CAPÍTULO VII

AQUELLA tarde, que sería muy recordada en la New Forest, un crepúsculo gris cubría a Greywood.

De la carretera principal de Southampton arranca otro camino de automóviles; siguiendo por él, a través de la espesura de los altos árboles verdes donde los pequeños caballos de la selva pacen a sus orillas, se dobla a la izquierda por un ancho portón de madera; en la curva de un sendero enarenado, oscuro aun a mediodía, se cruza un puente rústico sobre el arroyo que serpentea a través de la propiedad y; justamente enfrente, está la casa de Greywood, colocada a la vera de un césped verde y rodeada por los poderosos robles y hayas.

El edificio es largo y angosto, no grande; cuando uno cruza el puente rústico mira de frente su lado angosto; hay que subir unos cuantos escalones de lajas de piedra y dar la vuelta de una terraza, también de lajas, que aparenta ser el costado de la casa, para llegar a la puerta principal. La construcción, de madera y de ladrillos revocados, se yergue, de color castaño y blanco, sobre el fondo del bosque espolvoreado por los rayos del sol; tiene aspecto amistoso y un cierto encanto.

Aquella noche brillaban en las ventanas las luces de una o dos lámparas de aceite porque el motor eléctrico, de la época de Sir Charles Hammond, no había sido arreglado todavía.

La luz amarillenta y temblorosa iluminaba más a medida que aumentaba el fresco crepúsculo vespertino. Casi inadvertido durante el día, se oía ahora el sedoso chapaleo del agua sobre la pequeña represa. El crepúsculo esfumaba los perfiles de una mesa de té, de las sillas de mimbre y de la blanca mecedora con su toldo, colocadas sobre el césped del oeste, en la vuelta del arroyo.

Miles Hammond estaba de pie en una habitación larga, a los fondos de la casa, cuarto de su completo gusto, sosteniendo una lámpara en alto.

—Está bien hecho —decía para sí—, no cometí un error al traerla aquí. Está bien hecho.

Pero su corazón le decía que no estaba bien hecho. La llama de la pequeña lámpara, dentro de su minúsculo tubo de vidrio cilíndrico, quitaba en parte las sombras de un mundo de libros momificados. Era, por cierto, equivocado llamar biblioteca a este lugar; era un hacinamiento, un depósito; había grandísimos montones de polvo sobre dos o tres mil volúmenes acumulados como escombros por su difunto tío. Respiraba la humedad estimulante del tesoro de esta casa que apenas había sido tocado aún; libros viejos y rotos, algunos bastante nuevos y brillantes, en cuarto, en octavo y en folio, otros de encuadernaciones finas y ennegrecidos por el uso.

Sus anaqueles llegaban al cielo raso, lo mismo marginando la puerta del comedor, que encerrando la hilera de ventanas de pequeños vidrios que miraban al Este. Filas de libros apilados en el suelo; montones de tierra, y pesadas torres de altura desigual formaban callejuelas tan estrechas en medio del laberinto, que apenas podía uno moverse sin derribar los libros entre una nube de polvo.

De pie en medio de esto, Miles sostenía la lámpara en alto y miraba lentamente a su alrededor.

—¡Está bien hecho! —dijo furiosamente en alta voz.

La puerta se abrió y Fay Seton entró.

—¿Me llamó usted, señor Hammond?

—¿Llamarla a usted, señorita Seton? No.

—Discúlpeme. Me pareció oírle llamar.

—Estaría hablando solo, pero puede interesarle echar un vistazo a este desorden.

Fay Seton se detuvo en el marco de la puerta, con libros multicolores a cada lado. Bastante alta, suave y delgada, su cabeza un poco inclinada, también traía ella una lámpara, y al alzarla iluminándole la cara, Miles se sintió dominado por una fuerte impresión.

A la luz del día, en el Berkeley, y, más tarde, en el viaje de tren, ella le había parecido… no de más edad, aunque en realidad lo era, no menos atrayente…, pero sutil e inquietantemente distinta a la imagen que tenía en su mente.

Ahora, con la luz artificial, bajo el suave resplandor de las lámparas, era como si por primera vez tomara vida la imagen fotográfica de la noche anterior. Fue solamente una fugaz visión de los ojos, de la mejilla y de la boca, al levantar ella la luz para mirar a su alrededor. Pero la pasividad misma de su expresión reservada, con su sonrisa cortés, fluía y turbaba el juicio de Miles; levantó su lámpara como para que las luces de ambas se entrechocaran en un inestable juego de sombras, lento e incontrolado, sobre las paredes de libros.

—Esto es un revoltijo, ¿no es cierto?

—No es tan malo como lo esperaba —repuso Fay en voz baja, levantando rara vez la vista.

—Lamento no haberlos sacudido y limpiado para usted.

—No importa, señor Hammond.

—Mi tío, si recuerdo bien, compró un fichero y un número increíble de tarjetas de referencias, pero nunca los catalogó. Deben de estar entre esta mezcolanza.

—Las encontraré, señor Hammond.

—¿Mi hermana la ha instalado a su comodidad?

—¡Oh, sí! —le sonrió brevemente—. La señorita Hammond quería cambiarse de su dormitorio del piso alto —señaló con la cabeza el cielo raso de la biblioteca— e instalarme a mí allí, pero no podía permitir que lo hiciera. Además, hay motivos para que yo prefiera la planta baja. ¿A usted no le importa?

—¿Importarme? ¡Por cierto que no! ¿No quiere entrar?

—Gracias.

Los montones de libros estaban apilados en el suelo hasta la altura del pecho o de la cintura. Obedientemente, Fay se adelantó con aquella gracia suya extraordinaria e inconsciente, abriéndose paso de costado entre las callejuelas, para que su gastado vestido gris paloma apenas los rozara. Puso la lamparita sobre un montón de infolios, levantando un soplo de tierra y volvió a mirar a su alrededor.

—Parece interesante —dijo—. ¿Cuáles eran las aficiones de su tío?

—Casi todo. Se especializó en la historia medieval, pero también era aficionado a la arqueología, a los deportes, a la jardinería y al ajedrez; hasta en crímenes y… —Miles calló bruscamente—. ¿Está segura de que se siente cómoda aquí?

—¡Oh, sí! La señorita Hammond me ha pedido que la llame Marion; ha sido muy amable.

Bueno, sí; Miles suponía que habría sido amable. Durante el viaje en tren y después, mientras ella y Fay prepararon una rápida comida en la gran cocina, Marion había hablado sin parar, como por veinte, y había sido muy atenta con la huésped; sin embargo, él que conocía a su hermana, no se sentía tranquilo.

—Siento mucho la situación doméstica —le dijo—. No se consiguen criados en esta parte de la tierra ni por amor ni por dinero, y menos para recién llegados. No quería que usted tuviera que…, que…

Ella lo rechazó:

—Me gusta y es agradable. Estamos los tres solos aquí. ¡Esta es la New Forest!

—Sí.

Indecisa, con aquella gracia sinuosa, Fay avanzó de lado por las callejuelas hacia la hilera de ventanas de vidrios pequeños, también rodeadas de libros, sobre la pared este; la lámpara asentada arrojaba una sombra alargada de su persona. Dos ventanillas estaban abiertas, mantenidas con ganchos como pequeñas puertas; ella apoyó sus manos en el antepecho de una ventana y miró hacia afuera. Miles, sosteniendo en alto su lámpara, se le acercó atropelladamente.

Todavía no era noche cerrada.

Una terraza de césped se inclinaba varios pies sobre otro césped deslindado por una extensa valla de hierro. Más allá, remoto, misterioso, gris ceniza, poniéndose negro bajo aquella luz irreal, el bosque alto avanzaba sobre ellos.

—¿Qué extensión tiene el bosque, señor Hammond?

—Unos cien mil acres.

—¿Tanto como eso? No me había dado cuenta…

—Muy pocas personas lo comprenden, pero se puede andar dentro de él y perderse y vagar durante horas hasta que hay que ir en su busca. Parece absurdo en un pequeño país como Inglaterra, pero mi tío solía decirme que sucedía frecuentemente. Como recién llegado, no me he animado a aventurarme yo mismo demasiado lejos.

—No, claro que no. Parece… ¡No sé…!

—¿Feérico?

—Algo así. —Fay se encogió de hombros.

—¿Ve usted lo que señalo, señorita Seton?

—¿Sí?

—No muy lejos de aquí es el lugar donde Guillermo Rufus, el rey rojo, fue muerto por una flecha mientras cazaba. Hay ahora allí una enormidad de hierro señalándolo. Y… ¿conoce usted la White Company? —Ella movió rápidamente la cabeza.

—La luna sale esta noche muy tarde —dijo Miles—, pero más adelante, una noche, usted y yo, y por supuesto que también Marion, haremos una caminata con luna llena en la New Forest.

—Será muy agradable.

Seguía ella inclinada, con las palmas de las manos sobre el alféizar de la ventana, y movió la cabeza como si apenas lo hubiese oído. Miles estaba parado junto a ella, observando la suave línea de sus hombros, la blancura de su cuello, el pesado cabello rojizo oscuro que brillaba a la luz de la lámpara; el perfume que usaba era suave pero característico. Él sintió la cercanía perturbadora de su presencia física.

Quizás ella lo comprendiera, porque de pronto, pero con su aire moderado, se alejó de él y volvió por entre los libros, hasta donde había dejado la lámpara. Miles también se volvió bruscamente y miró hacia afuera.

Sobre el vidrio de la ventana veía el reflejo de ella como un fantasma. Fay recogió un viejo periódico, lo sacudió para quitarle el polvo, lo abrió, y lo puso encima de una pila de libros, luego se sentó junto a la lamparita.

—¡Cuidado! —le previno él sin darse vuelta—. Se va a ensuciar.

—No importa. —Mantuvo baja la vista—. Esto es espléndido, señor Hammond; me imagino que el aire debe de ser muy bueno.

—Excelente. Dormirá usted esta noche como un lirón.

—¿Tiene usted dificultad para dormir?

—A veces sí.

—Su hermana me dijo que usted había estado muy enfermo.

—Estoy muy bien ahora.

—¿Fue a causa de la guerra?

—Sí. Una peculiar, dolorosa y poco heroica arma de envenenamiento que pesca uno en el Cuerpo de Tanques.

—Harry Brooke murió en la retirada de Dunquerque en mil novecientos cuarenta —observó Fay sin cambiar absolutamente de tono—. Ingresó en el ejército francés como oficial de enlace con los británicos, porque usted sabrá que era bilingüe, y cayó en la retirada de Dunquerque.

Como durante un silencio en medio de una tormenta eléctrica, los oídos de Miles zumbaban mientras miraba el reflejo de ella en el vidrio de la ventana. La voz de Fay Seton era exactamente la misma cuando agregó:

—Usted sabe quién soy, ¿no es cierto?

Miles dejó la lámpara en la ventana porque su mano se sacudía y sentía una contracción en el pecho. Se volvió para mirarla de frente.

—¿Quién se lo dijo…?

—Su hermana lo insinuó. Dijo que usted estaba caviloso y tenía arranques imaginativos.

(Marion, ¿eh?).

—Fue muy correcto de su parte darme esta ocupación, señor Hammond, sin haber averiguado nada de mí. Estoy muy necesitada. Casi me mandan a la guillotina por el asesinato del padre de Harry. ¿Pero no cree usted que debería oír mi versión del asunto?

Hubo una larga pausa.

Una brisa fresca, muy saludable, se filtró por las ventanas abiertas y se confundió con la humedad de los viejos libros. Por el rabillo del ojo, Miles descubrió una hebra negra de telaraña que oscilaba desde el cielo raso. Se compuso el pecho.

—No es asunto mío y no quiero perturbarla.

—No me perturba, de veras que no.

—¿Pero no siente…?

—No. Ahora no. —Habló con un tono muy raro; los ojos azules, con su blanco muy luminoso a la luz de la lámpara, se volvieron a un costado; colocó una mano contra el pecho, una mano muy blanca en contraste con la seda gris del vestido, y se lo oprimió fuertemente.

—¡Sacrificio propio! —dijo.

—¿Cómo dice?

—¡Qué no haríamos —murmuró Fay Seton— si tuviéramos una oportunidad de sacrificarnos! —Guardó silencio durante mucho tiempo, con los espaciados ojos azules bajos y sin expresión—. Perdóneme, señor Hammond, en realidad no importa, pero me gustaría saber quién le habló de esto.

—El profesor Rigaud.

—¡Oh, George Rigaud! —cabeceó—. Oí decir que había huido de Francia durante la ocupación alemana y que ocupaba un puesto universitario en Inglaterra. Se lo pregunté, únicamente, porque su hermana no estaba segura. Por algún motivo creía ella que la fuente de su información era el conde Cagliostro.

Ambos rieron. Miles se alegró de tener una excusa para reír y de mitigar sus sentimientos gritando con toda la fuerza de sus pulmones; pero el sonido de esta risa subía con un inexplicable temor en medio de las paredes de libros.

—Yo…, yo no maté al señor Brooke —dijo Fay—. ¿Me cree usted?

—Sí.

—Gracias, señor Hammond. Yo…

(¡Dios sabe, pensó Miles para sí, cuánto deseo oír su historia! ¡Siga! ¡Siga! ¡Siga!)

—Fui a Francia —le dijo con su voz baja— como secretaria privada del señor Brooke. No era yo —miró a lo lejos— lo que podría llamarse «experimentada».

Ella quedó callada, y Miles hizo un movimiento con la cabeza sin hablar.

—Era muy agradable aquello. Los Brooke eran simpáticos, o así lo creí. Yo… bueno, probablemente usted habrá oído que me enamoré de Harry Brooke. Me enamoré realmente, señor Hammond, desde un principio.

A Miles se le escapó la pregunta que se había propuesto no hacer.

—¿Pero no rechazó usted a Harry la primera vez que él le propuso casamiento?

—¿Lo hice? ¿Quién le dijo eso?

—El profesor Rigaud.

—¡Ah, comprendo! —¿Qué sería aquella intención oculta, extraña y secreta en sus ojos? ¿O la imaginaría él?— En todo caso, nos comprometimos, señor Hammond. Creía ser muy feliz porque siempre he tenido espíritu de hogar. Hacíamos planes para el futuro cuando alguien empezó a hacer circular rumores sobre mí.

A Miles se le secó la garganta.

—¿Qué clase de rumores?

—¡Oh!, de inmoralidad. —Un débil color subió a las suaves mejillas blancas, y continuaba con sus párpados bajos—. Y algo más que, por cierto, es demasiado tonto como para molestarlo con ello. Por supuesto que jamás llegó a mis oídos nada de eso, pero el señor Brooke debió de haberlo oído durante semanas, aunque nunca dijo nada. Ante todo, recibió cartas anónimas.

—¿Cartas anónimas? —exclamó Miles.

—Sí.

—¡El profesor Rigaud nada dijo de eso!

—Quizá no. Claro que es… lo que yo creo. Los asuntos estaban muy tirantes en la casa, en el estudio cuando el señor Brooke dictaba, en las comidas y durante las veladas. Hasta la señora de Brooke pareció adivinar que algo andaba mal. Llegamos entonces a aquel terrible día del doce de agosto en que murió el señor Brooke.

Sin quitar sus ojos de ella, Miles retrocedió para treparse al ancho borde de la ventana y se sentó en él. Las pequeñas llamas de las lámparas ardían claramente, las sombras eran tranquilas. Miles borraba completamente de su imaginación esta biblioteca; estaba allí afuera, en Chartres, cerca del Eure, con el panorama de la quinta llamada Beauregard y con la torre de piedra apareciendo sobre el río. Las viejas escenas tomaban forma otra vez.

—¡Qué día caluroso era! —dijo Fay soñadoramente, y movió sus hombros—. ¡Húmedo y tormentoso y tan caluroso! Después del desayuno, el señor Brooke me pidió, en privado, que me encontrara con él en la torre de Henri Quatre a eso de las cuatro. Por cierto que jamás soñé que iría al Crédit Lyonnais de Chartres a buscar las famosas dos mil libras.

»Yo salí de la casa exactamente a las tres, antes de que el señor Brooke regresara del banco con aquel dinero en su cartera. Usted ve, le puedo decir… ¡Oh, tantas veces se lo dije después a la policía!… Pensé darme una zambullida en el río, y me llevé una malla conmigo, pero en lugar de eso anduve vagando a lo largo de la ribera.

Fay hizo una pausa.

—Cuando salí de aquella casa, señor Hammond —articuló una extraña y lejana risa— era aparentemente un hogar tranquilo. Georgina Brooke, la madre de Harry, estaba en la cocina hablando con la cocinera; Harry, arriba en su cuarto, escribiendo una carta. Harry, ¡pobre muchacho!, escribía una vez por semana a un viejo amigo que tenía en Inglaterra, llamado Jim Morell.

Miles se enderezó.

—¡Un minuto, señorita Seton!

—¿Sí?

Y entonces levantó sus ojos azules con una rápida mirada, y se sobresaltó como si de pronto se sorprendiera.

—¿Este Jim Morell —preguntó Miles— es algo de una joven llamada Bárbara Morell?

—Bárbara Morell… Bárbara Morell… —repitió ella, y el interés momentáneo desapareció de su cara—. No, no puedo decir que sepa algo de esa joven. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque… ¡Nada! No importa.

Fay Seton alisó su falda, sinceramente ocupada en elegir bien sus palabras. Le parecía un asunto delicado.

—¡Yo no sé nada de este asesinato! —exclamó con delicada insistencia—. ¡Repetidas veces se lo dije después a la policía! Justamente antes de las tres fui a dar un paseo por la ribera, hacia el norte, y mucho más allá de la torre.

»Sin duda usted habrá oído lo que ocurría mientras tanto. El señor Brooke regresó del banco y buscó a Harry. Como en aquel momento éste, en lugar de estar en su habitación se encontraba en el garaje, el señor Brooke salió lentamente de la casa para verse conmigo en la torre, anticipándose mucho, en realidad, a la hora convenida. Poco después, Harry supo a dónde había ido y, tomando su impermeable, siguió al señor Brooke. La señora de Brooke telefoneó a Georges Rigaud, el cual llegó allá en su coche.

»A las tres y media…, lo supe por mi reloj pulsera…, me pareció que era hora de regresar a la torre, y entré luego. De arriba me llegaron voces. Al empezar a subir las escaleras reconocí las voces de Harry y su padre.

Fay humedeció sus labios.

Por la sutil alteración de su tono, le pareció a Miles que ella usaba por la fuerza de la costumbre, sincera pero volublemente, una serie de palabras que se le habían hecho familiares de tanto repetirlas.

—No, no entendí de qué hablaban. Me disgusta lo desagradable y no quise quedarme. Al salir de la torre hallé al señor Rigaud que entraba. Después… ¡Bueno! Después de todo fui a darme una zambullida.

Miles la miró con fijeza.

—¿A nadar en el río?

—Sentía calor y cansancio. Creí que me refrescaría. Me desvestí en el bosque junto al río, como lo hacen muchos. No era cerca de la torre, era bien lejos, hacia el norte, en la margen oeste. Nadé, floté y soñé en el agua fresca. No supe que ocurría algo malo hasta que regresé a casa a las cinco menos cuarto. Había una gran algarabía de gente alrededor de la torre, entremezclada con policías. Harry vino hacia mí, extendiendo sus manos y me dijo: «Dios mío, Fay, alguien ha matado a papá».

Su voz se arrastraba. Levantando una mano para hacer sombra a sus ojos, Fay protegió también su cara. Cuando volvió a mirar a Miles, fue con una sonrisa ansiosa y como disculpándose.

—¡Por favor, perdóneme! —dijo ella dando aquel meneo de lado con su cabeza que hacía titilar la pequeña luz amarillenta entre sus cabellos—. Lo he revivido, ¿comprende? Es una costumbre que tienen las personas solitarias.

—Sí, lo sé.

—Y, verdaderamente, es todo cuanto sé. ¿Quiere preguntarme algo?

Miles, muy incómodo, abrió las manos.

—¡Mi estimada señorita Seton! ¡No estoy aquí para interrogarla como un acusador oficial!

—Seguramente no, pero preferiría que lo hiciera si tiene alguna duda.

Miles vaciló.

—La única cosa que, en realidad, la policía podía presentar en mi contra —dijo ella— fue aquel desgraciado baño. Había estado en el río sin testigos que pudieran declarar, sobre aquella parte de la torre que mira al río, quién se acercó a ella y quién no. Por supuesto que era perfectamente absurdo que alguno, en traje de baño, pudiese trepar por una pared lisa de cuarenta pies de altura. Por fin se vieron obligados a comprenderlo. ¡Pero mientras tanto!…

Sonriente como si el asunto no tuviera ahora ninguna importancia, aunque algo temblorosa, Fay se puso de pie, se adelantó como impulsada, entre las pilas de libros, antes de cambiar de opinión. Su cabeza todavía estaba un poco de lado, en sus ojos y en su boca había una dulzura pasiva, una suavidad que alcanzó directamente al corazón de Miles y le hizo saltar del borde de la ventana.

—¿Usted me cree? —gritó Fay—. ¡Diga que me cree!