El canciller austríaco Clemens Lothar Metternich, apodado el Gran Inquisidor de Europa, y a quien, gracias a su insistencia y buen gusto se le debe la invención del pastel de chocolate vienés o Sachertorte, afirmaba que el café debía ser caliente como el amor, dulce como el pecado y negro como el infierno. Lo que no impidió que Viena, que había adoptado el hábito de tomar café gracias a la invasión de los turcos —derrotados para siempre el annus mirabilis de 1683 al fracasar el sitio del Gran Visir Kara Mustafá—, le enseñara al mundo cuarenta formas distintas de prepararlo, no siempre caliente, ni dulce, ni negro. Pero Viena, la ciudad cuyas murallas desaparecieron a principios del siglo para dar lugar a la bella avenida conocida como la Ringstrasse, la ciudad fundada por los romanos con el nombre de Vindobona o Vindominia donde murió el filósofo estoico Marco Aurelio y que fuera devastada por la plaga de 1679 —el azote de Dios suele ser más cruel y certero que los alfanjes y las catapultas de los infieles: San Luis Rey murió de peste en la última Cruzada— también le enseñó al mundo la pompa y el esplendor de un barroquismo triunfal y luminoso que conjugó el arte gótico y el renacimiento, la frivolidad y la exuberancia, en templos como el Karlskirche, en palacios como el de Schönbrunn, en monumentos como la Columna de la Santa Trinidad. Y le enseñó la alegría de vivir, el amor por el fausto y la glotonería. Y el amor por la naturaleza: lo atestigua el enorme entusiasmo que despertó en los vieneses el elefante que en 1552 le regaló al Emperador el Gran Turco; el estupor que causó la jirafa que le obsequió a Viena el Virrey de Egipto y que dio lugar a la moda jirafa: bailes, peinados, faldas y maquillajes à la girafe, y la admiración provocada por la pareja de esquimales que trajo del Polo el Capitán Hadlock, y que estuvieron expuestos en el Parque del Belvedere para el asombro inacabable de los habitantes de Viena. No en balde, desde luego, murió en esa ciudad de tifoidea y de miseria, Franz Schubert. Porque Viena prefirió, y también le enseñó al mundo, las delicias de la música fácil, del vértigo del vals y del violín diabólico de Johann Strauss, de la música mecánica que parecía salir de la nada cada vez que los relojes indicaban las medias horas con minués o con gavotas los cuartos de hora; cada vez, en fin, que se abría una ventana o una caja de rapé o se colocaba una bola de marfil en el fieltro azul de una mesa de billar. También los burgueses ricos de Viena, que cada ocho días recibían a domicilio una tina de agua caliente para bañarse, colgaban de los árboles de sus jardines arpas eólicas que tañía el viento venido de los Alpes. Pero por haber sido Viena desde 1556 la capital de los emperadores de la ilustrísima Casa de los Habsburgo, fundadora del principio de la monarquía universal y cuyos dominios se extendieron en el curso de los siglos desde el Portugal hasta la Transilvania, desde Holanda hasta Sicilia y a las cuatro quintas partes del continente americano, también Viena enseñó a bailar, a punta de palos y latigazos a los patriotas del Piamonte. Y a los rebeldes húngaros, los colgó de los patíbulos para que aprendieran a danzar al compás de las alas de los buitres.
En esa ciudad, en el Palacio de Schönbrunn, el 6 de julio de 1832, nació Fernando Maximiliano José, hermano del futuro Emperador de Austria Hungría y futuro Emperador, él mismo, de uno de esos países de América donde un sol deslumbrante colgaba ya del cénit, iluminando una inmensa vastedad de trópicos y desiertos, cuando el sol pálido que alumbraba el Alcázar de Toledo y la Catedral de Viena comenzaba a ocultarse en el horizonte. Conocido más por su segundo nombre —el de su insigne antecesor Maximiliano I, mecenas, cazador de gamuzas y fundador de la rama española de los Habsburgo al matrimoniar a su hijo Felipe el Hermoso con Juana la Loca, y quien se dijo ser descendiente de Príamo y soñó con ser Papa—, Fernando Maximiliano José vino al mundo quince días antes de que en el mismo Palacio de Schönbrunn muriera, quizás de consunción, o quizás víctima de un melón envenenado, un muchacho que tenía un alma de hierro en un cuerpo de cristal, y a quien alguna vez se le conoció con el nombre de Rey de Roma. Unos dicen que sus últimas palabras, de las pocas que pudo pronunciar en su agonía porque la boca se le llenaba de mucosidades sanguinolentas que su fiel sirviente Moll tenía que sacarle con un pañuelo, fueron: «¡Cataplasmas, ampollas!». Otros afirman que gritó: «¡Enjaecen a los caballos! Debo ver a mi padre. Debo abrazarlo una vez más». Es posible, también, que el Rey de Roma, que nunca fue rey y nunca estuvo en Roma, muriera de amor por la madre de Maximiliano, la Archiduquesa Sofía.
En una ocasión el padre del Rey de Roma dijo que prefería ver a su hijo muerto y blanco en el lecho del Sena, que cautivo en las manos de sus enemigos. El triunfador de Wagram y Austerlitz vivió lo suficiente para saber que su hijo había sido capturado por esos enemigos y llevado a la corte de Viena donde le prohibieron hablar en francés, donde se ordenó a los que lo rodeaban que jamás le hablaran de su padre y se le despojó de todos sus recuerdos y de todos sus títulos, y a donde nunca llegaron los objetos que le envió Napoleón desde Santa Elena: sus espuelas y las bridas de su caballo, su pistola de caza, sus anteojos de campaña. Pero el Gran Corso no vivió para saber que unos cuantos años más tarde su hijo, cuando apenas comenzaba a ser un hombre sin dejar de ser un niño, con la piel dura y quebradiza y blanca como el papel, el timo hinchado y cartilaginoso, los dedos engurruñados, el pecho enrojecido por las pomadas eméticas y el cuello punteado por las patas y los hocicos de las sanguijuelas, había muerto, aún cautivo, en el cuarto contiguo a la habitación de las lacas historiadas con oro del Palacio de Schönbrunn donde él, Napoleón el Grande, se acostó con la Condesa Walewska tras de que sus tropas habían cruzado el Danubio en un puente formado con botes para infligirle a los Habsburgo una primera y gran humillación. La segunda, fue la de casarse con María Luisa, la hija del Emperador Francisco, porque a Bonaparte, más que el sabroso y abundante trasero de Josefina, le interesaba un heredero de sangre real que perpetuara su incipiente dinastía. Cuenta la historia que cuando Napoleón contempló el árbol genealógico de los Habsburgo, que del halcón derivaron su nombre y del crucifijo que ha redimido al mundo hicieron su cetro, señaló el nombre de María Luisa y dijo: «Ésta es la matriz con la que quiero casarme». Aunque Napoleón no fue a Viena para la iniciación de las ceremonias nupciales, y en su lugar envió como apoderado al Príncipe de Neuchâtel, que además debería escoltar a María Luisa a París, gracias a Mälzel, el genio que había inventado al jugador de ajedrez autómata y que con infinita paciencia y milagrosa habilidad había creado orquestas y bandas militares minúsculas y mecánicas, el pueblo de Viena tuvo oportunidad de ver cómo aparecían en el balcón de una casa del Kohlmarkt dos grandes muñecos, de corazón y tripas hechos con engranajes y resortes, que eran idénticos a la pareja imperial. La multitud los ovacionó y lloró de la emoción. Napoleón y María Luisa saludaron al pueblo, a los hombres y mujeres, niños y viejos que, vistos desde el balcón, parecían también diminutos artificios mecánicos, y que cuando ellos se retiraron siguieron aclamándolos en las calles de París. Menos de un cuarto de siglo antes, otra Habsburgo, otra austríaca que también fue soberana de Francia y también tuvo un hijo que nunca llegó a reinar, fue escarnecida por el vulgo parisiense y su cabeza, que se había vuelto blanca en una noche, rodó en el patíbulo levantado en la Plaza de la Concordia. Ese mismo vulgo, voluble hasta el desvarío, volvió a enaltecer el nombre de María Luisa cuando dio a luz al heredero de Napoleón, que nació con la cara negra y casi muerto, que sólo lanzó su primer chillido cuando le humedecieron los labios con coñac. Ciento un cañonazos y una lluvia de boletines arrojados por la aviatriz Madame Blanchard desde un globo aerostático anunciaron la buena nueva con la que el cielo bendecía a Francia y a sus soberanos, y diez mil poetas compusieron versos en honor del Rey de Roma, al que se le llamó además desde pequeño Napoleón II. Pero pocos fueron los que conocieron todos los nombres: Napoleón Francisco, Carlos, José, que se le dieron primero en el bautizo privado de la Capilla de las Tullerías, y después en el bautizo estatal en Nuestra Señora de París el día en que, envuelto el infante en oro y armiño, su padre lo mostró a la multitud alzándolo sobre su cabeza en la misma forma en que Eduardo I había mostrado al pueblo inglés al primer Príncipe de Gales. París, Francia entera, volvieron a iluminarse, y los marchantes extendieron en las calles y exhibieron en sus tiendas las tapicerías, la loza, los abanicos, los biombos, las cajas de música, las medallas, los parasoles, las estampas coloreadas y los grabados que conmemoraron el bautismo. En la cuna del Rey de Roma se prendió, con alfileres, la cruz de la Legión de Honor. Encima de su cabeza colgaba la Orden de la Corona de Hierro. Antes de cumplir tres años había ya vestido el uniforme de oficial de los granaderos franceses y el de coronel de los lanceros polacos. Pero poco le duró, también, el nombre único: François, que su padre eligió entre todos sus nombres y sus títulos para llamarlo y sentarlo en sus piernas y besarlo, y hacerle muecas frente al espejo y colgarle de la cintura su enorme espada y jugar con él a las batallas en las alfombras del Palacio de las Tullerías y decirle François tú serás el segundo Alejandro de la historia: el día en que extiendas el brazo el mundo será tuyo, porque cuando partió con su madre camino a Viena para nunca más volver a Francia, y su padre, solo, rumbo a la Isla de Elba llevando junto a su pecho la miniatura que lo había acompañado en los helados campos de Beresina y en las calles de Moscú devoradas por las llamas, y que representaba a su hijo montado en un cordero, el pequeño Rey de Roma dejó de llamarse François para comenzar a llamarse Franz. El Archiduque Franz. Después, por un tiempo, fue Príncipe de Parma. Más tarde, y hasta el día de su muerte, fue el Duque de Reichstadt, alias El Aguilucho. Hubo poetas que lo llamaron Astiánax —al compararlo con el hijo de Héctor, apresado por los troyanos, y al que Ulises arrojó desde una de las torres más altas de Troya— cuando supieron que, despreciado por la Casa de Austria porque en sus venas corría la sangre plebeya del aventurero corso, y codiciado por la misma Casa de Austria porque en sus venas corría la sangre real de los Habsburgo, se le había dado un palacio por cárcel. Pero en ninguna de las habitaciones y las enormes salas de Schönbrunn: ni en la Sala del Carrusel, ni en el redondo Cuarto Chino ni en la Sala del Millón, encontró El Aguilucho las sillas forradas con terciopelo que en sus anchos respaldos ilustraban el Río Tíber y las Siete Colinas de Roma. Tampoco encontró nunca los platos de Sevres que Napoleón mandaba hacer para que allí sirvieran los alimentos del Rey de Roma, y que ilustraban batallas famosas, monumentos de París, extractos del Código Napoleónico, las cataratas del Niágara. No estaba allí, para echarle los brazos y para que ella hundiera el rostro en sus bucles dorados, Mamá Quiou su amada aya, quien por instrucciones de Metternich había sido enviada de regreso a Francia, y no estaba su madre, la cual por órdenes del Emperador Francisco se fue a vivir a Parma transformada en gran duquesa, y allí, entregada en cuerpo y alma a un mariscal tuerto que la hizo concebir más de un bastardo, se olvidó de Napoleón, del amor que el corso tenía por el hijo de ambos y de la devoción que siempre tuvo por ella y cuya primera prueba se la dio el día en que hecha un mar de lágrimas llegó a París y se encontró que por órdenes del Emperador de Francia todos los muebles y los objetos que ella tenía en su recámara del Hofburgo habían sido trasladados a las Tullerías para reconstruirla hasta el último detalle: y allí estaban su cama y las cómodas y las sillas y las alfombras y los retratos de Papá Francisco y de su madrastra, y los relicarios y su polvera y los pájaros en sus jaulas y sus espejos y sus cortinas y, vivo, gordo y babeando, su perro favorito.
Cuando el Archiduque Franz, alias El Aguilucho extendía el brazo, no era para apoderarse del mundo sino para que su mentor, el Conde Dietrichstein, le diera un varazo en la palma de la mano por haber dicho algo en francés. Sin embargo, más le dolían estos varazos a algunos bardos de Francia, que se imaginaron, como uno de ellos escribió, que el pequeño Jesús de las Tullerías sería el futuro Cristo de Schönbrunn. Pero El Aguilucho, además de aprender el alemán y los otros idiomas que debía saber un archiduque, y nociones de las otras lenguas que debía conocer un príncipe del Imperio que dominaba entre otros a checos y magiares, polacos y rumanos, italianos y servocroatas, además de aprender la historia del Sacro Imperio Romano, cuya corona poseyeron los Habsburgo durante casi trescientos sesenta años, y de aprender los artificios y vericuetos del ceremonial y del protocolo de la corte austríaca y de cómo se esperaba que él se comportara, no sólo como nieto del emperador o como futuro miembro del ejército imperial sino quizás algún día como Rey de Bélgica o de Polonia: sin la altanería ni la soberbia de la que fue en un tiempo la rama española de los Habsburgo, pero sí con la dignidad y la grandeza, la generosidad que había distinguido a la rama austríaca desde el reinado de María Teresa; además de todo esto, El Aguilucho aprendió a hacerse querer de su abuelo, de sus tutores, de su abuelastra, de los soldados austríacos, de los vieneses.
Rubio, pálido, de ojos azules y grandes, más parecido a su padre que a María Luisa, pero con una hermosura que no tuvo ninguno de los dos, callado, serio y tierno, obediente y juicioso. El Aguilucho se transformó en un espléndido jinete, en un estudioso de la artillería y de las artes de la fortificación, de la logística, y juró que aplastaría no sólo a los rebeldes de Parma que se habían levantado contra la gran duquesa, sino también a todos los enemigos del Imperio Habsburgo. Pero uno de los pocos que jamás lo amaron, el Canciller Metternich, sabía muy bien que El Aguilucho nunca se atrevería a combatir contra Francia o los franceses: sus espías le contaron que El Aguilucho, quien tuvo además que aprender el francés como idioma extranjero tras haberlo olvidado como idioma natal, había traducido en secreto a esa lengua para aprendérselo de memoria, palabra por palabra, el libro «La Batalla de Waterloo» en el que el Conde Antón von Prokesh rendía un homenaje al Gran Corso.
Desafortunado Rey de Roma, que mientras más le crecían las piernas más se le estrechaba el tórax y se le afilaba la cara. Pobre François que cuando fue nombrado capitán de infantería a los quince años, perdió la voz cuando daba órdenes a un batallón. Desgraciado Duque de Reichstadt que un día se le decoloraron las puntas de los dedos, y otro día comenzó a escupir esputos sanguinolentos, le dio dispepsia y tos crónica, le salieron almorranas, el cuello y el cuero cabelludo se le cubrieron de costras, se desmayó en medio de la calle y le prohibieron la esgrima, le prohibieron bailar el vals torbellino, cabalgar a la orilla del Danubio. Infeliz Aguilucho que cuando ya no lo sostenían las piernas su abuelo lo nombró coronel. De nada sirvieron las recetas y las pócimas del Doctor Malfatti, de nada los cuidados y el cariño de su tía la Archiduquesa Sofía de Baviera, apenas unos cuantos años mayor que él, y a quien comenzaban ya a apodar la Archiduquesa Amorosa y Madame Putifar. De nada sirvieron tampoco las cataplasmas de mostaza y la leche de burra diluida con agua de seltzer y agua de Marienbad. El 22 de julio de 1832, un viajero que pasó por Viena se detuvo frente a Schönbrunn, vio las dos águilas de piedra que Napoleón ordenó se colocaran en la entrada principal del palacio para conmemorar la caída de la ciudad, y que a los austríacos se les olvidó quitar de allí, y dijo: «Una de estas dos águilas habrá, sí, muerto en la Isla de Santa Elena de tristeza, desolación, nostalgia o impotencia, o quizás envenenada con arsénico; pero la otra pronto levantará el vuelo para reconquistar a Francia». Cuando el viajero dijo esto, a esas mismas horas el Duque de Reichtadt, empapado en sudor, abrasado por la fiebre, con las piernas cada vez más hinchadas y la boca llena de sangre fresca, el bazo hipertrofiado, las glándulas mesentéricas hinchadas y endurecidas y los ojos bailando en las cuencas en busca del fantasma de su padre, o de su retrato al tamaño natural y de su espada, que fueron los dos únicos recuerdos del Gran Hombre que Metternich permitió que conservara, moría en una habitación de ese mismo palacio. Unos dicen que de tuberculosis. Otros que Metternich, que nunca creyó conveniente para Austria tener en el trono de Francia a alguien que un día, de pronto podía resultar más Bonaparte que Habsburgo, al darse cuenta de la fragilidad de El Aguilucho le propició los favores de la célebre y bella Fanny Elsler y de otras bailarinas y cortesanas como Mademoiselle Peche y una condesa polaca, en cuyos brazos y lechos, muslos y pechos el infeliz, desventurado Franz fue dejando la vida. Otros más dicen que el propio canciller le envió de regalo un melón envenenado, y que El Aguilucho había muerto virgen. Otros más dijeron que no, que había sido virgen sólo hasta el momento en que la archiduquesa se había dado cuenta de que ya era un hombre, y que si hubo algo que le envenenó el alma y le consumió el cuerpo, fueron sus amoríos con la archiduquesa, y dijeron más, dijeron las malas lenguas que El Aguilucho era el padre del niño que nació dos semanas antes de su muerte, y que se llamó Fernando Maximiliano y que sería, muchos años después, Emperador de México.
Las campanas de la Catedral de San Esteban tañeron a duelo, y los barqueros que navegaban por el Danubio rumbo al Mar Negro; los conductores de los Zieselswagen con calzones cortos y azules y sombreros de copa que deambulaban por la Landstrasse; los archiduques y las princesas de la corte; los niños cantores de Viena; los lacayos con sombreros de tres picos y chaquetas bordadas con oro; los violinistas de los cafés; los soldados de caballería de largas túnicas azul cielo, pantalones púrpura y cascos empenachados; los burgueses que hacían pic-nics en el Prater; los relojes musicales; los valses; los bosques; el viajero que se había detenido frente a Schönbrunn: todo el mundo, todas las cosas lloraron, en Viena, a El Aguilucho. Hasta el propio Emperador Francisco, que sollozó como un niño con la muerte de su nieto adorado. Pero nadie lo lloró más que la Archiduquesa Sofía, que de la enorme pena se quedó sin lágrimas y se quedó sin leche. Nunca se sabrá si Sofía y El Aguilucho pasaron más allá de tocarse la punta de los dedos cuando caminaban por los Jardines de Schönbrunn y bebían de sus fuentes; nunca se sabrá si fueron más allá de besarse las manos cuando leían, juntos, a Byron, en voz alta, en los oscuros corredores del palacio. Y si fue verdad que Fernando Maximiliano era hijo de El Aguilucho, nunca se sabrá si fue engendrado tras innumerables noches en que ambos descubrían una y otra vez el calor y la hermosura, la juventud y el fulgor, la suavidad de sus cuerpos, o si fue el producto de un solo coito apresurado, súbito, lastimoso, que pudo haber ocurrido tras una cortina de brocado en un retrete hediondo, en las rosas de la alfombra del teatro rococó donde María Antonieta le puso una zancadilla a Mozart o en la cabaña del jardín que El Aguilucho construyó de niño con sus propias manos tras haber leído Robinson Crusoe y haberse imaginado a su padre como otro solitario, abandonado por los hombres y dejado de la mano de Dios, en otra isla inalcanzable y desierta. Lo que sí se sabe con certeza es que un día la archiduquesa y El Aguilucho se arrodillaron ante el altar de la capilla real de Schönbrunn. Ella le había pedido que fueran a orar, juntos, para que Dios lo aliviara. Él no supo que iba a comulgar por la última vez en su vida, y que ellos y el sacerdote no eran las únicas personas que había en el templo: tras una puerta, y en silencio, estaban los archiduques y los chambelanes y todos los dignatarios de la corte que de acuerdo al protocolo debían estar presentes cada vez que un Príncipe de Austria recibía el último sacramento, y que casi sin saberlo y sin creerlo fueron testigos mudos, casi cómplices, de esa especie de matrimonio casi secreto y adúltero, inocente casi. Otras personas, en fin, dicen que de su muerte no se debe culpar a la tisis, al amor, o a las frutas envenenadas, porque el Rey de Roma, El Aguilucho que nunca llegó a ser águila, en realidad murió de vergüenza por haber sido huérfano, por haber sido un rey sin reino, un príncipe sin principado, un coronel sin soldados, un emperador sin imperio.
La cuna de El Aguilucho, obra maestra de la orfebrería, prodigio de plata esterlina y madreperla, incrustada de abejas napoleónicas, en uno de sus extremos la figura de la gloria y en el otro un aguilucho a punto de alzar el vuelo, se encuentra en un museo de Viena, la ciudad donde murió. En esta ciudad descansaron también sus restos junto a aquellos de los emperadores y príncipes Habsburgo de la Casa de Austria, en un sepulcro de la Iglesia de los Capuchinos en cuya lápida estaban inscritos todos los títulos que Austria y el destino le habían arrebatado al Rey de Roma. Más de cien años después de su muerte, un austríaco paranoico que soñó con ser rey del mundo ordenó que sus restos fueran llevados a París, la ciudad donde nació, y colocados junto al sepulcro de su padre, Napoleón el Grande.