Acultzingo, abril 29 de 1862.
Muy querido Alphonse:
Perdona la tardanza en enviarte estas líneas, tú sabes que nunca me ha dado pereza escribir cartas, pero lo que más me desanima es pensar en el enorme tiempo que se llevan en cruzar el océano —¡ésta es mi primera carta transatlántica!—. Vieras qué larga se me hizo la travesía. Por primera vez sufrí de mareos y me pasaba las horas vomitando por la borda, para alegría, supongo, de los peces voladores y de algunos delfines que nos acompañaron en partes del trayecto y que debieron darse un gran festín. De todos modos, era preferible el olor del mar a la peste de los camarotes, que acababa por revolverme el estómago. Y sobre todo desde que en La Martinica se llenó el barco de unas cucarachas gigantescas que cuando las aplastábamos despedían un olor insoportable. Así pues, y si para entonces no me ha matado una bala juarista (lo cual es poco probable porque los mexicanos son unos pésimos tiradores), calculo que cuando leas esta carta, yo estaré ya en Puebla de los Ángeles.
De hecho estamos casi a las puertas de la ciudad. En los últimos días completamos el ascenso de las cumbres de Acultzingo —aunque una parte de la artillería de campaña fue transportada a través del Paso de Maltrata, que es menos pronunciado—, de modo que en estos momentos, en que escribo estas líneas, tengo ante mis ojos un espléndido panorama. Falta poco para que anochezca y es una tarde clara: desde aquí puedo ver —hacia el oriente— la cúspide nevada del Pico de Orizaba, bañada de tintes rosas. Me recuerda esas ocasiones en que el Valle de Zermatt está sumido en la oscuridad y en el cielo se destaca, color rojo sangre, la cumbre del Matterhorn. Hacia el occidente, y con la ayuda de mi catalejo, alcanzo a distinguir las cúpulas espejeantes de las iglesias de Puebla y las torres de su catedral así como algunos de los numerosos fuertes con que cuenta la ciudad. Pero, por muchas obras de defensa que tengan, no nos cabe la menor duda de que podremos conquistarla en un solo día. Por supuesto, para eso tendremos que hallar, y pronto, mejores medios de transporte, porque cuando llegaron nuestras tropas a Veracruz todas las mulas habían desaparecido como por arte de magia. O por arte de los juaristas. Los españoles planeaban traer un buen cargamento de acémilas de Cuba pero, como decidieron irse al fin, los cuadrúpedos nunca llegaron. De todos modos qué bien que se fueron, tanto ellos como los ingleses, que deben andar por las Bermudas. Así, la conquista y regeneración de México será obra, tan sólo, de franceses. Bueno, claro, con la ayuda bienvenida de la Legión Extranjera y de los nubios que nos prestó el Virrey de Egipto y cuya piel, negra como el carbón, es la única, pienso, que hará juego con este tórrido clima.
Prim, en realidad, no tenía nada que hacer aquí, sino el ridículo. Primero, quiso quedar bien con Dios y con el diablo: se opuso en las Cortes, como tú sabes, a que se enviaran tropas españolas, para adjudicarse el mérito en caso de que España considerara inadecuado el sumarse al proyecto, pero dejó bien en claro que de todas maneras estaba al servicio de su Católica Majestad, para llevarse la gloria de comandar el cuerpo expedicionario, si España se decidía por la participación, como así fue. Es decir, la comandó, pero no se llevó ninguna gloria, porque no sólo se dio cuenta muy pronto que su sueño de ser emperador de México era irrealizable, sino que además venía dispuesto a hacerle demasiadas concesiones al gobierno de Juárez con tal de sacar adelante su Tratado de Mont-Almonte. No me cabe la menor duda que en esto influyó el hecho de que Prim sea pariente político de Juárez. Es decir, no de Juárez sino de uno de los miembros de su gabinete: tengo entendido que su Ministro de finanzas es tío de la esposa de Prim —a la cual, por cierto, se trajo a México en calidad de «soldadera» de lujo—. Perdón: «soldaderas» se les llama aquí a las pobres mujeres que siguen a sus hombres en las campañas, vayan a donde vayan, con todo y trastos de cocina y a veces hasta con un niño de meses que cargan en la espalda. Son mujeres que no temen el peligro y que en ocasiones toman también parte en los combates.
En fin, sea como fuere, el caso es que las concesiones de Prim propiciaron una serie de decisiones absurdas, por no llamarlas ridículas. Que la bandera republicana ondeara en La Soledad a la par que las tres banderas alidadas, es algo que jamás debió permitir Jurien de La Gravière. Tampoco vinimos aquí para intercambiar regalos con los juaristas, como sucedió cuando le enviamos a Uraga, o Doblado —no recuerdo quién: uno de los delegados de Juárez—, un cargamento de conservas y vinos franceses, y ellos correspondieron —salimos perdiendo, y cómo— con unas cajas de unos dulces muy desabridos que hacen con «camote», que es el nombre que tiene aquí la papa dulce, y unas barricas de un licor blancuzco, espeso como baba, al que llaman «pulque», con un olor nauseabundo que recuerda al queso descompuesto. Y es que no hay buenos vinos en este país: pocas cosas extraño tanto como esa merluza con salsa Bechamel que solíamos comer en casa de los Durrieu, acompañada con una botella de Chablis helado.
Perdón por la disgresión: si critico también a nuestros jefes, es porque cedieron a la nefasta influencia de Prim y a la de algunos de sus generales, como Milans del Bosch, que adoptaron en México una actitud paternalista. A ellos se debió que las fuerzas aliadas aceptaran iniciar negociaciones con Juárez, con lo que se le dio oportunidad a éste de decretar la ley draconiana que establecía la pena de muerte para todo mexicano que colaborara con nosotros. Lo que es más grave, se le dio tiempo así para organizar sus tropas, aunque la verdad sea dicha, esto último de poco le ha servido: aquí, en estas mismas Cumbres de Acultzingo desde donde te escribo, no hace sino unos días que derrotamos e hicimos correr a Zaragoza, el general republicano que nos espera ahora encerrado en Puebla. Aunque creo que hice mal en hablar de «tropas». Nunca he visto ejércitos más desharrapados en mi vida y con tan poca disciplina. Pero esto, me imagino, se debe a la «leva», al enganche forzoso, pues de otra manera no se podría formar aquí un ejército: ninguno de esos miserables campesinos disfrazados de soldados sabe por qué o por quién pelea. Es famosa aquí la carta que le envió un oficial mexicano a otro, en la que le decía «le mando un grupo de voluntarios encadenados» (!). También abundan los asesinos entre las filas mexicanas. O al frente de ellas, incluyendo a los que están de nuestro lado, como es el caso de Leonardo Márquez. Este temible general se ganó el apodo de «el Tigre de Tacubaya» porque en la población de ese nombre, cercana a la ciudad de México, hizo una matanza de médicos y enfermeros indefensos. Aparte de esto abundan los grupos de guerrilleros contra los cuales no sirve de nada que me haya yo quemado las pestañas en Saint-Cyr estudiando trigonometría y logística, pues como sabes, no soy de los afortunados que podrán aplicar aquí todo lo que aprendieron en los matorrales de Saigón. Te daré un ejemplo: existe aquí un arma de la que jamás habíamos oído hablar: la «reata», que es una cuerda larga con uno de sus extremos atado al fuste de la silla de montar, y que los mexicanos, acostumbrados a los «jaripeos», manejan con tal habilidad que desde distancias muy respetables pueden lanzar cualquier cosa, así sea un animal, un fusil o un hombre. Cuando se trata de un hombre, lo arrastran al galope sin la menor misericordia. Yo vi morir así, destrozado, a un cazador de África. Y es que, sin duda, las atrocidades que cometen los llamados «soldados» mexicanos no tienen parangón en la historia.
En fin, que no acabo de entender, te decía, a qué vinieron nuestros aliados. Hasta aquí llegó el eco de la protesta hecha en Madrid por un diputado que dijo en las Cortes que si los españoles no tenían nada que hacer aquí, entonces para qué habían venido y que si sí tenían algo que hacer, entonces para qué se iban. El caso es que tanto ellos, como los ingleses, dieron como pretexto principal algo que sabían desde siempre: que las intenciones de Francia eran las de establecer aquí una monarquía. Que tengan buen viaje. Adiós, Conde de Reus, adiós Marqués de Castillejos. Me cuentan que el nombre de Prim tiene tanto prestigio —hay quien lo compara a Murat—, que hasta sus enemigos lo veneran, así en El Rif como en las Montañas de la Luna, donde las madres callan a los niños con sólo mencionarlo, como si fuera el del coco. Pues bien, yo te lo aseguro, hermano: dentro de unos años, ningún mexicano sabrá quién fue ese catalán presuntuoso.
A fin de cuentas, los acontecimientos nos han favorecido, aunque confieso que he encontrado algunas contradicciones. Hubo un momento en que se supo, no sé cómo, que De La Gravière había recibido una carta secreta de nuestro emperador, en la que se afirmaba que el partido monarquista mexicano se levantaría en armas en cuanto llegaran las tropas aliadas, para ponerse de acuerdo con ellas. Sin embargo, comienzo a dudar que existan tantos partidarios de la monarquía como dicen que hay, aparte de ese montón de desharrapados de los que te decía, a muchos de los cuales ha rechazado Lorencez. Pienso ahora que quizás tiene razón Wyke, el inglés, quien desde antes que se filtrara la carta secreta afirmó que la mayoría de los ciudadanos mexicanos (o al menos los ilustres, supongo) son republicanos. Aun así, estoy convencido de que sólo una monarquía podrá arrancar a este país de la barbarie, y me ha alegrado saber que el Archiduque Maximiliano ha aceptado en principio el trono de México ya que otros candidatos, como el Infante Don Sebastián, no me inspiraban la menor confianza. Lo que no me imagino es cómo podrá lograrse, en este país de analfabetos, el «consenso nacional» que exige el Archiduque para la aceptación final.
Te diré por otra parte que, a falta de adeptos a una monarquía, sobran aquí los que al igual que Prim se sueñan emperadores o al menos aspiran a un título de nobleza, como el General Santa Anna quien según dicen está dispuesto a apoyar la intervención y el Imperio con tal que lo nombren «Duque de Veracruz». Santa Anna es el general que ha sido varias veces Dictador de México, el mismo que perdió una pierna cuando el Príncipe de Joinville atacó San Juan de Ulúa y que después la enterró con gran pompa. Recordarás, seguramente, el cuadro de las Tullerías que ilustra la «Guerra de los Pasteles», ¿verdad? Aunque te voy a decir: no todos los mexicanos tienen plumas como allí los pintan. De hecho no he visto a ninguno, y sólo espero ver hombres emplumados si me mandan a Durango o Sinaloa, donde al parecer hay algunas tribus apaches que tienen la mala costumbre de coleccionar cueros cabelludos.
Las cosas se complicaron aún más con la llegada a Veracruz del General Almonte, y de nuestro propio ministro en México, el Conde Saligny. De Miramón nos salvaron los ingleses, que supongo no le han perdonado el robo a la legación inglesa: en cuanto intentó poner un pie en Veracruz, lo arrestó el Comodoro Dunlop y lo despachó a Nueva Orleáns o a La Habana, no sé dónde. Pobre General Miramón: venía furioso por los desaires que dice sufrió en París por parte del emperador, debido a las maniobras y las intrigas del General Almonte. Sin duda el bastardo hijo del Cura Morelos es una persona culta y refinada, pero comparte con sus compatriotas muchos de sus defectos y en especial de aquellos que se han pasado veinte años fuera de su país. No hace mucho, por ejemplo, Almonte se oponía furiosamente al establecimiento de una monarquía en México, y sobre todo a traer un monarca extranjero. Y helo ahora como abanderado del Imperio Mexicano, lleno de ínfulas, aspirando incluso a ocupar la Regencia mientras llega el Archiduque, y aureolado por el escándalo ya que, según se dice, es de los que apoyan la idea de crear un protectorado francés en Sonora y, aunque ésta es una idea que yo considero beneficiosa para ambos países, es rechazada por muchos de los propios conservadores mexicanos.
Para colmo, un grupo de mexicanos declaró desconocer al gobierno de Juárez y nombró Jefe de la Nación a Almonte, quien dijo aceptar «con la eficaz colaboración de las fuerzas francesas». Prim y Wyke —esto fue cuando les colmó el plato— pidieron su expulsión, y nosotros nos opusimos. Pero por lo visto, Almonte intriga contra quien puede, como lo hizo desde un principio contra La Gravière, diciendo que el almirante le pedía consejo a Prim y a Wyke en lugar de solicitarlo a Saligny. Si fue así, me alegro, por incorrecto que hubiera sido, porque Saligny —que siempre está ebrio o lo parece, y de un humor de los mil diablos— es un tipo no sólo siniestro, sino incompetente. Nuestra verdadera misión aquí, y eso ha quedado ya bien claro, no es la de saldar cuentas o cobrar viejas deudas, sino la de regenerar a este país. Pero el bruto de Saligny no lo entendió así, y siguió insistiendo en el malhadado asunto de los bonos Jecker y en el castigo de los que supuestamente intentaron asesinarlo en México. A la ineptitud y la necedad de Saligny se debió también en gran parte la contradicción creada por el tratado de La Soledad, ya que al reconocer éste al gobierno de Juárez como el legítimo de México, de fuerzas expedicionarias en un país carente de gobierno al que habíamos venido para implantar la ley y el orden, nos transformamos de la noche a la mañana en un ejército invasor, en tratos con un gobierno reconocido por nosotros mismos. No quedaba, pues, otra alternativa que declarar la guerra, y se puso en duda la autoridad de Lorencez para hacerlo, ya que según la legislación internacional (se citó a Henry Wheaton), ese derecho «pertenece, en toda nación civilizada, al supremo poder del Estado». De todos modos, La Gravière y Saligny se dedicaron a buscar una escaramuza que les proporcionara el casus belli. La encontraron, y declararon la guerra al gobierno de Juárez. En su retirada de Córdoba a Orizaba, la retaguardia francesa se topó con un pequeño destacamento de soldados mexicanos que bloqueaba el camino en las cercanías de un lugar llamado Fortín. Aunque los mexicanos huyeron, fueron perseguidos por nuestras tropas. Me pareció un poco triste ese comienzo de campaña, no sólo por la insignificancia de un encuentro que se antojaba innecesario, sino también porque con la «batalla de Fortín» se inició el derramamiento de sangre: cinco mexicanos perecieron bajo los sables de los cazadores de África. Hay cosas que tendríamos que vigilar con más atención: es cierto que fue un batallón de sudaneses, y no de franceses, el que se dedicó a hacer tropelías en Veracruz cuando el grueso de nuestras tropas se trasladó a Orizaba y La Soledad; pero todos se amparan bajo el prestigio de la bandera triunfante de Sebastopol y Solferino.
Y ahora, para no fastidiarte con tantas cuestiones de política, te contaré algunas de las cosas que más me han llamado la atención. Por principio de cuentas, te diré que desembarcar no fue ningún alivio, aunque no deja de tener interés la vista de los muros rojos y negros del baluarte de Ulúa, y lo mismo la intensa verdura de la —por eso mismo llamada— Isla Verde, donde por unos cuantos centavos se pueden comprar unos espléndidos corales. También en la Isla de Sacrificios. Pero llegar a Veracruz, carísimo hermano, es llegar al infierno del Dante. Si es allí donde va a desembarcar el futuro Emperador, se llevará una decepción. Desde el mar, el puerto parece las ruinas de Jerusalén, con la diferencia que está muy lejos de ser una ciudad santa. De rica tampoco tiene nada, a pesar de que su nombre original es Villa Rica de la Vera Cruz (o sea de la Verdadera Cruz). Las calles están sin pavimentar, y excuso decirte cómo se ponen cuando llueve a torrentes, o sea cuando lo que aquí llaman un «aguacero». Un compañero me dijo que sólo había visto más lodo y más suciedad en los peores días de Pehtang, hace casi dos años, recién desembarcados nuestras tropas en el norte de China. Toda la ciudad es una inmensa cloaca. La «alameda», o parque central, está en ruinas, y rodeada de pantanos fétidos y, cuando no hace un calor insoportable, sopla un viento huracanado al que llaman «norte», que inunda la ciudad de arena: hasta en el Paseo de Malibrán, que es uno de los más decorosos, uno tiene que caminar con la arena a las rodillas, y claro, usar gafas especiales para no acabar ciego. Esto, para no hablarte del «pinolillo», un insecto que produce unas picaduras terribles. Por cierto, antes de que se me olvide, quería pasarte un dato curioso: un periodista inglés que nos acompañó en el barco, y que se pasó el viaje bien «groggy» y no por el mareo, sino por las grandes cantidades de ginebra que ingería, me dijo que la Isla de Sacrificios —que junto con la Fortaleza de Ulúa y la Isla Verde forma la riada triangular del puerto— no se llama así porque allí sacrificaran a nadie, sino porque era el lugar de los peces sagrados, los «sacred-fish». Ve tú a saber si es verdad. Volviendo a las calles de Vecracruz (aunque nunca quisiera volver a ese infecto lugar) lo que más me impresionó es el gran número de aves de carroña, los «zopilotes», que andan por todos lados, y a quien nadie molesta porque los protege la ley: son ellos los encargados de limpiar la basura que los habitantes tiran a la calle. Se ve también, con frecuencia, los cadáveres de caballos o asnos a medio pudrir. Aunque quizás más que verse se adivinan por su hedor, pues por lo general están materialmente cubiertos por un hervidero de alas negras. A esto se agrega un enorme bochorno, y el azote de esa región, que es una de las más insalubres del mundo: la fiebre amarilla, endémica, que ha comenzado ya a hacer estragos en nuestras tropas —a Veracruz lo llaman el «Jardín de Aclimatación»: si sobrevives en esa ciudad, sobrevives en cualquier lugar de México—. Los hospitales están llenos y me apena pensar en esos pobres enfermos y médicos que además tienen que soportar el olor del azufre quemado con el que se espanta a los moscos. A esto se agregan el paludismo y otras enfermedades comunes en las tierras calientes. El Doctor León Coindet, médico en jefe de los hospitales de Veracruz, me mostró una vez una larga lista de pacientes de los más diversos rangos y razas —lo mismo un tambor zuavo que un caporal de los cazadores a pie o un coronel de Batallón de África— que padecían disenterías, fiebres terciarias o comatosas, tifoideas. Se dice en México que a los fumadores no les da tifo. Ignoro si sea verdad, pero desde que me lo contaron no me despego de mi pipa. He encontrado muy buen tabaco en México, y a veces le agrego liquidámbar, como lo hacía Moctezuma —por cierto, aquí escriben así el nombre del emperador azteca y no Montezuma, de la misma manera que dicen Cuauhtémoc y no Guatimozín—. Otras veces, combino el tabaco con vainilla. Es la misma vainilla con la que siempre hemos perfumado el chocolate en Francia, por supuesto, pero siendo tan delicada y fina, yo jamás me imaginé que fuera el producto de una orquídea originaria de un trópico salvaje que pareciera inventado por Bernardin de Saint-Pierre. A propósito de tabaco: no sé cómo se las arreglaron para conservarlas durante el viaje —y supongo que procedían de Cuba—, pero el caso es que venían, en un barco francés de los que llegaron a Veracruz, muchas flores de flamboyán y a los oficiales se les ocurrió desembarcar llevando cada uno, prendida a la casaca, un ejemplar de esas hermosas flores color de fuego. No pude menos que pensar en Jean Nicot —como bien sabes, uno de los que llevaron el tabaco de América a Europa—, quien se paseaba por las cortes europeas con una flor roja, la flor de la planta del tabaco, también prendida a su pecho. Pero te contaba de la fiebre amarilla o vómito negro, como también se le llama: gracias a que pudimos trasladarnos a tierras templadas, se evitó que se repitiera la tragedia de la expedición de Leclerc a Haití, donde más franceses murieron de fiebre amarilla que a manos de los negros de Toussaint L’Ouverture. Aunque te diré, mi querido Alphonse, que no sólo las enfermedades tropicales afectan y matan a nuestras tropas, sino también otras tan antiguas como el más antiguo oficio de la humanidad, y que, si existen en México, es porque llegaron de Europa junto con los conquistadores. O al menos eso dicen los americanos. Un ayudante del Doctor Coindet, cuya palabra no puedo poner en tela de juicio, me afirma que muchos de esos pacientes que abarrotan nuestros hospitales y que son más de los que puedas imaginar están internados a causa de enfermedades venéreas. La principal, la sífilis. Y que el tratamiento tanto con calomel como con vapores de mercurio, resulta con frecuencia ineficaz. Esto me ha cohibido de tener relaciones con las aborígenes entre las cuales, cuando uno se acostumbra a las características de la raza, hay algunas a quienes podría llamarse bonitas. No falta tampoco en Veracruz un burdel con prostitutas irlandesas, pero yo siempre preferí (en lo posible) serle fiel a mi adorada Claude, y cuando tenía una noche de asueto ponerme a jugar al monte después de cenar en el Diligencias. Éste es, por cierto, el único hotel en todo Veracruz que puede llamarse así, y donde más o menos se obtiene una comida pasable por unos cinco francos. Por lo demás, la cocina, aquí, es repulsiva y sobre todo en esa especie de figones que llaman «fondas». Todo está materialmente nadando en grasa y es demasiado picante. Los aztecas tenían que cumplir con una especie de confesión pagana y en ocasiones los sacerdotes les imponían como penitencia que se atravesaran la lengua con unas espinas largas (de una planta que llaman «biznaga»). Esa sensación tuve yo, querido hermano: la de tener no sólo la lengua sino el paladar atravesado con espinas, la primera vez que probé el chile o ají, el capsicum.
Ahora que, si la civilización no ha llegado a Veracruz, no cabe duda que la incivilización se extiende mucho más allá del puerto. Las carreteras están también en un estado deplorable, y como la bendición del camino de hierro se limita a un ferrocarril para dos o trescientos pasajeros que recorre una distancia no mayor de cincuenta kilómetros —de Veracruz a Camarón, según tengo entendido— la mayor parte de los viajeros se ve obligada a trasladarse en las «Diligencias de la República» pintarrajeadas como carretas de circo, y que parecerían estar construidas usando como modelo las berlinas de los tiempos de Luis XV. Deberíamos ya empezar a llamarlas «Diligencias del Imperio»… (¿te acuerdas, Alphonse, del famoso libro de cocina de Viard que tantas veces cambió de nombre, y que dejó de llamarse «El Cocinero Imperial» cuando cayó Bonaparte y subió al trono Luis XVIII para ser «El Cocinero Real», y, a la caída de Luis Felipe y la instalación de la Segunda República «El Cocinero Nacional»? Dime: ¿existe todavía? ¿Se llama ahora de nuevo «El Cocinero Imperial?»). Pero volvamos a las diligencias: en ellas, y como te decía, los viajeros sufren toda clase de incomodidades y sobre todo los brincos y bamboleos causados por un infinito número de hoyancos, a lo que se agrega la terquedad de las mulas que vuelve aún más lento el viaje, ya que sólo obedecen a pedradas. No es raro ver a un conductor bajarse de la diligencia para volver a surtir su provisión de proyectiles. Incluso muchos peatones, sobre todo los muchachos, contribuyen apedreando a las pobres bestias, cuando pasa la diligencia. Y por si fuera poco, el país está infestado de bandidos y asaltantes —hablo de los que se atreven a llamarse así, y no de los que se disfrazan de «soldados». Cuando uno viaja por primera vez por estas regiones, llaman la atención unas cruces de madera colocadas aquí y allá, a la orilla del camino. Me han dicho que cada cruz representa a un viajero asesinado en ese lugar. No faltan, claro, los detalles pintorescos, aunque también lúgubres: en algunas partes, no lo vas a creer, el kilometraje no está marcado con postes o piedras miliares, sino en una calavera de vaca ensartada, por el hueco de un ojo, en la rama de un árbol.
Aunque me encanta aprender cosas nuevas, la lejanía y el enfrentarme a costumbres tan distintas a las nuestras, me causa, a veces, una verdadera nostalgia. Te recuerdo mucho a la hora del ajenjo, el cual, por desgracia, ha escaseado en los últimos días. Qué quieres: no puedo evitar el imaginarte, sí, a ti, feliz mortal, dandy de Jockey Club, con patillas a la austríaca y con tu monóculo cuadrado y guantes amarillos estilo Morny leyendo esta carta, en el Tortoni, también acompañado por un ajenjo, sonreír y dejarla a un lado para planear tu itinerario… ¿a dónde piensas ir esta noche, Alphonse? ¿A la Brasserie des Martyrs, con Honoré Daumier? ¿O al Brébant con alguna dama de polendas?
Para mi consuelo, el hielo abunda en este país. No sólo del Popocatépetl (impronunciable nombre) que desde los tiempos de Moctezuma surtía a la ciudad de México, sino también el que viene de los barcos de Nueva Orleáns. Y bueno, qué más te puedo decir: existen otras compensaciones, desde luego. El alojamiento es una de ellas. Yo vivo en la casa de una familia mexicana adinerada, que me trata con frialdad pero me atiende bien, y que tiene una sirvienta que es un genio para planchar uniformes. Muchas de nuestras tropas han sido alojadas en los conventos confiscados por el gobierno de Juárez, lo cual no deja de ser una ironía, pues se supone que entre otras cosas —o al menos lo suponen Gutiérrez Estrada, Almonte y sus secuaces—, vinimos aquí para restaurarle a la Iglesia sus propiedades y su poder. Pero uno se acostumbra pronto a ver los templos convertidos en bodegas y a la vista de confesionarios que revientan de cajas de coñac, o de Cristos crucificados entre montañas de balas de algodón. Pero una cosa es ser católico y otra muy distinta ser un fanático. Los cabecillas conservadores que se han agregado a nuestro ejército al grito de «Viva la Religión», del cual desde luego no nos hacemos eco, no han entendido que la grandeza de la intervención de Francia en México consiste en que combina dos grandes tradiciones: la napoleónica de las glorias militares, y la de la política liberal emanada de la Revolución Francesa.
La magnificencia de la vegetación tropical, por otra parte, es impresionante. Las frutas, toda una lujuria. Tú también, a veces, me envidiarías si me vieras descansando, bajo una bóveda de verdura formada por lianas y helechos, hojeando «Las Campañas de Italia» de Von Clausewitz, y devorando una «guanábana». Bueno, sé que Clausewitz no te interesa. Pero a ti, que eres un gastrónomo, Alphonse, te encantaría la «guanábana», que es una fruta de pulpa blanca y dulce, perfumada, de sabor único (que yo conocí primero en Las Antillas) y con la que se hace aquí un sorbete o «nieve» que se come, imagínate qué delicia, usando en vez de cuchara una hoja de naranjo.
Querido hermano, ya cumplí con mi deber de informarte. Como te decía en un principio, espero que mi próxima carta esté fechada en Puebla, que según me han asegurado está llena de reaccionarios, y por lo mismo esperamos que nos reciban con flores y arcos triunfales tras una resistencia convencional que salve el honor de la ciudad. Confío que ya te esté pasando la fiebre de las ideas socialistas que no te van a llevar a ninguna parte (no te enojes, es un consejo desinteresado) y que podrían perjudicar a la familia. Por cierto, no se te olvide llevar flores a la tumba de mamá. Sus preferidas eran las magnolias. Si no deseas ir al Père Lachaise solo, pídele a Claude que te acompañe. Ella iba siempre conmigo. Ah, y dile a mi adorada Claude que le he comprado un abanico que hacen aquí con las alas de un hermoso pájaro llamado «espátula». En ella lucirá mucho mejor que en las manos de esas negras veracruzanas con dientes de oro, que se pasan el día fumando puros y bebiendo chocolate y vasos de agua helada. Y también eructando como señal de cortesía (yo pensaba que sólo lo hacían los chinos y los beduinos). Deseando, pues, que te encuentres bien de salud, se despide de ti con un abrazo tu afectísimo hermano,
JEAN PIERRE.