En el año de gracia de 1861, México estaba gobernado por un indio cetrino, Benito Juárez, huérfano de padre y madre desde que tenía tres años de edad, y que a los once era sólo un pastor de ovejas que trepaba a los árboles de la Laguna Encantada para tocar una flauta de carrizo y hablar con las bestias y con los pájaros en el único idioma que entonces conocía: el zapoteca.
Del otro lado del Atlántico, reinaba en Francia Napoleón III, apodado por unos «Mostachú» a causa de sus largos, abundantes bigotes negros y puntiagudos aderezados con pomadas húngaras, y por otros llamado Napoleón «El Pequeño», para diferenciarlo de su famoso tío Napoleón «El Grande», esto es, Napoleón Bonaparte.
Un día, Benito Pablo abandonó a los parientes que lo habían recogido, a sus ovejas y a su pueblo natal de Guelatao —palabra que en su lengua quiere decir «noche honda»— y se largó a pie a la ciudad de Oaxaca situada a catorce leguas de distancia, para trabajar de sirviente en una de las casas grandes, como ya lo hacía su hermana mayor, y más que nada para aprender. Y en esa ciudad, capital del estado del mismo nombre, y ultramontana no sólo por estar más allá de las montañas, sino por su mojigatería y sumisión a Roma, Juárez aprendió castellano, aritmética y álgebra, latín, teología y jurisprudencia. Con el tiempo, y no sólo en Oaxaca sino en otras ciudades y otros exilios, ya fuera por alcanzar un propósito en el que se había empecinado o por cumplir un destino que le cayó del cielo, también aprendió a ser diputado, gobernador de su Estado, ministro de Justicia y de Gobernación, y presidente de la República.
Emperador de los franceses hasta la tercera vez que lo intentó, ni el anillo de bodas de Napoleón y Josefina, que dicen que usó la primera vez, ni la lonja de tocino que cuentan se prendió con alfileres al sombrero la segunda vez que lo siguiera y revoloteara a su alrededor el aguilucho que por una libra esterlina había comprado en Gravesend poco después de embarcarse en el Támesis a bordo del «Edinburgh Castle», le sirvieron a Napoleón el Pequeño al llegar a Francia para conquistar el poder. Unas cuantas horas bastaron para sofocar la primera intentona en 1836, cuando llegó a la ciudad de Estrasburgo y redujo al Cuarto Regimiento de Caballería. Luis Napoleón fue enviado, en un barco, a los Estados Unidos. Unas cuantas horas, también, le fueron suficientes cuatro años más tarde a la policía y a la Guardia Nacional de Boulogne para sembrar el pánico entre los cuarenta o cincuenta de sus seguidores que —según dijeron algunos— usaban uniformes franceses alquilados en una tienda de disfraces de Londres, y capturar al sedicioso Luis Napoleón, y al mismo tiempo rescatarlo, tembloroso pero no tanto de miedo como de frío, hecho una sopa y con los bigotes escurridos de algas, de las inhóspitas aguas del Canal de la Mancha en las que había caído al hundirse el bote salvavidas en el que emprendió la fuga. Esta vez, el Rey Luis Felipe lo recluyó, condenado a prisión perpetua, en el Castillo de Ham, al norte de Francia y orillas del Río Somme.
Vestido siempre de negro, con bastón y levita cruzada, Don Benito Juárez leía y releía a Rousseau y a Benjamin Constant, formaba con éstas y otras lecturas su espíritu liberal, traducía a Tácito a un idioma que había aprendido a hablar, leer y escribir al mismo tiempo, como en el mejor de los casos se aprende siempre una lengua extranjera, y comenzaba a darse cuenta de que su pueblo, lo que él llamaba «su pueblo» y al cual había jurado ilustrar y engrandecer y hacerlo superar el desorden, los vicios y la miseria, era más, mucho más que un puñado o que cinco millones de esos indios callados y ladinos, pasivos, melancólicos, que cuando era gobernador bajaban de la Sierra de Ixtlán para dejar en el umbral de su casa sus humildes ofrendas: algunas palomas, frutas, maíz, carbón de madera de encina traído de los cerros de Pozuelos o del Calvario. Pero para otros, para muchos, Benito Juárez se había puesto una patria como se puso el levitón negro: como algo ajeno que no le pertenecía, aunque con una diferencia: si la levita estaba cortada a la medida, la patria, en cambio, le quedaba grande y se le desparramaba mucho más allá de Oaxaca y mucho más allá también del siglo en el que había nacido. Y por eso de que «aunque la mona se vista de seda mona se queda», las malas lenguas le compusieron unos versitos:
«Si porque viste de curro
cortar quiere ese clavel,
sepa hombre, que no es la miel
para la boca del burro;
huela, y aléjese del…».
En el Castillo de Ham, con todo el tiempo del mundo para contemplar la caída de las hojas, leer «La Guerra de las Galias» o pensar con orgullo que en esa misma prisión había estado también confinada hacía muchos años la Doncella de Orleáns, Juana de Arco, Napoleón el Pequeño, Luis Napoleón, que a su manera fue —o era entonces— una especie de socialista sansimoniano, comenzó a preocuparse por los pobres y por la injusticia y escribió entre otras cosas un pequeño libro titulado «La Extinción del Pauperismo». También allí, y preocupado por su futuro, le pidió al gobierno británico que intercediera en su favor ante el rey francés Luis Felipe para que, con la promesa de no volver nunca a Europa, lo pusieran en libertad. Se embarcaría entonces de nuevo rumbo al continente americano, se volvería Emperador de Nicaragua y realizaría uno de sus viejos sueños que era el de construir a lo ancho de ese país un canal interoceánico de Punta Gigante a Punta Gorda que, a despecho de médanos, mosquitos y platanares, uniera y reconciliara las aguas del Atlántico con las aguas del Pacífico. Si Napoleón el Grande se había casado sin desdoro con una criolla martiniqueña, él eligiría una nativa caliente de grandes ojos negros para hacerla su emperatriz. Desde el puesto imperial de observación en las Islas Solentiname contemplaría con sus binoculares el paso de las naos de la China cargadas de té y telas de Shantung, de maderas aromáticas y de unas cuantas docenas de chinos con destino a las fábricas de cigarros de La Habana. Pero ni Sir Robert Peel el primer ministro británico se tomó la molestia de pedirle a Luis Felipe la libertad de Luis Napoleón, ni al Rey Ciudadano cabeza de pera se le ocurrió, en ningún momento, otorgarle la libertad condicionada al exilio. El rey, con su sombrilla negra y su traje de hombre de negocios parisino —casaca marrón de cuatro botones, chancletas de hule sobre los zapatos para no mancharlos con el lodo—, cortaba flores en los Jardines de las Tullerías para enviárselas, entre las páginas de Fabiola o de un libro de cuentos de hadas, a su nieta Carlota, la princesita de Bélgica. Por lo que Luis Napoleón tuvo que plantarse una peluca y un delantal azul y echarse al hombro un tablón para escaparse, disfrazado con las ropas de un trabajador llamado Badinguet, de la prisión de Ham. Vivió en Londres varios años, se codeaba con la aristocracia inglesa en los clubes de Saint James, bebía jerez amontillado y se paseaba por Pall Mall al lado de su rubia amante, Miss Howard, en un carruaje que lucía en las puertas el águila imperial napoleónica.
Águeda, la santa que sostenía en una bandeja sus dos pechos cortados, le enseñó al niño Benito Pablo la letra «a». Blandina mártir, que murió envuelta en una red, entre las patas y los cuernos de un toro, la letra «b». Casiano de Inmola, al que sus propios discípulos dieron muerte acribillándolo con sus plumas de hierro, la letra «c». Y a pesar de ello, a pesar de haber aprendido el abecedario en «Las Vidas y Martirios de los Santos», gracias a la paciencia y buenamor de su maestro, el lego pero casi fraile Salanueva, que estaba siempre vestido con el sayal pardo de los carmelitas descalzos, Benito Juárez, siendo ministro de Justicia, expidió una ley que llevaba su nombre, Ley Juárez, y la cual, al poner término a la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos en los asuntos civiles, volvió a echarle leña al fuego de la vieja rencilla entre la Iglesia y el Estado, y que en esos días provocó, además de sangrientos combates, la expulsión de seis eclesiásticos, entre los cuales se encontraba el Obispo de Puebla, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos. Los angelopolitanos, que así se llamaban los que habían nacido o vivían en Puebla de los Ángeles, acompañaron por un buen trecho a sus obispos en su viaje al destierro, jerimiqueando. A pesar también de haber sido aplicado alumno del Seminario de Oaxaca cuando, antes de decidirse por la abogacía deseaba ser cura, y de haber jurado al protestar como Gobernador de Oaxaca por Dios y por los Santos Evangelios defender y conservar la religión Católica, Apostólica y Romana y de encabezar sus decretos con el nombre de Dios Todopoderoso, uno en esencia y trino en persona, Benito Juárez —a quien Salanueva le había enseñado lo mismo los secretos del arte de encuadernar catecismos Ripalda, que el respeto y la veneración al Nazareno del Vía Crucis que todas las tardes de todos los días pasaba frente a su casa—, siendo Presidente de la República confiscó los bienes de la Iglesia mexicana, abogó todos los privilegios del clero y reconoció todas las religiones. Por esta osadía, Juárez fue considerado por los conservadores mexicanos y europeos, y desde luego por el Vaticano y por el Papa Pío Nono futuro creador del Dogma de la Infalibilidad Pontificia, como una especie de Anticristo. Por no saber montar a caballo, ni manejar una pistola y no aspirar a la gloria de las armas, se le acusó de ser débil, asustadizo, cobarde. Y por no ser blanco y de origen europeo, por no ser ario y rubio que era el arquetipo de la humanidad superior según lo confirmaba el Conde de Gobineau en su «Ensayo sobre la Desigualdad de las Razas Humanas» publicado en París en 1854, por no ser, en fin, siquiera un mestizo de media casta, Juárez, el indio ladino, en opinión de los monarcas y adalides del Viejo Mundo era incapaz de gobernar a un país que de por sí parecía ingobernable. Es verdad que el ministro americano en México, Thomas Corwin, exageraba cuando en una carta al Secretario de Estado William Seward le decía que en cuarenta años México había tenido treinta y seis formas distintas de gobierno, ya que en realidad era una sola, con raras y esporádicas excepciones: el militarismo. Y es verdad también que Míster Corwin hacía mal las cuentas cuando afirmaba que en esos mismos cuarenta años México había tenido sesenta y tres presidentes, porque no sólo habían sido menos, sino que entre esos menos hubo varios que volvían una y otra vez a la presidencia, y que eran como una fiebre terciana que sufría el país. Pero de todos modos, y como decía Monsieur Masseras, redactor en jefe del periódico publicado en México en francés, «L’Ere Nouvelle», esa desafortunada nación no esperaba sino una sola cosa: un gobierno de orden, de organización y prosperidad, tres palabras, agregaba el periodista, que referidas a México, terreno proverbial de revoluciones y contrarrevoluciones, resultaban por demás irónicas. Por su parte Monsieur Charles Bordillon, corresponsal del diario inglés «The Times», afirmaba que la única moral de esa nación cuya raza estaba «profundamente pervertida» era el robo, visto como objetivo principal de todos los partidos políticos. El ilustre Lord Palmerston compartía esos puntos de vista. Para él, el mexicano era un pueblo degenerado y corrompido hasta la médula, sin valor y sin fuerza, que «yo se lo aseguro a Su Majestad —le dijo un día a la Reina Victoria en el Castillo de Balmoral— será tragado por la raza anglosajona y desaparecerá como desaparecieron los indios pielroja ante los blancos». A las carencias de su raza y a sus defectos como individuo —demagogo, déspota, jacobino, vendepatrias y tirano rojo formaban parte de la sarta de adjetivos que le colgaron sus enemigos— el Presidente de México agregaba una fealdad física notable, rubricada según afirmaron muchos que lo conocieron y entre ellos la Princesa Salm Salm, por una horrible cicatriz sanguinolenta que nunca apareció en sus fotografías. Margarita, su esposa, hija de los patrones y protectores que lo habían acogido cuando llegó a la ciudad pidiendo «Doctrina y Castilla», y que todas las mañanas le anudaba la corbata de moño negro y bendecía el blanco albor de sus almidonadas pecheras impecables, se decía a sí misma y le decía a sus hijos: «Es muy feo, pero es muy bueno».
Blanco él sí, pero no rubio y no feo aunque tenía cara de loro melancólico, Napoleón el Pequeño no por hablar francés con acento alemán, o por ser suizo de educación o inglés por «le bon ton», se creyó nunca otra cosa que un corso de origen y un francés por derecho y tradición familiares, o en otras palabras un hombre de lo que él llamaba «la raza latina», y de cuyo destino y futura grandeza, ante la voracidad y el empuje anglosajones, se hizo responsable y no sólo en Europa sino allende el mar cuando, ya transformado en Emperador de Francia, el nombre de México comenzó a repicarle en los oídos con retintines de plata sonorense. Pero para esto, tuvieron que pasar algunos años. Y sobre todo algunas cosas, como las que sucedieron en 1848, año de la revolución de la que alguien dijo que fue un momento decisivo de la historia en que la historia no pudo decidirse, y en que la doctrina de los derechos humanos comenzó a alborotar a varios de los países de Europa como Francia, Italia, Polonia y las naciones comprendidas por el Imperio Habsburgo. Y entre las cosas que pasaron: en Budapest, los estudiantes radicales exigieron derechos iguales para todas las nacionalidades y el fin del Robot sin compensación. El rebelde Johann Strauss hijo llevó su orquesta a las barricadas para tocar polkas y mazurcas, mientras Johann Strauss padre continuaba tocándolas en el Hofburgo y el Palacio de Schönbrunn. Los milaneses radicales les arrebataron a los peatones, en las calles, los cigarros encendidos en protesta contra sus dominadores austríacos que además de tener el monopolio del poder tenían el del tabaco. Los estudiantes de Munich expulsaron a la bailarina irlandesa Lola Montez, amante del viejo Rey Luis I de Baviera. El ministro de Guerra austríaco Conde Latour acabó destripado y colgado de un farol de la hermosa Plaza de Am Hof. Los izquierdistas prusianos clamaron su satisfacción por la supresión de los rebeldes checos. El líder campesino Tancsics cruzó en hombros del pueblo y los estudiantes el puente que unía a Buda con Pest y el poeta Sandor Petöfi fue asesinado y su cuerpo arrojado a una fosa común. El alemán Karl Marx que desde la «Nueva Gaceta Renana» alentaba la insurrección contra el gobierno del Rey de Prusia, fue acusado de alta traición. El General Cavaignac reprimió con brutalidad inaudita la insurrección de junio en las calles de París. El poderoso canciller austríaco Metternich se eclipsó, pero antes logró que el semimbécil Emperador Fernando de Austria Hungría abdicase en favor de su sobrino Francisco José, hermano mayor del Archiduque Fernando Maximiliano. Miles de alemanes emigraron a los Estados Unidos siguiendo los pasos de los irlandeses que huyeron de su tierra a causa de la gran hambruna causada por la plaga de la papa. Hungría se proclamó República y eligió como presidente a Kossuth, y así como en los tiempos del Rey Sol salía volando cada mañana por las ventanas de Versalles el contenido fecal de las bacinillas reales que de paso servía de abono para rosas, begonias y alhelíes, y de festín para los escarabajos estercoleros, así también salió volando por una ventana del Palacio de las Tullerías el trono de Luis Felipe, para ser reducido más tarde a cenizas en la Plaza de la Bastilla. Tras más de dos meses de vejaciones durante los cuales se le confinó y expulsó en forma alternada de varios pueblos, ciudades y rancherías, el Licenciado Benito Juárez fue llevado al Castillo de San Juan de Ulúa. Construido con piedra múcar —una especie de coral— sobre el arrecife de La Gallega a la entrada del puerto mexicano de Veracruz, en tierra caliente donde la malaria y la fiebre amarilla eran endémicas, la Fortaleza de San Juan de Ulúa, último reducto de los españoles que la abandonaron hasta casi cuatro años después de consumada la independencia mexicana, le había costado muchos millones a España. Tantos, que cuentan que un día se le preguntó a uno de los monarcas españoles qué era lo que contemplaba, con su catalejo, desde El Escorial y el rey contestó que trataba de ver el Castillo de San Juan de Ulúa: «tan caro le ha salido al tesoro español», dijo, «que cuando menos deberíamos verlo desde aquí». Trece años después de la retirada de los españoles, en octubre de 1838, la fortaleza capituló tras haber sido bombardeada por una escuadra francesa al mando del Almirante Charles Baudin y de la que formaba parte el Príncipe de Joinville, hijo de Luis Felipe de Francia y tío de la Princesa Carlota de Bélgica, y quien reclamaba a nombre del gobierno francés una indemnización de seiscientos mil pesos en favor de ciudadanos franceses residentes en el territorio mexicano, que se quejaban de la merma súbita o paulatina de sus capitales, debida a los empréstitos forzosos, o robos legalizados, que con demasiada frecuencia decretaban las autoridades mexicanas para financiar sus sucesivas revoluciones y sus perpetuos desfalcos. Debido a que entre estas reclamaciones figuraba la de un pastelero de Tacubaya que diez años antes dijo haber perdido sesenta mil pesos de mercancía en éclairs, vol-au-vent, brazos de gitano y babas-au-rhum, a este primer conflicto armado entre Francia y México se le llamó «La Guerra de los Pasteles». En la defensa del Puerto de Veracruz, perdió la pierna izquierda un general mexicano a quien alguna vez Benito Juárez, en sus tiempos de criado de casa grande en Oaxaca, había servido la cena, el mismo que ahora era el culpable de los maltratos sufridos por el indio, y de su próximo exilio: Antonio López de Santa Anna, quien había sido ya Presidente de México cinco veces y que, tras de que su heroica pierna fuera enterrada con honores y desfiles, con lágrimas y lápida conmemorativa y con salvas y fanfarrias militares, sería presidente otras seis veces más. A veces héroe, a veces traidor, a veces las dos cosas al mismo tiempo, Santa Anna se levantó un día capitán y se acostó esa noche teniente coronel durante la Guerra de la Independencia de México. General a los veintisiete años y Benemérito de la Patria a los treinta y cinco, había sido condecorado por la flecha de un indio en su primera campaña contra Tejas, la provincia mexicana que deseaba transformarse en República independiente. Héroe ya desde entonces, Santa Anna se hizo un poco más héroe cuando regresó a la provincia rebelde para tomar por asalto el Fuerte del Álamo y obtener un sangriento triunfo —remember Goliat donde pasó a todos los prisioneros a cuchillo y a pólvora—, y un poco menos héroe cuando, vencido por las fuerzas de Sam Houston huyó a caballo y a pie, cayó en manos del enemigo tras el combate de San Jacinto y reconoció por miedo, por obtener la libertad o porque era sencillamente un hecho consumado, la existencia de la República de Tejas. Vuelto al poder después de que su pierna fuera desenterrada y arrastrada en las calles por el populacho, y Presidente de México dos veces en el año de 1847 en el que culminó la invasión expansionista norteamericana con la cesión a los Estados Unidos de territorio mexicano con una superficie de más de un millón trescientos cincuenta mil kilómetros cuadrados que incluía las provincias de Nuevo México y de la Alta California —y que, agregada Tejas equivalía a la mitad del territorio nacional—, Santa Anna se convirtió en el gran traidor tras dejar la presidencia en manos de un interino para ponerse al frente de las tropas, ser derrotado por el General Taylor en Sacramento y abandonar el país, lavándose las manos, pasando sin ser molestado, como Pedro por su casa, entre las propias filas del enemigo: Santa Anna, se dijo, había recibido cuantiosas sumas de los norteamericanos para influir en la aprobación, por parte del congreso mexicano, del Tratado de Guadalupe Hidalgo, que además de ratificar la cesión del territorio, reafirmaba los viejos lazos de amistad que unían a México y los Estados Unidos. Vuelto al poder a pesar de todo unos cuantos años después y transformado en Dictador Supremo y Alteza Serenísima, Santa Anna, si era posible, fue un poco más traidor todavía al firmar el Tratado de La Mesilla por medio del cual México le vendió a los Estados Unidos otros cien mil kilómetros cuadrados de territorio fronterizo que comprendía, entre otras cosas, la zona llamada del Mineral de Arizona, productora de plata nativa en grandes trozos que llegaban a pesar hasta cien arrobas y que poco antes había intentado conquistar Raousset-Boulbon, un filibustero francés vinculado con la empresa suizomexicana Jecker de la Torre y que por ello, y por haber proclamado la independencia de Sonora, murió fusilado a orillas del mar.
Destronado él, y defenestrado su trono, Luis Felipe se fue de Francia y Napoleón el Pequeño regresó a ella, esta vez sin trencillo de tocino en el sombrero y sin aguilucho —aunque muchos dijeron que no había sido un aguilucho, sino un buitre— y pasó de diputado a Presidente de la Segunda República antes de que terminara el año, elegido por seis millones de franceses. Hacía diecinueve años que había muerto en el Palacio de Schönbrunn, en Viena, el hijo que Napoleón Bonaparte había tenido con la austríaca María Luisa, y once años desde el día en que los lanceros de penachos tricolores precedieron, en su marcha a Los Inválidos, el féretro que contenía los restos de Napoleón el Grande, llevados a Francia por el Príncipe de Joinville, y al que seguía un caballo sin jinete, blanco como el caballo de batalla del Gran Corso, que era conducido por dos palafreneros vestidos de verde y oro. La dinastía de los Bonaparte pareció entonces extinguirse para siempre. Pero en la mañana del 2 de diciembre de 1851, aniversario de la Batalla de Austerlitz y de la coronación de Napoleón I, los tímpanos de los tambores de la Guardia Nacional amanecieron desgarrados, las campanas escondidas, las imprentas y los periódicos antibonapartistas clausurados, y las casas y los edificios, los kioskos y los arcos triunfales de París cubiertos de carteles en los que el Presidente Luis Napoleón anunciaba la disolución de la Asamblea y la restauración del sufragio universal. Lo primero, la disolución de la Asamblea, crimen de alta traición, consumada cuando los últimos diputados que habían huido del Palais Bourbon para refugiarse en la alcaldía de Saint-Germain fueron llevados a prisión entre dos filas de cazadores de África, le permitió a Luis Napoleón detentar el poder ejecutivo absoluto. Lo segundo, la restauración del sufragio, lo habilitó para convocar unos meses después un plebiscito nacional en el que propuso al pueblo de Francia que se le restableciera la dignidad imperial hereditaria, y el pueblo le dio su espaldarazo con dos millones de votos más —ocho en total— que aquellos que lo habían llevado a la presidencia. Con este golpe de Estado quedó así reivindicada la dinastía napoleónica en la persona de Napoleón III quien, a partir de ese momento o de unos días antes, olvidó —en realidad lo olvidó casi toda Francia— que, como presidente había jurado respetar la Constitución y ser fiel a la República democrática, una e indivisible. Pero después de todo esa misma dinastía había nacido de otro olvido: al crearla, al proclamarse emperador y después divorciarse de Josefina por no haberle dado un heredero para casarse con la austríaca María Luisa de cuyos labios Habsburgo estaba tan orgulloso porque demostraban que era «una verdadera hija de los Césares», Napoleón el Grande olvidó que su propia entronización había sido resultado del rechazo al supuesto derecho divino a gobernar de todos los borbones que habían reinado en Francia antes que él. «Un Napoleón más, ¡qué vergüenza!», dijo el poeta Charles Baudelaire, que acostumbraba pasearse por los bulevares de París del brazo de una negra y con el pelo pintado de verde. Otro escritor francés de la época, Víctor Hugo —el mismo que le había puesto a Luis Napoleón el apodo de «El Pequeño»—, hablaría en «Les Châtiments» del niño que murió con la cabeza destrozada por las balas de los soldados: una entre otras cuantas atrocidades —no tantas quizás como las habidas en el 48— que siguieron a la proclamación del Segundo Imperio: una que otra carga de los lanceros contra republicanos exaltados recién salidos del «Café des Peuples» que gritaban ¡Viva la Asamblea Nacional!; uno que otro fusilazo a quemarropa contra aquellos parisinos que con sus gorras y sus corbatas rojas hacían alarde de sus proscritas ideas; una que otra mujer destripada a culatazo limpio y cuya sangre se mezcló con los ríos de leche que salían de los odres rotos de un carromato usado para improvisar, en la Rue Transonian, una barricada tres veces desmantelada por los cazadores a pie y otras tantas veces vuelta a levantar. Y, en fin, uno que otro conde, diputado, carnicero, médico, albañil y niño con las cabezas destrozadas por las balas, cuyos cadáveres, amontonados en carretas, fueron sacados de París en la madrugada, la hora en que los traperos de París salían de sus covachas y tugurios para escarbar en los basureros. Pacificado París, el flamante régimen imperial acalló a los ardientes provenzales y los montañeses alebrestados, y envió a Argelia a diez mil de las veintisiete mil personas arrestadas, y a unos cuantos centenares a Cayena. También esto fue olvidado muy pronto por los franceses: ir al teatro gratis en el cumpleaños del emperador a ver el «Can-Can» o «La Dama de las Camelias»; cegarse con el sol reflejado en los yelmos de acero del Escuadrón de los Cien Guardias a caballo cuyo comandante tenía fama de hacer que se echara a tierra el garañón más bravo que tuviera entre las piernas con sólo apretarlas; asistir en la Gare du Nord a principios del otoño a la partida de los invitados de Napoleón III que viajarían en un tren especial a Compiègne a cazar liebres, jabalíes, faisanes y perdices; admirar las largas filas de lujosos carruajes que iban, unos, hacia el «Bal Mabille», el inmenso dance-hall con paredes tapizadas de damasco rojo y cinco mil lámparas multiplicadas hasta el infinito por grandes y límpidos espejos venecianos con marcos dorados, y se encaminaban, otros, cargados con sílfides y reinas de corazones, conquistadores españoles de relucientes armaduras y Evas recién bañadas en los ríos de miel del Paraíso al baile de fantasía dado por el emperador en las Tullerías; o en las tardes y largas noches de invierno ver los trineos con forma de cisnes, pegasos o dragones arrastrados por caballos blancos coronados de penachos de plumas y cascabeles que surcaban los caminos nevados del Bosque de Bolougne mientras las damas envueltas en sus martas cebellinas y los caballeros con sus largas bufandas de cachemira patinaban a la luz de las antorchas en el lago congelado: todos estos espectáculos compensaron, al parecer, a los franceses, por la pérdida no sólo de una república, sino también de algunos de sus símbolos más sagrados, como La Marsellesa, sustituida por una vieja canción, a la cual le puso música la propia Reina Hortensia, madre de Luis Napoleón: «Partant pour la Syrie», que contaba cómo el joven y bello Dunois —le jeune et beau Dunois— le pedía a la Virgen María —venait prier Marie— cuando partía rumbo a Siria —partant pour la Syrie— que bendijera su empresa —de bénir ses exploits.
Allí, en uno de los calabozos de San Juan de Ulúa, a los que llamaban «tinajas» porque estaban situados bajo el nivel del mar y el agua rezumaba por los muros de piedra múcar para evaporarse casi al instante, pasó once días incomunicado el Licenciado Benito Juárez, para ser llevado después a bordo del paquebote «Avon» donde los pasajeros hicieron una colecta para pagar su boleto hasta la primera escala, La Habana, de la cual se marchó poco después el licenciado rumbo a Nueva Orleáns, la antigua capital de Louisiana donde conoció a otros mexicanos liberales y entre ellos a Melchor Ocampo, discípulo como él de Rousseau y además de Proudhon, que sería después uno de sus más cercanos colaboradores, y al que tanto admiró Juárez por su clara inteligencia. Para ganarse la vida, Juárez torcía tabaco. Ocampo elaboraba vasijas y botellones de barro. Otros paisanos exiliados trabajaban de meseros si bien les iba, o de lavaplatos en un restaurante francés. De pie frente al mar, Juárez contemplaba la ancha desembocadora del Mississippi y esperaba al barco que le traería las cartas de su mujer y sus amigos. Margarita se había ido con los niños al pueblo de Etla, y allí la iba pasando con lo que les dejaba un pequeño comercio. Los amigos le pedían a Juárez que tuviera paciencia, le enviaban a veces algo de dinero, le reprochaban, algunos, que hubiera elegido a los Estados Unidos como lugar de exilio, le juraban que Santa Anna caería pronto del poder, esta vez para siempre. De espaldas al mar, Juárez seguía con la mirada el curso del Mississippi, el caudaloso río de los cuarenta tributarios que nacía muy lejos, en la región norte de Minnesota, y pensaba en una singular coincidencia: por la misma cantidad —quince millones de dólares— por la que México había cedido a los norteamericanos las provincias de Nuevo México y la Alta California, Napoleón el Grande había vendido a Estados Unidos lo que en 1803 restaba en poder de Francia —los dos millones trescientos mil kilómetros cuadrados de la cuenca oriental del Mississippi— de ese gigantesco territorio llamado la Luisiana en honor de Luis XIV, el Rey Sol. Así había crecido Estados Unidos, pagándole a Napoleón seis dólares cincuenta y seis céntimos por kilómetro cuadrado, y a México, once dólares con cincuenta y tres. Pero Juárez hacía cuentas: si se incluía a la República de Tejas, que se había perdido sin recibir un solo centavo de indemnización, los once dólares y fracción se reducían a seis. Bonito negocio.
Una noche Juárez y sus amigos fueron a ver a una troupe de minstrels que pasaba por Nueva Orleáns, y que era un grupo de músicos blancos pintados como negros, que se movían como negros, hablaban y cantaban como negros y como negros tocaban el banjo y los bones, que eran una especie de castañuelas hechas con dos trozos de las costillas de un animal. «No entiendo», dijo Juárez. «Sí, el inglés es muy difícil de aprender», dijo uno de los mexicanos que no había entendido a Juárez. Pero quien siempre sabía muy bien lo que Juárez quería decir era su amigo Melchor Ocampo, quien en algunas de esas tardes húmedas de los domingos en que paseaban por los muelles en mangas de camisa, hacía gala de todas sus culturas, incluyendo la política y la botánica. Ocampo el político proponía, como remedio de los males de México, que se llevara a cabo la Reforma iniciada en los primeros años de la etapa independiente del país con la ocupación por parte del gobierno de las fincas destinadas a las misiones de las Filipinas y continuada por el Presidente Gómez Farías sin éxito la primera vez, y con mejor fortuna la segunda, cuando decretó la incautación de los bienes de la Iglesia para reunir fondos que sirvieran en la lucha contra la invasión americana, y Ocampo recordaba y citaba ejemplos y antecedentes históricos que le venían a la memoria en desorden, como la nacionalización de los bienes del clero decretada en España 1835 por un primer ministro liberal, la confiscación de los bienes de la Iglesia en Bohemia en el siglo XV como resultado de la revolución husita —que al fin y al cabo sólo benefició a la clase noble, decía Ocampo—, la desamortización llevada a cabo en Francia tras la Revolución, y las medidas adoptadas por uno de los emperadores austríacos, José II, y que en realidad no lograron sino cambiar el capital de un bolsillo a otro de la Iglesia, dijo Ocampo, porque el producto del remate de casi la mitad de los conventos, fue destinado a los curatos, con lo cual se comprueba que si José II no quería a los monjes, sin duda no tenía nada, o poco, contra los curas. Y Ocampo el botánico, amante de las plantas raras, a quien una vez se le vio hincarse y llorar ante unos lirios yucateros que crecían, solitarios, en la estación de Tejería; cultivador de especies exóticas en su finca michoacana de «Pomoca» —anagrama de su apellido—, proponía, como remedio para la diarrea del Licenciado Benito Juárez, una pócima de flores de cabello de ángel triturados en agua, o contaba cómo la pasión de la Emperatriz Josefina, la primera esposa del primer Napoleón, había sido una flor de origen mexicano, la dalia excelsa, que ella había ordenado sembrar en los Jardines de Malmaison y prohibió que nadie más la cultivara en Francia, y cómo, después de que alguien robó unas plantas y la dalia mexicana comenzó a aparecer en otros jardines, Josefina dejó de interesarse por ella y la desterró para siempre no sólo de Malmaison, ¿que le parece? y excuse usted la rima, Licenciado, sino también de su corazón.
Los franceses, o casi todos, le perdonaron por igual a Napoleón III —el hombre que había prometido un reinado de paz— las alianzas bélicas, las expediciones imperialistas y las guerras coloniales que comenzó a planear apenas se instaló en el Palacio de las Tullerías, con la mira de devolverle a Francia su gloria y su prestigio militares. Empresas, éstas, que fueron bendecidas unas sí y otras no, por Dios o por la suerte. El golpe que con un espantamoscas le dio al cónsul francés el Bey Hussein, gobernador de Argel en la época en que el Imperio Otomano se extendía hasta el Norte de África, fue el pretexto para iniciar la conquista del territorio argelino, que Napoleón el Pequeño llevó aún más lejos, al subyugar a las tribus del desierto de Kabylia. La muerte de algunos misioneros franceses a manos de los nativos de Indochina provocó el envío de una fuerza franco-española que se apoderó de Saigón y de las tres provincias de Anam. La exigencia de Rusia de ejercer un protectorado sobre la Iglesia Ortodoxa de Turquía y la subsecuente invasión de las tropas rusas de los Principados del Danubio, le recordó a Napoleón III que Francia se había comprometido a amparar a los cristianos que vivieran bajo el dominio turco, y a la Reina Victoria que el paso de su marina bélica y mercante hacia la India corría un serio peligro, y así, ingleses y franceses, de la mano, pelearon contra el oso ruso en la Guerra de Crimea, famosa no sólo por Florencia Nightingale y por la desastrosa y suicida carga de la caballería ligera inglesa en Balaclava, sino también por las batallas de Alma, Inkerman y Sebastopol. De nombres menos sonoros, pero más coloridos, fueron los combates de Magenta y Solferino durante la campaña emprendida por Napoleón III tras haber hecho un pacto secreto con el Conde Cavour, Primer Ministro de Cerdeña, para ayudar a la dividida Italia a liberarse de sus opresores austríacos. El magenta, como llamaron los italianos a un mineral rojo carmesí —la fucsina— fue descubierto poco antes de la batalla que culminó con la rendición de la ciudad del mismo nombre, Magenta. Pero el color solferino, un morado rojizo, sólo se puso de moda en los bulevares parisinos hasta después del triunfo de las tropas francopiamontesas sobre los austríacos en la batalla de la ciudad así llamada, que siguió a la de Magenta, aunque sin duda alguna el color que más impresionó al emperador de los franceses fue el que oscilaba entre esos dos matices del rojo y que abundó a raudales en la cruenta campaña que, si no logró unificar a Italia, sí, en cambio cubrió de sangre las banderas francesa y austríaca. También durante ese prometido reinado de la paz, los franceses enviaron una fuerza expedicionaria a Siria —quizás para justificar la existencia del himno imperial— y otra a la China, esta última para unirse a los ingleses en la operación de venganza por el mal trato dado por los chinos a unos delegados europeos y, otra vez de la mano, las fuerzas francobritánicas redujeron a cenizas el Palacio de Verano de Pequín. Pero de todas estas aventuras bélicas, la que más atrajo y sedujo, absorbió y preocupó a Luis Napoleón, fue la intervención francesa en México, que tuvo el objetivo de crear un Imperio en ese remoto, exótico país del continente americano. Que México no funcionaba como república, lo demostraba esa guerra civil que con escasas treguas había durado cuarenta años. Que los mexicanos, como los franceses y la mayor parte de los pueblos amaban el boato real, lo probaban trescientos años de virreinato y lo probaba también el éxito de Su Alteza Serenísima, el General Antonio López de Santa Anna. Era este hombre, orador grandilocuente de hinchada retórica, condotiero y mujeriego, jugador empedernido y amante de protocolos, alamares y tricornios emplumados, de títulos y heráldicas, creador de órdenes y condecoraciones. Era este Napoleón criollo —entre Napoleones me veo, decía Juárez, pero todos pequeños— que jugaba a ganar el poder y perderlo como jugaba a los gallos y a las cartas, que asumía o dejaba la presidencia cuando así lo deseaba o así le convenía por razones políticas o motivos de salud, o por capricho, o por venganza o porque lo echaban sus partidarios o sus enemigos, o porque lo llamaban el pueblo y sus adversarios, porque salía de su retiro de Manga del Clavo para combatir al extraño enemigo que osara profanar el suelo patrio —para decirlo con las palabras del himno nacional creado bajo su égida— o porque lo iban a buscar hasta su exilio en la casa de Turbaco en la que alguna vez había vivido El Libertador Simón Bolívar, o a las Islas Vírgenes donde cultivaba tabaco y caña de azúcar y criaba gallos de pelea, para que regresara a castigar la mano que había turbado el augusto templo de la Constitución, para decirlo con sus propias palabras. Era este Napoleón de pacotilla, decíamos, el que parecía justificar la teoría y las palabras del Vizconde de Castlereagh, ministro británico de Guerra a principios del siglo cuando ya Inglaterra había puesto sus ojos en las colonias españolas de América, algunas de ellas muy cercanas a su independencia. Lord Castlereagh, no obstante que era un hombre de armas tomar —casi mata de un pistoletazo a su colega de gabinete Lord Canning unos cuantos años antes de matarse él mismo con un navajazo en la yugular de mejor tino— opinaba que, mejor que intentar por la fuerza la reconquista de esas colonias, era crear en ellas monarquías y poner al frente a príncipes europeos que favorecieran los intereses del viejo continente y les dieran a esos pueblos, sumidos en la ignorancia atávica, las supersticiones y el alcoholismo, la continuidad de esos regímenes patriarcales, de pompa y circunstancia, absolutistas y casi omnímodos, pero controlados desde Europa, a los que España los había acostumbrado desde la conquista. Así pensaba también el propio Lord Canning, quien según el historiador Ralph Roeder solía arrancar una página del Génesis, abanicarse con ella, y decir a propósito de la América Española: «He llamado a la vida a un mundo nuevo». También había pensado así alguna vez el Duque de Wellington, quien le sugirió al célebre Fouché que enviara como rey o emperador a un país americano a Fernando VII el Deseado, cuya abdicación había despojado el camino para que Pepe Botella, el hermano de Napoleón el Grande, gobernara España. Deseado fue también Fernando VII, como monarca, por los propios caudillos que iniciaron en 1810 la independencia de México. También aspiró a ser emperador de ese país un ex vicepresidente americano, Aarón Burr. Poco después un oscuro fraile dieguino español, Joaquín Arenas, que llegó a México cargado de grilletes y murió fusilado en el camino a Chapultepec, conspiró para restablecer el dominio español en México bajo una monarquía local. Y no faltaron los presidentes mexicanos promonárquicos que abogaban por un príncipe extranjero. Entre ellos Mariano Paredes, y más tarde el propio Santa Anna quien solicitó la ayuda de Europa para que les enviara un hombre que pusiera fin a la corrupción y al bandidaje, y coadyuvara a la redención de ese pueblo cuya crueldad, documentada por conquistadores y viajeros, sería corroborada también por intelectuales y políticos ilustres de la época. El célebre parlamentario e historiador francés Emile Ollivier, en su «Historia del Imperio Liberal», contaba cómo el emperador mexicano Iturbide, para celebrar en una ocasión el Viernes Santo, había hecho fusilar a trescientos prisioneros. Y su compatriota el Conde de Kératry, quien llegó a México con las tropas francesas, narró en su libro «La Contraguerrilla Francesa en México», cómo en el asalto al campamento ferrocarrilero de La Loma los guerrilleros juaristas sorprendieron a un panadero con las manos en la masa, lo mataron a machetazos y siguieron amasando la harina con su sangre.
Napoleón el Pequeño, Luis Napoleón, que alguna vez había soñado con fundar un imperio en Nicaragua, sólo tuvo que subir unos cuantos grados de latitud en el mapa para encontrarse con México. Francia, la Francia protectora del orden y de la civilización, de la libertad y de la fe católica estaba destinada, bajo el reinado del sobrino de Napoleón el Grande, a detener la expansión del poderío anglosajón y del protestantismo en el continente americano, formado en su mayor parte por pueblos que, como el francés, pertenecían a la raza latina. Y lo haría creando un trono en México y sentando en él a un príncipe europeo. La idea se la dio a Luis Napoleón la bella Eugenia, la española Eugenia, hija del Conde de Montijo y nieta de un marchante de vinos escocés emigrado a la Península Ibérica. De joven, Eugenia había intentado suicidarse cuando el Duque de Alba —descendiente del siniestro noble del mismo nombre, azote de Dios y España y creador en los Países Bajos del Tribunal de la Sangre— prefirió a su hermana Paca para matrimoniarse. Pero Eugenia sobrevivió al suicidio y sobrevivió a su hermana, para cumplir el alto destino que la aguardaba, y que comenzó a asumir el día en que quinientos músicos tocaron la marcha «Le Prophète» de Meyerber frente a la Catedral de Nuestra Señora de París de la cual salía Eugenia, del brazo del emperador de los franceses, con un vestido blanco de seda y terciopelo de Alenzón, en las manos un ramo de capullos de naranjo y en la cabeza la diadema de brillantes de la Reina María Luisa. Francia y el mundo le pertenecían a Eugenia, y si la corona dorada que remataba el carruaje que la había transportado a la catedral, y que era el mismo en el que viajaron Napoleón el Grande y María Luisa el día de su boda, si la corona había caído a tierra al salir de las Tullerías, como sucedió, también, cuando se casó Napoleón el Grande, esa increíble, extraordinaria coincidencia, sólo podía ser interpretada como un feliz augurio.
Y Juárez, el indio Juárez, le dio a Napoleón el pretexto. Vuelto a México tras un largo rodeo —viajó de Nueva Orleáns a Panamá, cruzó el Darién y se embarcó de nuevo en el Pacífico rumbo a Acapulco— se desempeñó al frente de los ministerios de Justicia y Gobernación, y después fue nombrado Presidente de la Suprema Corte de Justicia por el Presidente Juan Álvarez, quien al renunciar a la primera magistratura dejó en su lugar a Ignacio Comonfort, apodado por ello «el Presidente Sustituto». Hacia fines del año 57, Comonfort dio un golpe de Estado al apoyar el Plan de Tacubaya proclamado por el General Félix Zuloaga, que desconocía la flamante Constitución del mismo año y restablecía los fueros eclesiástico y militar. Se aprehendió a Benito Juárez y se le liberó unas semanas después, el 11 de enero del 58. Sin apoyo y sin deseos de seguir en la presidencia, Comonfort abandonó México. Dos días antes de la salida de Comonfort rumbo al país que era el refugio eterno de los liberales mexicanos: los Estados Unidos, Benito Juárez, quien en su calidad de Presidente de la Suprema Corte de Justicia se transformó automáticamente en Presidente de la República, asumió el poder en la ciudad de Guanajuato y se dirigió después a Guadalajara. El General Zuloaga fue elegido por los conservadores como presidente interino, cargo al que renunció un año después, nombrando en su lugar al General Miguel Miramón, apodado por muchos «el Joven Macabeo», de veintiocho años de edad, y quien durante la intervención americana del 47 había sido uno de los jóvenes cadetes que defendieron el Castillo de Chapultepec, sede del Colegio Militar. México tuvo así, durante casi tres años, dos gobiernos. Los conservadores eran dueños de la capital. Juárez decidió instalar su administración en la ciudad de Veracruz, a la que llegó tras otro de los largos rodeos que tanto parecían gustarle y que prefiguraban el ambulatorio destino que le estaba reservando a su gobierno durante la intervención francesa: se embarcó en el Pacífico en el Puerto de Manzanillo, viajó a Panamá, cruzó el Darién y se embarcó de nuevo en el Atlántico, rumbo al Golfo de México. Con el Plan de Tacubaya se inició uno más de tantos conflictos sangrientos, la llamada Guerra de Reforma o Guerra de los Tres Años, entre liberales y conservadores. Cuando al fin los liberales obtuvieron el triunfo, fue sólo un triunfo precario, una victoria pírrica, porque el país se encontraba en bancarrota: vacías las arcas del tesoro, abandonadas e improductivas las tierras cultivables. Además, los bienes inmuebles del clero que habían sido nacionalizados no rindieron lo que se esperaba, en parte porque las propiedades fueron malbaratadas por sus nuevos dueños en su ansiedad de transformarlas en dinero contante y sonante lo más pronto posible, y las riquezas de que se había despojado a los templos, los objetos de oro del culto, las pinturas valiosas, los candelabros de plata, las joyas de las reliquias, habían ido a parar a los bolsillos, casas y cofres de muchos militares y no pocos civiles. Para salir del atolladero, el 17 de julio de 1861 el gobierno del Presidente Benito Juárez decretó la suspensión, por dos años, del pago de los intereses sobre la deuda exterior de México, cuyo monto era de poco más de ochenta y dos millones de pesos. Los principales acreedores eran Inglaterra, España y Francia. A los ingleses, México les debía sesenta y nueve millones; a los españoles nueve millones y medio; a los franceses, dos millones ochocientos mil pesos.
A sus sesenta y nueve millones, los ingleses agregaban varias reclamaciones, y entre ellas la devolución de seiscientos sesenta mil pesos extraídos por la fuerza de la sede de la legación inglesa en México por el ex Presidente Miramón y de los seiscientos ochenta mil pesos que valía la carga o «conducta» de plata propiedad de súbditos de la Corona, incautada en Laguna Seca por el general liberal Santos Degollado. El gobierno de Juárez había anteriormente reconocido la «responsabilidad nacional» en ambos casos, y acordado pagar las sumas correspondientes, por medio del tratado Wyke-Zamacona, que el Congreso mexicano se negó a ratificar.
A sus nueve millones y medio, los españoles agregaban la indemnización reclamada por el asesinato de varios súbditos españoles en las haciendas mexicanas de San Vicente y Chiconcuaque, y a la cual había accedido el gobierno del ex Presidente Miramón por medio del Tratado Mont-Almonte.
A sus dos millones ochocientos mil pesos, los franceses agregaron los quince millones de los llamados «Bonos Jecker». Jean-Baptiste Jecker era un banquero suizo con negocios en México, donde vivía —y prosperaba— uno de sus hermanos, y que unos años antes había concedido un préstamo al gobierno de Miramón. La Casa Jecker le proporcionó al joven presidente un millón y medio en dinero y vestuario para sus tropas, y a cambio de ello el gobierno de Miramón emitió bonos pagaderos en las aduanas por un valor de quince millones de pesos: el novecientos por ciento del préstamo.
«Morny est dans l’affaire», solían decir: Morny está en el negocio. Y si de verdad Morny lo estaba, su participación era casi una garantía de éxito. El Duque Augusto de Morny era bastardo por partida doble: fue el hijo natural que con Hortensia de Beauharnais había tenido el Conde Auguste Charles Flahault de la Billarderie, quien a su vez fue hijo natural de un sacerdote excomulgado que llegó a ser Gran Chambelán de Napoleón el Grande y Príncipe de Talleyrand. Arbiter elegantiarum, creador de modas como el sombrero, los guantes y el monóculo à la Morny, propietario de fábricas de azúcar de remolacha en Clermont-Ferrand, amante y connaisseur de caballos de carreras, jugador de la Bolsa y hombre, en fin, inmensamente rico que coleccionaba leones vivos en los jardines de su palacio y monos en las recámaras y living-rooms, el Duque de Morny había incorporado a sus armas la flor de la hortensia —por lo que se le llamaba también «el Conde Hortensia»— en honor de la madre que compartía con el emperador de los franceses, Luis Napoleón.
A él acudió Jean-Baptiste Jecker cuando Juárez se negó a reconocer los términos escandalosos del contrato que llevaba su nombre. Jecker le prometió cinco millones a Morny, y Morny, además de naturalizar francés a Jecker para hacer francesa también su reclamación, le prometió a su vez que presionaría a su hermano uterino para decidirlo a intervenir en México.
Morny, por lo pronto, convenció a Luis Napoleón a sustituir al Vizconde de Gabriac como representante de Francia en México por su amigo —y socio en el negocio Jecker—, el Conde Charles Dubois de Saligny, quien además de declararse víctima de un atentado contra su vida en México, agregó a los diecisiete millones ochocientos mil pesos que ahora reclamaban los franceses, otras varias sumas más o menos gordas, entre las que incluyó la relativa a un cargamento de vinos franceses que cuarenta años antes se le había enviado a Agustín de Iturbide, y que el efímero emperador mexicano nunca pagó entre otras cosas, quizás, porque ya lo habían fusilado.
Ahora bien: si Luis Napoleón sabía o no del enjuague entre Morny y Jecker, poco importaba: para él, el objetivo de la intervención no era cuestión de cobrar unos millones más o unos millones menos, sino el de cumplir lo que el poeta Lamartine había descrito como «una idea grandiosa, vasta como el océano… una empresa que será el honor del siglo en Europa y el de la Francia en la América Española…».
Y consideró que había llegado el momento de llevar a cabo esa idea grandiosa.