CAPÍTULO III

—¿MALO? —repitió Bárbara Morell.

Georges Antoine Rigaud se agitó, conteniendo la risa.

—¡Exactamente, exactamente, exactamente! ¿Por qué la señalo yo como una mujer muy peligrosa?

La señorita Morell había seguido este relato con la mayor atención y una ligera expresión despectiva; una o dos veces había mirado a Miles como para hablar; había observado al profesor Rigaud cuando cogiera su olvidado cigarro del borde del platillo aspirando una bocanada con aire de triunfo y dejándolo nuevamente.

—Me parece… —su voz subió de pronto de tono como si de alguna manera el asunto le concerniera— me parece que debemos insistir en una aclaración. ¿Qué significa para usted peligrosa? ¿Tan atrayente que ella… bueno… hacía perder la cabeza a todo hombre que encontraba?

—¡No! —dijo el profesor Rigaud enfáticamente.

De nuevo se rió entre dientes.

—Reconozco, note usted —se apresuró a agregar— que con muchos hombres podría ocurrir el caso. ¡Mire la fotografía! Pero no es lo que quise decir.

—Entonces, ¿peligrosa en qué forma? —insistió Bárbara Morell mirando fijamente con un ligero enojo en sus ojos grises. Y lanzó como un desafío su próxima interrogación—. ¿Quiere decir… una criminal?

—¡Mi estimada señorita, no, no y no!

—¿Una aventurera, entonces?

Bárbara golpeó su mano contra el borde de la mesa.

—¿Una especie de provocadora de disturbios? —gritó—. ¿Maliciosa, malévola o chismosa?

—Digo que Fay Seton no era ninguna de esas cosas —declaró el profesor Rigaud—. Discúlpeme si yo, viejo cínico, insisto en que, a su manera puritana, era enteramente benévola y de buen corazón.

—Entonces, ¿qué resta?

—Resta, señorita, la verdadera respuesta al misterio de los rumores desagradables que se insinuaron por Chartres y sus alrededores. El misterio de por qué nuestro moderado y conservador Howard Brooke, su futuro suegro, la insultó en alta voz en un lugar público como el banco del Crédit Lyonnais

En voz baja Bárbara articuló un sonido extraño que podía ser de incredulidad o de desprecio, ya fuera demostrándolo o disimulándolo sin darle importancia alguna. El profesor Rigaud pestañeó.

—¿No me cree, mademoiselle?

—¡No! ¡Por cierto que no! —Se le subieron los colores—. ¿Qué puedo saber yo?

—Y usted, Mr. Hammond, ¿usted tampoco dice nada?

—Sí, —respondió distraído Miles— estaba…

—Mirando la fotografía.

—Sí, mirando la fotografía.

El profesor Rigaud abrió los ojos, encantado.

—¿Está usted impresionado, eh?

—Posee un hechizo —dijo Miles pasándose la mano por la frente—. ¡Los ojos, en este retrato, y la posición del cabeza! ¡Condenado fotógrafo!

Miles Hammond era un hombre fatigado recién restablecido de una muy larga enfermedad; necesitaba tranquilidad, quería vivir recluido en la New Forest, entre viejos libros, y que su hermana le cuidara la casa hasta que ella se casara. No deseaba que su imaginación fuera perturbada; sin embargo, se quedó sentado mirando fijamente la fotografía, con tanta fijeza bajo la luz de la vela que los sutiles colores se volvieron confusos. Mientras tanto el profesor Rigaud continuaba.

—Estos rumores sobre Fay Seton…

—¿Qué rumores? —preguntó Bárbara bruscamente. El profesor Rigaud, sin abandonar su calma, no hizo caso de la interrupción.

—En cuanto a mí, lechuza y murciélago ciego como soy, nada había oído. Harry Brooke y Fay Seton se comprometieron para casarse a mediados de julio. Ahora les hablaré de lo que ocurrió el doce de agosto.

»Aquel día, que a mí me pareció como cualquier otro, estaba yo escribiendo un artículo crítico para la Revue des Deux Mondes. Escribí durante toda la mañana en mi agradable habitación del hotel, como lo vengo haciendo desde hace casi una semana. Después del almuerzo crucé la Place des Épars para hacerme cortar el pelo. Pensé, mientras estuve allí, que iría al Crédit Lyonnais a cobrar un cheque antes del cierre del banco.

»Hacía mucho calor. Toda la mañana el ciclo había estado pesado y oscuro, con vagos rumores de truenos y a veces rociadas de lluvia, no más que lloviznas, sin ningún chaparrón que quitase el calor y nos diera paz. Fui, pues, al Crédit Lyonnais. Y a la primera persona que vi al salir de la oficina del gerente fue a Howard Brooke.

»¿Raro? Bastante raro, ¡sí!, porque hubiera imaginado que estaría en su oficina como hombre consciente que era.

»Brooke me miró muy extrañamente. Llevaba puesto un impermeable, y un gorro de paño; de su brazo izquierdo colgaba el mango de su bastón y en la mano derecha llevaba una vieja cartera de cuero negro. Me pareció que hasta sus claros ojos azules estaban extrañamente húmedos; no había yo notado nunca que un hombre musculoso tuviese tanta papada bajo el mentón.

»—¡Estimado Brooke! —le dije, y le estreché la mano a pesar suyo. La sentí muy blanda—. ¡Mi estimado Brooke —repetí—, es un placer inesperado! ¿Cómo están todos por su casa? ¿Cómo esta su excelente mujer, y Harry, y Fay Seton?

»—¿Fay Seton? —dijo—. ¡Maldita sea Fay Seton!

»¡Uf!

»Había hablado en inglés, en voz tan alta que una o dos personas que estaban en el banco lo miraron. Se sonrojó, turbado, este buen hombre, pero estaba tan preocupado que parecía no importarle. Me hizo caminar hasta el frente del banco, donde nadie pudiese oír, luego abrió la cartera y me mostró su contenido.

»Adentro solamente había cuatro delgados fajos de billetes de banco ingleses. Cada fajo contenía veinticinco billetes de veinte libras: dos mil libras.

»—Tuve que mandar a París por ellas —me dijo, y sus manos le temblaban—, pensé, sabe usted, que los billetes ingleses serían más tentadores. Si Harry no quiere renunciar a la mujer, sencillamente tendré que pagar para que se vaya. Me disculpad ahora.

»Se enderezó, cerró su cartera y salió del banco sin decir más.

»Amigos, ¿alguna vez le han pegado muy fuerte en el estómago como para que su vista se turbe y el estómago suba y se sienta uno repentinamente como un juguete de goma que aprietan? Así fue como me sentí entonces. Me olvidé de llenar el cheque. Olvidé todo. Volví a mi hotel bajo una llovizna que ennegrecía y hacía resbaladizos los guijarros de la Place des Épars.

»Me di cuenta de que me era imposible escribir. Como media hora después, a las tres y cuarto, llamó el teléfono. Creí adivinar de qué podría tratarse, aunque no acerté exactamente. Era mamá Brooke, la señora Georgina Brooke y dijo:

»—¡Por el amor de Dios, profesor Rigaud, venga inmediatamente!

»Esta vez, amigos míos, estuve algo más que inquieto. Esta vez me quedé completamente asustado y lo confieso.

»Saqué mi Ford y me dirigí a su casa tan ligero como pude y con un estilo de conducir aún más execrable que el acostumbrado. Todavía no quería llover realmente, y romper aquella depresión de calor tormentoso que nos rodeaba. Cuando llegué, Beauregard parecía una casa desierta, llamé en alta voz en el vestíbulo del piso bajo, pero nadie respondió. Entré entonces a la sala, y encontré a mamá Brooke sentada, rígida, en un sofá, haciendo heroicos esfuerzos para mantener su rostro sereno, con un pañuelo húmedo apretado en su mano.

»—Madame —le dije— ¿qué sucede? ¿Qué sucede entre su excelente marido y la señorita Seton?

»Y se lamentó conmigo por no tener a quién acudir.

»—¡No sé! —dijo con evidente sinceridad—. Howard no quiere decírmelo. Harry dice que son puras tonterías; sea ello lo que fuere, tampoco quiere decirme nada. Ya nada es verdadero. Hace solamente dos días…

»Sólo dos días antes parece que hubo un incidente escandaloso e inexplicado.

»Cerca de Beauregard, en la carretera principal de Le Mans, vivía un hortelano, llamado Jules Fresnac, que les surtía de huevos y legumbres. Jules Fresnac tenía dos hijos (una hija de diecisiete años y un hijo de dieciséis) con los que Fay Seton había sido muy amable, motivo por el cual toda la familia Fresnac le había tomado mucho cariño. Hacía dos días que Fay Seton se había encontrado con Jules Fresnac que conducía su carro por la blanca carretera con altos álamos y campos de cereales a cada lado. Jules Fresnac descendió del carro, con el rostro amoratado e hinchado de rabia, y le gritó e insultó hasta que ella se cubrió los ojos con la mano.

»El incidente fue presenciado por Alicia, la doncella de mamá Brooke, que estaba muy lejos para alcanzar a oír lo que se decía, pues la voz del hombre, ronca de rabia, se volvía casi irreconocible. Cuando Fay Seton se dio vuelta para huir, Jules Fresnac cogió una piedra y la arrojó contra ella.

»Una bonita historia, ¿eh?

»Fue esto lo que mamá Brooke, sentada en el sofá de aquella sala, me dijo acompañándolo con gestos impotentes de sus manos.

»—Y ahora —agregó ella— Howard se ha ido a la torre, a la torre de Enrique IV para encontrarse con la pobre Fay. Profesor Rigaud, usted tiene que ayudarnos. Debe hacer algo.

»—¡Pero madame! ¿Qué puedo hacer?

»—No puedo decírselo —me respondió—. ¡Algo tremendo va a suceder! ¡Lo sé!

»Se supo después que Brooke había regresado del banco a las tres con su cartera llena de dinero; dijo a su mujer que pensaba obtener lo que él llamaba una renuncia definitiva de Fay Seton, y que había convenido en encontrarla en la torre a las cuatro.

»Preguntó luego a mamá Brooke dónde estaba Harry, porque deseaba que estuviera presente en la cita. Respondió ella que Harry estaba arriba en su habitación escribiendo una carta, y entonces el padre subió en su busca. No lo encontró porque, en realidad, estaba reparando un motor en el garaje, y en seguida bajó. “¡Parecía tan lastimoso y tan avejentado!”, dijo mamá Brooke. “Caminaba lentamente como si estuviera enfermo.” Así fue como salió papá Brooke de la casa para dirigirse a la torre.

»No más de cinco minutos después, Harry regresó del garaje y preguntó por su padre. Mamá Brooke se lo dijo nerviosamente. Harry reflexionó un momento rezongando y en seguida salió él de la casa encaminándose a la torre de Enrique IV. Durante este tiempo no hubo ni rastros de Fay Seton.

»—Profesor Rigaud —me imploró la madre—. Usted tiene que ir allá y hacer algo. Usted es el único amigo que tenemos aquí, ¡y tiene que ir!

»¡Qué ocupación para el viejo tío Rigaud!, ¿eh? ¡A fe mía!

»Sin embargo, allá fui.

»Hubo un trueno cuando dejé la casa, pero todavía no quería llover seriamente. Caminé en dirección al norte a lo largo de la margen este del río, hasta llegar al puente de piedra. Allí lo crucé pasando a la margen oeste. La torre queda de este lado, un poco más arriba, sobresaliendo de la ribera.

»Aparece muy solitaria cuando se tropieza con ella cruzando los pocos restos viejos de piedra ennegrecida, arrasados por el fuego y cubiertos de malezas, que es todo el remanente de la primitiva construcción. La entrada a la torre es un arco redondo cortado en la pared. Esta puerta mira al oeste, lejos del río, mirando al campo abierto y a un distante bosque de castaños. Cuando me acerqué, el cielo se oscurecía y el viento soplaba con más fuerza aún.

»En la puerta, observándome, estaba parada Fay Seton, con un ligero vestido de seda floreada, sin medias, con sandalias de cuero muy abiertas; sobre el hombro llevaba una malla, una toalla y una gorra de baño; respiraba lenta y pesadamente, pero no había entrado a nadar, ya que ni siquiera estaban húmedos o desarreglados los bordes de su lustroso cabello rojizo oscuro.

»—Mademoiselle —le dije, inseguro sobre la actitud a tomar—. Vengo en busca de Harry Brooke y de su padre.

»Durante cinco minutos que parecieron un tiempo muy largo, ella no respondió.

»—Están aquí arriba —me dijo—, en el techo de la torre. —De pronto, sus ojos (¡lo juro!) parecieron recordar cierta horrible experiencia—. Creo que están disputando. No me entrometeré por ahora. Dispénseme.

»—¡Pero Mademoiselle…!"

—¡Por favor, discúlpeme!

»Y se fue, girando su rostro hacia otro lado. Una dos gotas de lluvia seguidas por otras cayeron sobre el pasto barrido por el viento.

»Metí mi cabeza dentro del vano de la puerta.

»Como les dije, esta torre no era más que un esqueleto de piedra, contra cuya pared ascendía, hasta una abertura cuadrada que daba a la azotea, una escalera de caracol, también de piedra. El interior olía a vejez y a humedad; estaba vacío, tan desnudo como las manos de ustedes, si no fuera por un par de bancos de madera y una silla rota. Ventanas largas y estrechas, a lo largo de la escalera, la alumbraban bastante bien, a pesar de la oscuridad de la tormenta que iba cubriendo el cielo.

»Desde arriba se oían voces coléricas que apenas podía yo distinguir. Grité, y al retumbar mi palabra en aquel cántaro de piedra, las voces callaron inmediatamente.

»Me precipité entonces por la escalera de caracol (tarea que produce vértigos y además muy mala para el que le falta el aliento) y aparecí en la azotea a través de la abertura cuadrada.

»En una plataforma circular de piedra, con alto parapeto que sobrepasaba los árboles, se hacían frente Harry Brooke y su padre. Éste, con su impermeable y su gorro de paño puestos, hacía con la boca un gesto de implacable obstinación. El hijo le suplicaba; Harry estaba sin sombrero y sin abrigo, con un traje de corderoy, y su corbata al viento acentuaba su estado de ánimo. Ambos estaban pálidos y excitados, pero parecieron aliviados al ver que era yo quien los interrumpía.

»—¡Le digo, señor…! —empezó Harry.

»—Por última vez —continuó Brooke con voz fría y fastidiada—, ¿quieres permitirme tratar este asunto a mi modo? —Se volvió hacia mí y añadió: —¡Profesor Rigaud!

»—¡Estimado amigo…!

»—¿Quiere llevarse a mi hijo de aquí hasta que haya yo arreglado ciertos asuntos a mi propia satisfacción?

»—¿Llevarlo a dónde, estimado amigo?

»—Llevarlo a cualquier parte —replicó Brooke, y nos volvió la espalda.

»Eran entonces las cuatro menos diez, como pude verlo con una mirada subrepticia a mi reloj: Brooke debía encontrarse con Fay Seton allí a las cuatro y se proponía esperar. Saltaba a la vista que Harry estaba vencido y desinflado. Yo nada dije sobre el encuentro con Fay Seton un momento antes, porque deseaba derramar aceite sobre la situación en lugar de inflamarla. Harry toleró que yo le apartara.

»Ahora quisiera grabar en ustedes, muy claramente, lo último que vimos cuando bajamos.

»Brooke estaba parado junto a la baranda, completamente de espaldas; a un lado, tenía su bastón de madera clara apoyado contra el antepecho, al otro, también descansando contra el mismo, la cartera abultada. Este almenado parapeto subía hasta la altura del pecho, alrededor del tope de la torre, con su piedra rota desmoronándose y rayada con jeroglíficos blanquecinos allí donde la gente había grabado sus iniciales.

»¿Está claro? ¡Bien!

»Conduje abajo a Harry y lo llevé, a través del espacio cubierto de césped, hasta el refugio del gran bosque de castaños que se extendía al oeste y al norte, porque la lluvia comenzaba ahora a salpicar bastante fuerte y no estábamos a cubierto. Bajo las hojas silbadoras y movedizas, donde estaba casi oscuro, mi curiosidad alcanzó el punto de la manía. Rogué a Harry, como amigo y, en cierto sentido, como su tutor, que me dijera el significado de aquellas sugestiones contra Fay Seton.

»Al principio, apenas quería escucharme; ese elegante joven mentalmente en formación, se lo pasaba abriendo y cerrando las manos y respondía que todo era demasiado ridículo para hablar de ello.

»—Harry… —le dije, levantando así un expresivo dedo índice—. Harry; hemos hablado mucho de literatura francesa, de crímenes y de ciencias ocultas, he recorrido un amplio campo de experiencia humana, y le digo que lo que causa mayor preocupación en este mundo son las cosas demasiado ridículas para ser habladas.

»Me miró rápidamente con ojos brillantes, hosco y extraño.

»—¿Ha oído usted… —preguntó—, ha oído usted hablar de Jules Fresnac, el vendedor de hortalizas?

»—Su madre me lo nombró —dije—, pero todavía me falta saber qué hay de malo con Jules Fresnac.

»—Jules Fresnac —dijo Harry— tiene un hijo de dieciséis años.

»—¿Y?

»En este momento fue cuando, en la penumbra del bosque, fuera de la vista de la torre, oímos gritar a una criatura.

»Sí, oímos gritar a una criatura.

»Les digo que me asusté hasta ponérseme los pelos de punta. Una gota de agua se filtró a través de las pesadas hojas que cubrían nuestras cabezas y cayó en mi calva haciéndome saltar con toda la fuerza de mis músculos. Me había congratulado de que el peligro estuviera conjurado, porque Howard Brooke, Harry Brooke y Fay Seton estaban separados por el momento, y esos tres elementos no eran peligrosos a no ser que de pronto se juntaran. Y ahora…

»El grito provenía de la torre. Harry y yo corrimos fuera del bosque y aparecimos en el abra de césped con la torre y la vuelta de la ribera del río delante de nosotros. El espacio abierto entero parecía estar lleno de gente.

»Bien pronto supimos lo ocurrido.

»A orillas del bosque había habido, hacía como media hora, un picnic concurrido por unos señores Lambert, su sobrina, su nuera y cuatro niños de nueve a catorce años de edad.

»Como verdaderos excursionistas franceses, se negaron a postergar el paseo, a causa del tiempo. Por supuesto que el terreno era privado, pero la propiedad privada significa menos en Francia que en Inglaterra. Enterados de que se decía que Brooke era fastidioso con los transgresores, vacilaron hasta que vieron primero la partida de Fay Seton y luego la de Harry conmigo. Supusieron que la costa estaba libre. Los niños invadieron el espacio abierto, mientras monsieur y madame Lambert se instalaron bajo un castaño para abrir la cesta del picnic.

»Los dos niños menores fueron a explorar la torre. Cuando corrí con Harry fuera del bosque, pude ver todavía aquella niñita parada en la puerta de la torre, señalando hacia arriba. Oigo su voz penetrante y destemplada.

»—¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! ¡Arriba hay un hombre cubierto de sangre!

»Fue esto lo que dijo.

»Por mí, no podría decir qué dijeron o hicieron los otros en aquel momento. Sin embargo, recuerdo a los niños que volvían sus cabezas, consternados, hacia sus padres, y una pelota de goma azul y blanca que rodó por el pasto hasta zambullirse en el río. Me dirigí a la torre casi corriendo y trepé por la escalera de caracol. Mientras subía, se me ocurrió un pensamiento fantástico, salvaje y extraño; había sido una falta grande de consideración pedir a la señorita Fay Seton, con su corazón débil, que subiera todos esos escalones.

»Y salí a la azotea donde soplaba un viento fresco. En el centro yacía Brooke, boca abajo, aún con vida, aún crispado. La espalda de su impermeable estaba empapada y como hirviendo en sangre; mostraba una rasgadura de media pulgada donde le habían estoqueado, por detrás, justamente debajo del omóplato izquierdo.

»Todavía no he hecho mención de que su propio bastón, el que siempre usaba, era, en realidad, un bastón de estoque. Ahora estaba a su lado, partido en dos. La parte del puño, con su larga hoja fina y puntiaguda manchada de sangre, tirada cerca de su pie izquierdo, la vaina de madera había rodado hasta la parte interior del parapeto opuesto. Pero la cartera que contenía dos mil libras había desaparecido.

»Vi todo aquello, como deslumbrado, mientras abajo gritaba la familia de Lambert. Eran exactamente las cuatro y seis minutos; lo observé no en ningún sentido policial, sino porque me intrigaba saber si Fay Seton había acudido a su cita.

»Me acerqué a Brooke y lo levanté hasta sentarlo, me sonrió y quiso hablar, pero sólo pudo decir: “Mala suerte”. Eludiendo las manchas de sangre, Harry llegó junto a mí, aunque no me fue de mucha ayuda. Dijo: “Papá, ¿quién hizo esto?” Pero el pobre hombre no podía ya articular palabra. Murió en brazos de su hijo pocos minutos después, colgándose de Harry como una criatura.

Aquí el profesor Rigaud hizo una pausa en su narración y, sintiéndose algo culpable, bajó su cabeza y miró fijamente la mesa, extendiendo sus gruesas manos a cada lado de ella. Hubo un largo silencio hasta que se sacudió, impacientemente.

Con extraordinaria intensidad agregó:

—¡Por favor, observen bien lo que voy a decirles ahora!

»Sabemos que Howard Brooke no estaba herido, y que gozaba de buena salud, cuando lo dejé solo en la torre a las cuatro menos diez.

»De acuerdo con esto, la persona que lo asesinó debe de haberlo encontrado arriba, en la torre. Esta persona debe de haber desenvainado el estoque y atravesado con él el cuerpo, estando Brooke de espaldas. En realidad, la policía descubrió que varios fragmentos de roca desmoronada se habían desprendido de una de las murallas del lado del río, como si los dedos de alguien las hubieran aflojado al subir allí. Y esto debe de haber ocurrido entre las cuatro menos diez y las cuatro y cinco, cuando los dos niños lo descubrieron moribundo.

»¡Bien! ¡Excelente! ¡Probado!

El profesor Rigaud movió su silla hacia adelante.

—Sin embargo, las pruebas demuestran concluyentemente —dijo— que durante aquel tiempo ningún ser viviente estuvo junto a él.