«Su majestad: acabo de recibir de México noticias muy importantes. Los acontecimientos nos favorecen y pienso que la Intervención y el Imperio son ahora realizables. Quisiera comunicárselo al emperador».
«Su Majestad» era la Emperatriz Eugenia. Y el hombre que, según se dice le murmuró tal cosa al oído, era Don José Manuel Hidalgo y Esnaurrízar, un emigrado mexicano que vivió —y vivió muy bien, como bon vivant que fue— en Madrid y París entre otras ciudades del Viejo Mundo.
Se dice también que entonces Eugenia de Montijo dejó a un lado su costura, se puso de pie y se dirigió al despacho de su marido.
Su marido, Luis Napoleón, podía estar haciendo cualquier cosa en su despacho: leía quizás, como lo cuenta el Conde Corti, una carta del Rey de Siam. O pensaba en mil cosas distintas: en la vida de César que escribía en sus ratos de ocio. En que esa noche iba a jugar a la Lotería de los Animales Exóticos con Lulú, el principito imperial. O en la colección de medallas que el Duque de Luynes había prometido obsequiar a la Biblioteca de las Tullerías. O quizás en cosas más trascendentales, como el proyecto para el nuevo drenaje de París presentado por el Prefecto del Sena, o acaso en la política europea: hacía tiempo que la cuestión de Italia no le inquietaba ya más, pero tal vez pensaba en España. O quizás, por coincidencia, en México. O en los dos: En México y en España, porque en febrero de ese año del 61 había hablado en Compiègne con su amigo el primer ministro británico Lord Palmerston —quien diez años antes había provocado la ira de la Reina Victoria al aprobar, sin consultarla, el golpe de Estado de Luis Napoleón— de la conveniencia de derrocar a los Borbones. Palmerston, para quien todo Borbón valía un comino, deseaba colocar en el trono de Madrid al Rey de Portugal. Luis Napoleón, por su parte, anexaría a Francia la provincia de Navarra y quizás las Vascongadas. Pero la idea de crear en la América Hispánica un Imperio continental era, sin duda, mucho más seductora que mandar al exilio a Isabel II, y tratar así de emular con esta hazaña a su famoso tío. Con la ventaja de que, tranquilizada España con la reconquista de Tetuán —pensaba quizás, Napoleón—, podría convencérsela a participar en la regeneración de México, y de paso compensarla así por el papel de comparsa que había hecho en la expedición a la Cochinchina. De la buena disposición de Isabel II para acompañar a Francia en la empresa, Napoleón sin duda tenía ya algunos indicios porque ese mismo verano, en el Balneario de Vichy, había tenido también oportunidad de verse a solas, en secreto y no, con un Grande de España: el General Prim, Conde de Reus, héroe de Marruecos y Marqués de Castillejos.
Eugenia casi no cabía por la puerta del despacho. Y es que la Emperatriz Eugenia, olorosa siempre a pachulí, era famosa por la inmensidad de las crinolinas o miriñaques que, cuando se embarazó y con el propósito de disimular la cada vez mayor redondez de su vientre —la heureuse grossesse— habían crecido tanto y no sólo en amplitud, sino también en encajes, sedas y terciopelos, que pronto todo París y toda Europa imitaron a la «Reina Crinolina», como desde entonces fue conocida Eugenia, y de las anchurosas faldas hicieron una moda que sobrevivió, por muchos años, al nacimiento del principito imperial.
«Está aquí José Manuel Hidalgo», dijo la emperatriz, «y trae noticias de México».
Pero quizás y sin quizás, así la mente de Luis Napoleón estuviera muy lejos de México aquel día de septiembre en que, por estar en Biarritz de descanso bien podía darse el lujo de pensar en cosas triviales como por ejemplo en la próxima obrita que presentaría Violet Le Duc a los invitados de Compiègne —en la última el propio Lulú, de levita granate que le llegaba al suelo y pantalones de nanking había hecho el papel de un anciano sabio que en todas partes creía descubrir ruinas romanogalas— lo cierto es que esas noticias obligaron al emperador, desde ese momento y durante el resto de sus vacaciones, a pensar en México como nunca antes.
«Benito Juárez», había dicho Hidalgo, «acaba de suspender los pagos de deuda exterior».
Tan anchas, pero tan anchas eran las crinolinas de Eugenia, que un hombre, o hasta dos, podían ocultarse bajo ellas, de manera que Hidalgo y Esnaurrízar bien podía haber asomado la cabeza entre los pies y los bloomers de la emperatriz para darle la noticia a Luis Napoleón.
Si esto no sucedió así, porque es una fantasía, o, aun si no fue Hidalgo —y sueña entonces en sus Memorias— el primero que le dio esta comunicación al emperador y agregó que el representante francés en México Dubois de Saligny, y el inglés, Sir Charles Wyke, tras el ultimátum que le dieron a Juárez para derogar el decreto habían arriado sus respectivas banderas y roto las relaciones diplomáticas con México, y sí en cambio, fue el Quai d’Orsay en la persona de su ministro, Monsieur Thouvenel, el que se encargó de comunicárselo oficialmente al emperador, no tiene ninguna importancia. El caso es que durante su estancia en la «Villa Eugenia» de Biarritz Luis Napoleón supo, primero, que Juárez le ofrecía el pretexto para la intervención en bandeja de plata.
Segundo, que ahora podía contar también con el apoyo de Inglaterra. Y si Wyke era de la opinión de que México no era víctima de una tiranía y Juárez estaba muy lejos de ser un sátrapa, o si el propio ministro de Relaciones Exteriores británico Lord Russell pronosticara, como lo hizo, que una intervención en México tendría consecuencias trágicas, eso tampoco tenía importancia pues, como le dijo Hidalgo al emperador: «Sire, ahora tenemos lo que deseábamos: la participación inglesa. México, al ver los tres pabellones reunidos, sentirá todo el poderío de la alianza, y el país en masa proclamará la monarquía».
Tercero, Luis Napoleón no podía olvidar que el 12 de abril, también de ese mismo año 1861, había comenzado en Estados Unidos la guerra entre la Unión abolicionista y la Confederación esclavista y que por lo tanto ese país se vería imposibilitado de poner en práctica la Doctrina enunciada por el Presidente Monroe en los años veinte según la cual su nación se erigía guardián de todo el continente americano —«América para los americanos» era la esencia de la Doctrina—, y advertía que toda tentativa de las potencias europeas de intervenir en Hispanoamérica o de extender a ella sus regímenes políticos sería considerada como un peligro para la paz y la seguridad de los Estados Unidos. A esta Doctrina se había agregado la teoría del Destino Manifiesto que establecía el derecho que Dios le otorgaba a los Estados Unidos para extender a voluntad su territorio, teoría que la Divina Providencia reveló varias décadas más tarde y se manifestó por primera vez apenas a los dos años de haber surgido cuando, en 1847, a principios de la guerra en que México perdió la mitad de su territorio a manos de los Estados Unidos —equivalente a la sexta parte de la superficie de Europa— el general norteamericano Winfield Scott desembarcó en Veracruz al frente de tres mil hombres para decirle a los mexicanos: «Pensad que sois americanos, y que no es de Europa de donde habrá de venir vuestra felicidad».
En realidad, Eugenia fue en busca de Hidalgo y lo invitó a acompañarla al despacho de Luis Napoleón. Lo precedió con el frufrú de sus inmensas crinolinas. Tan anchas, pero tan anchas eran las faldas de la emperatriz de los franceses, que en una de las habitaciones de su departamento privado de las Tullerías mandó construir un montacargas para que, desde el piso superior y sin que se maltratara a su paso por las estrechas puertas de los cuartos de la servidumbre, la enviaran la ropa que deseaba ponerse. En el montacargas había un maniquí que varias veces al día subía desnudo al otro piso, y bajaba después vestido de pies a cabeza con el sombrero de plumas de avestruz, la faja de barbas de ballena, los miriñaques almidonados, la falda de brocado de Lyon bordada quizás con tulipanes y rosas de Damasco, las medias de seda, las ligas con filigranas de oro diseñadas por Froment-Meurice, las zapatillas con sartas de brillantes y los guantes de piel de Suecia que había ordenado la emperatriz.
«Cuéntele usted al emperador lo que me ha comunicado», le dijo al mexicano.
El Presidente Lincoln no era uno de los manifesdestinistes, como los llamaban en Francia: congresista por Illinois en ese entonces, se opuso a la guerra contra México. Pero, ya presidente, había declarado que su país no toleraría ninguna desviación de la Doctrina Monroe y por boca de Seward, su secretario de Estado, advertido a Europa que la Unión consideraría como ofensiva y hostil la creación de una monarquía en México. La validez o la invalidez legales, morales, históricas, políticas o imperialistas de la Doctrina que le permitía a Estados Unidos arrogarse ese papel sin haber consultado a las naciones involucradas, también le tenía sin cuidado a Luis Napoleón. Lo que ahora sabía es que, mientras hubiera en Chesapeake, Richmond o los Apalaches un solo soldado confederado —así estuviera con el uniforme hecho garras— que se defendiera de un soldado yankee —así fuera con un anticuado fusil de madera de arce como los que usaban los Texas Rangers— él, Napoleón III, podía seguir adelante con la aventura mexicana y sustituir el Destino Manifiesto por el Gran Designio napoleónico. No en balde Estados Unidos, había que reconocerlo, era ya una potencia temida en Europa como además de Tocqueville y de Raousset Boulbon lo había vaticinado el Marqués de Radepont, ex ministro francés en Washington que vivía en México y quien, además de tener su propio candidato para el trono mexicano —el Duque de Montpensier— advirtió que la política de los Estados Unidos en el continente americano era muy parecida a la política de Rusia en Europa, y que ésta se daría cuenta muy pronto que los norteamericanos eran ya dueños de La Habana y que se preparaban a enviar un contingente de infantes de marina a Santo Domingo, para ocuparlo.
José Manuel Hidalgo y Esnaurrízar dijo lo que tenía que decir. Luis Napoleón encendió un cigarrillo de tabaco lavado con té y miró a su mujer.
Cuarto, y ésa era otra cosa que era necesario tomar en cuenta, las crinolinas de Eugenia eran muy anchas y, si es cierto que bajo ellas podría caber un hombre, la emperatriz nunca tuvo que acudir a esta clase de subterfugios para ocultar a sus amantes por el simple hecho de que no los tuvo, o si los tuvo nadie se enteró, si bien hubiera sido más que justo en vista de las tantas veces que la engañó Luis Napoleón, aunque no con les grandes horizontales como llamaban en París a las prostitutas de gran categoría, porque para eso tenía a su disposición a varias de las esposas de sus cortesanos y altos oficiales a las que esperaba en las noches en su habitación vestido con una bata de seda magenta que tenía bordada en oro una abeja napoleónica, y nunca le faltaron princesas y duquesas o condesas como la Labéyodère y por supuesto la más famosa de todas ellas la Castiglione, quien junto con la Duquesa de Hamilton y la Duquesa de Pourtalés fue una de las mujeres más bellas de su época y quien además de haber compartido el lecho de Víctor Emmanuel, Rey del Piamonte y de Cerdeña, y de haberse entregado un día a un viejo lord por un millón de francos, fue enviada a la corte de Luis Napoleón por el Conde Cavour para seducir al emperador francés y convencerlo de que ayudara a Italia en su lucha por la unidad.
Y es que Eugenia había nacido para ser varias veces fiel. Fiel a sí misma: «Jamás desempeñaré el trabajo de una La Vallière», le escribió a la Baronesa Beyens refiriéndose a la famosa amante del Rey Sol, cuando le contó que Luis Napoleón quería llevársela a la cama antes de casarse con ella. Fiel después a su marido. Y por último fiel a la dinastía Bonaparte: admiraba con delirio al primer Napoleón y le agradecía al cielo haber venido al mundo el día exacto en que se cumplían cinco años de la muerte del Gran Corso en la Isla de Santa Helena. Y esto, ser fiel a todas horas del día y de la noche, debió resultarle muy aburrido a Eugenia. La emperatriz necesitaba un amante que sustituyera a su bibliotecario Saint-Alban quien con tal de distraerla se sacaba de los bolsillos toda clase de chucherías, dulces, sellos de correo, cajitas de rapé, canicas. Un amante con el cual hablar por medio del alfabeto de gestos que ella misma había inventado para comunicarse con las señoritas Marión y De Larminat. Un amante, en fin, que la acompañara en el tedioso paseo de todas las tardes al Bosque de Boulogne o a visitar los grandes almacenes como La Compagnie des Indes en la Rue Richelieu o la Casa Worth en la Rue de la Paix donde su modisto favorito tenía una serie de maniquíes de carne y hueso a los que pagaba para que ni siquiera parpadearan, de tal manera que a la escalera interior de su tienda se le llamaba la Escalera de Jacob porque había, decían, un ángel en cada escalón. Pero como nunca tuvo un amante, lo que necesitaba Eugenia era algo más que ocuparse de la anchura de sus crinolinas: una idea. Una gran idea por la cual luchar, ahora que el Canal de Suez no le hacía palpitar ya más el corazón porque, qué horror, parecía que su primo Ferdinand de Lesseps no iba a terminarlo ni en mil años. Y esa idea se la dio el mexicano.
«No he recibido aún los despachos de Monsieur Thouvenel», le dijo el emperador a Hidalgo, «pero si Inglaterra y España están dispuestas a ir a México y los intereses de Francia lo exigen, también tomaremos parte. Aunque sólo enviaré una escuadra, sin tropas de desembarco».
Ni esa idea, ni ese mexicano, asombraban ya a Napoleón que conocía a una y otro desde hacía varios años y que sólo le confirmaban que los intelectuales y los políticos mexicanos, así los conservadores como los liberales, se pasaban la vida ofreciendo su país, o parte de él, a las potencias extranjeras. Porque no sólo unos cuantos años antes el presidente conservador Zuloaga había solicitado a Francia un ejército y un general franceses para pacificar el país y conservarse en el poder, y no sólo Santa Anna y después Murphy un ex Embajador de México en la corte de Saint James, y ahora Hidalgo y con él Gutiérrez Estrada otro mexicano ultraconservador que vivía en el Palacio Marescotti de Roma querían hacer de México una monarquía y sentar en el trono a un príncipe europeo como antes lo había deseado el Cura de Dolores, caudillo de la independencia de México y cuyas tropas llevaban en su uniforme el escudo con las armas de Fernando VII: también el mismísimo Presidente Juárez había comprometido más de una vez el honor y el territorio de su desdichado país.
En 1859, instalado el gobierno de Juárez en la ciudad de Veracruz, el General Miramón lo sitió primero por tierra y después, para completar el cerco, movilizó dos barcos fondeados en Cuba: el «Miramón» y el «Marqués de La Habana». Juárez decidió que, siendo barcos sin bandera, podía considerárseles como piratas, y que por lo mismo cualquier nación tenía el derecho a atacarlos. Solicitó entonces el auxilio de unos barcos americanos que se encontraban en el surgidero del puerto y el Comandante Turner, a bordo del «Saratoga», y al mando de esta corbeta y de los vapores «Indianola» y «Wave», abrió fuego contra las naves de Miramón al negarse éstas a izar una insignia cuando se las conminó a hacerlo a su arribo a la rada de Veracruz.
Derrotado Miramón en lo que pasó a llamarse «el incidente de Antón Lizardo», Juárez se afianzó en el poder. Pero, si los cañonazos del «Saratoga» escandalizaron a México porque para muchos además de humillante fue inconcebible que dos barcos de guerra extranjeros entraran en acción en aguas territoriales mexicanas no sólo con la bendición de Juárez, sino lo que era peor, a su pedido, mayores fueron el ruido y la conmoción que causó el Tratado McLane Ocampo.
Cuenta Hidalgo y Esnaurrízar en sus Memorias que se permitió preguntarle a Luis Napoleón si tenía un candidato para el trono de México, y que el emperador, tras encender otro cigarrillo, le contestó:
«No, no tengo ninguno».
Y sí, aunque es poco probable que en esos momentos no estuviera pensando en su candidato favorito, al mismo tiempo es más que probable que en esos mismos momentos el emperador se convenciera de la necesidad de intervenir, y pronto, en México, si no se quería que Europa —y por supuesto Francia en particular— perdiera para siempre un mercado vital para sus productos y una magnífica fuente de materias primas, ya que México no sólo era importante como productor de plata: de él podía hacerse un gran país algodonero. Muy bien que Luis Napoleón hubiera ordenado que se incrementara la producción de algodón en la posesión francesa de Senegal. Pero eso no bastaría para alimentar las hambrientas fábricas de hilados de Flandes y los Vosgos que se estaban quedando sin materia prima porque el principal proveedor mundial, Estados Unidos, había dejado de exportar el algodón debido a la guerra civil… y a propósito de la guerra: en cuanto terminara, los americanos volverían a ser un peligro para México, cualquiera que fuera el resultado y así quedaran unidos de nuevo o desunidos para siempre, porque como había dicho el Príncipe Richard Metternich, Embajador de Viena en París, no podía descartarse la posibilidad de que al final el Norte se anexara a Canadá y el Sur a México… y a propósito de Metternich: éste no apoyaba la candidatura del Duque de Módena al trono de México, aunque las malas lenguas decían que quien en realidad se había opuesto era su mujer Paulina Metternich, famosa por fea, inteligente y mundana —dos terceras partes gran dama y una tercera parte puta, había dicho de ella Próspero Mérimée— y por fumar unos enormes cigarros puros del mejor tabaco que enrollaban los chinitos de La Habana.
«Sería ideal un príncipe español», dijo Eugenia y abrió el abanico que tenía en las manos. «Pero me temo que no hay ninguno adecuado».
«Le Journal des Débats» le reprocharía pronto a Juárez y su gobierno «no haber tenido vergüenza en vender por trozos el territorio mexicano con tal de mantenerse en el poder», y Charles de Barres diría en «L’Estafette de Deux Mondes»: «El señor Juárez ya olvidó que los huesos de sus compatriotas se blanquean en las soledades de América y California». Pero no sólo fue la opinión francesa, sino también muchos mexicanos y entre ellos varios historiadores los que calificarían a Juárez de traidor desde el momento en que se supo que su Ministro de Gobierno Melchor Ocampo —su compañero de exilio en Nueva Orleáns— y el enviado americano McLane habían firmado un tratado mediante el cual México le cedía a los Estados Unidos, sus conciudadanos —incluidas aquí sus tropas— y sus bienes —incluidas sus armas— y en perpetuidad, el derecho de tránsito por el Istmo de Tehuantepec, de uno a otro océano. Por el hecho de que tal tratado fuera concluido poco antes del incidente de Antón Lizardo, se acusó a Juárez de haberlo instrumentado para lograr, costara lo que costara, así fuera comprometer la soberanía de una considerable porción del territorio mexicano, el reconocimiento y el apoyo de los americanos. Era «la consagración del monroísmo», le escribió alarmado, al Rey de Prusia, su ministro en México. Y otro diplomático, el Vizconde de Gabriac —antecesor de Saligny— declaró que a la corta o a la larga el Tratado McLane Ocampo significaría la exclusión del comercio europeo en el continente americano. El tratado, firmado cuando James Buchanan era Presidente de los Estados Unidos, no fue ratificado por el senado norteamericano al llegar Lincoln al poder. Según unos, se le consideró ignominioso: «Era la buena época romántica», dijo un biógrafo de Juárez, el mexicano Héctor Pérez Martínez. Pero otros opinaron, y de ellos se hizo eco su compatriota Justo Sierra, que se le había rechazado por el odio que los republicanos tenían a la política del Presidente Buchanan y los demócratas.
Sea como fuere, el hecho es que ese día Eugenia decidió que el proyecto de llevar a México un príncipe europeo era una idea más importante, más absorbente y, por qué no, hasta más divertida que ocuparse de la anchura de sus faldas o del color de su sombrero, e incluso que organizar los Lunes de la Emperatriz, cuando más de quinientos invitados llegaban a las Tullerías y se bailaba en el gran Salón de Apolo, se cenaba en la Galería de la Paz y la fiesta concluía con un cotillón de figuras simples, o que planear —y pasar— las vacaciones en Saint Cloud y en Chantilly, o en Fontainebleau donde la emperatriz surcaba las aguas del lago en una góndola que conducía un gondolero de verdad, importado de Venecia, y a su lado pedaleaba el príncipe imperial en un bote de juguete que imitaba los vapores de ruedas de paletas que navegaban por el Mississippi, o en Compiègne donde Merimée recitaba trozos de cantos ilirios, Mallarmé poemas al azar o el astrónomo Le Verrier contaba cómo había descubierto, sin haberlo visto jamás, el planeta Neptuno.
Los otoños de Biarritz eran otra cosa, porque a Eugenia le gustaba escaparse a Bayona, que estaba a unas cuantas leguas, para asistir a una corrida de toros y allí, lejos de la corte y cerca de la tierra donde había nacido, más se olvidaba que era emperatriz mientras más se acordaba que era maja y española. Y fue así que un día, tras darse un baño de mar y emprender un viaje a Bayona, la ciudad que inventó las bayonetas y en la que el Rey Carlos IV le había cedido a Napoleón el Grande los derechos al trono de España y de las Indias, se encontró con un caballero que la saludó al paso de su carruaje, y en quien reconoció —y por eso detuvo el carruaje para saludarle primero y luego sentarlo a su lado— a un antiguo, querido amigo mexicano de quien se dijo había sido, a pesar de lo joven que era, amante de su madre la Condesa de Montijo, y que en las reuniones en la residencia madrileña que las Montijo tenían en la Plaza del Ángel así como en su finca de Carabanchel, se prestaba a ponerse en cuatro patas junto con otros de sus compañeros, para que las damas: Eugenia, Paca, la condesa y sus amigas, montaran en sus lomos y jugaran a ser caballeros en una justa medieval. Y ese hombre de barba negra, elegante y atractivo, descendiente de nobles andaluces, y que viajaba de España a Francia porque de ser secretario de la legación mexicana en Madrid pasaba a serlo en París, y que en éstas y otras cortes de Europa lloraba la pérdida de sus haciendas a manos de los juaristas, era el mismo que ahora, cuatro años después de ese encuentro, ¡cómo vuela el tiempo!, estaba de nuevo en Biarritz para implorar, una vez más, el envío a México de un príncipe europeo.
¿Pero quién? ¿Un príncipe de la dinastía Orleáns? ¿O Don Juan?
«¿Sabía Su Majestad que se mencionó a Don Juan de Borbón?», había preguntado Hidalgo al emperador en 1857.
¿O a una mujer: Isabel II de España que, como había dicho Lord Clarendon si la mandaran a México a gobernar le haría un bien a ese país sin que, por su ausencia, le hiciera un mal a España?
Y mientras tanto, a los años y las intrigas se habían agregado las súplicas de otros mexicanos. Entre ellos la de quien fuera plenipotenciario del Presidente Miramón en París, el General Juan Nepomuceno Almonte, hijo natural de José María Morelos caudillo también de la independencia mexicana y el cual por ser sacerdote, no le dio su nombre —aunque lo hizo coronel cuando era casi un niño— pero el tiempo y los azares de la guerra se encargaron de bautizarlo, porque cada vez que el cura temía por la seguridad de su vástago, decía: «llévense el niño al monte». Y ya para entonces todo el mundo conocía a un mexicano más, José María Gutiérrez Estrada, rico hacendado henequenero que desde hacía veinte años y sin regresar en todo ese tiempo a su país vivía en la ciudad de Roma en un gran palacio, obsesionado desde 1821 —en aquél entonces se había pensado en el archiduque austríaco Carlos, vencedor de las tropas napoleónicas en Aspern— con la idea de crear una monarquía en México, y alentado por el ex dictador mexicano Santa Anna, quien siendo presidente una de tantas veces le había dado poderes plenos para hablar sobre el proyecto en París, Madrid, Londres y Viena, y que habiendo escrito un folleto titulado «Le Mexique et l’Europe» que entregó entre otros a Luis Felipe, Palmerston y Clemens Metternich, había propuesto como candidato a todo el mundo, desde el otro Borbón el Infante Don Enrique y los dos tíos de Carlota: el Príncipe Joinville y su hermano el Duque d’Aumale, hasta Agusto de Morny el medio hermano de Luis Napoleón, pasando por el Duque de Módena —el rechazado por Paula Metternich— a quien la anexión de su país al Piamonte había dejado disponible, y por Leopoldo de Bélgica cuando era todavía un príncipe Coburgo que vivía en Inglaterra, y seguía proponiendo candidatos sin descanso por medio de largas, larguísimas cartas rimbombantes —algunas pasaron de las ochenta páginas— en donde citaba a todos los santos del cielo y anunciaba con términos apocalípticos la débacle que no tardaría en ocurrir en México si Europa no intervenía a tiempo para acabar con toda esa sarta de bandidos y bárbaros que violaban los altares y los templos, hacían gárgaras con agua bendita, lazaban a los curas, jugaban a la pelota con las cabezas de los ángeles, arrancaban las piedras preciosas de las imágenes para engastarlas en las toquillas de sus sombreros jaranos y fundían las custodias de oro y otros objetos del culto para hacer monedas que de un lado tenían un águila parada en un cacto que devoraba una serpiente, y en el otro la cara de otra serpiente ponzoñosa: la del indio Juárez.
En su libro «Die Trägodie eines Káisers: Maximilian von Mexiko», Corti cuenta que Hidalgo habló entonces de ofrecerle el trono a uno de esos archiduques austríacos, que eran tantos que se los encontraba uno —eso, claro, no lo dijo el mexicano— en la sopa de todos los banquetes.
«Se había mencionado el Archiduque Rainer…», agregó.
«Sí, porque al parecer el Archiduque Maximiliano no está dispuesto a aceptar», murmuró Eugenia.
Quinto, para apresurar la intervención en México, había que tomar muy en serio el rumor que unos días antes causara revuelo en el Quai d’Orsay cuando se supo que el gobierno de Juárez estaba a punto de firmar otro convenio en la Unión americana, tan increíble como el de McLane Ocampo: el nuevo ministro del gobierno de Lincoln en México, Thomas Corwin, quien en los años cuarenta se había opuesto a la intervención americana de manera tan enfática que fue acusado de traidor y su efigie quemada en las calles —dijo en ese entonces que esperaba que los mexicanos recibieran al ejército invasor «con manos cruentas y tumbas hospitalarias»— comunicó al gobierno de Juárez poco después de la suspensión de los pagos de la deuda exterior mexicana, que su país podría asumir durante cinco años el pago de los intereses de dicha deuda, y México se obligaría a su vez a reembolsar la suma total en seis años, más los intereses, con una condición: el proyecto incluiría un gravamen específico sobre tierras baldías y derechos mineros en los estados de Baja California, Chihuahua y Sonora, territorios que pasarían «a poder absoluto de los Estados Unidos» en caso de que al expirar el término del tratado México no hubiera efectuado «el reembolso de las sumas en cuestión».
Y, por si todos esos motivos no fueran suficientes, ni Napoleón ni Eugenia tenían por qué prestar oídos a razones estrambóticas para justificar ante la historia la magna empresa —hubo quien dijo que era urgente la intervención en México porque Benito Juárez, ese indio «anticarismático» que cuando visitaba las tierras calientes se vestía como cualquier campesino: de camisa y pantalones de dril blanco y sombrero poblano, lo que quería por ser eso, un indio zapoteca, era provocar en su país una guerra de castas, para aniquilar a todos los habitantes blancos… porque, sexto: si Maximiliano aceptara ¡ah, si aceptara! el trono de México para el Segundo Agnado de la corona de Austria sería, para este país, una especie de compensación que le daba Francia por las derrotas de Magenta y Solferino.
Y séptimo: muy bien que después de esas dos batallas el Papado nunca más tendría el mismo poder, pero muy mal que Pío Nono estuviera resentido con Luis Napoleón por tantas humillaciones sufridas en la guerra por la unidad de Italia, y entre las cuales las menos dolorosas no habían sido el triunfo en Castelfidardo del ejército piamontés sobre el pontificio, la ocupación de Roma por las tropas francesas y la pérdida de la Romana, y por lo tanto Luis Napoleón y Eugenia tenían la oportunidad de consolar al Papa al emprender una cruzada por la fe católica en el Nuevo Mundo.
Entonces Eugenia cerró su abanico. Y si es verdad y no leyenda la anécdota del golpe que el Bey Hussein le dio al cónsul francés con su espantamoscas, no cabe duda que el suave golpe que se dio Eugenia en el pecho con su abanico mereció también pasar a la historia: si el primero decidió el destino de Argelia, el segundo decidió el destino de México —al menos por unos años— y desde luego el de un hombre: Maximiliano.
Y es que, tras darse el golpe en el pecho con el abanico, Eugenia dijo:
«Algo me dice que el Archiduque Maximiliano sí aceptará…».
De la cruzada en México, Eugenia fue la abanderada por decisión propia, y porque fue su gran oportunidad para que Luis Napoleón y Francia supieran lo que ella, como mujer —y española por añadidura— era capaz de hacer, y que iba mucho más allá de las pequeñas osadías conocidas por toda la corte, como vestirse de hombre y beber vino en bota en las corridas de toros de Bayona, o invitar a comer con Luis Napoleón, a solas, a las veinte mujeres más hermosas de París, con tal de demostrarle —aunque no era cierto— que sus infidelidades la tenían sin cuidado, y que podía llevarse a la cama a las veinte juntas, o a una por una, como quisiera. Sin cuidado, por ahora, la tenían también todos sus servidores y no sólo su lectora y su vicelectora que a veces la entretenían con libros de historia, sino también su maestre, su primer chambelán, sus doce damas de palacio y damas de honor y camareras, su peinador que vestía calzón corto y espada al cinto, su secretario particular y el bibliotecario que se sacaba de los bolsillos patitas de conejo, y sin cuidado también y por un tiempo todos sus modistos y modistas, Laferrière que le hacía sus vestidos de tarde, Félicie sus capas o Madame Virot y Madame Libel sus sombreros: allí, en el rincón de su gabinete de trabajo de ventanas de caoba y muros con tapices color verde-agua y una chimenea de mármol con adornos de bronce y lapislázuli, arriba de ella dos jarrones chinos y el retrato de su llorada hermana Paca la Duquesa de Alba cuya muerte repentina tanto la había afectado, a un lado la vitrina donde guardaba el sombrero de su marido destrozado por la bomba de Orsini y los chupones y las sonajas del principito imperial y sus bucles y sus primeros zapatos, al otro lado una mampara de bambú dorada, allá el retrato de Luis Napoleón vestido de negro y pintado por Cabanel, y en ese rincón la mesa donde escribía de rodillas, porque así le gustaba hacerlo, todas sus cartas personales, allí podría ahora y con sus plumas de oca escribir cosas mucho más importantes que contarle a Mamá La Condesa cómo iban las obras del nuevo edificio de la Opera que culminaría el estilo multipastiche del Segundo Imperio o cómo fue que Lulú se había enfermado del estómago por comerse un huevo de Pascua con todo y papel de plata con florecitas rojas: bajo las faldas protectoras de Eugenia de Montijo, emperatriz de los franceses, cabía ahora no sólo México, sino América entera.
De allí en adelante, todo se resolvería en cuestión de unas cuantas semanas. El Conde de Walewski, hijo natural de Napoleón el Grande y quien como Ministro del Exterior de Luis Napoleón se había opuesto en años anteriores a la intervención en México, manifestó su apoyo tras escuchar a Hidalgo. El emperador austríaco Francisco José envió a Miramar a su Ministro del Exterior, el Conde de Rechberg, para conferenciar con el Archiduque Maximiliano. Y Luis Napoleón escribió dos cartas: una a su embajador en Londres el Conde Flahault —padre de su medio hermano uterino el Duque de Morny— en la que le ordenaba que presentara a la Gran Bretaña el proyecto de intervención y le expusiera la conveniencia de su participación con el propósito de recuperar el dinero prestado a México, poner coto a la política expansionista de los Estados Unidos en el continente americano y asegurar para Europa los futuros mercados de éste. La segunda carta fue dirigida al Rey Leopoldo de Bélgica, con el fin de pedirle que ejerciera su influencia por partida doble: sobre su sobrina la Reina Victoria de Inglaterra, y sobre su yerno, el Archiduque Max. Por último, Luis Napoleón dio a conocer al Ministro de España en París el contenido de la carta a Flauhault y el ministro a su vez comunicó las intenciones del emperador de los franceses al premier español Calderón Collantes, quien a su vez le escribió a su embajador en Londres para que éste manifestara a la corte de Saint-James que en España se consideraba como inevitable que las fuerzas navales de los tres países ocuparan los puntos más importantes de las costas mexicanas no sólo para obtener las satisfacciones reclamadas, sino asimismo para organizar en México un nuevo gobierno que proporcionara «seguridad en el interior» y «garantía en el exterior».
Fue así como el 30 de octubre de 1861 las tres principales potencias marítimas del mundo firmaron una Convención Tripartita en Londres en la que se comprometieron —como dijo el historiador mexicano Fuentes Mares: Inglaterra «que podía y no quería», España «que quería y no podía», y Francia «que quería y podía»— al envío inmediato de tropas de ocupación a las costas de México con el objetivo, definido como «ostensible» de presionar a las autoridades mexicanas para que éstas ofrecieran una protección más eficaz a las personas y propiedades de los súbditos de las tres naciones signatarias, y exigirles que México cumpliera las obligaciones financieras contraídas con las mismas. En el segundo artículo, los signatarios se comprometían a no buscar, mediante el empleo de las medidas coercitivas previstas por el convenio, ninguna adquisición de territorio o ventaja particular, y se obligaban a no ejercer en los asuntos interiores de México «influencia alguna capaz de menoscabar el derecho de la Nación mexicana para elegir y constituir libremente la forma de su gobierno».
De la noche a la mañana, los españoles se transformaron en anfitriones de la expedición. Francisco Serrano, Duque de la Torre y Capitán General de la todavía posesión española de Cuba, recibió órdenes de la Metrópoli de enviar a Veracruz una escuadra compuesta por once buques con cinco mil hombres a bordo, además de cien lanceros, ciento cincuenta ingenieros y un total de trescientos tres cañones. Los buques españoles anclaron en Veracruz el 10 de diciembre de 1861.
Pareció, de pronto, que iba a cumplirse lo que no sólo era el deseo del ministro español Calderón Collantes, sino también el de uno de los dos únicos representantes de Juárez en el extranjero: su plenipotenciario en Europa, Juan Antonio de la Fuente, a quien se le ocurrió —así al menos lo cuenta Ralph Roeder— que lo mejor que le podía pasar a México, para salvarse de Francia, era que España lo invadiera. Por su parte el representante en Washington, Matías Romero, opinaba que si la intervención era inevitable, era preferible entonces que también los Estados Unidos formaran parte de ella, ya que así, al menos, inclinarían la balanza hacia la legalidad constitucional.
Pero el Presidente Juárez había ordenado al Gobernador de Veracruz que rindiera el puerto sin resistencia y se retirara. Y pocas semanas después, el comodoro británico Hugh Dunlop arribó a las costas mexicanas al frente de dos navíos de hélice y cuatro fragatas, con un total de doscientos veintiocho cañones. Casi al mismo tiempo llegaba la escuadra francesa: catorce barcos de vapor con un total de tres mil hombres a bordo, entre ellos un regimiento de infantería de marina, un batallón de zuavos y un destacamento de cazadores de África, al mando de los cuales iba el Almirante Jurien de la Gravière, astrónomo e historiador de la marina francesa.
Llegó también el General Prim, no sólo para ponerse al frente de sus tropas, las españolas, sino además con la intención fallida de ser elegido jefe de la Expedición Tripartita. Por último llegaron a las tierras tórridas veracruzanas los dos ministros —el inglés y el francés—, que habían roto relaciones con el gobierno de Juárez: Sir Charles Wyke y el Conde Dubois de Saligny.
Las ciento noventa y seis bocas de fuego del Fuerte de San Juan de Ulúa y de los baluartes de Concepción de Santiago, entre los cuales había cincuenta cañones de hierro y sesenta de fundición ingleses y belgas, permanecieron silenciosos.
A comienzos de la segunda semana de enero del 62, la Expedición Tripartita comenzó a desmoronarse al surgir los primeros desacuerdos entre los representantes. Los españoles y los ingleses se negaron a respaldar la reclamación francesa sobre los ya célebres bonos Jecker, y expresaron que las reclamaciones francesas carecían de toda «base jurídica real». El General Prim insistió en que se cumpliera el Tratado Mont-Almonte en el que se exigía que México pagara una indemnización por el asesinato de los súbditos españoles en Chiconcuaque, y el Comodoro Dunlop pidió el pago de las obligaciones reconocidas por el gobierno británico en las aduanas de los principales puertos mexicanos del Golfo, esto es: Veracruz y Tampico.
Sin embargo, poco después ingleses y españoles, en una declaración bilateral, comunicaron al gobierno de Juárez que su intención no era la de reclamar ultrajes, sino la de tender una mano amiga a México para ayudar al país a salir del caos, y que a su vez pretendían ser testigos de su regeneración.
Benito Juárez sugirió a los aliados que se retiraran a La Habana para desde allí contemplar la regeneración de México, y como tal sugerencia fue ignorada, envió a su ex Ministro Manuel Zamacona para invitar a los jefes invasores a conferenciar en el pueblo de La Soledad, con sus delegados: el Ministro del Exterior Manuel Doblado, y los generales Ignacio Zaragoza y López Uraga. Al mismo tiempo, el gobierno mexicano autorizó a los ejércitos invasores a abandonar el insalubre Puerto de Veracruz —para esas fechas Prim había tenido ya que enviar a los hospitales de La Habana a ochocientos de sus hombres— y trasladarse provisionalmente a Córdoba, Orizaba y Tehuacán, ciudades de clima más benigno, en el entendido de que si las conversaciones de La Soledad no llegaban a ningún resultado, las fuerzas extranjeras se replegarían a Veracruz.
Mientras tanto, Juárez había aprovechado la indecisión y los desacuerdos de los jefes de la Expedición Tripartita para emitir el «Decreto del 25 de Enero», en el que se condenaba a muerte a todo aquel ciudadano mexicano que colaborara con la intervención.
Aparecieron también otros personajes en escena: el ex Presidente Miramón, a quien los ingleses no le permitieron desembarcar; Juan Nepomuceno Almonte y, el 6 de marzo, el General Ferdinand Latrille, Conde de Lorencez, quien llegaba a México con órdenes de Luis Napoleón de tomar el mando de las tropas francesas de manos del Almirante Jurien de La Gravière.
La actitud conciliatoria del Presidente Juárez, quien ofreció renegociar los términos de la deuda exterior y las indemnizaciones, desarmó a los delegados español e inglés, quienes de acuerdo al Tratado de La Soledad aceptaron un arreglo pacífico y se retiraron de México, junto con sus tropas.
El Conde de Lorencez desconoció el Tratado de La Soledad y buscó —y encontró— un motivo para declarar la guerra al gobierno de Benito Juárez.
«Nous voilà, grâce a Dieu, sans alliés!». —«Gracias a Dios, nos hemos quedado sin aliados»—, le escribía la Emperatriz Eugenia a la Archiduquesa Carlota cuando las noticias llegaron a Europa.
Y, hacia fines de abril, Lorencez, en una carta dirigida al ministro de Guerra francés, expresó que era tal la superioridad racial, de organización, de disciplina y moralidad de las tropas francesas sobre las mexicanas que desde ya, y a la cabeza de sus seis mil hombres, se consideraba como el amo de México.
Dicho esto, partió con ellos rumbo a la ciudad de Puebla de los Ángeles.