2. El Archiduque en Miramar

El Archiduque Maximiliano se encontraba esa tarde tranquila y soleada en el Salón de las Gaviotas del Castillo de Miramar en las cercanías de Trieste, la vieja ciudad en cuya catedral, San Justo, fueron sepultados tantos pretendientes carlistas que nunca realizaron su sueño de ser reyes de España. El Archiduque estaba de pie junto a un atril que sostenía un mapa de la República Mexicana montado en cartón. A un lado, en una mesa, había una pequeña caja de laca con incrustaciones de plata, llena de alfileres marcadores.

Miramar, o Miramare en italiano, se llamaba así, por supuesto, porque miraba al mar: al Adriático, que quizás es el más azul de todos los mares, aunque se antoja de un azul cuajado y frío. Un día, cuando Maximiliano viajaba a bordo del buque de guerra «Madonna della Salute», tuvo que buscar refugio, ante la inminencia de una tormenta, en la Bahía de Grignano, donde pernoctó en la humilde casa de Daneu, un pescador. Allí, en un promontorio decidió Maximiliano edificar el palacio de sus sueños, y le encomendó los planes y la obra al arquitecto Cario Junker, quien inició la construcción en marzo, 1856. Fue éste el mismo castillo a cuyas torres blancas se refería el poeta Carducci, como enfoscadas por nubes que llegaron con el vuelo de ángeles siniestros. De estirpe romántica en su estilo, se considera a Miramar como uno de los ejemplos más singulares y completos «di residenza principesca del pieno Ottocento»: de residencia principesca de pleno siglo XIX… El Archiduque cogió un alfiler de cabeza plateada y lo clavó en el lugar del mapa correspondiente al estado de Sonora.

«Sonora. Si Herr profesor me permite una broma, yo puedo… ¿yo podría…?».

«Sí, Su Alteza: yo podría, tú podrías, él podría…».

«Yo podría —continuó el Archiduque— decir que el nombre de Sonora es sonoro por la mucha de la plata que tiene, y que la quiere Napoleón. Pero no se la daremos. Es para nosotros los mexicanos». Y la habitación donde estaba el Archiduque era conocida como «La Sala dei Gabbiani»: «La Sala de las Gaviotas», porque en el cielorraso había pintadas docenas de gaviotas en vuelo. Cada una sostenía un listón con el pico, y en cada listón estaba inscrita una leyenda en latín. Había también dos cuadros, de Geiger, que describían el primer viaje de Maximiliano a Esmirna. En la misma sala, sentada en un canapé, absorta en un bordado de punto de cruz que ilustraba el yate «Fantaisie» anclado en la Isla de Madeira, estaba la Archiduquesa Marie-Charlotte, o María Carlotta como se había hecho llamar desde que fuera Virreina de las provincias de Lombardía y Venecia. Quizás, de todos los proverbios latinos imaginables —desde Gaudet tentamine virtus hasta Tempus omnia revelat—, el que no debió faltar fue aquel que el Canciller Metternich aplicó siempre en su política, porque la grandeza de la Casa de Austria: Divide et impera: Divide y reinarás.

Y de pie, vestido con una levita de color gris oscuro, pantalones azul claro, corbata blanca y chaleco de terciopelo pajizo, estaba un hombre de rasgos mestizos, con espejuelos, de mediana estatura, cabello negro y rizado: Herr profesor, como le decía el Archiduque, o Monsieur le professeur, como le decía la Archiduquesa.

«Pero en todo caso, Madame —y “madame” era a su vez una de las varias formas con las que Monsieur le professeur se dirigía a la Archiduquesa—, en todo caso pienso que usted quizás debería quitarle una de las “tes” a su nombre, y de ahora en adelante escribirlo en la forma castellana, Carlota, con una “te” nada más».

La Archiduquesa levantó los ojos del bordado y sonrió a Monsieur le professeur.

«Es una bella idea. Gracias».

Monsieur le professeur se inclinó y sus espejuelos resbalaron hasta la punta de la nariz.

«Sería un gesto que nosotros, los mexicanos, apreciaríamos muchísimo. Y ahora, sigamos, ah? con la conjugación: Nosotros podríamos, vosotros podríais, ellos podrían… ah?».

Herr profesor recorrió a grandes pasos el salón, con los pulgares en los bolsillos del chaleco, y se acercó a la inmensa ventana que daba al Adriático. Maximiliano y su amigo Junker se habían puesto de acuerdo: no habría habitación, en todo el Castillo de Miramar, que no mirara al mar. Una de las ventanas tenía tres secciones, con cristal de diferente color cada una: así, el Adriático aparecía de un azul morado subido a través de una, de un rosado-lila si se le contemplaba desde la segunda, de un verde pálido visto por la tercera. El profesor se acercó al Archiduque y contempló el mapa. Maximiliano tenía otro alfiler de cabeza plateada en la mano. Herr profesor señaló un lugar del mapa cerca de la capital.

«Y no sólo Sonora tiene plata, Don Maximiliano —dijo— sino que aquí, ah? están otras de las minas más ricas del mundo: las de Real del Monte».

Maximiliano clavó el alfiler. El profesor reanudó su paseo.

«Aunque para ser honestos —continuó— habrá muchos de mis compatriotas que no se darán cuenta del cambio. Me refiero a Carlota con una sola te, porque por desgracia, son muy pocos los mexicanos que sabemos leer y escribir, ah?».

«Davvero?», exclamó el Archiduque a su vez levantando la mirada del mapa.

«Davvero, Don Maximiliano, se dice: ¿de verdad? Y desafortunadamente, ah? es verdad. Ahora continuemos: yo podría, tú podrías…».

La Archiduquesa dejó a un lado el bordado y desplegó un abanico.

«Io creo que esos son… ¿Comment dis-tu, Max?… Des inventions? Des mensonges?».

Monsieur le professeur sacó un pañuelo rojo del bolsillo de su levita y se enjugó el sudor de la frente.

«Patrañas, Madame, ah? Calumnias, mentiras».

«Sí, io creo que son mentiras, Monsieur le professeur, patrañas io creo que hay muchos de los mexicanos que saben leer. Pero no fue nuestra intención decir que Monsieur le professeur diría mentiras…».

«Que el profesor dice mentiras, Madame. Por otra parte… ¿me permiten Sus Altezas sentarme por un minuto? Gracias, ah? Por otra parte yo diría, si se me perdona la redundancia, ah? yo diría mentiras, tú dirías mentiras, él diría mentiras, nosotros diríamos mentiras, vosotros… en fin, que yo preferiría…».

El Archiduque sonrió.

«Quizás Herr profesor preferiría un poco de vino. Nada mejor en un día cálido que un vino fresco… pétillant… Sírvase el profesor por él mismo, a piacere —agregó Max señalando un rincón de la sala—. Hay también de las galletas irlandesas que me envió el governatore de Gibraltar. Mojodas en vino à l’anglaise, son una esquisitesa».

«Una delicia, Don Maximiliano».

«Ah, ¿ya las ha probado Herr profesor?».

«No, no, es que… es decir, sí, sí las he probado. Son en efecto una… una squisitezza».

Herr profesor se levantó y se dirigió a una pequeña mesa redonda, taraceada con madreperla, donde estaban el vino y las galletas.

«Bravo, sírvame un poco, per favore, y venga acá. Übrigens… a propos: dígame dónde se hacen en México los buenos vinos… Et toi, Charlotte, un peu de vin?».

«Non, merci».

Carlota tenía a su lado un vaso de naranjada. Herr profesor sirvió dos copas. Caminó hasta la mesa y le entregó una de ellas al Archiduque. Después, cogió un alfiler de cabeza roja.

«Aquí, en Parral —dijo, y clavó el alfiler— se producen vinos, ah? pero me temo que en México, Don Maximiliano, no existe lo que podría llamarse, yo podría, tu podrías, nosotros podríamos, vinos buenos de verdad, ah? Los tenemos que importar de Europa, junto con otras muchísimas cosas, como carbón de piedra, instrumentos de música, jabón, armas, papel, vidrio y toda clase de comestibles. La estación calurosa suele ser muy larga, y como resultado, hay un exceso de azúcar en la uva…».

«Es ist Schade, profesor: it’s a pity…».

«Y salen capitosos… Imposible compararlos, pues, con los vinos franceses o italianos…».

«O con los alemanes del Rhin —dijo el Archiduque alzando su copa— Am Rhein, am Rhein, da wachsen unsere Reben… Salute!»

«Le comparazioni sono tutte odiose», terció la Archiduquesa.

«O con los alemanes, ah? —acordó Herr profesor—. A votre santé, Don Maximiliano. Con el permiso de usted, Doña Carlota, ah? Verán ustedes: los dueños de las minas de Real del Monte, Don Maximiliano, son ingleses. El propietario de todo el algodón que exporta México es un español, José Pío Bermejillo, o algo por el estilo. Mmmmm… qué vino tan excelente, ah? ¿Cómo dijo que se llamaba? Con esto quiero decir que las riquezas de México están en manos de… Sus Altezas no se ofenderán: ustedes no serán extranjeros en mi país. Ya no lo son… las riquezas, decía, están en manos de extranjeros… ah?».

«Fierro, Herr profesor. México tiene fierro».

«¿Me permite Don Maximiliano tomar un alfiler?».

El Archiduque le extendió la caja. Herr profesor cogió un alfiler de cabeza negra y lo clavó en el mapa.

«Aquí, en Durango, Don Maximiliano, Doña Carlota, está un cerro de ciento ochenta y siete metros de altura, un kilómetro y medio de largo y tres cuartos de kilómetro de ancho, que se calcula es de fierro puro en un sesenta y cinco por ciento… Ah?».

«Haríamos nuestras propias armas —dijo el Archiduque— nuestro railway…».

«Haremos, Don Maximiliano. Yo haré, tú harás, él hará. Ahora que, si ponemos a un lado el algodón, la plata y el fierro, no creo que nos quede mucho que exportar, como no sean cueros de chivo y vaca, de los que cada año enviamos miles de pacas a los Estados Unidos… nosotros haremos, vosotros haréis… Y es que durante los trescientos años de la Colonia, ah? España no permitió que se creara en México ninguna industria que compitiera con las industrias de la Metrópoli, Su Alteza: ni viñedos, ni cría de gusanos de seda, ni teñido de pieles, nada… Por eso se enojaron tanto cuando el Cura Hidalgo y Costilla comenzó a plantar moreras… Ah, se me olvidaba, México produce también mucha cochinilla…».

«¿Cómo dice Monsieur le professeur?», preguntó la Archiduquesa, y cerró el abanico.

«Cochinilla. En italiano es cocciniglia, del latín coccinus, que significa escarlata. La cochinilla es un insecto muy prolífico, ah? que produce la laca y la cera de la China. Como la laca de esta caja —dijo Monsieur le professeur y levantó la caja de los alfileres—. Es decir, una de las especies. Otras producen colorantes, como la cochinilla mexicana, ah? que cuando se tritura a las hembras se obtiene un hermoso polvo de color carmín intenso, o grana, que sirve para teñir telas de lana, de seda, terciopelo».

«Y es come… la cocciniglia de Madeira, Herr profesor?».

«La misma, Don Maximiliano, pero es originaria de México. Sahagún la llamaba “sangre de tunas”… usted sabe, la tuna, ah? es el fruto del nopal, y el nopal, ah? es un cacto, y el cacto, ah? es…».

«¿Y se puede, Monsieur le professeur, pintar un manto imperial no con púrpura sino de la cochinilla?», preguntó Carlota.

«Eso es algo en lo que no había pensado, Su Alteza, pero… no veo por qué no… claro, sí, por supuesto. De todos modos, la púrpura también se saca de un animal… de la púrpura, del molusco. Sí, ¿por qué no? Ah? Lo único que me parece es que con perdón de Sus Altezas, pero sonaría extraño, en lugar de hablar de “la púrpura imperial”, hablar de “la cochinilla imperial”… ah? ah?».

El Archiduque sonrió. Herr profesor volvió a sentarse, esta vez sin solicitar la autorización de Sus Altezas.

«Podríamos, sí, ¿por qué no, ah? Pero ahora vamos a practicar este tiempo con un pequeño complemento: ir a México. Conjuge usted, Doña Carlota: Yo podría ir a México, tú podrías ir a México, él podría ir a México, ah?».

«Yo podría… pero no es una question, Monsieur le professeur…».

«Una cuestión, Madame».

«Una cuestión de si Io podría o no ir a México, porque Io voy a México, Max y yo vamos a México, ¿verdad, Max?».

«Por Dios, mia cara Carla, Charlotte, Carlotta: Herr profesor sólo desea dar un… essempio? Ein Beispiel?».

«Un ejemplo, Don Maximiliano. Pero yo podría dar otro ejemplo, por supuesto… ah?».

La Archiduquesa golpeó el abanico en su regazo.

«Ah? Ah? Ah? El profesor podría dar otro ejemplo, tú podrías dar otro ejemplo, Max, nosotros podríamos dar otro ejemplo…».

El Archiduque soltó una carcajada, dio un trago de vino y le dijo a Herr profesor:

«Como usted ve, mi princesa Carla tiene sentido del umore. Yo soy germano, tedesco, un uomo triste…».

«Un hombre».

«Un honbre».

«No, Don Maximiliano: un hombre…».

«No está… ben pronunziato?».

«Es que no es ene sino eme… hommmmbre».

«Hommbre. Hommbre».

«Perfecto. Hombre es además, en español, y tal vez sobre todo en México, una exclamación que puede expresar muchas cosas distintas, según la ocasión: sorpresa, alegría, incredulidad, ah? ¡Hombre, hubo un terremoto muy fuerte! ¡Hombre, cómo es posible que se haya muerto Fulano, hombre, qué pena!».

«Por Dios, profesor —dijo el Archiduque y tomó otro sorbo de vino—, sus essemp… sus ejemplos casi todos son más tristes que yo».

Herr profesor se atrevió a señalar al Archiduque con su dedo índice:

«Su Alteza tiene el don de las lenguas, y adelanta en forma pasmosa».

«Hombre, sí».

«Y también, como Doña Carlota, tiene mucho sentido del humor. Y ahora, regresemos a nuestro verbo. Yo podría poner otros ejemplos. Yo podría imaginarme a Doña Carlota que va al mercado a comprar chirimoyas, mangos y zapotes, que son algunas de las frutas más suculentas y deliciosas que encontrarán en México, ah? y otras más que seguramente Don Maximiliano tuvo ocasión de probar en su viaje al Brasil, pero también podría imaginarme a Sus Majestades hostilizados por la Iglesia mexicana y los ultramontanos, o imaginármelos sufriendo en sus viajes por los malos, malísimos caminos que hay en México… Con esto quiero decirles, ah? que yo podría, que todos nosotros podríamos limitarnos a hablar de las maravillas que tiene nuestro país, que son muchas, no lo puedo negar, y no mencionar nunca sus enormes defectos, así como los peligros y los azares que supone esta magna empresa. Pero eso, desde mi punto de vista, sería inmoral, ah?».

Carlota se impacientaba. Abrió y cerró el abanico varias veces.

«Monsieur le professeur está sólo para enseñarnos español, y no otras cosas… C’est à dire…».

«Laissez-le parler, Charlotte. Tenemos mucho que aprender, no sólo español. Yo podría decir… ¿es correcto, así?».

«Sí, Don Maximiliano».

«Yo podría decir que Herr profesor, quelquefois… a veces parecería un enviado de Juárez para convencernos de no ir a México».

«Nada más lejos de mi ánimo, Su Alteza».

«Hemos sido visitados por un mexicano, el Señor Terán, que lo mandó el presidente, para convencernos de no ir».

«Juárez tiene miedo, Su Alteza».

«Y este cónsul americano en Trieste. ¿Cuál es su nombre, Carla?».

«Hildreth».

«Ah, sí, Mister Hildreth. Charlotte ha tenido que negarse, que decir que está malade, para no verlo. No quiere que vayamos a México, tiene esa idée fixe».

Monsieur le professeur volvió a enjugarse la cara con el pañuelo.

«Él no expresa su opinión personal, sino la de su gobierno, Don Maximiliano».

«Le presentaremos, ¿verdad, Carla?, a Don Francisco Arrangóiz y a Monsieur Kint de Roodenbeek para convencerlo… Y dígame, Herr profesor: ¿no es usted un republicano en el fondo?».

«Yo, Su Alteza, soy monárquico, ah? Pienso que la monarquía es lo único que puede salvar a mi país del caos. Pero la clase de monarquía que deseo para México es muy distinta de la que quieren y esperan otros emigrados, ah? como Don José Gutiérrez Estrada y Don José Manuel Hidalgo. Aunque en realidad yo no soy un exilado. Soy sólo un hombre de ciencia que ha vivido en Europa unos años para completar su educación. Sus Altezas, con su perdón, deberían: yo debería, tú deberías, él debería, nosotros deberíamos, vosotros deberíais, ellos deberían, ah? estar conscientes que la monarquía liberal deseada por la clase ilustrada de mi país y por el emperador de los franceses, no es la clase de monarquía que esos señores, ah? con todo el respeto debido a sus personas, aspiran para nuestro país. Tampoco el clero de México, ah? Tampoco el partido monárquico mexicano, si es que existe, porque me permito ponerlo en tela de juicio…».

«¿Come dici…?».

«Poner algo en tela de juicio, Don Maximiliano, es dudar de ello. Y creo que ustedes podrían poner en tela de juicio las exageraciones y ditirambos del Señor Gutiérrez Estrada…».

«Monsieur le professeur, je vous interdit… le prohíbo…».

«Laissez-le parler, Max…».

«¿Podríamos… rinfrescare?».

«Refrescar, Su Alteza…».

«Refrescar la conversación con un otro vaso de vino? ¿O quizás Herr profesor preferiría tomar el viento del mar? ¿Tú quieres, Charlotte?».

Carlota prefirió continuar con su bordado.

«¡Vamos, mi cara Carla, meine liebe: Frisch auf! Cheer up!»

En el bello reloj Luis XIV con festones de madera labrada que estaba en un rincón de la Sala de las Gaviotas, eran las dos y cuarto de la tarde. Max cotejó la hora con su reloj y salió.

De pie en el pequeño muelle de Miramar, frente al azul Adriático, Maximiliano acariciaba la cabeza de la esfinge labrada en piedra que había llevado de Egipto.

«Herr profesor, dígame: Il y a… hay, en el tesoro imperial mexicano, de Iturbide, o de los virreyes espagnoles cosas como tenemos en Viena… la corona de… des Heiligen römischen Reiches?… ¿Santo Imperio Romano?… ¿la que perdió la piedra de la sabiduría? ¿O la corona imperial de Rudolph II, el orbe del Emperador Matthias? Ah, Herr profesor, tantas cosas bonitas históricas como la espada de ¿Charlemagne? ¿Carlomagno? que le regaló el Califa Harún al Raschid… ¿tienen, en México?».

«No, no, me temo que en México, Don Maximiliano, no tenemos ninguna espada de Carlomagno, ah? Y en cuanto a joyas que hayan quedado del Imperio de Iturbide, o de la época de los virreyes, yo no podría decirle nada… Miento, ah? ahora recuerdo que la espada del Emperador Iturbide está en la Sala del Congreso, sí, sí. Y la corona tal vez también… pero se me ocurre, Don Maximiliano, que las verdaderas joyas de México son los dones que le ha dado al mundo: el tomate, ah? el chocolate que su antecesora la Emperatriz Doña María Teresa puso de moda en Austria y la Emperatriz Eugenia en París, el tabaco, ah? la vainilla…».

«Bella idea… bella idea, Herr profesor…».

«Los hermosos árboles originarios de México, Su Alteza: los gigantescos ahuehuetes, el árbol del Tule… ah?».

«Ah, Herr profesor: io sono… soy un innamorato de la naturaleza…».

«Y las frutas de que le hablaba, Don Maximiliano: los mangos, las piñas, los plátanos que tanto elogió el Barón de Humboldt por su abundancia, ah? y por su valor nutritivo…».

«Ah, sí, sí, un innamorato…».

«Los miles de orquídeas, ah? Aunque le diré, ah? joyas religiosas sí hemos tenido, muy bellas, como la Custodia La Borda: una obra maestra de puro oro macizo, de vara y media de altura, con un disco, imagínese, Don Maximiliano, que tiene como cuatro mil quinientos diamantes, cerca de dos mil ochocientas esmeraldas, quinientos rubíes, más de mil ochocientos diamantes rosas… Tan sólo en el pie de la Custodia hay dos mil novecientas y pico de gemas montadas, ah? aunque mucho me temo que ahora, con el saqueo de las iglesias que han hecho los juaristas…».

«Bravo, bravissimo, Herr profesor: tiene usted una memoria prodigieuse!».

«¿Memoria? ah? No: es que yo la conozco muy bien, Don Maximiliano, la he estudiado: me precio de la amistad de Don Manuel de La Borda, hijo de Don José, un minero de Taxco que fue el hombre más rico de América en el siglo pasado, y quien mandó hacer la Custodia, ah? en honor de Santa Prisca… Por cierto, el hijo, Don Manuel, ha construido unos jardines bellísimos en Cuernavaca…».

«¿En cómo?».

«Cuernavaca, Don Maximiliano: Cuer-na-va-ca, a unas quince leguas de la capital, ah? bellísimos: con una vegetación lujuriante, miles de flores, y poblados por cientos de mariposas, loros, colibríes…».

«Y… y… ¿podría Io conocer los Jardines Borda?».

«Sí, sí, Don Maximiliano, no faltaba más: yo podría, tú podrías, él podría, Su Majestad podría, incluso, comprarlos…».

El Archiduque volvió la espalda a las aguas del Adriático para contemplar los Jardines de Miramar.

«Mire, mire usted, Herr profesor: cipreses de California, cedros de Líbano, abetos del Himalaya… a todos los mandé traer para adornar mis Jardines de Miramar. Pero si no puedo traer aquí árboles del trópico: ceibas, baobabs, paletuvios… io tengo entonces que ir al trópico… ¿Conoce usted estas líneas de nuestro poeta Schiller que dicen: io también nací en Arcadia? Pues así es, Herr profesor: Auch ich war in Arkadien geboren…».