FEDERICO, el mayordomo del restaurante Beltring, siempre complacía al doctor Fell hasta cuando solicitaba una habitación particular a último momento en uno de los pocos lugares del West End, donde se puede conseguir comida un domingo.
Al ver aparecer a los invitados del doctor Fell, Federico se congeló: eran el profesor Rigaud, el señor Hammond y la pequeña rubia señorita Morell, las mismas tres personas que habían estado en casa de Beltring dos noches antes.
Ningún invitado parecía contento, especialmente por el gesto que el mayordomo consideraba muy cauto de su parte, al instalarlos en el mismo comedor privado de antes, la habitación utilizada por el Murder Club. Observó que aparentaban comer más bien por deber que por alguna apreciación del menú y no pudo ver que sus semblantes eran aún más extraños cuando se sentaron alrededor de la mesa.
—Tomaré ahora mi medicina —se lamentó el profesor Rigaud—. Continúe.
—Sí —dijo Miles sin mirar al doctor Fell—. Continúe.
Bárbara callaba.
—¡Vean ustedes! —declaró el doctor Fell, haciendo gestos grandes y vagos de angustia, que hicieron caer cenizas de su pipa sobre su chaleco—. ¿No querrían esperar hasta…?
—No —dijo Miles fijando su vista en un salero.
—Entonces les pido —prosiguió el doctor Fell— que mentalmente vuelvan a Greywood, anoche, cuando llegué con Rigaud en su misión romántica de prevenirlo a usted contra el vampirismo.
—También deseaba echar un vistazo —observó el profesor un poco culpable—, a la biblioteca de Sir Charles Hammond. Pero durante todo el tiempo que estuve en Greywood el único cuarto que no vi fue la biblioteca. Así es la vida.
El doctor Fell miró a Miles.
—Usted, Rigaud y yo estábamos en la sala —agregó— y acababa usted de repetirme la relación de Fay Seton sobre el asesinato de Brooke.
»Resolví que Harry Brooke era el asesino. ¿Pero su móvil? Fue ahí donde tuve la vislumbre de una suposición, basada en su descripción de la risa histérica de Fay cuando le preguntó si se había casado con Harry, de aquellos anónimos, de aquellos rumores calumniosos; era todo un golpe preparado por el desagradable Harry.
»¡Fíjense! Jamás supuse que los informes eran ciertos, hasta que esta tarde Fay Seton me lo dijo ella misma en el hospital. Daba un sentido tan claro a todo lo que estaba oscuro, completaba el cuadro; pero yo jamás lo sospeché.
»Veía una mujer inocente calumniada por el hombre que aparentaba estar enamorado de ella. ¿Si suponemos que Howard Brooke lo descubrió por la carta misteriosa que Harry estaba escribiendo aquella tarde del crimen? En ese caso, la persona que necesitábamos encontrar era el igualmente misterioso Jim Morell que recibía las cartas.
»Esta hipótesis explicaría por qué Harry mató a su padre. Probaría a Fay tan inocente de todo, excepto, ¡por alguna razón suya!, de ocultar la cartera que fue arrojada al río y encubrir a Harry. En cualquier caso el cargo de vampirismo era absurdo. Justamente les estaba diciendo esto a ustedes cuando…
»Oímos un tiro de revólver proveniente del piso alto y descubrimos lo ocurrido a su hermana.
»Y nada comprendí.
»¡Sin embargo! Permítanme reunir algunos datos que vi por mí mismo, ciertos informes que usted me dio y otros de su hermana Marion cuando estuvo en condiciones de declarar, antes de que nosotros saliéramos de Greywood. Permítame que le demuestre cómo se hizo todo el juego bajo sus ojos.
»El sábado de tarde, a las cuatro, se encontró usted con su hermana y “Stephan Curtis” en la estación de Waterloo. En el salón de té usted arrojó su granada de mano, aunque, por cierto, no lo supo en aquel momento, al anunciar que había comprometido a Fay Seton a venir a Greywood. ¿Es exacto?
—¡Steve! ¡Steve Curtis! —Con resolución, Miles alejó de su mente la cara que sin cesar aparecía entre él y las llamas de las velas—. Sí —asintió Miles—, es exacto.
—¿Cómo recibió la noticia el supuesto Stephan Curtis?
—A la luz de lo que ahora sabemos —replicó Miles secamente— no sería la verdad completa decir que no le agradó, pero nos advirtió que no podía volver con nosotros aquella tarde a Greywood.
—¿Sabía usted que no podía regresar con ustedes a Greywood aquella tarde?
—¡No! Ahora que lo dice, sorprendió tanto a Marion como a mí. Steve empezó a hablar con bastante prisa respecto de una repentina crisis en la oficina.
—¿En algún momento se mencionó al profesor Rigaud? ¿Estaba enterado «Curtis» de que usted se había encontrado con Rigaud?
Miles se restregó los ojos con su mano reconstruyendo la escena. Vio, en forma borrosa que afirmaba su maldad, a «Steve» jugueteando con su pipa, a «Steve» poniéndose el sombrero y a «Steve» riéndose en una forma temblorosa.
—¡No! —respondió—. Pensándolo bien ni siquiera sabía que había ido yo a una sesión del Murder Club o lo que fuera éste. Dije algo sobre «el profesor», pero puedo jurar que nunca mencioné el nombre de Rigaud.
El doctor Fell se inclinó con una benevolencia aterradora en su rostro rosado.
—Fay Seton —dijo suavemente el doctor Fell— todavía tenía la prueba que podía mandar a Harry Brooke a la guillotina. Pero si se veía libre de Fay Seton, ¿habría alguien que relacionara a «Stephan Curtis» con Harry Brooke?
Miles iba empujando hacia atrás su silla.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó—. ¿Usted cree?
—¡Suavemente! —instó el doctor Fell moviendo una mano mesmeriana antes de que sus lentes se torcieran—. Pero, aquí, ¡aquí está la cuestión en la que quisiera que aguce la memoria! Durante aquella conversación cuando usted, su hermana y su llamado Curtis estaban presentes, ¿se habló de cuartos?
—¿De cuartos?
—¡De dormitorios! —insistió el doctor Fell con aire de un monstruo acechando en emboscada—. ¡De dormitorios! ¿Eh?
—Bueno, sí. Marion dijo que iba a poner a Fay en su dormitorio y ella se mudaría a un cuarto mejor que acabábamos de decorar en el piso bajo.
—¡Ah! —dijo el doctor Fell moviendo varias veces la cabeza—. Me parece que le oí hablar, en Greywood, sobre el estado de los dormitorios. ¡Así que su hermana quería poner a Fay Seton en el dormitorio de ella! ¡Oh! ¡Ah! ¡Sí! ¿Pero no lo hizo?
—No. Lo quiso hacer aquella noche pero Fay se rehusó, prefirió el cuarto de la planta baja a causa de su corazón. Eran menos escaleras para subir.
El doctor Fell señaló con su pipa.
—Pero suponga —sugirió— que se crea que Fay Seton fuese a estar en el dormitorio de arriba, en el fondo de la casa. Suponga que para asegurarse mejor, se vigile la casa. Se esconde uno entre los árboles detrás de la casa, se observa una serie de ventanas con las cortinas descorridas y, un poco antes de media noche, ¿qué se ve?
»Se ve a Fay Seton, de camisón y bata, caminando lentamente, yendo y viniendo delante de aquellas ventanas.
»A Marion no se la puede ver, está sentada en una silla del otro extremo del cuarto, junto a la mesilla de noche. Tampoco se puede verla por las ventanas del lado este porque están corridas las cortinas. Pero a Fay Seton se la puede ver.
»Y suponga, además, que en las primeras horas oscuras de la mañana, se desliza uno dentro de la penumbra del dormitorio, resuelto a un crimen esmerado y artístico. Se va a matar a alguien dormido en la cama, y al acercarse se percibe un muy débil vaho de perfume, una fragancia característica siempre asociada a Fay Seton.
»No se puede saber, por supuesto, que Fay ha obsequiado con un frasquito de este perfume a Marion Hammond y que está ahora sobre la mesilla de noche. Pero no se puede saberlo, solamente se aspira la fragancia de aquel perfume. ¿Todavía tiene usted alguna duda?
Miles lo había visto llegar desde la primera observación del doctor Fell, pero ahora la imagen se le aparecía.
—¡Sí! —dijo con énfasis el doctor Fell—. Harry Brooke, alias Stephan Curtis, planeó un hábil asesinato y se equivocó de mujer.
Hubo un silencio.
—¡Empero! —agregó el doctor Fell haciendo un gesto con el brazo que arrojó una taza de café al extremo del pequeño comedor sin que nadie lo notara—. ¡Empero! Estoy otra vez dando rienda suelta a mi costumbre deplorable de anticipar la prueba.
»Anoche, hay que admitirlo, estaba yo realmente desorientado con respecto al asesinato de Brooke, creía que Harry lo había hecho, creía que después Fay Seton había tomado la cartera con su maldito impermeable adentro, y que todavía lo tenía; en realidad se lo insinué bastante a ella con una pregunta sobre la natación bajo el agua. Pero nada parecía explicar este ataque misterioso a Marion Hammond.
»Ni siquiera una incidencia de la mañana siguiente abrió del todo estos ojos, fue la primera vez que vi al “señor Stephan Curtis”.
»Había regresado de Londres, en apariencia muy animado y garboso, ambuló dentro de la sala mientras usted —el doctor Fell volvió a mirar seriamente a Miles— hablaba por teléfono con la señorita Morell. ¿Lo recuerda?
—¡Sí! —dijo Miles.
—Me acuerdo de la conversación —dijo Bárbara—, pero…
—En cuanto a mí —tronó el doctor Fell— estaba justamente detrás de él trayendo una taza de té en una bandeja. —El doctor Fell frunció la cara con intensa concentración—. Sus palabras a la señorita Morell, para los oídos de «Stephan Curtis» eran…, ¡hum!…, casi con exactitud las siguientes:
»“Anoche hubo aquí un asunto muy malo”, dijo usted a la señorita Morell. “Algo ocurrió en el cuarto de mi hermana que sobrepasa el entendimiento humano.” Usted interrumpió al empezar otra frase cuando entró “Stephan Curtis”.
»Instantáneamente se levantó a tranquilizarlo, con una fiebre de atenciones para que no se preocupara. “Todo está bien”, le dijo. “Marion lo pasó muy mal pero se va a poner buena”. ¿También recuerda usted esto?
Con toda claridad Miles veía a «Steve» parado ahí, con su cuidado traje gris, con el paraguas arrollado bajo el brazo, de nuevo veía el color desaparecer de la cara de «Steve».
—No podía ver su cara —era como si el doctor Fell misteriosamente respondiera a los pensamientos de Miles— pero oí alzarse un par de octavas la voz de este caballero cuando dijo: «¿Marion?». ¡Con ese tono!
»Señor, le digo que si mi juicio trabajara mejor por la mañana, como no sucede, aquella única palabra hubiese puesto todo al descubierto. “Curtis” quedó completamente estupefacto. ¿Pero por qué habría de estarlo? Acababa de oírle decir a usted que algo malo había ocurrido en el cuarto de su hermana.
»Supongamos que regreso a casa y oigo decir a alguien por teléfono que algo muy malo ha ocurrido en el cuarto de mi mujer, ¿no presumo, naturalmente, que un accidente o lo que fuera ha ocurrido a mi mujer? Y me cargo de sorpresa al oír que la víctima es mi mujer y no mi tía Marta de Hacney Wick.
»Esto lo desorientó.
»Desgraciadamente, en el momento no lo vi claro.
»¿Recuerda usted lo que hizo él inmediatamente después? Deliberadamente levantó su paraguas y con toda frialdad y premeditación lo hizo pedazos contra el borde de la mesa. Se supone que “Stephan Curtis”, así lo pretende, es hombre impasible. Pero éste era Harry Brooke pegando a la pelota de tenis. Era Harry Brooke que no conseguía lo que quería.
Miles Hammond se asombraba al repasar su memoria.
La cara bien parecida de «Steve» era la cara de Harry Brooke. El cabello rubio era el de Harry Brooke. Miles reflexionó que Harry no se había encanecido prematuramente por los nervios como había dicho el profesor Rigaud que sucedería, había perdido el pelo y por alguna razón era grotesco pensar en Harry Brooke casi pelado.
Por esto lo creían de más años. «Steve» podía estar aproximándose a los cuarenta, pero nunca habían sabido ellos su edad.
Ellos quería decir él y Marion.
Miles se despabiló con la voz del doctor Fell.
—Este caballero —continuó ásperamente el doctor Fell— vio su treta burlada. Fay Seton vivía, estaba ahí en la casa. Y sin pensar, un momento después usted le provocó una impresión más violenta. Le dijo que otra persona que lo conocía como Harry Brooke, el profesor Rigaud, estaba en Greywood y en efecto dormía arriba en el propio cuarto de «Curtis».
»¿Duda usted de que se diera vuelta y fuera a la estantería de libros a ocultar su cara?
»El desastre lo acechaba ahora a cada paso que daba. Había intentado matar a Fay Seton y en su lugar casi mató a Marion Hammond. Con este plan perdido…
—¡Doctor Fell! —dijo suavemente Bárbara.
—¡Eh! —tronó el doctor Fell sacado de su profunda meditación—. ¡Oh! ¡Ah! ¡Señorita Morell! ¿Qué pasa?
—Sé que soy una entremetida. —Bárbara deslizaba su dedo sobre el borde del mantel—. No tengo verdadera incumbencia en este asunto, excepto la de quien quisiera ayudar y no puede. Pero —los ojos grises se alzaron implorantes—, pero por favor, por favor, antes de que el pobre Miles se vuelva loco y quizá también el resto de nosotros, ¿quiere decirnos usted qué hizo este hombre para asustar tanto a Marion?
—¡Ah! —dijo el doctor Fell.
—Harry Brooke —dijo Bárbara— es un gusano venenoso, pero no es inteligente. ¿De dónde concibió la idea de lo que usted llama un crimen «artístico»?
—Mademoiselle —dijo el profesor Rigaud con un aire de poderosa melancolía, como Napoleón en Santa Elena—, la concibió por mí, y yo a mi vez de un incidente en la vida del conde Cagliostro.
—¡Evidentemente! —suspiró Bárbara.
—Mademoiselle —dijo afiebrado el profesor Rigaud golpeando la palma de la mano contra la mesa—, ¿quiere complacerme no diciendo “evidentemente” en ocasiones erradas? ¡Explique por favor —el golpeteo se hizo frenético— cuando quiere decir “evidentemente” y cómo podría usted decir “evidentemente”!
—Lo siento —Bárbara, desamparada, miró alrededor—, solamente quise decir que usted no dijo que se lo había pasado disertando con Harry Brooke sobre el crimen y lo oculto…
—¿Pero qué hay de oculto en esto? —preguntó Miles—. Antes de que usted llegara esta tarde, doctor Fell, nuestro amigo Rigaud habló mucha jerigonza sobre este asunto. Dijo que lo que había asustado a Marion era algo que ella había oído y sentido pero no visto. Esto es imposible ante el caso.
—¿Por qué imposible? —preguntó el doctor Fell.
—¡Bueno! ¡Porque debe de haber visto algo! Después de todo, ella le disparó un tiro…
—¡Oh no, no lo hizo! —exclamó bruscamente el doctor Fell.
Miles y Bárbara se miraron.
—Pero un tiro —insistió Miles— fue disparado de aquel cuarto cuando nosotros los oímos.
—¡Oh, sí!
—Entonces, ¿contra quién lo dispararon? ¿Contra Marion?
—¡Oh, no! —repuso el doctor Fell.
Bárbara puso suavemente una mano sobre el brazo de Miles para calmarlo.
—Tal vez fuera mejor —sugirió ella— si dejáramos que el doctor Fell lo diga a su modo.
—Sí. —El doctor Fell, sintiéndose incómodo, miró a Miles—. Creo… ¡hum!… que estoy intrigándolos un poco —dijo con tono de verdadera angustia.
—Extraño o como pueda parecerle, sí lo está.
—Sí. Pero no había intención alguna de intrigar. Vea usted, yo debí de haber comprendido desde el principio que su hermana nunca pudo haber disparado aquel tiro. Sufría un relajamiento, su cuerpo entero, como en todos los casos de conmoción, estaba completamente debilitado y enervado, y sin embargo, cuando primero la vimos, sus dedos apretaban el puño del revólver.
»Ahora bien, esto es imposible. Si ella hubiese disparado un tiro antes de sufrir el colapso, el solo peso del revólver lo habría hecho caer de sus manos. Señor, significa que sus dedos fueron después cuidadosamente colocados sobre el revólver, con una muy pequeña desviación para hacemos perder la pista a todos.
»Pero nunca lo comprendí hasta esta tarde cuando con mi modo atolondrado meditaba yo sobre la vida de Cagliostro. Me encontré repasando varios incidentes de su carrera. Recordé su iniciación en la logia de una sociedad secreta en la Taberna de la Cabeza del Rey en Gerrard Street.
»Con franqueza confieso que soy muy aficionado a las sociedades secretas. Pero debo señalar que las reuniones de iniciados en el siglo XVIII no eran exactamente las invitaciones de hoy a tomar té en Cheltenham. Eran siempre enervadoras, a veces peligrosas. Cuando el Gran Duende daba una orden de vida o muerte, el neófito nunca estaba seguro de si realmente no se le proponía.
»¡Veámoslo!
»Cagliostro, con los ojos vendados y de rodillas, ya había pasado por un momento enervante. Finalmente le dijeron que debía probar su fidelidad a la orden, aunque significara su muerte. Le pusieron una pistola en la mano y le dijeron que estaba cargada, que se apuntara a la cabeza y apretara el gatillo.
»El aspirante creyó entonces, como cualquiera en su caso, que se trataba sólo de un engaño y que el percutor caería en el arma descargada, pero en aquel preciso segundo que alcanza hasta la eternidad, cuando apretó el gatillo…
»Cagliostro disparó el arma y, en lugar de un golpe seco, resonó un estruendoso estallido, el fogonazo de la pistola y el sorprendente impacto de la bala.
»Por supuesto ocurrió que la pistola en su mano estaba descargada, pero en el preciso instante en que apretó el gatillo, una persona sosteniendo otra pistola junto a su oído, apuntando lejos de él, había disparado un tiro real que rozó su cabeza. Jamás olvidó aquel único instante cuando sintió, o creyó sentir, el estallido de la bala dentro de su propia cabeza.
»¿Cómo podría servir esta idea para un asesinato? ¿Para asesinar a una mujer de corazón débil?
»En medio de la noche, uno llega hasta arriba, atonta a su víctima antes de que pueda llamar con alguna substancia suave que no dejará rastros, sostiene sobre la sien la fría boca de la pistola vacía y durante varios minutos, minutos terribles y lentos en las primeras horas de la mañana, se le susurra.
»Le explica que la va a matar. La voz susurrante continúa repitiéndoselo. Ella no puede ver una segunda pistola cargada con balas verdaderas.
»A su debido tiempo, así está planeado, se hará fuego cerca de la cabeza, pero no tan próximo como para que la expansión de los gases deje señales de pólvora sobre ella, se pondrá luego el revólver en la mano de la víctima, después de su muerte se creerá que ella tiró contra algún ladrón imaginario, algún intruso o fantasma y que nadie estuvo allí.
»Se le continúa, pues, susurrando, multiplicando los terrores en la oscuridad, se le explica que la hora se acerca, muy lentamente se aprieta el gatillo del arma descargada para hacerla retroceder. Ella escucha el ruido grasiento del percutor que retrocede… lenta, muy lentamente… cruje más lejos… el gatillo en su extremo antes de percutir y entonces…
»¡Huac!
El doctor Fell golpeó la mano con fuerza contra la mesa. No era sino el ruido de una mano que golpea madera, y sin embargo los tres oyentes saltaron como si hubiesen visto el fogonazo y oído el tiro. Hasta las velas en los candelabros se sacudieron y saltaron. Bárbara, con el rostro pálido, se levantó y se alejó de la mesa.
—¡Vea usted! —dijo Miles—. ¡Al diablo con todo!
—Yo… ¡hum!… les pido perdón —dijo el doctor Fell con un gesto contrito y afirmando sus lentes sobre la nariz—. La intención no fue trastornar a nadie, pero era necesario hacerles comprender la diablerie de la treta.
»Con una mujer de corazón débil no había duda, era seguro. Discúlpeme, mi estimado Hammond, usted ha visto lo que ocurrió en el caso de una mujer sana como su hermana.
»Nadie, confesémoslo, tiene hoy en día nervios demasiado tranquilos, especialmente en lo referente a topetazos y a detonaciones. Usted dijo que a su hermana no le gustaban las incursiones aéreas ni la bomba V. Era la única cosa que podría haberla asustado, como ha ocurrido.
»Y, ¡por Júpiter, señor! Si está usted preocupado por su hermana, si lamenta lo ocurrido, si está pensando cómo lo tomará cuando sepa todo esto, pregúntese a usted mismo lo que le hubiera tocado en suerte si ella se hubiese casado con “Stephan Curtis”.
—Sí —dijo Miles poniendo sus codos sobre la mesa y las manos sobre las sienes—. Sí. Comprendo. Siga.
—¡Hum! —dijo el doctor Fell—. Una vez descubierta la treta, esta tarde temprano —continuó—, todo el plan se desenvolvió en seguida por sí solo. ¿Por qué alguien habría de atacar a Marion Hammond en esta forma?
»Recordé la interesante reacción del “señor Curtis” al comunicarle que había sido Marion la asustada. Recordé las observaciones de usted respecto de los dormitorios. Recordé la figura de una mujer en camisón y bata, yendo y viniendo delante de las ventanas con las cortinas descorridas. Recordé el frasco de perfume. Y la respuesta fue que nadie había intentado asustar a Marion Hammond. La presunta víctima era Fay Seton.
»Pero, en ese caso…
»Ante todo recordará usted que fui al dormitorio de su hermana. Quería ver si el agresor había dejado algún rastro.
»No hubo violencia por cierto. El asesino ni siquiera necesitó atar a su víctima. Después de los escasos primeros minutos no habrá tenido ni que agarrarla; podía utilizar sus dos manos para sus revólveres, uno cargado y el otro no, porque la boca de la pistola en la sien sería suficiente.
»Era casi imposible que la mordaza, que debió de haber, hubiese dejado señales en sus dientes o en su cuello, ni tampoco rastros de nada en el piso alrededor de la cama.
»En el dormitorio, se presentaba un cuadro espantado por la angustia en la persona del “señor Stephan Curtis”. ¿Por qué a “Stephan Curtis” habría de interesarle la muerte de una completa extraña para él como Fay Seton, por medio de una treta tomada de la vida de Cagliostro?
»Cagliostro sugirió al profesor Rigaud. El profesor Rigaud sugirió a Harry Brooke cuando lo instruía en asuntos de…
»¡Oh, Júpiter! ¡Oh, Baco!
¿No era posible que “Stephan Curtis” pudiese ser Harry Brooke?
»No, ¡fantástico! Harry Brooke había muerto. Suspendamos esta tontería.
»Al mismo tiempo, mientras que en vano miraba yo la alfombra buscando rastros dejados por el asesino, una ramita de mi cerebro distraído continuaba trabajando. De pronto, se me ocurrió que tenía a la vista la prueba que había tenido debajo de mis narices desde la noche anterior.
»Ahí adentro se había disparado un tiro, el presunto asesino, para su tarea, usó el revólver 32 Ives Grant que debía saber que Marion Hammond guardaba en la mesilla de noche, otra vez “Curtis”, y para el revólver descargado trajo cualquier arma vieja. ¡Muy bien!
»Algún tiempo después del tiro, la señorita Fay Seton se deslizó hasta el dormitorio y atisbó en el interior. Vio algo que la perturbó malamente. Fíjese usted que no estaba asustada. ¡No! Fue a causa de…
Miles Hammond intervino.
—Le diré, doctor Fell —insinuó—, que hablé con Fay en la cocina cuando hervía el agua. Venía del dormitorio. Su expresión era de odio mezclado con una angustia violenta. Al final de la conversación dijo: «¡Esto no puede continuar!».
El doctor Fell movió la cabeza.
—Y según estoy ahora enterado, ¿también le dijo que acababa de ver algo que no había observado antes?
—Sí. Es exacto.
—¿Qué pudo haber observado en el dormitorio de Marion Hammond? Fue lo que yo me pregunté en aquel mismo dormitorio, en presencia suya, del doctor Garvice, de la enfermera, y de «Stephan Curtis».
»Por otra parte, Fay Seton había estado un buen momento en ese cuarto el sábado a la noche, hablando con la señorita Hammond, evidentemente sin ver nada extraño en esta su primera visita a la habitación.
»Después recordé aquella extraña conversación que tuve más tarde con ella, esa misma noche, en el extremo del corredor, a la luz de la luna, cuando su actitud entera ardía con una emoción reprimida que la hizo sonreír, una o dos veces, como un vampiro. Recuerdo la curiosa respuesta que dio a una de mis preguntas respecto de su charla con Marion Hammond durante la visita que le hiciera.
»—“Casi toda la conversación”, dijo Fay Seton refiriéndose a Marion, “la hizo ella, hablando sobre su novio, su hermano y los planes para el futuro.” Entonces Fay, sin motivo aparente, agregó estas palabras sin importancia: “La lámpara estaba sobre la mesilla de noche. ¿Se lo dije?”
»¿La lámpara? Esta alusión en seguida me chocó. Y ahora…
»Después que Marion fue encontrada aparentemente muerta, se llevaron dos lámparas a la habitación. Una la llevó usted —miró al profesor Rigaud— y la otra —miró a Miles— usted. Piensen ahora, ¡los dos! ¿Dónde pusieron estas lámparas?
—¡No le sigo! —exclamó Rigaud—. Mi lámpara, por cierto, la coloqué en la mesilla de noche junto a una que no estaba encendida.
—¿Y usted? —interrogó el doctor Fell a Miles.
—Acababan de decirme —replicó Miles pensando en el pasado— que Marion estaba muerta. Tenía la lámpara en mi mano y mi brazo entero se puso a temblar tanto que no pude sostener la, crucé el cuarto y la dejé sobre la cómoda.
—¡Ah! —murmuró el doctor Fell—. ¿Quiere decirme ahora qué más había sobre la cómoda?
—Un marco grande de cuero con una gran fotografía de Marion de un lado y otra también grande de “Steve” del otro. Recuerdo que la lámpara lanzaba una luz fuerte sobre ellas en esta parte del cuarto que antes había estado oscuro y…
Miles se interrumpió al comprender. El doctor Fell asintió con la cabeza.
—Una fotografía de «Stephan Curtis» brillantemente iluminada —dijo el doctor Fell—. Fue esto lo que Fay Seton vio al contemplar fijamente la habitación, después del tiro, cuando miró desde la puerta. Explica toda su actitud.
»Ella sabía. ¡Por Júpiter, ella sabía!
»Es probable que no adivinara cómo la treta de Cagliostro había operado, pero supo que la tentativa se había hecho con ella y no con Marion Hammond porque sabía quién estaba detrás de ello. El novio de Marion Hammond era Harry Brooke.
»Esto lo completaba. Era el acabose. Se puso verdaderamente pálida de odio y angustia. Una vez más había ella intentado encontrar una vida nueva, un medio nuevo; había sido decente, había perdonado a Harry Brooke y ocultado la prueba en contra de él por el asesinato de su padre; y el destino todavía no dejaba de perseguirla. El destino o alguna fuerza endemoniada que llevaba adentro, había traído a Harry Brooke de cualquier parte para querer quitarle la vida…
El doctor Fell tosió.
—Los he cansado bastante —se disculpó— aunque el proceso de pensarlo fue tal vez de tres segundos mientras me abstraía en aquel dormitorio en presencia de Miles Hammond, del médico, de la enfermera y del mismo «Curtis» que estaba parado entonces junto a la cómoda.
»Después se me ocurrió que sería muy sencillo determinar si estaba en lo cierto respecto de la treta de Cagliostro. Hay un reactivo científico, llamado el reactivo de González, o la prueba del nitrato, con el que se comprueba infaliblemente si una mano determinada ha disparado o no un determinado revólver.
»Si Marion Hammond no hubiese apretado aquel gatillo yo podría escribir Q. E. D. Y si Harry Brooke estaba muerto, como se pretendía, parecería que el crimen había sido cometido por un espíritu maligno.
»Imprudentemente dije algo de ello, con disgusto del doctor Garvice, que respondió arrojándonos a todos fuera del dormitorio. Pero inmediatamente después hubo algunas interesantes consecuencias.
»Mi primer paso fue arrinconar a Fay Seton y hacerle admitir todo. Pedí al doctor Garvice, en presencia de “Curtis”, si sería tan amable de enviarme a la señorita Seton. A esto siguió, de parte de “Curtis”, un ataque de nervios que sorprendió aun a usted.
»De pronto comprendió que estaba perdiendo el tiempo, la joven podía subir en cualquier momento, él debía desaparecer de la vista. Dijo que iba a su cuarto a descansar y… ¡pum!…, me hubiera reído si todo no fuera tan grotescamente malvado y amargo. Tan pronto como “Stephan Curtis” tocó la puerta de su dormitorio, usted le gritó que no entrara porque el profesor Rigaud, que también conocía a Harry Brooke, dormía allí y no había que molestarlo.
»No, ¡por Júpiter! ¡No debía molestarlo!
»¿Duda usted otra vez de que “Curtis” se precipitara escalera abajo como si lo persiguiera el diablo?
»Tuve poco tiempo para meditar, porque el doctor Garvice regresó con una noticia que acabó de alarmarme. Fay Seton había partido. La nota que dejó, sobre todo aquella línea “Una cartera es tan útil, ¿no es cierto?” reveló el secreto o, más propiamente, el impermeable saltó de la cartera.
»Yo sabía lo que haría ella. Había sido un reverendo idiota por no haberlo comprendido la noche anterior.
»Cuando le dije a Fay Seton que si Marion Hammond se reponía, este asunto no interesaría a la policía, esto la hizo sonreír en forma aterradora y murmuró: “¿no intervendrá?”. Estaba enferma, cansada y pronta para estallar.
»En su cuarto de la ciudad tenía ella la prueba que aún podía enviar a Harry Brooke a la guillotina. Iba directamente a buscarla, volviendo con ella para arrojarla a nuestras caras y llamar para que lo arrestaran.
»Y entonces… ¡Fíjense!
»El presunto Stephan Curtis estaba realmente desesperado. Si apelaba a su inteligencia, todavía no estaba perdido. Cuando se deslizó en la oscuridad para imitar la treta de Cagliostro, Marion no lo vio ni oyó voz alguna, excepto un susurro. Jamás habría pensado, ni lo pensó cuando después hablamos con ella, que el atacante era su propio novio. Nadie más lo había visto, se había introducido dentro de la casa, por la puerta del fondo, por la escalera de atrás, hasta el dormitorio y volvió a bajar para desaparecer antes de que los demás llegaran al dormitorio, después del tiro.
»¿Fay Seton volvería sola, con la prueba en su poder, a un lugar solitario del bosque?
»Por este motivo, mi estimado Hammond, lo envié con tanto apuro tras ella y le di instrucciones de no dejarla. Después, todo salió mal.
—¡Ah! —dijo el profesor Rigaud resoplando y golpeando en la mesa para llamar la atención.
»Este jovial farceur —continuó— se precipitó en mi dormitorio cuando estaba dormido, me sacó de la cama y me arrastró hasta la ventana diciéndome: “¡Mire!” Miré afuera y vi dos personas que salían de la casa. “Aquél es el señor Hammond” dijo él, “pero pronto, pronto, pronto, ¿quién es el otro hombre?” “Mi Dios”, exclamé, “estoy soñando o es Harry Brooke”, y se precipitó al teléfono.
El doctor Fell refunfuñó.
—No recordaba —explicó— que Hammond había leído la esquela de la mujer en alta voz, con un timbre retumbante que arrojó a un hombre medio loco hasta el pie de la escalera del fondo. Y —añadió el doctor Fell volviéndose hacia Miles— fue con usted en el automóvil hasta la estación. ¿No es así?
—¡Sí! Pero no subió al tren.
—Oh sí, lo hizo —dijo el doctor Fell— con el sencillo método de saltar después de usted. Usted no lo vio, ni pensó en él, porque estaba buscando tan febrilmente a una mujer. Cuando revisó aquel tren, usted no había echado una mirada detenida sobre ningún hombre que tuviera un periódico delante de la cara como tantos lo hacen.
»Fracasó también en encontrar a Fay Seton lo que se puede achacar a la sobreexcitación de su propio estado de ánimo. No había el menor misterio. Ella estaba con su espíritu aún menos sensible para las muchedumbres que el suyo; hizo lo que hace mucha gente hoy en día, si son mujeres bien parecidas y pueden conseguir lo que quieren: viajó en la cabina del guarda.
»Es ésta una digresión tonta que conduce a un fin trágico.
»Fay se fue a Londres con un confuso histerismo de rabia y desesperación. Iba a terminar con todo. Diría la verdad completa. Pero luego, cuando el inspector Hadley estaba en su cuarto incitándola a que hablara…
—¿Sí? —insinuó Bárbara.
—Comprendió que no podía hacerlo —dijo el doctor Fell.
—¿Quiere decir que todavía está enamorada de Harry Brooke?
—¡Oh, no! —dijo el doctor Fell—. Eso está pasado y terminado. Fue solamente una idea momentánea de hacer vida respetable. No; ahora era parte del mismo destino perverso que continuaba persiguiéndola en donde estuviera. Vea usted, el Harry Brooke que se había transformado en Stephan Curtis…
El profesor Rigaud movió las manos.
—Esto es otra cosa que no comprendo —interrumpió—. ¿Cómo se produjo este cambio? ¿Cuándo y cómo Harry Brooke se convirtió en Stephan Curtis?
—Señor —replicó el doctor Fell— por sobre todas las cosas, mi espíritu está aburrido de la rutina del fichero necesaria para verificar los documentos personales. Puesto que usted realmente ha identificado al hombre como Harry Brooke, dejo lo demás a Hadley. ¿Creo —miró a Miles— que no hace mucho tiempo que usted ha conocido a «Curtis»?
—No; solamente un par de años.
—¿Y, según su hermana, fue dado de baja en el ejército más o menos a principios de la guerra?
—Sí, en el verano de mil novecientos cuarenta.
—Mi propia conjetura —dijo el doctor Fell— es que Harry Brooke al estallar la guerra, no pudo soportar, en Francia, la amenaza constante que pesaba sobre él. Hizo pedazos su temperamento. No podía soportar la idea de que Fay Seton tuviese la prueba que podría… bueno… piense en la fría mañana al amanecer y en la hoja de la guillotina reluciendo delante de él.
»Decidió entonces hacer lo que muchos otros han hecho antes que él: zafarse y formar una nueva vida. Después de todo, los alemanes estaban invadiendo a Francia, en su opinión para siempre; de todos modos, había perdido el dinero y los bienes de su padre. En mi opinión hubo un verdadero Stephan Curtis que murió en la retirada de Dunquerque. Harry Brooke, en el ejército francés, estaba asignado al británico como intérprete. En el caos de aquella época, creo que tomó las ropas, los papeles y la identidad del verdadero Stephan Curtis.
»En Inglaterra construyó esta identidad. Habían pasado seis años, doce, contados en tiempos de guerra, desde la época en que aquel muchacho creía que deseaba ser pintor. Tenía ahora una situación bastante sólida. Estaba cómodamente comprometido con una joven que había heredado y que lo manejaba como en su fuero interno siempre deseó ser manejado…
—Es extraño que usted lo diga —refunfuñó Miles—. Marion hizo exactamente el mismo comentario.
—Ésta era la situación cuando apareció Fay para arruinarlo. El pobre no quería verdaderamente matarla, usted lo sabe. —El doctor Fell parpadeó mirando a Miles—. ¿Recuerda lo que le preguntó en el salón de té, en Waterloo, después que se hubo repuesto de la primera impresión de disgusto?
—¡Espere un poco! —dijo Miles—. Me preguntó cuánto tiempo le tomaría a Fay catalogar los libros de la biblioteca. ¿Usted dice…?
—Si hubiese sido más o menos una semana, como lo sugirió, habría encontrado alguna excusa para apartarse de su camino. Pero usted la descartó diciendo que necesitaría meses. Eso lo determinó. —El doctor Fell chasqueó los dedos—. Fay podía destruir su nueva posición aunque ella no lo denunciara como el asesino de su padre. Entonces, recordando la indicación de la vida de Cagliostro…
—Quiero aclarar mi testimonio sobre esto —dijo el profesor Rigaud con frenesí—. Cierta vez le dije, sí, que una persona con corazón débil podía asustarse y llegar a morir en esa forma. Pero el detalle de colocar cuidadosamente el revólver en la mano de la víctima para hacer creer que ella misma disparó el tiro; eso no lo creo. ¡Es un genio criminal!
—Estoy completamente de acuerdo —dijo el doctor Fell— y confío sinceramente en que nadie le imitará. Usted inventó un asesinato en el que la víctima parece haberse asustado hasta morir a la vista de algún intruso que nunca estuvo allí.
El profesor Rigaud todavía estaba frenético.
—No solamente no fue invención mía —declaró—, pero…, ¡cuánto odio yo el crimen!…, debo agregar este detalle, ni siquiera reconozco la treta cuando la desarrollan delante de mí. —Hizo una pausa, sacó un pañuelo del bolsillo y lo pasó por la frente.
»¿Tenía Harry Brooke —agregó— algún otro plan tan ingenioso cuando esta tarde siguió a Fay Seton a Londres?
—No —dijo el doctor Fell—. Sencillamente iba a matarla y a destruir todas las pruebas. Me estremezco al pensar lo que pudo suceder si hubiese él llegado a Bolsover Place antes que Hammond y la señorita Morell. Pero “Curtis” los iba siguiendo a ellos. ¿Ve usted? Estando Fay Seton en la cabina del guarda, él tampoco pudo encontrarla y tuvo que seguirlos para llegar a ella.
»Entonces llegó Hadley. Y “Curtis” que podía oír todo desde el corredor que daba al cuarto de Bolsover Place, perdió la cabeza. Ahora su única idea era conseguir aquel impermeable manchado de sangre, la sola cosa que totalmente lo condenaba, antes de que Fay perdiera el valor y lo descubriera.
»Movió el conmutador eléctrico principal en la caja de fusibles colocada en el pasillo, huyó en la oscuridad con la cartera y la dejó caer en la huida por agarrar fuertemente el impermeable todavía cargado con las pesadas piedras. Salió corriendo de la casa a dar con…
—¿A dar con qué? —preguntó Miles.
—Un policía —dijo el doctor Fell—. ¿Recuerda usted que Hadley ni siquiera se molestó en perseguirlo? Solamente abrió la ventana y silbó con su pito policial. Habíamos arreglado el asunto por teléfono, por si algo así ocurría.
»Harry Brooke, alias Stephan Curtis, fue retenido en la comisaría de Camden High Street hasta que Rigaud y yo llegamos de regreso de Hampshire. Luego fue traído a Bolsover Place para la identificación de forma, por parte de Rigaud. Le dije, estimado Hammond, que la tarea de Hadley no iba a ser agradable para uno de ustedes tres y me referí a usted. Pero me conduce a la única palabra que deseo decir al final.
El doctor Fell se echó atrás en su silla, recogió su pipa de espuma de mar apagada con sus cenizas blancas y volvió a dejarla. Un amplio malestar o algo por el estilo le hizo inflar las mejillas.
—Señor —empezó con voz de trueno que consiguió bajar de tono—, no creo que necesite preocuparse indebidamente por su hermana Marion. Por poco caballeresco que parezca, puedo decirle que esta joven es tan fuerte como una roca, sufrirá muy poco por la pérdida de Stephan Curtis. Pero Fay Seton es otro asunto.
En el pequeño comedor hubo un silencio, se podía oír la lluvia que caía afuera.
—Le he contado ahora toda o casi toda su historia —continuó el doctor Fell—. Nada más diré, puesto que no es asunto mío. Sin embargo, estos últimos seis años no han sido muy cómodos para ella.
»Fue perseguida desde Chartres. Fue perseguida, con amenazas de arresto por asesinato, aun en París. Me inclino a sospechar, ya que no quiso mostrar sus papeles de identidad franceses a Hadley, que su medio de vida era la calle.
»Pero en la naturaleza de esta joven hay una cualidad, llámela generosidad, llámela el sentimiento de la fatalidad, llámela como quiera, que no la dejaba hablar claro, aun al final, y denunciar a una persona que antes había sido su amigo. Ella siente que un destino fatal la persigue y que jamás la abandonará. Cuanto mucho, tiene solamente pocos meses de vida, descansa ahora en un hospital, enferma y descorazonada y sin esperanza. ¿Qué piensa usted de todo esto?
Miles se puso de pie.
—Voy a verla —dijo.
Cuando Bárbara Morell empujó atrás su silla se produjo un agudo ruido que raspaba la alfombra. Sus ojos estaban bien abiertos.
—¡Miles, no sea necio!
—Voy a verla.
Entonces habló con franqueza.
—Escuche —dijo Bárbara apoyando las manos sobre la mesa, y habló tranquila pero muy de prisa—. Usted no está enamorado de ella. Lo supe cuando me habló de Pamela Hoyt y del sueño que tuvo. Ella es igual a Pamela Hoyt: no es real, es una imagen polvorienta sacada de los libros viejos, un sueño que usted ha creado en su imaginación.
»¡Escuche, Miles! Esto lo ha hechizado. Usted es un idealista y nunca ha sido otra cosa. Cualquier…, cualquier plan descabellado que tenga en la cabeza sólo puede terminar en desastre, aun antes de que ella muera. ¡Miles, por el amor de Dios!
Se inclinó sobre la silla donde había dejado su sombrero.
Bárbara Morell, sincera, comprensiva, advirtiéndole por su propio bien, como lo hiciera Marion, alzó su voz hasta dar un pequeño grito.
—Miles, es una tontería. ¡Piense en lo que ella es!
—No me importa un comino lo que sea —dijo—, voy a verla.
Y una vez más, Miles Hammond salió del pequeño comedor de casa de Beltring y a prisa por la escalera privada se lanzó a la lluvia.