CAPÍTULO IX

LA CARA de Rigaud brillaba cada vez más blanca a la luz de la luna, que iba ascendiendo, y cuyo reflejo tocaba ahora el agua debajo de ellos.

—¿Quieren hacer el favor de venir conmigo? —dijo Miles lacónicamente, y se volvió indicando el camino de retorno a la casa.

Hacia el lado oeste de Greywood se extendía el vasto césped llano, tan bien recortado como una pista verde, donde, en la penumbra, se descubrían las sillas de mimbre, la mesita y la blanca mecedora con su toldo. Mientras caminaba, Miles miraba ese lado de la casa; no veía luces allí, a pesar de que a Fay Seton se le había dado un dormitorio en la planta baja y debía estar adentro.

Él indicó el camino por el lado este, a través del vestíbulo que contenía la pequeña colección de armas antiguas de su tío y de allí pasaron al largo salón. Era éste un lugar agradable con sillas tapizadas, una estantería baja para libros, pintada de blanco, y un pequeño óleo de Leonardo sobre la chimenea; una sola lámpara ardía allí como luz nocturna con una llama muy pequeña que hacía sombras enormes, pero Miles no tenía deseos de iluminar más; se volvió rápidamente en el silencio de la medianoche en la New Forest.

—Creo que debo decirles —empleaba una voz más fuerte que la necesaria— que ya he tenido una larga conversación con la señorita Seton…

El profesor Rigaud se detuvo bruscamente.

—¿Ella le dijo a usted…?

(¡Tranquilidad, ahora! ¡No hay motivo para tener un nudo en la garganta o un corazón que salte furiosamente!)

—Me contó los pormenores de la muerte del señor Brooke. La policía resolvió finalmente que era un suicidio, porque sobre el mango del bastón de estoque solamente se encontraron las impresiones digitales del señor Brooke. ¿Es esto verdad?

—Lo es.

—Y a la hora que…, en el momento en que sucedió…, Fay Seton había salido a nadar en el río a cierta distancia de la torre. ¿Es esto verdad?

—Hasta ahí, sí —asintió el profesor Rigaud con la cabeza—. ¿Pero le habló ella sobre el joven Pierre Fresnac? ¿El hijo de Jules Fresnac?

—¿Necesitamos —Miles casi gritó—, necesitamos ser tan endemoniadamente severos hoy en día? Después de todo, si algo hubo entre el joven Fresnac y Fay Seton…

—¡Qué ingleses! —suspiró el profesor Rigaud en tono de pavor, y añadió después de una pausa—: ¡Dios mío, estos ingleses!

Se quedó parado mirando hacia atrás en una media luz que borraba las expresiones, y con el tamaño doctor Fell detrás de él; apoyó el amarillo bastón de estoque contra el brazo de un sillón tapizado, y se quitó el sombrero. Había algo en el tono de su voz, que no era fuerte, que crispó los nervios de Miles.

—Usted es como Howard Brooke —suspiró el profesor Rigaud—, digo yo algo y cree que únicamente quiero decir…

Volvió a callar.

—¿Le parece probable, joven —continuó dando un brinco— que a un campesino granjero de Eure-et-Loire le importaría dos cominos, le importaría esto —castañeteó los dedos—, un pequeño asunto pasional entre su hijo y una dama de la región? Si lo hubiera tomado en cuenta sólo le habría divertido. Le aseguro a usted que no provocaría la extraordinaria conmoción que cubrió de terror a todos los campesinos de aquella región. No haría que Jules Fresnac arrojara una piedra a una mujer en la carretera pública.

—¿Qué fue, entonces?

—¿Puede usted volver su pensamiento hacia los días anteriores a la muerte de Howard Brooke?

—Sí.

—Este joven, Pierre Fresnac, vivía con sus padres en una casa de piedra en una granja, a un lado de la carretera entre Chartres y Le Mans. Es necesario subrayar que su dormitorio quedaba en una buhardilla, subiendo tres tramos de escaleras.

—¿Y?

—Pierre Fresnac había estado enfermo algunos días, débil y aturdido. Nada dijo a nadie, en parte porque no se animaba a hablar, en parte porque no comprendía y creía que todo era una pesadilla. Como a toda la gente joven, lo asustaba ser apaleado sin tener culpa. Se ató una chalina[3] alrededor del cuello, y no dijo una palabra.

»Creyó soñar cuando, noche tras noche, vio la cara blanca suspendida en el aire, vista desde la ventana de arriba; creyó que soñaba al ver que el cuerpo tomaba forma en el aire, a varios metros sobre el suelo y sintió la anestesia que oscurece la mente y los músculos, como se oscurece la luz cuando se baja el pabilo. Fue su padre quien le arrancó luego el vendaje de la garganta, y descubrieron las agudas marcas de dientes en el cuello, por donde se había desangrado.

En la pausa que siguió, Miles Hammond esperó con extraña paciencia que alguien se riera para cortar el silencio; que Rigaud echase atrás su cabeza y mostrase la burlona sonrisa que descubría su diente de oro; esperaba la sonrisa de Gargantúa del doctor Fell, pero nada ocurrió. Nadie sonrió siquiera ni le preguntó qué le parecía la broma. Lo que adormecía sus sentidos, y lo tenía como paralizado, era la expresión de aquellas palabras, duras como las de la policía, «las agudas marcas de dientes en el cuello por donde se había desangrado».

Como de lejos, Miles oyó su propia voz.

—¿Está usted loco?

—No.

—¿Quiere usted decir…?

—Sí —dijo el profesor Rigaud—, quiero decir el vampiro, quiero decir algo que continúa viviendo, quiero decir el desangrador de cuerpos y matador de almas.

La cara blanca suspendida en el aire desde la ventana de arriba.

La cara blanca suspendida en el aire desde la ventana de arriba.

A pesar suyo, Miles no podía reír. Quiso hacerla, pero la risa se le clavó en la garganta.

—El espíritu sencillo del buen Howard Brooke —dijo el profesor Rigaud— no comprendió nada de esto. Vio en ello sólo una vulgar intriga entre un joven campesino y una mujer mayor que el muchacho. Se escandalizó hasta lo más profundo de su alma británica. Tenía la más sencilla convicción de que cualquier mujer inmoral podía ser comprada con dinero, y entonces…

—¿Y entonces?

—Él murió. Eso es todo.

El profesor Rigaud sacudió su cabeza calva con febril pasión de sinceridad, y recogió su bastón de estoque apretándolo bajo el brazo.

—Anoche quise hacerlo… ¡Ay, mi tonto carácter bromista…! Atormentarlos con una prueba de ingenio… Expuse los hechos imparcial aunque indirectamente; le dije que esa mujer no era, en el sentido admitido, una criminal de ninguna especie y que, en el mundo de cada día, es suave y hasta recatada.

»Pero esto no se aplica al alma interior, con la que ella nada puede, como tampoco con la gula y la curiosidad. No depende del alma que pueda dejar el cuerpo en trance o dormido y tomar forma visible para la vista. Esta alma, como la cara blanca en la ventana de arriba, se alimenta y extrae la vida de la sangre de los vivos.

»Si Howard Brooke hubiese hablado algo de esto yo habría podido ayudarlo. ¡Pero no, no y no! Esta mujer era inmoral y se debía ocultar. Tal vez yo debí adivinarlo por los signos visibles y por la historia que le he referido. Las características físicas, el cabello rojizo y la figura delgada y los ojos azules, siempre están asociados, en las leyendas populares, con el vampiro, porque en dichas leyendas son signos de erotismo. Pero, como de costumbre, no me doy cuenta de lo que tengo bajo mi nariz. Después de la muerte de Howard Brooke lo supe por un populacho de campesinos que quisieron lincharla.

Miles pasó una mano por la frente y la oprimió fuertemente.

—¡Pero usted no puede pensarlo seriamente! No puede creer que fuera esta… esta…

—Esta cosa —terminó el profesor Rigaud.

—Digamos esta persona. ¿Usted me dice que Fay Seton mató a Howard Brooke?

—Lo mató el vampiro, porque el vampiro lo odiaba.

—¡Fue un simple asesinato con un bastón de estoque afilado! ¡Ningún instrumento sobrenatural está complicado!

—¿Entonces, cómo pudo el asesino —preguntó el profesor Rigaud fríamente— acercarse a su víctima y alejarse después?

Otra vez hubo un largo silencio.

—¡Escuche, buen amigo! —exclamó Miles—. ¡Vuelvo a decirle que usted no piensa esto seriamente! Usted, hombre práctico, no puede considerar aceptable esa supersticiosa…

—¡No, no y no! —dijo el profesor Rigaud separando las tres palabras como golpes de martillo, y bruscamente castañeteó sus dedos en el aire.

—¿Qué quiere decir con esos no?

—Quiero decir —contestó el profesor Rigaud— que es una controversia que a menudo tengo con mis colegas académicos sobre la palabra «supersticioso». ¿Puede usted refutar los hechos que presento?

—En apariencia, no.

Justement! Y suponiendo, digo suponiendo, que existiera un ser como el vampiro, ¿está usted de acuerdo en que puede explicar cualquier acción de Fay Seton mientras habitó con la familia Brooke?

—¡Pero, oiga…!

—Le digo a usted —los ojitos del profesor Rigaud brillaban con una especie de lógico entusiasmo—, le digo a usted: Hay aquí algunos hechos que… ¡Por favor, explíquelos! ¡Hechos, hechos y hechos! Usted me responde que no puede explicármelos pero que yo no debo, no debo y no debo decir semejante tontería supersticiosa porque lo que yo sugiero trastorna su universo y le da miedo. Puede tener razón en decirlo, o puede estar equivocado, pero yo soy el práctico y usted el supersticioso.

Se volvió hacia el doctor Fell.

—¿Está usted de acuerdo, doctor?

El doctor Fell había permanecido parado contra el borde de la estantería baja pintada de blanco, sus brazos doblados bajo su larga capa tableada y sus ojos fijos, con la mente ausente, absorbidos en la oscura llama de la lámpara. Miles estaba seguro de su presencia por un débil resuello de su respiración, con ocasionales e intermitentes bufidos, como si el doctor repentinamente se hubiese despertado de sus sueños, y por el movimiento de la ancha cinta negra de sus lentes cuando su pecho subía y bajaba.

Su cara, tan roja como un fuego, irradiaba esa clase de afabilidad tan suya que, por lo general, lo hacía tan agradable como el Old King Cole. Miles sabía que Gideon Fell era hombre de gran corazón, muy honesto, completamente distraído y aturdido, y cuyas mejores ocurrencias se debían a sus distracciones. En aquel momento, con el labio superior estirado hacia arriba y su bigote de bandido hacia abajo, aparecía como un estudio de ferocidad.

—¿Está usted de acuerdo, querido doctor? —insistió Rigaud.

—Señor… —empezó el doctor Fell irguiéndose con un poderoso floreo retórico como el doctor Johnson; después pareció cambiar de opinión, se apaciguó y se rascó la nariz.

Monsieur? —sugirió Rigaud con la misma formalidad.

—No niego —dijo el doctor Fell sacando un brazo afuera con un gesto que puso gravemente en peligro a una estatuita de bronce sobre la estantería—, no niego que en el mundo puedan existir fuerzas sobrenaturales, en realidad, creo firmemente que existen.

—¡Vampiros! —dijo Miles Hammond.

—Sí —asintió el doctor Fell con una seriedad que hizo deprimir el corazón de Miles—. Quizá hasta vampiros.

El bastón de mango de muleta del doctor Fell estaba apoyado contra los estantes, pero ahora miraba, con una mayor ausencia tonta, al amarillo bastón de estoque que todavía mantenía oprimido, bajo el brazo, el profesor Rigaud.

Al avanzar pesadamente, el doctor Fell tomó resollando el bastón de Rigaud, lo hizo girar en sus dedos sosteniéndolo de la misma manera ausente, meditó, y se sentó desordenadamente en un gran sillón tapizado junto a la chimenea vacía. Al hacerlo, todo el cuarto se sacudió, a pesar de que era una casa sólidamente construida.

—Pero opino, como cualquier honesto investigador psíquico —continuó— que, ante todo, hay que examinar los hechos.

Monsieur —exclamó el profesor Rigaud—, ¡yo le doy los hechos!

—Señor —replicó el doctor Fell—, no lo dudo.

Enfurruñado, hizo una guiñada al bastón de estoque, lentamente destornilló el mango de la hoja, quitó ésta de la vaina y la examinó; luego sostuvo la parte del mango junto a sus lentes desequilibrados e intentó espiar dentro de la vaina. Al levantarse, el sabio volvió a hablar con una voz de colegial.

—¿No tiene alguien una lente de aumento?

—Hay uno en la casa —contestó Miles que trataba de adaptarse— pero no recuerdo dónde lo vi por última vez. ¿Me permite que…?

—Para hablar con ingenuidad —dijo el doctor Fell con aire de franqueza—, no estoy seguro de que me sirva de mucho. Reproduce una imagen que impresiona y da al que lo emplea una sensación magnificada de propia importancia. ¡Hum! —Su voz cambió—. Me parece que alguien dijo que había manchas de sangre dentro de la vaina, ¿no?

El profesor Rigaud estuvo casi a punto de ponerse a saltar.

—¡Hay manchas de sangre dentro de ella! Se lo dije anoche a la señorita Morell y al señor Hammond, y se lo he repetido a usted esta mañana. —Su voz se puso desafiante—. ¿Y entonces?

—Sí —dijo el doctor Fell asintiendo con la cabeza de un modo pausado semejante a un león—, es otro punto.

El doctor Fell extrajo, tanteando en el bolsillo interno de la chaqueta debajo de su gran capa, una hoja manuscrita arrollada. Miles no tuvo dificultad en reconocerla. Era el informe del profesor Rigaud sobre el caso Brooke, escrito para los archivos del Murder Club, y restituido por el propio Miles después de haber sido llevado por Bárbara Morell. El doctor Fell le tomó el peso en su mano.

—Cuando Rigaud me trajo hoy este manuscrito —dijo en tono de verdadera reverencia—, se me saltaron los ojos al leerlo en una indescriptible sorpresa. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Baco! ¡Esto es para el Club! Pero también me provocó un interrogante serio. —Sus ojos se fijaron en Miles.— ¿Quién es Bárbara Morell y por qué perturbó la cena del Murder Club?

—¡Ah! —suspiró el profesor Rigaud moviendo rápidamente la cabeza y restregándose las manos—. ¡Esto también me interesa mucho! ¿Quién es Bárbara Morell?

Miles fijó la vista en ellos.

—¡Maldita sea, no me miren! ¡No lo sé!

El profesor Rigaud arqueó las cejas.

—Sin embargo, recordamos que usted la acompañó a su casa.

—Solamente hasta la estación del subterráneo; eso fue todo.

—¿Tal vez no hayan comentado este asunto?

—No. Es decir… no.

El robusto francesito tenía una mirada muy desconcertante.

—Anoche esa pequeña señorita Morell —dijo el profesor Rigaud al doctor Fell después de escudriñar largamente a Miles— se perturbó mucho en varias oportunidades. ¡Sí! Lo evidente es que está muy interesada en Fay Seton, y sin duda la conoce muy bien.

—Por el contrario —dijo Miles—, la señorita Seton niega haber conocido a Bárbara Morell o saber algo de ella.

Fue como si se hubiera golpeado un gong para hacer silencio. La expresión del profesor Rigaud era casi embrujada.

—¿Ella se lo dijo?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Esta noche en la biblioteca, cuando yo… le hice algunas preguntas.

—¡Ah! —suspiró el profesor Rigaud con aire de renovado interés—. Usted está entre sus víctimas —la palabra chocó a Miles como un golpe—, usted está entre sus víctimas, ¡tenga por lo menos coraje! ¿Usted inició la conversación y la interrogó?

—No introduje exactamente el tema, no.

—¿Ella se ofreció a hablar?

—Sí, así se puede decir.

—Señor —dijo el doctor Fell echado atrás en su silla con el manuscrito y el bastón de estoque sobre sus rodillas, y una expresión muy curiosa en la cara—, me ayudaría enormemente, ¡por Júpiter cómo me ayudaría!, si me dijera todo lo que la dama le dijo, si me lo dijera ahora, en este momento, discúlpeme, sin prevención ni preparación.

Miles pensó que debía de ser bastante tarde. Un silencio tan intenso rodeaba la casa que le parecía poder oír el reloj de la lejana cocina. Marion debía de estar dormida en el cuarto de arriba de la biblioteca; Fay Seton, también profundamente dormida en el piso bajo. A través de las ventanas, la luz de la luna aumentaba su palidez mortal oscureciendo la pequeña llama de la lámpara y levantando, en la pared opuesta, las sombras de los pequeños paneles oblongos.

Miles empezó a hablar lenta y cuidadosamente, con la garganta seca. Sólo una vez el doctor Fell le interrumpió para hacerle preguntas.

—«Jim Morell» —repitió el doctor tan vivamente que el profesor Rigaud dio un salto—. Gran amigo de Harry Brooke a quien éste escribía con regularidad una vez por semana. —Volvió su cabeza enorme hacia Rigaud—. ¿Ha conocido usted a algún Jim Morell?

Rigaud, encaramado en el borde de una mesa de arrimo, inclinándose ansiosamente hacia adelante con la mano ahuecada detrás de la oreja, contestó con una enérgica negativa.

—Según mi leal saber y entender, querido doctor, este nombre me es completamente nuevo.

—¿Harry Brooke se lo nombró alguna vez?

—Nunca.

—Ni se le menciona —el doctor Fell palmeó el manuscrito— en este relato suyo tan admirablemente claro; ni hacen referencia a él las declaraciones escritas agregadas, a las que se refieren otros testigos. Sin embargo, Harry Brooke estaba escribiéndole el mismo día… —el doctor Fell calló por un momento. ¿Sería efecto de la luz aquella momentánea expresión en sus ojos?— ¡No importa! ¡Continúe!

Miles vio fugazmente otra vez la misma expresión antes de que terminara la historia. La mirada del doctor Fell había sido la de un hombre ofuscado, alarmado, vislumbrando la verdad en la que asomaban elementos de completo horror. Esto le enardecía. Mientras Miles hablaba, cruzaban maquinalmente por su mente pensamientos frenéticos.

Era evidente que el doctor Fell no podía creer en esa tontería de los vampiros. El profesor Rigaud podría dar sinceramente crédito a la realidad de espíritus malignos posesionados de la carne, espíritus malignos que abandonaban el cuerpo y se materializaban en el aire, con sus rostros blancos fuera de la ventana, pero no el doctor Fell. ¡Eso estaba confirmado!

Mientras Gideon Fell se balanceaba para atrás en su silla, golpeando el bastón contra el suelo, con una contracción de las varias papadas, sacudiendo el enorme chaleco, con su antigua diversión familiar, Miles sólo quería una palabra, un gesto, un parpadeo de ojos, que soplara sobre esta niebla venenosa que Georges Antoine Rigaud llamaría la niebla del vampiro. «¡Venid ahora! ¡Venid ahora! ¡Arcontes de Atenas, en tumultuoso deleite!». Pero Miles no obtuvo aquella palabra.

En su lugar, al terminar él de hablar, el doctor Fell se echó atrás protegiendo sus ojos con una mano, y puso sobre sus rodillas el manchado bastón de estoque.

—¿Es eso todo? —preguntó.

—Sí. Es todo.

—¡Oh! ¡Ah! Y a usted, amigo mío —el doctor Fell se aclaró fuertemente la garganta antes de dirigirse a Rigaud—, me agradaría hacerle una pregunta muy importante. —Levantó el manuscrito—. Claro está que cuando usted escribió esto eligió con cuidado sus palabras, ¿eh?

El profesor Rigaud se puso tieso.

—¿Es necesario decir que lo hice?

—¿No quiere cambiar nada?

—¡Le aseguro que no! ¿Por qué querría hacerlo?

—Permítame —dijo el doctor Fell persuasivo— que le lea dos o tres renglones de su informe sobre la última vez que vio al señor Howard Brooke, arriba de la torre, ¡antes de que fuera atacado!

—Continúe.

El doctor Fell humedeció su pulgar, acomodó sus lentes en la cinta negra y pasó las hojas del manuscrito.

—«El señor Brooke —leyó en alta voz— estaba parado junto a la baranda, completamente vuelto de espaldas, a un lado de él…»

—Disculpe que le interrumpa —dijo Miles— pero éstas parecen exactamente las mismas palabras que usó anoche el profesor Rigaud cuando lo contaba y no lo escribía.

—Son las mismas palabras —sonrió el profesor Rigaud—, fluían velozmente, ¿eh? Fueron aprendidas de memoria. Joven, todo lo que le dije lo hallará también en este manuscrito. ¡Continúe, continúe, continúe!

El doctor Fell le miró con curiosidad.

—«A un lado de él —está usted siempre describiendo al señor Brooke— a un lado de él, su bastón de madera clara apoyado contra el antepecho; del otro, también descansando contra el mismo, la abultada cartera. Este almenado parapeto subía hasta la altura del pecho, alrededor del tope de la torre con su piedra rota desmoronándose, y rayada con jeroglíficos blanquecinos donde la gente había grabado sus iniciales.»

El doctor Fell cerró el manuscrito y lo volvió a palmear.

—¿Todo esto —preguntó— es exacto?

—¡Perfectamente exacto!

—Una pequeña cosa más —rogó el doctor Fell—. Es a propósito de este bastón de estoque. En su brillante relato usted dice que la policía, después del asesinato, se llevó las dos partes del bastón de estoque para el examen de los peritos. Presumo que la policía no las unió antes de llevárselas… ¿Fueron recogidas tal cual se las halló?

—¡Naturalmente!

Miles no podía soportarlo más tiempo.

—¡Por el amor de Dios, señor, pongamos las cosas en claro! ¡Por lo menos sepamos lo que pensamos y en qué estamos! —Subió la voz—. ¿Usted no cree todo esto?

El doctor Fell parpadeó los ojos.

—¿Creo en qué?

—¡En vampiros!

—No —dijo suavemente el doctor Fell—, no creo.

(Miles siempre lo había pensado, se lo había dicho para sí con una risita interna mientras que asentaba mentalmente sus hombros y se preparaba para reír fuerte. Pero el aliento se escapó de sus pulmones y sintió que una fuerte ola de alivio le recorría el cuerpo al comprender que ya no habría más terrores.)

—Antes de retirarnos, debo decirlo —continuó el doctor Fell con gravedad—. Dos caballeros de edad se arrepentirán cuando lleguen de regreso a Londres de este extravagante paseo nocturno a la New Forest, en un, ¡hum!, repentino impulso romántico de Rigaud, quien también deseaba ver la biblioteca de su tío. Pero antes de partir…

—¡Por el poder de todos los diablos —dijo Miles con bastante vehemencia— ustedes no van a regresar esta noche!

—¿No vamos a regresar esta noche?

—Voy a acomodarlos aquí —dijo Miles—, a pesar de la escasez de dormitorios habitables. Quiero verlos a ambos a la luz del día y sentirme en mi sano juicio otra vez. ¡Y cuando oiga el resto de la historia mi hermana Marion!…

—¿Su hermana ya sabe parte de ella?

—Un poco, sí. Pensándolo bien, le pregunté esta noche qué haría si ella encontrara un… bueno, un horror sobrenatural que caminara por el aire. Esto fue antes de haber escuchado esta historia del vampiro.

—¡Verdaderamente! —murmuró el doctor Fell—. ¿Y qué dijo ella que haría?

Miles rió.

—Dijo que probablemente le dispararía con un revólver. Lo único razonable es divertirse con ello como lo hizo Marion. —Saludó al profesor Rigaud—. Le agradezco profundamente, señor, por haber venido de tan lejos para ponerme en guardia contra un vampiro con rostro blanco y boca empapada en sangre, pero me parece que Fay Seton ya ha pasado bastantes malos ratos, y apenas creo…

Se interrumpió.

El sonido que entonces oyeron venía del piso alto y desde corta distancia, pero aumentado por la calma nocturna. Era desconcertante e inconfundible. Hizo enderezar al profesor Rigaud, que estaba sentado en el borde de la mesita de arrimo; produjo una contracción a través de la enorme corpulencia del doctor Fell, haciéndole caer los lentes de la nariz, y los trozos del bastón de estoque se deslizaron lentamente al suelo. Los tres hombres se quedaron estupefactos, sin mover una mano.

Era el estampido de un tiro de revólver.