su lucha por la unidad de Italia, en la que Austria perdió la Lombardía…».

«Y es ahora Carlota, Señor Secretario, la nieta de Luis Felipe de Orleáns, la que acude a la ayuda de Luis Napoleón, cuando que fue él quien confiscó todos los bienes que los Orleáns tenían en Francia. Eso es lo que yo llamo no tener vergüenza…».

«Así es, Don Benito. Pero por otra parte es natural. Entre ellos se perdonan todo, porque todos son parientes… de allí la degeneración de la sangre y la locura… ha habido tantos reyes locos…».

«Pero el Archiduque Maximiliano no está loco, ¿no es cierto?».

«Bueno, Don Benito, mucha gente cree que sólo un loco aceptaría el trono de México, pero loco de verdad, loco loco, no está. Como le dije, el Archiduque tiene fama de ser inteligente y sensible. Incluso de ser un poco liberal… Ha escrito unas Memorias de sus viajes, y poemas. Y también una serie de aforismos que, según dicen, son brillantes. Y se sabe que siempre trae consigo desde muy joven, un cuaderno con preceptos morales… es decir, preceptos de conducta, que se ha propuesto seguir siempre».

Don Benito miró al secretario por encima de las gafas. «¿Y no incluye el Archiduque entre esos conceptos el respeto al derecho ajeno, Señor Secretario, el derecho de otras naciones a decidir la forma de su gobierno?».

«Me imagino que no, Don Benito».

«Sólo cuando se respeta ese derecho puede haber paz entre las naciones, ¿no le parece, Señor Secretario?».

«Así es, Don Benito».

«Don, Don, Don Benito… Don Benito por aquí, Don Benito por allá. No sabe usted, Señor Secretario, el trabajo que me costó llegar a ser Don en la vida. Cuando nací, yo sólo era un Don Nadie, eso sí. En cambio, como decíamos, esos archiduques vienen al mundo con todos los títulos habidos y por haber. Nacen con la mesa puesta. Yo me gané el Don hasta que me hice maestro de física en el Instituto de Oaxaca. Pero ni siquiera lo gané para toda la vida… En San Juan de Ulúa y en Nueva Orleáns, dejé de ser Don de nuevo, para volver a ser Benito a secas… Y de Eugenia, ¿qué me dice usted?… ésa sí que es muy bonita, ¿verdad?».

«Parece que algunos pintores como Wintherhalter la favorecen un poco pero sí, dicen que es muy bella. Me imagino, Don Benito, que Eugenia heredó la belleza de su madre, la Condesa de Montijo, que fue la que posó desnuda para el pintor Goya…».

«Ahí sí que está usted equivocado, Señor Secretario: fue la Duquesa de Alba… La confusión está en que fue la hermana de Eugenia, Francisca, la que se casó con el Duque de Alba, y fue la madre de ese Duque de Alba, o la abuela, la que inspiró a Goya la Maja Desnuda…».

«Ah, muy bien, Don Benito. Si así lo dice usted… Qué de degeneraciones y adulterios, ¿verdad?».

«Sí, muchos…».

«No sabe usted de las cosas que me enteré, y que no puse en el resumen, porque también las consideré superfluas…».

«¿Como qué cosas, Señor Secretario?».

«Ah, pues me contaron que además el padre de Carlota, Leopoldo, cuando joven, en el 14, entró a París con las tropas rusas a las que se había incorporado, y fue seducido por la Reina Hortensia, la madre de Luis Napoleón…».

Don Benito dejó el habano en el cenicero y se recargó en el respaldo de la silla.

«No me diga. ¿Entonces Luis Napoleón podría ser hijo de Leopoldo de Bélgica?».

«No, Don Benito. Luis Napoleón nació… creo que en 1808. Ya tendría para entonces unos seis años…».

«En el año 8… dos menor que yo… ¿Y cuántos años me decía usted que tienen Maximiliano y Carlota?».

«Maximiliano tiene treinta años, Don Benito, y Carlota veintidós».

«¿Veintidós? ¿Tan joven?».

«Sí, Don Benito…».

Don Benito dio una fumada más al puro, volvió a dejarlo en el cenicero, puso las gafas en la mesa y se levantó para caminar de nuevo por el cuarto.

«¿Y duró mucho la relación entre Hortensia y Luis Napoleón? Perdón: ¿entre Hortensia y Leopoldo, Señor Secretario?».

«No lo sé, Don Benito. ¿Sabe usted? Se me ocurre, de broma, que todos esos adulterios y hijos… e hijos bastardos que han tenido los monarcas europeos, les sirven para limpiar la sangre de vez en cuando… Dicen por ejemplo que Luis Napoleón no tiene una gota de sangre Bonaparte…».

«Lo que sería una razón más para alejar de Europa a un hombre que podría tenerla…».

«Así es, Don Benito, pero como digo en el resumen, Francisco José tiene otras razones para alejar a su hermano. Entre ellas, los celos. No sabe usted cómo le molestó que Maximiliano fuera candidato a varios tronos europeos, como el de Polonia y ahora, muy recientemente, al de Grecia… Me decía que durante uno de los últimos levantamientos habidos en Polonia, el Virrey de Galicia, desde el balcón de su Palacio de Cracovia comenzó a gritar “Viva Maximiliano, Rey de Polonia”…».

«Sí, de esa rivalidad quiero también que me dé detalles, Señor Secretario… y el Archiduque, dígame, ¿es masón?».

«Parece que sí».

«Escocés, naturalmente…».

«¿Cree usted que en Europa sea como aquí, Don Benito? ¿Que los conservadores sean del rito escocés y los liberales del yorkino?».

«Más bien creo que aquí es como en Europa, y no al revés, Señor Secretario… Por lo demás, el vinagre será siempre vinagre, y el aceite será aceite siempre…».

«Bueno, pues en ese caso, me imagino que sí, que el Archiduque es del rito escocés…».

«Se contradice usted, Señor Secretario: hace unos minutos me decía usted que Maximiliano era liberal, y ahora está de acuerdo en que es un conservador…».

«Ah, qué Don Benito, que siempre me está poniendo cuatros… Yo quería decir “liberal” dentro de lo conservador, si me explico…».

Don Benito se detuvo ante un calendario que colgaba en la pared, y que ilustraba una corrida de toros.

«Hace tres meses que cayó Puebla… Cómo vuela el tiempo… Así que primero Polonia, luego Grecia y ahora México… al rato esos Habsburgo van a pretender crear otro Sacro Imperio Romano».

«Que como dijo Voltaire, Don Benito», Don Benito paseaba una vez más por el cuarto, «ni fue sacro, ni fue romano, ni fue imperio…».

«Bueno, Imperio sí que lo fue. Y lo ha seguido siendo. De hecho han reinado sobre tantos pueblos: italianos, españoles, holandeses, escandinavos, franceses, magiares, eslavos, qué sé yo… e hispanoamericanos, desde luego».

«Bien dijo en una ocasión Carlos V, como usted sabe, que en su reino jamás se ponía el sol… ¿o fue Felipe II, Don Benito?».

«Sí, Felipe II, creo… ahora que, si han podido gobernar a tantos pueblos tan diferentes, es precisamente porque el Imperio Habsburgo se levantó sobre la negación de la idea de la nacionalidad… Es decir, de todas las nacionalidades menos una: la alemana. Y la confirmación de esta política, como usted sabe, fue que en el Congreso de Viena se desconoció en la forma más cínica el principio de las nacionalidades…».

«¿Menos de la alemana, decía usted, Don Benito? Pero el Archiduque Maximiliano no es alemán, sino austríaco…».

«Es alemán, Señor Secretario, no nos hagamos tontos… todos ellos habrán nacido en Austria o en Baviera o en el Palatinado o donde le plazca a usted, pero son alemanes de corazón, es más: no pueden dejar de serlo. Y como le digo, los alemanes son un pueblo alimentado por teorías peligrosas de superioridad y dominio del mundo. ¿Ha leído usted a Fichte, Señor Secretario? Un gran filosofó, es cierto, pero imbuyó en la mente de los autócratas alemanes la idea de que, habiendo traicionado Bonaparte los ideales de la Revolución Francesa, los alemanes estaban mejor capacitados que los franceses para conducir a la humanidad al logro de esos ideales. Lo absurdo es que poco después de Fichte, Hegel acabó de divinizar al Estado, con lo cual no hizo sino divinizar la tiranía… Yo me pregunto: ¿cómo puede, una persona como el Archiduque, que según usted dice es “liberal”, conciliar en su cabeza la idea del Estado como un contrato social emanado del consenso del pueblo, con la concepción mística del Estado? ¿Cómo, Señor Secretario? Parecería imposible, ¿no es cierto? Y sin embargo es posible, ¿sabe usted por qué? Porque son capaces de traicionar todo por ambición, hasta a sí mismos. Es, como le decía, a los designios del hombre que humilló a los austríacos en Magenta y Solferino a los que ahora se somete el Archiduque… Aunque Austria y sus emperadores tampoco se han distinguido por cumplir sus promesas, ¿no es verdad? Allí tiene usted a Andrés Hofer, el patriota tirolés: Austria le juró a Hofer que jamás le devolvería el Tirol a Baviera, y lo traicionó, lo cedió a Bonaparte quien, con la misma facilidad con la que César repartió las Galias él repartió el Tirol entre Italia, Iliria y Baviera… y el pobre de Andrés Hofer acabó fusilado por los soldados franceses. Lo mismo sucedió con Polonia: Austria y Prusia habían jurado defenderla contra el ataque de cualquier otra nación… ¿y qué pasa? Apenas Catalina invade Polonia, los austríacos y los prusianos se ponen del lado de los rusos, y se la reparten entre los tres. ¿Y Luis Napoleón? ¿No es también acaso un traidor a sí mismo? ¿Dónde, me pregunto, Señor Secretario, quedaron sus ideales carbonarios? Los carbonarios le declararon la guerra a muerte a todas las tiranías… ¿Y no se dijo también Cavour traicionado por Luis Napoleón? Claro que Napoleón puso el pretexto de que los prusianos habían comenzado a movilizarse en el Rhin. ¿Y no le había mandado Cavour a Luis Napoleón a la Condesa de Castiglione para que lo sedujera y lo convenciera a ayudar a la causa italiana? Puras sinvergüenzuras, Señor Secretario. Ah, y a propósito de los alemanes, se me olvidaba Herder que concebía al mundo como una sinfonía de pueblos, sí, pero dirigida por el pueblo germano y que se encargó de enseñarle a sus coterráneos a venerar las características nacionales, peculiares… ¿Y qué me dice usted de Metternich? No en balde era un renano: él fue el creador de la Confederación Germánica, el Bundestag, un sistema dedicado a defender, no sólo contra la intervención de Francia, ¿no es cierto?, sino contra los movimientos liberales internos, a los soberanos de los estados alemanes, entre los cuales se incluyó siempre a Austria… Lo más irónico de todo es que si no hubiera sido por el primer Napoleón, los alemanes se hubieran quedado divididos en esas trescientas y pico de principalidades, ciudades “libres” y estados eclesiásticos. Bonaparte y su Código le hicieron al mundo, Señor Secretario, el dudoso favor de reducir esa multitud de entidades a sólo treinta y tantas… No tienen vergüenza… ni dignidad. A propósito de Metternich, fíjese: a mí me acusan de huir de México… ¿cuándo he huido yo de México? Yo sólo me he retirado de la capital… he tenido que hacerlo. ¿Y ya se olvidaron cómo huyó de Viena —porque ése sí que huyó— el Gran Canciller Clemens Metternich en el 48…? ¿Sabe usted cómo, Señor Secretario? Escondido en el carromato de una lavandería…».

«Sabe usted mucho de historia, Don Benito…».

«No se crea. Pregúnteme usted los nombres de las seis esposas de Enrique VIII, y verá que me acuerdo, si acaso, de dos o tres de ellas como máximo. Tengo grandes lagunas. Pero precisamente su informe me ha servido para aclarar algunas dudas que tenía yo sobre la actuación de Maximiliano en Italia, y que me interesa muy en lo particular…».

«Me alegra mucho saberlo, Don Benito».

Don Benito se dirigió a la mesa, se caló las gafas y hojeó el resumen.

«Aquí, donde dice usted… ah, no, esto es sobre Leopoldo y Carlota…».

Don Benito leyó:

«Es durante el viaje a Francia que Luis Napoleón pone a disposición del Archiduque el yate “Hortense” en el cual Maximiliano se dirige a Bélgica. Conoce allí al Rey Leopoldo y a su hija Charlotte. Leopoldo se casó, en primeras nupcias, con la Princesa Charlotte, hija del futuro Rey de Inglaterra, Jorge IV, quien se desempeñó como regente en vida de su padre Jorge III…».

Don Benito murmuró:

«Otro rey loco, Jorge III…».

Y continuó la lectura:

«Con ese matrimonio Leopoldo pretendía llegar a ser algún día Príncipe Consorte de Inglaterra, cuando la Princesa Charlotte ascendiera al trono. Pero Charlotte muere poco después sin dejar sucesión, y Leopoldo, a los cuarenta y dos años, se casa con la Princesa María Luisa, hija del Rey Luis Felipe de Francia. Al nacer la Princesa Carlota, es la reina quien insiste en llamarla así, en homenaje a la memoria de la primera esposa de Leopoldo. El Archiduque y la Princesa se enamoran, y poco después la Casa de Austria solicita su mano. El enlace se lleva a cabo el 27 de julio de 1857 en Bruselas, con la aprobación no sólo de Leopoldo y Sofía y Francisco José, sino también de la Reina Victoria: en un viaje a Inglaterra, previo al enlace, el Archiduque conquistó la simpatía de la soberana inglesa y de su cónyuge, el Príncipe Alberto. Con anterioridad, Carlota había causado el enojo de Victoria al rechazar como probable esposo a Pedro de Portugal. Otro candidato para matrimoniarse con Carlota fue el Príncipe Jorge de Sajonia».

«Pero entonces», dijo Don Benito, «Leopoldo se equivocó dos veces. ¿No es cierto? Primero se le murió la inglesa y luego son los Bonaparte y no los Orleáns o los Borbones los que tienen el poder en Francia…».

«Así es, Señor Presidente: su casamiento con Luisa María fue un error de cálculo político…».

«Dígame», dijo Don Benito y miró al Señor Secretario a los ojos: «¿Ha estado usted enamorado muchas veces?».

«¿Yo, Don Benito?».

«Le pregunto eso porque no sé cómo se puede querer a tantas mujeres tan distintas. O cómo tantas mujeres lo pueden querer a uno…».

«Bueno, Don Benito, en el caso de Leopoldo, tal parece que en su juventud era muy atractivo y apuesto. Ahora, claro, está hecho un viejo. Me decían que no sólo se pinta las cejas sino que usa colorete y una peluca negra peinada al estilo antiguo…».

«Qué ridículo… es como si yo me polveara, ¿no le parece?», dijo Don Benito y prosiguió su lectura:

«Poco después del matrimonio, Francisco José nombra a Maximiliano Virrey de las provincias del Lombardovéneto…».

«Ah, aquí está lo de Italia. Sí, sí, me interesa mucho el papel que hizo el Archiduque en el Lombardovéneto… ¿Qué me puede decir usted sobre eso, Señor Secretario?», preguntó Don Benito.

«No mucho más de lo que puse en el resumen, Señor Presidente. El Archiduque hizo algunas cosas que no incluí…».

«¿Como qué cosas?».

«Ah, bueno, como por ejemplo… inspiró la construcción de la gran plaza situada frente al Duomo de Milán y restauró la Biblioteca Ambrosiana. Cuando enfermó el poeta Manzoni lo visitó personalmente, en fin… y lo que dice en el resumen: que el Archiduque intentó en vano que Austria liberalizara su actitud hacia el Lombardovéneto, porque Francisco José se opuso siempre de manera terminante y nunca le gustó la forma en que su hermano gobernaba las provincias. Dicen, Don Benito, que Francisco José llegó a ponerle espías a Maximiliano, y que las cartas del Archiduque eran censuradas por el llamado Cabinet Noir de Viena… La verdad es que el Archiduque llevó su liberalismo muy lejos, si me permite usted llamarlo así, “liberalismo”. El Conde Cavour dijo que Maximiliano era el enemigo más terrible que los italianos tenían en Lombardía, precisamente porque se esmeraba en ser justo y en llevar adelante las reformas a las que Viena se negaba… Y Manin, por su parte, manifestó que los italianos no deseaban que Austria se volviera más humana, sino que se fuera…».

«¿Y se estaba volviendo Austria más humana, Señor Secretario?».

«Bueno, no exactamente. Me dijeron que en una ocasión, imagínese usted, Don Benito, la administración militar de Milán le pasó a la municipalidad la factura de los palos que la policía había roto en las espaldas de unos manifestantes… Y qué más le puedo decir que no haya yo puesto en el resumen… bueno, sí, que Maximiliano y Carlota se ganaron la simpatía de sus súbditos italianos, pero ésta sólo se manifestaba a nivel personal. Dejaron de presentarse en público, aunque a Carlota le encantaba ir a la Scala, por los abucheos del pueblo. Incluso las jóvenes italianas se rehusaban a bailar con los oficiales austríacos. Y dicen que el Archiduque dio más de una muestra de debilidad, por ejemplo, cuando se rebelaron los estudiantes de Padua… y me contaron que criticó la crueldad con la que Radetzky suprimió la revuelta de los milaneses en el 48, cuando el mariscal colgó y fusiló a varios centenares de patriotas italianos por el solo hecho de estar en posesión de armas…».

Don Benito continuó la lectura, esta vez también en voz alta:

«En más de una ocasión el Archiduque expresó a Viena que el dualismo entre la autoridad militar y la autoridad civil era incompatible con un gobierno, y solicitó el mando directo del ejército austríaco en el Lombardovéneto, pero Francisco José se lo negó. Y, cuando el Conde Cavour ordena a sus tropas marchar hacia la Lombardía junto con el ejército de Luis Napoleón, el emperador releva al Archiduque de sus funciones y nombra comandante político y militar de Venecia y Lombardía al Conde Gyulai…».

«Luego siguen los desastres de Magenta y Solferino, Don Benito, el 4 y el 24 de junio, respectivamente, del 59…».

Don Benito continuó:

«La reunión de Villafranca entre Luis Napoleón y Francisco José culmina en la liberación de la Lombardía…».

«Pero no con la de Venecia…», dijo Don Benito.

«Así es, Señor Presidente: es allí cuando Luis Napoleón traiciona a Cavour».

«El Archiduque Maximiliano y la Princesa Carlota se retiran entonces a su Castillo de Miramar, a orillas del Adriático, en las cercanías de Trieste. Allí es donde los monárquicos mexicanos van a ofrecerles el trono de México».

«Y me hablaba usted de una isla donde van a veces…».

«Sí, Don Benito, la Isla de Lacroma, frente a las costas de Dalmacia… Donde naufragó una vez Ricardo Corazón de León. Por cierto, pero esto es quizás nada más un chisme, dicen que Ricardo Corazón de León también era sodomita…».

«No me diga. Sí, como dice usted: qué de degeneraciones… eso sí que no lo sabía. Pero claro, esas cosas no las enseñan en las escuelas…».

Don Benito dejó el resumen en la mesa.

«No me lo va usted a creer, pero hablar de vez en cuando de tantas banalidades, me ayuda a distraerme de cosas muy graves. ¿Sabe usted que ahora me culpan de la derrota de Puebla dizque porque no preví que el sitio fuera tan largo?… En fin, que le agradezco mucho, Señor Secretario, su sabrosa plática… ¿Cuándo regresa usted a Europa?».

«En unas tres semanas, Don Benito».

«Mándele mis saludos a Emile Ollivier y mi agradecimiento. Lo mismo a Víctor Hugo, si tiene usted ocasión de verlo… Ah… y si también ve usted a Jules Favre dígale que por favor no compare a Maximiliano con Don Quijote… Don Quijote era un idealista. El Archiduque es un hombre cuyas ambiciones no conocen límite».

«Si el Señor Presidente me permite retirarme…».

«Sí, claro, cómo no… pero no, espérese… quería preguntarle algo más. ¿Qué era? Ah, sí… en su informe dice usted que el Archiduque tuvo dos romances, pero nada más habla de uno de ellos. Del de la Condesa Von Linden, y ya no dice nada de Amelia de Braganza…».

«Ah, sí, perdón, Don Benito. Amelia se me quedó en el tintero. Esa unión sí que la hubiera aprobado la Casa de Austria. Pero ella murió muy joven, de consunción, antes de que se pudiera anunciar su compromiso con el Archiduque. Por cierto, murió en la Isla de Madeira, allí donde más tarde la Archiduquesa Carlota, ya casada, pasaría un invierno sola mientras el Archiduque viajaba al Brasil. Y dicen, pero eso también es sólo un chisme, me imagino, que en Brasil una negra le contagió a Maximiliano una enfermedad venérea que lo volvió estéril y que por eso no han tenido hijos…».

Don Benito caminó hacia la ventana.

«¿Estéril? Bueno, ya ve usted por qué a mí no me ofende que me llamen mula, Señor Secretario, si es nada más que por lo tozudo, por lo terco… porque de mula no tengo nada más. Las mulas son estériles y yo no… he tenido varios hijos…».

«Así es, Don Benito…».

«Y algunos hasta me han salido bonitos, como se acostumbra decir… mucho menos prietos que yo. Fíjese usted…», dijo Don Benito y contempló, a través de la ventana, el cielo encapotado.

«Fíjese usted», continuó, «eso del prejuicio del color está tan arraigado, que hasta a mi propia esposa Margarita la he oído decir, hablando de un sobrinito o de otro niño: “salió muy bonito, con ojos azules y muy blanco”. Un día de éstos le voy a escribir y le voy a decir: “¿Sabes, Margarita? ¿Sabes qué? Nos salió bonito el Archiduque”…».