CAPÍTULO VIII

MILES le sonrió.

—¡Por supuesto que le creo!

—Gracias señor Hammond. Me pareció que dudaba un poco, algo… ¿Cómo diría?

—No es eso; solamente que el informe del profesor Rigaud estaba más o menos trunco en el medio, y había ciertas cosas que me preocupaban. ¿Cuál fue la opinión oficial de la policía sobre el caso completo?

—Finalmente resolvieron que era suicidio.

—¿Suicidio?

—Sí.

—¿Pero por qué?

Supongo que, en realidad, fue —dijo Fay levantando sus finas cejas arqueadas con un modo tímidamente caprichoso— porque no pudieron hallar otra explicación, y con ese veredicto se salvaba el buen nombre de la policía. —Ella vaciló—. Es verdad que las impresiones digitales del señor Brooke, y únicamente las impresiones digitales del señor Brooke, se encontraron en el mango del bastón de estoque. ¿Oyó decir usted que era un bastón de estoque?

—¡Oh, sí! Hasta he visto la maldita cosa.

—Al cirujano de la policía, un hombre cito gracioso y agradable, el doctor Pommard, casi le daba un ataque siempre que pensaba en el veredicto. Daba algunos tecnicismos, que temo no comprender, para demostrar que el ángulo de la herida era casi imposible para un suicidio; ciertamente imposible, a no ser que el señor Brooke hubiera tomado el arma por la hoja en lugar del mango. A pesar de esto… —Encogióse de hombros.

—¡Espere un minuto! —protestó Miles—. Tengo entendido que faltaba la cartera con el dinero…

—Sí, es cierto.

—Si nadie subió a la torre para estoquear al señor Brooke, ¿qué pensaron ellos que habría ocurrido con la cartera?

Fay desvió su mirada.

—Pensaron que en las convulsiones de la muerte —replicó—, el señor Brooke la habría… arrojado en alguna forma al río por el parapeto.

—¿Dragaron el río?

—Sí, inmediatamente.

—¿Y no la encontraron?

—Ni entonces… ni nunca.

Fay tenía la cabeza inclinada, con la vista fija en el suelo.

—¡Y no fue porque no lo intentaran! —exclamó suavemente. Las puntas de sus dedos rozaban los libros y dejaban señales sobre el polvo—. Este caso fue sensacional en Francia durante el primer invierno de la guerra. La pobre señora de Brooke murió durante aquel invierno, dicen que de pena. Harry, como ya le dije, fue muerto en la retirada de Dunquerque.

»Luego vinieron los alemanes, siempre contentos con cualquier excusa para dar publicidad a un caso de asesinato sensacional, en especial a uno que tenía…, que envolvía la inmoralidad de una mujer, porque creían que esto mantenía entretenido al público francés y evitaba que los molestaran. ¡Oh, ellos, se preocuparon de que no decayera la curiosidad pública!

—¿Colijo que la invasión la sorprendió? —dijo Miles—. ¿Usted no regresó antes a Inglaterra?

No, —respondió Fay—, me sentía avergonzada.

Miles se dio vuelta dándole la espalda y golpeó furiosamente con el puño en el antepecho de la ventana.

—Hemos hablado demasiado tiempo de esto —declaró.

—¡Por favor! Está muy bien.

—¡No está muy bien! —Miles miró por la ventana—. Yo le prometo aquí, solemnemente, que este tema está terminado, que jamás me volveré a referir a él; que jamás le haré otra pre… —Calló—. Entonces, ¿no se casó usted con Harry Brooke?

Reflejada en los pequeños paneles de las ventanas, de vidrios oscuramente iluminados, vio él que en el rostro de Fay se dibujaba una sonrisa, vio que echaba atrás la cabeza y los hombros, vio accionar el cuello blanco, los ojos cerrados y los tensos brazos extendidos, antes de que su risa histérica se sofocara resonando en la silenciosa biblioteca, y se sintió ofuscado por la violencia de esta joven tan tranquila.

Miles giró rápidamente; de lo más hondo de su corazón fluía una ola tal de simpatía y protección, peligrosamente cercana al amor, que le trastornó los nervios. Con precipitación se le acercó extendiendo una mano, hizo caer un montón de libros con estrépito, y una nube de polvo flotó en la penumbra en el momento en que Marion Hammond abrió la puerta y entró.

—¿Ustedes dos —preguntó la sensata voz de Marion cortando la emoción como se rompe una cuerda—, ustedes dos tienen idea de la hora?

Miles permaneció inmóvil respirando con rapidez, Fay Seton tampoco se movió ahora con su cara plácida de siempre. Aquel arranque podía haber sido una ilusión vista en un cristal u oída en sueños.

Sin embargo, había una sensación de tirantez aun en la mirada clara y viva de Marion.

—Son casi las once y media —continuó—, aunque Miles quiera quedarse levantado casi toda la noche, como generalmente lo hace, me tengo que preocupar de que todos nosotros no perdamos nuestro sueño.

—¡Marion, por el amor de…!

Marion le contempló.

—Vamos, Miles, no seas tan gruñón. ¿Comprende —apeló a Fay—, comprende usted cómo puede ser tan simpático con todos en el mundo y conmigo un completo animal?

—Creo que, en realidad, casi todos los hermanos son así.

—Sí, quizá tenga usted razón. —Marion, de delantal, robusta y arreglada, de cabello oscuro, penetraba con disgusto y desconfianza a través de la maraña de libros. Con un movimiento firme recogió la lámpara de Fay y la puso en las manos de su huéspeda.

—Me gusta tanto tu precioso regalo —le dijo a Fay en secreto— que voy a darte algo en retribución. ¡Sí, lo haré! ¡Una caja con algo! La tengo arriba en mi habitación. Ve a verla y me reuniré contigo en seguida, y después te mandaré abajo derecha a la cama. ¿Tú… conoces el camino?

Fay le retribuyó la sonrisa mientras sostenía la lámpara en alto.

—¡Oh, sí! Me parece que encontraría mi camino en cualquier parte de la casa. Es muy amable de tu parte el…, el…

—¡Absolutamente, querida! ¡Ve, pues!

—Buenas noches, señor Hammond.

Fay, al salir, echó una mirada para atrás, hacia Miles, y cerró la puerta. Con la única luz que quedaba era un poco difícil ver la cara de Marion de pie en la penumbra. Sin embargo, hasta un extraño hubiera comprendido que un estado emotivo, un peligroso estado de emoción, ya estaba ganando la casa. Marion habló con suavidad.

—¡Miles!

—¿Sí?

—Te has excedido temiblemente, ¿sabes?

—¿En qué?

—Tú sabes qué quiero decir.

—Por el contrario, querida Marion, no tengo la más remota idea de lo que estás hablando. —Miles dijo esto en un tono que a él le pareció pomposo y estirado; lo reconocía, y comprendía que Marion también lo sabía y empezaba a enojarse—. A no ser que por casualidad hayas estado escuchando en la puerta.

—¡Miles, no seas niño!

—¿Quieres explicar esta observación tan ofensiva? —Se le acercó a pasos largos tirando libros al suelo—. Supongo que significa, en realidad, que no te agrada Fay Seton, ¿verdad?

—Te equivocas. ¡Sí me agrada! Solamente…

—¡Por favor, continúa!

Marion pareció un poco impotente, levantó sus manos y volvió a dejarlas caer sobre el delantal.

—Te enojas conmigo, Miles, porque soy práctica y tú no lo eres. No puedo dejar de serlo. Así soy.

—No te critico. ¿Por qué habrías de criticarme tú?

—Es por tu propio bien. ¡Miles! ¡Hasta Steve…! ¡Y Dios sabe, Miles, que quiero mucho a Steve…!

—Steve debería ser suficientemente práctico para ti.

—Bajo su bigote y su lentitud, Miles, es nervioso y romántico, y un poco como tú. Tal vez todos los hombres lo sean, no lo sé. Pero a Steve le gusta bastante ser manejado, mientras que tú no quieres serlo en ninguna circunstancia…

—¡No, por Dios, no quiero!

—… ni aceptar una palabra de advertencia; lo que debes admitir que es tonto de tu parte. De todos modos, no discutamos, siento haber sacado el tema.

—Escucha, Marion. —Se controlaba, hablaba despacio y creía cuanta palabra decía—. No tengo ningún interés personal por Fay Seton, si es esto lo que piensas; estoy interesado académicamente en el caso de un asesinato. Un hombre fue muerto arriba de una torre, adonde nadie, nadie, pudo acercársele…

—Está bien, Miles. No olvides de echar la llave antes de meterte en la cama, querido. Buenas noches.

Hubo un silencio tenso entre ellos mientras Marion se movía hacia la puerta. Fastidiaba a Miles e irritaba su conciencia.

—¡Marion!

—¿Sí, querido?

—¿No estás ofendida? —Guiñó el ojo.

—¡Por supuesto que no, tonto! Me gusta Fay Seton en cierto modo; pero, Miles, en cuanto a tus asesinos volátiles y cosas que caminan por el aire…, quisiera encontrarme con uno. ¡Eso es todo!

—Como tema de interés científico, Marion, ¿qué harías tú si esto sucediera?

—¡Oh!, no lo sé. Supongo que dispararle con un revólver. No dejes de echar la llave, Miles, y no salgas a vagar por el bosque dejando todas las puertas abiertas. ¡Buenas noches!

Y la puerta se cerró tras ella.

Por un instante, después que hubo partido, Miles no se movió, dando vueltas a sus pensamientos ingobernables. Maquinalmente recogió y puso en su lugar los libros que había tirado al suelo.

Sin embargo, ¿qué tenían estas mujeres contra Fay Seton? Por ejemplo, la noche anterior, Bárbara Morell, virtualmente, le había prevenido contra Fay Seton… ¿O no lo había hecho? En el comportamiento de Bárbara hubo mucho que no comprendía; sólo veía con seguridad que ella estaba emotivamente perturbada. Por el otro lado, Fay había negado conocer a Bárbara Morell, aunque había mencionado con una insistencia muy insinuante, a un hombre del mismo apellido…

«Jim Morell», eso era.

Miles Hammond giró otra vez para sentarse en el borde de la ventana. Mirando hacia atrás la mole negra de la New Forest, que le presionaba desde unas veinte yardas de la casa, vio su sombra y respiró su fragancia como un bálsamo para la fiebre. Empujó y abrió una de las hojas movibles, se deslizó por su vano, y saltó afuera.

Respirar esa oscuridad perfumada de rocío era quitar un peso de los pulmones. Trepó la pequeña cuesta de césped de la terraza y siguió por el abra hasta la línea del bosque. Pocos pasos debajo de donde él estaba ahora quedaba el frente angosto de la casa; alcanzaba a ver dentro de la biblioteca, dentro del comedor oscuro, dentro de la sala con su baja luz trémula y, luego, el vestíbulo de entrada. La mayor parte de los otros cuartos de Greywood eran dormitorios, la mayor parte sin ocupar y en mal estado de conservación.

Miró para arriba y a su izquierda. El dormitorio de Marion quedaba a los fondos de la casa, encima de la biblioteca. Las ventanas de aquél que tenía al frente, al este, estaban cubiertas por cortinajes, pero las de atrás, que miraban al sur, hacia otra vista de los bosques circundantes, arrojaban una débil luz amarilla cuya reflexión al tocar los contornos de los árboles él podía ver; aunque esas ventanas traseras estaban fuera de su vista, la luz amarilla le daba con bastante claridad en sus ojos y, mientras la observaba, cruzó lentamente la sombra de una mujer.

¿La misma Marion? ¿O Fay Seton que había hablado con ella antes de recogerse?

¡Todo estaba bien!

Miles se dio vuelta refunfuñando para sí y caminó hacia el norte, al frente de la casa. Hacía un poco de frío —por lo menos pudo haber traído un impermeable—, pero el silencio arrullador, la insinuación de la salida de la luna que empezaba a iluminar detrás de los árboles, le calmó inmediatamente y le alegró.

Caminó hacia el espacio abierto frente a Greywood. Justamente delante de él corría el arroyo atravesado por el puente rústico. Subió al puente, se inclinó sobre la baranda y se quedó escuchando los pequeños murmullos nocturnos del agua. Pudo haber estado allí unos veinte minutos, perdido en medio de sus pensamientos en los que un determinado rostro continuamente se entrometía, cuando lo despertó el estallido agitado de un automóvil.

El coche, que se había acercado por entre los árboles sin ser visto, en dirección a la carretera principal, se sacudió al parar en la grava. Descendieron dos hombres, uno de los cuales tenía una linterna eléctrica. Al acercarse ellos a pie dificultosamente al puente rústico, Miles podía ver por los perfiles, que uno era bajo y más bien robusto, y que brincaba con rápidos pasitos torcidos; el otro era inmensamente alto y gordo, y su esclavina larga y oscura le hacía aparecer aún más enorme, daba pasos largos con un movimiento ondulatorio, como un emperador y se componía el pecho cuyo sonido le precedía como un grito de guerra.

Miles vio que el más bajo era el profesor Georges Antoine Rigaud y el mayor, su amigo, el doctor Gideon Fell.

Gritó sus nombres, sorprendido, y ambos se detuvieron.

El doctor Fell, distraído, daba vueltas la luz de la linterna sobre su propia cara al hacerla girar para encontrar el origen de la voz; se reveló de pronto más rojizo de tez y de ojos más vagos que como lo recordaba Miles; sus varias papadas estaban contraídas para discurrir; sus lentes, con su ancha cinta negra, estaban puestos al descuido sobre su nariz; su gran mechón de pelos veteados de gris temblaba al discutir, igual que su mostacho de bandido; atisbaba a su alrededor, enorme y sin sombrero, en todas direcciones excepto en la correcta.

—¡Aquí estoy, doctor Fell! ¡Sobre el puente! Sigan adelante.

—¡Oh! ¡Ah! —suspiró el doctor Fell.

Se adelantó balanceándose majestuosamente, haciendo girar un bastón y elevándose sobre Miles a medida que sus pasos sacudían los tablones del puente y retumbaban sobre ellos.

—Señor, buenas noches —entonó el doctor Fell acomodando sus lentes mientras espiaba hacia abajo, como un espíritu maligno muy grande que toma forma—. Puede confiar con seguridad en dos hombres de… ¡hum!… edad madura y de ocupaciones académicas como para que hagan algo muy atolondrado. Me refiero, por supuesto…

Los tablones del puente volvieron a estremecerse. Rigaud, como un perrito ladrador, cumplió la hazaña de deslizarse a lo largo de la corpulencia del doctor Fell, se quedó prendido de la baranda del puente, mirando fijamente a Miles con aquella misma curiosidad inextinguible en su rostro.

—Profesor Rigaud —dijo Miles—, le debo una explicación. Pensé llamarlo esta mañana, sinceramente lo pensé, pero no sabía dónde paraba usted en Londres y…

El otro respiró con rapidez.

—Joven —le respondió—, no me debe usted ninguna explicación. ¡No, no y no! Soy yo quien está en deuda con usted.

—¿Qué es eso?

—Justement! —dijo el profesor Rigaud moviendo rápidamente la cabeza—. Anoche me di el gusto de hacerles una broma placentera. Atormenté y molesté los espíritus de usted y de la señorita Morell hasta el fin. ¿No fue así?

—Sí, supongo que sí, pero…

—Aun cuando usted mencionó casualmente que andaba en busca de un bibliotecario, me llamó la atención nada más que como una divertida coincidencia. ¡Nunca adiviné, no, que esta mujer estaba dentro de las quinientas millas de aquí! ¡Nunca supe… nunca, que la tal persona estaba en Inglaterra!

—¿Se refiere a Fay Seton?

—Así es.

Miles se humedeció los labios.

—Pero esta mañana —continuó el profesor Rigaud— aparece la señorita Morell, y me llama por teléfono para darme confusas e incoherentes explicaciones sobre lo sucedido anoche. La señorita Morell me dice después que sabe que Fay Seton está en Inglaterra, conoce su domicilio y cree que pueda serle ofrecida para emplearla. Una discreta llamada al hotel Berkeley me lo confirma. —Por encima de su hombro señaló con la cabeza—. ¿Ve aquel automóvil?

—¿Qué tiene?

—Lo pedí prestado a un amigo mío, un funcionario de Whitehall que tiene gasolina. He burlado la ley para venir a decírselo. Usted debe encontrar alguna excusa cortés para que esta mujer salga de su casa inmediatamente.

Una luz brilló sobre el rostro del profesor Rigaud bajo la luna que salía; su pequeño bigote nada tenía ahora de cómico y en su modo había una desesperada seriedad. Bajo su brazo izquierdo apretaba aquel grueso bastón amarillo con el que había sido estoqueado Howard Brooke. Mucho después recordaría Miles Hammond el zumbido del arroyo, la presencia del enorme contorno del doctor Fell, el robusto francesito con su mano derecha asiendo fuertemente la baranda del puente. Entonces dio un paso atrás.

—¿También ustedes?

El profesor Rigaud arqueó las cejas.

—No comprendo.

—Sinceramente, profesor Rigaud, toda persona ha estado previniéndome contra Fay Seton. ¡Estoy enfermo y cansado de ello!

—¿Es verdad, acaso? ¿Usted ha empleado a la joven?

—¡Sí! ¿Por qué no?

Por encima del hombro de Miles la rápida vista del profesor Rigaud miró hacia la casa, en el fondo.

—Además de usted, ¿quién más hay aquí esta noche?

—Solamente mi hermana Marion.

—¿Ningún servidor? ¿Ninguna otra persona?

—Esta noche no. ¿Pero qué diferencia tiene? ¿Qué es todo esto? ¿Por qué no puedo yo pedirle a la señorita Seton que venga aquí a quedarse tanto cuanto quiera?

—Porque usted morirá —contestó sencillamente el otro—, usted y su hermana, ambos morirán.