CAPÍTULO XIX

EL DOCTOR Fell, mientras hablaba, llenaba distraídamente su pipa de espuma de mar teniendo el manuscrito, la fotografía y la carta aún sobre sus rodillas y su mirada soñolienta fija en un rincón del cielo raso.

—Con el permiso de ustedes me gustaría retrotraerlos a Chartres, a aquel fatal doce de agosto, en que Howard Brooke fue asesinado.

»No soy orador como Rigaud. Podría describirles, en pequeñas frases cortadas, la casa llamada Beauregard, el río sinuoso, la torre Henri Quatre que aparecía sobre los árboles, y el día cálido y tormentoso sin querer llover. En realidad, Rigaud lo ha hecho. —El doctor Fell palmeó el manuscrito—. Pero quisiera que ustedes comprendieran a aquel pequeño grupo que habitaba Beauregard.

»¡Arcontes de Atenas! ¡No podía haber sido peor!

»Fay Seton se había comprometido con Harry Brooke, ella estaba enamorada verdaderamente, o convencida de ello, de un joven desalmado e insensible que nada tenía de recomendable, salvo su juventud y su buen aspecto. ¿Recuerdan ustedes aquella escena, descrita por Harry a Rigaud, en la cual Harry declara su amor y fue primero rechazado?

Bárbara volvió a protestar.

—Pero aquel incidente —exclamó— ¡no era exacto! ¡Nunca ocurrió!

—¡Oh! ¡Ah! —asintió el doctor Fell, moviendo la cabeza con cierta violencia—. ¡Nunca ocurrió! La cuestión es que pudo haber ocurrido en todos sus detalles. Fay Seton debe de haber sabido, en el fondo de su corazón que, a pesar de sus buenas intenciones, no podía casarse con nadie a no ser que estuviera dispuesta a ver su casamiento fracasado a los tres meses por su…, bueno, pasemos.

»Pero esta vez… ¡no! Esta vez era diferente. Las cosas han cambiado totalmente. Esta vez está realmente enamorada, tanto romántica como físicamente, y tendrá éxito. Después de todo, nadie ha podido decir una palabra en contra de ella desde que llegó a Francia como secretaria de Brooke.

»Y durante todo este tiempo Harry Brooke, sin ver nada y agregando lo que creía imaginado por él, ha estado enloqueciendo a su padre con anónimos contra Fay. El único interés de Harry era salir con la suya, ir a París y estudiar pintura. ¿Qué podría interesarle a él una joven silenciosa y bastante pasiva que tendía a zafarse de sus brazos, y que se quedaba medio fría cuando la besaba? ¡Por Júpiter, no! ¡Quería alguien con un poco de vida!

»¿Ironía? Más bien lo creo.

»Y luego vino el estallido figurado de la tormenta. El doce de agosto alguien estoqueó a Brooke. Les mostraré en qué forma.

Miles Hammond se volvió repentinamente, dio unos pasos y se sentó junto al profesor Rigaud, en el borde de la cama. Ninguno de los dos, aunque por diferentes motivos, había dicho una palabra desde hacía rato.

—Ayer de mañana —continuó el doctor Fell dejando su pipa llena para tomar el paquete del manuscrito y sopesarlo en su mano— mi amigo Georges Rigaud me trajo este relato del caso. Si lo repito en cualquier momento, ustedes dos quizá reconozcan que Rigaud utilizó exactamente las mismas palabras que cuando se lo narró verbalmente.

»También me mostró un cierto bastón de estoque de triste memoria. —El doctor Fell, pestañeando, miró al profesor Rigaud—. ¿Tiene usted ahora… ¡hum!…, por casualidad aquella arma?

Con gesto enojoso y medio asustado, el profesor Rigaud tomó el bastón de estoque y lo arrojó a través del cuarto. El doctor Fell lo agarró con soltura; Bárbara, como si hubiese sido un ataque, retrocedió contra la puerta cerrada.

—¡Ah, demonios! —gritó el profesor Rigaud, y sacudió sus brazos en el aire.

—¿Usted duda de mis observaciones? —interrogó el doctor Fell—. No dudó cuando hoy, temprano, le hice un brevísimo bosquejo.

—¡No, no y no! —dijo el profesor Rigaud—. Es correcto lo que usted dice respecto de esa mujer, Fay Seton; absolutamente correcto. Hago notar que yo dije que las características del vampiro son también, en la leyenda, características de erotismo. ¡Pero, viejo cínico como soy, merezco un castigo porque no vi todo esto por mí mismo!

—Señor —repuso el doctor Fell—, usted reconoce que no se interesa mucho en rastros materiales. Por esto, aun cuando lo estaba escribiendo, no observó…

—¿No observó qué? —dijo Bárbara—. Doctor Fell, ¿quién mató al señor Brooke?

Se oía un distante estrépito de truenos que hacía vibrar los marcos de las ventanas y alarmó a todos. La lluvia, en este junio húmedo, iba a continuar.

—Permítanme que les esboce sencillamente —dijo el doctor Fell— los acontecimientos de aquella tarde. Verán por ustedes mismos las deducciones que se pueden sacar cuando comparen la historia del profesor Rigaud con la de Fay Seton.

»Howard Brooke regresó a Beauregard desde el Crédit Lyonnais a eso de las tres, llevando la cartera con el dinero. Los pormenores del crimen empiezan propiamente entonces y podemos seguirlos desde ahí. En ese momento, ¿dónde estaban las demás personas de la casa?

»Justamente antes de las tres, Fay Seton salió, llevando una malla de baño y una toalla, para dar un paseo en dirección norte, a lo largo de la ribera. La señora de Brooke estaba en la cocina hablando con la cocinera. Harry Brooke estaba, o había estado, arriba en su cuarto escribiendo una carta. Sabemos ahora que era esta carta.

El doctor Fell la levantó y con una mueca significativa continuó:

—Brooke regresó, entonces, a las tres y preguntó por Harry. La señora de Brooke replicó que estaba arriba en su cuarto. Harry, mientras tanto, creyendo que su padre estaría en la oficina, como también lo creyó Rigaud, véase su testimonio, y ni soñando que venía en camino de su casa, había dejado la carta sin concluir y se había ido al garaje.

»Brooke fue al cuarto de Harry y luego volvió a bajar. Vemos ahora, ¡aquí mismo!, el extraño cambio en la conducta de Howard Brooke. No estaba entonces frenéticamente enojado como lo estuviera antes. Escuchamos como prueba la descripción que hace de él su mujer cuando lo vio bajar la escalera: “Parecía tan lastimoso y tan avejentado, caminaba lentamente como si estuviese enfermo”.

»¿Qué había descubierto arriba en el cuarto de Harry?

»Me anticiparé a la prueba y se lo diré a ustedes. Vio sobre el escritorio de Harry una carta sin terminar, le echó un vistazo, volvió a mirarla y se alarmó, la tomó y la leyó de punta a punta, y todo su mundo honesto y agradable se derrumbó.

»Era un resumen de la estratagema completa de Harry para difamar a Fay Seton, bosquejado con esmero en páginas apretadamente escritas a Jim Morell; anónimos, vergonzosos rumores, el engaño del vampiro; y todo esto había sido escrito por su hijo Harry, su ídolo perfecto, aquel corazón puro, para suciamente inducir a su padre a hacerle el gusto.

»¿Pueden ustedes extrañarse de que enmudeciera? ¿Pueden ustedes extrañarse de que tuviera aquel aspecto cuando bajó las escaleras, y lentamente, ¡cuán lentamente!, se dirigió a lo largo de la ribera hacia la torre? Había citado a Fay Seton para las cuatro. Iba a cumplir aquella cita. Pero veo a Howard Brooke como un hombre íntegro y cabalmente honesto a quien le impresionaría peor que cualquier otra cosa, aquello que había hecho Harry. Se encontraría con Fay Seton en la torre, sí, pero él iría allí a presentar sus excusas.

El doctor Fell hizo una pausa.

Bárbara tembló, echó una mirada hacia Miles, que estaba como hipnotizado y se abstuvo de hablar.

—Sin embargo, volvamos —continuó el doctor Fell— a los hechos conocidos. Brooke, con su gorro de paño y su impermeable, que llevaba puestos en el Crédit Lyonnais, fue hacia la torre. Cinco minutos más tarde, ¿quién llegó? Harry, ¡por Júpiter! y supo, por la señora de Brooke, que su padre había vuelto y había preguntado dónde estaba él; “reflexionó un momento rezongando” y luego siguió el rastro de su padre.

El doctor Fell se inclinó con mucha seriedad.

—Respecto de un punto que Rigaud no mencionaba en su relato oficial… No lo menciona porque nadie se preocupó de ello. Nadie creyó que era importante. La única persona que lo ha mencionado es Fay Seton, aunque no estaba allí cuando ocurrió, y no podía saberlo, absolutamente, a no ser que tuviese un motivo especial para estar enterada.

»Es lo que contó anoche a Miles Hammond. Dijo que cuando Harry salió de la casa tras del señor Brooke, “Harry tomó su impermeable”.

El doctor Fell echó una mirada a Miles.

—¿Recuerda esto, muchacho?

—Sí —dijo Miles venciendo su voz temblona—. ¿Pero por qué Harry no podría haber tomado su impermeable? ¡Después de todo, era un día lluvioso!

El doctor Fell le hizo señas de que callara.

—El profesor Rigaud —continuó el doctor Fell— siguió a ambos, padre e hijo, hasta la torre, bastante tiempo después; en la puerta, inesperadamente, se encontró con Fay Seton.

»La joven le dijo que Harry y su padre estaban discutiendo en la planta de arriba de la torre. Declaró no haber oído una palabra de lo que el padre y el hijo decían, pero sus ojos, atestigua Rigaud, eran los de una persona que recuerda un horrible incidente. Dijo que no quería interrumpir en aquel momento y, en un estado frenético de agitación, se alejó de prisa.

»Arriba, Rigaud encontró a Harry y a su padre también muy agitados. Ambos pálidos y excitados. Harry parecía suplicar mientras que el padre exigía que se le dejara ocuparse de “esta situación”, la que fuere, a su modo, y severamente dijo a Rigaud que se llevara a Harry.

»En ese momento, Harry no tenía puesto ningún impermeable, estaba sin sombrero y sin abrigo, de traje de corderoy, descripto ya por Rigaud. El bastón de estoque, intacto, con la hoja atornillada dentro de la vaina, descansaba contra el parapeto, lo mismo que la cartera que, por algún motivo, estaba ahora abultada.

»Esta palabra extraordinaria me llamó la atención cuando leí el manuscrito por primera vez. “¡Abultada!”

»La cartera, seguramente, no estaba así cuando Howard Brooke mostró su contenido a Rigaud en el Crédit Lyonnais. Adentro “solamente”, cito las propias palabras de Rigaud, había cuatro delgados fajos de billetes de banco ingleses. ¡Nada más! Pero ahora, cuando Rigaud y Harry dejaron solo a Brooke en la torre, había algo adentro que la abultaba…

»¡Vean! —agregó el doctor Fell levantando el amarillo bastón de estoque y tratándolo con un extraordinario cuidado; destornilló el mango, extrajo la delgada hoja del bastón hueco, y la mantuvo en alto.

»Esta arma —dijo— fue encontrada separada en dos partes, después del asesinato; la hoja estaba cerca del pie de la víctima y la vaina había rodado contra el parapeto. Las dos mitades no se juntaron hasta mucho después, varios días después del crimen. La policía se las llevó para el examen de los peritos, tales cuales habían sido encontradas.

»En otras palabras —explicó el doctor Fell con una violencia atronadora— no se juntaron las dos partes hasta mucho después que se hubo secado la sangre. Todavía hay manchas de sangre dentro de la vaina. O temporal o mores! ¿No les dice nada a ustedes, esto?

El doctor Fell levantó sus cejas con espantosa mímica, y atisbó a sus acompañantes como para apremiarlos.

—¡Tengo una ligera idea de lo que usted piensa, que me espanta! —exclamó Bárbara—. Pero yo…, pero yo no lo veo claro todavía. Todo lo que puedo pensar es…

—¿Qué es? —preguntó el doctor Fell.

—Es en el señor Brooke —dijo Bárbara— cuando salía de la casa después de leer la carta de Harry, andando despacio hacia la torre, intentando comprender lo que había hecho su hijo y tratando de tomar una resolución.

—Sí —dijo tranquilamente el doctor Fell—. Sigámosle.

»Harry Brooke, me animo a jurarlo, se ha de haber sentido un poco mal cuando supo, por su madre, el inesperado regreso del padre a su casa. Harry recordó su carta, sin terminar, que había quedado arriba donde acababa de estar Brooke. ¿La habría leído el anciano? Era lo importante. Entonces Harry se puso un impermeable (créase que lo hizo) y salió tras su padre.

»Llegó a la torre, y vio que Brooke había trepado hasta el tope buscando la soledad que uno necesita cuando se siente herido. Una mirada al rostro de su padre, en la luz opaca de aquella llovizna ventosa, debe de haberle hecho ver que Howard Brooke sabía todo, éste no habrá sido muy lento en largarle lo que acababa de descubrir y Fay Seton, desde la escalera, lo oyó.

»Ella había vuelto de su paseo en dirección norte a lo largo de la ribera, como nos dice, a eso de las tres y media. Todavía no había ido a nadar, su traje estaba aún sobre el brazo. Anduvo rondando por la torre, escuchó las voces frenéticas que venían de arriba y, suavemente, con sus sandalias caladas de suela de goma, trepó las escaleras.

»Fay Seton, parada en la oscuridad de aquella escalera, no solamente oyó sino que vio todo lo que sucedía. Vio a Harry y a su padre, ambos con el impermeable puesto, el bastón amarillo apoyado contra la baranda, la cartera tirada en el suelo mientras Howard Brooke gesticulaba…

»¿Qué violentas recriminaciones vertería el padre en ese momento? ¿Amenazaría con repudiar a Harry? Posiblemente. ¿Juraría que Harry jamás vería a París ni pintaría mientras él viviera? Probablemente. ¿Habrá repetido con un desagrado incrédulo todo lo que el hermoso Harry había hecho contra la reputación de la joven que estaba enamorada de él? Casi con seguridad.

»Y Fay Seton lo oyó.

»Pero, disgustada como debía estarlo, tenía que oír y ver algo peor.

»Porque estas escenas a veces se desarrollan fuera de control. Ésta era una. El padre repentinamente se dio vuelta, agotado, dando la espalda a Harry como había de hacerla después. Éste vio sus planes arruinados, vio que la vida tranquila había terminado para él y un impulso asaltó su mente. Con la furia de una criatura, arrebató el bastón de estoque, lo destornilló de su vaina y estoqueó a su padre por la espalda.

El doctor Fell, sintiendo todo su cuerpo incómodo por sus propias palabras, unió las dos partes del bastón de estoque y luego lo puso tranquilamente en el suelo. Se podía haber contado hasta diez durante el silencio en que ni Bárbara, ni Miles, ni el profesor Rigaud, hablaron. Miles se puso de pie lentamente, se le pasaba el estupor, gradualmente vio…

—¿El golpe, entonces, fue dado en ese momento? —preguntó Miles.

—Sí, el golpe fue dado en ese momento.

—¿Y a qué hora?

—En cuanto a la hora —repuso el doctor Fell—, eran casi las cuatro menos diez. El profesor Rigaud, allí, estaba muy cerca de la torre.

»La herida producida por la hoja era honda y aguda e hizo pensar a la víctima que no estaba gravemente herida, como lo vemos en la jurisprudencia médica. Howard Brooke vio a su hijo de pie, pálido y atontado, apenas comprendiendo lo que había hecho. A todo esto, ¿cuáles fueron las reacciones del padre? Si ustedes conocen hombres como Brooke pueden pronosticarlo exactamente.

»Fay Seton, silenciosa y sin ser vista, había corrido escaleras abajo. En la puerta se encontró con Rigaud y se alejó de él. Éste, al oír voces arriba, metió adentro la cabeza y les gritó.

»En su relato Rigaud nos dice que las voces se apagaron instantáneamente. ¡Por Júpiter, lo hicieron!

»Porque, permítanme repetirlo, ¿cuáles eran los sentimientos de Howard Brooke respecto de todo esto? Acababa de oír el llamado de un amigo de la familia, Rigaud, quien estaría arriba tan pronto como pudiera trepar un hombre robusto. El instinto de Brooke, en medio de todo este lío, ¿era denunciar a Harry? Señor de todas las preocupaciones familiares, ¡no! ¡Exactamente lo contrario! Su deseo inmediato y desesperado era ocultar las cosas pretendiendo en alguna forma que nada había sucedido.

»Me parece que fue el padre quien regañó al hijo: —¡Dame tu impermeable!— Y estoy seguro de que fue muy natural que se lo diera.

»Ustedes…, ¡hum!…, ¿ven la intención?

»La espalda de su propio impermeable, al quitárselo rápidamente, tenía una rasgadura por donde corría sangre. Pero un buen impermeable sirve para algo más que guarecer de la lluvia de afuera. También puede impedir que se descubra la sangre de adentro. Si se pusiera el abrigo de Harry, y en alguna forma dispusiera del propio, podría ocultar aquella fea herida que sangraba en su espalda…

»Ustedes adivinan lo que hizo. Con prisa arrolló su propio impermeable y lo metió dentro de la cartera ajustando las correas. Metió la hoja del estoque otra vez en la vaina, de ahí la sangre que había dentro, apretó el mango, y lo volvió a apoyar. Se puso el impermeable de Harry, y estuvo preparado para evitar el escándalo cuando Rigaud, jadeante, llegó arriba.

»Pero ¡ah! ¡Qué aspecto diferente toma esta escena horripilante sobre la torre si se la lee así!

»El hijo pálido que balbuceaba: “¡Le digo, señor…!” El padre con voz fría y fastidiada: “Por última vez, ¿quieres permitirme tratar este asunto a mi modo?” ¡Este asunto! Y luego, montando en cólera: “¿Quiere llevar a mi hijo de aquí hasta que haya yo arreglado ciertos asuntos a mi propia satisfacción? ¡Llévelo a cualquier parte!” Y Brooke nos volvió la espalda.

»Hubo un estremecimiento en la voz, un frío en el corazón. Usted lo sospechó, mi estimado Rigaud, cuando habló de Harry, vencido y desinflado, que se dejó conducir ciegamente por aquellas escaleras, su mirada hosca en el bosque, mientras que, en nombre de Dios, él pensaba qué estaría haciendo el anciano.

»Bueno ¿qué iba a hacer el anciano? Se iría a casa, seguramente, con aquel aludido impermeable decorosamente escondido en su cartera. Allí podría ocultar el escándalo. ¡El hijo había intentado matarlo! Ésta era la peor reacción de todas. Se iría a su casa y luego…

—¡Continúe por favor! —incitó el profesor Rigaud castañeteando los dedos en el aire mientras la voz del doctor Fell se desvanecía—. Ésta es la parte que no veo. Se iba a su casa. ¿Y entonces…?

El doctor Fell alzó la vista.

—Vio que no podía hacerlo —dijo simplemente el doctor Fell—. Howard Brooke supo que se estaba desvaneciendo y sospechó que podía morirse.

»Comprendió bien claro que no podía bajar aquella empinada escalera de caracol, de cuarenta pies de altura, sin caerse para adelante en el vacío. Lo encontrarían allí desmayado, si no peor, con el impermeable de Harry puesto y el suyo agujereado y manchado de sangre en la cartera. Se harían preguntas. Los hechos, correctamente interpretados, condenarían manifiestamente a Harry.

»Ahora bien, este hombre quería verdaderamente a su hijo. Aquella tarde había tenido dos revelaciones ofuscadoras. Estaba resuelto a ser muy severo con el muchacho, pero no podía ver a Harry, su pobre Harry idolatrado, en un serio aprieto e hizo lo obvio, lo único posible, para demostrar que había sido atacado después de la partida de su hijo.

»Con sus últimas fuerzas, sacó su impermeable de la cartera y se lo volvió a poner. El de Harry, ahora también con manchas de sangre, lo metió dentro de ella. En alguna forma debía deshacerse de esta cartera. En un sentido era fácil porque había agua justamente abajo. Pero no podía simplemente dejarla caer por el borde, aunque la policía de Chartres, en su teoría del suicidio, creyó que impensadamente pudo haberla tirado. No podía arrojarla por el motivo, no muy recóndito, de que la cartera flotaría.

»Sin embargo, en el almenado del lado del río, se desmoronaban grandes trozos de roca suelta. Éstos podrían ser arrancados y metidos dentro, ajustadas las correas, la pesada cartera se hundiría.

»Consiguió arrojarla, extraer el bastón estoque de su vaina, limpiar el mango de todo rastro del tacto de Harry (por esto sólo se hallaron sus propias impresiones digitales en él), y tirar las dos partes al suelo. Luego Howard Brooke sufrió un colapso. No estaba muerto cuando lo encontró la criatura que dio el grito. Tampoco lo estaba cuando llegaron Harry y Rigaud. Murió en brazos de su hijo, colgándose conmovedoramente de él y tratando de asegurar a su asesino que todo estaba bien.

»¡Que Dios le dé descanso! —añadió el doctor Fell levantando lentamente sus manos para ahuecarlas sobre los ojos.

Por un tiempo, la respiración jadeante del doctor Fell era el único ruido en la habitación. Algunas gotas de lluvia salpicaban en las ventanas.

—Señoras y señores —dijo quitando las manos de los ojos y mirando seriamente a sus acompañantes—. Someto a ustedes lo siguiente. Lo someto como lo pude haber hecho anoche, después de leer el manuscrito y oír el relato de la historia de Fay Seton, como única explicación posible de cómo encontró la muerte Howard Brooke.

»¡Las manchas dentro del bastón de estoque que comprobaban cómo la hoja debió de ser metida en la vaina y extraída otra vez antes que fuera hallada! ¡La cartera abultada! ¡El impermeable de Harry que desaparece! ¡Los trozos de roca que faltan del almenado! ¡La extraña cuestión de las impresiones digitales!

»Porque el secreto de este aparente milagro que no hubo de ser ningún misterio, consiste en el hecho muy sencillo de que el impermeable de una persona se asemeja mucho al de otra.

»No ponemos nuestro nombre en los impermeables. No son de color distinto. Se hacen sólo de unas pocas medidas usuales y sabemos que Harry Brooke “en peso y en estatura”, según Rigaud, era como su padre. Sobre todo entre ingleses, es cuestión de orgullo, hasta de casta y de caballerosidad, que el impermeable sea lo más viejo y despreciable mientras que no ofenda la vista. Cuando vayan a un restaurante, observen la fila de objetos sucios y manchados colgando de las perchas y ustedes me comprenderán.

»Aquí nuestro amigo Rigaud jamás se imaginó que había visto a Brooke con dos diferentes abrigos en dos oportunidades distintas. Y como Brooke fue encontrado moribundo con su propio impermeable puesto, ninguno jamás lo sospechó, nadie, es decir, excepto Fay Seton.

El profesor Rigaud se puso de pie y dio unos pasos de extremo a extremo en la habitación.

—¿Ella lo supo? —interrogó.

—Indudablemente.

—Pero después de verla yo un momento en la puerta de la torre, cuando huyó de mí, ¿qué hizo ella?

—Se lo puedo decir —dijo tranquilamente Bárbara.

El profesor Rigaud fastidiado y fastidioso, hizo gestos como para intentar acorralarla.

—¿Usted, mademoiselle? ¿Cómo es posible que lo sepa?

—Puedo decírselo —repuso Bárbara con sencillez— porque es lo que hubiese hecho yo misma. —Sus ojos brillaban con una luz de dolor y simpatía—. ¡Por favor, déjeme continuar! ¡Lo veo!

»Fay salió a nadar al río como dijo que lo había hecho. Quería refrescarse y sentirse purificada. Se había realmente, realmente enamorado de Harry Brooke. En tales circunstancias sería fácil —Bárbara movió la cabeza— convencerse a sí misma… ¡Bueno!… que el pasado era el pasado y que ésta era una nueva vida.

»Además, apenas subió a la torre había oído… había oído lo que Harry decía de ella. ¡Como si por instinto supiera que era la verdad! Como si el mundo entero pudiese mirarla y saber que era verdad. Ella había visto a Harry herir a su padre pero no creía que Brooke estuviese gravemente herido.

»Fay se sumergió en el río y nadó hacia la torre. No hubo testigos por ese lado, ¡recuerden! y, por supuesto —exclamó— ¡ella vio caer la cartera desde la torre! —Bárbara ardiendo con la nueva comprobación se volvió hacia el doctor Fell—. ¿No es esto verdad?

El doctor Fell inclinó gravemente la cabeza.

—Eso, señorita, es dar en el clavo.

—Se zambulló y recogió la cartera, la llevó consigo al salir del río y la ocultó en el bosque. Fay, por cierto, no sabía lo que estaba sucediendo y hasta más tarde no comprendió lo que pudo haber ocurrido. —Bárbara vaciló—. Miles Hammond me contó, al venir aquí, su propia historia. Creo que no comprendió lo que había pasado hasta…

—Hasta —completó Miles con una amargura muy intensa— hasta que Harry Brooke se precipitó al encuentro de ella, transpirando una impresión hipócrita, y gritó: “¡Dios mío, Fay, alguien ha matado a papá!” No es extraño que Fay pareciera un poco cínica cuando me lo contó.

—¡Un momento! —dijo el profesor Rigaud. Después de dar primero esa impresión de estar brincando, aunque en realidad no se movía, el profesor Rigaud levantó su dedo índice imponentemente.

—En este cinismo empiezo a ver el sentido de muchas cosas —declaró—. ¡Al diablo! ¡Sí! ¡Esa mujer —sacudió su dedo índice— esa mujer posee ahora la prueba que puede mandar a Harry Brooke a la guillotina! —Miró al doctor Fell—. ¿No es así?

—Usted también —asintió el doctor Fell— ha dado en el clavo.

—En esa cartera —continuó Rigaud con la cara hinchada— están las piedras utilizadas para darle peso y el impermeable de Harry manchado de sangre por dentro en el lugar de la herida del padre. Convencerá a cualquier tribunal, demostrará la verdad. —Hizo una pausa para reflexionar—. Sin embargo, Fay Seton no utilizará esta prueba.

—Claro que no —dijo Bárbara.

—¿Por qué dice usted «claro que no», mademoiselle?

—¿No lo ve usted? —exclamó Bárbara—. Ella había alcanzado un estado tal… de cansancio, de amargura, cuando en realidad bien podía reír. Ya no la afectaba, ni siquiera le interesaba denunciar lo que era Harry.

»¡Ella era la ramera por afición! ¡Él era el asesino e hipócrita por afición! Seamos indulgentes con las flaquezas de cada uno y sigamos nuestro camino en un mundo donde de todos modos nada saldrá bien. Yo… yo no quiero parecer tonta, pero así es como, verdaderamente, debe de sentirse una en situaciones como ésta.

»Creo que se lo dijo a Harry Brooke —añadió Bárbara—. Creo que le dijo que no lo iba a descubrir, a no ser que la policía la detuviera. Pero conservaría aquella cartera con su contenido, oculta donde nadie la encontrara, en caso de que la policía se metiera con ella.

»¡Y ella conservó la cartera! ¡Es así! ¡La conservó durante seis largos años! La trajo a Inglaterra consigo. Siempre la tenía al alcance de la mano, pero nunca tuvo motivo para tocada hasta…, hasta…

La voz de Bárbara iba apagándose, su mirada pareció de pronto vagamente atemorizada, como si creyera que su propia imaginación la había llevado demasiado lejos, pues el doctor Fell, con ojos bien abiertos y resoplando con interés, se había inclinado a la expectativa.

—¿Hasta…? —insistió el doctor Fell con voz hueca como el viento en el túnel del subterráneo—. ¡Arcontes de Atenas! ¡Lo está acertando! ¡No se detenga ahí! ¿Fay Seton no tuvo ningún motivo para tocar la cartera hasta…?

Pero Miles Hammond apenas lo escuchó. Odio puro brotaba de su garganta y lo ahogaba.

—¿Así que Harry Brooke se salió con la suya? —dijo Miles.

Bárbara se volvió hacia él.

—¿Qué quiere usted decir?

—Su padre lo defendió —Miles hizo un gesto violento— hasta cuando Harry se inclinó sobre un moribundo y profirió: «¿Quién te lo hizo papá?». Ahora sabemos que Fay Seton también lo defendió.

—¡Tranquilidad, muchacho! ¡Tranquilidad!

—Los Harry Brooke de este mundo —dijo Miles— siempre salen con la suya. No pretendo adivinar si es suerte, oportunidad o algún don celestial de su propia naturaleza. Aquel hombre debió ir a la guillotina o pasar el resto de su vida en la isla del Diablo. En su lugar es Fay Seton, que jamás hizo el menor daño a nadie, quien… —su voz se alzó—. ¡Por Dios, me gustaría haberme encontrado con Harry Brooke hace seis años! ¡Daría mi vida por ajustar cuentas con él!

—No es difícil —observó el doctor Fell—. ¿Le gustaría ajustar cuentas con él ahora?

El estrépito de un trueno cuyos ecos cortados retumbaban sobre los techos llegó hasta dentro de la habitación. Las gotas de agua pasaban por encima del doctor Fell sentado junto a la ventana con su semblante no tan rojo ahora y con la pipa apagada en la mano. Éste alzó la voz.

—¿Está usted ahí afuera, Hadley? —gritó.

De un salto, Bárbara se alejó de la puerta, miró fijo, y, tanteando llegó al pie de la cama. El profesor Rigaud utilizó una interjección francesa que no se escucha a menudo entre gente educada.

Y entonces todo pareció suceder en seguida. Cuando una brisa cargada de lluvia penetró por la ventana haciendo balancear la lámpara que pendía sobre la cómoda, un gran peso dio contra la puerta cerrada del lado del pasillo. El picaporte giró apenas, pero frenético como si unas manos pelearan por él. Se abrió entonces la puerta de golpe rebotando contra la pared. Tres hombres que trataban de mantenerse en pie mientras luchaban, entraron a los sacudones forcejeando juntos y casi se caen al chocar contra la caja de latón.

A un lado estaba el inspector Hadley tratando de agarrar los puños de alguien, al otro había un inspector de policía uniformado, en el medio…

—Profesor Rigaud —la voz del doctor Fell era clara—, ¿quiere usted tener la bondad de identificarnos a este hombre? ¿Al hombre que está en el medio?

Miles Hammond miró los ojos fijos, las comisuras de los labios contraídas, las piernas retorcidas que pegaban a sus capturadores con una fuerza musculosa y maligna y fue él quien contestó.

—¿Identificarlo?

—Sí —dijo el doctor Fell.

—¡Oiga usted! —exclamó Miles—. ¿Qué es todo esto? ¡Es Steve Curtis, el novio de mi hermana! ¿Qué intentan hacer?

—Intentamos —tronó el doctor Fell— hacer una identificación. Y me parece que la hemos hecho, pues el hombre que se llama a sí mismo Stephan Curtis es Harry Brooke.