MILES se puso de pie y se dirigió hacia la doble puerta, que abrió de par en par, y miró adentro de un cuarto sombrío y desierto. Vasos y botellas habían sido retirados del improvisado bar; sólo había una lámpara eléctrica encendida.
—Es, exactamente, una noche extraña —declaró Miles—. Primero desaparece todo el Murder Club. El profesor Rigaud nos cuenta una historia increíble que se hace aún más increíble —Miles sacudió la cabeza como para aclarar las ideas— cuanto más se piensa en ella. Luego desaparece él. El sentido común sugiere que solamente ha ido a… no interesa. Pero al mismo tiempo…
La puerta de caoba que daba al vestíbulo se abrió y entró Federico, el mayordomo, con su cara de mejillas redondas que expresaba, sin reservas, un reproche.
—El profesor Rigaud, señor —anunció— está abajo, en el teléfono.
Bárbara que, aparentemente, sólo se había detenido el tiempo necesario para recoger su bolso de mano y soplar la llama que se sacudía y rutilaba en un áspero cabo de vela, arrojando humo de sebo, para seguir luego a Miles hasta la otra habitación, volvió ahora a detenerse.
—¿En el teléfono? —repitió.
—Sí, señorita.
—Pero él fue a buscar a alguien —las palabras sonaban casi cómicas a medida que las decía— alguien que nos sirviera de beber…
—Sí, señorita. La llamada fue hecha mientras él estaba abajo.
—¿De parte de quién?
—Creo, señorita, que era el doctor Gideon Fell. —Ligera pausa—. El secretario honorario del Murder Club. —Ligera pausa—. El doctor Fell supo que el profesor Rigaud le había estado llamando desde aquí esta tarde, temprano, y entonces le llamó a su vez. —¿Habría ahora un significado peligroso en la mirada de Federico?— El profesor Rigaud parece muy enojado, señorita.
—¡Oh, santo Dios! —suspiró Bárbara con voz de sincera consternación.
Del respaldo de una de las sillas de brocado rosado, colocadas tiesamente alrededor del cuarto como en el salón de un empresario de pompas fúnebres, colgaba el abrigo de pieles de la joven y un paraguas. Bárbara los recogió y se echó el abrigo sobre los hombros, tomando un aire de indiferencia estudiada que a nadie engañaba.
—Lo siento muchísimo —le dijo a Miles—. Ahora tengo que irme.
Él la miró.
—¡Pero, oiga! ¡No puede irse ahora! ¿No se molestará el amigo si vuelve y se encuentra con que usted ya no está?
—No se molestará tanto como si vuelve y encuentra que estoy aquí —dijo ella persuadida. Tanteó dentro de su bolso de mano—. Quiero pagar mi parte de la cena. Ha sido muy agradable. Yo…
Una confusión tan total y completa la invadió hasta la punta de los dedos, que le hizo derramar su bolso esparciendo monedas, llaves, y una polvera por el suelo.
Miles contuvo la risa, aunque, ciertamente, no se reía de ella. Un gran rayo de luz iluminó su mente. Se agachó, recogió lo que se había caído, lo metió dentro del bolso y lo cerró enérgicamente.
—Usted tramó todo esto, ¿no es cierto? —preguntó él.
—¿Tramé? Yo…
—¡Usted tramó la reunión del Murder Club, por Dios! De alguna manera apartó al doctor Fell, al juez Coleman, a la señora Ellen Nye, al tío Thomas Cobleigh y a los demás. A todos, excepto al profesor Rigaud, porque usted quería oír la primera versión de su relato sobre Fay Seton. Pero sabía que el Murder Club nunca había hospedado más invitados que el relator… de modo que no contó usted con mi venida…
—¡Por favor no me ponga en ridículo! —Su voz, tan seria, le hizo recapacitar. Soltándose de la mano que él había puesto sobre su brazo, Bárbara corrió hacia la puerta. Federico se corrió lentamente a un lado para dejarla pasar, con la mirada fija en el cielo raso, demostrando que hubiera podido llamar a la policía. Miles se apuró en pos de ella.
—¡Oiga! ¡Espere! ¡No la culpaba! Yo…
Pero ella ya iba volando por el vestíbulo alfombrado en dirección a la escalera privada de Greek Street.
Miles miró desesperadamente a su alrededor.
Frente a él tenía la señal iluminada del guardarropa de caballeros; arrebató su impermeable, se encajó el sombrero en la cabeza y se volvió, encontrando la mirada elocuente de Federico.
—¿Las cenas del Murder Club son pagadas por alguien en total, o cada uno paga lo suyo?
—La regla es que cada persona paga lo suyo, señor. Pero esta noche…
—¡Lo sé! ¡Lo sé! —Miles metió unos billetes de banco en la mano del hombre, con el agradable regocijo de pensar que ahora podía permitirse el lujo de hacerlo—. Esto es para liquidar todo. Presente mis respetuosos saludos al profesor Rigaud, y dígale que le llamaré por la mañana para disculparme. No sé dónde para él en Londres… —fue un inconveniente que descartó—, pero lo encontraré. Oiga…, ¿le he dado suficiente dinero?
—Más dinero del necesario, señor. Al mismo tiempo…
—Lo siento; la culpa es mía. ¡Buenas noches!
No se animó a correr demasiado, porque su antigua enfermedad podía reaparecer y marearlo. Con todo, su paso era bastante apurado. Al bajar y salir, alcanzó a ver el vestido blanco de Bárbara que se movía en dirección a Frith Street bajo el corto abrigo de pieles. Entonces corrió verdaderamente.
Un taxímetro pasaba por Frith Street en dirección a Shaftesbury Avenue; el motor zumbaba con gran nitidez en el profundo silencio de la noche de Londres. Miles le gritó sin mayor esperanza pero, con sorpresa, vio que, vacilante, se desviaba hacia la acera; alcanzó y tomó del brazo a Bárbara Morell con su mano izquierda y con la derecha abrió la manija de la puerta del coche antes de que surgiera de la oscuridad de la lluvia, alguien como fantasma a reclamarlo.
—Sinceramente —le dijo a Bárbara, con tal calor que aflojó la tensión de su brazo—, no había motivo para salir corriendo en esta forma. Por lo menos, permítame que la deje en su casa. ¿Dónde vive usted?
—En St. John’s Wood. Pero…
—No puedo, patrón —dijo el conductor del taxímetro con voz vehemente, mezcla de desconfianza y pesadumbre—. Voy en dirección a Victoria y tengo la gasolina necesaria para llegar a casa.
—Está bien. Déjenos en la estación del subterráneo de Piccadilly Circus.
La puerta del coche se cerró con estrépito, los neumáticos dejaron sus huellas sobre el asfalto mojado. Bárbara, arrinconada en su asiento, habló con voz débil.
—Usted quisiera matarme, ¿no es verdad? —preguntó.
—Por última vez, estimada señorita; ¡no! Al contrario. La vida ha sido hecha tan desagradable para nosotros que cualquier cosa, por insignificante que sea, ayuda.
—¿Qué diablos quiere usted decir?
—Un juez del alto tribunal, un abogado, político y otros muchos personajes importantes han sido cuidadosamente apartados de algo que ellos habían convenido. ¿No estaría usted encantada, como jamás lo estará, si oyera hablar de una Persona Importante que, no pudiendo reservar su lugar, fuese relegada al fin de la cola?
La joven lo miró.
—Usted es simpático —dijo con seriedad.
Esto hizo perder un poco el equilibrio a Miles.
—No es cuestión de lo que usted llame simpatía —replicó él con alguna violencia—. Es cuestión del viejo Adán.
—¡Pero el pobre profesor Rigaud…!
—Sí, hemos sido algo groseros con Rigaud y debemos encontrar el medio de disculparnos. A pesar de todo…, no sé por qué lo hizo, señorita Morell, pero me alegro de que lo hiciera, excepto por dos motivos.
—¿Qué motivos?
—En primer lugar, me parece que debió usted haber confiado en el doctor Fell; es muy buen hombre y habría comprendido cualquier cosa que usted le contara. ¡Cómo se hubiera entretenido con este caso del hombre asesinado mientras estaba solo en lo alto de una torre! Es decir —agregó Miles dominado por la confusión y extrañeza de la noche—, si se trata de un caso real y no de un sueño o de una broma. Si usted le hubiera dicho al doctor Fell…
—¡Ni siquiera conozco al doctor Fell! También mentí en esto.
—No importa.
—Sí importa —repuso Bárbara y se apretó fuertemente los ojos con sus manos—. No conocía a ningún socio, pero estaba en situación, usted lo ha visto, de saber todos sus nombres y direcciones, y de saber, también, que el profesor Rigaud iba a hablar sobre el caso Brooke. Telefoneé a todos, excepto al doctor Fell, como si fuera la secretaria privada de éste y dije que la cena había sido aplazada. Luego me puse en comunicación con el doctor Fell en nombre del presidente, y esperé de Dios que ambos estuvieran fuera de su casa, esta noche, por si alguno llamaba para confirmar.
Hizo una pausa, mirando al frente, hacia el vidrio de separación del pescante, agregó lentamente:
—No lo hice por broma.
—No. Lo adiviné.
—¿Lo adivinó? —gritó Bárbara—. ¿Lo adivinó usted?
El taxímetro dio una fuerte sacudida; las luces de los automóviles, extrañas por su novedad, barrieron la trasera del coche con su breve e inacostumbrado resplandor, a través de los cristales empañados por la llovizna.
Bárbara se volvió hacia él. Para tranquilizarse puso una mano sobre el cristal divisorio que tenía por delante. Ansiedad, justificación, una curiosa turbación y… sí, la evidente simpatía por él… brillaban en su expresión tan palpablemente como el deseo de decirle algo más, pero no lo dijo. Sólo agregó:
—¿Cuál era el otro motivo?
—¿Otros motivos?
—Usted me dijo que había dos motivos por los cuales sentía usted esto…, la tontería mía de esta noche. ¿Cuál es el otro?
—¡Bueno! —Él intentó parecer ligero y casual—. ¡Que me cuelguen! Estaba yo sumamente interesado en este caso del asesinato de la torre. Ya que el profesor Rigaud, probablemente, estará resentido con nosotros…
—Tal vez usted nunca sepa el fin de la historia… ¿Es eso?
—Sí, eso es.
—Comprendo. —Se quedó un momento silenciosa, golpeando los dedos contra su bolso, moviendo la boca de una manera extraña y con los ojos brillantes como si hubiera lágrimas en ellos—. ¿Dónde para usted en la ciudad?
—En el Berkeley, pero mañana regreso a la New Forest. Mi hermana y su prometido vienen a Londres por el día… viajaremos todos juntos de regreso. —Miles se interrumpió—. ¿Por qué me lo pregunta?
—Quizá pueda ayudarlo. —Abrió su bolso y extrajo un fajo manuscrito arrollado y se lo dio—. Es el propio informe del profesor Rigaud sobre el caso Brooke, escrito especialmente para los archivos del Murder Club. Yo… yo lo robé de la mesa del restaurante Beltring cuando usted fue en busca del profesor. Se lo iba a enviar por correo cuando terminara de leerlo, pero ya he aprendido lo único que realmente quería saber.
Con insistencia metió el manuscrito en las manos de él.
—¡No veo para qué podría servir yo ahora —exclamó—; no veo para qué podría servir yo ahora!
Con un ruido del engranaje al pasar a punto muerto y de los neumáticos al rozar la acera, el taxi paró. Adelante aparecía la entrada de Piccadilly Circus en la desembocadura de Shaftesbury Avenue, rumorosa y revuelta con la multitud de última hora. Instantáneamente Bárbara estuvo del otro lado del coche, sobre el pavimento.
—¡No se baje! —insistió mientras retrocedía alejándose—, puedo ir directamente a casa desde aquí en el subterráneo y, de todos modos, el taxímetro va por su camino. ¡Al hotel Berkeley! —gritó al conductor.
La puerta se golpeó justamente antes de que ocho soldados americanos en tres diferentes grupos, avanzaran a un mismo tiempo sobre el coche. Mientras se alejaba el taxímetro en medio de la multitud, y al resplandor de una ventana iluminada, Miles alcanzó a dar un vistazo a la cara de Bárbara que sonreía animadamente pero tiesa y sin ganas. Se recostó él en el asiento agarrando el manuscrito del profesor Rigaud y sintiendo figuradamente que le quemaba las manos.
El viejo Rigaud iba a ponerse furioso, exigiría, en un frenesí lógico de galo, que le dijeran por qué se le había hecho esta jugada; porque eso no era nada gracioso; era, solamente, justo y razonable, para el mismo Miles, que todavía no sabía la razón de ello. De lo único que podía estar seguro era de que el motivo de Bárbara Morell tenía que ser poderoso y apasionadamente sincero.
En cuanto a la observación de Bárbara sobre Fay Seton…
«Usted piensa cómo sería estar enamorado de Fay Seton…»
¡Qué tontería endemoniada!
¿Habría sido resuelto por la policía, o por Rigaud, o por algún otro, el misterio de la muerte de Howard Brooke? ¿Se habría sabido quién cometió el asesinato y de qué manera? Evidentemente no, por el tenor de las observaciones del profesor. Había dicho que sabía lo malo de Fay Seton pero también dijo, aunque en términos extraños y evasivos, que él no la creía culpable. Todas las declaraciones respecto del asesinato, a través de esa historia tortuosa, repetían la clara indicación de que no se había hallado ninguna solución.
Por lo tanto, este manuscrito decía… (Miles lo miró en la semioscuridad)… toda la investigación rutinaria de la policía. Le diría quizá algunas bajezas sobre el carácter de una mujer de rostro agradable, de cabello rojizo y de ojos azules. Nada más.
En una reacción total de sus sentimientos, Miles odió todo el asunto. Deseaba paz y tranquilidad y verse libre de estos lazos que lo ligaban. Con un súbito impulso, antes de que pudiera pensarlo mejor, se inclinó hacia adelante y golpeó el vidrio.
—¡Conductor! ¿Tiene usted suficiente gasolina como para llevarme de vuelta al restaurante de Beltring y luego hasta el Berkeley?… ¡Doble tarifa si lo hace!
La espalda del conductor se movió con una indecisión de fastidio, pero el coche aminoró la marcha, se desvió, y dio la vuelta a la estatua de Eras para volver por Shaftesbury Avenue.
Miles se sentía inspirado por su nueva determinación. Después de todo hacía solamente pocos minutos que había salido del restaurante de Beltring, y ahora se proponía hacer la única cosa correcta posible. Su resolución ardía vivamente dentro de él cuando saltó del taxímetro en Romilly Street, se apuró a doblar la esquina hasta la entrada lateral y subió la escalera.
En el vestíbulo del piso alto se encontró con un mozo de aspecto desalentado que se ocupaba de cerrar.
—¿Está todavía aquí el profesor Rigaud? ¿Un señor francés, bajo y algo robusto, con un bigotito parecido al de Hitler, y bastón amarillo?
El mozo lo miró con curiosidad.
—Está abajo en el bar, señor, él…
—Entréguele esto, ¿quiere? —pidió Miles, y le puso en la mano el manuscrito aún arrollado—. Dígale que fue tomado por error. Gracias.
Salió otra vez.
En el viaje de regreso, al encender la pipa y aspirar el humo calmante, Miles se vio dominado por una sensación de regocijo y alegría. Al día siguiente por la tarde, cuando se hubiera ocupado del verdadero asunto que le trajera a Londres, se encontraría con Marion y Steve en la estación. Como el que se sumerge en agua fresca en un día de calor, así retornaría al campo, a la casa recluida en la New Forest, donde estaban instalados desde hacía solamente una semana.
Aquello estaba arreglado, cortado de raíz, antes de que realmente pudiera ocupar su mente. No le concernía, cualquiera fuera el secreto que pertenecía a una imagen del fantasma llamado Fay Seton.
Para reclamar su atención tenía la biblioteca de su tío, aquel lugar tentador apenas explorado todavía durante la confusión de la mudanza e instalación. Mañana a estas horas estaría en Greywood, entre los viejos robles y hayas de la New Forest, junto al pequeño arroyo donde la trucha irisada surgía al anochecer, cuando se le arrojaba pedazos de pan al agua. Miles sintió, en una forma extraña, que había salido de una trampa.
Su taxímetro lo dejó en la entrada de Piccadilly del hotel Berkeley, y pagó al conductor con un humor expansivo. Al ver que dentro de la sala las pequeñas mesas estaban ocupadas, Miles, con su apasionado odio por las multitudes, dio vuelta deliberadamente por la entrada de Berkeley Street para poder respirar un momento más de soledad. La lluvia disminuía, un frescor aliviaba el aire. Miles empujó las puertas giratorias y entró al pequeño salón de descanso, a la derecha del escritorio de recepción.
Allí pidió su llave, y estaba reflexionando sobre la conveniencia de una última pipa y un whisky con soda antes de acostarse, cuando el empleado nocturno salió apresurado fuera del mostrador con una hoja de papel en la mano.
—¡Señor Hammond!
—¿Sí?
El empleado examinó la hoja tratando de leer su propia escritura.
—Hay un mensaje para usted, señor. Creo que usted se dirigió a la… a esta agencia de colocaciones solicitando un bibliotecario para trabajo de clasificación…
—Efectivamente —dijo Miles—, y prometieron mandar un candidato esta tarde. El candidato no llegó y por esperarlo llegué tarde a la cena a la que debía asistir.
—La candidata vino, señor, finalmente. La señorita dijo que lo sentía mucho, pero fue inevitable. Dijo que si usted pudiese verla mañana por la mañana… Dice que tiene dificultades porque acaba de ser repatriada de Francia…
—¿Repatriada de Francia?
—Sí señor.
Las manos de un reloj dorado sobre la pared verde grisácea señalaban las once y veinticinco. Miles Hammond se quedó muy quieto y dejó de hacer girar la llave en su mano.
—¿La señorita dejó su nombre?
—Sí, señor… Es la señorita Fay Seton…