Es verdad que muchos salieron corriendo como gallinas al grito de «ya vienen los franceses» para vergüenza de ellos y de los que no lo hicieron, como gallinas, sí, pero no quitándose las plumas y sí arrojando al aire los kepís, pantalones, portafusiles, camisas y chaquetas, portacaramañolas, botas, en el camino se desvistieron mientras huían, corrían, desaparecían en la oscuridad para que los franceses no los pescaran con los uniformes puestos y arrojaron al aire y en el camino las cuñas, las piolas largas, las mechas con las que iban a clavar los cañones, incendiar la pólvora, reventar los obuses, y hasta sus propios fusiles arrojaron al aire en lugar de romperlos como había sido la orden del general en jefe del Ejército de Oriente, arrojaron, aventaron al aire medias y polainas, cinturones, gallardetes, se esfumaron, es verdad, pero otros muchos sí se quedaron al pie del cañón, de sus cañones, para destruirlos, y aunque algunas bocas de fuego no se rompieron a la primera cargada, otras volaron hechas pedazos y cureñas, escobillones, avantrenes, muñones de morteros y cañones de a veinticuatro españoles e ingleses y de cañones-obuses de a quince neerlandeses, morteros a la Coéhorn, cañones-obuses belgas en cureñas Gribeauval saltaron en el aire desde las torres de los fuertes y los campanarios de los conventos y cayeron, llovieron sobre las calles, terraplenes y glacis, sobre las piedras y los escombros, sobre las manos, piernas, restos de los cadáveres mutilados por otras explosiones y en las trincheras inundadas donde se pudrían los cadáveres de las soldaderas con los cráneos destrozados por otros obuses, botes de metralla de a veinticuatro, granadas de mano: el General Mendoza, a quien se le inflaban los carrillos y se le erizaban los bigotes cuando se le subía la sangre a la cabeza, vestido como siempre con su estrambótico uniforme: casacón de cuello enorme y mangas de anchas vueltas, sombrero de gran escarapela y ancha carrillera de metal escamado, acicates gigantescos y otras extravagancias, se había dirigido la noche anterior a parlamentar con el General Forey, y regresado unas horas después con la espada entre las piernas (su espada cuya finísima hoja toledana había sido partida en dos por la bala de un cazador de Vincennes y que según decían había pertenecido al mismísimo y siniestro Duque de Alba), muerto de la vergüenza y de la rabia porque Forey se había negado a la petición del general en jefe de permitir que salieran de la plaza las tropas mexicanas con sus armas y los honores de la guerra para dirigirse a la ciudad de México, y había dicho que no, que la rendición tenía que ser incondicional y que las tropas mexicanas debían entregar las armas y declararse prisioneras y de no ser así, agregó el General Forey, vamos a asaltar la plaza y a pasar a los mexicanos a cuchillo. Y fue entonces, y para no dejar en posesión del enemigo armas o municiones que pudiera utilizar después, cuando el General Paz reunió en el Convento de Santa Clara a todos los jefes de artillería y les dijo que por órdenes del general en jefe a las cuatro y media en punto de esa mañana del 17 de mayo de 1863 tenían que volar todos los depósitos de pólvora, romper todos los fusiles, clavar los cañones, aserrar las cureñas y quemar o inutilizar todas las municiones, y esa fue la hora en que se escuchó en uno de los fuertes de la ciudad una gran explosión seguida de otras más y muchas más y el cielo se iluminó con los resplandores, se llenó de relámpagos, y al despuntar el alba de los fuertes y los conventos se levantaban todavía las fumarolas negras, las fumarolas blancas y las lenguas de fuego, inmensas lenguas de fuego amarillo, rojo, azul, como si todas las manzanas y plazas de la ciudad, la de los Locos y la del Rastro, la de la Estampa y la de la Misericordia y todos sus edificios: el Teatro de los Gallos, el Parián, el Hospicio de los Pobres, el Correo, la catedral construida por los ángeles estuvieran en llamas, y con las casas todos los soldados y los cadáveres de los soldados muertos durante el sitio y los habitantes: mujeres, ancianos, niños.
El General Forey se puso su sombrero de grandes plumas largas y blancas: estaban vengados el deshonor y la dolorosa sorpresa que había sufrido Francia casi un año antes, el 5 de mayo de 1862.
El 5 de mayo de 1862, la grande armée francesa, el ejército triunfador de la Guerra de Crimea y de la Guerra por la Unificación de Italia, invicto desde Waterloo, fue derrotado en su intento de tomar la ciudad de Puebla por los defensores mexicanos de la plaza: el Ejército de Oriente, al mando del General Ignacio Zaragoza.
El General Lorencez contempló algunas de las balas que habían disparado contra los franceses los cañones de los fuertes de Loreto y Guadalupe y dijo, al recordar que Saligny había prometido que las tropas de Luis Napoleón serían recibidas por los ciudadanos de Puebla con una lluvia de rosas: «Éstas son las flores del ministro».
«No, mi querido general —le diría poco después en una carta el emperador de los franceses al general derrotado— el ministro nos ha engañado. Él os ha dicho que las flores de las bellas mexicanas de Puebla caerían a vuestro paso cuando entrareis por las calles de la ciudad; pero no os dictó vuestros deberes militares ante el problema técnico que os tocaba resolver», sentenció el emperador y además de calificar de disparate la decisión de Lorencez de colocar los cañones en batería a dos kilómetros y medio de las fortificaciones enemigas, Luis Napoleón le dijo al general que era un mentecato, y que fuera preparando sus maletas.
La anécdota de la bandera de los zuavos condecorada en Solferino que cayó en el foso de un fuerte poblano al ser muerto el abanderado y fue después rescatada por sus compañeros al precio de varias vidas más, no alcanzó siquiera a cubrir con un poco de gloria a las tropas francesas que en la noche de ese día 5 de mayo de 1862 si de algo acabaron cubiertas fue de lodo: porque se abrieron las compuertas del cielo y cayó un aguacero, al cual y junto con el fango, el granizo, el viento, la niebla y la oscuridad quiso culpar el General Lorencez, o al menos en parte, de la derrota de Puebla y de la muerte de cuatrocientos ochenta de sus hombres, entre los cuales había muchos de esos mismos zuavos, descendientes de la raza de hombres intrépidos que habían alquilado su fuerza y su fiereza a los príncipes berberiscos y cuya memorable acción en la Batalla de Isly le hizo recordar a la «Revue de Deux Mondes» la jornada de las pirámides y los combates de Mario contra los cimbrios: los zuavos, los mismos que alguna vez habían marchado semanas y semanas entre los barros y las nieves del Jura calzados sólo con pedazos de piel de vaca cosidos con cáñamo. Los zuavos, con sus holgados trajes orientales, sus turbantes rojos y sus bufandas para protegerse del sol y de la arena, que así como habían triscado como panteras en las malezas de Inkermann, así saltaron entre las ciénagas de Veracruz rodeadas por árboles de caucho de negro follaje y mimosas de perfumes enervantes, y que así como habían subido como gatos por los acantilados de Alma, así también treparon por las cumbres de la Sierra de Acultzingo, rumbo a Puebla de los Ángeles al compás, sí, al compás, así, de Pére Bugeaud:
«As-tu vu
La casquette,
La casquette?
As-tu vu la casquette
Du Pére Bugeaud?».
Y besaron el polvo, el lodo, de los llanos de Puebla.
La batalla del 5 de mayo pasó a la historia de México como una fecha gloriosa: «las águilas francesas han cruzado el mar —dijo el General Berriozábal— para depositar al pie de la bandera mexicana los laureles de Sebastopol, Magenta y Solferino… habéis combatido contra los primeros soldados de la época, y habéis sido los primeros en vencerlos».
Pero la verdadera Batalla de Puebla, la gran batalla, la heroica, trágica, grandiosa Batalla de Puebla, no duró un día, sino muchos más. En su carta a Lorencez, Luis Napoleón reconocía que Prim había tenido razón, y que para conquistar México hacía falta cuando menos treinta mil hombres. El Cuerpo Legislativo francés aprobó su envío, Lorencez regresó a Francia, y a México llegó el General Elías F. Forey, al frente de dos divisiones que hicieron ascender a veintiocho mil hombres el total de tropas francesas en territorio mexicano. Una división estaba bajo las órdenes del héroe de Malakoff, el General Carlos Abel Douay. La otra, al mando del General Francisco Aquiles Bazaine, futuro Mariscal de Francia. A esto se agregaban casi siete mil hombres más, entre las fuerzas auxiliares mexicanas comandadas por los generales Almonte y Leonardo Márquez, y los contingentes nubio y egipcio. Las tropas de refuerzo se habían embarcado en Toulon y en Mers-el-Kébir, e incluían un destacamento de la Legión Extranjera.
A principios de marzo de 1863, diez meses después de la derrota del 5 de mayo, y tras casi otros tantos de inacción y desidia, la columna de Douay se dirigió a Puebla por las cumbres de Acultzingo; el regimiento del 99 de línea, por las cumbres de Maltrata; Bazaine, vía Jalapa y Perote. La brigada de caballería iba al mando del General Mirandol. Entre cañones de sitio, reserva, campaña y montaña, los franceses tenían cincuenta y seis bocas de fuego con una provisión de trescientos disparos cada una. La reserva de cartuchos, de dos millones cuatrocientos mil unidades, aumentaría pronto con la llegada de nuevos convoyes.
Puebla, una ciudad entonces de ochenta mil habitantes, contaba con una guarnición de veintiún mil hombres, ciento setenta bocas de fuego, y dieciocho mil armas portátiles. Era la plaza mejor defendida de México y, desde mayo del 62, se habían agregado varios fuertes a los ya existentes. Ningún esfuerzo se escatimó para aumentar las defensas, nada se había olvidado o descartado: izar piezas de montaña a los pisos superiores de la Penitenciaría; encargar a los indios de los alrededores la confección de cestones para las trincheras; ordenar la instalación de dos talleres: uno de fundición y otro de fabricación de pólvora, y para ello reunir cuanto salitre, azufre y plomo fuera posible; aspillerar la parte alta del Fuerte de San Javier y la Penitenciaría; cubrir con sacos de tierra las fachadas de los edificios anexos a los fuertes y, con tierra que sobraba de las excavaciones y la tierra de acarreo, hacerle un extenso glacis al Fuerte de Santa Anita; derrumbar la iglesia del Fuerte de Guadalupe y construir una bóveda y un aljibe; elevar más de cien parapetos en calles y edificios; comprar cuarenta mil varas de manta, cinco mil schakós y ocho mil frazadas, usar la madera de la plaza de toros para construir espaldones con tierra suelta en las calles que desembocaban en las goteras de la ciudad y, por razones logísticas, ordenar que los ciruelos, manzanos, perales, tejocotes, naranjos y limoneros de la hermosa huerta del Carmen fueran talados sin misericordia. En la ciudad, además, al mando de la guarnición, estaban algunos de los generales juaristas de mayor prestigio, como Berriozábal, Negrete, Porfirio Díaz, O’Horan y el garibaldino Ghilardi. Pero al héroe del 5 de mayo, Ignacio Zaragoza, el general que había nacido en Tejas cuando Tejas era todavía de México, ya no lo encontrarían los franceses en Puebla, porque había muerto apenas unos meses antes de fiebre tifoidea, presa del delirio: en su lecho de muerte, se soñaba aún general en jefe del Ejército de Oriente, recorriendo las líneas y juramentando banderas, caballero en su caballo del Kentucky. En su honor y en su memoria, la ciudad dejaría algún día de llamarse Puebla de los Ángeles, para llamarse Puebla de Zaragoza.
El nuevo jefe del Ejército de Oriente era uno de los militares mexicanos de mayor prestigio, y presidente de la Suprema Corte de Justicia: el General Jesús González Ortega, quien pronto se dio cuenta de que, si bien la fortificación de la plaza era excelente, las municiones, tanto las destinadas a la artillería como aquellas de las armas portátiles, por abundantes que parecieran —se calculaba había tres millones ciento noventa y cinco mil cartuchos para fusiles de quince adarmes, fusiles Enfield, carabinas Minié, rifles Mississippi, mosquetones—, no bastarían para sostener un sitio que se prolongara más de dos meses. Solicitó nuevas provisiones al ministro de Guerra, pero el gobierno del señor Juárez pensaba que el sitio no podría pasar más allá de los cuarenta o cuarenta y cinco días sin que se rindiera la plaza o se cansaran los franceses de sitiarla, y no atendió su pedido.
El sitio de Puebla duró sesenta y dos días: dos más que el célebre sitio de la Zaragoza española.
El 10 de marzo, el General González Ortega anunció a la población que el asedio de la ciudad era inminente, y pidió que salieran de ella las bocas inútiles, así como los habitantes de ciudadanía francesa.
Los mexicanos pensaron que los franceses iniciarían el ataque el 16 de marzo, cumpleaños del hijo de Luis Napoleón, el principito imperial. Como no fue así, como saludo y advertencia a las tropas francesas en la mañana de ese día, del Fuerte de Guadalupe partió un cañonazo.
Las tropas francesas continuaron su avance. En algunas partes el terreno tenía tantos hoyos y quebradas, que las cureñas probaron ser más tercas que las mulas y los soldados tenían que romper filas y arrimar el hombro a las ruedas.
El 18 de marzo, la mitad de las fuerzas enemigas rodeó la plaza por el norte. La otra mitad, al mando de Bazaine, por el sur. Al suroeste, en el Cerro de San Juan, estableció su cuartel el General Elías Forey.
El 19 y el 20, sólo hubo intercambios de fuego aislados. El 21 comenzó la batalla en grande: el enemigo disparó ese día más de treinta cañonazos contra la división del General Negrete situada al pie del Cerro de Loreto.
Uno de esos días el Coronel Troncoso le preguntó al Teniente Coronel Jesús Lalanne: «Y las fuerzas de Comonfort… ¿para qué sirven?». Parte de estas fuerzas —un destacamento de caballería—, acababa de ser derrotado en Cholula, al oeste de Puebla, y sufrido serias pérdidas tras un encarnizado combate «al arma blanca» con los cazadores de África comandados por el General Mirandol.
Mientras tanto, los sitiadores de Puebla comenzaron a aplicar las técnicas de sitio inauguradas por Vauban, eligieron el frente de ataque e iniciaron la aproximación paulatina por medio de trincheras paralelas sucesivas. El 26 de marzo comenzaron a construir paralelas a setecientos metros del Fuerte de la Penitenciaría y San Javier. El comandante mexicano Romero Vargas montó en su caballo, salió del fuerte para inspeccionar las paralelas, cayó muerto de un tiro y una ambulancia de tres hombres con bandera blanca recogió el cuerpo. Un día después, los franceses construían otra paralela a sólo trescientos metros, y el fuerte fue objeto de un nutrido ataque de fuego concéntrico. El capitán mexicano Platón Sánchez fue herido en una oreja. El 29 de marzo, tras perfeccionar los franceses una cuarta paralela y agregarle dos alas en forma de «T», cayó el fuerte. En la vecina plazuela de toros y en las calles adyacentes, surgió un incendio que cundió hasta la Penitenciaría, en la cual murieron carbonizados numerosos presos comunes a quienes no hubo tiempo de liberar. En un patio del fuerte, un grupo de zuavos se parapetó tras una fuente circular coronada por un ángel con las alas abiertas. Los mexicanos abrieron fuego contra ellos, y unos tiros perforaron la fuente, y nacieron así varios chorros inesperados. Otro tiro le rompió un pedazo de ala al ángel. Otro más le voló la nariz. Un zuavo se puso de pie para cruzar el patio, cayó en la fuente muerto de otro tiro, y los chorros comenzaron a colorearse con su sangre. Por último alguien, desde alguna azotea, arrojó una granada que destrozó al ángel y mató a varios de los zuavos que quedaron allí, tendidos, y cubiertos de pedazos de alas, cara, túnica y pelo de ángel.
Nadie los recogió y comenzaron a corromperse. Pero si fue así, si allí quedaron esos zuavos, abandonados y pudriéndose junto con los cuerpos de otros de sus compañeros y los cadáveres de los hombres del tercer regimiento de los cazadores de Vincennes y de los húsares franceses que habían cruzado el trópico envueltos en mosquiteros de tul y que sin empinar sus caballos habían arrancado los racimos de plátanos para guardarlos en las mangas de sus casacas, y los cadáveres también de muchos mexicanos de las brigadas de Oaxaca y de Toluca, de los Zacapoaxtlas, del Batallón de Rifleros y del Batallón Reforma, del Cuerpo de Zapadores y del Cuerpo de Ingenieros, si todos esos cadáveres estaban allí en la Calle de Judas Tadeo y en muchas otras calles de la ciudad: la del Hospicio y la de los Locos, la de Cocheros de Toledo y la de la Santísima donde había un cañón llamado El Toro porque hacía tanto ruido con cada cañonazo que no dejó vidrio sano en una manzana a la redonda, y si estaban allí abandonados, pudriéndose, y si después comenzaron a ser pasto de los perros y los gatos, y por las lluvias y el tiempo a deshacerse, a liquidarse, a volverse jirones, piltrafas, un puré espeso, una papilla gris y hedionda, fue porque el sitio de la ciudad de Puebla, que comenzó con la toma de la Penitenciaría y San Javier y culminó con la caída de Totimehuacan y el Fuerte de Ingenieros se transformó, desde las primeras semanas, en una lucha manzana por manzana, cuadra por cuadra, casa por casa, piso por piso, cuarto por cuarto, y por eso, porque muchas veces el enemigo estaba al otro lado de la calle y se disparaba de una puerta a otra, de una ventana a otra, se quedaban abandonados los cuerpos de los que habían muerto a la mitad de la calle, y además los heridos que no podían caminar o arrastrarse y que pronto también serían, fueron, cadáveres.
Cuando el General Forey supo esto, cuando se enteró que día con día era necesario tomar reducto por reducto y ametrallar casas, bodegas y tiendas y arrojar granadas por ventanas, balcones, tragaluces y claraboyas y desbaratar barricadas hechas con todo lo imaginable: roperos, cubetas, planchas, loza, barriles, huacales, mesas, sartenes y jabones, y que en ocho días sólo habían sido tomadas siete manzanas, ni siquiera una diaria, y que quedaba como uno de los pocos recursos construir galerías subterráneas pero el subsuelo rocoso de Puebla era muy duro y sólo en algunas partes sería posible hacerlo como en la Calle de Pitiminí donde una mañana seis casas se derrumbaron como por arte de magia tras la explosión de media tonelada de pólvora, el General Forey reunió a sus oficiales en consejo de guerra, habló de la posibilidad de traer de Veracruz los cañones navales, se quejó amargamente, declinó su responsabilidad y propuso que levantaran el sitio y se dirigieran a la ciudad de México.
No lo hicieron así, para desgracia de Juárez y su gobierno, y siguió la batalla, y atacaron Judas Tadeo, amagaron el Fuerte de Zaragoza, atacaron Guadalupe y Loreto, cañonearon al Señor de los Trabajos y Santa Anita y las torres de la catedral que se salvaron quizás porque las salvaron los ángeles, y cañonearon también el Templo de San Agustín que fue pasto de las llamas desde los cimientos al cimborrio y con él los objetos del culto, las casullas y los muebles allí embodegados: sillas y mesas, escritorios, poltronas, recamiers, y explotaron las cajas de municiones y por los aires volaron las cuerdas y teclas, pedales de unos pianos que reventaron con gran estruendo y, entre otros innumerables hechos de guerra, escaramuzas, encuentros a bayoneta calada, fuegos nutridos en declive, incendios tácticos de cestones y barricadas alquitranadas, y mientras los atrincheramientos interiores de las manzanas se hacían dobles y hasta triples, estallaron unas fogatas pedreras de los mexicanos que hicieron llover sobre zuavos, egipcios y cazadores de Vincennes varios quintales de pedruscos de diversos tamaños y cantos, colores y aristas que les abollaron el cráneo, les rompieron las mandíbulas y los dientes, les hundieron las costillas y el alma.
El Capitán Manuel Galindo, al quedarse sin municiones, en la Calle del Moscoso, decidió rendirse: un zuavo lo mató a traición.
Un grupo de soldados franceses caminaba por la Calle del Mesón de Guadalupe con sus prisioneros mexicanos, cuando unos zuavos borrachos, ocultos tras unos escombros, dispararon contra ellos matando a un prisionero e hiriendo a otro. Un capitán francés, furioso, le hundió la espada a un zuavo en el vientre y a los demás los desarmó y los condujo presos.
En la Calle del Padre Valdivia, unas señoritas o soldaderas poblanas habían tomado el hábito de asomarse al balcón para hacer monerías y aventarles besos a los zuavos o cazadores acuartelados en las casas de enfrente, y se levantaban las faldas hasta las rodillas para que los franceses se asomaran a echarles flores y entonces les dispararan los mexicanos. Una de ellas, desesperada porque ya los franceses conocían el truco y no se asomaba nadie para admirar sus pantorrillas, llevó el señuelo hasta la altura del ombligo, y como respuesta recibió una bala que le dejó el sexo abierto en flor.
Hubo una que otra pequeña tregua para enterrar a los muertos. Los mexicanos recogieron los cuerpos de los franceses y los llevaron en carretillas al Portal de Morelos. Después levantaron a sus propios caídos. Algunos de los cadáveres, de los dos bandos, estaban casi completos. Otros, de tan deshechos, había que recogerlos con pala. Cuando llegaron al Cementerio del Carmen, se encontraron que algunas bombas habían destruido sepulcros y nichos y dejado al descubierto los cadáveres de civiles allí enterrados, y cuyo grado de descomposición variaba según las semanas, o meses, que allí llevaban. El hedor era intolerable. Se sentía también, en la lengua, el sabor dulce de las cenizas de los que habían muerto hacía muchos años.
El día 5 de mayo, la artillería de la plaza disparó una salva general contra el enemigo, en recuerdo del triunfo del 62. Las baterías francesas situadas frente al Fuerte de Ingenieros intensificaron el cañoneo. El Teniente Coronel Francisco P. Troncoso recibió órdenes de visitar el fuerte y comprobó que, apenas repuestos los parapetos, eran vueltos a destruir y todos los días, a cañonazos, eran desmontadas una o más piezas de artillería.
El 9 de mayo el Capitán Matus presentó al Teniente Coronel Troncoso uno de los varios proyectiles enemigos que no reventaban: era una granada de cañón rayado, americana, llamada de turbina. El teniente coronel sabía que a esas granadas, siendo de percusión sus espoletas y muy sensibles, se recomendaba quitárselas para el camino y suplirlas con tapones de madera para colocarlas de nuevo al cargar los cañones. Imposible que Estados Unidos se las hubiese vendido a los franceses: esas granadas sólo podían ser de la artillería del General Comonfort y por eso los franceses ignoraban que era necesario reinstalar las espoletas. Y si eran de él, de Comonfort, eso sólo quería decir una cosa:
Una noche, o al menos así lo cuenta Ch. Blanchot —un coronel qué escribió sus Memorias de cuando fue capitán en México, y oficial del Estado Mayor de Aquiles Bazaine—, una noche en el pueblo de San Lorenzo, el general mexicano Ignacio Comonfort Comandante del Ejército del Centro, decidió que era tiempo de elevar la moral de sus oficiales con un baile. Comonfort, junto con los generales La Garza y Echegaray, había recibido órdenes del Ministerio de Guerra de ponerse al frente de cuatro divisiones para ir a romper el sitio de Puebla. Esa misma noche, el General Bazaine recibió a su vez instrucciones del General Forey para dirigirse al encuentro de Comonfort y a la medianoche en punto, tras rechazar unas píldoras purgantes para el estreñimiento que le ofreció el General Leonardo Márquez y entre otros oficiales para el Coronel Miguel López, Aquiles Bazaine partió con zuavos, tiradores argelinos, el 51 y la caballería y el batallón del 81 rumbo a San Lorenzo, a donde llegó de madrugada burlando los quienvives del camino y los ladreríos de los perros y, en lo que al parecer no era la primera vez que le sucedía a un ejército mexicano en sus luchas contra tropas invasoras —era la sorpresa de rigor que se repetía una vez más, dice el historiador Justo Sierra: la de San Jacinto, la de Padierna, la del Cerro del Borrego— cogió desprevenidas a las tropas de Comonfort. La Batalla de San Lorenzo, significó para el ejército juarista una pérdida de dos mil hombres entre muertos, heridos y prisioneros, ocho piezas de artillería, tres banderas, once banderolas, veinte carros cargados de víveres y municiones, cuatrocientas mulas y gran número de cabezas de ganado. El General Forey le envió al General González Ortega a un grupo de prisioneros para que le contaran de viva voz el triunfo de los franceses, y, tras ordenar para todas sus tropas una doble ración de eau-de-vie, mandó colocar en el muro de la terraza de la Penitenciaría todas las banderas y gallardetes capturados para que los viera el enemigo. Lo que no estaba entre estos trofeos: algún pañuelo de encaje, unos botines de charol, porque según el Coronel Blanchot las tropas de Bazaine (collares y peinetas y la ropa de algunos civiles como un fraque, un chaleco blanco con botones dorados) habían llegado a San Lorenzo cuando apenas (un corsage de orquídeas entre unos huaraches y el kepí de un sargento herido) cuando apenas estaba por terminar el baile en la Hacienda de Pensacola y quizás los oficiales mexicanos (blusas de fina batista, arrancadas) quizás estaban todavía bailando cuando escucharon los disparos de los centinelas y los gritos de alerta entre los acordes y los pasos del cotillón final, y cuando paró la orquesta y salieron de la hacienda para llamar a sus tropas y rechazar a los franceses, muchas de esas mujeres (blancas mantillas con flecos de plata, trenzas postizas y el cinturón de cuero bordado con seda azul de un coronel muerto) con las que bailaban, salieron con ellos, acaloradas y enardecidas por la danza y con las habaneras, con el ponche y por la Patria (guantes de cabritilla) y muchas quedaron allí también, en San Lorenzo, muertas, heridas, y ensangrentadas sus medias de rosa seda, sus ligas bordadas, sus bolsos de mano de terciopelo y chaquira entre las sillas de los caballos y los caballos muertos, algún jorongo y las botas federicas de algún capitán muerto, y un corpiño escotado y guarnecido con triple vuelta de blonda, muerta ella también, la mujer del corpiño, y otra con el vientre abierto por las esquirlas de una granada, rotas y abiertas y ensangrentadas la crinolina y la abullonada faja salpicada de camelias áureas.
A la pregunta del Coronel Troncoso, el Teniente Coronel Jesús Lalanne había respondido: «Las tropas de Comonfort sirven para todo y para nada». Enviadas en un intento de romper el sitio y reaprovisionar la plaza, llegaron demasiado tarde y, además de la pérdida de Cholula, habían sufrido dos descalabros más: uno en Atlixco, y otro en el Cerro de la Cruz. Por otra parte, comandadas siempre desde la capital, González Ortega nunca pudo disponer de ellas a su criterio, mientras había la posibilidad de hacerlo.
La derrota de San Lorenzo trajo aparejada, por lo tanto, la derrota de Puebla. Municiones había. Alimentos no. Calculados para durar tres meses, se comenzó a echar mano de ellos antes del asedio de la ciudad. La guarnición comía carne sancochada de mula y caballo. La gente, en los últimos días, asaltaba tiendas y almacenes que, por lo demás, estaban vacíos. Desaparecieron perros y gatos, ratas, y no era para menos, porque se acabó la carne, se acabaron los borregos, se acabaron las verduras: jitomates, espinacas, papas, zanahorias y la fruta fresca que traían los indios de la sierra y que ahora se las vendían a los franceses en Amatlán o en las lomas del Tepoxúchil; escasearon la leche y el queso, desaparecieron las vacas, se esfumaron patas, lomos, orejas y trompas de puerco: se esfumaron los puercos enteros, y cuando se supo que una vendedora callejera pregonaba los mejores tamales de carne no habiendo ya carne en toda la ciudad, las malas lenguas dijeron que el cadáver de un zuavo, de un zuavo muy gordo con una barriga enorme, había desaparecido de la Calle de Judas Tadeo, y que ésa era carne humana, pero nadie, y eso aparte de que muchos no consideraban a los zuavos como humanos sino como demonios, nadie se encontró nunca en esos tamales dedos, uñas, cola o cuernos de zuavo; y después escasearon los granos: el frijol, la lenteja, el maíz para las tortillas, el trigo para el pan, y cuando una bomba cayó en una de las pocas panaderías aún abiertas, por los aires volaron volovanes, bolillos, chilindrinas, hogazas de pan francés y estallaron, volaron los costales de harina y llovió, nevó harina del cielo y al espantoso hedor de los cuerpos en descomposición abandonados en las calles se agregó un aroma desolador de pan carbonizado.
Por lo demás, y como en todas las batallas, la suerte que unos y otros corrieron —mexicanos y franceses— durante y después del sitio de Puebla de 1863, fue de buena a mala, de pésima a milagrosa. Pero abundó la mala, como la del General Laumière, que cuando iba al lado del General Bazaine recibió un tiro en la frente que lo tiró del caballo, muerto, y lo dejó viendo, sin verlas, las estrellas. Mala, pero no tanto, la del Capitán Hermenegildo Pérez, a quien los franceses le ahorraron la pena de destrozar su cañón cuando lo inutilizaron con una granada que, como dio en el gualderín, hizo saltar miles de astillas de madera y unas se le encajaron en el vientre al capitán y otras en un ojo: la vida no la perdió, pero el ojo sí. Buena, y mucho, la del Teniente Francisco Hernández quien durante el sitio ascendió a capitán segundo y después a capitán primero por haber sido herido cuatro veces a las que sobrevivió entero: una en un brazo, otra en San Javier, la tercera en una pierna, la cuarta en Pitiminí. Mala suerte, de la que no perdona, la del cabo francés Saint-Hilaire, quien habiendo sobrevivido a una bala que le astilló el occipucio y se le resbaló entre el hueso y el cuero cabelludo para salirle por la frente, camino a Veracruz como parte de la escolta de los prisioneros mexicanos, una de esas víboras cascabel, coralillo, nauyaca o chirrionera que en las tierras calientes salen de sorpresa entre los pastos, charcos, piedras o raíces, lo mordió y lo mató con su mordida. Muy mala también la del Coronel y Marqués de Gallifet, a quien de un bayonetazo se le asomaron los intestinos. Los recogió con su kepí, se fajó, y caminó hasta un puesto de ambulancia. Cuando la Emperatriz Eugenia supo que el marqués había estado gravísimo porque no había en Puebla hielo que ponerle en la herida para ayudarla a cicatrizar, ordenó que no se empleara hielo en la preparación de los platillos y las bebidas del menú de las Tullerías. Y no tan mala (la de aquellos que sobrevivieron para contarla) cuando no sólo el hielo desapareció de Paula sino también las drogas y los medicamentos más indispensables y entre ellos el cloroformo. Por ejemplo, a una señora poblana le amputaron la pierna: le cortaron carne, músculo, nervios, ligamentos, le aserraron el hueso, todo sin cloroformo. Mala suerte, pésima, la de un soldado que al recibir la orden de quebrar su fusil, en lugar de agarrarlo por la culata lo hizo por el cañón y al golpear la culata contra la banqueta se disparó un tiro que, como el del General Laumière le dio en la frente, y allí quedó también mirando al cielo entre las piedras y el lodo, los zapapicos y las hachas abandonadas por los zapadores, los sacos de tierra rotos, los estandartes enlodados, los petardos húmedos y su carabina Minié partida en dos. Milagrosa la del Sargento Andrade el día en que una granada rebotó en uno de los parapetos de Santa Inés y se coló por una ventana del almacén y cayó en una caja de granadas descapuchinadas con las guías de fuera, y estallaron todas y mataron a todos los que estaban allí, menos al Capitán Andrade que salió con la cara negra y la levita hecha garras, pero ileso. Mala la de todos aquellos que se quedaron mancos, cojos, ciegos. Sordos también: como pensó que se había quedado un teniente del Mixto de Veracruz a quien unos cazadores a pie sorprendieron y atacaron con fuego nutrido toda una tarde cuando se encontraba detrás de una de las tres grandes campanas que habían sido bajadas de un templo para fundirlas. Suerte buena, y providencial, la de los generales Forey y Bazaine que un día, cuando inspeccionaban a pie las trincheras, tuvieron que saltar como cabras para sortear una andanada de obuses que rebotaban en las piedras, sin que ninguno les diera. Pero mala, aunque no tanto, la del espía que desde el Cerro de La Malinche enviaba mensajes escritos en barquitos de papel que bajaban por el Río San Francisco hasta la orilla de la ciudad de Puebla porque, mucho antes de llegar a la ladrillera de Loreto, los mensajes se despintaban y los barquitos llegaban vírgenes al Puente del Toro donde los esperaba un compadre. Y buena al parecer, pero en el fondo mala, la de esos prisioneros mexicanos que durante un armisticio intra muros fueron canjeados por prisioneros franceses en los primeros días de mayo porque, de estar cautivos pero a salvo y alimentados, los regresaron libres pero al hambre y al miedo. Y mala por una parte, pero mejor que mejor por la otra, porque él no estaba allí en esos momentos, la del dueño de la bodega de fuegos artificiales que se incendió con una bomba y fue, o al menos así lo pensaron las tropas sitiadoras, como si de pronto los mexicanos hubieran echado mano de todos los petardos, mechas, cohetes y demás artefactos de la telegrafía óptica para enviarle al General Comonfort una andanada de señales luminosas pero, ante tanto cohete chispero, luces de Bengala, estrellones azules y rojos y tantas girándulas locas, cometas plateados, pensaron después que los mexicanos quizás festejaban una fiesta nacional, un triunfo inminente imposible, una salida y escapada con éxito, el día de una Virgen, aunque los de adentro sabían que con esa miríada, catarata, diluvio de estrellas, centellas, minúsculas brasas que caían sobre Puebla y sus muertos como antes habían llovido los panes, la harina quemada, piedras y granadas, bombas y balas, escombros, polvo, pedazos de ángel y pedazos de hombre, poco era digno ya de festejar o iluminar. O mejor dicho, nada: nada que festejar donde había tanta hambre y desolación. Nada que iluminar donde había tanta miseria.
Cuando estaban ya izadas en los fuertes de Puebla las banderas blancas de la capitulación, y unas horas después de la destrucción de las armas, todos los oficiales mexicanos se reunieron en el Palacio Arzobispal de Puebla. El General Forey permitió que los jefes principales conservaran sus armas, los recibió en el cuartel general, les ofreció cigarros puros y coñac, elogió la valentía con la que se había defendido la plaza, y se admiró del gran número de oficiales y hasta generales jóvenes que había en el Ejército de Oriente. También dijo que el nutrido intercambio de fuego del 29 de marzo, la recordó los mejores días de Sebastopol, y que así lo había comunicado al ministro de Guerra francés.
De los ocho o diez mil solados mexicanos que según se calcula cayeron prisioneros, a cinco mil los pasaron, y se pasaron, al lado de las tropas imperiales, bajo el mando del General Márquez. A dos mil los destinaron los franceses a destruir trincheras y barricadas y a limpiar la ciudad de escombros y restos humanos para preparar la entrada triunfal. Al resto, junto con los generales y oficiales que se negaron a cambio de una libertad inmediata a firmar un documento en el que jurarían no tomar nunca las armas contra el Imperio, los llevaron a Veracruz para embarcarlos. Dubois de Saligny quería que los mandaran a Cayena, como criminales comunes. El General Almonte, vestido con un uniforme que resplandecía con bordados de oro de pies a cabeza, pidió que los fusilaran a todos. Pero el General Forey dispuso que unos irían a Francia y otros a La Martinica. Y así, rumbo a los barcos «La Cerès» y «Darien» que los esperaban anclados en la rada de Veracruz, y de Puebla al Cerro de Amalucan, del Cerro de Amalucan a Acatzingo, a San Agustín del Palmar, a la Cañada de Ixtapa, a Acultzingo, atrás las planicies de tierras coloreadas de amarillo y rojo que con el sudor se les pegaba a la cara y los hacía parecer mohicanos como dijo el Teniente Mahomet del batallón de turcos, y unos a pie y otros en carro, a veces durmiendo en tiendas de campaña y otras veces en corrales alfombrados con excremento, o unas pocas y unos cuantos en las camas de tijera con sábanas limpias que reunieron las señoras de Orizaba, y de Orizaba a Córdoba, de Córdoba a Paso del Macho, y de Paso del Macho a Palo Verde, unas veces escoltados por batallones de cazadores a pie, otras por los turcos, unas más por los egipcios o «panteras negras» que eran muy altos y negros, y hablaban nada más su propia lengua y lloraban la muerte de su jefe al que llevaban embalsamado junto a su caballo blanco enjaezado al estilo árabe para embarcarlo rumbo a Alejandría, o escoltados también otras veces por esos mismos legionarios de todas las nacionalidades y oficios: polacos y daneses, estudiantes y tejedores, italianos y suizos, médicos y doradores de madera, prusianos y bávaros, marineros y cazadores de bisontes, españoles y württemburgueses así como algunos príncipes de incógnito y buscadores de pepitas de oro que después se fueron para la California: con sus chaquetas azul oscuro, sus cubrenucas, sus pantalones rojo granza, sus polainas de tela cruda, sus quepis de visera cuadrada y sus gruesas cartucheras que les valieron el apodo de «vientres de cuero», dos mil en total al mando del Coronel Jeanningros y de otros oficiales con túnicas negras y galones dorados a la húngara, y que habían viajado a México con el General Forey y con ellos viajaron las leyendas de sus hazañas y batallas en las guerras carlistas, de Argelia y Crimea, del cólera que los diezmó en las Islas Baleares, de las razzie y el cafard, y llegó el eco de los ululatos de placer que lanzaban las mujeres argelinas cuando caían los legionarios presos y los ataban a un poste para que los perros de los argelinos se los comieran vivos, y de Palo Verde a La Soledad, de La Soledad a Veracruz, llegaron los prisioneros del sitio de Puebla, pero no llegaron todos:
Porque de los veintidós generales que rindieron sus armas sólo llegaron trece al puerto de Veracruz, y de los doscientos veintiocho oficiales superiores, sólo se embarcaron ciento diez. Los otros, se las habían arreglado para escaparse aquí y allá y entre ellos algunos de los jefes juaristas más importantes como el propio General González Ortega, los generales Negrete y Porfirio Díaz y, entre otros oficiales de alta jerarquía, un coronel de nombre Mariano Escobedo.
Y finalmente Monsieur Dubois de Saligny, quien hizo correr el chisme de que Forey se alegraba de que González Ortega se hubiera escapado porque admiraba la forma tan brillante y heroica en que había defendido Puebla, Monsieur Saligny algo, al fin, tenía de razón, porque si bien a la entrada triunfal en Puebla el 19 de mayo a banderas desplegadas, tambores batientes, clarinadas y gallardetes ondulantes el General Forey que se había quitado el uniforme de campaña para ponerse el de gala y lucir su penacho de plumas blancas para que nadie pusiera en duda que era él el general en jefe de las Fuerzas Expedicionarias fue recibido por una ciudad muerta y casi en ruinas y no llovieron rosas, besos, dalias, pañuelos perfumados, claveles desde los balcones y ventanas de vidrios, marcos, rejas, pilares, barrotes destruidos, sí en cambio a las puertas de la catedral, allí donde los franceses habían reunido todos los cañones que sobrevivieron a la hecatombe y entre ellos uno rayado de a cuatro, americano, que pronto sería embarcado para Francia como regalo de Forey para el principito imperial, allí y con los brazos abiertos a las puertas de la catedral, y con las sonrisas, cruces, aguas benditas, órganos, inciensos, cirios, palios dorados del caso, lo recibió el cabildo, el clero entero de la ciudad y con él todas las monjas resucitadas; abadesas, vicarias, sacristanas, novicias, que entonaron un Te Deum Laudamus, Gracias te Damos oh Alabado, izada en una torre de la catedral la bandera francesa y en la otra desplegado el pabellón imperial mexicano, y cuando los franceses entraron a la cercana población de Cholula, allí donde los cazadores de África habían hecho huir con sus sables a la caballería de Comonfort, y tal como cuenta en sus Memorias el Coronel Du Barail, durante tres días los templos, y era fama que, había en Cholula tantos templos y oratorios como días tiene el año, tañeron sus campanas, vomitaron reliquias, santos, efigies de mayólica en las calles, y procesiones, confesores y mártires escoltados por enjambres de querubes con trajes del ballet de la Opera los indios se arrodillaban en el polvo, los arrieros se persignaron, las mujeres lloraban, y al sonido de clarinetes, cornetas y trombones, tímpanos y címbalos tronaban, rugían, rebramaban valses, polkas, chotis, mazurcas, hasta que después de esos tres días el General Mirandol, que se había quedado en Cholula para cuidar la plaza, mandó dispersar a rascatripas y charanguistas, dóminos y midinettes, contrabajonistas, emperadores aztecas, cantores, directores de orquesta, caballeros tigre, piratas, sopranos, arpistas y tamborileros con una carga de caballería.
La gloria de la caída de Puebla se la llevó el General Aquiles Bazaine. Lo que de México se llevó Elías Forey fue el bastón y las abejas doradas de Mariscal de Francia, y el recuerdo de sus proclamas y su entrada triunfal en la ciudad de México, al lado de las dos personas que, en esos momentos, odiaba más que a nadie: Almonte y Saligny. Un tal General Salas entregó las llaves de la ciudad a Forey en la garita de San Lázaro y poco después las tropas francesas entraban en la capital mexicana, donde fueron recibidas por arcos triunfales y una lluvia de flores tan tupida que algunos caballos se encabritaron, asustados. Menudearon los gritos de «Vive l’Empereur!» y los balcones estaban adornados no sólo con banderas francesas, sino también con las bellas mexicanas que habían escaseado en Puebla de los Ángeles. Al escritor y político francés Emile Ollivier, ese recibimiento le recordó el que los propios franceses le dieron a las tropas aliadas cuando entraron a París, en 1814, para liberarlo de la dictadura de Bonaparte: enloquecido, el pueblo parisino gritaba: «Vivent les alliés! Vive Guillaume! Vive Alexandre! Vivent les Bourbons!». Pero por otra parte, el recibimiento le costó a las propias tropas francesas más de noventa mil francos, la mayor parte, al parecer, en el acarreo de campesinos: el capitán francés Loizillon, en una carta dirigida a su madrina, le contó que Almonte había alquilado a los campesinos, para el recibimiento, a razón de tres centavos por cabeza, más un vaso de pulque. Esta técnica, sin embargo, no era ni mexicana ni nueva: años antes, las autoridades austríacas del Lombardovéneto, cuando Francisco José e Isabel visitaron Milán, habían alquilado a campesinos y puebleños a razón de una lira por cabeza.
La entrada de Forey a la ciudad de México, el 10 de junio de 1863, coincidió con la salida de Veracruz de las naves «Cerès» y «Darien» en las que iban a bordo los prisioneros de guerra mexicanos, y con la llegada, a Fontainebleau, de la noticia de la caída de Puebla. La orquesta tocó el himno «Reine Hortense», Luis Napoleón lloró de la emoción y José Manuel Hidalgo quedó rehabilitado en la corte de las Tullerías y nadie, al menos por un tiempo, pudo exclamar de nuevo al encontrárselo en una fiesta, como lo habían hecho ya: «Ecco la rovina della Francia!» —he aquí la ruina de Francia.
La columna francesa entró a México por el este. Juárez, tras arriar la bandera republicana, salió por el oeste. A la vanguardia marchaba el General Negrete con quinientos soldados, y en las carretelas que seguían a la columna iban el presidente y miembros de su gabinete, de la Suprema Corte y de la Comisión Permanente del Congreso, así como el Archivo de la Nación. Grandes cantidades de armas y municiones quedaron abandonadas. Don Benito invitó al cuerpo diplomático —formado entonces por los representantes de sólo cuatro países: Ecuador, Venezuela, Perú y los Estados Unidos— a acompañarlo. Su invitación fue declinada, pero el Embajador del Perú, Manuel Nicolás Corpancho —quien deseaba que México se agregara a la «Unión Americana» proyectada por su país para defender la independencia de Hispanoamérica y que contaba ya con el apoyo también de Chile y Ecuador— mantuvo en la capital, por un tiempo, cuatro recintos amparados por la bandera peruana donde podían asilarse los liberales mexicanos. Benito Juárez se dirigió a la ciudad de San Luis Potosí, primera escala de su presidencia ambulante.
A Benito Juárez se le acusó de violar las convenciones internacionales de la guerra, al abandonar la ciudad de México sin designar autoridades que entregaran la plaza al enemigo. Los franceses habían ya olvidado que ellos las habían violado al haber sido Lorencez, y no el jefe de Estado francés, o sea el emperador, quien declaró la guerra al gobierno juarista. De cualquier manera, el General Forey consideró que, tomada la capital, la conquista de México era un hecho. Pero Benito Juárez dijo que la caída de Madrid y de Moscú no le había dado al primer Napoleón el dominio de España y de Rusia, y que el gobierno de los Estados Unidos Mexicanos estaría, de allí en adelante, donde estuviera él: así en San Luis como en Matehuala, Monterrey, Saltillo, Mapimí, Nazas, Parral, Chihuahua o Paso del Norte, que fueron las ciudades a donde Juárez viajó llevando a cuestas la presidencia —e investido por el Congreso en su última sesión antes de disolverse, de poderes extraordinarios— a medida que se extendían las operaciones militares de la intervención.
Forey, convertido en Mariscal de Francia, fue retirado en México y en su lugar quedó Aquiles Bazaine, militar distinguido en Argelia, en las guerras carlistas de España y en Solferino, que hablaba español y que poco después se transformó de hecho en Dictador de México al ordenar Napoleón que Almonte le transfiriera el poder civil.
Al General Miramón se le permitió regresar a México, se le asignó a Guadalajara, y más tarde se le llamó a la capital, y se le puso «a disponibilidad». Mientras tanto, algunos jefes liberales, y entre ellos el General Uraga, se pasaron del lado francés con todo y tropas. Otro de los generales liberales, Porfirio Díaz, permaneció fiel a la República y se acuarteló en Oaxaca, en el sur de México. El general juarista Comonfort murió en una acción de guerra. Bazaine organizó las tropas imperialistas mexicanas en dos grandes divisiones: una, al mando del «Tigre de Tacubaya», el General Leonardo Márquez, llamado también por algunos «Leopardo Márquez». La otra, bajo el mando de un general que años después compartiría, con Miramón, el destino de Maximiliano en el Cerro de las Campanas: Tomás Mejía, indio de raza pura, a quien llamaban «Papá Tomasito», y quien tenía numerosos seguidores en la Sierra Gorda. Tomado Tampico desde agosto del 63, otras ciudades fueron cayendo poco a poco en poder de las tropas imperialistas: Mejía derrotó a Negrete en San Luis y, junto con Douay, se apoderó de Querétaro. Cayeron después Morelia, Guadalajara y otras plazas, y cuando algunos barcos franceses comenzaron a arribar a las costas del Pacífico, los imperialistas pudieron considerarse dueños de una faja del territorio mexicano que corría de uno a otro océano. Pero esto no representaba sino una sexta parte del territorio mexicano y a pesar de que a principios del mismo año el total de hombres que habían llegado a México desde Cherburgo o Toulon, Oran o Brest, Lorient o Alejandría a bordo del «Amazone» o el «Finistère», del «Navarin» o el «Charente», del «Tilsitt» o el «Palikari» llegaba ya a los cuarenta mil, y las toneladas de material transportadas de Europa a México a las veintiséis mil, se había cumplido el pronóstico de Benito Juárez quien dijo que el enemigo, concentrado en un punto sería débil en el resto y, esparcido en todos, sería débil en todos también. Comenzaba así una de las pesadillas de Bazaine: las tropas imperiales echaban de una plaza a los juaristas, éstos se replegaban, los imperialistas dejaban una guarnición en la plaza y con el grueso de sus tropas se dirigían a otra ciudad para atacarla, los juaristas reaparecían, derrotaban a la guarnición y volvían a ocupar la plaza. Hubo ciudades que fueron tomadas, perdidas, retomadas y vueltas a perder hasta catorce veces.
Mientras tanto, en las tierras calientes se organizaron las contraguerrillas. Abundaban en Veracruz, Tamaulipas y otros estados del Golfo grupos de guerrilleros mexicanos que hostilizaban a las tropas imperialistas. Todos estos guerrilleros estaban considerados ni más ni menos que como bandidos y asesinos, y algunos lo eran. Entre ellos fueron célebres los «plateados», que así los llamaban porque sus ropas estaban recamadas, taraceadas y adornadas con plata de pies a cabeza. La organización y el mando de las contraguerrillas que de francesas casi sólo tenían el nombre porque estaban formadas por la hez de numerosas nacionalidades: ingleses, holandeses, martiniqueños, egipcios, turcos, americanos, suizos, estuvieron a cargo del Coronel Du Pin quien había participado en el saqueo del Palacio de Verano de Pekín. A Du Pin se le había destituido del ejercito francés por haber efectuado una venta pública, en Francia, de los objetos que se había robado en China, y rehabilitado después en su grado de coronel para enviarlo a México. Alto y con una larga barba entrecana, un enorme sombrero lleno de bordados de oro y toquilla ancha de la que colgaban dos chapas con la cara de un león en cada una, holgada blusa de manta roja, grandes botas amarillas con espuelas doradas, capote de coronel, revólver y sable a la cintura y el pecho cuajado de cruces, medallas y condecoraciones, el Coronel Du Pin se hizo pronto famoso por su crueldad y por sus perros husmeadores: era fama que ningún guerrillero mexicano que caía en sus manos se le escapaba vivo.
Aparte de las constantes batallas e inacabables tomas y retomas de poblaciones y ciudades, hubo un hecho bélico, poco antes de la caída de Puebla, que pasó a la historia con más gloria de la que merecía, porque así lo decidieron los franceses. Un capitán de la Legión Extranjera, el Capitán D’Anjou, tenía una mano de madera cubierta siempre con un guante blanco. La original mano izquierda de carne y hueso le había sido amputada tras estallarle la culata de un fusil que empleaba para señalar una medida topográfica. Un día, el Capitán D’Anjou se ofreció como uno de los voluntarios que debían batir y despejar el terreno a lo largo de la ruta de un convoy que transportaba cuatro millones de francos en oro y varias piezas de artillería destinadas al General Forey. El Capitán D’Anjou, y unas cuantas docenas de hombres de la tercera compañía, fueron sorprendidos en el camino de Chiquihuite a Palo Verde por más de mil lanceros mexicanos. Refugiados en el corral de una hacienda abandonada, llamada Hacienda de Camarón, sin víveres y sin agua, los legionarios fueron aniquilados, habiendo sobrevivido sólo tres o cuatro de ellos. Inspirado quizás en Mac-Mahon, quien al tomar la ciudad de Malakoff en la Guerra de Crimea plantó en ella una bandera francesa y dijo «J’y suis, j’y reste» —aquí estoy, aquí me quedo—, el Capitán D’Anjou decidió que, ya que estaba en Camarón, se quedaba en Camarón. Y allí quedó, muerto, y separado para siempre de su mano de madera. El comandante de la Legión Extranjera, Jeanningros, se hizo cargo de la mano y la envió al cuartel general de la legión en Sidi-bel-Abbés. Más tarde, iría a parar a un museo de Aubagne, en las cercanías de Marsella. Desde entonces, el día de la Legión Extranjera se llama el Día de Camarón, y cada año, en el aniversario de la batalla, la mano del Capitán D’Anjou, con muñeca y dedos de caoba y palma de encina, y que por alguna razón, la humedad quizás, quedó hecha una garra y descolorida para siempre, es sacada de su caja de cristal, colocada sobre un cojín de terciopelo rojo en un pedestal en medio de un gran patio y saludada por las bandas y los cañones de la Legión Extranjera cuyos hombres desfilan ante ella. Después, los legionarios brindan a la memoria de Camarón con ron dulce de las Antillas Francesas.
QVOS HIC NON PLVS LX
ADVERSI TOTIVS AGMINIS
MOLES CONSTRAVIT
VITA PRIVS QVAM VIRTUS
MILITES DESERVIT GALLICOS
DIE XXX MENSI APR. ANNI MDCCCLXIII
(«Fueron aquí menos de sesenta enfrentados a todo un ejército, su magnitud los aplastó, la vida y no el valor abandonó a estos soldados franceses, el 30 de abril de 1863»).