—¿HAN OÍDO ustedes? —insistió Rigaud, y para atraer la atención, castañeteó rápidamente con sus dedos en el aire, despertando a Miles Hammond.
Para cualquier persona de imaginación, este relato del pequeño y rollizo profesor, con los sonidos, olores y descripciones que lo aderezaban, tenía la realidad de lo vivido. Miles olvidó momentáneamente que estaba sentado en una habitación del piso alto del restaurante de Beltring, con las ventanas abiertas sobre Romilly Street, junto a unos candelabros cuyas velas ardían ya casi consumidas. Por un momento «vivió» rodeado por los sonidos, los olores y las descripciones de esta historia, de tal suerte que el susurro de la lluvia en Romilly Street parecía la lluvia sobre la torre de Henri Quatre. Se encontró sensiblemente excitado, ansioso y conmovido, dispuesto a tomar partido. Le agradaba este Howard Brooke, lo quería y respetaba, simpatizando con él como si hubiesen sido amigos personales. Quienquiera que hubiese muerto al viejo…
Durante todo este tiempo los enigmáticos ojos de Fay Seton, aún más perturbadores, lo miraban desde la fotografía iluminada, que ahora estaba sobre la mesa.
—Discúlpeme —dijo Miles, levantándose con un sobresalto al oír el castañeteo de los dedos del profesor Rigaud—. ¡Hum…! ¿Quisiera repetirme la última frase?
El profesor Rigaud mostró su risita sardónica.
—Encantado —replicó con cortesía—: dije que la investigación había demostrado que ningún ser viviente había estado cerca de Brooke durante aquellos quince minutos fatales.
—¿Ni había llegado cerca de él?
—Ni pudo haber llegado cerca de él. Estuvo completamente solo en lo alto de la torre.
Miles se irguió en su asiento.
—¡Aclaremos esto! —dijo—. ¿El hombre fue estoqueado?
—Fue estoqueado —asintió el profesor Rigaud—. Estoy en la situación envidiable de poder mostrarles el arma con que se cometió el crimen.
Como quien no quiere la cosa, se movió para tocar el grueso bastón de madera clara que no había apartado de su lado durante la cena y que ahora estaba apoyado contra el borde de la mesa.
—¿Es ése…? —exclamó Bárbara Morell.
—Sí, perteneció a Brooke. Creo haberle dicho a mademoiselle que soy un coleccionista de estas reliquias. Es una belleza, ¿eh?
Con gesto dramático, levantando el bastón con ambas manos, el profesor Rigaud destornilló el mango curvo. Sacó la larga, delgada y puntiaguda hoja de acero, que la luz de las velas pareció asir perversamente, y la posó sobre la mesa con cierta reverencia. Sin embargo, la hoja tenía poca vida o brillo; no había sido limpiada o pulida desde hacía años; y Miles podía ver, mientras ella descansaba atravesando los bordes de la fotografía de Fay Seton, las oscuras manchas coloreadas de herrumbre que se habían secado a su largo.
—Una belleza, ¿eh? —repitió el profesor Rigaud—. También hay manchas de sangre dentro de la vaina que pueden verse si la levantan hasta el alcance del ojo.
Bruscamente Bárbara Morell empujó su silla, se levantó y la echó hacia atrás.
—¿Para qué diablos trae usted aquí semejantes cosas? —gritó—. ¡Y goza verdaderamente con ellas!
El buen profesor arqueó sus cejas con extrañeza.
—¿A mademoiselle no le agrada?
—No, por favor quítelo del medio; es…, ¡es maléfico!
—Pero, seguramente, deben de agradarle estas cosas a mademoiselle… Si no, no sería una invitada del Murder Club.
—Sí, sí, por supuesto —rectificó apresuradamente ella—. Solamente…
—¿Solamente qué? —insinuó el profesor Rigaud con voz suave e interesada.
Miles, no poco sorprendido, observaba a Bárbara de pie asida al respaldo de la silla. Una o dos veces había notado que sus ojos se fijaban en él por encima de la mesa, pero la mayor parte del tiempo ella había mirado constantemente al profesor Rigaud. Durante el relato había fumado rabiosamente. Por primera vez Miles observó por lo menos media docena de colillas en el platillo de su taza de café. En cierto momento, cuando la descripción de la pedrada de Jules Fresnac contra Fay Seton, se había agachado para recoger algo del suelo, debajo de la mesa. Tal vez fuera por el vestido blanco que le daba aspecto de niña, pero no parecía muy alta esta animada figura, que permanecía de pie, moviendo y retorciendo sus dedos en el respaldo de la silla.
—¿Sí, sí, sí? —continuaba la voz indagadora del profesor Rigaud—. A usted le interesan mucho estas cosas. ¿Solamente…?
Bárbara rió forzadamente.
—Bueno —dijo ella—, de nada sirve hacer los crímenes demasiado reales. Cualquier literato se lo dirá.
—¿Es usted novelista, mademoiselle?
—No… exactamente. —Rió de nuevo, tratando de descartar el tema con un movimiento de la mano—. De todos modos —continuó apresuradamente— usted dice que alguien asesinó a este Brooke. ¿Quién lo asesinó? ¿Fue… Fay Seton?
Hubo una pausa, pausa de nervios ligeramente tensos, antes de que el profesor Rigaud la mirara para tomar una determinación. Luego rió entre dientes.
—¿Qué certeza quiere tener usted, mademoiselle? ¿No les he dicho que esta dama no era, según lo admitido, una criminal cualquiera?
—¡Oh! —dijo Bárbara Morell—. Está bien, entonces. —Y arrimó su silla volviendo a sentarse mientras Miles la miraba sorprendido.
—Si le parece que está bien, señorita Morell, no puedo decir que yo esté de acuerdo. Según el profesor Rigaud, aquí presente, nadie se acercó a la víctima en ningún momento…
—¡Exactamente! ¡Y repito esa manifestación!
—¿Cómo puede usted estar seguro de ello?
—Entre otras cosas, por los testigos.
—¿Por ejemplo?
Con una rápida mirada a Bárbara, el profesor Rigaud recogió cariñosamente el estoque, lo repuso en la vaina, y lo aseguró bien, apoyándolo cuidadosamente una vez más contra el borde de la mesa.
—¿Tal vez esté conforme, amigo mío, en que soy un hombre observador?
—Completamente conforme —dijo Miles, sarcástico.
—¡Bien! Entonces se lo demostraré.
El profesor Rigaud ilustró la parte siguiente de su relato poniendo los codos sobre la mesa, levantando los brazos, golpeando el índice de su mano derecha contra el de la izquierda y, al mismo tiempo, acercando sus ojos intencionados y brillantes tan próximos a sus dedos que se puso casi bizco.
—Ante todo, yo mismo puedo atestiguar que no había persona alguna en la torre ni siquiera oculta, cuando dejamos solo a Brooke. ¡Tal idea es un absurdo! ¡El lugar estaba tan vacío como un cántaro! ¡Lo vi yo mismo! Y con la misma certeza puedo jurar que a mi regreso, a las cuatro y cinco, ningún asesino estaba escondido adentro para escapar luego.
»Segundo, ¿qué sucedió en cuanto Harry y yo nos fuimos? Una familia de ocho personas: monsieur y madame Lambert, su sobrina, su nuera y cuatro niños invaden instantáneamente el césped que rodea la torre por todos lados excepto por el fragmento estrecho en que sobresale del río.
»Soy soltero, a Dios gracias.
»Esta gente toma de golpe posesión del espacio abierto. El padre y la madre tienen a la vista la entrada de la torre; la sobrina y el niño mayor pasean a su alrededor mirándola; los dos menores están, en realidad, dentro. Y todos estaban de acuerdo en que nadie entró ni salió de la torre durante este tiempo.
Miles abrió la boca para protestar, pero el profesor Rigaud intervino antes de que pudiese hablar.
—Es verdad que estas personas nada podían decir con respecto al lado en que la torre redonda mira al río —concedió el profesor.
—¡Ah! —dijo Miles—. ¿No hubo testigos de ese lado?
—¡Ay!, no.
—Entonces es muy evidente, ¿no es así? Nos dijo usted hace un rato que una de las almenas que rodean el parapeto, del lado que mira al río, tenía pedazos rotos, desprendidos de la roca como si los dedos de alguien, al trepar, los hubiesen arrancado. El asesino debió de venir del lado del río.
—Consideren las dificultades de esa teoría —dijo el profesor Rigaud con voz convincente.
—¿Qué dificultades?
El otro las examinó golpeando repetidas veces con su índice.
—Ningún bote se acercó a la torre, o habría sido visto. La piedra de aquella torre, de cuarenta pies de altura, es tan lisa como un pescado mojado. La ventana más baja, medida por la policía, está exactamente a veinticinco pies sobre el nivel del agua. ¿Cómo pudo el asesino escalar la pared, matar a Brooke y bajar otra vez?
Hubo un largo silencio.
—¡Que me cuelguen, pero lo hicieron! —protestó Miles—. No va usted a decirme que este crimen fue cometido por un…
—¿Por un qué?
La pregunta fue lanzada tan rápidamente, mientras el profesor Rigaud bajaba sus manos y se inclinaba hacia adelante, que Miles sintió una atemorizada y perturbadora tensión nerviosa. Le pareció que el profesor Rigaud, ocultando su cruel sonrisa, quería decirle algo, quería conducirlo o atraerlo a un determinado punto.
—Iba a decir —respondió Miles—, por algún ser sobrenatural que flotara en el aire.
—¡Qué raro es oírle a usted estas palabras! ¡Qué interesante!
—¿Me permite que le interrumpa un momento? —preguntó Bárbara jugando con el mantel—. Lo principal, después de todo, es sobre…, es sobre Fay Seton. Creo que usted dijo que tenía una cita con Brooke para las cuatro. ¿Cumplió el compromiso?
—Por lo menos no se la vio.
—¿Acudió ella a esa cita, profesor Rigaud?
—Llegó después, mademoiselle. Cuando todo había terminado.
—Entonces, ¿qué hizo durante aquel tiempo?
—¡Ah! Ahora llegamos al punto —dijo el profesor Rigaud, con tal fruición que ambos oyentes medio temieron lo que iba a decir.
—¿Llegamos a qué?
—A la parte más fascinadora del misterio. Esta intriga del hombre que está solo cuando es estocada —el profesor Rigaud hinchó sus mejillas— es, por, cierto interesante. Pero, para mí, el mayor interés de un caso no reside en los indicios materiales, como un bonito rompecabezas con todas las piezas numeradas y de diferentes colores. ¡No! Para mí reside en la mentalidad humana, en el comportamiento humano; si lo prefieren, en el alma humana. —Su voz se hizo aguda—. En Fay Seton, por ejemplo. Descríbanme, si pueden, su mente y su alma.
—Nos sería útil —señaló Miles— saber qué hacía para trastornar tanto a la gente. Discúlpeme, pero ¿usted sabe bien qué era?
—Sí. —La palabra fue cortante—. Lo sé.
—¿Dónde estaba en el momento del asesinato? —continuó Miles, pues los interrogantes le hervían en su interior—. ¿Y la opinión de la policía sobre su actuación en el asunto? ¿Y el desenlace de su romance con Harry Brooke? Y, en resumen, ¿todo el final de la historia?
El profesor Rigaud movió la cabeza.
—Se lo diré —prometió—, pero primero tomemos una copa; tengo mi garganta como arena. Ustedes beberán también. —Como buen conocedor, los atormentaba gozando al tenerlos en suspenso. Levantó la voz—. ¡Mozo!
Después de una pausa volvió a llamar. La voz llenó la habitación; parecía arrancar vibraciones al grabado de la calavera colgado sobre la chimenea y ondear suavemente las llamas de los candelabros, pero no tuvo respuesta. Fuera de las ventanas, la noche, ahora oscura como boca de lobo, gorgoteaba como un surtidor de agua.
—¡Ah, demonios! —se molestó el profesor Rigaud, y empezó a buscar una campanilla.
—Para decirles la verdad —se aventuró Bárbara—, estoy bastante sorprendida de que no nos hayan echado de aquí hace ya rato. Parece que la gente del Murder Club es muy favorecida. Deben de ser cerca de las once.
—Son casi las once —estalló el profesor Rigaud, consultando su reloj, y se puso de pie—. Le ruego, mademoiselle, que no se moleste ni usted tampoco amigo mío; yo voy a buscar al mozo.
Las puertas de la habitación exterior se cerraron tras él agitando otra vez las llamas. Cuando Miles, automáticamente, quiso levantarse para anticipársele, Bárbara estiró su mano y le tocó el brazo. Sus ojos, aquellos amistosos ojos grises bajo la suave frente y las ondas de cabello rubio ceniciento, decían silenciosamente, pero con toda claridad, que ella deseaba hacerle una pregunta en privado.
Miles volvió a sentarse.
—¿Qué pasa, señorita Morell?
Ella retiró rápidamente la mano.
—Yo…, verdaderamente no sé cómo empezar.
—¿Y si empezara yo? —dijo Miles con aquella sonrisa suya esbozada en la comisura de sus labios que tanta confianza inspiraba.
—¿Qué piensa usted?
—No deseo entrometerme en nada, señorita Morell. Esto queda enteramente entre nosotros. Pero me ha llamado la atención, una o dos veces en la noche, que esté usted mucho más interesada en el caso concreto de Fay Seton que en el Murder Club.
—¿Qué lo ha llevado a pensar así?
—¿No es verdad? El profesor Rigaud también lo ha notado.
—Sí, es cierto. —Ella habló después de una vacilación, primero afirmando enérgicamente y luego volviendo la cabeza—. Por eso le debo una explicación y se la quiero dar. Pero antes de hacerlo —se dio vuelta para enfrentarlo— ¿puedo hacerle una pregunta muy impertinente? Tampoco quisiera entrometerme, en realidad no lo hago; ¿pero puedo interrogarle?
—Por supuesto. ¿Qué quiere usted saber?
Bárbara palmeó ligeramente la fotografía de Fay Seton que estaba entre ellos, al lado de la hoja doblada del manuscrito.
—Usted está fascinado con esto, ¿no es cierto? —preguntó ella.
—Bueno… sí, supongo que sí.
—Está pensando cómo sería estar enamorado de ella —dijo Bárbara.
Si su primera observación había sido un poco desconcertante, la segunda le asombró completamente.
—¿Se dedica usted a leer los pensamientos, señorita Morell?
—¡Disculpe! ¿No es verdad?
—¡No! ¡Espere! ¡Deténgase! ¡Esto va demasiado lejos!
La fotografía había tenido sobre él un efecto hipnótico, honestamente no podía negarlo. Pero eso era curiosidad, el cebo del enigma. A Miles siempre le habían divertido bastante esas historias, generalmente románticas con final trágico, en las que algún pobre diablo se enamora del retrato de una mujer. Tales cosas sucedían verdaderamente en la vida real, por cierto, pero no disminuían su incredulidad y, de cualquier modo, la pregunta no venía al caso entonces.
Podía haberse reído de Bárbara por su seriedad.
—Sea lo que fuere —opuso él—, ¿por qué lo pregunta?
—Por algo que usted dijo hoy, más temprano. ¡Por favor, no trate de recordar lo que era! —La cara de Bárbara mostraba buen humor; y un gesto de la boca contradecía la sonrisa de sus ojos—. Es probable que esté cansada e imaginando cosas. ¡Olvide que lo dije! Solamente…
—Usted sabe, señorita Morell, que yo soy historiador.
—¡Oh! —Su modo fue rápidamente simpático. Miles se sintió avergonzado.
—Me temo que sea éste un modo muy retumbante de exponerlo, pero acontece que es exacto por modesto que sea. Mi trabajo, el mundo en que vivo, está formado por gente que nunca conocí; trato de representarme vívidamente en la mente, trato de comprender a una cantidad de hombres y de mujeres que eran sólo montones de polvo antes de que yo naciera. En cuanto a esta Fay Seton…
—Ella es extraordinariamente atrayente, ¿no es verdad? —Bárbara señaló la fotografía.
—¿Lo es? —dijo fríamente Miles—. Por cierto que no es un mal trabajo. Por lo general las fotografías iluminadas son detestables. De todos modos —furiosamente volvía sobre el tema—, esta mujer no es más verdadera que Agnes Sorel o Pamela Hoyt. Nada sabemos de ella. —Hizo una pausa asustado—. Pensándolo bien, ni siquiera sabemos si aún vive.
—No —convino la joven—. No, ni siquiera sabemos eso.
Bárbara se levantó lentamente, rozando la mesa con los nudillos de sus dedos como si arrojara algo. Respiró hondo.
—Sólo puedo volver a pedirle que olvide todo lo que he dicho —dijo ella—. Fue únicamente una idea tonta que tuve, no había posibilidad de llegar a nada. ¡Qué noche extraña ha sido ésta! El profesor Rigaud hechiza bastante y, a propósito —habló dando vuelta de pronto la cabeza—, ¿no tarda demasiado el profesor Rigaud en encontrar al mozo?
—¡Profesor Rigaud! —llamó Miles—. ¡¡Profesor Rigaud!! —insistió, levantando poderosamente la voz.
Y otra vez, como cuando el ahora ausente había llamado al mozo, solamente se oía la lluvia que gorgoteaba y salpicaba en la oscuridad. No hubo respuesta.