I

CASTILLO DE BOUCHOUT
1927

«La imaginación, la loca de la casa»,

frase atribuida a Malebranche.

Yo soy María Carlota de Bélgica, Emperatriz de México y de América. Yo soy María Carlota Amelia, prima de la Reina de Inglaterra, Gran Maestre de la Cruz de San Carlos y Virreina de las provincias del Lombardovéneto acogidas por la piedad y la clemencia austríacas bajo las alas del águila bicéfala de la Casa de Habsburgo. Yo soy María Carlota Amelia Victoria, hija de Leopoldo Príncipe de Sajonia-Coburgo y Rey de Bélgica, a quien llamaban el Néstor de los Gobernantes y que me sentaba en sus piernas, acariciaba mis cabellos castaños y me decía que yo era la pequeña sílfide del Palacio de Laeken. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina, hija de Luisa María de Orleáns, la reina santa de los ojos azules y la nariz borbona que murió de consunción y de tristeza por el exilio y la muerte de Luis Felipe, mi abuelo, que cuando todavía era Rey de Francia me llenaba el regazo de castañas y la cara de besos en los Jardines de las Tullerías. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, sobrina del Príncipe Joinville y prima del Conde de París, hermana del Duque de Brabante que fue Rey de Bélgica y conquistador del Congo y hermana del Conde de Flandes, en cuyos brazos aprendí a bailar, cuando tenía diez años, a la sombra de los espinos en flor. Yo soy Carlota Amelia, mujer de Fernando Maximiliano José, Archiduque de Austria, Príncipe de Hungría y de Bohemia, Conde de Habsburgo, Príncipe de Lorena, Emperador de México y Rey del Mundo, que nació en el Palacio Imperial de Schönbrunn y fue el primer descendiente de los Reyes Católicos Fernando e Isabel que cruzó el mar océano y pisó las tierras de América, y que mandó construir para mí a la orilla del Adriático un palacio blanco que miraba al mar y otro día me llevó a México a vivir a un castillo gris que miraba al valle y a los volcanes cubiertos de nieve, y que una mañana de junio de hace muchos años murió fusilado en la ciudad de Querétaro. Yo soy Carlota Amelia, Regente de Anáhuac, Reina de Nicaragua, Baronesa del Mato Grosso, Princesa de Chichén Itzá. Yo soy Carlota Amelia de Bélgica, Emperatriz de México y de América: tengo ochenta y seis años de edad y sesenta de beber, loca de sed, en las fuentes de Roma.

Hoy ha venido el mensajero a traerme noticias del Imperio. Vino, cargado de recuerdos y de sueños, en una carabela cuyas velas hinchó una sola bocanada de viento luminoso preñado de papagayos. Me trajo un puñado de arena de la Isla de Sacrificios, unos guantes de piel de venado y un enorme barril de maderas preciosas rebosantes de chocolate ardiente y espumoso, donde me voy a bañar todos los días de mi vida hasta que mi piel de princesa borbona, hasta que mi piel de loca octogenaria, hasta que mi piel blanca de encaje de Alenzón y de Bruselas, mi piel nevada como las magnolias de los Jardines de Miramar, hasta que mi piel, Maximiliano, mi piel quebrada por los siglos y las tempestades y los desmoronamientos de las dinastías, mi piel blanca de ángel de Memling y de novia del Béguinage se caiga a pedazos y una nueva piel oscura y perfumada, oscura como el cacao de Soconusco y perfumada como la vainilla de Papantla me cubra entera, Maximiliano, desde mi frente oscura hasta la punta de mis pies descalzos y perfumados de india mexicana, de virgen morena, de Emperatriz de América.

El mensajero me trajo también, querido Max, un relicario con algunas hebras de la barba rubia que llovía sobre tu pecho condecorado con el Águila Azteca y que aleteaba como una inmensa mariposa de alas doradas, cuando a caballo y al galope y con tu traje de charro y tu sombrero incrustado con arabescos de plata esterlina recorrías los llanos de Apam entre nubes de gloria y de polvo. Me han dicho que esos bárbaros, Maximiliano, cuando tu cuerpo estaba caliente todavía, cuando apenas acababan de hacer tu máscara mortuoria con yeso de París, esos salvajes te arrancaron la barba y el pelo para vender los mechones por unas cuantas piastras. Quién iba a imaginar, Maximiliano, que te iba a suceder lo mismo que a tu padre, si es que de verdad lo fue el infeliz del Duque de Reichstadt a quien nada ni nadie pudo salvar de la muerte temprana, ni los baños muriáticos ni la leche de burra ni el amor de tu madre la Archiduquesa Sofía, y que apenas unos minutos después de haber muerto en el mismo Palacio de Schönbrunn donde acababas de nacer, le habían trasquilado todos sus bucles rubios para guardarlos en relicarios: pero de lo que sí se salvó él, y tú no, Maximiliano, fue de que le cortaran en pedazos el corazón para vender las piltrafas por unos cuantos reales. Me lo dijo el mensajero. Al mensajero se lo contó Tüdös el fiel cocinero húngaro que te acompañó hasta el patíbulo y sofocó el fuego que prendió en tu chaleco el tiro de gracia, y me entregó, el mensajero, y de parte del Príncipe y la Princesa Salm Salm un estuche de cedro donde había una caja de zinc donde había una caja de palo de rosa donde había, Maximiliano, un pedazo de tu corazón y la bala que acabó con tu vida y con tu Imperio en el Cerro de las Campanas. Tengo aquí esta caja agarrada con las dos manos todo el día para que nadie, nunca, me la arrebate. Mis damas de compañía me dan de comer en la boca, porque yo no la suelto. La Condesa d’Hulst me da de beber leche en los labios, como si fuera yo todavía el pequeño ángel de mi padre Leopoldo, la pequeña bonapartista de los cabellos castaños, porque yo no te olvido.

Y es por eso, nada más que por eso, te lo juro, Maximiliano, que dicen que estoy loca. Es por eso que me llaman la loca de Miramar, de Terveuren, de Bouchout. Pero si te lo dicen, si te dicen que loca salí de México y que loca atravesé el mar encerrada en un camarote del barco Impératrice Eugénie después que le ordené al capitán que arriara la bandera francesa para izar el pabellón imperial mexicano, si te cuentan que en todo el viaje nunca salí de mi camarote porque estaba ya loca y lo estaba no porque me hubieran dado de beber toloache en Yucatán o porque supiera que Napoleón y el Papa nos iban a negar su ayuda y a abandonarnos a nuestra suerte, a nuestra maldita suerte en México, sino que lo estaba, loca y desesperada, perdida porque en mi vientre crecía un hijo que no era tuyo sino del Coronel Van Der Smissen, si te cuentan eso, Maximiliano, diles que no es verdad, que tú siempre fuiste y serás el amor de mi vida, y que si estoy loca es de hambre y de sed, y que siempre lo he estado desde ese día en el Palacio de Saint Cloud en que el mismísimo diablo Napoleón Tercero y su mujer Eugenia de Montijo me ofrecieron un vaso de naranjada fría y yo supe y lo sabía todo el mundo que estaba envenenada porque no les bastaba habernos traicionado, querían borrarnos de la faz de la Tierra, envenenarnos y no sólo Napoleón el Pequeño y la Montijo, sino hasta nuestros amigos más cercanos, nuestros servidores, no lo vas a creer, Max, el propio Blasio: cuídate del lápiz-tinta con el que escribe las cartas que le dictas camino a Cuernavaca y de su saliva y del agua sulfurosa de los manantiales de Cuautla cuídate, Max, y del pulque con champaña, como tuve yo que cuidarme de todos, hasta de la Señora Neri del Barrio con la que iba yo todas las mañanas en un fiacre negro a la Fuente de Trevi porque decidí, y así lo hice, beber sólo de las aguas de las fuentes de Roma en el vaso de Murano que me regaló Su Santidad Pío Nono cuando fui a verlo de sorpresa sin pedirle audiencia y lo encontré desayunando y él se dio cuenta de que estaba yo muerta de hambre y de sed, ¿quiere unas uvas la Emperatriz de México? ¿Se le antojaría un cuerno con mantequilla? ¿Leche quizás, Doña Carlota, leche de cabra recién ordeñada? Pero yo lo único que quería era mojar los dedos en ese líquido ardiente y espumoso que me habría de quemar y tostar la piel, y me avalancé sobre el tazón, metí los dedos en el chocolate del Papa, me los chupé, Max, y no sé qué hubiera hecho yo después de no haber ido al mercado a comprar nueces y naranjas para llevarlas al Albergo di Roma: yo misma las escogí, las limpié con la mantilla de encaje negro que me regaló Eugenia, examiné las cáscaras, las pelé, las devoré y también unas castañas asadas que compré en la Via Appia y no puedo imaginar cómo me las hubiera arreglado sin la Señora Kuchacsévich y sin el gato, que probaban toda mi comida antes que yo, y sin mi camarera Matilde Doblinger que se procuró un hornillo de carbón y me hizo el favor de llevar unas gallinas a la suite imperial para que yo pudiera comer sólo aquellos huevos que viera poner con mis propios ojos.

Entonces, Maximiliano, cuando yo era el pequeño ángel, la sílfide de Laeken y jugaba a deslizarme por el barandal de las escaleras de madera del palacio, y jugaba a estarme quieta para la eternidad en los jardines, mientras mi hermano el Conde de Flandes se paraba de cabeza y me hacía muecas para hacerme reír y mi hermano el Duque de Brabante inventaba ciudades imaginarias y me contaba la historia de los naufragios célebres, entonces, cuando mi padre me había invitado ya a cenar por primera vez con él y me coronó con rosas y me llenó de regalos, yo iba cada año a Inglaterra a visitar a mi abuela María Amelia que vivía en Claremont, ¿te acuerdas de ella, Max, que nos dijo que no fuéramos a México porque allí nos iban a asesinar?, y una de esas veces en el Castillo de Windsor conocí a mi prima Victoria y mi primo el Príncipe Alberto. Entonces, mi querido Max, cuando yo era la niña de los cabellos castaños y mi cama era un nido blanco alfombrado con nieve tibia donde mi madre Luisa María humedecía sus labios, mi prima Victoria que tanto se asombró de que yo me supiera de memoria los nombres de todos los reyes de Inglaterra desde Haroldo hasta su tío Guillermo Cuarto, en premio a mi aplicación me regaló una casa de muñecas y cuando la casa llegó a Bruselas mi papá Leopich como yo le decía me llamó, me la mostró, me volvió a sentar en sus piernas, pasó su mano por mi frente y al igual que le había dicho a su sobrina Victoria la Reina de Inglaterra, me dijo que cada noche de cada día mi conciencia, así como mi casa de muñecas, debía estar inmaculada. Desde entonces Maximiliano, no hay noche en que no me dedique a ordenar mi casa y mi conciencia. Sacudo las libreas de terciopelo de mis lacayos en miniatura y te perdono que hayas llorado, en la Isla de Madeira, la muerte de una novia a la que quisiste más que a mí. Lavo en una palangana los mil platos minúsculos de mi vajilla de Sevres, y te perdono que en Puebla me hayas abandonado en mi cama imperial, bajo el dosel de tules y brocados, para irte a dormir a un catre de campaña y masturbarte pensando en la condesita Von Linden. Y les saco brillo a las fuentes de plata miniatura, limpio las alabardas de mis alabarderos liliputienses, lavo las pequeñísimas uvas de los pequeñísimos racimos de cristal y te perdono que hayas hecho el amor con la mujer de un jardinero a la sombra de las buganvillas de los Jardines Borda. Después barro con una escoba del tamaño de un pulgar las alfombras del castillo del tamaño de un pañuelo, y sacudo los cuadros y vacío las escupideras de oro del tamaño de un dedal y los ceniceros minúsculos, y así como te perdono todo lo que me hiciste, perdono a todos nuestros enemigos y perdono a México.

Cómo no voy a perdonar a México, Maximiliano, si todos los días sacudo tu corona, pulo con ceniza el collar de la Orden de Guadalupe, lavo con leche las teclas de mi piano Biedermeier para tocar en él todas las tardes el himno imperial mexicano y desciendo las escaleras del castillo y de hinojos a la orilla del foso lavo en sus aguas la bandera imperial mexicana, la enjuago y la exprimo y la cuelgo a secar en la punta de la torre más alta, y la plancho después, Maximiliano, la acaricio, la doblo, la guardo y le prometo que mañana, de nuevo, la sacaré a ondear para que la vea Europa entera, de Ostende a los Cárpatos, del Tirol a la Transilvania. Y sólo hasta entonces, con mi casa limpia y mi conciencia tranquila, me desvisto y me pongo mi camisón minúsculo y rezo mis pequeñísimas oraciones, y me acuesto en mi gran cama miniatura y bajo la almohada del tamaño de un alfiletero bordado con acantos en flor pongo tu corazón y lo escucho latir y escucho los cañonazos de la Ciudadela de Trieste y del Peñón de Gibraltar saludando a la Novara, y escucho el triquitraque del ferrocarril de Veracruz a Loma Alta y escucho las notas del Domine Salvum fac Imperatorem y escucho de nuevo la descarga de Querétaro y sueño entonces, quisiera soñar, Maximiliano, que nunca abandonamos Miramar y Lacroma, que nunca nos fuimos a México, que nos quedamos aquí, que aquí nos hicimos viejos y nos llenamos de hijos y nietos, que aquí en tu despacho azul adornado con áncoras y astrolabios te quedaste tú, escribiendo poemas sobre tus viajes futuros en el yate Ondina por el archipiélago griego y la costa de Turquía y soñando con el pájaro mecánico de Leonardo y me quedé yo, para siempre adorándote y bebiendo con mis ojos el azul del Adriático. Pero me desperté con mis propios gritos, y tenía yo tanta hambre, Max, no sabes, después de siglos de no comer sino angustias y sobresaltos, tenía yo tanta sed, Max, después de siglos de no beber sino mis propias lágrimas, que devoré tu corazón y bebí tu sangre. Pero tu corazón y tu sangre, mi querido, mi adorado Max, estaban envenenados.

Por suerte en el camino de París a Trieste y de Trieste a Roma había llovido tanto, Maximiliano, tanto o más que aquella noche en la que llegamos a Córdoba en una diligencia de la República porque a nuestra carroza imperial, ¿te acuerdas?, se le había roto una rueda en el Cerro del Chiquihuite, y estábamos salpicados de barro de los pies a la cabeza, pero dando gracias a Dios porque ya habíamos dejado atrás las infectas tierras calientes y con ellas Veracruz y los zopilotes y el vómito negro y que pronto, en uno o dos días más podríamos contemplar desde las faldas del Popocatépetl como lo hicieron Hernán Cortés y el Barón de Humboldt el inmenso valle transparente y la ciudad de los mil palacios construidos con la lava roja de los volcanes y la arenisca amarilla de los pantanos. A cántaros llovió en la Saboya y a cántaros al paso de mi tren y de mi comitiva en el Monte Cenis, y a lo largo de todo ese rodeo por Maribor, Mantua, Reggio y tantas otras ciudades donde el pueblo italiano y los Camisas Rojas de Garibaldi me recibieron con vítores y lágrimas y que tuvimos que hacer por la epidemia de cólera que había en Venecia, y llovió también cuando tu amigo el Almirante Tegetthoff, que fue el mismo que a bordo de la Novara y en una capilla ardiente bajo las alas abiertas de un ángel llevó tu cuerpo de Veracruz a Trieste, hizo desfilar ante mis ojos a la flota austríaca en el orden de combate de la Batalla de Lissa en la que se cubrió de gloria, y yo te envié un mensaje a México, Max, te dije que si Plus Ultra había sido el lema, el grito de conquista de tus abuelos, tendría que ser también el tuyo, y que así como Carlos Quinto había señalado el camino más allá de las Columnas de Hércules, tú también tendrías que seguir adelante, no abdicarás te dije, no abdicarás es el onceno mandamiento que Dios escribió con fuego en el corazón de todos aquellos monarcas a quienes otorgó el derecho divino, irrenunciable, de gobernar a los pueblos, no abdicarás te escribí, te lo dije mil veces cuando estabas en Orizaba y paseabas con Bilimek y él te explicaba cómo se hacía jabón con las semillas de ricino y jugabas a las escondidas con el Doctor Basch y con el General Castelnau entre los cafetos y las flores blancas de la yuca, te escribí, dime, Max: ¿te llegaron mis cartas?, cuando estabas en la Hacienda de Xonaca y cuando regresaste a la ciudad de México y cuando te fuiste a Querétaro no abdicarás, te mandé decir, ¿te lo dijeron?, así tengas que comer, como comiste, carne de gato y caballo con tus generales Mejía y Miramón y con tu Príncipe Salm Salm que les arrojaba mendrugos de pan a tus guardianes, y tú, que nunca tuviste remedio, mi querido Max, le dabas al Doctor Szänger las últimas instrucciones para embalsamar tu cuerpo, y a Blasio le dictabas los cambios que querías hacer en el Ceremonial de la Corte, porque nunca creíste que te iban a asesinar, Max, como te asesinaron.

Así que durante todos esos trayectos, de París a Trieste, de Trieste a Roma y de nuevo a Trieste hasta llegar a Miramar me bastaba sacar las manos por la ventanilla del tren o del coche para beber de la única agua que yo sabía que no estaba envenenada, del agua de lluvia como lo hago ahora en los balcones del castillo y allí, en la cuenca rebosante de agua cristalina y en cuyo borde se posa a veces una paloma blanca cuando de paloma blanca viene disfrazado el mensajero y me trae, desde la Isla de Cuba, las palabras de la canción de Concha Méndez, allí en el hueco de mis manos como en el fondo de una pátera veo tu rostro y me lo bebo a sorbos, tu rostro de muerto con los ojos cerrados y sobre los párpados el peso del polvo de todo el tiempo que ha pasado desde el año en que te fusilaron, que fue el año en que nació, cómo me hubiera gustado bailarlo contigo, Max, el vals del Danubio Azul, o veo tu rostro de muerto con los ojos abiertos, negros y de cristal, los ojos que te pusieron en Querétaro, y que me miran desde muy lejos, desde las faldas de un cerro cubierto de tierra y nopaleras me miran asombrados como si me preguntaran por qué y cómo es que han sucedido tantas cosas de las que jamás te has enterado ¿te dijo alguien, Maximiliano, que inventaron el teléfono?, ¿que inventaron el gas neón?, ¿el automóvil, Max, y que tu hermano Francisco José que según él fue el último monarca europeo de la vieja escuela sólo una vez en su vida se subió en un coche de motor, y sabías, Maximiliano, que ya no volverás a ver en las calles de tu querida Viena los faetones y los coches a la Daumont, los forlones y las berlinas y ni siquiera esos caballos garañones con crines y colas entrelazados con cordones de oro porque las calles están llenas de automóviles, Max?, ¿sabías todo eso?, ¿y también que inventaron el fonógrafo y que tú y yo podríamos irnos de día de campo los dos solos, y los dos y a la orilla del Lago de Chapultepec escuchar el Danubio Azul tocado sólo para ti y para mí sin que hubiera ningún músico trepado y escondido en las ramas de los sabinos y los dos solos lo bailaríamos a la sombra dorada y violeta de los arcos vivos y temblorosos de la Avenida de los Poetas sin que hubiera ninguna orquesta escondida bajo el puente del lago, Maximiliano? ¿Pero sabías también que del Dianabad, el salón vienés donde se estrenó el Danubio Azul no ha quedado nada, que fue destruido por las bombas como pasó con el Palacio de Saint Cloud, y que del Olimpo de Mignard pintado en el techo del Salón Marte donde me recibieron con el vaso de naranjada Napoleón y Eugenia, el mismo salón donde Cambacères le ofreció la Corona de Francia a Napoleón Bonaparte, y que de todos los muebles y alfombras que allí había, de la chimenea monumental coronada por un tapiz de los gobelinos, de todo eso no quedó nada, quedaron piedras y recuerdos, y tampoco de la escalinata al pie de la cual y con la condecoración del Águila Mexicana colgada al cuello me recibió el principito imperial Luis Napoleón, Lulú, el de la guardia de jinetes árabes, y que tampoco, sino polvo, lagartijas, nada quedó del estanque de Saint Cloud y de las lanchas que le regaló a Lulú el Emperador de la Cochinchina?

Cuando me pongo a recordar todo eso, Maximiliano, me parece mentira que hayan pasado tantos años y que hayan llegado y se hayan ido todos esos días que parecía que nunca iban a llegar. Porque, ¿sabes otra cosa, Maximiliano? Todos los días llegan alguna vez, aunque no lo creas y aunque no lo quieras, y por más lejanos que parezcan. El día en que cumples dieciocho años y tienes tu primer baile. El día en que te casas y eres feliz. Y cuando llega el último día, el día de tu muerte, todos los días de tu vida se vuelven uno solo. Y resulta entonces que tú, que todos, hemos estado muertos desde siempre. Resulta entonces que la esposa de tu hermano, Sisi, qué pena tener que decírtelo, Maximiliano, desde que era niña y bailaba en las plazas de Baviera mientras su padre tocaba el violín disfrazado de gitano, desde entonces, imagínate, ella tenía ya clavado en el pecho el estilete que un fanático le encajó a la Emperatriz Elisabeth a orillas del Lago Leman cincuenta años después. Y resulta que desde que tu padre El Aguilucho era un niño y descubría asombrado la Batalla de Austerlitz y la toma de Mantua entre los trozos de zanahoria y pavo trufado, ya tenía en la boca, qué dolor que lo sepas, Maximiliano, la última bocanada de sangre fresca con la que se le iría la vida al Duque de Reichstadt en un cuarto oscuro y frío del Palacio de Schönbrunn. Sí, qué pena, Maximiliano, tener que decirte que todos los días llegan alguna vez, aunque tú no lo creas. Cuando mi tío Ton Ton el Príncipe Joinville me enseñaba las acuarelas que hizo a bordo de un barco que se llamaba La Belle Poule en el que trajo a Francia de la Isla de Santa Elena los restos de Napoleón el Grande. Cuando yo juntaba ramos de violetas en los Jardines de las Tullerías y me arrojaba después a los brazos de mi abuelo el Rey Ciudadano con su cabeza de pera y su paraguas negro y le preguntaba qué se sentía ser rey, y a mi abuela María Amelia le preguntaba qué se sentía estar casada y ser reina, entonces, Maximiliano, nunca pensé que habría de llegar el día en que yo misma iba a ser primero esposa y luego esposa y soberana. Y llegó el día, Maximiliano, porque todos los días llegan alguna vez. El día en que me hice tu esposa me coronaron con una diadema de brillantes entreverados con flores de naranjo, y Bruselas me dio el velo, Ypres los zapatos bordados, Gante el pañuelo y Brujas el manto real sobre mis hombros y me casé con un príncipe, con un príncipe marinero vestido de almirante y condecorado con el Vellocino de Oro, contigo, Maximiliano, y con él, contigo, navegué río arriba por las aguas del Rhin y río abajo por el Danubio hasta los bosques de Viena, navegué sobre los valses y bajo tus brazos, y cuando conocí a tu pueblo, a tus burgueses de negro y gris que nos saludaban con sus sombreros, a los hombres de Carintia de medias azules y sacos de solapas carmesíes que nos decían adiós con sus pañuelos y a las mujeres estirias con sus faldas multicolores que nos arrojaban claveles desde los puentes, creí que nunca jamás habría de llegar el día en que yo misma fuera soberana de un Imperio así, tan vasto y tan magnífico, del que sólo nos dieron unos andrajos, porque contigo fui a Milán y a Venecia, Maximiliano, y tú fuiste Virrey y yo Virreina de un baile de máscaras. Y regresamos a Miramar para aburrirnos de soledad y amor, y cuando te ofrecieron el trono de México, cuando a tus pies pusieron un Imperio más grande aún y más espléndido, más grande que la herencia de Constantino, más espléndido que la Casa admirable que Dios fortaleció para ser martillo de los herejes en Hungría, Bohemia, Alemania y Flandes, y tú aceptaste ese Imperio y tú y yo decidimos reinar en el país de los dieciocho climas y los cuatrocientos volcanes y de las mariposas grandes como pájaros y los pájaros pequeños como abejas, en el país, Maximiliano, de los corazones humeantes, pensé que nunca, tampoco, habría de llegar ese día. Y llegó, Maximiliano, porque todos los días llegan alguna vez. Fuiste Emperador y fui Emperatriz, y coronados cruzamos el mar Atlántico y su espuma bañó nuestra púrpura imperial, y en La Martinica, nos recibieron las orquídeas y los danzantes negros que gritaban Viva El Emperador Flor Perfumada, y nos recibieron las cucarachas gordas y voladoras que hedían cuando las aplastábamos, y en Veracruz nos recibieron las calles vacías, la arena y la fiebre amarilla, el viento norte que derribó los arcos triunfantes y en Puebla nos recibieron los magueyes y los ángeles y en el Palacio Imperial de México nos recibieron las chinches y tú tuviste que pasar esa primera noche en una mesa de billar, ¿te acuerdas, Maximiliano? Y yo, por ti, fui Emperatriz y goberné México. Y por ti lavé y besé los pies de doce ancianas y toqué con mis manos reales las llagas de los leprosos, y enjugué las frentes de los heridos y senté en mis piernas a los huérfanos. Y por ti, sólo por ti, me abrasé los labios con el polvo de los caminos de Tlaxcala y los ojos con el sol de Uxmal. Por ti, también, arrojé al Nuncio apostólico por la ventana de palacio y el Nuncio, ¿te acuerdas, Max?, se fue volando por el valle transparente como un zopilote más de tierras calientes, henchido de hostias podridas.

Pero nos dieron, Maximiliano, un trono de cactos erizado de bayonetas. Nos dieron una corona de espinas y de sombras. Nos engañaron, Maximiliano, y me engañaste tú. Nos abandonaron, Max, y me abandonaste tú. Sesenta veces trescientos sesenta y cinco días me lo he repetido, frente al espejo y frente a tu retrato, para creerlo: nunca fuimos a México, nunca regresé a Europa, nunca llegó el día de tu muerte, nunca el día en que, como ahora, aún estoy viva. Pero sesenta veces trecientos sesenta y cinco días el espejo y tu retrato me han repetido hasta el infinito que estoy loca, que estoy vieja, que tengo el corazón cubierto de costras y que el cáncer me corroe los pechos. Y mientras tanto, tú, ¿qué has hecho tú de tu vida todos estos años mientras yo he arrastrado mis guiñapos imperiales de palacio en palacio y de castillo en castillo, de Chapultepec a Miramar, de Miramar a Laeken, de Laeken a Terveuren y de Terveuren a Bouchout, qué has hecho tú sino quedarte colgado en las galerías, alto, rubio, impasible, sin que una sola arruga más empañe tu rostro ni una sola cana más blanquee tu cabello, congelado en tus treinta y cinco años como otro Cristo para siempre joven, para siempre hermoso, vestido de gala y montado en tu caballo Orispelo, y con tus grandes espuelas de Amozoc? Dime, Maximiliano, ¿qué has hecho tú de tu vida desde que moriste en Querétaro como un héroe y como un perro, pidiéndole a tus asesinos que apuntaran al pecho y gritando Viva México, qué has hecho sino quedarte quieto en los retratos de los palacios y de los museos, Maximiliano con tus tres hermanos, Maximiliano en la proa del yate Fantaisie, Maximiliano en el Salón de las Gaviotas del Castillo de Miramar, congelado allí a tus dieciocho, tus veintitrés, veintiséis años, y congelado también en mis recuerdos: mi querido Max en el mercado de esclavos de Esmirna, mi querido, adorado Max con su red de mariposas a orillas del Río Blanco, mi querido, idolatrado, perezoso Max toda la mañana en bata y con pantuflas sorbiendo vinos del Rhin y comiendo soletas remojadas en jerez, qué has hecho, dime, sino quedarte quieto desde entonces en la cripta de los Capuchinos, quieto y embalsamado, relleno de mirra y especias y mirando al mundo con los ojos de Santa Úrsula, lo más quieto posible para que nada más te pase, para que nadie más te afrente y te derrote, para que nunca más tengas que regalarme treinta mil florines para que me acueste contigo, o veinte pesos de oro a cada uno de tus verdugos para que te quiten la vida? ¿Qué has hecho sino quedarte quieto desde entonces, para que quieta y calladamente tu barba vuelva a crecer y cubra las rojas, coaguladas medallas que compraste en el Cerro de las Campanas, qué has hecho, Maximiliano, mientras yo me he vuelto cada día más vieja y más loca? ¿Qué has hecho tú, dime, aparte de morirte en México?

El mensajero me trajo también un lingote de plata de las minas de Real del Monte. Un mono araña de San Luis. Un violín de Tacámbaro. Un cofre de sándalo con frijoles saltarines. Me trajo también una calavera de azúcar con tu nombre en la frente. Y me trajo un libro con las páginas en blanco y un frasco con tinta roja para que escriba yo la historia de mi vida. Pero tú tendrás que ayudarme, Max, porque me estoy volviendo tan olvidadiza y distraída que hay días en que me pregunto dónde dejé mi memoria, dónde quedaron mis recuerdos, en qué cajón los guardé, en qué viaje los perdí. Me vieras entonces, loca de angustia, cómo los busco en las cartas que me escribiste desde el Brasil y donde me contabas que habías caminado por la selva con una camisa azul y botas rojas y en la cabeza un gorro de dormir y a cuestas una bolsa en la que llevabas frascos llenos de insectos luminosos. Estabas tan orgulloso entonces de tu colección de mantis religiosas, de haber traído un tapir y un guatí para el zoológico de Schönbrunn, de haber encontrado en las playas de Itaparica un esqueleto de ballena, mi pobre Max. Y busco mis recuerdos en las cartas que me escribiste desde Querétaro cuando ya habías caído en las manos de los juaristas y donde me contabas que siempre creíste que Juárez te iba a perdonar y donde me dijiste, Max, qué risa, que al llegar al Cerro de las Campanas se atascó la puerta del coche negro que te condujo y tuviste que salir por la ventana, y donde me dijiste, qué orgullo, que te negaste a que te vendaran los ojos, y me contaste, qué pena, Max, que tu primer ataúd estaba muy corto y se te salían los pies, y que el doctor que embalsamó tu cuerpo, qué injusticia, Max, había dicho que qué enorme placer era para él lavarse las manos con la sangre de un Emperador. Qué risa, qué dolor, qué pena, mi pobre Max, mi pobre Mambrú que se fue a la guerra y se murió en la guerra, qué orgullo, que injusticia, qué pena que tuvieran que embalsamar dos veces, qué justo que al abandonar las aguas mexicanas la flota austríaca disparara ciento un cañonazos en tu honor, qué lástima que estuviera nevando el día de tu funeral, Max, qué dolor, qué frío. Y entonces quisiera hundir mi rostro en tus cartas y ahogarme con la fragancia de los mangos y la vainilla y sofocarme con el olor de la pólvora y de tu sangre vertida y no puedo, Max, porque a veces tampoco encuentro tus cartas. Las he buscado bajo mi cama. En el cofre donde aún guardo, junto a mis pañoletas y mis chales, los pilones de azúcar morena y los panes de especias que me regalaron el día de mi boda mis campesinos valones. Las he buscado en la cocina. He ordenado que los buzos rastreen el foso de Bouchout y los canales de Brujas y el Lago de Chapultepec. He pedido que las busquen en el basurero de Laeken, en todas las salas del Palacio Imperial de México, en las bodegas del Convento de las Teresitas de Querétaro, en las sentinas de la Novara, en los nidos que hacen en las chimeneas de Gante las cigüeñas que llegan de Alsacia, y no aparecen, Max, y pienso a veces que nunca, nunca me escribiste esas cartas y que ahora yo tengo que hacerlo por ti, que ahora todos los días tendré que escribirlas por ti.

Si supieras, Max, qué terror me dio la primera vez, cuando vi todas esas páginas en blanco, cuando me di cuenta que si no encontraba mis recuerdos tendría que inventarlos. Cuando me di cuenta que no sabía en qué idioma escribirlos de los tantos que aprendí y que se me han olvidado. Cuando me di cuenta que no sabría en cuál tiempo verbal contarlos, porque estoy tan confundida que a veces no sé si fui de verdad María Carlota de Bélgica, si soy aún Emperatriz de México, si seré algún día Emperatriz de América. Y porque estoy tan confundida que a veces no sé dónde termina la verdad de mis sueños y comienzan las mentiras de mi vida. La otra vez soñé que el Mariscal Bazaine era una vieja gorda que comía pistaches y escupía las cáscaras en su bicornio de plumas blancas. El otro día, que daba yo a luz a un niño que tenía la cara de Benito Juárez. Soñé, también, que el General Santa Anna venía a visitarme y me regalaba su pierna. Soñé que estaba yo en los Alpes, recostada en una alfombra viva de nomeolvides y gencianas azules, y me levantaba y comenzaba a bajar la montaña, y cada vez el sol me abrasaba más y al mediodía llegué a México y seguí caminando y en la noche llegué a un desierto y estaba yo muerta de frío: mi edredón de plumas de pato salvaje se había caído al suelo y el hogar estaba apagado. Llamé a mis damas y no vinieron. Llamé a los guardias y no me escucharon. Volví a llamarlos y entró Bazaine a mi cuarto para violarme con el bastón de Mariscal de Francia que tenía entre las piernas, y vieras cómo tengo aún fuerzas, Maximiliano, a pesar de lo vieja que estoy: lo ahogué con mis propias manos y después corrí en busca de una chimenea encendida y traje una antorcha y le prendí fuego al cuerpo de Bazaine, y le prendí fuego a toda el ala del Castillo de Terveuren, que se volvió cenizas.

Cenizas, también, se han vuelto todos los demás, Maximiliano. Ya no tengo testigos de mi vida. Si tú no me ayudas, quién más podría ayudarme, Max: a todos les llegó el día de su muerte. Qué pena tener que decírtelo y qué alegría. Qué alegría, sí, saber que el pequeño príncipe imperial que me recibió en las escalinatas de Saint Cloud dejó su vida en Zululandia, dentro de un uniforme inglés y con las botas llenas de lodo, a orillas del Río Sangre. Qué alegría saber que su padre, Napoleón el Pequeño, murió en el exilio con los bigotes escurridos y la vejiga llena de piedras, y que murieron también todas sus amantes; la Gordon, la Castiglione, Miss Howard, la Belle Sabotière, y que su mujer la Emperatriz Eugenia murió vieja y fea y casi ciega y con las crinolinas arrugadas. Y es que no sabes, Maximiliano, cómo se ha muerto de gente. La otra tarde me senté a bordar unas flores con mis damas de compañía, y a la mitad de una rosa me dijeron que se había muerto en Mayerling tu sobrino Rodolfo. El otro día estaba yo pintando de memoria el Paseo de Santa Anita con sus aguadores y sus vendedoras de carbón de encina, y me enteré que se había muerto Francisco José. La otra tarde estaba yo almorzando y me contaron que se había muerto Leonardo Márquez. Y también se murió el Padre Fischer y se murió asesinado en Sarajevo el Archiduque Francisco Fernando de Austria, se murió de angina de pecho Benito Juárez, se murió el General Escobedo, se murió Concha Méndez, se murió fusilado en Vincennes el hijo que engendraste en los Jardines Borda y se murió su madre Concepción Sedano, y se murió Baby el perro fiel que te siguió a Querétaro y se murió Florián el caballo favorito de tu hermano el emperador. Y el otro día me asomé a la ventana y me enteré que se había muerto el siglo y que se había muerto el Imperio Austrohúngaro y que se había muerto un millón de hombres en el Valle del Somme.

Y ahora, ¿quién de los vivos puede decir que vio nacer a tu padre Napoleón Segundo el Rey de Roma? ¿Quién de los vivos puede contar que lo vio pasear en la carroza de plata y madreperla que le regaló mi bisabuela la Reina Carlota de Nápoles, tirada por dos cabras amaestradas condecoradas con los listones rojos de la Legión de Honor? ¿Quién te vio a ti jugar con tu hermano Francisco José en el cuarto de Aladino del Palacio de Schönbrunn, quién te vio meditar bajo los naranjos del Hofburgo y caracolear un alazán de cola trenzada en la Escuela de Equitación Española de Viena, y junto al cráter del Vesubio de pie sobre los fragmentos de azufre multicolor, sobre los pedruscos anaranjados y rojos y verdigrises cubiertos de escarcha, quién te vio que te recuerde? ¿Quién, dime, Maximiliano, recuerda nuestra entrada triunfal en Milán y que yo llevaba una corona de rosas entrelazadas con diamantes? ¿Quién recuerda que en honor del Virrey y la Virreina de las provincias lombardovénetas tocaron el himno nacional austríaco y la Brabanzona? ¿Quién, dime, recuerda la dalmática de oro que llevaba el Arzobispo Labastida cuando nos recibió a la puerta de la Catedral de San Hipólito de la ciudad de México? ¿Quién, ahora, más de sesenta años después, puede decir que recuerda que las cuarenta y ocho campanas de la catedral tocaron a rebato para darle la bienvenida al Emperador y la Emperatriz de México? Murió tu madre la Archiduquesa Sofía, que hundió la cara en la nieve que coronaba tu ataúd cuando llegaste de regreso a Viena hecho una momia. Murió tu hermano Carlos Luis y murió, de una enfermedad venérea, tu sobrino Otto. Murió, asesinado por unos bandidos, el Coronel Platón Sánchez. Murió tu hermano Luis Carlos, encerrado de por vida en un castillo y servido y rodeado sólo por mujeres porque le gustaba acostarse con los hombres. Murió, con la boca llena de espuma, nuestro compadre el Coronel López. Y ahora, ¿quién de los vivos, quién que te haya visto alguna vez bañarte en el mismo manantial de los jardines colgantes de Chapultepec donde se bañaba La Malinche, puede decir que nos vio desde las terrazas del alcázar contemplar los lagos de Xaltocan y de Chalco bordados con nenúfares y más allá las montañas nevadas como alas de ángeles y arriba el cielo puro de Anáhuac? Me vestí, para los pintores de la corte, de campesina lombarda y de china poblana. En el mercado de Venecia compré mandarinas y uvas moscatel. En el Portal de Mercaderes de la ciudad de México compré rebozos de seda y lacas de Olinalá, chirimoyas y flores de Nochebuena. Leí en voz alta los poemas del Rey Netzahualcóyotl y me aprendí de memoria la leyenda del Señor del Veneno de la Calle de Puerta Coeli. Nos besamos a la sombra del convento de muros cubiertos de clemátides de la Isla de Lacroma en la que naufragó Ricardo Corazón de León, y el día de nuestra boda la Casa Real Inglesa y la Marina Británica brindaron por nuestra felicidad con vino y grog. En el Alcázar de Sevilla aspiraste la dulce fragancia del ámbar y en el cuarto del secreto de la Alhambra escuchaste los murmullos de los hijos de Felipe Segundo. Te obsequiaron una escolopendra gigantesca en Las Canarias, y en México una culebrina de bronce fundida en Manila y con las armas de Carlos Tercero. Llegamos en góndola al Teatro de L’Harmonia donde nos insultaron con su presencia los criados de los aristócratas milaneses y a bordo del Elizabeth hicimos el amor una noche de tormenta en que las escobas y las tazas de té y las botellas de vino danzaron, enloquecidas, entre la espuma. Con tu sarape de Saltillo sobre los hombros diste el grito de Independencia en Dolores mientras yo gobernaba México y firmaba decretos y ofrecía saraos. ¿Y quién, de los vivos, nos recuerda? ¿Quién me vio encerrada en el gartenhaus de Miramar con las ventanas atornilladas y las puertas llenas de cerrojos rumiar mi locura y mi desesperación, y quién te vio, Maximiliano, en tu celda del Convento de las Teresitas de Querétaro sentado el día entero en tu alta bacinilla de porcelana con una diarrea que no se acababa nunca? ¿Quién recuerda, Max, quién que lo haya visto, lo gallardo que era el Coronel Van Der Smissen al frente del Cuerpo de Voluntarios belgas, lo cariñoso que era nuestro pequeño Príncipe Iturbide, lo asesino que fue el Coronel Du Pin, lo humildes que eran nuestros inditos mexicanos que se persignaban ante nuestro retrato y me llenaban el regazo de dalias y de alacranes de vainilla y de huevos de turquesa? ¿Quién vio, quién recuerda lo feo que era Benito Juárez, lo valientes que fueron los soldados franceses triunfadores de Magenta y Solferino, quién, dime, recuerda lo verdes que eran los ojos del traidor López? Sólo la historia y yo, Maximiliano.

Yo que recuerdo al Coronel López bello como un ángel de la luz que cabalgaba a mi lado en el camino a Córdoba y me ofrecía ramos de orquídeas. La historia que vio cómo asesinaron al Rey Alejandro y la Reina Draga de Serbia, y cómo le quemaron el pecho con agua hirviendo a Benito Juárez, y cómo se incendió la Biblioteca de Lovaina y yo, Maximiliano, que desde las ventanas del Castillo de Bouchout vi arder los fuertes de Amberes, y vi cómo asesinaron en Madrid al General Prim y cómo murió Bazaine en el destierro y la miseria, y cómo Bismarck proclamó el Imperio Alemán en el Salón de los Espejos de Versalles, y cómo el Príncipe Imperial Luis Napoleón tenía la cara devorada por los chacales, y cómo se le salía un ojo a María Vetsera la amante de tu sobrino Rodolfo y cómo el Palacio de Buena Vista se transformó en una fábrica de cigarrillos y cómo, Maximiliano, tu fiel cocinero Tüdös y tu valet Grill humedecieron sus pañuelos con tu sangre en el patíbulo del Cerro de las Campanas, yo, Maximiliano, María Carlota Amelia de Bélgica, Condesa de Maracaibo, Archiduquesa del Gran Sertáo, Princesa de Mapimí, yo que probé piñas en lata, que viajé en el Expreso de Oriente, que hablé por teléfono con Rasputín, que bailé fox-trot, que vi a un gringo robarse la cabeza de Pancho Villa, y al ataúd de Eugenia cruzar París coronado de violetas, yo que con mi aliento escribí tu nombre en los jarrones de pórfido de la escalinata de Miramar, yo que en los cenotes sagrados de Yucatán donde sacrificaban a las princesas vírgenes contemplé tu rostro muerto, yo, Maximiliano, que cada noche de cada año de los sesenta que he vivido en la soledad y el silencio te he adorado en secreto, yo que en las sábanas y en los pañuelos y en las cortinas y en los manteles me paso la vida, Maximiliano, me la he pasado bordando tus iniciales Maximiliano Primero Emperador de México y Rey del Mundo, en las servilletas y en tu sudario, en las rosas de la almohada y en la piel de mis labios, yo que desde la cumbre de las montañas de Acultzingo allí donde el aire enrarecido ilumina las constelaciones y agiganta las estrellas te señalé la curvatura del cielo y te dije que allí, en el Navío y en la Cruz del Sur, y en Arcturus y en el Centauro, allí donde estaba escrito el destino de los más grandes de todos tus ancestros, el de Carlomagno el fundador del Sacro Imperio Romano, el de Rodolfo de Habsburgo que cruzó con un ejército el Danubio en un puente hecho con botes, el de Alberto Segundo Príncipe de la Paz, el de Carlos Quinto en cuyo reino nunca se ponía el sol, el de Maximiliano Primero y el de María Teresa de Austria y el de Felipe Segundo triunfador de la Batalla de San Quintín y azote de los moros y el de Leopoldo Primero salvador de Europa y vencedor del Gran Visir Kara Mustafá y el de José Segundo el rebelde vestido de púrpura del que aprendiste a amar la libertad de tus súbditos, allí también, te dije, que estaba escrito el destino de un hombre que sería más grande de lo que fueron todos ellos y que ese hombre se llamaba Maximiliano Primero, Emperador de México. ¿Quién, dime, quién que esté vivo lo recuerda, quién sino yo, que hace sesenta años te dije adiós a la sombra de los naranjos perfumados de Ayotla y te dejé para siempre solo, montado en tu caballo Orispelo y vestido de charro y con tu catalejo de almirante de la flota austríaca, y quién sino la historia, que te dejó tirado y desangrándote en el Cerro de las Campanas con el chaleco en llamas y te dejó colgado de los pies de la cúpula de la Capilla de San Andrés para que se te salieran los líquidos con los que te habían embalsamado y embalsamarte de nuevo a ver si así tu piel, Maximiliano, dejaba de ponerse cada vez más negra, como se puso, y tu carne de momia hinchada, pobre Max adorado, dejaba de ponerse cada vez más hedionda, como se puso? Sólo la historia y yo, Maximiliano, que estamos vivas y locas. Pero a mí se me está acabando la vida.