¿O lo que tú quieres es que todo el mundo sepa que Maximiliano y Carlota nunca hicieron el amor en México y que jamás volvieron a acostarse en el mismo lecho desde aquella primera noche que pasaron en el Palacio Imperial cuando las chinches los devoraron y el Emperador tuvo que levantarse para ir a dormir a una mesa de billar y dejó a la Emperatriz sentada en un sillón, sola, rascándose hasta hacerlas sangrar las ronchas fétidas, y que así, sola, la Princesa que con un manto de púrpura cruzó el mar para reinar en el Nuevo Mundo y que se encontró con la nada, sí, con la pura nada y la abulia y la desidia mexicanas, sola se quedó esa noche y mil más, sola y con las chinches y con los ojos fijos en esa peluquera de plata que me habían regalado esas indias que tuvieron el atrevimiento de abrazarme y fumar en mi presencia, y que creían que con ponerse miriñaques almidonados y faldas de seda y colgarse brillantes de las orejas se habían transformado en damas dignas de mi nueva corte de la misma manera que tú, tonto de ti, tontino Max, pensaste que con llevar a México gobelinos, pianos de ébano con incrustaciones de oro y vajillas de Limoges sólo con eso ibas a hacer una residencia imperial de ese horrible edificio, esa caserna a la que llamaban palacio los mexicanos, y donde me quedé sola tantas noches, sola allí en ese cuartel, y sola después en el Alcázar de Chapultepec y en el Albergo di Roma sola y sofocado mi pecho por el desprecio y el odio, por tu abandono, Max, llenos mis brazos y piernas de costras, secos mis labios por tanta saliva derramada por la boca abierta cuando pensaba en la piel de mi idolatrado Max, la piel que tanto hubiera deseado besar, recorrer con la boca y con la lengua, la piel blanca que te cubría la cara y los hombros, los muslos, besarla y llenarme la boca con ella, Maximiliano, que Dios me perdone, como lo quise hacer también en Italia la noche aquella en la que los aristócratas italianos despreciaron nuestra invitación a la Scala y mandaron a sus criados vestidos de negro a sentarse en los palcos para humillarnos, y cuando regresé al Palacio Ducal yo quise entregarme a ti, hacer el amor hasta que nos sorprendiera el sol reflejado en las cúpulas doradas de San Marcos, nada más que para demostrarles a esos insolentes: a los Dandolo, los Borromeo, los Adda, los Maffei y los Litta y demostrarte a ti que tú y yo solos nos bastábamos y nos bastaríamos siempre, yo desnuda y bocarriba y tú dentro de mí para siempre, así hasta que nos sepultaran?
¿Quieres, dime, que todo el mundo sepa que si tú fuiste un tonto yo lo fui más que tú por haber creído alguna vez en ti, en tu amor, en la fidelidad que tanto me juraste, como si no hubiera sabido yo que cuando ibas a Viena a arreglar lo que tú llamabas asuntos del virreinato, acababas en las camas de las coristas, y lo único, lo único que ahora me consuela es que ya no puedes engañarme, que ya no lo harás nunca, que ya no podrías hacerle el amor a tu condesita Von Linden que vino a visitarte a la bóveda de los capuchinos transformada en Condesa Von Bülow y dejó un ramo de rosas sobre tu sarcófago junto a las siemprevivas secas que había puesto tu madre y el rollo con el saludo escrito en lengua náhuatl de tus indios de Xocotitlán, ni haría falta que tu familia te alejara de nuevo para que el Vesubio y Esmirna y Venus que sale de la espuma de Botticelli y el David de Miguel Ángel y Sicilia, Nápoles y la roca desde la cual el Emperador Tiberio precipitaba a sus enemigos o la torre blanca a la cual subía para contemplar las estrellas hicieran que te olvidaras de ella, y aun si regresaras, Max, aun si fuera posible que volvieras a la vida, te enterarías de que Paola Von Bülow también está muerta y que lo único que podrías hacer sería corresponderle la visita, ir a llorar a su tumba, como hiciste cuando viajamos a Madeira, en Funchal, que te fuiste a visitar la casa donde murió de consunción tu Princesa María Amelia de Braganza a la que le declaraste tu amor eterno y secreto en los Jardines de Lumiar, y además si regresaras, Max, si regresaras a la vida y a Viena, qué susto te llevarías, mi pobre Max, no sabes lo fea que está tu pobre ciudad, lo sucia, lo desconocida que está Viena por culpa del miserable de Clemenceau y del Tratado de Saint Germain que le hicieron firmar a Austria después de la Gran Guerra, si vieras, Max, qué humillación, el Emperador Carlos huyó a Suiza disfrazado de jardinero, y en las calles de Viena pululan los mendigos y los tuberculosos, hay familias que viven en hoyos excavados en el Prater, y de los menús de los cafés desaparecieron las tartas de manzana y en lugar de café te sirven achicoria, la gente arranca el terciopelo de los asientos de los trenes para hacerse ropa porque no tienen qué ponerse, se acabaron la leche y la mantequilla y sólo comemos papas y polenta, ándale, Maximiliano, ven, si quieres, a Viena, y vete al Café Atlantis en la Ringstrasse para comprar el amor de una lesbiana, o vete al corazón de la ciudad vieja, en la Spittelberggasse, donde tendrás, para escoger, la prostituta de la edad y el color de ojos que quieras, disfrazada de monja o de niña de escuela, para acostarte con ella y contagiarle la muerte ya que no tienes otra cosa que contagiarle: porque hasta las úlceras de tu miembro, Maximiliano, o las verrugas o chancros o lo que fuera que trajiste de tu viaje al Brasil, hasta ellas están secas, Maximiliano, tan secas como tu piel y tus lágrimas, tu lengua y tu linfa? ¿Eso es lo que quisieras, que todo el mundo sepa que el Archiduque Fernando Maximiliano, el agnado de la corona del Imperio Austríaco y el esposo de la Princesa Carlota de Bélgica trajo como recuerdo de su viaje al Brasil no sólo un frasco lleno de escarabajos con caparazón de esmeraldas y turmalinas y un agutí vivo y un salacot de corcho y tiras de caña, y en las páginas de un libro las hojas como cuchillos rojos de una poinsettia, sino también bajo sus pantalones y en su sangre el estigma de una enfermedad venérea incurable que te pegó una negra brasileña, una esclava olorosa a almizcle con la que hiciste el amor bajo una palmera y entre los gritos de las guacamayas y las risas de los macacos, y que eso, Maximiliano, no te lo voy a perdonar nunca? Todo el mundo supo, imagínate qué vergüenza, todo México se enteró de que ésa era la razón por la cual el Emperador y la Emperatriz no volvieron a pasar nunca una noche juntos en la misma habitación. El malvado del Abate Alleau con la connivencia del hipócrita de Gutiérrez Estrada se encargó de publicar y gritar a los cuatro vientos que esas chinches que nos recibieron la primera noche en el Palacio Imperial y los ojos asombrados de los indios que nos espiaban tras los cristales de los balcones, habían sido nada más que pretextos, pretextos que te dio la Providencia para que me abandonaras esa noche y te fueras a dormir a una mesa de billar, y nunca más volviste a visitar mi recámara en las noches, Maximiliano, nunca desde aquella maldita vez en que me quedé sola, muerta de miedo en el sillón entre el ruido espantoso, inacabable, de los cohetes y los petardos y el propio estruendo de mi corazón, así hasta que amaneció, rascándome las ronchas de las chinches, lamiéndome las heridas como una gata, ¿y tú qué tal pasaste la noche en tu cama de madera y fieltro, Max? si cuando menos como tu hermano Francisco José te hubieras acostumbrado a dormir en un catre de campaña, o como papá Leopoldo en colchones rellenos con cerdas de caballo, no lo habrías pasado tan mal. Soñé el otro día que estabas tendido en un lecho de césped azul y que tu miembro era un taco de billar largo y barnizado y tus testículos dos bolas de marfil, una blanca y la otra roja, ¿te imaginas, Max, qué risa? y que me dolía tanto hacer el amor contigo: casi me atravieso la matriz, casi me rasgo el útero y me traspaso los intestinos. Por poco me reviento los ojos. Pero fue sólo eso, un sueño: la verdad es que me dejaste sola en el sillón del Palacio Imperial mexicano, como sola me dejaste la víspera de nuestra partida para México cuando te encerraste en el Gartenhaus de Miramar a escribir poemas de despedida a tu cuna dorada, y sola también en una hamaca en la Isla de Madeira sofocada con los aromas de todas aquellas flores y frutos exóticos: la piña de América, el café de Arabia, los naranjos de Italia, las lilas de Persia, todos reunidos en una sola isla a la que sólo le faltaba la fragancia ácida de tu aliento a menta y tabaco, a vinos espesos, a hombre, para ser el paraíso.
¿Y pretendías, pretendiste que yo tuviera compasión de ti cuando viajé a Bélgica para visitar a mi padre y fuiste tú entonces el que se quedó solo en el Palacio Ducal de Milán y le escribiste a tu madre y te quejaste que tu bondad, tu peligrosa bondad, como la llamaste, te habría de convertir en un profeta escarnecido? ¿Te acuerdas, Max, cuando íbamos a las casas miserables de la Valtelina para llevarle ropa y comida a esa pobre gente?, ¿te acuerdas de tus proyectos para restaurar la Cúpula de Murano y la Capilla de la Arena de Padua, la Biblioteca Ambrosiana, de tus mensajes de amistad a Manzoni cuando estaba enfermo? ¿Y de qué te sirvió todo eso?, ¿quién te agradeció, dime, que te preocuparas por el saneamiento de las lagunas de Venecia, y te angustiaras por las inundaciones de Lodi y de Pavía, quién el tanto amor que le diste a tus súbditos del Lombardovéneto, quién, dime? Soy un profeta escarnecido, le escribías a tu madre desde Milán, abandonado al igual por los austríacos y los italianos: lo mismo por Francisco José que por el Conde Cavour que temía que esa tu peligrosa bondad hiciera abortar la unidad italiana, y paseabas solo, en la noche y por los oscuros corredores del palacio, mientras desde la calle te llegaban el bullicio y los gritos, las luces del carnaval y tú esperabas la primera campanada de la medianoche para que el principio de la Cuaresma, y con ella la angustia que te pudría el alma, acallaran toda esa alegría, ¿y pretendes, pretendiste alguna vez que tuviera compasión de ti cuando te quedaste solo en Querétaro y solo en tu celda de las Teresitas, solo en tu caja, solo en la capilla del Hospital de San Andrés de la ciudad de México, solo en la mesa de la Santa Inquisición o cuando solo viajaste a Europa en la capilla ardiente de La Novara y solo en un lanchón y en un alto catafalco bajo las alas de un ángel llegaste a Trieste, y solo en el ferrocarril que te llevó de Trieste a Viena mientras caía la nieve, solo cuando tu madre Sofía se echó sobre la tapa nevada de tu ataúd para llorar, sí, pero no tu muerte, Maximiliano, sino su propio abandono, su inflexibilidad, su dureza, porque así como en el cuarenta y ocho, cuando las tropas de Windisch-Graetz recobraron Viena y el Odeón fue consumido hasta los cimientos por el fuego, recuerdas, ella dijo que soportaría mejor la pérdida de uno de sus hijos que someterse a la masa de estudiantes, así también ella fue culpable de que te asesinaran en Querétaro, ella que cuando tú le escribiste desde Orizaba diciéndole que querías abdicar y dejar México, ella la puta que se entregó a Napoleón Segundo para hacerlo tu padre, te escribió y te dijo que sí, claro, que en Schönbrunn y en el Hofburgo y en toda Viena, en Austria y Hungría te extrañaban mucho, y que suspiraban cuando escuchaban el carillón de tu reloj de Olmütz, y cuando volvía a contemplar los largos bucles rubios que te cortaron cuando cumpliste cuatro años, a acariciar y oler las faldas de niña que usabas entonces, pero tienes que quedarte en México, te escribió, porque un Habsburgo, hijo, un Habsburgo jamás huye, nunca, y por supuesto, quién podía dudarlo, aquí pensamos mucho en ti, y recuerdo, la tengo muy grabada, no sé por qué una mañana en que tú, con tu uniforme de los húsares de María Teresa pasaste bajo la puerta suiza del Hofburgo, alto tú y esbelto bajo el arco que contiene los símbolos heráldicos de Austria y de Castilla, de Aragón y Borgoña, el águila del Tirol, tú y tu pelo rubio flotando en el aire, el león de Flandes y de Estiria otra águila y de Carniola la pantera, tú y tus ojos azules, mi querido Max, aquí todos te extrañamos una barbaridad, nos reunimos con nuestros cuatro nietos la última Nochebuena y el emperador meció al gordito Otón, Franzi se sentó en un canapé al lado de Sisi, pero tú, por supuesto, aunque te extrañemos tanto tienes que quedarte en México, aquí tu posición sería ridícula, y también la tarde aquella que jamás olvidaré en que te perdiste en los Jardines de Schönbrunn, y en que yo, desesperada, gritaba a los cuatro vientos, les gritaba a todos en dónde se habrá metido esa criatura, quédate en México, hijo mío, aquí tu posición sería insostenible, en dónde se habrá metido, Dios mío, quédate, no regreses: mejor que verse humillado por la política francesa es enterrarse entre los muros de México, no vuelvas hijo a Viena, y tú en verdad esa mañana no te habías perdido, nadie te había secuestrado: toda una tarde habías jugado a navegar veleros miniatura en la Fuente de Neptuno, y te dormiste luego junto a la fuente de la ninfa Egeria, tras beber de las aguas del Schöner Brunnen el arroyo que descubrió el Emperador Matías y que le dio su nombre al palacio, y cuando tus hermanos Luis Víctor y Carlos Luis levantaron a Sofía que estaba echada de bruces sobre tu caja, tu madre tenía la cara llena de nieve y en ella, en la nieve adherida a la piel como una máscara de talco las lágrimas habían abierto unos surcos diminutos, pero cuando te quedaste solo en la bóveda de la capilla de los capuchinos ella ya no volvió a llorar, nadie lloró, todos te olvidaron y siguió el carnaval, siguió la fiesta pero no nada más el carnaval de Milán y de Venecia, sino el carnaval del mundo, la fiesta delirante de la historia. Porque sabrás que la hipócrita de Eugenia, que tanto fingió sufrir por tu muerte el día del reparto de premios de la Exposición Internacional de París, no quiso ir a Viena a darle el pésame a tu madre y a tus hermanos, no deseaba aparecer demasiado trágica o exagerada, según juraba, o lo contrario: demasiado fría, y cuando unas semanas después viajó con Luis Napoleón a Salzburgo para encontrarse con Francisco José y Elisabeth, todos deseaban olvidarte lo más pronto posible, no querían una guerra entre Austria y Francia, más les interesaba hablar de Creta y del Medio Oriente, de Garibaldi que preparaba su marcha hacia Roma y que sería derrotado ese mismo año por los franceses y las tropas papales en Mentana, que llorar tu muerte en Querétaro, había que enterrarte y pronto, de una vez por todas, y mientras Eugenia procuraba no dejarse opacar por la belleza de Sisi, a Sisi, a quien nunca le perdonaré que no haya ido a Miramar a despedirse de nosotros cuando nos fuimos a México, dizque porque tenía reumatismo en las piernas, o que me haya llamado esa oca belga arrogante sedienta de poder, a Sisi le interesaba más eclipsar a Eugenia y largarse cuanto antes a Inglaterra para ordenar otro traje de montar en Henry Poole de Savile Row con el cual ir a Northamptonshire a cazar zorras y a cazar otro amante, que llorarte a ti, Maximiliano, su cuñado favorito, que siempre fuiste tan bueno con ella. Sí, siento mucho tener que decírtelo, Maximiliano, pero es verdad: ya nadie se acordó de ti. Ni tu madre, que en los últimos sesenta años no ha vuelto a preguntar dónde estás. Ella sabe que no te dormiste en el regazo de la ninfa Egeria. Que no estás sentado en un rincón del cuarto de la porcelana de Schönbrunn e inventas un idioma secreto para emular a Alberto Segundo el Cojo, el primer príncipe de la paz entre los Habsburgo. Que no caminas por los once cuartos del tesoro de Hofburgo y te detienes asombrado ante la corona turca de Esteban Bocskay el Príncipe de Transilvania que murió envenenado por los austríacos. Ella lo sabe, Maximiliano, porque le dijeron dónde te metiste, y que no fue en la cabaña donde soñabas no sólo que eras otro Robinson Crusoe, sino otro Rey de Roma que jugaba a lo mismo: a conquistar al mundo desde su soledad. Y no fue, tampoco, que te hubieras metido en la recámara donde murió el Duque de Reichstadt para preguntarte una vez más, la centésima tal vez, ante la acuarela de Ender que lo pinta en su lecho de muerto, si ese príncipe de nariz y corazón de águila, inmensamente pálido que parece que sueña que está vivo, había sido de verdad el hombre que te engendró, o todo era una invención. No, tu madre la Archiduquesa Amorosa sabía muy bien, lo supo siempre, dónde te habías metido: en un nido de alacranes, en un avispero, Maximiliano, te lo advirtió Sir Charles Wyke. En una ratonera de la que no ibas a salir vivo, te lo advirtió mi abuela Amelia, y te lo dije yo, Maximiliano, no me digas ahora que no. Te dije y te repetí que todo era inútil.
Pero yo sí quiero hablar de ti. Yo me propuse no olvidarte nunca y que nadie, jamás, te olvide de nuevo. Es por eso que decidí quedarme en un sueño con los ojos abiertos. En un denso claroscuro poblado de fantasmas que me hablan todo el tiempo, que me murmuran al oído o que me gritan, cuando quiero hacerme la ciega y la sorda, que esos ojos que los ven no son los míos, ni míos los oídos que los escuchan, ni mía la voz que los impreca o que les suplica que me dejen tranquila, que me dejen sola, que ya no quiero soñar, que ya no quiero ser otra que no sea yo misma. Sólo que es tarde. Y si te digo que es tarde, Maximiliano, no quiero decir con eso que sesenta años es mucho tiempo: porque el día en que elegí escapar de México y de Miramar, de Bouchout, de tu muerte y de mi vida, ese día no existió jamás: no fue hace sesenta años, ni hace un instante. Es desde siempre que yo soy todas las voces, la voz tuya y la de tu conciencia, la voz del rencor y de la ternura, la voz que un día, y más por compasión hacia mí, que por amor a ti, puede transformarte de nuevo en el Rey del Universo y sentarte en el trono que labraron los indios de la Nueva España en el pedregal de Tlalpan para el Virrey Antonio de Mendoza, y la voz que antes o después, ahora, mañana, y más por odio a mí misma que por rencor hacia ti puede dejarte abandonado, acribillado de balas, en el polvo del Cerro de las Campanas. O puedo, si quiero, que de las heridas de las balas broten amapolas líquidas o ríos de mariposas. O por esas mismas heridas, y con ese cordón de oro que llevaban siempre consigo los guerrilleros de Tamaulipas para colgarte de un árbol si te pescaban vivo, por sus agujeros puedo ensartarte como a un títere, para hacerte bailar el can-can en la Plaza de Armas de la ciudad de México. Porque si es mi condena, también es mi privilegio, el privilegio de los sueños y el de los locos, inventar, si quiero, un inmenso castillo de palabras, palabras tan ligeras como el aire en el que flotan: como papel de azúcar, como naipes, como alas, y con mi aliento derribarlo para que las más dulces de todas mis palabras vuelen con las alas de la paloma de Concha Méndez y te lleven hasta Querétaro, y para que te dé buena suerte, Maximiliano, el retrato de la Emperatriz Carlota disfrazada de reina de corazones.
Y porque también es potestad de los sueños hacer que el espejo sea una rosa y una nube, y la nube una montaña, la montaña un espejo, puedo, si quiero, pegarte con engrudo las barbas negras de Sedano y Leguizano y cortarte una pierna y ponerte la de Santa Anna, y cortarte la otra y coserte la de Uraga, y vestirte con la piel oscura de Juárez y cambalachear tus ojos azules por los ojos de Zapata para que nadie, nunca más, se atreva a decir que tú, Fernando Maximiliano Juárez, no eres; que tú, Fernando Emiliano Uraga y Leguizano no fuiste; que tú, Maximiliano López de Santa Anna, no serás nunca un mexicano hasta la médula de tus huesos. Tan mexicano como esos huesos y esas calaveras de azúcar que vendían en la verbena del Día de Muertos del mercado de Dolores, donde vi los tres ataúdes de tejamanil que un gringo llamado Chester Cuppia se robó junto con nuestra vajilla de plata imperial para exhibirlos en Nueva York, y donde estabas tú tres veces hecho un muñeco de cera, tres veces quieto y blanco y vestido pero no con la casaca azul de botones, dorados, los pantalones negros, las botas militares y los guantes de cabritilla que se echaron a perder, todos, cuando se impregnaron con tu podredumbre en Querétaro, no: un muñeco tenía un uniforme rojo púrpura de coronel de opereta, el otro estaba de frac y de chistera, y el tercero casi desnudo, con un taparrabos, como si fueras otro Cristo. Yo hice esos ataúdes y esos muñecos, porque nadie hay en el mundo, Maximiliano, como yo, para hacerte y deshacerte. Nadie como yo para modelarte con mis propias manos, para esculpirte de cera y que con el calor de mi cuerpo te derritas de amor, para hacer tus huesos de dulce de almendra y devorarlos a mordiscos, o para hacerte todo de jabón y bañarme contigo y restregar mi cuerpo con tu cuerpo y lamerte hasta que nos volvamos los dos una sola lengua, una sola piel amarga y perfumada. Nadie como yo, tampoco, si se me da la gana, para hacerte chiquito, para hacerte un niño de pecho y enterrarte en una caja de zapatos, para volverte un feto de quince días y enterrarte en una caja de cerillas. Para hacer que no hayas nacido y un día de estos enterrarte, vivo, en mi vientre.
Con esto, lo que quiero decirte es que te voy a dar a luz en cualquier momento, para que todos sepan que es mentira que estás muerto. Y es por lo mismo que el otro día me fui con la Condesa Mélanie Zichy y mi cuñada Enriqueta a la Exposición Internacional de París. Vieras, Maximiliano, cómo me divertí, qué de cosas no vi, cuántas no compré. Estaba allí el Sultán Mohammed Effendi. Estaba también Eugenia, que caminaba del brazo de su amiga la Marquesa de las Marismas y atrás de ellas caminaban, también del brazo, Luis Napoleón y el príncipe imperial que acababan de visitar el acuario de Brighton, pero a Lulú le había gustado más el acuario humano de la exposición, en el que había buzos que comían, fumaban, bebían y jugaban dominó debajo del agua, vieras qué fantástico, Max, y así se lo dijo Lulú al Emperador de Solo y al Príncipe de Manko Negoro que se paseaban por el Campo de Marte en los carruajes diseñados por Monsieur Hermans de La Haya. Eugenia le contaba a la Marquesa de las Marismas cómo le había ido en la inauguración del Canal de Suez, lo imponente que era esa maravilla de construcción hecha por su primo De Lesseps que también, claro, estaba en Ismailia, y lo orgullosa que se había sentido a bordo de su yate L’Aigle al que seguían más de cincuenta barcos y entre ellos el de Francisco José y el del Príncipe Real de Prusia y el del Príncipe Enrique de los Países Bajos. Yo, Maximiliano, hice como si no los viera, como si no los oyera, porque estaba de prisa y porque estaba de compras, y porque estoy cansada de sus chismes y de sus intrigas y de sus porquerías, así que mejor le pedí a la Condesa de Zichy que fuera al pabellón de Amiens y ordenara cincuenta yardas de terciopelo azul para ponerle cortinas nuevas a tu despacho de Miramar, mientras yo misma iba a comprar un gabinete de madera de pistache para la recámara del Príncipe Agustín, pero la verdad es que sí los vi, sí los escuché, no pude evitarlo, y cuando dijeron tu nombre y Sara Bernhardt le prestó a Luis Napoleón el diamante en forma de lágrima que le regaló Víctor Hugo para que Luis Napoleón fingiera llorar por ti, ya no pude más, porque tú bien sabes lo hipócritas que son todos ellos; primero llorará Luis Napoleón por no haberse llevado a Sedán el relicario de zafiros con un trozo de la verdadera cruz que el Califa Arún Al-Rashid le regaló a Carlomagno y que le hubiera asegurado el triunfo, me dijo, y se quejó de dolores espantosos en la vejiga y de orinar piedras redondas y sanguinolentas como las perlas rosadas que había allí, en la Exposición, en el Pabellón de Las Bermudas, que llorarte a ti, Maximiliano. Primero llorará Enriqueta la suerte de Estefanía que después de muerto Rodolfo y haberse casado con su segundo marido en nuestro Castillo de Miramar, se hundió en la oscuridad y después nunca más, nunca más volvieron a llamarla Estefanía la Rosa de Brabante, tan fea que era con sus pies enormes y sus manos rojas, y tan estúpida, nunca más los campesinos de Transilvania volvieron a arrodillarse a su paso por los caminos para besarle la punta de sus vestidos, ni los habitantes de Trieste a gritarle Stephania benedetta, Stephania carissima, que llorarte a ti, Maximiliano. Primero llorará Eugenia de rabia porque el Papa León Trece se negó a recibirla en el Vaticano por haber visitado veinte años antes a Victor Emmanuel Primero en el Quirinal, primero llorará Eugenia, te lo digo yo, Maximiliano, por haber perdido un reino hace cincuenta años, que llorarte a ti.
Por eso, y para evitarles las lágrimas de cocodrilo que hubieran fingido derramar por ti, les dije que tú estabas allí, que no era cierto lo que decían y que sí, les repito, tú estabas allí en el pabellón de México y ya te verían después, si me acompañaban todos, pero primero le pedí a Enriqueta que me comprara unos papeles de fantasía de Guesnú para envolver los regalos de Navidad de los niños pobres de Trieste, y yo misma compré un cargamento de fusiles Howitzer para el arsenal del Molino del Rey, y le di los buenos días al Príncipe de Orange y con él y con el Príncipe de Gales y la Princesa Murat y con Paulina Bonaparte y mi cuñada Enriqueta nos fuimos a beber cócteles al pabellón americano, porque habrás de saber que inventaron el mint-julep, Maximiliano, inventaron el sherry-cobbler y el brandy-smash y luego se nos juntaron Luis Napoleón y Eugenia y todos tomamos cócteles y más que nadie Enriqueta que bebió un mint-julep tras otro hasta que se emborrachó. Yo no quería decirle a Enriqueta que allí estaba el duquesito de Brabante, su hijo, empapado y temblando de frío por haberse caído, el bobo, en un estanque. Yo no quería recordarle a la pobre que en unos cuantos días el duquesito se iba a morir de pulmonía. Yo no quería decirle a Eugenia que si se fijaba bien en el uniforme de Lulú, vería que estaba erizado de lanzas de azagaya, y que si el príncipe le contaba que con ése su uniforme de cadete de Woolwich se había hecho cada vez más amigo de Alfonso Doce con su uniforme de cadete de Sandhurst, iba a notar que su aliento olía ya a vísceras podridas. Pero eso sí, les advertí a los dos: nada de venirme con mentiras y contarme que Maximiliano esto y Maximiliano lo otro. Maximiliano está aquí, ¿me oyen? Maximiliano está aquí, vivo, en la Exposición Internacional de París. Y si tú comiste faisanes rellenos de higos en Suez y pechugas de pato salvaje en salsa de dátil, le dije a Eugenia, cuando yo fui a Yucatán me esperaba, en Veracruz, un carro forrado de terciopelo y seda con franjas de oro y racimos colgantes de mangos y chirimoyas, de piñas y mameyes, y los hombres del pueblo, como lo habían hecho una vez con Max en uno de sus viajes, desengancharon los caballos frisones para tirar, ellos mismos, del carro, y les conté que tú me habías acompañado hasta San Isidro y que en El Palmar condecoré a los soldados austríacos que se distinguieron en el combate de Tecomahuaca, y que cuando llegué a Mérida con un traje blanco con guarniciones celeste y un sombrerito negro también con adornos azul claro que dejaba al descubierto por atrás mis bucles de oro castaño, comenzaron a sonar entonces los cañones de la Fortaleza de San Benito y a repicar todas las campanas y el pueblo estaba allí, los habitantes todos vestidos de lino blanco inmaculado, los niños con alas de papel de yute, y me cubrieron con una lluvia de listones de colores con bordados que decían Viva Nuestra Esclarecida Emperatriz y poesías impresas en papeles perfumados en las que me llamaban El Ángel Tutelar de Yucatán, Bendita seas Carlota, y te lo juro, el Príncipe de Orange, Maximiliano, no salía de su asombro, y Eugenia hizo como si no me oyera y siguió hablando de la noche en que las farolas de colores colgaban como cocos iluminados por dentro de todas las palmeras de El Cairo y ella brindaba con champaña rosada con el Jedive de Egipto por el porvenir de Francia y del Canal, pero bien que me oyó, bien que supe que se moría de la rabia y de la envidia como Paulina Bonaparte que comenzó a hablar de un esclavo negro con el que se bañada desnuda en una alberca de La Martinica, y Enriqueta, que había bebido tantos mint-juleps que se le salían unas hojitas de yerbabuena por la nariz, comenzó a quejarse de mi hermano Leopoldo, a decir que mientras más viejo está más libidinoso se vuelve aunque ya lo había sido siempre, apenas acabada su luna de miel se metió con esa actriz, cómo se llamaba, Aimée Desclée, y ahora como querida tiene a una putilla de dieciséis años, Carolina, a la que llaman la Reina del Congo, y yo le dije mira Enriqueta tú no tienes derecho a criticar a Leopoldo porque es mi hermano y lo quise mucho aunque a veces era malo conmigo, pero a veces también era bueno y cuando yo era niña me leía la historia de la Isla de las Flores liberada por el Rey de Athunt que mató a todas las brujas y la historia de los diamantes carnívoros de las Mil y Una Noches, pero entonces, Maximiliano, yo misma vi a mi hermano Leopoldo allí, sí, en la Exposición Internacional de París yo vi a mi hermano Leopoldo Segundo de Bélgica en un pabellón de muros tapizados con espejos, desnudo, muy viejo, con una barba blanca, que se revolcaba en una cama con una niña desnuda también y los espejos multiplicaban sus cuerpos desnudos hasta el infinito y unas manos de negros, con los muñones sangrantes y que se movían solas, como enormes arañas negras, se subían por sus piernas y su espalda, y él seguía fornicando.
Por eso, Maximiliano, no quiero que los veas. Ignóralos. No les pongas atención. Haz como si no existieran. Vete al pabellón de las colonias británicas para que conozcas las mesas forradas con piel de pingüino de las Islas Sandwich, y cómprame unos peines de sándalo en el pabellón otomano. Vete al pabellón belga para que conozcas la estatua ecuestre de Ambiórix el Rey de los Eburones, y cómprame un frasco de perfume de Guerlain en el pabellón francés. Vete al pabellón de Túnez para que veas a los árabes del bazar que se tragan ciempiés vivos, y cómprame una crema para la cara de glándulas de cocodrilo en el pabellón del Brasil. Ay, Maximiliano, quiero que me compres, tantas cosas: una bolsa de cordobán, un velo de encaje de Bayeux, una tetera de Christofle como la que nos robaron en México, un vestido de cuentas de cristal como el que vi en el pabellón de Austria, un frasco de yerba mate de Argentina, un puñal de Toledo. Y si vas, cuando vayas, al pabellón de Holanda, cómprame la copa de cristal que tiene escondido en el fondo un muñeco de celuloide que aparece y va subiendo cuando se llena de licor, y que se usa para brindar por un nacimiento, porque el día en que me vuelvan a invitar Eugenia y Luis Napoleón a tomar cócteles en el pabellón americano, les voy a dar la sorpresa: el muñeco tiene tus ojos y tiene tu cara, tiene tu pelo, tiene los primeros pañales que te puso tu madre Sofía, tiene la leche de tu nodriza en los labios, y cuando me digan, ellos, todo ese montón de reyezuelos y príncipes y princesas de carnaval que están siempre presumiendo sus joyas y sus castillos, María Cristina de Saboya que vino a comprar sedas de Shang Tung para las cortinas del Palacio Chino de Caserta donde mi bisabuelo el Rey de las Dos Sicilias preparaba sorbetes para sus invitados, y su parienta María Pía que vino a la Exposición a comprar vajillas de Sevres y Limoges para que las rompan sus caballos con las patas y adornar con la pedacería los arcos del Palacio de Fronteira, y Catalina la Grande de Rusia que vino con su diadema de diamantes que tiene un rubí del tamaño de un huevo de paloma y María Clotilde Bonaparte que se puso los aretes de perlas negras de las Islas Fidji que heredó de Eugenia, y Ena de España que se trajo el collar de inmensas aguamarinas que usó en la última ceremonia del lavado de pies en Madrid: para que cuando me digan que no tenemos un centavo, que las arcas están vacías, que vas a tener que rematar en subasta pública las joyas de la Corona les diga no, qué va, están muy equivocados: Maximiliano, ¿no lo ven ustedes?, está nadando en champaña. ¿Qué no han oído ustedes hablar, le dije al Mariscal Randon y al Conde de Chambord, de las riquezas infinitas de México, de sus metales y de sus piedras preciosas? ¿Quién dijo que tenemos que venderle al rastro tus caballos Orispelo y Anteburro? Maximiliano está nadando en los placeres de oro de la Sierra Madre Oriental, Maximiliano se está dando un baño de pulque en su tina de obsidiana. ¿Qué no saben ustedes, le dije a la Princesa Troubetskoy y a tu tío el Príncipe de Montenuovo y a mi tío el Duque de Montpensier que no hay país en el mundo, como México, sobre el cual la Divina Providencia haya derramado tantos dones? ¿No saben ustedes que México tiene todas las frutas, todos los paisajes, todas las flores? ¿Quién dijo que tengo que correr a todas mis damas de compañía y a la mitad de los cocineros de palacio? ¿Quién que le vamos a vender al Museo Kunsthistorisches de Viena el calendario azteca? Maximiliano está sentado en un trono de rosas que le regaló el General Escobedo. ¿Qué no saben ustedes, le dije al Conde D’Eu y al Duque de Persigny, no sabían la historia del virrey que invitó al Monarca de España a visitar México y le juró que de Veracruz a la capital y a lo largo de cien leguas castellanas sus pies no pisarían, su carruaje no transitaría por otro camino que no fuera de plata pura? ¿Quién dijo que vamos a empeñar nuestro carruaje dorado en el Monte de Piedad? ¿Qué no saben ustedes que cuando fui a Yucatán caminé desde la orilla del muelle y a lo largo de la playa y a través de la selva por un sendero de conchas y caracoles que mis inditos mayas tardaron un mes en hacer y que el camino estaba bordeado de árboles de maderas preciosas de los que colgaban festones de ramos verdes y por dos filas de indias vestidas de blanco que parecían vestales morenas y que me refrescaban con sus grandes abanicos de hojas de palma? ¿Quién dice que vamos a tener que subarrendar el Palacio Nacional? ¿Qué no saben ustedes que con las conchas de México y con sus caracoles podríamos cubrir el lecho de todos los lagos de Europa: el del Lago Como donde mi padre Leopoldo iba a llorar a su Princesa Charlotte de Inglaterra, el del Lago Starnberg donde Luis de Baviera ahogó a todos sus cisnes y sus pavorreales de cristal, el del Lago Constanza donde Luis Napoleón patinaba en invierno y soñaba con ser Rey de Nicaragua? ¿Quién dice que somos pobres y que vamos a tener que rifar el Castillo de Chapultepec? Ah, no, sepan ustedes, le dije a Madame Tascher de la Pagerie, le dije a la Condesa Walewska y le dije al Conde de Cossé-Brissac, sépanlo bien, que Maximiliano está tendido en una hamaca de hilo de plata pura que le tejieron las señoras de Querétaro. ¿Qué no saben ustedes que con la caoba y con el cedro, con el ébano y el palo de Campeche de México podríamos hacer todos los durmientes del Expreso de Oriente? ¿Que con su oro podríamos revestir la Estatua de la Libertad, con el carey de sus tortugas cubrir la Catedral de Nuestra Señora de París, con la piel de sus venados forrar las pirámides de Egipto? ¿Qué no sabe todo el mundo, Maximiliano, que con las estrellas de México podríamos llenar los cielos de Europa, con los pétalos de sus orquídeas alfombrar los Campos Elíseos, con las alas de sus mariposas tapizar los Alpes? Ah, no, Maximiliano no está pobre: Maximiliano, en su tina de ónix, se está dando un baño de cochinilla imperial.
Inventaron el Expreso de Oriente, Maximiliano, y en él nos vamos a ir de luna de miel de París a Estambul. Inventaron la Estatua de la Libertad, y un día me voy a subir contigo hasta la punta de su antorcha, para que veas llegar a La Fayette. Inventaron la lavadora automática y con ella voy a lavar la sangre que manchó tu chaleco en el Cerro de las Campanas. Inventaron el celuloide, y de celuloide te hice, yo misma, en chiquito, para hacerte nacer, para que subas del fondo de la copa y por la champaña como si subieras del lecho del cenote sagrado y por sus aguas, y vuelvas a respirar y respire yo también. Porque si de alguien voy a tener un hijo alguna vez, Maximiliano, no será, como ya te lo dije, ni de Van Der Smissen ni del Coronel Feliciano Rodríguez, ni de Léonce Detroyat, ni de nadie. Será de mí misma. De mí misma y mis palabras.
Y para que vieran todos que estabas vivo, y que si habías muerto volviste a nacer, resucitaste de entre los muertos, les dije a todos vengan conmigo, vengan a ver a Maximiliano que está aquí, en la Exposición de París: sentado en un trono forrado con pieles de vicuña y de alpaca, con tu uniforme de Almirante del Lago de Texcoco, toda tu piel cubierta con polvo de oro del Perú y en tu cara la máscara dorada de un jefe quimbaya, en tu mano izquierda un racimo de uvas de ónix, y en la derecha el orbe del Emperador Matías, en tu regazo un modelo de la fragata que cubrió de gloria tu nombre en la batalla de Lissa, y en tu cabeza la corona del Sacro Imperio Romano, en tu hombro derecho un tucán disecado, en tu pecho una joya eléctrica con tu propia cara que abre y cierra los ojos y la boca, en tu frente la sombra anaranjada de un parasol Achille-Gruyer, en tus labios una violeta artificial d’Ivernois y a tu alrededor las mariposas azules del Brasil, a tus pies una alfombra de musgo rojo y alrededor de la alfombra las peladuras que salen de la máquina para mondar manzanas, los pedazos de agua congelada que salen de la máquina para hacer hielo, las pieles de conejo que salen volando de los cilindros neumáticos para fabricar sombreros, los ríos de cerveza que se desbordan de la Bier-Hall y las cascadas de aguas minerales de Schwepps, al fondo una estatua de sal de Carlos Quinto, a tu izquierda un bloque de amatista de treinta kilos de peso y en el centro una libélula de ámbar gris, a tu derecha el aerolito de Yanhuitlán que te regalaron tus astrónomos mexicanos, y encima del aerolito un huevo de oro de Fabergé y adentro del huevo un grano de cacao nevado, así me hubiera gustado verte en la Exposición Internacional de París, así me hubiera gustado enseñarte al mundo, así me hubiera gustado mostrarte, vivo, al Príncipe de Gales que recorrió los pabellones montado en un cisne de plata de Bond Street, al Doctor Bilimek que cabalgó por los corredores montado en un microscopio de Nachet, así, para que nadie supiera que al heredero de Constantino y de los guerreros que dieron muerte a Otokar de Bohemia para fundar un Imperio, le dije a Eugenia que se fue con su dentista americano en el Rolls Royce plateado del Barón Rothschild, le dije al Príncipe de Sajonia que asomó la cabeza por la chimenea de una locomotora, para que nadie se entere que al noble austríaco que entre sus aforismos escribió un día sea vuestro espíritu de acero, vuestro corazón de oro, vuestra alma de diamante, el mismo que en la escalinata del Puerto de Barcelona invocó a su antecesora Isabel la Católica que recibió allí de Cristóbal Colón el homenaje del Nuevo Mundo, y que en la Torre de La Giralda recordó al poderoso Habsburgo que sitió al Papa en el Castillo de San Angelo y que tuvo entre sus prisioneros al Rey de Francia, para que nadie se atreviera a imaginar que al Príncipe heredero de las glorias de Lepanto y de Pavía que se sentó en el trono de los reyes aztecas, para que nadie supiera que cuando viste todo perdido quisiste huir y mandaste empacar tus muebles y tus libros y los cuadros que te robaste de México para que los embarcaran en el Dandolo rumbo a Trieste, para que nadie se enterara nunca que te humillaron, Maximiliano, juzgándote en un teatro que tenía el nombre de un emperador de pacotilla y te condenaron a muerte un coronel asesino y seis capitanes mugrosos que apenas si sabían leer y escribir, para que nadie sepa que envolvieron tu cuerpo con una tela de costal y te metieron en una caja que costó veinte reales y que un oficial mexicano dijo allí va el Emperador, pero qué importa un perro más o un perro menos, le dije a la Princesa Metternich que se escondió en una botella de ron de Jamaica, a Johan Strauss que dirigió una orquesta de cangrejos violinistas, a Napoleón Tercero que metió la cabeza en un cañón Krupp, al Duque D’Aosta que me invitó a otro mint-julep, a tu hermano Francisco José que me saludó desde su retrato ecuestre, al zar de todas las Rusias que salió de un molino de jabón, al Doctor Bilimek que se tragó un capullo de gusano de seda, así me hubiera gustado enseñarte, Maximiliano, vivo, para acallar el murmullo, para acallar el grito, para que nadie se atreviera a decir Maximiliano ha muerto, para que nadie se atraviera a imaginarte desnudo sobre la mesa de un anfiteatro con las cuencas de los ojos vacías y los intestinos de fuera, para que nadie, Maximiliano, te viera sino así, como yo te quería, en la Exposición Universal, vivo y en el pabellón más grande y más alto, en la cumbre de la Pirámide de Xochicalco, a tus pies los esclavos nubios que te mandó el Rey de Egipto con sus cuerpos untados de grasa de aguacate que duermen una siesta en sus almohadas de madera y tus indios kikapús que te traen de regalo unas botas de piel de caimán de la Luisiana, a tu izquierda La Malinche con un incensario, y enfrente y de rodillas el Coronel Rincón Gallardo que te ofrece la cabeza del Coronel López en una jaula de hierro, y a tu lado tu Secretario José Luis Blasio con una charola de plata en la que están tus tinteros y tus plumas. Para que con una pluma de quetzcal del penacho de Monctezuma firmes tus edictos imperiales y con una pluma de gallina le escribas a Sisi tu cuñada. Para que con una pluma de petirrojo le hagas un poema a mi boca, y con una pluma de ave del paraíso le escribas a Pío Nono. Para que con una pluma de cacatúa le escribas a tu madre Sofía, y con una pluma de cisne le hagas un poema a mi cuello. Para que firmes las invitaciones a las fiestas de palacio con una pluma de avestruz, y con una pluma de golondrina les escribas una canción a mis axilas, con una pluma de flamingo un himno a mis nalgas, y con una pluma de canario una oda a la lengua de colibrí que tengo entre las piernas. Para que firmes la declaración de guerra de México a Austria-Hungría con una pluma de águila, y con una pluma de gaviota escribas tu bitácora cuando viajes en La Novara por las islas del Mar Egeo, y con una pluma de cuervo firmes la sentencia de muerte de Benito Juárez para que lo fusilen en la Plaza de San Pedro.