CAPÍTULO VI

EN LA TARDE siguiente, sábado 2 de junio, Miles llegó a la estación de Waterloo a las cuatro, después de que hubiera pasado ya el tropel que los sábados se dirige a Bournemouth. Waterloo, con la extensión curva de su techo de armazón de hierro aún oscurecida, excepto donde algunos pocos vidrios habían resistido la vibración de las bombas, todavía resonaba con la animosa voz de mujer que, por un alto parlante, avisaba a qué cola debía agregarse la gente. (Si alguna vez esta voz empieza a decir algo que se quiere oír, es inmediatamente ahogada por un silbido de vapor o por los ruidos sofocados de una locomotora). Corrientes de viajeros, principalmente de uniforme kaki al lado de los trajes monótonos de los civiles, daban vueltas entre los bancos detrás del puesto de libros y, con el fastidio del altoparlante femenino, se entremezclaban en las colas de unos y otros.

Miles Hammond no se divertía. Al poner en el suelo su maleta y esperar bajo el reloj, estaba como ciego para todo lo que lo rodeaba.

¿Qué demonios había hecho?, se dijo para sí. ¿Qué diría Marion? ¿Qué diría Steve?

Porque, si alguien en la tierra poseía cordura, eran su hermana y el novio de ésta. Se consolaba con la idea de verlos dentro de pocos minutos: Marion cargada de paquetes y Steve con la pipa en la boca.

Marion Hammond, seis o siete años menor que Miles, era una joven bonita y robusta, de cabello oscuro, como su hermano, pero con un sentido práctico que quizás a él le faltaba. Quería mucho a Miles y siempre le complacía porque, así lo creía ella sinceramente, aunque jamás lo dijo, él no había completado todavía su desarrollo mental. Se sentía orgullosa de un hermano que escribía libros tan sabios, aunque confesaba que ella no entendía esas cosas; el caso era que los libros nada tenían que ver con las cosas serias de la vida y, como Miles a veces debía admitirlo, tal vez tuviera ella razón.

Marion llegó apurándose bajo el techo resonante de Waterloo, bien vestida a pesar de la época, gracias a nuevos ingenios con la ropa vieja; sus ojos claros bajo sus oscuras cejas rectas expresaban satisfacción y estaban intrigados, hasta divertidos, pensando en el nuevo capricho del modo de ser de Miles.

—¡Verdaderamente, Miles! —dijo su hermana—. ¡Mira el reloj! Han pasado apenas unos minutos de las cuatro.

—Lo sé.

—Pero querido, el tren no sale hasta las cinco y media. Aun teniendo que estar temprano y rogar para obtener un asiento, ¿por qué tienes que hacernos venir con tanta anticipación? —En ese momento su mirada de hermana pescó la expresión de su rostro y se interrumpió—. ¡Miles! ¿Qué tienes? ¿Estás enfermo?

—¡No, no, no!

—¿Pues qué te pasa?

—¡Quiero hablar con vosotros dos —dijo Miles—! Venid conmigo.

Stephan Curtis se quitó la pipa de la boca.

—¡Oh! —observó.

Tendría treinta y tantos años, estaba casi completamente calvo, tema penoso para él, pero era bastante bien parecido y tenía un encanto imperturbable. Su bigote rubio le daba un vago aspecto de miembro de las Reales Fuerzas Aéreas, aunque en realidad trabajaba en el Ministerio de Información y se resentía profundamente con las bromas que se hacían a propósito de esta institución. Había conocido a Marion hacía dos años, después de haber sido herido muy al principio de la guerra. Marion y él ya eran otra institución.

Se quedó parado mirando a Miles con interés por debajo del ala de su sombrero blando.

—¿Y bien? —insinuó Stephan.

Frente al andén número once de Waterloo, subiendo dos tramos de escaleras empinadas, hay un restaurante. Miles recogió su maleta y los condujo allí. Solícito, pidió primero el té en cuanto se hubieron instalado en una mesa junto a la ventana que mira al andén de la estación, en un salón grande con revestimiento imitando roble, no del todo lleno.

—Hay una mujer llamada Fay Seton que hace seis años se vio mezclada en un caso de asesinato en Francia. La gente la acusó de mala conducta, no determinada, la cual hizo reñir a toda la región. —Hizo una pausa—. La he contratado para que venga a Greywood a catalogar los libros.

Hubo un largo silencio durante el cual Marion y Stephan le observaban. Éste se quitó la pipa de la boca.

—¿Por qué? —preguntó.

—¡No lo sé! —repuso Miles sinceramente—. Había resuelto no tener nada que ver en el asunto. Le iba a decir firmemente que el puesto estaba ocupado. En toda la noche no pude dormir pensando en su cara.

—Anoche, ¿eh? ¿Cuándo la conociste?

—Esta mañana.

Con mucha cautela Stephan puso la pipa sobre la mesa, entre ambos, empujó delicadamente su hornillo una fracción de pulgada hacia la izquierda y luego hacia la derecha.

—Vamos, hombre… —empezó.

—Oh, Miles —exclamó su hermana—, ¿qué es todo esto?

—¡Estoy tratando de decíroslo! —Miles, meditó—. Fay Seton ha trabajado de bibliotecaria. Por esta razón Bárbara Morell y el viejo Fulano de Tal, en el Murder Club, parecieron ambos tan extrañados cuando yo mencioné la biblioteca y dije que estaba buscando un bibliotecario. Pero Bárbara fue aún más lista que el profesor. Ella adivinó. Con la espantosa merma actual de candidatos, si iba yo a las agencias en busca de un bibliotecario y Fay Seton se ofrecía para el trabajo, había veinte probabilidades contra una de que me enviaran a Fay. Sí. Bárbara lo adivinó por anticipado.

Tamborileó con los dedos sobre la mesa.

Stephan se quitó su sombrero blando mostrando una calva rosada, con una expresión atenta y preocupada en su gesto de afecto y reconvención.

—Aclaremos esto —sugirió—. Ayer por la mañana, viernes, temprano, viniste a Londres en busca de un bibliotecario…

—Realmente, Steve —intercaló Marion—, Miles había sido invitado a una cena del llamado Murder Club.

—Allí fue donde primero oí mencionar a Fay Seton —dijo Miles—. No estoy loco y no es nada misterioso. Después la conocí…

Marion sonrió.

—¿Y te contó una historia que parte el corazón? —dijo ella—. ¿Y te compadeciste como de costumbre?

—Por lo contrario, ni siquiera sabe que he oído hablar de ella. Nos sentamos sencillamente en el salón del Berkeley a conversar.

—Ya veo, Miles. ¿Es joven?

—Bastante joven, sí.

—¿Bonita?

—En cierto modo, sí. Pero no fue eso lo que influyó en mí. Fue…

—¿Sí, Miles?

—Algo en ella. —Miles gesticuló—. No hay tiempo de contaros toda la historia. Lo importante es que la he contratado y viajará con nosotros en el tren de esta tarde. Me pareció mejor decíroslo.

Miles se echó atrás en su asiento, y sintió un cierto alivio al llegar la servidora y hacer rechinar las cosas del té sobre la mesa, con un movimiento de la muñeca propio de los que juegan al tejo. Afuera, bajo la oscura ventana junto a la que estaban sentados, se movían los interminables grupos blancos de las plataformas.

Mientras observaba a sus dos acompañantes, repentinamente se le ocurrió a Miles que la historia se repetía. No podía haber dos personas más convencionales, que mejor representaran las tradiciones de la vida hogareña, que Marion Hammond y Stephan Curtis. Exactamente como había sido introducida en la familia Brooke hacía seis años, Fay Seton entraría ahora en otra casa semejante.

La historia se repetía, sí.

Stephan y Marion cambiaron una mirada, y ella rió.

—Bueno, no sé, —observó con el tono pensativo de una mujer no del todo desagradada—, por un lado, puede ser bastante divertido.

—¿Divertido? —exclamó Stephan.

—Miles, ¿seguramente le dijiste que trajera su libreta de racionamiento?

—No. —Su tono era amargo—. Me temo que se me escapara ese detalle.

—No importa, querido. Siempre podemos… —Bruscamente Marion se incorporó con un rayo de consternación en sus ojos claros bajo las sensatas cejas rectas—. ¡Miles! ¡Espera! ¿Esa mujer no envenenó a alguien?

—Mi querida Marion —dijo Stephan—, ¿quieres decirme qué diferencia hay entre envenenar, o disparar contra alguien, o golpear la cabeza de un hombre viejo con un atizador? Lo importante es…

—Un momento —interpuso tranquilamente Miles, tratando de estar muy sereno, medido y de controlar el latido de su pulso—, no dije que esta joven fuera una asesina, por el contrario, si sé juzgar algo sobre el carácter humano, ella no es, por cierto, nada de eso.

—Sí, querido —dijo Marion complaciente, e inclinándose sobre el servicio de té le palmeó la mano—, estoy segura de que estás completamente convencido de ello.

—¡Por Dios, Marion! ¿Quieres suspender tus malos juicios sobre los motivos que pueda yo tener en este asunto?

—¡Miles, por favor! —Marion hizo chasquear la lengua por la fuerza de la costumbre más que por otro motivo—. Estamos en público.

—Sí, mejor es que bajes la voz, muchacho —convino Stephan.

—¡Está bien!, ¡está bien! Solamente…

—Aquí tienes, toma esto y prueba una galleta —lo calmó Marion, y sirvió el té con habilidad—. ¡Vamos! ¿No te sientes mejor? Miles, esa interesante persona de que hablas, ¿qué edad dijiste que tenía?

—Unos treinta años, me parece.

—¿Y se coloca de bibliotecaria? ¿Cómo es posible que la bolsa de trabajo no la ocupe?

—Acaba de ser repatriada de Francia.

—¿De Francia? ¿En verdad? Me gustaría saber si ha traído con ella algunos perfumes franceses.

—Pensándolo bien —dijo Miles que, en realidad, lo recordaba mejor—, esta mañana estaba perfumada; lo noté.

—Queremos escuchar toda su historia pasada, Miles. Tenemos suficiente tiempo y podemos guardar una taza de té para ella en caso de que llegue pronto. ¿No fue veneno? ¿Estás seguro de esto? ¡Querido Steve!… ¿no tomas el té?

—¡Oíd! —exclamó por fin Stephan con la voz autoritaria de quien desea llamar la atención y, tomando su pipa de sobre la mesa, la dio vuelta y la metió en su bolsillo superior con el hornillo para arriba—. No puedo comprender cómo ha sucedido todo esto —se quejó—. ¿Retienen asesinos en el Murder Club, o qué hacen? ¡Está bien, Miles! ¡No asumas una actitud arrogante! Me gusta poner en orden mis ideas, nada más. ¿Cuánto tiempo tomará la señorita Fulana de Tal en catalogar los libros? ¿Una semana?

Miles le sonrió burlón.

—Clasificar como es debido esa biblioteca, Steve, con todas las referencias de los libros viejos, le tomará de dos a tres meses.

Hasta Marion miró extrañada.

—Bueno —murmuró Stephan después de una pausa—, Miles siempre hará exactamente lo que quiera. Así que está bien. Yo no puedo volver con vosotros a Freywood esta tarde…

—¿No puedes volver esta tarde? —gritó Marion.

—Querida —explicó Steve— quise decírtelo en el taxímetro… Otra vez hay una crisis en la oficina… Pero no tienes el don de rendir culto al silencio. No será más que hasta mañana por la mañana —vaciló—. ¿Supongo que puedo dejaras ir a vosotros dos con esa interesante mujer?

Hubo un breve silencio y luego Marion rió con alegría.

—¡Steve! ¡Qué idiota eres!

—¿Lo soy? Sí, supongo que sí.

—¿Qué puede hacemos Fay Seton?

—No conociendo a la dama, no puedo decirlo. Nada, en realidad —Stephan alisó su recortado bigote— es solamente…

—Bebe el té, Steve, y no seas tan anticuado. Su ayuda en la casa me vendrá bien. Cuando Miles dijo que iba a contratar un bibliotecario me imaginé que sería un hombre viejo con larga barba blanca… y lo que es más, la pondré en mi cuarto y me servirá de excusa para mudarme a aquella magnífica habitación de la planta baja, aunque todavía huela a pintura. Es fastidioso este Ministerio de Información, pero no creo que esta mujer nos asuste hasta matarnos, en una noche, a pesar de que tú no estés. ¿Qué tren tomarás mañana por la mañana?

—El de las nueve y treinta. Y cuidado con utilizar la marmita de la cocina si no estoy allí para ayudar. No la toques, ¿me oyes?

—Soy una obediente futura esposa, Steve.

—¡Muy obediente! —dijo Stephan sin violencia ni resentimiento; sencillamente establecía un hecho. Al mismo tiempo, ya calmado y vuelto a la normalidad con esta charla, descartó el tema de Fay Seton—. ¡Por Júpiter, Miles, llévame algún día a una reunión del Murder Club! ¿Qué hacen allí?

—Se reúnen a cenar.

—¿Quieres decir que la sal es veneno? ¿Es eso? ¿Y obtienes un triunfo si consigues meterlo en el café de alguien sin ser descubierto? Está bien, ¡no te ofendas! Ahora tengo que retirarme.

—¡Steve! —Marion habló con una voz cuya inflexión conocía su hermano demasiado bien—. Me olvidaba de algo. ¿Puedo decirte una palabra? ¿Nos disculpas un momento, Miles?

Hablando de él, ¿eh? Miró fijamente sobre la mesa tratando de ignorarlo, mientras Marion se dirigía hacia la puerta con Stephan. Aquélla hablaba animadamente en voz baja, Stephan se encogía de hombros y sonreía al ponerse el sombrero y Miles tomó un poco del té que se estaba enfriando. Sospechaba, fastidiado, que se estaba poniendo en ridículo y perdiendo su buen humor. ¿Por qué? Un momento después encontró la verdadera respuesta. Era porque pensaba si no estaría perdiendo, en su propia casa, algunas energías sobre las que no tenía control.

Sonó la caja registradora; a través de las ventanas se oía el ruido sordo de un tren; y la voz gutural del altoparlante le hizo volver a la estación Waterloo. Miles se dijo a sí mismo que esta idea fugaz, el momentáneo escalofrío intenso que le tocara el corazón, era pura tontería; insistió sobre ello, provocando su propia risa y sintió que su ánimo mejoraba cuando regresó su hermana.

—Perdóname si perdí la paciencia, Marion.

—¡Querido! —Le paró con un gesto, y luego le lanzó una mirada persuasiva—. Ahora que estamos solos, Miles, cuéntale todo a tu hermanita.

—¡No hay nada que contar! Me encontré con esa joven, me gustaron sus maneras, me convencí de que había sido calumniada…

—¿Pero no le dijiste que sabías algo sobre ella?

—Ni una palabra. Ella tampoco lo mencionó.

—¿Te dio referencias?

—No se las pedí. ¿Por qué te interesas tanto?

—¡Miles! ¡Miles! —Marion sacudió la cabeza—. Por lo general toda mujer cae a causa de este aire calmoso de Carlos II que tienes, tanto más cuando tan soberbiamente lo ignoras. ¡No protestes y te enfades! ¡Odias que me interese por tu felicidad!

—Sólo quise decir que estos constantes análisis propios de hermana…

—¡Al saber que una mujer parece haber te impresionado tanto, es natural que me interese! —Los ojos de Marion permanecieron tranquilos—. ¿En qué asunto se vio envuelta?

La mirada de Miles se perdió a través de la ventana.

—Hace seis años que fue a Chartres como secretaria privada de un rico fabricante de cueros llamado Brooke. Se comprometió para casarse con el hijo de la casa…

—¡Oh!

—… un joven neurótico llamado Harry Brooke. Hubo después cierta pelea… —Miles se tragó las palabras, no podía, físicamente, no podía contarle a Marion la determinación de Howard Brooke de pagar para librarse de la joven.

—Miles, ¿qué clase de pelea fue?

—Nadie lo sabe, por lo menos yo no lo sé. Una tarde el padre subió hasta lo más alto de una torre, que es un punto sobresaliente en la región y… —Miles se interrumpió—. Dicho sea de paso, ¿no mencionarás nada de esto a la señorita Seton? ¿No le harás ninguna insinuación de que lo sabes?

—Miles, ¿crees que puedo tener tal falta de tacto?

—Como una escena de una historia alemana de fantasmas, el día sobre la torre aparecía borrascoso, con lluvias y truenos. Encontraron a Brooke mortalmente herido por la espalda con su propio estoque. Pero esto es lo más sorprendente de todo el asunto, Marion. Las pruebas demostraron que debió de haber estado solo cuando lo mataron. Nadie estuvo junto a él ni pudo haberlo estado. Casi pareció que el asesinato, si lo hubo, fue cometido por alguien que hubiera surgido suspendido en el aire…

Hizo otra pausa, pues Marion lo contemplaba de un modo extraño, los ojos bien abiertos, vacilando y por reventar de risa.

—¡Miles Hammond! —gritó—, ¿quién te ha metido toda esa tremenda tontería?

—Sencillamente, estoy exponiendo los hechos de la investigación policial —dijo entre dientes.

—Está bien, querido. ¿Pero quién te lo dijo?

—El profesor Rigaud de la Universidad de Edimburgo, hombre distinguido en el mundo académico. Has de haber oído hablar de su Vida de Cagliostro, ¿no?

—No. ¿Quién es Cagliostro?

(¿Por qué será —se había preguntado Miles a menudo— que en discusiones con su propia familia uno se siente inclinado a perder los estribos con preguntas que, dichas por un extraño, son recibidas con indulgencia y hasta con diversión?)

—El conde Cagliostro, Marion, era un famoso hechicero y charlatán del siglo XVIII. El profesor Rigaud es de opinión que Cagliostro, a pesar de que era un extraordinario farsante en muchos aspectos, poseía verdaderamente ciertos poderes físicos que…

Por tercera vez se detuvo. Marion tosió, y al oír cómo sonaba su voz, le quedó a Miles el suficiente sentido de la proporción como para comprender que debió haber elegido mejor sus palabras.

—Sí, parece un poco raro —admitió—, ¿no es verdad?

—Desde luego, Miles, lo creeré cuando lo vea. Pero no te preocupes por el conde Cagliostro. ¡Basta de embromarme y háblame de esa joven! ¿Quién es ella? ¿Cómo es? ¿Qué clase de influjo tiene?

—Lo podrás descubrir por ti misma, Marion.

Todavía mirando por la ventana, Miles se puso de pie; estaba observando una de las señales pintadas de verde frente a las barreras del andén, aquella por donde los viajeros pasaban, de a uno o de a dos, listos para el tren de las cinco y treinta para Winchester, Southampton Central y Bournemouth. Y con mucha premeditación hizo Miles una seña en aquella dirección.

—Ahí está ella, ahora.