CAPÍTULO II

MILES Hammond se sintió inclinado a descartar, a primera vista, la historia contada por Georges Antoine Rigaud mientras tomaban café de sobremesa, por considerarla una fábula, un sueño o una broma preparada. Ocurrió esto en parte a causa de la expresión del profesor Rigaud, que, con su portentosa solemnidad francesa, lanzaba ojeadas a uno y a otro de sus acompañantes, disimulando una gran diversión sardónica detrás de todo lo que decía.

Miles descubrió después que todas las palabras eran ciertas. Pero en aquel momento…

El pequeño comedor estaba silencioso y tranquilo, y tenía, como única iluminación, los cuatro candelabros encendidos sobre la mesa. Habían descorrido las cortinas y abierto las ventanas para que entrara un poco de aire en aquella noche sofocante. Afuera, la lluvia continuaba cayendo en el crepúsculo morado que se moteaba con las manchas de una o dos ventanas iluminadas del restaurante pintado de rojo, al otro lado de la calle. Formaba un marco adecuado para lo que iban a escuchar.

—¡Crimen y misterio! —declaró el profesor Rigaud blandiendo su cuchillo y su tenedor—. Son éstos los únicos pasatiempos de un hombre de gusto. —Miró muy severo a Bárbara Morell—. ¿Usted es coleccionista, mademoiselle?

Una brisa arremolinada, con olor a humedad, serpenteó atravesando las ventanas abiertas, e hizo fluctuar las llamas de las velas; sus sombras movedizas se dibujaron sobre el rostro de la joven.

—¿Coleccionista? —repitió ella.

—De reliquias de crímenes.

—¡Por Dios, no!

—En Edimburgo había un hombre —dijo pensativo el profesor Rigaud— que tenía un limpiaplumas hecho de piel humana, del cuerpo de Burke,[2] el «arrebatador» de cadáveres. ¿Se horroriza usted? Pero, tomando a Dios por juez —de pronto rió entre dientes, mostrando uno de oro y en seguida se puso serio—, podría nombrarles una dama tan encantadora como usted, que robó la lápida mortuoria de la tumba de Dougal, el asesino de Moat Farm, en la prisión de Chelmsford, y la tiene ahora instalada en su jardín.

—Discúlpeme —dijo Miles—, pero todos los que estudian los crímenes… ¿proceden así?

El profesor Rigaud lo pensó.

—Es una broma, sí —concedió—, pero con todo es divertido. En cuanto a mí, pronto lo demostraré.

Nada agregó hasta que la mesa fue levantada y se sirvió el café. Entonces se concentró y encendió un cigarro echando su silla hacia adelante, con sus gruesos codos sobre la mesa y el bastón, de pulida madera amarilla que brillaba a la luz de las velas, apoyado en su pierna.

—En las afueras de la pequeña ciudad de Chartres, ubicada a sesenta y tantos kilómetros al sur de París, en el año mil novecientos treinta y nueve, vivía cierta familia inglesa. ¿Quizá conozcan ustedes Chartres?

»Se cree que es un lugar medieval, de piedra negra y todo un sueño del pasado, y en cierto sentido es exacto. Las torres de la catedral se divisan a la distancia, sobre una colina, entre extensos sembrados amarillos. Por las torres redondas de la Porte Guillaume se penetra en la ciudad, pollos y gansos vuelan frente al coche, y por empinadas callejuelas de cantos rodados se sube hasta el hotel del Gran Monarca.

»Al pie de la colina serpentea el río Eure, bordeado por las viejas paredes de las fortificaciones y los sauces que se inclinan sobre el agua. Al fresco del atardecer la gente se pasea sobre aquellos muros donde se ven crecer los durazneros.

»En los días de feria —¡uf!— el ruido del ganado es como las alabanzas del demonio. Se venden bagatelas en puestos alineados y la voz de los vendedores es tan fuerte como la del ganado. —El profesor Rigaud titubeó ligeramente—. Las supersticiones forman parte del suelo como el musgo de la roca. Se come el mejor pan de Francia y se bebe buen vino, y uno se dice: “¡Ah! Éste es el lugar para instalarse y escribir un libro”.

»Hay allí industrias: molinos, fundiciones de hierro, de vidrios de color, curtiembres y otras que no analizo porque me aburren. Nombro éstas porque el propietario de la curtiembre más importante, la de Pelletier y Cía., era un inglés, Mr. Howard Brooke.

»Brooke contaba cincuenta años de edad y su feliz mujer era quizás unos cinco años menor. Tenían un hijo, Harry, de veintitantos años. Están todos muertos ahora, así que puedo hablar de ellos con libertad.

Un ligero escalofrío, Miles no podría decir por qué, recorrió el pequeño comedor.

Bárbara Morell acomodándose en su silla, observaba en forma curiosa a Rigaud a través del humo de su cigarrillo.

—¿Muertos? —repitió ella—. Entonces ya no se puede perjudicarlos al…

El profesor Rigaud no hizo caso.

—Vivían, repito, un poco afuera de Chartres, a orillas del río, en una quinta grandiosamente llamada château, aunque no lo era. El Eure es aquí angosto y tranquilo y de un verde oscuro por la reflexión de las riberas. Veamos ahora.

Moviéndose conscientemente empujó hacia adelante su taza de café.

—Esto —declaró— es la casa construida en piedra gris alrededor de los tres lados de un patio. Esto —el profesor Rigaud, después de meter los dedos dentro de las sobras de un vaso de clarete, dibujó una línea curva sobre el mantel— es el río que pasa serpenteando frente a dicha casa.

»Aquí arriba, a unas doscientas yardas al norte de la casa, hay un puente abovedado sobre el río. Es un puente privado; Brooke es el propietario de las tierras a ambas orillas del Eure. Y aún más lejos de aquí, pero en la margen opuesta a la casa, se eleva una vieja torre en ruinas.

»Esta torre es conocida en la localidad con el nombre de la Tour d'Henri Quatre, la torre de Enrique IV, por ninguna razón relacionada con aquel rey. Fue una vez parte de un castillo, incendiado por los hugonotes cuando atacaron a Chartres hacia fines del siglo XVI. Únicamente se conserva la torre redonda, construida en piedra; los pisos de madera están totalmente quemados, su interior es sólo una cáscara, con su escalera, también de piedra, que sube en espiral contra la pared hasta una azotea plana con parapeto.

»La torre, tomen nota, no puede verse desde la casa en la que vivía la familia de Brooke, pero la perspectiva es preciosa, preciosa, ¡preciosa!

»Hacia el norte, por la hierba gruesa, pasando los sauces, la ribera forma una curva: primero está el puente de piedra reflejado en el espejo del agua, más lejos, sobresaliendo de la ribera de musgo verde, la torre redonda, de color gris oscuro, con aberturas de ventanas verticales, de unos cuarenta pies de altura y encuadrada por una distante hilera de álamos. La familia de Brooke la utilizaba como casilla de baño para cambiarse de ropa cuando salían a nadar.

»De este modo vivía en su confortable quinta, muy feliz y algo burguesamente, una familia inglesa compuesta por el padre, Mr. Howard, la madre, la señora Georgina, y el hijo Harry, hasta que…

—¿Hasta qué? —insinuó Miles al hacer una pausa el profesor Rigaud.

—Hasta que llegó cierta mujer.

El profesor Rigaud enmudeció un momento; luego, respirando profundamente, encogió sus gruesos hombros para rechazar toda responsabilidad.

—Yo llegué a Chartres —continuó— en mayo del treinta y nueve; acababa de terminar mi Vida de Cagliostro y deseaba paz y tranquilidad. Mi buen amigo Coco Legrand, el fotógrafo, me presentó en cierta oportunidad a Howard Brooke en las gradas del Hotel de Ville. Éramos tipos diferentes pero nos agradamos mutuamente. Él se reía de mi deje francés y yo del suyo inglés y todos estábamos contentos.

»Brooke era canoso, erguido, reservado pero amistoso; un activo trabajador en su negocio de cueros. Usaba pantalones de golf que parecían tan extraños en Chartres como la sotana de un cura en Newcastle. Era hospitalario, de ojos vivaces, pero tan convencional que se podía apostar con exactitud lo que en cualquier momento él diría o haría. Su mujer, regordeta, bonita, de tez rojiza, era muy parecida.

»Pero el hijo Harry… ¡Ah! ¡He aquí una persona diferente!

»Este Harry me interesó. Tenía sensibilidad, tenía imaginación. En altura, en peso y en la manera de moverse se parecía mucho a su padre, pero bajo este exterior correcto, era todo músculo y todo nervio.

»También era un joven bien parecido, de mandíbula cuadrada, nariz recta, ojos castaños bien espaciados, y cabello rubio que, pensé para mis adentros, se pondría gris como el de su padre si no controlaba sus nervios. Era el ídolo de sus padres. Les diré que he visto padres y madres chochos con sus hijos, pero ¡nunca como estos dos!

»Porque Harry podía lanzar la pelota de golf a doscientas yardas o a doscientas millas o a una disparatada distancia cualquiera, Brooke se sonrojaba de orgullo. Porque Harry jugaba al tenis como un maníaco en el sol fuerte y tenía una fila de copas de plata, su padre estaba en el séptimo cielo. No se lo decía a Harry, sólo le decía: “No está mal, no está mal”. Pero se jactaba interminablemente de ello ante quien quisiera oírlo.

»Harry se adiestraba en el negocio de cueros; algún día heredaría la curtiembre, y sería un hombre muy rico, como su padre; era sensato y conocía su deber; sin embargo, este muchacho quería ir a París a estudiar pintura.

»¡Por Dios, cuánto lo deseaba! Tanto que se sentía desorientado. Brooke se oponía con firme suavidad a esta tontería de dedicarse a la pintura. Decía que toleraba la pintura como un pasatiempo, pero, como ocupación seria, ¡verdaderamente no! En cuanto a la señora de Brooke, se volvía histérica con el tema porque tenía la impresión de que Harry iba a vivir en una buhardilla entre bellísimas jóvenes livianas de ropa. “Muchacho”, le decía el padre, “comprendo perfectamente lo que sientes. Pasé una etapa semejante, a tu edad. Dentro de diez años te reirás de esto.” “Además”, decía la madre, “¿no podrías quedarte en casa y pintar animales?”

»Después de esto, Harry salía ciegamente a pegar tan fuerte a la pelota de tenis que arrojaba a su contrario fuera del campo, o se sentaba en el césped con expresión pálida y reconcentrada. ¡Toda esta gente era tan honesta, tan bien intencionada y tan concienzudamente sincera! Nunca supe, se lo digo ahora, si Harry tomaba en serio su trabajo. Nunca tuve la oportunidad de saberlo.

»A fines de mayo de aquel año, la secretaria particular de Brooke, mujer de edad mediana, de rostro insensible, llamada Mrs. McShane, se alarmó por la situación internacional y regresó a Inglaterra. Se le planteaba a Brooke un problema serio. Su correspondencia privada era enorme y la secretaria personal no tenía relación con el trabajo de la oficina. ¡Uf! A menudo sentía yo que se me hundía la cabeza al ver cuántas cartas escribía este hombre, relacionadas con sus inversiones, con sus limosnas, a sus amigos, a los periódicos de Inglaterra. De cabello canoso y carrillos salientes, con un aire severo de indignación moral marcado en su rostro, caminaba de extremo a extremo mientras dictaba con las manos cruzadas a la espalda.

»Necesitaba una persona muy competente para secretaria personal. Escribió a Inglaterra pidiendo la mejor. Y llegó a Beauregard, los Brooke llamaban así a su casa, llegó a Beauregard la señorita Fay Seton.

»La señorita Fay Seton…

»Fue la tarde del trece de mayo, lo recuerdo bien, cuando fui a tomar té con los Brooke. Aquí está Beauregard, una casa de piedra gris de principios del siglo XVIII con su frente de piedra tallada y los marcos de las ventanas pintados de blanco, edificada sobre tres lados del patio frontal. Nos habíamos instalado en el campo de tenis, cubierto de pasto tierno, a tomar té a la sombra de la casa.

»Frente a nosotros teníamos el cuarto muro, cortado por grandes portones de verja de hierro que permanecían abiertos. Detrás de estos portones corría la carretera y más allá una larga ribera cubierta de césped que bajaba hasta el río bordeado por los sauces.

»Papá Brooke sentado en una silla de mimbre, con los lentes sobre la nariz, sonreía sarcásticamente mientras mostraba un bizcocho al perro. En las casas inglesas siempre hay un perro. Para los ingleses es una fuente de perpetua admiración y encanto que este animal tenga suficiente sentido como para sentarse y pedir comida.

»Ahí estaba papá Brooke y su perro gris oscuro, un scotch terrier, que parece un cepillo de alambre animado. Del otro lado de la mesa de té, mamá Brooke, con su cabello castaño cortado, de cara placentera y rosada, vestida sin mayor elegancia, se servía una quinta taza de té. A un lado Harry, de chaqueta de deporte y pantalón de franela, practicaba tiros de golf con un driver contra una pelota imaginaria.

»Las copas de los árboles se movían débilmente, ¡era un verano de Francia! El murmullo de las hojas, los reflejos del sol sobre ellas, la fragancia de la hierba y de las flores y toda la paz soñolienta, hacían cerrar los ojos hasta para pensar en…

»Esto sucedía cuando un taxímetro Citroen apareció ante los portones del frente. Una joven descendió y pagó al conductor con tanta generosidad que éste le llevó adentro su equipaje. Ella se encaminó con sencillez por el sendero hacia nosotros. Dijo llamarse Fay Seton y que era la nueva secretaria.

»¿Atrayente? Grand Ciel!

»Me alegra recordar, sabrán recordar mi dedo índice admonitorio, me agrada recordar, sin embargo, que de entrada o inmediatamente yo no noté esta fuerte atracción. No. Pues ella tenía entonces, y tuvo siempre, la condición de pasar inadvertida.

»La recuerdo, aquel primer día, parada en el sendero, cuando papá Brooke con toda etiqueta la presentó a todos, inclusive al perro, y mamá Brooke le preguntó si deseaba subir a lavarse. Era más bien alta, suave y delgada; llevaba un traje sastre sencillo; tenía cabello rojizo oscuro suave y espeso; su cuello era delgado y sus alargados ojos eran azules y soñadores, sonrientes, aunque rara vez parecían mirar a uno directamente.

»Harry Brooke no dijo nada, pero tomó otro swing sobre la imaginaria pelota de golf, que produjo un silbido y un whick cuando la cabeza del palo rozó ligeramente el pasto recortado.

»En tanto, fumaba yo mi cigarro, como siempre, y como siempre muy curioso del comportamiento humano, y me dije: ¡Ajá!

»La joven iba cobrando ascendiente. Era una cosa singular, y quizás un poco sobrenatural. Su atractivo espiritual, sus movimientos suaves, sobre todo, su extraordinaria manera de guardar distancias…

»Fay Seton era una dama en todo el sentido de la palabra, aunque parecía más bien ocultarlo y temerlo. Provenía de una muy buena familia, de un viejo linaje empobrecido de Escocia; cuando Brooke lo descubrió se impresionó poderosamente. No había seguido estudios de secretaria, no, había sido preparada para otra cosa. —El profesor Rigaud rió entre dientes y clavó los ojos en sus auditores—. Pero era rápida y eficiente, hábil y serena. Si necesitaban un cuarto para el bridge o alguien que cantara y tocara el piano cuando se encendían las luces por la noche, Fay Seton los complacía. A su manera, era amistosa aunque tímida y pudorosa, y a menudo se sentaba mirando a lo lejos, y uno reflexionaba exasperado: ¿en qué estará pensando esta niña?

»¡Aquel verano sofocante…! El agua misma del río parecía espesa e hinchada bajo el sol y había un tenso zumbido de grillos después de la caída de la tarde; probablemente, jamás lo olvidaré.

»Como persona razonable, Fay Seton no se dedicaba mucho a los deportes; la verdadera razón era que tenía un corazón débil. Les he hablado del puente de piedra y de la torre en ruinas que se utilizaba como casilla de baño. Sólo una o dos veces salió ella a nadar con Harry Brooke, que la animaba, alta y delgada, su cabello rojizo levantado debajo de la gorra de goma. ¡Exquisita! Él la sacaba a remar por el río, la llevaba al cinematógrafo a oír a Laurel y Hardy hablar en perfecto francés, paseaban por aquellas románticas y peligrosas arboledas del Eure-et-Loire.

»Era evidente para mí que Harry se enamoraría de ella. No fue, se entiende, tan rápido como en la deliciosa descripción de la historia de Anatole France: “¡La quiero! ¿Cómo se llama usted?”, pero fue bastante rápido.

»Una noche de junio, Harry vino a verme a mi habitación del hotel del Gran Monarca. Jamás se animaría a hablar con sus padres. Pero me hizo su confesión quizá porque, como fumo mi cigarro y hablo poco, soy simpático. Le había enseñado a leer nuestros grandes escritores románticos, formando su mentalidad hacia el conocimiento del mundo y haciendo, en cierto modo, el papel de abogado del diablo. Sus padres no iban a estar contentos.

»Aquella noche empezó por quedarse parado junto a la ventana, jugueteando con una botella de tinta hasta que la derramó, pero, por fin soltó lo que había venido a decir.

»—Estoy loco por ella —dijo—. Le he pedido que se case conmigo.

»—¿Y? —le pregunté.

»—No quiere aceptarme —clamó Harry, y por un segundo creí muy seriamente que se iba a zambullir por la ventana abierta.

»Esto me asombró; quiero decir la manifestación y no cualquier sugestión de desesperación de mal de amor. Porque hubiera podido jurar que Fay Seton estaba conmovida y atraída por este joven. Es decir, podía haberlo jurado hasta donde era posible descifrar aquella enigmática expresión de ella: los alargados párpados de los ojos azules que no querían mirar directamente, la evasiva y espiritual cualidad de lejanía.

»—Su sistema tal vez es torpe.

»—No sé nada de esto —dijo Harry golpeando con el puño en la mesa donde había derramado la botella de tinta— pero anoche salí a caminar con ella por la ribera, era una noche de luna…"

—Lo sé.

»—Y le dije a Fay que la quería, besé su boca y su garganta —¡ah! ¡Qué significativo!— hasta que casi perdí la cabeza, entonces le pedí que se casara conmigo. Se puso tan pálida como un fantasma a la luz de la luna y me dijo: ¡No, no, no!, como si yo hubiese dicho algo que la horrorizara. Un segundo después huyó de mí hacia la sombra de aquella torre arruinada. ¡Profesor Rigaud! Mientras la besaba, Fay se mantuvo rígida como una estatua. Me hacía sentirme bastante mal, puedo decírselo. Aunque supiera que no la merecía, la seguí entonces hasta la torre, a través de las malezas, y le pregunté si estaba enamorada de algún otro. Emitió un sonido y dijo que no, que por supuesto que no. Le pregunté si yo no le agradaba y admitió que sí, entonces le dije que no perdía las esperanzas. Y no las perderé.

»¡En fin! Esto fue lo que Harry Brooke me dijo, parado junto a la ventana de la habitación de mi hotel. Me intrigaba más aún porque esta joven Fay Seton era evidentemente una mujer en todo el sentido de la palabra. Consolé a Harry; le dije que debía tener coraje y que, sin duda, si tenía tacto, la convencería.

»La convenció. No más de tres semanas después, Harry anunció triunfalmente, a mí y a sus padres, que estaba comprometido a casarse con Fay Seton.

»Reservadamente, no creo que papá y mamá Brooke estuviesen demasiado contentos.

»Adviertan ustedes, no era porque se pudiera decir una palabra contra esta joven, o contra su familia, o sus antepasados, o contra su reputación. ¡No! Ante los ojos de cualquiera era aceptable. Podría ser tres o cuatro años mayor que Harry, ¿pero qué tenía esto? Papá Brooke podría sentir, de una manera vaga, a la inglesa, que era poco digno para su hijo el casarse con una joven que había sido primero empleada de ellos, y que este casamiento fuera repentino. Los tomó de sorpresa; ellos no habrían estado realmente satisfechos a menos que Harry se hubiese casado con una millonaria con título, y aun así, solamente, si hubiese esperado hasta tener treinta y cinco o cuarenta años para dejar su hogar.

»¿Qué podían decir entonces sino “que Dios los bendiga”?

»Mamá Brooke mantuvo firme el labio superior mientras las lágrimas corrían por su rostro. Papá Brooke se puso muy francote y cordial, tratando a su hijo de hombre a hombre, como si Harry repentinamente hubiese crecido durante la noche. A intervalos, papá y mamá se murmuraban el uno al otro por lo bajo: “¡Estoy seguro que saldrá bien!”, del mismo modo que se medita en un funeral sobre el futuro del alma del difunto.

»Pero me agrada anotar que ambos padres se divirtieron mucho. Una vez hechos a la idea, empezaron a tomarla con placer. Es la costumbre de las familias en todas partes y los Brooke no eran más que gentes convencionales. Papá Brooke esperaba que su hijo trabajara más en el negocio de cueros para que el nombre de Pelletier y Cía. adquiriera mayor resonancia. Además, los recién casados vivirían en la casa o, por lo menos, razonablemente próximos. Era ideal. Era lírico. Era clásico.

»Y luego… la tragedia.

»Oscura tragedia, les digo, tan imprevista y tan aplastante como un dardo de magia.

El profesor Rigaud hizo una pausa. Sentado con el cuerpo hacia adelante, con sus gruesos codos apoyados sobre la mesa y la cabeza un poco de lado, los brazos levantados, golpeando imponentemente el índice de su mano derecha contra el de su izquierda cada vez que señalaba algo, parecía un catedrático. Los ojos brillantes, la cabeza calva, hasta el parche bastante cómico de su bigote, demostraban un intenso entusiasmo.

—¡Ah! —dijo.

Se irguió exhalando su respiración ruidosamente por la nariz. El grueso bastón, apoyado contra la pierna, cayó al suelo con estrépito, lo recogió y lo apoyó cuidadosamente en la mesa; buscó en su bolsillo interior y extrajo de él una hoja doblada manuscrita y una fotografía del tamaño de una postal.

—Esto es —anunció— una fotografía de Fay Seton, iluminada en colores suaves por mi amigo Coco Legrand. El manuscrito es un relato del caso que he escrito especialmente para los archivos del Murder Club. ¡Pero, por favor, miren la fotografía!

La pasó por encima del mantel, barriendo las migas al hacerla.

Un rostro suave, una cara perturbadoramente obsesionante, no miraba de frente al espectador. Los ojos eran espaciados, las cejas delgadas, la nariz chica, los labios gruesos, algo sensuales, a pesar de que la gracia y el cuidadoso porte de la cabeza lo contradecía. Solamente en la comisura de aquellos labios se eludía la contracción de una sonrisa. El peso del oscuro cabello rojizo, suave como vellones de lana, casi parecía demasiado pesado para el delgado cuello.

No era una belleza; sin embargo turbaba la mente. Algo en los ojos —¿sería ironía, sería amargura bajo la lejana expresión?— desafiaba inmediatamente y huía…

—¡Ahora, díganme! —preguntó el profesor Rigaud con la orgullosa satisfacción de quien cree estar en terreno seguro—. ¿Ven ustedes algo de malo en esta cara?