III

CASTILLO DE BOUCHOUT
1927

¿Para que no sepa yo que Alfonso Trece de España anda por el mundo en un automóvil atropellando burros y vacas? ¿Para que no me entere de las vergüenzas que le hizo pasar a tu familia tu sobrino el Archiduque Otto que cabalgaba desnudo en pleno día por el Prater? ¿Para eso quisieran que esté siempre quieta, sin hacer nada, viendo a ninguna parte, o viendo a las telarañas?

No les doy gusto con nada. A veces me estoy quieta toda la tarde, con la boca abierta, y de la boca se me escurre la baba. Y entonces me dicen que me van a comprar un babero. Que me van a amarrar la mandíbula como a los muertos. Que si sigo así, van a juntar toda mi baba en un frasco y se la van a enseñar a todos, a mi sobrino el Rey Alberto, a Enriqueta mi cuñada, a mi sobrino nieto el Príncipe Leopoldo, para que me muera yo de la vergüenza, fíjese Su Majestad, me dicen, que a Leopoldito siendo tan pequeño ya no se le cae la baba, fíjese bien, Doña Carlota y cierre bien la boca.

¿Para eso quisieran que cuente yo los hilos de las telarañas, que esté callada y casi sin respirar? ¿O sí, que respire yo y cuente cada uno de mis suspiros, que esté sentada en mi balcón, viendo al cielo y cuente yo las nubes de cada mañana y cada tarde, los grumos y los andrajos de cada nube, los borregos? ¿Para que no sepa yo que mi sobrino Guillermo Segundo de Alemania acabó siendo un títere de Von Hindenburg y Ludendorff? ¿Para que no me entere nunca que después de la Comuna de París se les prohibió a los Orleáns y a los Bonaparte que volvieran a poner los pies en Francia?

Sentada toda la noche, con las piernas abiertas y el camisón arremangado, me masturbo hora tras hora, sin parar, y la baba que me escurre de la boca se junta con la baba que me escurre de las piernas y forma un solo hilo espeso y blanco como tu esperma, Maximiliano, y así me encuentran ellas y ponen el grito en el cielo, me dicen qué barbaridad, qué escándalo, una Emperatriz jamás debe hacer eso. ¿Una Emperatriz, Maximiliano? ¿De quién dime, soy yo Emperatriz? ¿De dos indios y un mono, como hubiera querido Charles Wyke? ¿O Emperatriz de qué, de un país que para mí dejó de existir hace tantos años? ¿Emperatriz de mis recuerdos? ¿De tus despojos? ¿Dónde, dime, están los guardias del palacio en cuyos petos bruñidos como espejos se reflejaba la Emperatriz Carlota jinete en un alazán árabe que pasaba revista a las tropas en los patios del palacio? ¿Dónde, dime, escondieron mi corona? ¿La arrojaron al lago de Xaltocan, para que se hundiera para siempre en el fango y en ella hicieran su nido los sapos? ¿O la escondieron en la selva lacandona para que en ella pusieran sus huevos las iguanas?

¿O lo que quieren es que cuando las nubes se vuelvan lluvia cuente yo las gotas de la lluvia? ¿O que cuando deje de llover y salga el sol y el arco iris que recuerde yo, que los cuente, todos los arco iris que he visto en mi vida? Jamás, jamás vi tantos arco iris, y tan hermosos, como en el Valle de México, Maximiliano, ¿te acuerdas?, pero yo no seré jamás la Emperatriz del arco iris. ¿La Emperatriz de qué, dime? ¿Del verde de tu rostro enmohecido? ¿Del morado de tus labios podridos? ¿Del rojo de tu sangre derramada? ¿Que no se dan cuenta, Maximiliano, que yo no seré jamás la Emperatriz de nada, que me quitaron mis montañas y mis ríos, que me quitaron el Papaloapan y sus mariposas, y que ya no hay aguas dulces donde pueda yo refrescar mis pies tras las largas caminatas por la selva de Oaxaca, que me quitaron el Iztaccíhuatl y ya no hay nieve que pueda yo derretir en mi boca, muerta de sed de tantos años de vivir en el desierto?

Cierre bien la boca, Doña Carlota. Cierre bien las piernas, Señora Emperatriz. ¿Qué quieren entonces? ¿Que además de quieta y callada ni ría ni llore? ¿O sí, que llore yo, que llore a cántaros y que cuente mis lágrimas antes de bebérmelas, o que no me las beba, que me escurran también, como la baba, y las recoja yo en un dedal y con los dedales haga yo una torre más alta que la torre más alta del castillo? ¿O que desbarate yo la torre y derrame los dedales en el agua del foso, uno por uno, y cuente yo las ondas del agua?

¿Pero llorar por quién o por qué? ¿Porque el primo de Eugenia Ferdinand de Lesseps murió hecho un idiota por haber fracasado en Panamá? ¿O porque a Aquiles Bazaine de nada le valió ser comandante en Sebastopol ni oficial en España al servicio de la Reina Cristina ni mariscal en México porque de todos modos murió como un traidor? No, no quisieran, siquiera, que llorara, porque de hacerlo lo haría por lo que ellos han tratado de ocultarme todo el tiempo. Lloraría, sí, por Concha Méndez, que cuando se negó a cantar en el teatro Mamá Carlota la cubrieron con una lluvia de cáscaras de naranja. Lloraría, sí, por la muerte de nuestro principito Iturbide. Lloraría porque tus intestinos fueron a parar a una cloaca de Querétaro. Lloraría, sí, por todas tus vísceras, las cogería con mis manos, las salaría con mis lágrimas, me las comería a besos.

Pero no lloraré por la muerte del Segundo Imperio Francés. No lloraré por la muerte de Juárez. No lloraré por el exilio de Don Porfirio. No lloraré por la caída del Imperio Habsburgo. Me reiré de todos y de todo y del brazo de la Gran Duquesa de Gerolstein por las calles de París me moriré de la risa, me reiré de mi propia locura a carcajadas hasta que se me caigan los dientes. Para eso me tienen aquí encerrada. Para que cuente yo todos los dientes que se me caen y con ellos haga un collar y con el collar me muerda yo el cuello hasta que se me salga la lengua. Póngase frente al espejo, Su Majestad, y saque la lengua y cuéntese las papilas. Cierre la boca y frunza la frente y cuéntese las arrugas, Doña Carlota, cuéntese las patas de gallo y desnúdese y cuéntese los lunares y las manchas de la piel, las pecas que le sacó el sol de Yucatán, las verrugas que le han salido por vieja y por necia y todos los pelos de los lunares, la nariz y las orejas que le salieron por tonta y por loca, por no haber sabido ser siempre joven como su concuñada Sisi que a los cincuenta años, cuando nadaba en Corfú, el sol se detenía para verla de tan bella que era, y los peces se enamoraban de su cabello negro como el azabache, largo como la cauda de un cometa.

¿O que camine yo por el castillo y cuente los rincones, y cuente los escalones de todas las escaleras y las grietas de todos los escalones, sin siquiera dejarme recordar que en ese rincón de Laeken me escondía a rezar las horas enteras hasta que mi hermano Felipe me encontraba dormida y me despertaba con sus caricias, y que esos escalones de la escalinata de Miramar que llevaban al muelle se multiplicaron un día casi hasta el infinito, porque me tardé sesenta años en bajarlos sólo para darme cuenta que había yo descendido a mi propio corazón, y que allí estabas tú, ahogado en el olvido?

¿De eso quieren que sea yo Emperatriz? ¿La Emperatriz del Olvido? ¿La Emperatriz de la Espuma y de la Nada? ¿Es eso lo que quisieran, que el velo de mi primera comunión, y todas las alfombras de conchas de caracoles que me hicieron mis indias mexicanas, y el arco de nardos que coronaba la lancha imperial cuando paseábamos por el Canal de la Viga y el poncho rojo que me regaló Garibaldi se vuelvan nada, un racimo de burbujas como la espuma que me sale de la boca de la pura rabia cuando les digo, cuando les grito que ya quisieran ellas, cualquiera de esas estúpidas, haber sido ya no la Virreina de Lombardía y Venecia, ya no la Emperatriz de México, sino siquiera la Princesa de Laeken, la hija adorada de Leopoldo Primero de Bélgica? ¿Eso quisieran, que no pueda yo beber de mis recuerdos y que el agua de la Fuente de Trevi y de la Fuente de la Tlaxpana se me escurran como se me escurrió la vida, como se me fueron los años, entre los dedos?

¿O que ponga yo mil agujas en un alfiletero y en cada aguja ensarte yo una de mis canas, cuando que ya casi ni canas tengo, Maximiliano, porque me estoy quedando calva? También me estoy quedando ciega. ¿Te acuerdas, Maximiliano, cuando te ponías a cazar arañas y lagartijas con el Doctor Bilimek en Cuernavaca? El otro día vino el mensajero del Imperio disfrazado de Bilimek, con su delantal lleno de frascos y su gran parasol amarillo, y me trajo cinco arañas viudas que hicieron sus nidos en mi peluca y tejieron sus telarañas en mi cuerpo, y con los hilos de sus babas me cubrieron como una lluvia densa y me envolvieron en una red viscosa que no me deja ver bien, que casi no me deja moverme, porque también estoy tullida.

¿Pero por qué crees que me quisieran ciega? ¿Para que no pueda asomarme a la ventana y ver desde allí los espinos en flor? ¿O para que no vea yo a los soldados alemanes que invadieron mi adorada Bélgica y mataron y torturaron a tantos inocentes? ¿O para que yo no los vea descubrirse porque saben, y así se los dice el letrero que colgaron junto al foso de Bouchout, que en este castillo vive la cuñada del Emperador Francisco José? ¿O para que no los vea yo sonreír porque saben que si no deben perturbar mi tranquilidad no es tanto porque sea yo pariente del aliado de Prusia, sino porque estoy más loca que una cabra? ¿Es para eso, dime, que me quisieran ciega? ¿O para que no encuentre yo el ropero donde te tengo guardado y te lleve a mi cama y me entregue a ti como aquella primera vez, te acuerdas, en nuestro viaje de bodas cuando viajábamos por el Rhin y pasamos cerca de la roca de la sirena Lorelei y cinco veces repitió el eco mis gemidos de amor y de placer? ¿O para que no pueda yo leer los periódicos ingleses y me entere que mi hermano Leopoldo, imagínate qué vergüenza, Leopoldo el Rey de Bélgica se va a Londres a escondidas para visitar los burdeles de niñas de Miss Jeffries? ¿O para que no pueda yo leer el Almanaque Gotha y enterarme que al fin apareció allí tu nombre entre los nombres de los muertos? ¿O para que no vaya yo a México a la capilla del Hospital de San Andrés y te vea desnudo y con la piel negra y quebradiza, sí, así como te vio Juárez, acostado en la mesa del Tribunal de la Santa Inquisición, así como te vio el tirano zapoteca que nunca se atrevió a conocerte mientras estabas vivo, que nunca te visitó en la celda del Convento de las Teresitas porque sabía muy bien que tu sola presencia habría de humillarlo y no sólo porque tú eras muy alto y él un pigmeo, sino porque tú eras un Príncipe de la Casa de los Habsburgo y él era un indio, un patán, un plebeyo que hubiera tenido que alzar la vista para encontrarse con tus ojos azules e imperiales y que por eso prefirió verte así, desnudo y muerto y con la piel del mismo color que su piel india, y que por eso, también, ordenó que te pusieran unos ojos de pasta negra? ¿Para eso quisieran que yo estuviera ciega, Maximiliano? ¿Para que nunca encuentre tus ojos? Dime, dime, Maximiliano: ¿qué hizo el indio con tus ojos? ¿Se los metió en los bolsillos de su chaleco? ¿Los guardó en una caja fuerte con los archivos de la nación? ¿Se los regaló al Coronel López para que los cambiara por los suyos y dejara de tener mirada de traidor? ¿O los arrojó en una botella desde la Fortaleza de San Juan de Ulúa para que se los llevaran las aguas de regreso a Miramar?

¿O acaso me quieren ciega para que yo no vea cómo todos ellos, mis doctores y mis damas de compañía, mis parientes más queridos, todos, esperan de mí el menor descuido, un solo pestañeo, para envenenarme? Como la bruta de Matilde Doblinger que el otro día me quiso matar con un peine de dientes mojados en la saliva de una salamandra. O el tonto de mi hermano Felipe que me quería hacer beber un filtro de flores de beleño para dormirme, y dormida llevarme a escondidas de Miramar a Terveuren para que nadie supiera qué iba yo a tener un hijo, y para que dormida lo tuviera yo, dormida y sin soñarlo, para que mis ojos nunca lo contemplaran, para que mis brazos nunca lo mecieran, para que nunca contara yo sus sonrisas y sus llantos, sus palabras y sus pasos, sus años y sus días: pero fue inútil porque mi hermano Felipe no sabía que mi embarazo iba a durar toda una vida y que yo iba a dar a luz mucho tiempo después de que él se volviera sordo como una tapia y se muriera de pulmonía el principito Balduino y se muriera él mismo también, pobre de mi hermano, el tonto y bueno del Conde de Flandes.

Lo que no saben ellas es que, si estoy ciega, es porque me quitaron tus ojos. Cuando me los quitaron, Maximiliano, me quitaron todo. Me quitaron el azul del Adriático y el acuario de los peces rojos y dorados incrustado en el cielorraso que remataba la escalera de Miramar. Me quitaron todo lo que yo veía a través de ellos, porque fue con tus ojos que aprendí a ver. A amar las campiñas de Waterloo por las cuales cabalgamos un día, ¿te acuerdas, Maximiliano? en que un campesino se acercó a nosotros para regalarnos una bala de fusil, oxidada y llena de barro, que tenía, en bajorrelieve, las iniciales de Napoleón el Grande. Fuiste tú, fueron tus ojos los que abrieron los míos y les enseñaron a amar el Palacio de Laeken, los canales verdes de Brujas, el bosque de chimeneas de Bruselas. Y para enseñarme que todas esas cosas habían sido hechas para mí. Tú iluminaste mi infancia, Maximiliano. Y después, cuando llegaste por mí para llevarme a Miramar, iluminaste mi juventud y me enseñaste también que todo ese mundo que estaba más allá del pequeño mundo de mis ilusiones infantiles, que todos esos años que tú y yo, el Archiduque y la Archiduquesa de Austria, el Virrey y la Virreina de Lombardovéneto íbamos a vivir juntos, y con ellos todas las cosas que nos rodearan, todas las personas, todos los paisajes, estarían hechos, de allí en adelante, a la medida de nuestros deseos. Con ellos, también, iluminaste todos los años que te estuve esperando sin saber que te esperaba, mientras mi padre Leopoldo se entretenía en hacer polvo de oro las charreteras de sus generales y mi madre, la Reina Luisa María, le suplicaba a cada avemaría del rosario que se la llevara, de una vez por todas, al paraíso. Aquellas guirnaldas de flores entretejidas que bajaban por el Rhin, arrojadas al paso de nuestro barco, como regalos flotantes. Las guirnaldas, y tus brazos. Las barcazas cargadas de maderas de resinas olorosas que venían de Colonia y las botellas de vino Mosela que los capitanes vaciaban por la borda de las barcazas para endulzar aún más las aguas del río y entreverarlas de hilos de sol. Las barcazas y el vino, las estelas de espuma dorada de las barcazas, y el graznido de las cigüeñas que sobrevolaban el río, y el río entero. El río y tus brazos que rodeaban mi cintura y el perfume de las resinas y tu aliento y el atardecer y la silueta negra de los castillos recortada en el cielo bañado con la sangre del dragón al que Sigfrido dio muerte para hacerse invulnerable, y las columnas del Palacio de Carlomagno de Ingleheim sobre las cuales se levantó el Castillo de Heidelberg donde el viejo Goethe se enamoró de Marianne von Willemer, y las Siete Montañas de las que sacaron la piedra para construir la Catedral de Colonia, y la catedral también y sus leyendas, las reliquias de las once mil vírgenes de Santa Úrsula masacradas por Atila y el sepulcro de los tres Reyes Magos que cuando yo era niña, en la Noche de Epifanía, entraban en secreto al Palacio de Laeken para dejar al pie de mi lecho el mundo que había sido hecho para mí. El mundo entero con sus montañas y con todos sus ríos, y entre ellos ese mismo río en cuyas aguas me retrataba transverberada de destellos mientras pensaba en ti. Despertar, abrir los ojos cada mañana, así en Laeken como en el Hofburgo, así en Schonbrünn como en Miramar y ver la luz que se filtraba por las rendijas de las cortinas, era recordar que ese sol había sido hecho para mí, inventado nada más que para mi placer y con él el cielo y las nubes, y más allá las estrellas. Verlas, ver las estrellas antes de dormir y despedirme de los luceros de Orión en los que viajaban los Reyes Magos y correr de nuevo las cortinas para meterme en la cama y cerrar los ojos, era nacer, cada noche, a un mundo de sueños que había sido, también, inventado para mí. Mañana sería otro día, otro amanecer que los dioses habrían de fraguar para mí durante la noche, para ofrecérmelo en todo su esplendor, para dejar al pie de mi lecho el más nuevo de todos los días y, con él, el más luminoso y grande de todos los imperios.

De ti aprendí que cuando yo era una niña y aún vivía mi madre y mi hermano Leopoldo me contaba la historia de Bélgica y mi padre y mis maestros la historia del mundo, que los caballeros que se despedían de sus novias al pie de las torres de los castillos de Flandes para ir, con Balduino el Rey de Jerusalén, a esperar las aguas del Mar Rojo con la sangre de los infieles degollados y después morir ellos también, en las arenas candentes del desierto del Sinaí, y que las turbas de calvinistas que saquearon el Monasterio de Armentières y la Catedral de Amberes y quemaron en las plazas las efigies de Santa Gudula y San Amando, y los franceses jacobinos que recorrían los mercados de Bruselas con capuchas rojas y las picas con las que ensartaban las coliflores y obligaban a la gente a plantar árboles de la Libertad: toda esa historia, la historia de Bélgica, arrasada por los hunos y los normandos, arruinada por Felipe Segundo, devastada por Luis Catorce, invadida por Napoleón, había sido inventada para mí, para mi placer o mis lágrimas, mi angustia o mi asombro, y con ella la historia de Europa y del mundo: el filibustero Francis Drake que se pudrió en el lecho de la Bahía de Portobelo, Alejandro el Grande que cruzó el Helesponto para sojuzgar a los sátrapas persas, Lady Godiva desnuda y a caballo por las calles de Coventry y la Guerra de las Dos Rosas y con ella la rosa roja de Lancaster y la rosa blanca de York y con las rosas todas las flores del mundo: los corimbos púrpura de los rododendros y las copas blancas de los nenúfares y las corolas moradas y olorosas de las lilas: para mí habían nacido, para mí florecían, en junio, los rododendros de Bouchout, para mí, y para que mi hermano Felipe los recogiera y me los ofreciera, arrodillado, subían los nenúfares a la superficie del agua de los estanques de Enghien; para mí, y para que la Condesa d’Hulst llenara los floreros de mi cuarto de Terveuren cuando me llevaron allí enferma de fiebre y tosferina y que tosía yo tanto y vomitaba que pensé que por la boca se me iba a salir la vida, y con la vida el mundo, habían crecido, en ramilletes triunfales, las lilas de Laeken.

Y eso, Maximiliano, me lo enseñaste tú. Tú, que también inventaste a México para mí. Tú que inventaste sus selvas y sus mares. Tú que con tus palabras inventaste el aroma de sus valles y el fuego de sus volcanes.

Muchas veces me he preguntado, también, qué hizo el indio con tu lengua. ¿Qué hizo con ella, dime, el indio Juárez, que nunca aceptó tu invitación para hablar con él porque sabía que apenas abrieras la boca lo ibas a abrumar, lo ibas a derrotar con tu sabiduría y tu nobleza, con tu generosidad, qué hizo, dime, el indio, con la lengua que te cortó el Doctor Licea en Querétaro? ¿La puso en una jaula que colgó de una esquina del palacio para que todo el mundo supiera a dónde iban a parar las lenguas de los usurpadores? ¿O la envió a las Tullerías de regalo para que les recordara a Napoleón y a Eugenia las promesas que nunca nos cumplieron? ¿O se cosió el indio tu lengua a su propia lengua para adornarse con ella, para hablarles con tu voz a los mexicanos de la patria y la libertad, la igualdad y la justicia?

Desde que me quitaron tu lengua, Maximiliano, me quitaron todo, porque fuiste tú quien me enseñaste a inventar el mundo con palabras. ¿Pero por qué crees tú que me quisieran muda? ¿Para que no les cuente que José Manuel Hidalgo y Esnaurrízar murió olvidado del mundo y el Príncipe Salm Salm de una bala francesa, tu sobrino el Emperador Carlos destronado y de tristeza en Madeira, mi sobrina la Emperatriz Victoria de Alemania repudiada por sus súbditos, Van Der Smissen el padre de mi hijo muerto por su propia mano y tú fusilado en el Cerro de las Campanas?

¿O para que no abra yo la boca para recordarles que así como he enterrado a todo el mundo también a ellas las voy a enterrar, también las enterré? Porque habrás de saber, Maximiliano, que yo enterré a todas mis damas de compañía, a la Julie Doyen y la Marie Bartels y la Sofía Müsser que fue la que me sacó a rastras de Terveuren la noche en la que le prendí fuego al castillo, si hubieras visto Maximiliano, qué llamas tan altas y tan hermosas, y cómo enterré a todas las otras espías y carceleras que me pusieron el Doctor Hart y el Doctor Basch y la Señora Escandón y Radonetz y Détroyat y tú mismo, Maximiliano, y a mi hermano Felipe y mi cuñada Enriqueta que me tuvieron encerrada a piedra y lodo en el Gartenhaus de Miramar, y como enterraré a todos los que quisieran que nunca saliera de mi cuarto y del castillo para visitar la tumba de mi madre en Laeken y jurarle que siempre he honrado su memoria y que la quiero todavía como si estuviera viva y que no he dejado de leer todos los días el «Tratado de Amor de Dios» de San Francisco de Sales ni las «Glorias de María» de San Alfonso de Ligorio y que todas las noches rezo por su alma y por el alma de papá Leopich y de abuelito Luis Felipe y abuelita María Amelia y que nunca se me han olvidado las enseñanzas del Padre Deschamps y que ya no soy tan perezosa como cuando era niña y de todo me fatigaba, porque aunque no lo creas, Maximiliano, no me dejan ir al Palacio Ducal de Milán para ver cómo van las crías de mis gusanos de seda y ver si con su seda me puedo hacer un rebozo para estrenarlo la próxima vez que vaya a ver a la Guadalupana, ni me dejan ir a Schönbrunn para visitar el jardín del Rey de Roma donde tu padre el jardinero galante como lo llamaban cultivaba de niño, con las semillas que le enviaba Monsieur Célestin Chantepie de las violetas que crecían en las Tullerías y en Los Inválidos, las violetas blancas que tanto le gustaban a Napoleón el Grande, ni me dejan ir a jugar con el caballito de madera de mi prima la Princesa Minette en Claremont y mucho menos, claro, muchísimo menos, ni locas, me dejarían ir a México, ya está usted muy vieja, Doña Carlota, me dicen, para un viaje tan largo, me dicen, para tanto ajetreo, se marearía con los bandazos de La Novara camino a las Islas de Sotavento y cuando se rompiera la rueda de su carroza camino a Córdoba se le romperían los huesos porque ya los tiene muy secos y esponjosos, porque ya está usted muy vieja, muy vieja para nadar, Doña Carlota, y se ahogaría en el Lago de Chapala, muy viejo su corazón y reventaría en el Valle de Anáhuac, y muy viejos los pocos dientes que le quedan y se le astillarían cuando comiera charamuscas, cuando mordiera los muéganos de miel de abejas que para recibir al Emperador ordenó que prepararan el Capitán Blanchot, me dicen, pero yo, Maximiliano, cada aniversario de nuestra partida de Miramar a México me pongo mi corona y mi manto de púrpura y mi gran collar de la Orden de San Carlos y bajo al foso de Bouchout y me subo en el lanchón y les digo hoy nos vamos para México, y cuando ellas, mis carceleras, me ven así, sentada en el borde del lanchón con los ojos fijos en el agua como si estuviera yo contando los peces y los insectos acuáticos, los lirios y las ranas, las manchas de la piel de las ranas, las escamas de los peces y las túnicas de los lirios, las hojitas redondas de la lenteja de agua, las piedras del fondo y las alas de los insectos, ellas no piensan, no se imaginan, Maximiliano, que yo sé más que ellas y que nadie, que yo lo sé todo porque cada noche viene a verme el mensajero y me lo cuenta: anoche vino disfrazado de San Miguel Arcángel y trajo a los dioses de la lluvia y me dijo, me dijeron los Chaakob, que iba a tener un hijo, y me cubrió el arcángel con sus alas, me cubrieron los dioses con sus hilos de agua y cuando ellas, mis damas de compañía, tocaron en la mañana a mi puerta y entraron y me dijeron buenos días Señora Emperatriz, cómo es que ya está usted levantada, Doña Carlota, el arcángel se fue por la ventana disfrazado de viento azul y ellas me encontraron recogiendo las plumas que se habían caído de sus alas y yo les dije, para reírme de ellas, que esa mañana me había dado por contar las plumas de mis almohadas, y que por eso estaban así todas las almohadas y los edredones y los cojines: destazados, hechos garras, y yo danzando entre las plumas, contándolas una por una, una por una llevándomelas a los labios para soplarlas y dejarlas caer por la ventana, para hacerlas volar, nevar los jardines del castillo, navegar en las aguas del foso de Bouchout, y que quería que me trajeran todas las gallinas que hubiera en el castillo para desplumarlas y contar cada una de sus plumas, y las gallinas que ponían huevos para mí en la suite del Albergo di Roma, y los quetzales que me regalaron mis sacerdotes mayas de Tenabo y Hecelchakán, y las garzas que acompañaron tu tren cuando viajabas por Bohemia, Maximiliano, y las cigüeñas que perturbaron tu sueño en las llanuras de Blidah, para contar sus plumas una por una y para contarlas que me trajeran también las golondrinas que anidaban en los patios de la Hacienda de la Teja, y los zopilotes que sobrevolaban en círculo los eriazos del Cerro de las Campanas, y la paloma, Maximiliano, de la canción de Concha Méndez y los canarios anaranjados que me regaló mi abuelo Luis Felipe cuando todavía era Rey de Francia, y que me trajeran también, les dije, un colibrí blanco de las selvas de Petén, para contar sus plumas una por una y elegir la más pequeña y suave como me dijo el arcángel y esconderla en mi seno y así embarazarme para que en mi vientre, redondo y luminoso, creciera durante nueve meses y sesenta años el hijo que un día de estos voy a dar a luz, Maximiliano, y que será más grande y más hermoso que el sol.

¿O tú piensas, Maximiliano, que si me quieren muda es para que no les recuerde que todas están muertas? ¿Tú crees, Maximiliano, que tú y que ellas, mis carceleras, y ellos, mis verdugos, que quisieran que nunca saliera no sólo del castillo, sino tampoco de mi cabeza y que me quedara encerrada para siempre contando los hilos y las filigranas y las raíces del musgo que cubre los muros de Bouchout y las gotas de rocío que lo alfombran en las mañanas y los destellos de las gotas y las aristas y las protuberancias y las arrugas de la piedra, las junturas, los agujeros donde anidan los escarabajos y que cuente yo los élitros, las alas, las patas de cada escarabajo, tú crees Maximiliano, que lo que no quieren es que yo les recuerde que hablo con puros fantasmas? Porque habrás de saber, Maximiliano, y como te lo repito, que yo enterré a todo el mundo. Yo enterré a Próspero Merimée, el imbécil que cuando vine a Saint Cloud a pedirle ayuda a Luis Napoleón y Eugenia le dijo a todos que me darían de comer, sí, pero que no me soltarían ni un quinto ni un soldado. Al Coronel Aureliano Blanquet, que fue uno de los hombres del pelotón que te fusiló en Querétaro, lo enterré en la barranca de Chavaxtla, y junto con él a todo el pelotón. Yo enterré al General Porfirio Díaz con la tierra del Cementerio de Montparnasse y con la tierra del Cementerio de Highgate enterré a Carlos Marx. Yo enterré a tu hermano Francisco José y con él al Imperio Austro Húngaro. Yo enterré a todos los Romanov en Ekaterrimburgo y con la tierra del Cementerio de Heilingenkreutz enterré, bañada de sangre seca y de pétalos de rosas marchitas, a la Baronesa María Vetsera. Yo enterré a mi hermano Leopoldo también y también a Margarita Juárez, también a sus hijos, yo enterré al siglo, Maximiliano, y si te portas bien te prometo que le voy a decir al mensajero que venga un día disfrazado de enterrador con un costal lleno de la tierra mojada de Orizaba y de la tierra del Valle de México donde se derramaban como lava ardiente las flores amarillas del acahualillo cuando ibas camino a Cuernavaca y del polvo de los llanos de Apam donde cabalgabas todas las mañanas, y con ellas y mis propias manos te voy a enterrar, Maximiliano, para ver si así, tú que nunca aprendiste a vivir en esas tierras que dijiste que amabas tanto, para ver, te decía, si de una vez por todas aprendes a estar muerto bajo esas tierras donde nunca te quisieron.

Yo soy Carlota Amelia de México, Emperatriz de México y de América, Marquesa de las Islas Marías, Reina de la Patagonia, Princesa de Teotihuacán. Tengo ochenta y seis años de vida y sesenta de vivir en la soledad y el silencio. Asesinaron al Presidente Garfield y al Presidente McKinley y no me lo dijeron. Nacieron y murieron Rosa de Luxemburgo, Emiliano Zapata y Pancho Villa, y no me lo contaron. No sabes, no te imaginas, Maximiliano, la de cosas que han sucedido desde que tu caballo Orispelo se tropezó en el camino a Querétaro y tú y tus generales se quedaron sin agua, pero con champaña, cuando envenenaron con los cadáveres de los republicanos las aguas del Río Blanco. Gabriel D’Annunzio se apoderó de Fiume y Benito Mussolini y sus camisas negras entraron, triunfantes, en Roma. Nacieron Kemal Atatürk y Mahatma Gandhi y descubrieron las vitaminas y los rayos ultravioleta y yo voy a ordenar una lámpara para tostarme con ella, para que la piel me quede más bonita que la piel de tu amante india, mi querido, mi adorado Max. Yo soy Carlota Amelia de Bélgica, Baronesa del Olvido y de la Espuma, Reina de la Nada, Emperatriz del Viento. Miguel Primo de Rivera derrotó a Abd-el-Krim en Alhucemas, y nadie me lo dijo, las tropas norteamericanas invadieron Nicaragua y Niels Bohr inventó el átomo y Alfredo Nobel inventó la pólvora sin humo y nadie, nunca, me dijo nada, porque creen que estoy loca y porque me quisieran sorda, ciega, muda, tullida, como si de verdad sólo fuera yo una pobre vieja con los pechos carcomidos y fofos como los pechos de la amante de Raimundo Lulio y con almorranas del tamaño de huevos de codorniz y con uñas amarillas y quebradizas y con los pelos del pubis plateados y tiesos como fibras de alambre y sentada en mi cuarto con la cabeza baja y los ojos entrecerrados: así me quisieran ver. Y porque así me ven, Maximiliano, con las manos en el regazo y las palmas vueltas hacia arriba, piensan que no hago otra cosa todo el día que contarme las líneas del amor y de la vida, las líneas de la mentira y el olvido, del sueño y de la risa, y muerta, sí, vieja y de risa, loca de olvido, a carcajadas acordándome de nada y con las lágrimas cayendo en el cuenco de mis manos confundidas con la saliva que escurre de mis labios como una hebra de pulque llorando por la muerte de nadie —la tuya— al otro lado de ningún mar el Atlántico, o con los ojos cerrados, invertidos, mirando la oscuridad, adivinando las volutas de mi cerebro, perdida en ellas como en un laberinto, y preguntando a nadie —a todos— por un nombre jamás pronunciado —Fernando Maximiliano— y callada, sí, sin decir esta boca es mía, sin decir esta boca que una noche en el Cerro del Chiquihuite embarré con luciérnagas para que tú las apagaras con tus labios, sin decir estas manos que en la Isla de Lacroma coronaron tu frente con delirios y que estaban vivas y tibias y conocían el contorno de tu pecho y los meses más fértiles del año; sin decir estos pezones que maduraron como uvas azules en las aguas cristalizadas del Xinantécatl, sin decir estos ojos que con el luminoso reflejo de tu rostro se humedecían de esmaltados verdores, son míos. Y sin decir que son tuyos, que toda yo soy tuya, tuyas estas mis dos piernas que bañé con limón y polvo de piedra nácar y tallé con piedra pómez para que tú, cuando regresaras a México de tu viaje por las provincias, las encontraras más brillantes y lisas, tuyas las nalgas que restregué con rosas y polvos de arroz para que tú, cuando a la orilla del lago congelado te bajaras de tu caballo para montarlas y las vieras, las sintieras, las besaras más perfumadas y más blancas. Y también, también estos pechos que eran para ti y que yo los hubiera querido, redondos y macizos, que reventaran de leche para salvarte la vida con ellos: para que las señoras de Querétaro no te engañaran con sus naranjas inyectadas con agua tofana, ni las monjas con sus galletas de almendras envenenadas, ni la Princesa Salm Salm con sus pasteles rellenos de adormideras. Para salvarte la vida, Maximiliano, para que tu cocinero Tüdös no te engañara con su goulasch de perro aderezado con láudano ni el Padre Soria con su vino de consagrar emponzoñado, hubiera ido a verte todas las mañanas a tu celda del Convento de Teresitas, para darte de mamar de mis pechos, y para que siempre estuvieran llenos, para que nunca se le fuera le leche como se le fue a la infeliz de Concha Miramón cuando Juárez le dijo que no habría nada que salvara a Miguel de morir fusilado, le hubiera pedido al mensajero que viniera disfrazado de borrego y me los hubiera embarrado yo con sal mojada para que no se cansara de mamarlos.

Si supieran, Maximiliano, si tan sólo se imaginaran, sabrían que no estoy loca, que las locas son ellas. Ayer vino a verme el mensajero del Imperio y me trajo, en un estuche de terciopelo, tu lengua. Y en una caja de cristal, tus dos ojos azules. Con tu lengua y con tus ojos, tú y yo juntos vamos a inventar de nuevo la historia. Lo que no quieren ellas, lo que no quiere nadie, es verte vivo de nuevo, es que volvamos a ser jóvenes, mientras ellas y todos están enterrados desde hace tanto tiempo. Levántate, Maximiliano y dime qué es lo que deseas, qué es lo que prefieres. ¿Te gustaría no haber nacido en Schönbrunn, sino en México? ¿Te gustaría no haber venido al mundo a unos cuantos pasos de distancia de la recámara donde agonizaba el Duque de Reichstadt y del cuarto donde Napoleón Primero le hizo el amor a la Condesa Walewska? ¿Hubieras preferido, dime, nacer en los jardines de nuestra Quinta Borda, que te dieran su sombra los flamboyanes, que te alimentaran en la boca los colibríes, que te arrullara la brisa dulce de las tierras templadas? ¿Te gustaría, Maximiliano, que no te hubieran fusilado en México, haber sido el gobernante justo y liberal de un país grande y próspero donde la paz reinara para siempre, envejecer como un patriarca de barba blanca y morir adorado por tus indios, por todos esos indios mexicanos a quienes también inventamos nosotros, y a los que nosotros mismos volvimos tan ingratos, pero tan ingratos, Max, que no hubo uno solo, uno solo, escúchame, Maximiliano, que cuando ya estabas caído, prisionero, dejado de la mano de Dios, condenado por Juárez, uno que te visitara en tu celda para llevarte una gallina, uno solo que se colgara al cuello un manojo de cactos y de rodillas fuera al templo de la Virgen de Guadalupe para pedirle que salvara tu vida y la vida del Imperio? Ándale, Maximiliano, levántate, que vamos a inventar de nuevo nuestra vida. Vamos al África de cacería con David Livingston para que adornes con cabezas de elefante la Sala Iturbide del Palacio Imperial de México. Vamos al auditorio de Boston para escuchar a Johann Strauss y sus cien orquestas y veinte mil músicos y traerlos a México para que toquen el Vals Emperador en la Plaza de Armas de la capital. Vamos, si quieres, Maximiliano, a dejar una corona de siemprevivas sobre la tumba que le hicieron a Juárez en la Rotonda de los Hombres Ilustres, para enseñarle al indio que los monarcas sabemos perdonar, y que no corre por nuestras venas el rencor. Vino el otro día el mensajero, y era Santos Dumont, ¿sabías, Maximiliano, que inventaron el zepelín y el aeroplano, y que bombardearon Londres y París, y que Santos Dumont me invitó a darle de vueltas a la Torre Eiffel en un zepelín y que desde lo alto vi París entero y me vi jugando en los Jardines de las Tullerías con una pelota roja y mi abuelito Luis Felipe espantaba a los abejorros dorados con su sombrilla negra y te vi en Satory cabalgando al lado del Príncipe Oscar de Suecia, vi Versalles y el Gran Trianón donde fue juzgado el Mariscal Aquiles Bazaine, el Palacio de Saint Cloud al que llegué una tarde en que hacía un calor espantoso, con el corazón hecho pedazos porque sabía que hiciéramos lo que hiciéramos sería inútil, todos nos habían ya abandonado? Levántate, Maximiliano, y vamos a bombardear Sinaloa en un aeroplano con el General Pesqueira, vamos con Santos Dumont en un dirigible a darle vueltas al Valle de Anáhuac, a contemplar desde lo alto la matanza de La Ciudadela que hizo el General Sostenes Rocha por órdenes de Benito Juárez, a ver la entrada triunfal de los Dorados del Norte, a ver la sangre de Francisco Madero y Pino Suárez regada en las calles de la ciudad de México, ven conmigo, Maximiliano, inventaron la lavadora automática, inventaron los semáforos de tres colores y los tanques de guerra, y no me lo dijeron, inventaron la ametralladora, y esas brutas piensan que porque me tienen encerrada y porque estoy siempre sola no me entero de nada, cuando que soy yo la que cada día invento de nuevo el mundo. ¿Y sabes a lo que más le tienen miedo, Maximiliano? A que te invente a ti de nuevo. A que de tu fantasma, de ese fantasma que vaga por los corredores del Hofburgo abandonados por las ratas y los halcones, y por las terrazas del Alcázar de Chapultepec y por las faldas del Cerro de las Campanas, que de ese espectro haga yo un príncipe más alto aún de lo que fuiste en vida, más alto que tu tragedia y que tu sangre. Ándale, levántate, Maximiliano. Pero eso sí, tienes que prometerme que nadie más te va a humillar, que te vas a cuidar, fíjate bien lo que te digo, de Luis Napoleón y Eugenia, de Bazaine y de Bombelles, y del Conde Hadik y de todos tus amigos, porque te quieren envenenar. Si te da catarro, escúchame, Maximiliano, no bebas bálsamo de tolú. Cuídate, Maximiliano, y cuando vayas a Puebla, no bebas rompope en la Casa del Alfeñique, y no aceptes el oporto que te ofrece el General Codrington en Gibraltar y cuando vuelvas a Esmirna, no fumes en narguile. Cuídate, cuídate, Maximiliano, de las barras de chicle que te regale el cojo Santa Anna. Y de la charanda de Michoacán cuídate, y del comiteco que te den en Chiapas. Si quieres hacer el amor con Amelia de Braganza, no bebas agua de cantáridas. No bebas, tampoco, del agua de las Fuentes Brotantes, ni comas cenizas ardientes del Popo. Cuídate, y si regresas a Viena, no bebas café capuchino en la Blauen Flasche, y si visitas la bodega del Hofburgo, no bebas de los vinos medicinales de tu tatarabuela la Emperatriz María Teresa. No comas tunas en Capri, Maximiliano, ni huevos de turrón en Mixqui. Si vas al Parían en Semana Santa, no bebas del agua carmesí coloreada con palo de Campeche. Y cuando vayas a bautizar al hijo de Miguel López, no bebas, Maximiliano, del agua bendita, ni brindes con champaña. Cuídate, Maximiliano: no comas cola de tlacuache en Colimba, y si vas a la Exposición Internacional de París, no bebas esencia de rosas de Adrianápolis ni licor de acacia de la Martinica. Y cuando vayas a Cuernavaca, no bebas de los labios de Concepción Sedano: cuídate, Maximiliano, que están envenenados.