Nevaba en París. Nevaba en el Puente D’Alma. Nevaba en la Rue Rivolí por donde pasaba Cleopatra, recién bañada en champaña y leche de burra.
«El Senado romano presenta sus respetos a la República de Venecia», dijo el senador romano de albeante toga blanca al noble veneciano de casaca con mangas doradas que casi llegaban al suelo.
«Ah, ¡Venecia, Venecia! Nada más fácil en este palacio que presentarle sus respeto a Venecia, mi querido Senador, porque aquí se encontrará usted a Venecia, o por lo menos a su fantasma por todas partes, y sobre todo en el gabinete del emperador bajo el mapa del nuevo París».
Éste era el París donde caía la nieve. En sus puentes, en sus árboles, en las avenidas por las que pasaban las reinas de Saba.
«No comprendo, Su Majestad».
«¿No dicen acaso las malas lenguas que el espíritu de Venecia vaga por los corredores de las Tullerías?».
Y era éste el palacio, las Tullerías, que esa noche resplandecía bajo la nieve, con todas sus ventanas iluminadas, al que iban las náyades con antifaces de terciopelo color aguamarina.
«Su Majestad… yo no me atrevería…».
«Yo no soy Su Majestad», dijo el noble veneciano, «y por eso sí me atrevo a repetir frases como ésa que, no porque vengan de un extranjero, son necesariamente falsas o calumniosas. Le suplico, pues, que no me llame Su Majestad. Yo también, ¿no le parece una extraordinaria coincidencia?, soy senador».
El senador romano inclinó la cabeza. No le habían quedado rastros de nieve en el pelo.
«¿Me permitirá usted una observación pertinente?», dijo. «Por el ancho de las mangas, el vestido me parece más el de un dogo que el de un senador».
«Vamos, vamos, mi querido Príncipe: no sea usted tan exigente. Tampoco llegué a las Tullerías en el Bucentoro. Ni siquiera en una modesta góndola. Considéreme usted su igual».
«Muchos siglos separan a Roma de Venecia».
«Pero sólo un centenar de leguas de tierra firme. La misma tierra italiana donde ambos: usted y yo… o quizás debería decir mejor: donde ustedes y nosotros tenemos los pies».
«Su Majestad…».
Y por la escalera de la emperatriz, cada vez que entraba un gladiador o una diosa griega, se colaba un poco de nieve.
«Prescinda de una vez por todas de ese título, y yo le prometo no llamarlo más Su Alteza o mi querido Embajador. Por lo menos, hasta que llegue el momento de quitarse las máscaras».
«El Señor Senador es muy ingenioso…».
«Signore Procurante: ése es mi nombre», dijo el noble veneciano y se inclinó. Las mangas rozaron el suelo y, de haber nevado dentro del Palacio de las Tullerías, algo de nieve casi tibia hubieran recogido.
«¿Tengo entonces el gusto de conocer una invención de Voltaire?».
«En cierta forma, sí. Soy un hijo del Siglo de las Luces y admirador de soberanos que hicieron todo por el pueblo, pero sin el pueblo. José II, Federico el Grande que tanto amor tuvo por la cultura francesa y que fue amigo del propio Voltaire… pero quizás hice mal en mencionar a Federico el Grande, cuyo recuerdo, me imagino, no es grato para ustedes…».
«Si Su Majestad se permite hablar como francés, yo lo haré como alemán: las rencillas del pasado pertenecen a eso, al pasado. José II y Federico el Grande fueron, ambos, dos grandes monarcas del pueblo alemán».
«¿Yo? ¿Me llama usted francés?».
Aquél debía ser un cazador persa, con ese enorme caftán, o algo por el estilo. Lo acompañaba una salamandra.
«Todo es relativo. Mire usted, por ejemplo», continuó el noble veneciano con máscara que parecía el rostro de un pájaro: «la cultura francesa pertenece al mundo. Napoleón I, que era corso, perteneció a Francia. Y yo…».
«¿Usted?».
«Yo, mi querido Senador, como hombre cosmopolita, pertenezco a Europa y me he comprometido a luchar por la libertad y la dignidad del hombre en todo nuestro continente. Pero sólo podemos alcanzar esa meta hasta que prevalezca la paz. Y alcanzaremos la paz hasta que…».
El noble veneciano miró distraído a Ariadna con su corona de oro y astros, acompañada por Baco con aretes, collar y otros colgajos de uvas verdes y púrpuras. El musculoso lacayo que los seguía, semidesnudo, era sin duda la constelación de Hércules arrodillado.
«Pero decía usted…».
«Ah, sí, que yo, como veneciano, lucho por la liberación de Venecia… ¿no le parece lo más natural del mundo?».
«¿Y no le parece al Signore Procurante que lo más natural del mundo es que los dueños de Venecia no deseen desprenderse de ella?».
«¿Dueños? Mmmm… Usted sabe que hay una oferta de por medio que, si es aceptada, contribuirá en gran medida al engrandecimiento de la Casa de Austria…».
«El trono de México, Su Majestad, podría contribuir al engrandecimiento de su fama… eso, si la aventura tiene éxito, si no…».
«Por favor, no la llame usted aventura: se trata de una empresa muy seria».
«Pero no haría nada por el engrandecimiento del poder efectivo de la Casa de Austria, de su territorio…».
Estaba allí todo el mundo. Estaban, también, todos los siglos. Jóvenes filósofos con chitones dóricos y clámides blancas. Enrique VII según un cuadro de la escuela de Holbein. Lansquenetes con picas que habían participado en il sacco di Roma. La Duquesa Urbino pintada por Piero della Francesca.
El noble veneciano se rascó la cabeza.
«Las mangas anchas no son exclusivas de los antiguos dogos de Venecia», dijo. «También las tienen los magos. Merlín, por ejemplo. Yo no puedo, como él, transformarme en galgo o conejo, pero sí podría sacar de estas mangas más de una sorpresa. Tampoco le prometo que el Imperio Romano volverá a extenderse desde el Océano Hibernicus hasta la Arabia Pétrea… siempre me han encantado esos nombres: Arabia Pétrea, Arabia Feliz… Pero, ¿no querrían, los herederos del Sacro Imperio Romano fundado por Carlomagno, no desearían, me pregunto, agrandar sus dominios hacia el oriente del Danubio?».
De las ventanas que tenía el inmenso y altísimo Salón de los Mariscales del Palacio de las Tullerías, seis daban a la Plaza del Carrusel y una al jardín. A través de ellas se podía ver que seguía nevando en París.
«¿Agrandar el Imperio Austríaco al oriente del Danubio? ¿Ahora que hemos retirado nuestras tropas de los principados para que en ellos se consolidara un nuevo país, Rumania? Me atrevo a pensar que esa oferta, Su Majestad, llega demasiado tarde».
Nevaba sobre París. Nevaba en L’Avenue Montaigne. En la fosa común del cementerio de Montmartre. Nevaba en las fortificaciones de la Puerta de Clignancourt y en las aledañas casuchas miserables, y sobre la piel de los tigres del Punjab y los leopardos de Afganistán del zoológico de París.
«Mi querido Senador: el hecho de que el Sultán de Turquía haya expresado hace… ¿cuándo fue? Bueno, hace unas semanas su acuerdo para la unificación de Moldavia y Valaquia, no quiere decir nada: Rumania no es todavía un país. Es sólo un nombre. Para llegar a ser un país de verdad no le vendría mal la protección temporal de una o varias potencias. Nada está escrito sobre el mapa de Europa».
Y había nevado también sobre las plumas de quetzal del inmenso penacho de la princesa azteca que ocultaba su cara tras una máscara de jade.
«Por lo visto», dijo el senador romano, «también el espíritu de México vaga por las Tullerías».
«Le juro a usted que se trata sólo de otra extraordinaria coincidencia. Ignoro quién es la dama que ha tenido tan feliz atrevimiento».
Tristán de Leonís y Lanzarote del Lago intercambiaban sus espadas y se besaban cien veces. Parecían dos hombres, pero podían ser dos mujeres.
«Cómico, una princesa azteca en medio de la nieve, ¿verdad, Senador?».
«Sí, cómico. Y absurdo. Tan absurdo, me atrevo a sugerir, como una carroza dorada en medio del trópico. Me temo, Su Majestad, que no sólo serán necesarios muchos cañonazos para sentar a un príncipe europeo en el trono de México, sino muchos más para sostenerlo».
«No, no creo que sea una empresa tan difícil. El pueblo mexicano ya perdió toda su antigua grandeza. ¿Ha leído usted a ese historiador americano, Prescott? Me parece que es él, sí, quien lo comparaba al pueblo egipcio y al griego: son razas conquistadas, mi querido Príncipe, que nada tienen ya que ver con la civilización de sus antecesores».
«México tiene muchos años de ser una república».
«México tiene muchos años de ser un desastre. Y dígame usted: si la propia Francia ha demostrado no estar madura para ser una república, ¿por qué lo va a estar México? ¿Por qué lo van a estas esos pobres países hispanoamericanos que se pasan la vida en revoluciones? Y ahora que hablaba usted de una carroza en el trópico: ¿qué me dice Su Alteza del Brasil, un país que ha tenido más de un cuarto de siglo de paz y prosperidad bajo el reinado de Pedro II? Ferrocarriles, carreteras, nuevas industrias: eso es Brasil. Sí, una carroza real en medio del trópico, pero una carroza con chimeneas, mi querido Príncipe, que se mueve a vapor sobre rieles de acero como todo el progreso moderno, que a su vez, o camina a grandes pasos, o no es progreso. Ya lo ve usted con Suez. Comenzamos a excavar el canal con palas y cubetas, y ahora hemos desarrollado métodos increíbles, gracias al genio de De Lesseps, y por si fuera poco lo hemos convertido en una fuente de riqueza para el pueblo francés. Todo el mundo, en París, tiene acciones del canal: los peluqueros, los albañiles, los carniceros. Después seguiremos con un canal en Nicaragua, o en Panamá, quizás…».
El noble veneciano soñaba. Contempló a Diana Cazadora con turbante de pieles y carcaj al hombro, que se abría paso seguida por dos lacayos que llevaban un cervatillo muerto, listo para el asador. La Reina de las Abejas movía sus alas de tul transparente, y a su alrededor danzaban unos enanos disfrazados de zánganos. Danzaban y zumbaban.
«Pero México es un país más violento que Brasil. Un emperador, allí, podría tener el mismo destino que tuvo William Walker en Centroamérica o Raousset Boulbon en el propio México…».
«Curioso, sí, curioso que Walker y Boulbon comenzaran, los dos, por invadir Sonora, y los dos murieran ejecutados… Pero por Dios, mi querido Senador: no podemos hacer comparaciones. Me permito recordarle que Walker era un aventurero, un pirata. Nosotros enviaremos a un príncipe de sangre real, que contará además con el apoyo material de las potencias europeas y el respaldo del ejército francés».
«Walker contó con el apoyo de los Estados Unidos para conquistar Nicaragua».
«Nosotros contaremos con el apoyo de la Confederación».
«Mi condición de senador romano me permitirá preguntarle al Signore Procurante: ¿qué hay de los rumores que dicen que Tejas y la Luisiana le serían cedidas a Francia si ésta reconoce a la Confederación?».
Brillaban por su ausencia los arlequines, que tanto habían abundado en los bailes del austero reinado de Luis Felipe. En cuanto a los dóminos, el sencillo disfraz era exclusivo de los agentes de seguridad: Luis Napoleón no quería morir, como Gustavo de Suecia, asesinado en un baile de máscaras.
«Usted lo ha dicho, Senador: son rumores. Sí, confieso que me gustaría reparar algunos errores históricos de Francia, en los que mi ilustre antecesor tuvo mucho que ver… La Luisiana… y pensar que Bonaparte dijo entonces que con la Luisiana había dado a Inglaterra un rival marítimo que pronto abatiría su orgullo. Si pudiéramos retroceder en el tiempo, Senador, yo convencería a Napoleón a seguir el consejo de Colbert, quien dijo que Francia siempre debería estar presente en la Luisiana y en Santo Domingo. Pienso que si hubiéramos reconocido el gobierno de L’Ouverture, no hubiéramos perdido Haití. ¿No lo cree usted? Y después de la derrota del Nilo, mi tío debió haber insistido en la reconquista de nuestro poderío en la India… Pero ya ve usted, los ingleses se afianzaron en la India con Clive, y ahora ese país es uno de los pilares del Imperio Británico… Si me permite usted le diré, volviendo a Raousset Boulbon, que él era un caso diferente…».
«¿Por ser francés?».
«Por ser europeo. Por haber sido uno de los que advirtieron que el poderío de los Estados Unidos crecería tan rápido que en diez años no se dispararía en Europa un solo cañón sin su permiso… claro que se trata de una exageración, y aparte ya lo había señalado Tocqueville también, hace más de treinta años, cuando dijo, usted lo recordará, que los Estados Unidos y Rusia parecían destinados por el cielo a gobernar, cada uno, la mitad del mundo… Pero no vamos a dejar que Tocqueville y Raousset se conviertan en profetas, ¿verdad?».
«Supongo que habrá que agradecerle a Francia y a Inglaterra que hayan derrotado a los rusos en Crimea».
«Y a los confederados, mi querido Senador, los tiros disparados en Fort Sumter, que han convertido a los Estados Unidos en Estados Desunidos. Es una lástima que ustedes no participaran en Crimea… Pero cumplimos nuestro objetivo, que era limitar a los rusos dentro de sus propias fronteras. Aunque algunas veces me pregunto si no hubiera sido mejor repartirse a Turquía en lugar de apoyarla… Austria, como le dije al Archiduque Maximiliano, hubiera agrandado su territorio con Albania y Herzegovina…».
En cambio había una dama disfrazada de árbol, de cuyos brazos colgaban varias manzanas de terciopelo rojo. Dos o quizás tres macaroni de fines del siglo XVIII, con sus largas pelucas de bucles prodigiosos y sus zapatillas diminutas de enormes hebillas doradas que la nieve había manchado, hacían gárgaras con champaña.
«¿Por cuánto tiempo más, Su Majestad?».
El noble veneciano comentó que la peluca de los macaroni le recordaba la que solía usar el primer rey de los Hohenzollern para ocultar su joroba, y agregó:
«¿Por cuánto tiempo más qué…?».
«¿Por cuánto tiempo más seguirán siendo los Estados Desunidos? El Norte cuenta con mayores recursos».
«El Sur, con un ejército más poderoso».
«El Norte está en capacidad de triplicar el número de sus soldados en un plazo relativamente corto».
«Mi querido Senador, el Norte defiende “La Cabaña del Tío Tom”. El Sur, todo un sistema económico, un sistema de vida al que no va a renunciar fácilmente. Recuerde usted que tiene tres millones de esclavos».
«El enemigo dentro de su propia casa».
«Les podríamos proporcionar una válvula de escape, estimular la emigración de negros al Imperio Mexicano… Hay un americano, un tal Corwin, que tiene ideas muy interesantes al respecto…».
«Pero si los confederados se han lanzado a una guerra para defender la esclavitud, no creo que estuvieran dispuestos a desprenderse de los negros…».
«Yo me refiero a una emigración limitada…».
Había también dos o tres conquistadores españoles con antifaces de acero, y estaba allí el matrimonio Arnolfini y los seguía un lacayo que sostenía a la altura de su rostro un espejo cóncavo, ¿o era convexo?
«O si el Senador gusta ponerlo en otras palabras», continuó el noble veneciano, «hablaría de un pago. El Imperio Mexicano reconocerá a la Confederación, y ésta le pagará su ayuda al Imperio con recursos humanos…».
«México, entonces ¿compraría esclavos?».
Y longobardos con túnicas de lino bordeadas por franjas de oscura piel espesa.
«Compraría su libertad. Haremos de México la nueva Liberia. ¿Sabe usted? La Emperatriz, siempre tan interesada en historia, estaba encantada el otro día cuando le dije que la palabra Liberia viene de “Libertad” y que el nombre de su capital, Monrovia, del nombre del Presidente Monroe —el mismo de la doctrina que ahora nos da tanta lata—, a quien se le ocurrió crear ese país para que allí se fueran a vivir los negros americanos en libertad… ¿Y qué pasó? Sólo se fueron unos cuantos que subyugaron a los pobres negros locales… un fracaso… No, no queremos en México nada que se parezca al estado esclavista que Walker quería fundar en Nicaragua. Desde el momento en que pongan un pie en territorio mexicano, los esclavos adquirirán su libertad».
«No creo, Signore Procurante, que tal clase de inmigración pueda mejorar la raza latina…».
Y para que no se dañaran las alfombras o el parquet de los salones del Palacio de las Tullerías, las cortesanas griegas habían prescindido de las sandalias doradas en cuyas suelas, con puntas de clavos, estaba escrita al revés la palabra «sígueme» para que quedara, escrita al derecho, en la tierra o el polvo de las calles y los caminos. O en ese caso en la nieve, porque seguía nevando en París.
«México tiene un territorio enorme con grandes zonas despobladas. Los distribuiremos de manera estratégica. Además, cuando decimos que este proyecto tiene como objeto la protección de la latinidad en Hispanoamérica, no nos referimos a la protección de la raza. No se trata del color de la piel. Se trata de defender las tradiciones y la cultura latinas y en última instancia las tradiciones y la cultura europeas que pertenecen también a millones de indios de ese continente».
El noble veneciano tomó del brazo al senador romano y comenzó a caminar, alejándose de la orquesta.
«Juárez», continuó, «se nutre con el espíritu de Rousseau como nosotros y no con la filosofía política de los aztecas o de los incas, si es que tal cosa existió alguna vez».
«El espíritu de Rousseau no parece ser el mismo del que se nutren los mexicanos monárquicos. Gutiérrez Estrada, por ejemplo…».
«Ah, por favor no me hable de ese energúmeno. ¿Sabía usted que la sola mención de su nombre le da escalofríos a la Emperatriz? Dice que le recuerda a Felipe II. A un Torquemada. Pero no se preocupe, Gutiérrez Estrada se quedará tranquilo en su Palacio Marescotti. No puede vivir sin besarle las sandalias al Papa… En cuanto a los otros… siempre se les podrá dar puestos diplomáticos en las cortes europeas».
Algunas ninfas se pintaban los labios usando como espejos las bruñidas corazas plateadas de los guardias palatinos.
«En fin», agregó el noble veneciano. «Hablaba yo de tradiciones. Estará usted de acuerdo en que, de todas ellas, la más importante es nuestra fe católica y su defensa el objetivo primordial del proyecto. La catolicísima Casa de Austria, martillo de los herejes como la llamó Laurens Gracián, sin duda comparte este interés».
La Señora Noche, cubierta con un largo manto de terciopelo azul tachonado de estrellas y en la cara una máscara de luna llena y contenta, bailaba con un decapitado que a juzgar por su cabeza, colocada en una charola de plata sostenida por un lacayo, debía ser Carlos I de Inglaterra.
El noble veneciano se detuvo, soltó el brazo del senador romano y le tocó el pecho con la punta de los dedos.
«Le voy a pedir una vez más que trate de influir a Viena. Es necesario que Su Alteza el Archiduque Fernando Maximiliano se decida de una vez por todas. Es decir, de manera oficial, pública, porque sabemos que ya está convencido».
«¿Puedo preguntar cómo lo sabe il Signore Procurante?».
«De muy buenas fuentes. Sus Altezas el Archiduque y la Archiduquesa toman clases de español varias horas a la semana. La Princesa Carlota devora los libros sobre leyendas mexicanas, y el Príncipe está embebido en Humboldt, en Mathieu de Fossey y en otros viajeros que se encargaron de describir las maravillas y las riquezas de México. Y espere usted que nuestro ilustre Michel Chevalier acabe de rendir su informe. Le mostraré algunas estadísticas que hablan por sí solas. ¿Sabía usted, por ejemplo, que las importaciones de México procedentes de Francia casi quintuplican sus exportaciones a nuestro país? No podemos desperdiciar ese mercado ni el gigantesco potencial minero de México. Sí, ya sé que en el parlamento se ha dicho que Sonora podría resultar un mito, como la California. Pero no es así. Walker y Raousset sabían muy bien lo que querían. Sonora tiene inmensas cantidades de plata. Y dígame usted: ¿va a dejar Europa, vamos a dejar nosotros que nos arrebaten toda esa riqueza? Ya hace tiempo que los norteamericanos comenzaron la conquista económica de Sonora. Han invertido allí millones de dólares. Y el día menos pensado el gobierno de Juárez firma otro tratado y les entrega todo el territorio sonorense».
«Europa ya tiene intereses en México. Los ingleses controlan todas las minas de plata de la región central del país».
El noble veneciano tomó de nuevo del brazo al senador romano y comenzó a caminar con pasos pausados.
«No sólo eso: las exportaciones de Inglaterra a México casi triplican las nuestras. Y si los dejamos construir más ferrocarriles en México, van a sacar todo de allí. Pero me extraña que usted considere a los ingleses como europeos. En más de un sentido, Inglaterra no es Europa. O digamos que podemos considerar a los ingleses como europeos cuando así nos convenga, y como bárbaros o vikingos o lo que usted quiera, cuando resulte adecuado a nuestros intereses. Al fin y al cabo ellos, y nada más que ellos, son los culpables de que haya en América veinte millones de yankees, los nuevos vándalos de la historia, que quieren robarse todo el continente, principiando por su nombre, que ya se lo adjudicaron».
«A propósito de Inglaterra, le confieso que me resultó un tanto… un tanto extraño el que se solicitara el apoyo de una nación protestante para una empresa destinada a defender la fe católica…».
«Senador, una de las virtudes más estimadas de un gobernante es el pragmatismo. Me permitiré recordarle que nuestro ilustre Cardenal Mazarino acudió al auxilio de quien fue no sólo protestante acérrimo, sino además regicida: Cromwell. Y que Francisco I buscó, y logró, la alianza de Solimán el Magnífico… Y bueno, si es verdad que la clase acomodada inglesa desea el triunfo de los confederados, el Imperio Mexicano no hará sino consolidar sus intereses. Sí, necesitábamos el apoyo de Su Majestad Británica y gracias a Dios, o quizás gracias a Alberto, lo obtuvimos… Extraordinaria mujer, Victoria, ¿no le parece?».
«Me dicen que está inconsolable por la muerte del Príncipe Alberto».
«Ah, no sabe usted cómo disfrutaron todas sus visitas a Francia. Saint Cloud siempre le pareció a Victoria un palacio de cuento de hadas. Y en Versalles, donde por cierto conocieron a Bismarck, casi lloran de la emoción con los magníficos juegos pirotécnicos que culminaron con la reproducción del Castillo de Windsor. Hoy también teníamos preparados unos fuegos artificiales para esta noche, pero ya ve usted cómo está nevando. Será en otra ocasión. Volviendo a México: ¿supo usted de la llegada de los navíos franceses a Campeche? El pueblo se desbordó en pro de la monarquía. Y según mis cálculos, Lorencez debe haber desembarcado ya en Veracruz, con otros cuatro mil hombres. Así que ya no sólo tendremos en México pantalones azules, sino también pantalones rojos. Me dicen además que Carrera estaría dispuesto a unirse al Imperio Mexicano en cuanto, por supuesto, haya allí un emperador».
«¿Carrera?».
«Rafael Carrera, usted recordará: el presidente perpetuo de Guatemala, como se hace llamar. Otro dictadorzuelo más de los tantos que se dan en esas tierras… Soulouque, Rosas, Santa Anna… Ah, me permitirá usted que me quite la máscara unos segundos para respirar. Me acalora mucho y me derrite la cera de los bigotes».
El noble veneciano se quitó el rostro de pájaro, y tras la máscara apareció la cara de Napoleón III.
«Jamás lo hubiera pensado… Ha sido un gran honor, Su Majestad, el haber conversado…».
«Con un senador de la República de Venecia. Pero ahora ya puede usted hablar con el emperador de los franceses si, desde luego, querido Senador, revela usted su identidad».
El senador romano se quitó el antifaz de seda blanca y tras el antifaz apareció la cara del Príncipe Richard Metternich.
«Ah, ah, qué sorpresa. El Príncipe Metternich, nuestro querido y Excelentísimo Embajador de Austria, el hijo del gran Canciller Clemens Metternich. Lo veo y no lo creo… Bienvenido a las Tullerías».
Tampoco había esa noche una Salambó como la descrita por Flaubert, porque desde que la Condesa de Castiglione se había presentado así en un baile de las Tullerías con la consigna de llevarse a la cama a Luis Napoleón: los cabellos recogidos bajo una banda de diamantes y desnudos bajo los tules transparentes los hombros, la espalda, los brazos y las piernas, y con una cauda de terciopelo negro que llevaba en una mano el Conde de Choiseul disfrazado de paje africano con la piel pintada de negro y en la otra un parasol enorme —que en esa otra ocasión hubiera servido de paranieve—, nadie, desde entonces, había tenido el atrevimiento de disfrazarse así. Pero estaba allí todo el mundo, incluyendo a Venus recién nacida de la espuma.
«Sí», prosiguió Napoleón. «Dése unos minutos la semana próxima, mi querido Príncipe, para conversar conmigo. Hagamos ya una cita. Quiero, como le decía, enseñarle varias cosas. La Emperatriz ha ordenado el diseño de una vajilla con el monograma imperial de Maximiliano I de México. Ése será uno de nuestros regalos. También le ha pedido a uno de nuestros mejores sastres que elabore un uniforme de parada para los mariscales mexicanos: algún día los habrá, ¿no es cierto? Y yo mismo he dibujado unos uniformes más adecuados para él trópico. Tenemos que pensar en todo. Incluso he ordenado varias toneladas de mosquiteros para aliviar, en lo posible, los sufrimientos de nuestras tropas en esas tierras tan insalubres. Usted sabe que la fiebre amarilla es endémica en Veracruz… ahora que, si las teorías de Monsieur Pasteur sobre los gérmenes son ciertas, pronto acabaremos con la fiebre amarilla, la malaria y otras enfermedades. Le sugeriré a la Emperatriz que el próximo otoño invitemos a Pasteur a Compiègne, y le atontaremos unos cuantos conejos para que se dé el gusto de cazarlos. Esos científicos no saben lo que es una escopeta… ¿conoce usted a Monsieur Pasteur?».
«Hay otros gérmenes con los que también habría que acabar, Su Majestad».
«Ah, sí, me imagino a cuáles se refiere usted. Ese periodista alemán… ¿cómo se llama? Karl Marx, que se pasa la vida atacando entre otras cosas a Inglaterra y tiene la desfachatez de vivir hace diez años en Londres. ¿Sabía usted que en un artículo publicado en «Die Presse» dijo que la intervención en México es una posibilidad más a la que yo acudo para distraer al pueblo francés de otros problemas? Pero no, no habría que acabar con ellos. Al menos no en Francia. Mientras estén controlados, todos esos comunistas y republicanos serán una prueba de que existe la libertad de expresión, de que ésta es una monarquía constitucional. Porque eso es lo que necesita el mundo, mi querido Príncipe: dictaduras liberales. Ya lo ve usted, aquí en París dejamos que los legitimistas y los orleanistas hablen todo lo que quieran y despotriquen contra el Imperio. Y lo mismo los blanquistas, los proudhonistas, qué sé yo. Víctor Hugo debería regresar para darse cuenta de la libertad que se goza bajo el Imperio. Me dicen que le ha dado por dibujar castillos tenebrosos. Pero claro: en Bruselas y las islas del Canal llueve todos los días. Yo mismo me volví tan melancólico en Inglaterra con esa eterna lluvia y los días grises, oscuros… Aquí, Víctor Hugo recobraría la alegría de vivir, y a un tío como ese Marx se le aplacaría la rabia. Aquí encontraría buena comida, diría lo que quisiera decir, bebería vinos excelentes, gozaría del sol en los bulevares de París y a la orilla del Sena, y qué sé yo: vería a Cora Pearl bailar, desnuda, sobre una alfombra de orquídeas. Eso es lo que llamo yo buena vida. Y lo que llamo democracia. Porque eso sí, cuidado con que ataquemos a la democracia. ¿Cómo podría hacerlo, si yo fui el primer jefe de Estado de Europa elegido por medio del sufragio universal? ¿Cómo, si dos años después el pueblo de Francia me eligió su emperador por una mayoría abrumadora? En cierto modo, ¿no cree usted, mi querido Embajador? yo tenía más derecho de gobernar a Francia que Juárez de gobernar a México cuando llegó al poder… ¿Gusta usted un poco de champaña? A la Emperatriz Eugenia le encanta la champaña rosada. ¿Le ha presentado usted sus respetos? Le diré un secreto que corre a voces: donde vea usted a una María Antonieta con una canasta llena de amapolas y fresas, seguida de dos lacayos disfrazados de vaca con un collar de cencerros de plata, la habrá usted encontrado. Aunque con mi adorada Eugenia nunca se sabe. A veces le da por desaparecer a la mitad del baile para ponerse otro disfraz. No me extrañaría nada que se haya transformado, por ejemplo, en un matador de toros…».
Con su traje goyesco, su coleta, su capa torera de dos colores, y atrás de ella la cabeza de un toro con cuernos incrustados de trozos de nácar sobre una plataforma con ruedas y manubrio que empujaba un lacayo vestido de monosabio.
Esa noche las ventanas de todas las salas y recámaras del Palacio de las Tullerías permanecieron encendidas hasta muy tarde: La Sala de Consejo, el Salón de los Mariscales, los departamentos privados del Emperador y de la Emperatriz, el Salón Verde, el Salón Rosa, el Salón de los Oficiales de Servicio, el Salón del Primer Cónsul. En la madrugada, salió del Palacio de las Tullerías un carromato cargado con las sobras de la gran cena: los patés y las castañas cristalizadas, la galantina de liebre, los filetes de gallina a la Tolosa, los volovanes a la financiera, los espárragos a la holandesa, para ser vendidos en el mercado central de París y bajo el letrero «Del Baile de Anoche en las Tullerías», a quienes quisieran y pudieran darse el lujo de comer las delicias que una duquesa, un príncipe o quizás el propio emperador, habían tocado con sus cubiertos y dejado en su plato. Cuando comenzaron a apagarse las luces, era la hora en que otros carromatos se dirigían al Bosque de Bondy, al este de la ciudad, para descargar allí los excrementos recogidos de las letrinas parisinas. El excremento chorreaba entre los tablones y dejaba una huella oscura sobre la nieve. A veces, la nieve seguía cayendo y lo cubría. Esa mañana no sucedió así: dejó de nevar en París, bajó la temperatura y la huella oscura del excremento quedó congelada.
Pero si no nevaba ya en París, sí nevaba sobre París, arriba de París: soplaba un fuerte viento que no dejó que cayera la nieve y que la arrastró, en dirección casi horizontal, a la altura de lo que treinta y nueve años después sería el tercer piso de la Torre Eiffel.